Capítulo Uno

Si las cosas fueran a gusto de Amanda Elliott, Nueva York tendría una ley que aboliera a los ex maridos. Inspiró profundamente, curvó los dedos de los pies sobre el bordillo de la piscina del Club Deportivo Boca Royce y se tiró de cabeza a la calle rápida.

Una ley en contra de los ex maridos que interfirieran en la vida de una mujer. Estiró los brazos y se deslizó hacia delante, hasta que volvió a salir a la superficie.

Una ley en contra de los ex maridos que se mantenían sexys y en forma durante más de quince años. Dio una brazada y empezó a mover las piernas con ritmo, dejando que el agua fresca bloqueara al mundo de su mente.

Y una ley contra los ex maridos que sujetaban a una mujer entre sus brazos, susurraban palabras tranquilizadoras y hacían que su mundo dejara de girar sobre su eje.

Cerró los ojos con fuerza ante ese recuerdo ilícito, y siguió dando brazadas hasta que sus dedos rozaron la pared de la piscina al otro extremo. Entonces giró el cuerpo para iniciar el siguiente largo.

Y, si los políticos se ponían a ello, de paso deberían dictar una ley en contra de los hijos que resultaban heridos de bala en altercados, hijos que eran agentes del gobierno en secreto e hijos que aprendían a ser espías sin el consentimiento de su madre.

No sería difícil. Una sencilla enmienda en el protocolo de admisiones y ninguna mujer tendría que volver a despertarse un día para descubrir que había dado a luz a un James Bond.

Amanda pasó las balizas que demarcaban medio largo.

Su hijo Bryan era un James Bond.

Dejó escapar una risita desesperada al pensar eso y estuvo a punto de tragar agua.

Por más que lo intentaba, no podía imaginarse a Bryan con un pasaporte falsificado, conduciendo coches exóticos a través de países extranjeros y pulsando diminutos controles remotos para volar cosas. A su Bryan le encantaban los perritos y pintar con los dedos, se moría por los pastelitos de coco rellenos de crema que sólo vendía la tienda de Wong, en la esquina.

Se alegraba de que fuera a dejar el juego de los espías. Se lo había prometido a su esposa. Amanda lo había oído en directo. Y también Daniel.

Le falló una brazada. Esa vez, la imagen de su ex esposo no se borraba de su mente.

Daniel la había reconfortado durante la larga noche que Bryan estuvo en el quirófano. Había sido su pilar, abrazándola cuando ella creía que el terror la haría derrumbarse. A veces, la había apretado con tanta fuerza que más de una década y media de ira y desconfianza entre ellos se había disuelto y convertido en nada.

¿Reconciliación?

Giró de nuevo, pateando la pared de la piscina y volviendo a la superficie. Incrementó el ritmo y apretó la mandíbula, concentrándose en sus brazadas.

La reconciliación no era una posibilidad.

Nunca lo sería.

Porque Daniel era un Elliott de los pies a la cabeza. Y Amanda… no. El dilema Oriente-Occidente no tenía tanto peso como eso.

La tregua había acabado. Bryan estaba recuperándose. Daniel había vuelto a su zona de Manhattan. Y ella tenía que hacer las presentaciones de preliminares ante el juez Mercer a la mañana siguiente.

Sus nudillos golpearon la pared al acabar otro largo. «Cinco», contó mentalmente.

– Hola, Amanda -no supo de dónde llegaba la familiar voz de Daniel.

Hizo un esfuerzo para poner su cuerpo en vertical, se limpió el agua clorada de los ojos y parpadeó para vislumbrar la imagen de su marido. Se preguntó qué estaba haciendo allí.

– ¿Le ocurre algo a Bryan?

– No -Daniel negó con la cabeza rápidamente-. No. Perdona. Bryan está bien -se puso en cuclillas para que sus ojos estuvieran a la misma altura.

– Gracias a Dios -Amanda dejó escapar un suspiro de alivio, agarrándose al borde de la piscina.

– Cullen me dijo que te encontraría aquí -dijo él.

– ¿Le ocurre algo a Misty? -ella sintió un nuevo ataque de ansiedad al oír el nombre de su otro hijo.

– Misty está bien -Daniel volvió a negar con la cabeza-. El bebé está dando mucha guerra.

Amanda estudió su expresión. Parecía tranquilo y sereno. Lo que fuera que lo había sacado de la oficina en mitad del día, no era cuestión de vida o muerte.

Él se estiró y ella miró su pecho musculoso y su bañador azul marino. Estaba descalzo y tenía un estómago que sería la envidia de cualquier hombre con la mitad de años que él.

Se le secó la boca y, de repente, se dio cuenta que hacía dieciséis años que no veía a Daniel con otra cosa que no fuera un traje de ejecutivo. El hombre que la había despedido con un abrazo, tenía un cuerpo para morirse por él.

– Entonces, ¿qué haces aquí? -preguntó.

– Buscarte.

Ella parpadeó de nuevo, intentando encontrar sentido a sus palabras. Si no se había perdido nada, se habían despedido en la boda de Bryan y se habían reincorporado a sus vidas respectivas.

Daniel debería estar sentado tras su escritorio de caoba en su despacho de la revista Snap en ese momento, luchando con uñas y dientes con sus hijos por los beneficios y cuota de mercado. Cuando estaba batallando por el puesto de director en Elliott Publication Holdings, habría sido una catástrofe de proporciones bíblicas sacarlo de la oficina en horas de trabajo.

– Quería hablar contigo -aclaró él, con serenidad.

– ¿Perdona? -sacudió la cabeza para sacarse el agua de los oídos.

– Charlar. Ya sabes, lo que hace la gente para intercambiar información e ideas.

Sacarse el agua de los oídos no había ayudado. ¿Daniel la había buscado para charlar?

– ¿Por qué no tomamos algo? -él sonrió y se dobló por la cintura para ofrecerle la mano.

– Me parece que no -se apartó del borde de la piscina y volvió a nadar.

– Sal del agua, Amanda.

– No, no.

Puede que él pareciera salido de un anuncio de la revista Músculos del mes, pero la fuerza de gravedad iba a ganar la partida con el cuerpo de ella.

– Me quedan cuarenta y cinco largos.

Cincuenta largos eran demasiados, pero estaba dispuesta a incrementar su ritmo de ejercicio en ese momento. Que Daniel llegara o no a verla en bañador daba igual, una mujer tenía su orgullo.

– ¿Desde cuándo cumples los planes que haces? -Daniel cruzó los brazos sobre su ancho pecho.

– ¿Desde cuándo acabas tú de trabajar antes de las ocho de la noche? -preguntó ella. Si él quería hablar de sus debilidades, ella no iba a quedarse atrás.

– Me he tomado un descanso para tomar café.

– Ya -masculló ella con escepticismo.

– ¿Qué se supone que quiere decir eso? -él frunció el ceño, adquiriendo un aspecto imperioso, a pesar de estar en bañador.

– Significa que tú no tomas descansos para café.

– Apenas nos hemos visto en quince años. ¿Cómo sabes tú si me tomo o no descansos?

– ¿Cuándo fue la última vez que te tomaste uno?

– Hoy -los ojos de color cobalto de él se oscurecieron.

– ¿Y antes de éste?

Él se quedó en silencio un momento, pero la comisura de su boca se curvó hacia arriba.

– Lo sabía -lo salpicó con el agua.

– ¿Tengo que entrar a por ti? -dijo él, escabullándose del agua.

– Vete -ella tenía que acabar su programa de ejercicios y aclararse la cabeza. Estaba muy bien apoyarse en Daniel cuando su hijo estaba en peligro de muerte. Pero la tregua había acabado. Era hora de que cada uno volviera a su trinchera respectiva.

– Quiero hablar contigo -dijo él.

– No tenemos nada que decirnos -ella se alejó por la calle.

– Amanda.

– Si Bryan no está de vuelta en el hospital, y si Misty no está de parto, tú y yo vivimos vidas separadas.

– Amanda -repitió él, más fuerte.

– Eso es lo que dice nuestra sentencia de divorcio -se alejó.

Él la siguió por el borde de la piscina, pero el agua no le dejó escuchar todas sus palabras.

– Yo pensé… entonces tú… haciendo progresos…

Ella se rindió y empezó a nadar de lado, mirando su cuerpo largo y firme.

– ¿Progresos hacia dónde?

– Odio cuando te haces la tonta -él entrecerró los ojos.

– Y yo odio que me insultes.

– ¿Cómo te he insultado?

– Me has llamado tonta.

– He dicho que te estabas haciendo la tonta -él extendió las manos con frustración.

– Entonces me has llamado intrigante.

– ¿Es necesario que hagamos esto?

Por lo visto, lo era. Ocurría siempre que estaban a menos de diez metros de distancia el uno del otro.

– Yo estuve allí para ti, Amanda.

Ella se detuvo y el agua chocó contra su cuello. Parecía que ya iba a empezar a usarlo en contra suya.

– Y tú estuviste allí para mí -él alzó las palmas de las manos con gesto de rendición-. Lo sé. Lo sé.

– Y ya se acabó. Bryan está vivo… -se le quebró la voz al decir el nombre de su hijo e inspiró con fuerza-. Y Cullen está felizmente casado.

Daniel volvió a agacharse y bajó la voz.

– ¿Qué me dices de ti, Amanda? -los iris azules de sus ojos chispearon con el reflejo del agua.

No. No iba a hacerse eso a sí misma. No iba a tener una conversación con Daniel sobre su estado emocional o mental.

– Estoy decididamente viva -le contestó con descaro. Se zambulló bajo el agua y siguió nadando.

Él siguió andando por el borde de la piscina, siguiendo su ritmo y observando sus brazadas.

Poco después, ella sólo podía pensar en cuánto estaría sobresaliendo su trasero del agua y en si llevaba el bañador mal colocado. Se detuvo al otro extremo y se apartó el pelo de los ojos.

– ¿Vas a marcharte ya? -preguntó. No estaba dispuesta a hacer cuarenta y cuatro largos mientras él analizaba la parte trasera de sus muslos.

– Quiero hablar contigo de un tema legal -dijo él.

– Llama a mi oficina.

– Somos familia.

– No somos familia -ella se apartó del borde de golpe, creando un remolino de agua. Ya no lo eran.

– ¿Tenemos que hacer esto aquí? -preguntó él, mirando a su alrededor.

– Eh, tú puedes estar donde quieras. Yo estaba nadando, sin meterme con nadie.

– Sube a tomar algo conmigo -señaló con la cabeza la terraza que daba a la piscina.

– Vete.

– Necesito tu asesoramiento legal.

– Siempre tienes abogados en nómina.

– Pero esto es confidencial.

– Me quedan un montón de largos.

– No los necesitas -comentó él, enfocando los ojos en la silueta que se veía bajo el agua.

A ella le dio un vuelco el corazón. Pero después recordó lo fácil que le resultaba a él soltar cumplidos. Giró y empezó a nadar a braza.

Él caminó hasta el otro lado de la piscina y estaba allí esperándola cuando emergió a tomar aire.

– Puedes ser un auténtico impresentable, ¿lo sabías? -soltó un suspiro de frustración.

– Venga, sigue. Esperaré.

– Prefiero que no -ella apretó los dientes.

Él sonrió y le ofreció la mano.


A Daniel le preocupaba que no cayera en la trampa. Entonces tendría que encontrar otra forma de conversar con ella. Y sin duda tenía unas cuantas cosas que decirle.

Durante las últimas semanas había visto su frenético horario. Había oído las llamadas telefónicas ya entrada la noche. Y había visto cómo sus clientes se aprovechaban de ella.

Ella entrecerró los ojos, desconfiada, y él acercó la mano un poco más y movió los dedos, animándola. Sólo necesitaba captar su atención durante unos días, quizá un par de semanas. Después ella estaría de nuevo encaminada y saldría de su vida para siempre.

Por fin, ella hizo una mueca y colocó su pequeña mano en la suya. Él intentó ocultar un suspiro de alivio y la sacó del agua con suavidad.

Ella se estiró y él vio sus extremidades firmes y cómo el bañador color albaricoque se ceñía a sus curvas. Dado que solía utilizar ropa informal, más bien suelta, había pensado que debía haber ganado peso con los años. Pero no era así.

Tenía una figura fantástica. La cintura bien definida, el estómago plano y firme, los senos llenos y redondos bajo la tela mojada.

Un casi olvidado pinchazo de deseo lo golpeó y apretó la mandíbula para controlarlo. Si la incomodaba en ese momento, huiría. Y entonces se pasaría el resto de su vida nadando después del trabajo y paseando por Manhattan con pantalones caqui, blusas sueltas y sandalias de madera.

Se estremeció con la imagen.

Aunque ella no estuviera dispuesta a admitirlo, necesitaba ampliar sus círculos profesionales, buscar clientes prósperos y, por Dios bendito, vestirse para el éxito.

– Una copa -advirtió ella, soltando su mano y lanzándole una mirada de advertencia, mientras se sacudía el agua del bañador.

– Una copa -aceptó él con desgana, desviando la mirada de su seductora figura.

– Ni siquiera te has mojado -dijo ella mirando su bañador y arrugando la nariz.

– Eso es porque no he venido a nadar -la tomó del codo y la condujo hacia el vestuario.

Tenía la piel suave y fresca, como las baldosas que pisaban sus pies. Ella se detuvo a la entrada del pasillo y se volvió para mirarlo. Casi vio cómo su mente calibraba la situación y formulaba argumentos.

– Supongo que no estarías dispuesta a cambiarte en el vestuario familiar, por los viejos tiempos, ¿verdad? -dijo él, buscando una distracción.

Eso hizo que sus ojos de color moca destellaran, pero también acalló su boca. Tal y como él había pretendido.

En realidad, no tenía ningún asunto legal que discutir. Había sido una excusa para sacarla de la piscina, e iba a necesitar unos minutos para refinar los detalles de la mentira. Le lanzó lo que esperó pareciese una sonrisa nostálgica.

– A los chicos les encantaba este sitio.

– ¿Qué es lo que te pasa? -espetó ella.

– Sólo decía que…

– Sí. Bien. A los chicos les encantaba -se quedó en silencio un momento y sus ojos se suavizaron.

Él también se perdió en sus recuerdos. En su mente vio a dos chicos de pelo oscuro lanzándose por el tobogán y tirándose del trampolín. Boca Royce era el único centro de ocio que Amanda y él habían podido permitirse en sus años de escasez, gracias a que la familia Elliott eran socios vitalicios. Y Bryan y Cullen habían nadado allí sin descanso.

Recordó el final del día, cuando los niños estaban agotados. Amanda y él los llevaban a casa, les daban pizza para cenar y les dejaban ver una película de dibujos animados. Luego los acostaban y ellos dos se iban a la cama para pasar el resto de la velada haciendo el amor.

– Tuvimos buenos tiempos, ¿verdad? -comentó con voz ronca.

Ella no contestó, no lo miró. Sin decir una palabra, se dio la vuelta y se fue por el pasillo.

Mejor así.

Estaba allí para ofrecerle unos consejos básicos para que encaminara su vida profesional.

Todo lo demás era intocable.

Muy intocable.


Amanda se sintió mucho menos vulnerable con unos vaqueros desgastados y una camiseta sin mangas color azul pastel. En el vestuario, se peinó el pelo húmedo con los dedos y se puso brillo de labios transparente. No solía utilizar mucho maquillaje durante el día, y no iba a ponérselo por Daniel. Tampoco iba a peinarse con secador.

Se echó su bolsa deportiva amarilla al hombro y subió las escaleras que llevaban a la terraza.

Una copa rápida. Oiría lo que tenía que decir, le sugeriría a alguien de precio mucho más elevado que el suyo y, tal vez, después visitaría a un psicólogo.

Arriba, unas puertas de roble daban acceso al bar. Una recepcionista le pidió que le enseñara el carné de socia. Antes de que pudiera sacarlo de la bolsa, apareció Daniel, impecablemente vestido con un traje de Armani. La tomó del brazo e hizo un gesto con la cabeza a la recepcionista.

– No será necesario. Es mi invitada.

– Técnicamente, no lo soy -señaló Amanda, mientras él la llevaba hacia la puerta-. También soy socia.

– Odio que pidan el carné -dijo Daniel, señalando una pequeña mesa redonda, cerca del ventanal que daba a la piscina-. Es de mal gusto.

– No me reconocen -apuntó ella. Sabía que la recepcionista sólo estaba haciendo su trabajo.

Daniel apartó uno de los sillones y Amanda se sentó en el cojín de cuero y dejó la bolsa en el suelo.

– Quizá si…

Ella lo miró por encima del hombro y él cerró la boca y fue al otro lado de la mesa. Cuando se sentó, apareció un camarero vestido con traje oscuro.

– ¿Puedo traerle algo, señor?

Daniel arqueó una ceja, mirando a Amanda.

– Zumo de frutas -pidió ella.

– Tenemos una mezcla de naranja y mango -sugirió el camarero.

– Eso suena bien.

– ¿Y usted, señor?

– Un Glen Saanich con hielo. Etiqueta amarilla.

– Muy bien -con una inclinación de cabeza, el camarero se marchó.

– Deja que adivine -dijo ella, que no estaba dispuesta a dejar pasar el insulto sin más-. Ibas a decir que si llevara un traje de ejecutiva, nadie me pediría el carné.

– El vestuario hace a la mujer -dijo él, sin molestarse en contradecirla.

– La mujer hace a la mujer -replicó ella.

– Un traje ejecutivo y unos zapatos de tacón te darían mucha credibilidad.

– Me visto así para ir a los tribunales, no para entrar en clubes exclusivos.

– ¿Cómo planificas tu vestuario? -preguntó Daniel, escrutando su rostro.

– De acuerdo con mi vida y mi trabajo. Igual que hace todo el mundo.

– Eres abogada.

– Soy consciente de eso.

– Amanda, las abogadas normalmente…

– Daniel -advirtió ella. Fuera lo que fuera que iban a hablar, su vestuario no estaba incluido.

– Sólo digo que te pases por una boutique. Que pidas cita en una peluquería.

– ¿Mi pelo?

– Eres una mujer muy bella, Amanda -dijo él tras una leve pausa.

– Vale -rezongó ella. Sólo era una lástima que llevara ropa fea y un mal corte de pelo.

– Hablo de un par de chaquetas y unos retoques.

– ¿Para que no me pidan el carné en Boca Royce?

– No es sólo el carné, y tú lo sabes.

Ella enderezó la espalda. Quizá no lo fuera. Pero no era asunto de él.

– Déjalo, Daniel.

Inesperadamente, él alzó las manos con gesto de rendición. Segundos después esbozó una sonrisa de disculpa. Sin embargo, que se rindiera tan fácilmente no terminó de satisfacerla, lo que era ridículo.

El camarero reapareció con las bebidas y una carta de entremeses y aperitivos.

– ¿Tienes hambre? -preguntó Daniel, abriéndola.

– No -respondió ella. En absoluto iba alargar la escena compartiendo sushi con él.

– Podríamos pedir unos canapés.

Ella negó con la cabeza.

– De acuerdo. Me conformaré con el whisky.

Amanda miró el caro líquido ámbar, recordándose en quién se había convertido él. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que le sirvió una lata de cerveza.

– ¿Whisky de treinta dólares la copa? -preguntó.

– ¿Qué tiene de malo el whisky? -dijo él, cerrando la carta y dejándola a un lado.

– ¿Bebes cerveza alguna vez?

– De vez en cuando -encogió los hombros.

– Me refiero a cerveza de tomar en casa.

Él alzó su vaso y los cubitos de hielo chocaron contra el fino cristal.

– Eres una esnob pero a la inversa, ¿lo sabías?

– Y tú eres un esnob con todas las de la ley.

Él clavó los ojos en los suyos y ella se estremeció. Por puro instinto de conservación, bajó la vista hacia la mesa. No permitiría que la opinión de Daniel sobre ella le afectara. Ni corte de pelo, ni ropa de diseño.

Su opinión no significaba nada. Nada de nada.

– ¿Por qué crees que…? -su voz sonó suave y ella alzó la cabeza. Él empezó de nuevo-. ¿Por qué crees que discutimos tanto? -la pregunta era innegablemente íntima.

– Porque seguimos aferrándonos a la idea de que alguna vez cambiaremos la mente del otro -contestó ella, negándose a ponerse sentimental.

Él consideró la respuesta un momento. Después sonrió.

– Bueno, yo estoy dispuesto a mejorar, si tú lo estás también.

Oh, oh. Amanda no sabía a dónde quería llegar con su encanto, pero no podía ser bueno.

– ¿Podemos ir al grano?

– ¿Hay algún grano?

– El asunto legal confidencial. Eso que me has traído a discutir aquí arriba.

– Ah, eso -los rasgos de él se tensaron y se removió en el asiento-. Es algo un poco, ejem, delicado.

– ¿En serio? -eso captó su atención.

– Sí.

Ella se inclinó hacia delante, preguntándose si había algún mensaje velado en esas palabras. Si Daniel se encontraría en algún apuro.

– ¿Estás diciéndome que has hecho algo?

– ¿Hecho algo? -él parpadeó.

– ¿Has incumplido la ley?

– No seas absurda -él frunció el ceño-. Cielos, Amanda.

– Bueno, entonces, ¿a qué viene esta reunión secreta a mitad del día? ¿Y por qué conmigo?

– No es una reunión secreta.

– No estamos en tu oficina.

– ¿Vendrías a mi oficina?

– No.

– Pues ahí tienes la respuesta.

– Daniel.

– ¿Qué?

– Ve al grano.

– ¿Algo de la carta, señor? -preguntó el camarero, reapareciendo de repente.

– La bandeja de canapés -respondió Daniel, sin apenas volver la cabeza.

– Muy bien señor.

Cuando el camarero se marchó, Amanda alzó las cejas interrogativamente.

– Nunca se sabe -dijo Daniel-. Podríamos pasar aquí un buen rato.

– Al ritmo al que estás hablando, no lo dudo.

– Bien -tomó un sorbo de whisky-. Iré al grano. Necesito una interpretación del manual laboral de empleados.

– ¿El manual de empleados? -ella se preguntó cómo podía ser eso un tema delicado. Por un momento había llegado a creer que la conversación iba a ponerse interesante.

Él asintió.

Amanda movió la cabeza con decepción y llevó la mano a su bolsa de deportes.

– Daniel, no me dedico al derecho corporativo.

Él atrapó su mano sobre la mesa y ella sintió una descarga eléctrica por todo el cuerpo.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que no es mi especialidad -respondió ella, intentando ignorar la sensación.

– Bueno, aunque no seas abogada laboralista…

Ella se removió en la silla. No podía liberar su mano de un tirón, eso sería demasiado obvio.

– Soy criminalista.

Él la miró en silencio, y el pulso de su pulgar se sincronizó con el de ella.

– Crimen -ofreció ella amistosamente, moviendo la mano hacia atrás.

Él parpadeó, confuso.

– Seguro que habrás leído periódicos, habrás visto los dramas en televisión…

– Pero… Los abogados privados no procesan a criminales.

– ¿Quién ha dicho que los procese?

– ¿Los defiendes? -apretó su mano convulsivamente.

– Sí, así es -esa vez no disimuló su deseó de liberarse y dio un tirón.

Él la soltó y desvió la mirada un momento. Luego volvió a clavar los ojos en ella.

– ¿Qué clase de criminales?

– A los que pillan.

– No te burles.

– Lo digo en serio. Los que consiguen escapar no me necesitan.

– ¿Te refieres a ladrones, prostitutas y asesinos?

– Sí.

– ¿Los chicos saben esto?

– Por supuesto.

– No me gusta cómo suena eso -apretó la mandíbula.

– ¿En serio? -él hablaba como si su opinión pudiera tener influencia en su carrera profesional.

– En serio, Amanda -capturó su mano de nuevo, esta vez con las dos suyas-. Pensaba… -movió la cabeza-. Pero esto es peligroso.

El contacto de su mano resultaba incómodo, pero más aún sus palabras. Luchó contra él en ambos frentes.

– Esto no es asunto tuyo, Daniel.

– Pero sí es asunto mío -protestó él, mirándola.

– No.

– Eres la madre de mis hijos.

– No.

– No puedo permitir que…

– ¡Daniel!

Él apretó las manos y ella vio una mirada en sus ojos que conocía bien. Esa mirada indicaba que tenía un plan. Que tenía una misión. Esa mirada decía que iba a hacer lo posible por salvarla de sí misma.

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