Daniel necesitaba hablar con sus hijos. Bueno, con uno para empezar. Suponía que tendría que esperar a que le quitaran los vendajes a Bryan para hablar con él. Pero Cullen iba a oír su opinión sin falta.
Tiró su tarjeta de crédito sobre el mostrador de la tienda del club de golf Atlantic.
Amanda, abogada defensora de criminales. Era una locura. Después del divorcio ella se había diplomado y licenciado en Literatura Inglesa, a eso habían seguido tres años de estudios de Derecho. Y lo estaba desperdiciando todo en causas perdidas.
El empleado de la tienda metió una camiseta de golf de color azul en una bolsa y Daniel firmó el recibo.
Seguramente sus clientes le pagaban con equipos de música robados.
Tal vez los ladrones de bancos tenían dinero, en billetes pequeños, sin marcar. Pero eso sólo si habían hecho unos cuantos trabajos antes de que los atraparan.
Su ex mujer defendía a ladrones de bancos. Sus hijos habían sabido que estaba en peligro. Pero en todos esos años no se habían molestado en decirle nada. A él le parecía un tema muy digno de mención.
«Por cierto, papá. Tal vez te interese saber que mamá se relaciona con ladrones y asesinos».
Amanda y él habían acordado no hablar mal el uno del otro delante de sus hijos. Y, en general, eso había supuesto no hablar uno del otro en absoluto durante los primeros años de divorcio. Pero Bryan y Cullen ya eran hombres. Hombres muy capaces de ver el peligro cuando lo tenían ante las narices.
Daniel salió de la tienda y fue hacia el vestuario. Misty le había dicho que Cullen acababa el recorrido sobre las seis y media. Eso implicaba que en ese momento debía estar en el hoyo nueve, más o menos.
Daniel colgó su chaqueta, corbata y camisa en la taquilla. Después se puso la camiseta de golf recién comprada y estiró el cuello. Salió del edificio por la terraza.
Normalmente habría pasado por el comedor a intercambiar algún comentario con sus socios de negocios. Pero ese día se fue directamente hacia el terreno de juego.
Cullen tenía que darle explicaciones.
Cinco minutos después, vio a Cullen en el noveno hoyo, preparándose para el último golpe. Giró y fue hacia él, sin preocuparse de la etiqueta golfista.
– Eh, papá -una voz queda a su izquierda hizo que parara en seco. Se volvió hacia su hijo mayor.
– ¿Bryan?
De pie, al borde del green, estaba Bryan con el brazo en cabestrillo.
– ¿Qué diablos haces tú aquí? -siseó Daniel.
– Jugar al golf-respondió Bryan.
– Estás herido.
– ¿Podéis dejar de hacer ruido? -sugirió Cullen, alzando la cabeza.
Daniel cerró la boca hasta que la pelota de Cullen desapareció en el hoyo.
– Hola, papá -saludó Cullen, caminando hacia ellos. Le entregó el palo a su caddy.
– Acabas de salir del hospital -le dijo Daniel a Bryan.
– Fue una herida superficial -dijo Bryan, yendo hacia su bolsa de palos.
– Una herida de bala.
– En el hombro.
– Estuviste tres horas en el quirófano.
Bryan alzó el hombro bueno con indiferencia y aceptó un palo.
– Ya sabes cómo son esos médicos. Aprovechan cada minuto que pueden facturar.
– ¿Lo has traído a jugar al golf? -le espetó Daniel a Cullen.
– Yo me ocupo de los tiros largos -dijo Cullen con toda tranquilidad-. Él solo tira al hoyo.
– Y está haciendo trampas -acusó Bryan, preparando su tiro.
– Como si necesitara hacer trampas para ganar a un inválido -replicó Cullen.
– No puedo creer que Lucy te haya dejado salir de casa -dijo Daniel. Bryan siempre había sido el temerario de la familia, pero esa situación era ridícula.
– ¿Bromeas? -dijo Cullen-. Lucy me pagó para que lo sacara de la casa.
– Por lo visto no soy muy buen paciente -dijo Bryan, golpeando la pelota y fallando el tiro.
– Con ése van cinco -dijo Cullen.
– Ya, ya -rezongó Bryan-. Me vengaré la semana que viene.
– La semana que viene vamos a hacer salto en paracaídas.
– No quiero oír esto -dijo Daniel, esperando, sin esperanza, que fuera una broma.
– Tranquilo, papá -Bryan por fin metió la pelota en el hoyo-. Es un salto fácil.
– Ya sabía yo que deberíamos haber recurrido al castigo físico cuando eras niño.
– ¿Y tus palos, papá? -preguntó Cullen, tras soltar una carcajada al oír el comentario.
Daniel cuadró los hombros. Sus hijos podían ser hombres adultos y él no tener control sobre sus actividades de ocio, pero seguía siendo su padre.
– No estoy aquí para jugar al golf.
– ¿No? -Bryan devolvió el palo a su caddy.
– Y no fui a Boca Royce para nadar esta tarde.
Tras un breve silencio, Cullen alzó una ceja,
– Eh, gracias por compartir esa información con nosotros, papá.
– Fui a hablar con vuestra madre -clavó una dura mirada en cada uno de sus hijos. Después bajó el tono de su voz una octava, adoptando el timbre acerado que había utilizado cuando eran adolescentes y los pillaba bebiendo cerveza o saltándose la hora de llegada a casa-. Me habló de su trabajo como abogada.
Hizo una pausa y esperó la reacción de sus hijos. Cullen miró a Bryan y éste encogió el hombro bueno.
– Su trabajo como abogada defensora -matizó Daniel, con el fin de rasgar sus expresiones impertérritas.
– ¿Algo va mal, papá? -Bryan se dio la vuelta y empezó a salir del green.
– Sí, yo diría que algo va mal. Tu madre trabaja para criminales.
– ¿Para quién creías que trabajaba? -Cullen ladeó la cabeza y siguió a su hermano.
– Ejecutivos, políticos, ancianas que necesitan redactar su testamento -dijo Daniel.
– Es criminalista -dijo Bryan-. Siempre lo ha sido.
– ¿Y nunca lo mencionasteis?
– No te hablamos de mamá -Cullen se quitó los guantes de cuero blanco y los metió en el bolsillo trasero del pantalón.
– Pues tal vez deberíais haberlo hecho.
– ¿Por qué?
– Porque está en peligro, por eso -Daniel no podía creer que sus hijos fueran tan obtusos.
– ¿Peligro por qué? -preguntó Bryan.
– Criminales.
– No está en peligro -rió Bryan, mientras tomaban el sendero que llevaba de vuelta al club.
Daniel miró a su hijo mayor. Hablaba muy seguro. Y Bryan estaba en el negocio del peligro. Pensó un momento.
Bryan sabía algo que Daniel ignoraba. Eso era. Debería haber supuesto que podía confiar en sus hijos.
– ¿Estás haciendo que la vigile alguno de tus compañeros? -aventuró, sintiendo que se le quitaba un enorme peso de encima.
Cullen soltó una risita, mientras Bryan miraba a Daniel con fijeza.
– Papá, has visto demasiadas series policíacas.
Daniel dio un paso atrás. Tenía la impresión de que se burlaban de él.
– Sus clientes son ladrones y asesinos.
– Y ella es su mejor amiga -dijo Bryan-. Créeme, papá. El índice de mortalidad de los abogados defensores es más que bajo.
– ¿Vais a ayudarme o no?
– ¿Ayudarte a qué? -preguntó Cullen.
El plan inicial de Daniel había sido cambiar su imagen y su negocio. Pero si le buscaba un buen diseñador de ropa, sólo atraería a criminales de mejor clase. No. La situación requería acciones drásticas.
– A convencerla de que cambie de profesión -dijo.
Sus dos hijos dieron un paso atrás. Cullen incluso alzó las manos y cruzó dos dedos, como si intentara apartar de sí a un espíritu maligno.
– No, no -dijo Bryan, moviendo la cabeza.
– ¿Estás loco? -preguntó Cullen.
Daniel miró a sus dos enormes hijos, de más de un metro ochenta cada uno.
– No me digáis que tenéis miedo de ella.
– Diablos, sí -admitió Cullen.
– ¿Más miedo de ella que de mí? -Daniel cuadró los hombros y cruzó los brazos sobre el pecho.
Ambos chicos rieron con incredulidad.
– En lo de mamá estás tú solo -dijo Cullen.
– Nosotros haremos algo seguro -añadió Bryan.
– Salto en paracaídas -concluyó Cullen.
– Me está poniendo nerviosa -le dijo Amanda a su cuñada, Karen Elliott, sentadas en el solarium de The Tides, la finca de sus ex suegros. Karen había estado recuperándose allí desde el invierno, cuando había sufrido una mastectomía. Los rayos de sol entraban por las claraboyas haciendo destellar el suelo de madera y resaltando los tonos pasteles de los cojines que cubrían los muebles de mimbre.
– ¿Pero hizo algo? -preguntó Karen. Con una taza de infusión en la mano, estaba reclinada en una mecedora junto al ventanal que daba al Atlántico. Se veían gaviotas a lo lejos y nubes de tormenta en el horizonte.
– Sugirió un cambio de imagen radical -Amanda aún se enervaba al pensar en el descaro de Daniel.
– ¿Algo como cirugía estética? -preguntó Karen.
– Algo como un corte de pelo y un nuevo vestuario. Pero sólo Dios sabe qué más tenía en mente.
– Uf -Karen soltó el aire-. Me habías asustado. Pensé que tal vez Sharon lo había corrompido por completo.
Amanda se estremeció al oír el nombre de la reciente ex esposa de Daniel. Delgada como un junco y bellísima, Sharon Styles era digna de una portada de revista de moda, siempre perfecta.
– Personalmente, yo daría cualquier cosa por un cambio de imagen -Karen se pasó la mano por el colorido pañuelo que disimulaba la pérdida de cabello causada por la quimioterapia.
Amanda soltó una risita incrédula. Karen no necesitaba un cambio de aspecto. Era elegante y preciosa en cualquier circunstancia, desde la punta de su nariz bronceada al brillo de sus uñas pintadas.
– Yo sugiero que nos saltemos el cambio de imagen y matemos a Daniel -dijo Amanda.
De repente, Karen se sentó en la tumbona y bajó las piernas al suelo.
– Eso es exactamente lo que voy a hacer.
– ¿Vas a matar a Daniel? -Amanda simuló deleite.
– Voy a ir a un centro de belleza. Y Daniel tiene razón. Deberías venir conmigo.
– ¡Eh! -bastante malo era que Daniel criticara su apariencia. No necesitaba que Karen se uniera al carro.
– No seas tan sensible -Karen agitó la mano-. Pasaremos el fin de semana en Eduardo. Baños de barro, limpieza de cutis… -se llevó la mano al pecho y alzó los ojos al cielo con aire reverente-. Ay, unos de esos masajes con piedras calientes harán de ti una mujer nueva.
– No quiero ser una mujer nueva. Y no puedo permitirme Eduardo. Uno de esos masajes con piedras calientes me dejaría en bancarrota. Y no necesito un cambio de imagen.
– ¿Qué tiene esto que ver con un cambio de imagen? Y puedes hacer que pague Daniel.
¡Pagar Daniel! No iba a dejar que Daniel y su dinero se acercaran a su vida. Karen debía estar loca.
– Al fin y al cabo, fue idea suya -dijo Karen, con un brillito calculador en los ojos.
– Creo que has perdido el rumbo de esta conversación -apuntó Amanda, moviendo la cabeza.
– No he perdido el rumbo -Karen sonrió con malicia-. Han fulminado mi cáncer, no mi cerebro.
Amanda se inclinó hacia delante en el sillón, y colocó las manos en las rodillas de sus pantalones caqui, con la intención de dejar las cosas claras.
– No quiero seguirle la corriente a Daniel. Quiero que tu marido me ayude a quitármelo de encima.
– Puede que Daniel te deje en paz si haces un cambio de imagen -sugirió Karen, adoptando la misma postura que Amanda.
– Si cambio de imagen, Daniel pensará que he seguido su consejo.
– ¿Y a quién le importa eso?
– A mí. Quiere que deje de practicar la abogacía. Si cedo en el cambio de imagen, apuesto a que eso será lo siguiente que proponga.
– No puede quitarte el derecho a ejercer.
Amanda pensó un momento. Eso era verdad. No podía obligarla a dejar de trabajar. ¿O sí? Los Elliott eran poderosos, pero tenía que haber límites a lo que podían conseguir.
Tendría que pillarla haciendo algo que faltara a la ética, y ella no haría nada así. O prepararle una encerrona, y eso no lo haría él. Apretó las manos.
Pero Patrick sí podría hacerlo. Si Daniel se lo pedía.
Por supuesto, a Patrick le importaba un rábano cómo se ganara la vida Amanda, o que se relacionara con criminales. A Daniel tampoco debería importarle. No entendía de dónde estaba surgiendo la situación.
Karen se recostó en la tumbona, soltó un suspiro exagerado y se pasó la mano por la frente.
– Creo que un cambio de imagen me ayudaría a recuperarme mucho más rápido -miró a Amanda y agitó las pestañas con descaro-. Pero no quiero ir a Eduardo sola.
No engañó a Amanda ni un segundo. Karen quería sacar partido de la situación. Pero era cierto que había pasado por una enfermedad terrible. Si quería compañía durante un fin de semana en el centro de belleza y talasoterapia, ¿cómo iba a negársela?
– Si digo que sí -aventuró Amanda-, Daniel no puede enterarse -sabía que si él pensaba que estaba siguiendo su consejo, no habría forma de ponerle freno.
– Sugiero que dejemos que te tiñan el pelo -dijo Karen, con una deslumbrante y bella sonrisa.
– No vamos a dejar… -al ver el cambio de expresión de Karen, Amanda hizo una pausa-. ¿Crees que debería teñirme el pelo?
– Oh, pueden hacerte unos reflejos divinos. Te encantarán. Te lo prometo.
Amanda no quería reflejos divinos y no quería ni pensar en los consejos de Daniel. Pero sí quería a Karen, y suponía que unos reflejos no la matarían.
– De acuerdo. Reflejos.
– Bravo. Yo invito -Karen se sentó de un salto.
– De eso nada -no permitiría que pagara Karen.
– Pero has dicho que…
– Última oferta. Vamos a Eduardo, yo pago lo mío y nadie le dice una palabra a Daniel.
– ¡Sí! Tenemos un plan.