Capítulo Cinco

Amanda recostó la cabeza mientras la limusina se incorporaba al tráfico. Besar a Daniel había sido terapia.

Un refuerzo de sus recuerdos. Al menos para ella.

Sólo gracias a sus años de experiencia manteniendo el control ante astutos jueces había conseguido no desmayarse, suplicarle o algo peor aún.

Daniel siempre había besado muy bien. Desde la primera vez, había hecho que la tierra temblara bajo sus pies y provocado fuegos artificiales en su cerebro.

Recordó su primer beso…, la noche del baile de fin de curso.

En aquella época Amanda no pertenecía al grupo de los alumnos deportistas y populares. Lo normal un sábado por la noche habría sido encontrarla en el club de fotografía o en el de activismo social, en vez de en una fiesta de alumnos populares. Así que cuando su amiga Bethany consiguió obtener una invitación para la fiesta de Roger Dawson, en la suite presidencial del hotel Riverside, no la habría despreciado por nada del mundo. La fiesta era un caos. La música sonaba muy fuerte, habían echado algo alcohólico y amargo en el ponche y la gente utilizaba los canapés como misiles. Amanda había perdido de vista a Bethany muy pronto, así que cuando vio a Daniel solo, junto a la puerta, la alegró ver un rostro conocido. Fue hacia él.

Se habían visto varias veces a principios de curso, cuando ella salía con uno de sus amigos. Siempre le había parecido un chico agradable, y conocía a todo el mundo. Pensó que, si tenía suerte, le presentaría a algunas personas y podría dejar de estar sola y con cara de pasmarote.

– Hola, Daniel -lo saludó.

– Amanda -él se volvió y sonrió con calidez-. No sabía que venías.

– He venido con Bethany -señaló vagamente la dirección en la que había desaparecido su amiga hacía más de veinte minutos.

– Eh, Elliott -llamó alguien.

– ¿Sí? -contestó Daniel.

– Tienes habitación aquí, ¿verdad?

Daniel asintió, pero Amanda era demasiado baja para ver con quién hablaba.

– Necesitamos que traigas tu cubitera de hielo y algunos vasos más -gritó el tipo.

– Iré ahora mismo.

A Amanda se le encogió el corazón. Acababa de encontrar alguien con quien hablar, y se marchaba.

– ¿Quieres venir a ayudarme? -preguntó Daniel, mirándola.

– Sí -aceptó ella con rapidez.

Daniel se hizo camino hasta la puerta, a base de codazos, y salieron al corredor.

– Estoy al fondo del pasillo -dijo él.

– ¿No querías conducir a casa esta noche? -preguntó ella, por hacer conversación.

– Mi hermano mayor, Michael, reservó la habitación -soltó una risita avergonzada-. Pensó que igual esta noche tenía suerte.

– Ah -Amanda tragó saliva-. ¿Estás con… eh, Shelby Peterson?

– Eso creía -Daniel se encogió de hombros-. Pero la última vez que la vi, bailaba con Roger. Puede que sea Roger quien tenga suerte esta noche.

Amanda no estaba acostumbrada a hablar de sexo, y menos con chicos, y menos aún con deportistas guapísimos que debían haberse acostado con la mitad del grupo de animadoras. Se sonrojó.

– Eh, perdona -Daniel agachó la cabeza al ver que no contestaba. Le dio un golpecito con el hombro-. Eso ha sido de muy mal gusto.

– No, claro que no -movió la cabeza, avergonzada por no ser tan sofisticada como sus amigas.

– Sí que lo ha sido. Aquí estamos -se detuvo y abrió la puerta.

Amanda nunca había estado en un hotel de cinco estrellas antes. Y en la suite presidencial había tanta gente que en realidad no había visto la habitación. Miró, atónita, los mullidos sofás de color burdeos, la barra de bar de madera con la pared forrada de espejo, y la puerta doble que daba al dormitorio y a una alcoba llena de helechos y con un jacuzzi.

– Ve a echar un vistazo -sugirió Daniel, dejando la llave en la consola-. Tardaré un par de minutos.

– Vaya -exclamó Amanda, sin molestarse en simular que la opulencia no la impresionaba-. Michael ha debido pensar que ibas a tener mucha suerte.

– Michael es el optimista de la familia -rió Daniel, desde detrás de la barra.

Amanda pasó entre los sofás y miró la mesita de café de roble. En el centro había un jarrón con flores frescas, a un lado una bandeja de bombones y una selección de revistas al otro. Lo que más le interesó fue un aparato rectangular con muchos botones.

– ¿Eso es un mando a distancia? -preguntó, agarrándolo y dirigiéndolo hacia la televisión. Había oído hablar de ellos, pero nunca había visto uno.

– No lo sé. Prueba -dijo Daniel desde detrás de la barra. Ella pulsó un botón y la televisión se encendió.

– ¡Bravo!

Daniel rió al oír su exclamación. Ella empezó a recorrer los distintos canales.

– Creo que estos aparatos se harán muy populares.

– No encuentro la cubitera de hielo -dijo Daniel.

– ¿Quieres que mire en el cuarto de baño?

– Yo lo haré -dijo él, saliendo de detrás de la barra-. Come bombones, ¿quieres? Seguro que Michael ha pagado una millonada por ellos.

Amanda sonrió, contenta de complacerlo. Se sentó en el sofá y quitó el papel dorado a una trufa de chocolate. Se estaba mucho mejor allí, aire fresco, un sitio donde sentarse y nada de gente diciendo obscenidades y lanzándose comida ni música atronadora retumbando en los oídos. Y, lo mejor de todo, no tenía que avergonzarse de ser la única persona que no tenía con quién hablar.

– No hay cubitera -dijo Daniel, colocándose detrás del sofá-. ¿Eso es American Graffiti?

– Creo que sí -dijo Amanda, mirando la pantalla.

– Bien. ¿Están buenos los bombones?

– Para morirse -se inclinó hacia delante, alcanzó una bola dorada y se la ofreció a Daniel.

En la pantalla, un grupo de estudiantes estaban celebrando su última noche juntos.

– Un poco como nosotros -dijo Daniel, pelando el bombón y señalando la televisión.

Amanda asintió. Igual que los protagonistas de la película, estaban a punto de descubrir un nuevo mundo. A veces la idea la emocionaba, pero en general le daba miedo. Sus padres habían ahorrado suficiente dinero para el primer año de universidad, pero después las cosas se pondrían difíciles.

– Están muy buenos -dijo Daniel. Se sentó en el sofá y colocó el cuenco de bombones en el cojín de en medio-. Sugiero que nos los comamos antes de volver a la fiesta.

– Sería una pena desperdiciarlos -aceptó Amanda, seleccionando otro bombón. Dejó que el dulce y cremoso chocolate se deshiciera en su lengua mientras miraban la pantalla en silencio.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Daniel, agarrando otro bombón.

– ¿Después de la fiesta?

– No. Después del instituto. Has sacado buenas notas, ¿no?

Amanda asintió. Como no solía salir con chicos, había tenido mucho tiempo para estudiar.

– Me han aceptado en la Universidad de Nueva York.

– Eso está muy bien. ¿Qué vas a estudiar?

– Literatura inglesa e iniciación al Derecho. ¿Y tú?

– El negocio familiar -dijo él con una sonrisa cansada.

– Trabajo seguro -aventuró ella. Él se quedó callado unos minutos, mirando la pantalla.

– Sabes, en realidad me gustaría…

– ¿Qué? -preguntó ella, al ver que no seguía. Él movió la cabeza e insistió-. Vamos, dímelo.

– Prométeme que no te reirás.

– No me reiré -aseguró ella. Amanda Kendrick nunca podría reírse de Daniel Elliott.

– Vale. Me gustaría convencer a mi padre para poner en marcha una nueva revista.

– ¿En serio? -Amanda lo miró impresionada. Parecía mucho más interesante que estudiar Derecho-. ¿De qué tipo?

– Aventuras y viajes, países extranjeros, acción. Yo podría viajar por todo el mundo, escribir artículos y enviarlos a Nueva York.

Amanda tragó saliva, sintiéndose vulgar y aburrida. Ella ni siquiera pensaba en dejar el estado, en cambio Daniel quería recorrer el mundo.

– Te parece una idea tonta -dijo él con expresión de desánimo.

– No -aseguró ella, acercándose un poco-. Me parece una idea fantástica. Me das envidia.

– ¿En serio? -preguntó él, animándose.

– Suena fantástico.

– Yo creo que sí -satisfecho, peló otro bombón y se lo metió en la boca.

Después de ver la película unos minutos más, él se levantó y fue hacia el bar.

– Estos bombones me están dando sed. ¿Has bebido champán alguna vez?

– ¿Dónde íbamos a conseguir champán? -preguntó ella con los ojos muy abiertos. Él le mostró una botella verde-. ¿No te meterás en problemas?

– La habitación está a nombre de Michael -contestó él, encogiendo los hombros. Empezó a quitar el alambre del corcho.

– Entonces, pensarán…

– La verdad, me da igual lo que piensen -quitó el corcho, que golpeó el techo y botó en la alfombra.

– Me encantaría probarlo -dijo Amanda, sintiéndose muy atrevida.

Él sonrió y sacó dos copas aflautadas del bar. Sirvió el champán, agarró una bolsa de palitos salados y se reunió con ella en el sofá.

– Feliz fiesta de fin de curso -brindó él.

– ¿Te das cuenta de que no vas a tener suerte esta noche? -preguntó ella, mirando sus ojos azul profundo, mucho menos tímida que antes.

– Creo que ese barco ya partió -los ojos de él chispearon y sonrió al mirar el cuenco vacío que había entre ellos-. Te has tragado todos los bombones que iba a utilizar para seducir a una chica.

– He tenido ayuda -protestó ella, golpeándolo en el hombro.

– Eran mi arma secreta.

En vez de contestar, ella probó el champán.

– Eh, esto está muy bueno -alzó la copa a la luz y observó las burbujas subir a la superficie. Creo que el champán debería ser tu arma secreta.

– ¿Sí? Pues también te la estás tragando tú -rezongó él.

Ella sonrió y tomó otro sorbo.

– La vida a veces es un asco, ¿eh?

Él soltó una carcajada al oír eso. Abrió la bolsa de palitos salados y se acomodó en el sofá.

Amanda suspiró con satisfacción. Había odiado la fiesta. Odiaba admitirlo pero no le había gustado su primera fiesta con los alumnos más populares.

Era mucho mejor estar allí sentada, viendo una película, riendo y charlando con Daniel, y bebiendo algo que no sabía a gasolina con zumo de naranja.

Para cuando el personaje que hacía Richard Dreyfuss subió al avión, Amanda se había quitado los zapatos y la botella de champán estaba medio vacía.

– Ni siquiera llega a conocerla -se quejó Daniel.

Ambos habían comentado la película, compartiendo sorpresas, suspense y risas.

– Será para siempre la mujer misterio -dijo Amanda, alzando la copa hacia él.

– Eso es un rollo.

– Es ficción.

– Sigue siendo un rollo.

Ella se rió. Daniel dejó la copa en la mesa.

– Un tipo no debería dejar pasar esas oportunidades.

– ¿Besa a la rubia cuando puedas?

– Algo así -dijo él.

– Supongo que deberíamos volver a la fiesta -sugirió ella, con pesar. Se levantó, recogió los restos de la mesa y fue descalza hacia el bar.

– Imagino -él también se levantó-. No llegamos a encontrar la cubitera de hielo.

– Tengo la sensación de que a nadie le importará a estas alturas de la noche -se dio la vuelta y se encontró cara a cara con él. Más bien, se encontró con su pecho, porque le sacaba más de quince centímetros de altura, estando descalza.

– Si han seguido bebiendo ese ponche, seguro que no -dijo él-. ¿Amanda?

– ¿Sí? -alzó la barbilla para mirarlo.

Él ladeó la cabeza y ella notó el súbito cambio en el ambiente.

– Estaba pensando -se acercó un poco más.

Ella debería haberse sentido intimidada por sus anchos hombros, por su altura, pero no fue así. Tomó aire, inhalando su aroma especiado y varonil.

– ¿En qué estabas pensando?

– En oportunidades perdidas -le apartó un mechón de pelo de la sien.

Ella estaba bastante segura de no estar malinterpretando lo que ocurría. Pero la idea de que Daniel Elliott se le insinuara le parecía una locura.

– ¿Te refieres a la película?

– Me refería a nuestra graduación.

Confusa, Amanda lo miró.

– Podríamos no volver a vernos nunca -dijo él.

– Es posible -aceptó ella. Apenas se habían visto estando en el mismo instituto, las posibilidades de hacerlo si ella estaba en la universidad y él recorriendo mundo eran más que remotas.

– Así que… -susurró él.

– ¿Qué?

– ¿Qué vamos a hacer al respecto?

Ella contempló cómo sus ojos se oscurecían y entreabría los labios.

– ¿Daniel?

– Es ahora o nunca, Amanda -pasó la palma de la mano por su mejilla lentamente, dándole tiempo para adaptarse al cambio de escena, o para protestar-. Estoy a punto de besarte.

– Lo sé -musitó ella, anhelando el beso.

Era perfecto. Correcto. De alguna manera sabía, intelectual, emocional y cósmicamente que un beso de él en ese momento era inevitable.

Sus labios la tocaron. Firmes, luego tiernos, después húmedos, y por fin, ardientes.

Ella rodeó su cuello con los brazos, respondiendo a la presión, entreabriendo los labios y ladeando la cabeza para profundizar en el beso. Sintió calor, luego frío y después calor otra vez.

Era Daniel, Daniel Elliott, quien la estaba besando y abrazando. Su sabor era más intenso que el del chocolate y el champán. Sentía un cosquilleo en la piel y le hervía la sangre. Nunca había sentido nada parecido. Dardos de deseo atravesaron su cuerpo. Había besado a otros chicos, pero nunca así. Nunca había sentido que tomaran control de su cuerpo y de su alma.

Quería más. Y más intenso. Abrió la boca, invitándolo. Cuando la lengua de él la invadió, casi gimió de placer.

Él rodeó su cintura con una mano y la atrajo hacia sí, apretándola contra su cuerpo. Ella aceptó la presión y buscó más aún.

Sintió un océano rugiendo en su cabeza y se aferró a sus hombros. El beso seguía y seguía. Y ella se abrió aún más a él.

Oyó un sonido ronco de su pecho cuando él la apoyó en la barra y deslizó una mano por su columna, que después se situó en sus costillas, rozando apenas la parte inferior de un seno. Ella sintió cómo se endurecían sus pezones.

Deseaba que la tocara, pero le daba miedo pedirlo.

Después, el bajó la otra mano, acariciando su cuello. Se tensó y esperó. Cuando sintió las puntas de sus dedos en el seno izquierdo, casi se estremeció por la intensidad de la sensación.

– Amanda -gimió él.

Jadeando, ella deslizó las manos por su pecho, introduciéndolas bajo su chaqueta y hacia su espalda, apretando los senos contra sus manos.

Por fin entendía que sus amigas se entusiasmaran tanto. Que hicieran el amor con sus novios en el asiento trasero del coche. En ese momento, a ella le habría dado igual dónde estuvieran.

– Daniel -su voz convirtió su nombre en una súplica.

– Esto es… -volvió a besarla y sus manos le quemaron la piel bajo el vestido de seda. Cuando acarició un pezón con el pulgar, sintió chispas que penetraban hasta lo más hondo de su ser. No había sabido que existieran sensaciones como ésa.

La modestia y la timidez se esfumaron. Deseaba a Daniel con cada átomo de su cuerpo. Lo deseaba como nunca había deseado a nadie.

Él besó su cuello con rudeza, irritando su delicada piel con su ardor. Ella inclinó la cabeza para facilitarle el acceso. Tenía que quitarle la chaqueta. Necesitaba tocar su piel, sentir su fuego.

Él le besó el hombro y después deslizó las manos para desatar el nudo que sujetaba el vestido de seda sin espalda.

– Dime que pare -exigió él, mientras desataba el lazo.

– No pares -dijo ella, anhelante-. No pares. Sentía una corriente eléctrica entre los muslos, que necesitaba calmar como fuera.

– Amanda -gimió él. Soltó el lazo y el vestido cayó hasta su cintura.

Daniel clavó la vista en sus pechos desnudos.

Ella arqueó la espalda, cerró los ojos y se llevó la mano al pelo. Lo soltó y sacudió la cabeza.

– Eres bellísima -Daniel maldijo entre dientes-. Increíblemente bella -cerró una mano sobre un pecho y ella gimió.

Se sentía guapa. Por primera vez en su vida se sentía guapa y deseable y carente de pudor. Le quitó la chaqueta de los hombros, desesperada por sentir su piel. No sabía mucho de sexo, pero sí sabía que la ropa de él molestaba.

La chaqueta cayó al suelo y empezó a quitarle la corbata. Él tragó aire.

– Amanda -su voz sonó desesperada.

Ella lo besó en la boca y empezó a desabrocharle la camisa.

– Podemos parar -siseó él-. Me matará, pero aún podemos…

Por fin, llegó a su piel. Besó su torso desnudo con los labios y él se estremeció.

– No vamos a parar -musitó ella contra la cálida piel. El mundo estaba lleno de opciones, pero parar en ese momento no era una opción viable.

– Gracias a Dios -él buscó uno de sus pezones y lo que hizo casi consiguió que a ella se le doblaran las rodillas.

Él la apretó contra sí y luego la alzó en brazos y, besándola en la boca, la llevó al dormitorio.

Ella acarició su pecho, disfrutando con el vello suave que rodeaba sus pezones planos, preguntándose si sentía lo mismo que ella con las caricias.

Daniel murmuró su nombre otra vez mientras la dejaba de pie, junto a la cama. Ella desabrochó el botón del costado de su vestido y la prenda cayó a sus pies. Él acarició su espalda desnuda y la apretó contra su cuerpo.

Ella tembló al pensar en lo que estaba por llegar. Pero iba a hacerlo. Nada podría detenerla.

– ¿Amanda? -preguntó él, interrogante. Ella le quitó la camisa, evitando sus ojos-. ¿Estás nerviosa?

– No -mintió ella.

– ¿Alguna vez has…? -empezó él.

Ella lo miró. No tenía sentido mentir. Iba a darse cuenta enseguida. Movió lentamente la cabeza.

– Lo siento.

– ¿Lo sientes? -aflojó las manos y tosió-. Cielos, acabas de hacerme… -la besó con ternura, en la boca, las mejillas, los párpados y las sienes.

– ¿Estás segura? -susurró después.

– Estoy muy segura -respondió ella.

Los labios de él se curvaron con una sonrisa. Deslizó un dedo por su abdomen, se detuvo en el ombligo y siguió por los suaves rizos de su entrepierna, hasta tocarla suavemente. Ella abrió los ojos de par en par.

– ¿Te gusta? -preguntó él, quemándola con los ojos.

– Oh, sí.

Él la tocó con más firmeza, más abajo.

– ¿Qué debo hacer? -ella se aferró a sus hombros.

– Nada -musitó él.

– Pero…

– No puedes equivocarte, Mandy. Es imposible que hagas esto mal.

Ella tensó los músculos y sus ojos se humedecieron. Él la tumbó en la cama con gentileza.

– Dime si te hago daño.

– No me estás haciendo daño.

Él la dejó un segundo, para quitarse los pantalones. Pero después volvió y sus manos devoraron su cuerpo. Ella habría deseado que el tiempo se detuviera para absorber cada sensación.

Tomó aire, deseando devolverle la sensación, asegurarse de que él sentía al menos la mitad de lo que sentía ella. Acarició su pecho con los nudillos y bajó por su abdomen. Los músculos de él se contrajeron.

Sus bocas se encontraron de nuevo, y ella se arqueó bajo su mano, pidiéndole con todo el cuerpo que llegara más adentro, con más fuerza. Rodeó su miembro con la mano y el calor casi la quemó.

Él soltó una maldición y ella lo soltó.

– ¿Te he hecho daño?

– Estás matándome, nena.

– Perdona.

– Mátame un poco más -pidió él, con una risa ronca. Y ella lo hizo. Poco después, él se situó sobre ella, con el rostro rígido por el esfuerzo de controlarse.

– Es ahora o nunca.

– Ahora -afirmó ella con convicción. Abrió los muslos para recibirlo.

Él la penetró de una sola embestida. Los ojos de ella se ensancharon de dolor, pero él lo borró con sus besos.

– Pronto estarás bien -le susurró al oído.

Y así fue. El dolor duró poco, la pasión siguió.

Él se movió en su interior y el deseo se disparó. Cuando incrementó el ritmo ella lo besó con fuerza, abriendo su cuerpo, buscando algo que no conseguía identificar.

Era como si sintiera una descarga eléctrica en las piernas, que se concentraba en un remanso de calor y sensación, donde sus cuerpos se unían.

Él gimió su nombre y se tensó. El mundo se detuvo un microsegundo y luego ella sintió una explosión de alivio recorrer su cuerpo, como una tormenta de verano, pura mezcla de luz y color.


– ¿Señora Elliott?

Una voz interrumpió sus pensamientos. El chófer. Se llevó la mano al pecho, avergonzada por haber estado fantaseando sobre Daniel.

– ¿Sí?

– Hemos llegado -señaló un edificio marrón.

– Sí, claro -Amanda se movió hacia la puerta.

– Yo le abriré.

Permitió que el chófer la ayudara a salir, le dio las gracias y cruzó la acera hasta su puerta. Metió la llave en la cerradura.

Pero los recuerdos de aquella noche de fin de curso se negaban a desaparecer.

Daniel y ella habían hecho el amor toda la noche. La despedida al día siguiente había sido agridulce, ambos sabían que quizá no volvieran a verse.

Y no lo habrían hecho. Ella habría ido a la universidad y él a recorrer el mundo y escribir artículos.

Si no hubiera sido por Bryan.

Bryan lo había cambiado todo.

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