Capítulo Doce

Daniel supuso que necesitaría al menos una vuelta alrededor de Central Park para hacer acopio de coraje. Y tal vez otra para convencer a Amanda de que merecía la pena intentarlo.

Se guardó el anillo de diamantes, de tres quilates, en el bolsillo y echó un vistazo al champán que había guardado bajo el asiento del carruaje.

Julie había sido su cómplice para conseguir que Amanda llegara a la entrada del parque a la hora correcta. No sabía qué método había utilizado, pero ya veía a las dos mujeres acercándose por la calle Sesenta y Siete. Se ajustó la corbata, dio un golpecito al bulto que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y fue hacia ellas por la concurrida acera.

– Amanda -saludó.

– ¿Daniel?

– Tengo que irme -dijo Julie, escabulléndose.

Amanda giró al oír su voz.

– ¿Qué…?

– Debe tener algo que hacer -dijo Daniel, tomando el brazo de Amanda y haciéndola sortear a un grupo de turistas.

– Me ha pedido que viniera a ver unos zapatos con ella -protestó Amanda, perdiendo el paso.

– Puede que haya cambiado de idea -le agarró la mano.

– ¿De dónde sales tú? -Amanda parpadeó y lo miró dubitativa.

– Del parque -lo señaló con el dedo.

– ¿Estabas paseando?

Daniel asintió. Era tan buena historia como cualquier otra.

– Te he echado de menos -apretó su mano.

La expresión de ella se relajó y sus ojos de color moca chispearon con malicia.

– Podría volver a pasar por tu oficina.

– Me compraré otra corbata dijo él.

Ella sonrió y él le devolvió la sonrisa, sintiéndose tan nervioso como un niño la mañana de Navidad.

Aceptaría casarse con él. Tenía que aceptar.

Entonces podrían hacer el amor todas las noches, despertarse juntos todas las mañanas, visitar a sus nietos y envejecer juntos. Alzó su mano y le besó los nudillos.

De repente, no había nada que Daniel deseara más que envejecer con Amanda. Bueno, había otra cosa. Pero podían hablar de eso cuando la hubiera convencido para que se casara con él. Tenía la sensación de que ella apoyaría su cambio profesional.

– O tú podrías venir a la mía -esa vez fue ella quien besó sus nudillos-. He tenido esta fantasía…

– Me gusta cómo suena eso.

Ella lo miró con expresión seductora.

– Por ahora -dijo, obligándose a pensar en su declaración en vez de en el sexo-, tengo mi propia fantasía.

– ¿Es sexual?

– Mejor que eso. Es espontánea.

Ella enarcó una ceja.

– Vamos -tiró de su mano y la condujo al parque. Se detuvo junto al carruaje que había reservado.

– Sube -le dijo a Amanda.

– ¿Ésta es tu fantasía?

– ¿Vas a ponerte exigente conmigo?

– No -movió la cabeza-. Claro que no.

– Entonces, sube.

Ella apoyó un pie en el estribo y subió. Él la siguió, cerró la puerta y le hizo una seña al conductor para que se pusiera en marcha.

Los cascos de los caballos resonaron en el pavimento. El sol se ponía sobre la ciudad y las luces de los rascacielos destellaban en el cielo.

Daniel estiró el brazo por encima del respaldo.

– Hace una noche preciosa -dijo Amanda.

– Tú eres lo que es precioso -le puso el brazo sobre el hombro.

– Ya, ya. ¿Usas esa frase a menudo?

– No.

Ella rezongó, incrédula.

– Eh, ¿con cuánta frecuencia crees que paseo a mujeres por el parque en coche de caballos?

– No lo sé -lo miró-. ¿Con cuánta?

– Muy poca.

– Pero lo has hecho antes.

– ¿Sugieres que la espontaneidad sólo cuenta si se trata de algo completamente nuevo?

– No. Pero una actividad nueva da puntos extra.

– Ojalá me lo hubieras dicho antes.

Ella se rió y apoyó la cabeza en su hombro. Él notó cómo subía y bajaba su pecho al respirar. De pronto, el mundo le pareció perfecto. Besó su cabeza y agarró su mano.

Los sonidos de la ciudad se apagaron y los cascos de los caballos, el crujido del carruaje y el repicar de los aperos de bronce se convirtieron en su mundo.

Quería hacerle la pregunta, pero también quería que el paseo durara eternamente.

– ¿Champán? -murmuró contra su cabeza.

– ¿Dónde vamos a conseguir champán? -ella se enderezó en el asiento.

Él movió una ceja, apartó la funda del asiento y desveló la nevera. Sacó una botella de champán y dos copas.

– ¿Espontáneo? -preguntó ella, alzando una ceja.

– Se me ocurrió esta mañana.

Ella movió la cabeza, pero su sonrisa fue preciosa. Él no pudo resistirse a besar sus dulces labios. No le costó nada que ella cooperara.

– ¿Quién necesita champán? -murmuró él, abrazándola y perdiéndose en los rincones más profundos de su boca.

– No me gustaría estropear tu planificada espontaneidad -ella se apartó y miró la botella con descaro.

– Siempre y cuando me prometas que después podremos besarnos.

– Ya veremos.

– ¿Tan difícil te resulta planificar algo?

– Me gusta mantener mis opciones abiertas.

Daniel le dio las copas y quitó el alambre de la botella.

– Quiero que me consideres una opción -dijo, sacando el corcho con el pulgar. El champán salió a borbotones y Amanda se rió.

– Una opción esta noche -dijo Daniel, sirviendo el burbujeante líquido-. Y una opción todas las noches.

Ella frunció los labios, confusa.

– Amanda -dijo él preguntándose si debía apoyarse en una rodilla. Sería lo apropiado, pero a Amanda no le gustaban demasiado las convenciones.

– ¿Sí? -lo animó ella.

– Estas últimas semanas… juntos -tomo aire-. Han significado mucho para mí.

– Para mí también -admitió ella, sonriendo casi con timidez.

– He recordado cosas -su vista se perdió en los árboles oscuros y las luces a lo lejos-. He sentido cosas que hacía años que no sentía -la miró a los ojos-. He comprendido que mis sentimientos por ti estaban enterrados, pero no habían cambiado.

– Daniel…

– Sss -la silenció poniendo un dedo en sus labios.

Lentamente, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Sacó la caja de terciopelo y la abrió.

– Cásate conmigo, Amanda.

Ella abrió los ojos de par en par. Él siguió hablando, para no darle tiempo a reaccionar.

– Te quiero mucho. Nunca he dejado de quererte. Estos últimos quince años no he vivido de verdad, sólo he existido.

Amanda miró el anillo y luego a él.

– Esto es…

– Sé que te parece súbito. Pero nos conocemos tan bien y desde hace tanto tiempo…

– Iba a decir increíble -el tono de su voz sonó raro. Plano, casi acusatorio.

– ¿Amanda?

– Él no podría trabajar tan rápido. Es imposible. Nadie trabaja tan rápido.

Daniel clavó los ojos en ella. La verdad, habían sido unas cuantas semanas. Y no eran desconocidos. Además, habían hecho el amor dos veces.

– He pensado mucho en esto.

– ¿En serio? ¿De verdad?

Él repasó la conversación mentalmente, intentando descubrir dónde se había salido de su cauce.

– Sí.

– Sólo hace dos horas que salió de mi despacho -dijo ella, consultando su reloj.

– ¿Quién?

– No, Daniel. No me casaré contigo -ella movió la cabeza y rió con frialdad.

Fue como si le clavaran una estaca en el corazón.

– No seré un peón de tu familia -siguió ella.

– ¿Qué tiene que ver mi familia con esto? -lo invadió el pánico mientras se devanaba el cerebro para buscar una forma de hacerle cambiar de opinión.

– Tu familia ha tenido todo que ver desde el principio -vació la copa de champán por la ventanilla.

– ¿Estás diciéndome que nuestro amor no es suficiente para hacerte superar tu aversión a mi familia? -miró la copa vacía, atónito. Por lo visto, él no merecía la pena.

– Estoy diciendo que me lleves a casa -dejó la copa en la nevera.

– De acuerdo.


Amanda pasó toda la noche convenciéndose de que había tomado la decisión correcta. Daniel no quería casarse con ella. No lo deseaba más de lo que deseaba convertirse en director ejecutivo de EPH.

Patrick les había lavado a todos el cerebro y ella no podía cambiar eso. Lo mejor que podía hacer era intentar salvarse a sí misma.

Había tomado la decisión correcta.

Cuando sonó el despertador, seguía repitiéndose eso mismo. Y lo hizo mientras se duchaba.

Pero mientras tomaba té y galletas, empezó a hacerse preguntas. Preguntas insidiosas que le daban miedo.

¿Y si no había tomado la decisión correcta?

Sin duda, Patrick estaba detrás de todo, y Daniel no se habría declarado sin su presión. Pero había algo entre ellos. Había magia. Y podría haber pasado el resto de su vida explorándola.

Enterró el rostro entre las manos, preguntándose si habría cometido el mayor error de su vida.

Había sido una declaración perfecta.

Y Daniel era el hombre perfecto.

De repente se sentía vacía. Ridículo, si se tenía en cuenta que había pasado dieciséis años sin él y sólo unas semanas viéndolo de nuevo.

Estaba perdiendo el sentido común. Tenía que sacárselo de la cabeza.

Levantó el teléfono y, automáticamente, marcó el número de Karen.

– ¿Hola? -la voz de Karen sonó alegre, a pesar de lo temprano que era.

– ¿Karen? Soy Amanda.

– Oh, Dios mío -estalló Karen-. Michael me ha contado lo que ocurrió.

– ¿Sí?

– Toda la familia está hablando de lo mismo.

– No me digas -Amanda se recostó en la silla.

– Claro que sí. Es difícil creerlo.

Amanda no estaba segura de entender. Daniel debía haber comentado su propuesta matrimonial a toda la familia. Era increíble.

– Cullen lo oyó -dijo Karen-. Y llamó a Bryan…

– Cullen oyó, ¿qué?

– Patrick debe estar hecho una furia -Karen soltó un silbido.

– ¿Porque dije que no?

– Porque ninguno de sus hijos se había atrevido a gritarle nunca -dijo Karen tras una pausa.

– Yo no…

– Habría pagado por verlo. Michael dice que Daniel lo acorraló. Ahora todos están haciendo apuestas sobre quién dará el siguiente paso.

– ¿Qué quieres decir? -si habían discutido, ya debían haber hecho las paces. Porque Patrick le había pedido disculpas. Y después le había dicho a Daniel que se casara con Amanda.

– No se hablan.

– No. Eso no puede ser. Hablaron ayer -por la tarde. Después de que Patrick la visitara y decidiera pedirle a Daniel que se declarase.

– No hablaron -afirmó Karen-. Segurísimo.

Amanda se pasó los dedos por el pelo. No tenía sentido. A no ser que… Abrió los ojos de par en par y gimió internamente.

– ¿Amanda? -la voz de Karen le sonó muy lejana.

– Tengo que irme.

– Que…

– Te llamaré después -Amanda colgó. Algo iba muy mal. Si Daniel no había hablado con Patrick, entonces se había declarado por su cuenta. Pero eso no podía ser. Eso significaría…

Amanda soltó una palabrota.


Daniel dejó la carta sobre el escritorio. Había imaginado que Amanda estaría allí con él, sonriendo con orgullo, sujeta a su brazo y haciendo planes para una boda sencilla, tal vez en un barco con rumbo a Madagascar.

Había estado dispuesto a darle todo lo que ella había deseado, todo lo que le había hecho desear a él. Pero ni siquiera le había dejado explicarse la noche anterior. No había escuchado su plan, rechazándolo sin más, al igual que al resto de su familia.

Como si Daniel no tuviera vida propia. Sin duda, le gustaba tener a su familia contenta. Solía ser más fácil ir con la marea que ir contra ella.

La verdad era que todo le había dado un poco igual desde que Amanda lo dejó la primera vez.

Pero había vuelto a la vida.

Ella lo había devuelto a la vida.

Estaba a punto de hacer todo lo que ella le había pedido a lo largo de su vida, pero ni siquiera había tenido la cortesía de escucharlo.

Sacó una pluma de oro del cajón y firmó la carta de renuncia. Por lo visto, se iría solo a Madagascar.

La puerta de su despacho se abrió de golpe.

Alzó la vista, esperando ver a Nancy, pero Amanda entró como una tromba.

Nancy apareció detrás de ella, obviamente dispuesta a escoltar a Amanda a la salida.

– Está bien -dijo Daniel, despidiendo a su secretaria con un gesto de la mano.

Nancy asintió, cerró la puerta y los dejó a solas.

– ¿Puedo ayudarte en algo? -le preguntó a Amanda. Quería concentrarse en su ira, no mirar a la fantástica mujer que se iba a perder.

– Yo… eh… -dio un paso hacia él y se aclaró la garganta-. Quería…

Él soltó la pluma, sin molestarse en disimular su impaciencia. No le estaba resultando nada difícil aferrarse a su ira. Cruzó los brazos sobre el pecho y se sintió lo bastante fuerte para mirarla a los ojos.

– Estoy bastante ocupado esta mañana.

Los ojos de ella parecían enormes, líquidos y vulnerables, pero creó una coraza contra ellos.

– ¿Por qué, Daniel? -tragó saliva.

– ¿Por qué, qué?

– ¿Por qué me pediste que me casara contigo?

– Creo que lo dejé bastante claro.

– Pensé que tu padre había hablado contigo.

– Habla conmigo todo el tiempo.

– ¿Te ordenó que te casaras conmigo?

– No desde los años setenta.

– Entonces, ¿por qué? -la voz de ella se volvió suplicante.

– Oh, no lo sé -encogió los hombros-. Como no tengo cerebro propio, llamé al teléfono de información para que me dijeran cómo comportarme, y me dijeron que debía declararme después de la quinta…

– Daniel.

– …cita. También sugirieron un carruaje y champán. Me enviaron el anillo y una libreta llena de frases preparadas. ¿Quieres verla?

– Daniel, para.

– Tengo un día difícil por delante -soltó un suspiro-. ¿Puedes decirme a qué has venido y marcharte?

Ella se estremeció al percibir su ira.

A él le dio igual. No se sentía especialmente caritativo en ese momento. Y menos cuando ella estaba allí, sexy y deseable, recordándole lo que habría podido ser.

– Estás mirándome con frialdad -lo acusó ella-. Así no puedo decirte lo que he venido a decir.

– De acuerdo -dejó caer los brazos a los lados y suavizó su expresión. Sólo quería acabar con la escena.

– He venido a decirte que lo siento -se acercó un poco-. También vine a decirte que… -se mordió el labio inferior-…era un anillo perfecto.

Él se quedó inmóvil. Captó una oleada de su perfume. Ella le tocó el brazo suavemente.

– Lamento haberte malinterpretado -dijo-. Pero después de que tu padre…

– ¿Mi padre?

– Pasó por mi oficina ayer, para pedirme disculpas.

– ¿Mi padre te pidió disculpas? -Daniel casi se cayó sobre el escritorio.

– Me dijo que se lo habías ordenado.

– Ya, bueno… -Daniel asintió-. Lo hice -pero no había creído que su padre fuera a hacerlo. Ni en un millón de años.

– Después me dijo que aún me necesitabas. Y cuando tú apareciste con el anillo, yo…

– ¿Sumaste dos y dos?

– Y acabé con siete. Lo siento mucho, Daniel -su mano tembló en su brazo y lo miró a los ojos-. El anillo me encantó de verdad.

A él se le quitó un enorme peso de encima. El corazón empezó a martillearle en el pecho.

– ¿Estás diciendo que te gustaría recuperarlo?

Ya lo había devuelto, pero eso podía solucionarse con una llamada telefónica.

– Era perfecto.

– Odias lo perfecto.

– ¿Sí? Bueno, estoy intentando corregir eso -rodeó su cintura con los brazos-. Porque tú eres perfecto y te quiero de verdad.

– No tengo el anillo -confesó él.

Los ojos de ella reflejaron su desilusión.

Él se sintió como un idiota. Debería haber estado preparado para algo así. Solía tener planes de emergencia por si fallaban sus planes de emergencia.

Entonces vio el clip sujetapapeles que había sobre su carta de renuncia.

Se dijo que podía intentar ser espontáneo. Levantó el clip y formó un círculo con él.

– ¿Te casarías conmigo de todas formas? -dijo, ofreciéndole el anillo de emergencia a Amanda.

Ella sonrió, le ofreció el dedo y asintió con entusiasmo.

– Sí. Pero no creas que esto te va a librar de un diamante enorme y una declaración como Dios manda.

– Odias que planee las cosas -dijo él, poniéndole el clip en el dedo.

– Estaba pensando en una suite en el Riverside. Un par de docenas de rosas. Champán. Un cuarteto de cuerda.

– Creo que eso te lo dejaré a ti -estiró el brazo, levantó la carta del escritorio y la puso ante sus ojos-. Porque he hecho otros planes.

– ¿Qué…? -ella empezó a leer-. No entiendo.

– Voy a ofrecerle a Cullen mi puesto de editor jefe.

– ¿Por qué?

– Voy a viajar.

– ¿A dónde?

– A todos sitios. Quiero crear una nueva revista de viajes y aventuras.

– ¿Tu padre ha aceptado? -ella lo miró con ojos como platos.

– No lo sé -Daniel encogió los hombros.

– ¿No se lo has preguntado?

– Ha sido una decisión espontánea. ¿Quieres venir conmigo?

– Puedes apostar a que sí -una enorme sonrisa iluminó su bello rostro.


Amanda sonrió para sí, acurrucada sobre el pecho desnudo de Daniel.

Cullen había aceptado el cargo de editor jefe de Snap y Patrick había accedido a que Daniel investigara la posibilidad de publicar una revista de viajes en Elliott Publications. Bryan y Cullen estaban encantados con que volvieran a estar juntos y les habían hecho prometer que se casarían antes de salir de viaje.

Aún no tenían planes, pero eso no preocupaba a Amanda. Antes o después, Daniel se rendiría a la tentación y alquilaría un salón de baile en algún sitio.

– ¿Te he dicho últimamente que te quiero? -le dijo, besando su pecho.

– Hace unos treinta minutos que no -Daniel la apretó contra sí-. Pero esos grititos de antes han sido buenos para mi ego.

– No he dado grititos -lo golpeó con un codo.

– Claro que sí.

– ¿Vas a seguir inventándote cosas?

– Sí -acarició su cabello-. Se acabaron los planes. A partir de ahora, inventaré cosas por el camino.

– No quiero que cambies por mí -dijo ella, sintiendo una opresión en el pecho.

– Voy a cambiar por mí. Y en parte por ti, porque eres lo mejor que nunca planifiqué. Te quiero, Amanda -susurró roncamente, abrazándola.

El teléfono de la mesilla interrumpió su beso. Amanda miró el reloj,

– ¿Quién puede…?

– ¿Hola? -contestó Daniel-. ¿Cullen?

Amanda se sentó en la cama.

– ¿Está bien? -Daniel sonrió-. ¿Están bien? -tapó el auricular con la mano -es una niña.

Amanda saltó de la cama y agarró su ropa.

– Tres kilos y medio -dijo Daniel-. Maeve Amanda Elliott.

Los ojos de Amanda se llenaron de lágrimas.

– Venga -le susurró.

– Vamos para allá -dijo Daniel en el auricular, con voz risueña.

– Somos abuelos -Amanda se puso los pantalones.


Llegaron al hospital en menos de quince minutos. Mientras estaban ante la ventana del nido, mirando los nombres e intentando localizar a su nieta, un Cullen exultante apareció por las puertas del ala de maternidad.

– Mamá -gritó. Con la bata de quirófano flotando a su alrededor dio un fuerte abrazo a Amanda. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para respirar, mientras la alzaba por el aire.

– No puedo creer lo que pasaste para tenerme -dijo con voz débil-. ¿Cómo puedo agradecértelo?

– No tienes que agradecerme nada -Amanda parpadeó para evitar las lágrimas-. Fuiste el hijo más maravilloso del mundo.

– Oh, mamá -Cullen se apartó para mirarla a los ojos. Ella le sonrió y le apartó el pelo húmedo de la frente.

– Enhorabuena, papá.

Él movió la cabeza con incredulidad. Después se volvió hacia Daniel y le ofreció la mano.

– Y tú, papá, hiciste esto. ¡Lo hiciste dos veces!

Daniel soltó una risa, apretó la mano de Cullen y luego lo envolvió en un abrazo.

Amanda se limpió las lágrimas que humedecían sus pestañas.

– Ahí está -suspiró Cullen -mirando a una enfermera que acababa de entrar en el nido empujando una cuna-. Es tan pequeñita.

– Se supone que debe ser pequeñita -dijo Daniel.

Amanda se acercó a la ventana mientras la enfermera colocaba la cuna en el centro de la primera fila y les sonreía.

– Casi me da miedo tocarla -confesó Cullen.

– Todo irá bien, hijo -Daniel le dio una palmada en la espalda-. Le darás de comer, la cambiarás y bañarás. Dentro de muy poco, estará pidiéndote que le leas cuentos antes de irse a la cama.

Cullen soltó una risa forzada y rodeó a sus padres con los brazos.

– De momento, me conformo con superar las primeras veinticuatro horas.

– Es preciosa -Amanda se apoyó en su hijo.

– Sí que lo es -afirmó él.

– ¿Cómo está Misty? -preguntó Daniel.

– Perfecta. Maravillosa -Cullen parpadeó y tomó aire-. Ahora está durmiendo.

– Hermano. ¡Así se hace! -Bryan y Lucy saludaron a su hermano.

Daniel se acercó a Amanda mientras la familia Elliott empezaba a aparecer por los pasillos. Ella sintió la inquietud habitual cuando los primeros cinco, luego nueve y después doce, rodearon el ventanal, charlando y bromeando unos con otros.

Para cuando Patrick y Maeve doblaron la esquina, Amanda tenía el estómago revuelto por la inseguridad, pensando en el lío en el que se había metido, una vez más.

– Todo irá bien -le susurró Daniel, rodeando su cintura con un brazo.

Pero Amanda no estaba tan segura.

Entonces Patrick la saludó con la cabeza y esbozó una sonrisa. Karen la llamó desde el otro lado del grupo. Y Daniel la estrechó entre sus brazos.

La pequeña Maeve abrió la boca con un enorme bostezo y se oyó un suspiro colectivo de todos los adultos. Era obvio que el corazón de todos se había derretido por la nueva Elliott.

Amanda apoyó la cabeza en el pecho de Daniel, esperanzada por ese nuevo vínculo que unía a la familia. Tal vez encontrarían baches en el camino que tenían por delante, pero esa vez llegarían hasta el final.

Juntos.

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