Capítulo Siete

Daniel había tenido cientos de citas, quizá mil. Sabía que las impresiones eran importantes y que debía concentrarse en los detalles. Antes que nada necesitaba un calígrafo y una rosa blanca.

Había una pequeña imprenta en Washington Square que prepararía una invitación elegante rápidamente. Pediría a su chófer que se la llevara a Amanda esa tarde.

Se recostó en la silla y llamó a Nancy, su asistente.


Tuvo su respuesta dos horas después.

En un correo electrónico de Amanda.

Un correo. Él había optado por el estilo y la elegancia, ella por la rapidez.

No, gracias, rezaba el mensaje. Habría sido imposible ser más fría e impersonal.

No le daba nada. Ni explicaciones, ni la oportunidad de cambiar de fecha. Nada.

No estaba dispuesto a aceptar un «No, gracias». No había conseguido que la revista Snap llegara donde estaba aceptando ese tipo de respuesta.

– ¿Nancy? -dijo por el interfono.

– ¿Sí?

– Llama al despacho de Amanda Elliott, por favor.

Unos momentos después, la luz de la línea uno parpadeó y levantó el auricular.

– ¿Amanda?

– Soy Julie.

– Ah. ¿Está disponible Amanda? Soy Daniel Elliott.

– ¿Don Delicioso?-preguntó Julie.

– ¿Perdona?

– Un momento, por favor -dijo Julie entre risitas.

Daniel se frotó la sien y tomó aire. No quería una discusión. Quería una cita. Una cena y un poco de conversación para descubrir cómo estaban las cosas entre ellos.

– Amanda Elliott -dijo su voz grave.

– ¿Amanda? Soy Daniel -silencio-. He recibido tu correo electrónico -siguió con voz serena.

– Daniel…

– ¿Te va mal el viernes por la noche? -preguntó, optando por hacerse el tonto.

– No es una cuestión de horario.

– ¿En serio? Entonces, ¿cuál es el problema?

– No hagas esto, Daniel.

– Que no haga, ¿qué?

– Las rosas son fantásticas. Pero…

– Pero ¿qué?

– De acuerdo -hizo una pausa-. ¿Sinceramente?

– Desde luego.

– No tengo la energía necesaria.

– ¿Yo te requiero energía? -él se enderezó en la silla de golpe. No entendía esa respuesta.

– Daniel -dijo ella, con voz exasperada.

– Yo haré la reserva. Yo te recogeré. Yo pagaré la cuenta y te llevaré a casa. ¿Qué energía necesitas?

– No es la organización lo que requiere energía.

– Entonces, ¿qué es?

– Eres tú. Tú requieres energía. Te dije que lo dejaras, pero fuiste al juzgado.

– Lo dejaré. Lo he dejado.

– Sí, claro -rezongó ella-. Espiarme es dejarlo.

– No te estaba espiando -admitió para sí que tal vez lo hubiera hecho, pero eso había sido un día antes. En ese momento tenía otra misión. Una mejor.

– Me viste en el juzgado.

– Igual que otros miembros del público.

– Daniel.

Él pensó que había llegado la hora de tirarse al río, de jugárselo todo.

– Tenías razón, yo estaba equivocado, y lo dejaré.

Siguió un largo silencio. Luego ella habló con un deje divertido en la voz.

– ¿Podrías repetir eso?

– No creo-bufó él.

– ¿Cuál es el truco?

– No hay truco -él giró en la silla, adorando el tono grave de su voz-. Me gustaría llevarte a cenar. Es mi manera de pedirte disculpas.

– ¿Pedir disculpas? ¿Tú?

– Sí. Creo que hemos hecho buenos progresos en nuestra relación, Mandy.

Ella tragó aire al oírle decir aquel apelativo.

– Y no quiero perder eso -siguió él-. Te prometo que no daré ninguna opinión sobre derecho corporativo o criminal durante la cena.

– ¿Se unirá alguien a nosotros en el último momento? -preguntó ella, irónica.

– No si puedo evitarlo.

– ¿Qué quiere decir eso?

Él no recordaba que le hubiera costado tanto conseguir una cita en otros tiempos. Debía estar perdiendo dotes.

– Significa que, aunque no soy responsable de los demás ciudadanos de Nueva York, no he invitado, ni invitaré, a nadie a cenar con nosotros.

– ¿Eso es una promesa?

– Te lo juro.

– De acuerdo-aceptó ella tras una pausa.

– ¿El viernes por la noche?

– El viernes.

– Te recogeré a las ocho.

– Adiós, Daniel.

– Adiós, Amanda -Daniel sonrió mientras colgaba. Lo había conseguido.

Sólo necesitaba medio kilo de bombones y una reserva en Hoffman.


Amanda no estaba vestida para Hoffman. Había corrido a casa desde la oficina y se había puesto una falda vaquera negra y una blusa de algodón. Llevaba poco maquillaje y el pelo recogido tras las orejas, mostrando unos sencillos pendientes de jade. Le sugirió que fueran al restaurante de la esquina a tomar un filete, pero Daniel se negó en redondo.

En línea con los Elliott, había conseguido una reserva en el sitio de moda y estaba dispuesto a lucir su dinero y sus contactos.

Amanda no sabía a quién pretendía impresionar. A ella le importaban poco los aperitivos a cincuenta dólares. Y no era ningún trofeo que él pudiera lucir ante sus conocidos de las altas esferas.

Un camarero vestido con esmoquin los condujo a un reservado, junto a una ventana que daba al parque. Daniel pidió dos martinis.

Ella tuvo que admitir para sí que las sillas de respaldo alto y tapicería de seda eran cómodas. Y la porcelana china, los cuadros y las antigüedades eran un descanso para los ojos.

El camarero puso una servilleta de lino sobre su regazo y le entregó a Daniel la carta de vinos. Dado que los Elliott medían la importancia de un evento en los dólares que implicaba, supo que se cocía algo. Se inclinó hacia él.

– ¿Me juras que esto no es un gran plan para convencerme de que cambie de profesión?

– Deberías relajarte y disfrutar de la cena -dijo él, abriendo la carta de vinos.

– Lo haré -dijo ella-. En cuanto salga a relucir la evidencia y esto cobre sentido.

– Pasas demasiado tiempo en los tribunales.

– Pasé demasiado tiempo casada contigo.

Daniel cerró la carta y la miró por encima de la vela.

– Bien. A ver si puedo acelerar las cosas.

– ¿Vas a poner en marcha tu plan? -preguntó ella, sorprendida.

– No hay ningún plan -dijo Daniel, tras darle las gracias al camarero, que dejó una cesta de panecillos en la mesa y llenó las copas de agua-. Bryan es el operador encubierto, no yo.

– Ja. Todo lo que sabe, lo aprendió de su padre.

– Aprendió lo que sabe de la CIA.

Amanda dio un respingo y Daniel estiró el brazo para apretar su mano suavemente.

– Disculpa.

– Da igual. Eso ya terminó. Eso es lo que cuenta.

– Sí, se acabó -corroboró Daniel.

– Bien, confiesa -Amanda apartó la mano-. ¿Qué pasa?

– Quería decirte que estuviste sensacional en el juzgado.

El cumplido la halagó, pero luchó contra el sentimiento. No era momento para ablandarse con Daniel. Él seguía teniendo un plan oculto, lo sabía.

– Me alegro. Pero eso no es por lo que estamos aquí -comentó ella, eligiendo un panecillo. Estaban calientes y eran una de sus grandes debilidades.

– Estamos aquí porque cuando vi cómo machacabas a ese tipo comprendí que pedirte que cambiaras de profesión había sido un error.

Ese cumplido sí era imposible de ignorar. No era falso ni genérico, y comprendió que era sincero.

– ¿Están listos para pedir? -preguntó el camarero, colocando dos martinis en la mesa.

– Denos unos minutos más -dijo Daniel. El camarero inclinó la cabeza y se retiró. Daniel alzó la copa en un brindis. Amanda hizo lo propio.

– Supongamos que te creo.

– Aplaudiría tu inteligencia.

– Pero sigo pensando que tú tienes algo entre manos.

– Lo que ves es lo que hay -refutó él.

– Ya, seguro. Los Elliott son famosos por su transparencia y claridad.

– Estoy siendo tan transparente como sé -dijo él, mirándola con intensidad.

Ella esperó.

– Piénsalo, Amanda. Bombones, flores, cena…

– ¿Esto es una cita? -ella parpadeó, atónita.

– Es una cita -dijo él con orgullo.

– No lo es -ella agitó el cuchillo de la mantequilla-. Estás disculpándote. Estamos equilibrando nuestra relación por el bien de nuestros hijos y nietos.

– Como quieras -Daniel encogió sus anchos hombros-. No voy a discutir contigo, Amanda.

Ella lo miró en silencio.

– ¿Quieren pedir ya? -preguntó el camarero, reapareciendo súbitamente.

– Sí, gracias -Daniel miró a Amanda-. ¿Langosta?

A ella le encantó que recordara cuál era su plato favorito, pero obvió el detalle. No era una cita. Él no era su novio. Esos estúpidos detalles íntimos no eran más que viejos hábitos.

– Las almejas -dijo, para fastidiar-. Y ensalada.

– ¿Segura? -Daniel alzó las cejas. Ella asintió-. Yo también tomaré almejas -le dijo al camarero.

– Pero…

Él la miró interrogante.

– Nada -ella había esperado que pidiera un solomillo, pero no estaba dispuesta a admitirlo.

Un músico empezó a tocar el arpa y Amanda se recompuso. Esa noche tenía que ser neutra. Buscó un tema que lo fuera.

– ¿Solucionaste tus problemas legales? -preguntó.

– ¿Qué problemas legales?

– El manual de los empleados.

– Ah -él asintió-. Te refieres a eso. Por desgracia, creo que tendremos que despedir al empleado.

– ¿Vais a despedir a alguien por no cumplir las normas del manual?

– Eso me temo.

– No parece que os importe mucho la vida de la gente -dijo ella, a la defensiva.

– Bueno, a él no le importa mucho su trabajo.

– ¿Qué hizo?

– Robar tiempo.

– ¿Qué es robar tiempo?

– Ocuparse de asuntos personales en horas laborables.

– ¿Qué? ¿Algo como pedir cita en la peluquería?

– No se despide a una persona por pedir cita en la peluquería -Daniel soltó un suspiro.

– Yo no. Pero hablas como si tú pudieras hacerlo.

– Llamó diciendo que estaba enfermo y uno de los directores lo vio en la Séptima Avenida.

– Igual iba a la farmacia a por medicinas.

– Según mis fuentes, parecía muy sano.

– ¿Tienes fuentes? -ella enarcó las cejas-. Lo de Bryan viene de ti, olvida la CIA.

– Venga, incluso tú tienes que admitir que una empresa del tamaño de EPH no puede permitirse tener empleados que se aprovechen de los permisos de enfermedad.

– ¿Le preguntaste al hombre qué había ocurrido? -Amanda no estaba dispuesta a admitir nada.

– No personalmente.

– ¿Se lo preguntó alguien?

– Se le ofreció la oportunidad de entregar un justificante médico. No lo hizo.

– Tal vez no fue al médico -Amanda se inclinó sobre la mesa, mirándolo.

– Pidió una baja por enfermedad -Daniel tomó un trago de martini-. No estaba enfermo. Eso es fraude.

– ¿Recibió un trato justo e imparcial?

– ¿Por qué? ¿Te interesa defender su caso?

– Me encantaría -afirmó ella, mirándolo a los ojos.

– Deberíamos bailar -Daniel echó la silla hacia atrás.

– ¿Perdona?

– Hay una pista de baile en la terraza de arriba.

– Acabamos de pedir la cena.

– Les diré que esperen -se puso en pie y le ofreció la mano-. Creo que deberíamos hacer algo que no implique hablar, al menos un rato.

– ¿Estoy arruinando tu cita perfecta? -preguntó Amanda con los ojos muy abiertos y expresión de inocencia.

– Digamos que supones un reto mayor que otras.

– Quizá deberías dejarme plantada.

– Soy un caballero.

– En serio, Daniel -Amanda se puso en pie, sin aceptar su mano-. Podrías cancelar el pedido y llevarme a casa-. Esperó su respuesta, tensa.

Lo inteligente sería marcharse de allí. Eso seguro. Bailar con él sería peligroso y estúpido.

– No seas ridícula -capturó su mano y ella odió la oleada de alivio que recorrió su cuerpo.

Sintió sus dedos cálidos y fuertes entrelazarse con los suyos y su resistencia se evaporó.

– Esto no es una cita -afirmó, mientras él la conducía a la desgastada escalera de madera.

– Claro que es una cita. Te envié rosas.

– Sí, mi casa huele a floristería.

– ¿Eso es malo?

– Es raro.

– ¿Tus novios no te enviaban flores?

– ¿Qué novios? -giró la cabeza para mirarlo.

– Cullen me habló de Roberto.

Ella tropezó en un escalón y tuvo que sujetarse a la barandilla. Roberto había sido intenso, demasiado apasionado. Daniel puso las manos en su cintura para estabilizarla.

– Te pidió matrimonio, ¿no?

– Sí lo hizo.

– ¿Y lo rechazaste?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Eso no es asunto tuyo -dijo ella. Empujó la puerta de madera y se oyó un cuarteto de cuerda.

– Supongo que no -aceptó Daniel.

Amanda había esperado que discutiera y sus palabras la sorprendieron. Él puso la mano en su espalda y la condujo a la pista de baile.

Ella comprendió de inmediato que bailar con él era un error colosal. En realidad, toda la velada empezaba a parecerle un error. Debería haberlo previsto. Cuando un Elliott desplegaba sus encantos, no había mujer capaz de resistirse.

Él la tomó en sus brazos y ella se acopló a su ritmo. Echó la cabeza hacia atrás y contempló las estrellas que tachonaban el negro y aterciopelado cielo.

– ¿Todo lo que haces es siempre tan perfecto?

– ¿Tan perfecto? -repitió él, risueño.

– Flores perfectas, cena perfecta, cielo perfecto.

– Sólo hace falta pensar y planificar un poco.

– Y tu eres el planificador ¿Alguna vez haces algo sin planearlo antes?

– No.

– ¿Nada?

– ¿Qué sentido tendría? -él se encogió de hombros.

El cuarteto de cuerda inició otro vals y Daniel la abrazó con más fuerza. Ella pensó que no debería gustarle eso. No quería que le gustara. Ya era bastante malo fantasear con él mientras viajaba en el asiento trasero de una limusina. Fantasear mientras estaba en sus brazos era más que peligroso.

– Podría ser divertido -dijo ella, obligándose a mantener la conversación. Cualquier cosa menos dar rienda suelta a sus pensamientos sexuales.

– ¿Qué tiene de divertida la desorganización?

– Hablo de espontaneidad -la brisa le alborotó el cabello.

– Espontaneidad es sinónimo de caos -apuntó él, apartándole un mechón de pelo del rostro.

– Espontaneidad es hacer lo que uno quiere cuando quiere -dijo ella, sacudiendo la cabeza.

– Eso es pura volubilidad.

– ¿Me estás llamando voluble?

– No te estoy llamando nada -apoyó la frente en la de ella y suspiró-. Sólo digo que yo no cambio lo bastante en una semana como para desear que todo sea distinto al final de ella.

– ¿Y qué me dices de un mes, o un año?

– Hay diferentes niveles de planificación.

Amanda dio un paso atrás y dejó de bailar.

– ¿Estás diciendo que tienes cosas planificadas para dentro de un año?

– Por supuesto.

– Es imposible.

– Están los presupuestos anuales, reservas, conferencias. Uno no se sube a un avión de repente para dar una charla sobre EPH en la Asociación Periodística Europea.

– Pero, ¿y si algo cambia?

Él pasó la mano por su espalda y, con un escalofrío, ella se reincorporó al baile.

– ¿Qué iba a cambiar? En su fundamento, quiero decir.

A pesar de que pretendía mantener viva la discusión, la voz de ella se suavizó, reflejando la seducción del húmedo aire nocturno.

– ¿Pero nunca quieres vivir la vida sin más?

– No.

– ¿Ni siquiera en cosas pequeñas?

– Amanda -su voz enronqueció y siguió acariciando su espalda-. No hay cosas pequeñas.

– ¿Qué me dices de la cena? ¿No habría sido divertido elegir un restaurante en el último momento?

– ¿Habrías preferido esperar dos horas en fila para conseguir una mesa? -preguntó él, con un deje burlón en la voz.

– Estás siendo obtuso a propósito -protestó ella, dándole una palmada en el brazo.

– Estoy siendo lógico. Planificar no elimina la diversión de la vida. Potencia la diversión porque elimina la preocupación.

– Deberías improvisar de vez en cuando -sugirió ella, echando la cabeza hacia atrás para mirarlo.

– No lo creo.

– Te sentirías más vivo.

– ¿Eso crees? -volvió a apartarle el pelo de la cara y ella se estremeció visiblemente.

– Lo sé -le aseguró.

– Vale. Aquí viene algo que no creo que esperases.

– ¿Sí? -lo miró con interés.

– Sí -la atrajo hacia él e inclinó la cabeza.

Ella abrió los ojos de par en par. Había espontaneidad, y espontaneidad.

– Esto -susurró él, besando sus labios.

Fue un beso suave. Apenas entreabrió los labios, y no la apretó contra él. No debió durar más de diez segundos, pero ella sintió cómo el deseo se desataba en su interior. Las estrellas plateadas se volvieron borrosas y le temblaron las rodillas.

Entonces él abrió la boca y ella se agarró a sus hombros, repitiendo su nombre mentalmente, una y otra vez. Cuando estaba a punto de pronunciarlas en voz alta, él finalizó el beso. Se miraron.

– No contabas con eso, ¿verdad? -preguntó él.

– ¿Y tú? -preguntó ella, al ver el destello de su mirada.

– Oh, sí. Lo he planeado toda la semana.

– ¿Qué?

– Soy un planificador, Amanda -soltó una risita grave-. Así son las cosas.

– Pero…

– Y no creo que mi planificación me restara un segundo de placer.

Amanda se echó hacia atrás. Él había planeado besarla. Un pensamiento aterrador le pasó por la cabeza y se apoyó en él para equilibrarse.

– Por favor, dime que no has planificado nada más.

– Probablemente será mejor que no conteste a eso -dijo él. Sus blancos dientes destellaron a la luz de las farolas que iluminaban la pista de baile.

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