Amanda deslizó la percha de su vestido de seda roja de Chaiken por la barra. No le importaba que hubiera pasado de moda hacía años. Pero sí que fuera demasiado sensual para pasar una velada en la misma habitación que Daniel.
Después miró el Vera Wang de cuello en uve. No. Demasiado estilo Las Vegas.
Frunció el ceño ante el Tom Ford con lentejuelas. Tampoco. Demasiado princesa.
Su Valentino multicolor, de hacía diez años, era el último de la barra. En cuanto a comodidad, dejaba mucho que desear. No tenía tirantes y tendría que ponerse uno de esos instrumentos de tortura con alambre para mantener sus senos en la posición correcta. Pero era de una bonita seda naranja roja y amarilla, ajustado en el corpiño, falda suelta y un bajo festoneado muy favorecedor.
Era elegante sin rendirse al negro básico de Nueva York.
Miró su reloj. Para bien o para mal, ése era el vestido. Lo echó sobre la cama y fue hacia la ducha. La luz del contestador automático parpadeaba, pero la ignoró. Se había entretenido en la oficina leyendo un informe, y sólo le quedaban cinco minutos para lavarse el pelo, ponerse algo de maquillaje y embutirse en la ropa interior de tortura.
Mientras se enjabonaba recordó que también necesitaba zapatos. En concreto, las sandalias doradas de tiras. Debían estar en el armario del vestíbulo… tal vez.
Tendría que conformarse sin maquillaje. Se lavó el pelo rápidamente, cerró el grifo y fue al vestíbulo envuelta en una toalla.
Arrodillada ante el armario empezó a rebuscar en el desordenado montón de zapatos. Negros, beis, sin tacón, deportivos…
Una sandalia dorada. Buscó la otra y tuvo suerte. Las tiró junto a la puerta y corrió al dormitorio.
Se puso el sujetador y unas bragas a juego. Dio gracias a Dios por haberse depilado esa mañana. Después se puso el vestido y se sintió patéticamente agradecida cuando la cremallera subió sin dificultad. En el cuarto de baño, se pasó un peine por el pelo. En el pasillo, se puso las sandalias. Estaba lista.
Bolso.
Maldiciendo, volvió al dormitorio y buscó un bolso de vestir. Sobre la cómoda había unos pendientes de granates y se los puso.
Ya. El pelo se secaría en el taxi.
Agarró las llaves y salió de la casa.
– ¿Señora Elliott? -un chófer uniformado esperaba al final de la escalera, junto a una limusina.
– ¿Sí?
– Cortesía del señor Elliott, señora -abrió la puerta de atrás con una reverencia.
Amanda miró el coche.
– Le pide disculpas si no recibió el mensaje telefónico.
El primer instinto de Amanda fue rechazar la limusina. Pero luego se resignó mentalmente. No tenía sentido buscar un taxi sólo por despecho.
Sonrió al conductor y fue hacia la puerta.
– Gracias.
Vio que dentro había un bar, televisión, tres teléfonos y una consola de juegos de video. Hacía tiempo que no viajaba con tanto lujo. Miró al chofer.
– Supongo que no habrá un secador de pelo, ¿verdad?
– Me temo que no -sonrió el conductor-. ¿Necesita unos minutos más?
– No, gracias. Ya voy tarde.
– Eso es prerrogativa de una dama -respondió él.
– No, tendrán que conformarse tal y como estoy -dijo ella, entrando en el coche.
– Está perfecta -dijo él con diplomacia.
– Gracias -contestó Amanda, acomodándose en el asiento-. Y también por recogerme.
– Es un placer -cerró la puerta.
La limusina arrancó con suavidad. Se encendieron unas luces moradas y empezó a escucharse una música suave.
– ¿Le apetece beber algo?
– No, gracias -Amanda se recostó y contempló la surrealista mezcla de las luces del tráfico tras los cristales ahumados. No debería estar disfrutando tanto.
– El señor Elliott me pidió que le pidiera disculpas por el problema con el restaurante -dijo el chófer.
– ¿Problema? -Amanda se irguió en el asiento.
– No consiguió reserva en el Premier.
Amanda disimuló una sonrisa satisfecha. Un Elliott rechazado por un maître. Eso debía haber vuelto loco a Daniel.
– ¿Dónde vamos, entonces?
– Al piso del señor Elliott.
– ¿A su piso?
– Sí, señora -el conductor asintió con la cabeza, mirándola por el espejo.
Amanda se llevó la mano al estómago. Inspiró profundamente. Podía hacerlo.
Misty y Cullen estarían allí. Y una docena de sirvientes. No era como si Daniel y ella fueran a ponerse cómodos e íntimos en el balcón.
No era una cita.
Aunque él la había besado. En la frente. Pero sus labios habían tocado su piel.
Apoyó la cabeza en las manos.
– ¿Señora…?
Se irguió y se apartó el pelo húmedo de la cara.
– Estoy bien. No es nada.
– ¿Está segura?
– Sí, segura -esbozó una sonrisa tranquilizadora.
Iría al piso de Daniel. Cenaría. Charlaría con su hijo y con su nuera, tal vez incluso sintiera al bebé moverse, y se marcharía antes de que las cosas se complicaran. Sencillo.
Las cosas se complicaron antes de lo que esperaba.
– Misty no se encontraba bien -dijo Daniel, cerrando la puerta, en un vestíbulo con claraboya cenital y paredes forradas de roble.
– ¿No van a venir? -Amanda miró la salida, preguntándose si debía escapar antes de que fuera demasiado tarde.
– Por lo visto le dolía la espalda.
La salud de Misty era mucho más importante que la cena, pero Amanda había contado con su presencia. Una velada a solas con Daniel era más de lo que podía manejar en ese momento.
– ¿Por qué no me llamaste?
– Lo hice. Dejé un mensaje.
– Entonces, ¿por qué enviaste la limusina?
– El mensaje era que íbamos a cenar en mi casa, no que no vinieras.
– Pero…
– Por favor, entra -señaló los escalones que bajaban hacia el salón.
Ella titubeó. Pero no había forma de escapar sin darle la impresión de que tenía miedo. Y no lo tenía. No exactamente.
– ¿Amanda?
Tomó aire y bajó los escalones hacia la mullida alfombra de color marfil.
La habitación era impresionante. Con techos de cinco metros de altura, estaba decorada con esculturas y óleos de estilo abstracto. Los sofás de tapicería de color tostado estaban salpicados de cojines de tonos borgoña y marino y, junto con dos sillones, formaban un acogedor punto de conversación.
Focos halógenos empotrados en los altos techos iluminaban la habitación. Sobre la chimenea de mármol blanco colgaba un Monet, y dos de las paredes tenían enormes ventanales con vistas al parque.
Los muebles relucían y los centros de flores frescas estaban perfectos. Si un equipo de fotógrafos apareciera de repente para hacer un reportaje, no tendrían que cambiar ni una sola cosa.
– Esta tarde me encontré con Taylor Hopkins -dijo Daniel, cruzando la habitación y yendo hacia una barra de bar curva, de madera de cerezo.
– ¿Sí? -Amanda dio un paso hacia delante. Incluso para Daniel, la habitación estaba impecable. No había ni una revista en las mesas, ni papeles, ni polvo, ni siquiera huellas de pisadas en la alfombra. Se preguntó si se debía a la influencia de Sharon o si Daniel estaba sumido en una espiral descendente de psicosis por la perfección.
– Estaba libre, así que lo invité a cenar -informó Daniel, sacando dos copas.
– ¿Invitaste a quién a cenar? -Amanda clavó la mirada en la espalda de Daniel-. ¿Cuándo?
– A Taylor.
– ¿Por qué?
– Porque estaba libre.
Taylor estaba libre. El mismo Taylor que Daniel había mencionado el martes anterior. El mismo Taylor que había utilizado como ejemplo de abogado perfecto.
– ¿Qué pretendes? -preguntó con desconfianza.
– Abrir el vino. ¿Quieres probarlo?
– ¿Estás diciéndome que te encontraste con Taylor accidentalmente, después de que llamara Misty? -no creía que en la vida de Daniel sucediera nada al azar.
– Después de que llamara Cullen -corrigió él. Volvió la cabeza y la miró-. ¿Quieres una copa de merlot?
– Daniel, ¿qué está pasando?
– Nada -él encogió los hombros y siguió girando el sacacorchos.
– ¿Por qué viene Taylor a cenar en realidad?
– Porque Stuart ya había recogido el salmón y porque tú y yo íbamos a estar solos -sacó el corcho.
Solos. Si eso suponía un problema para él, se preguntó por qué no había cancelado la cena.
– ¿Puedo ayudarlo con las bebidas, señor? -preguntó un hombre con chaqueta blanca.
– Gracias -dijo Daniel, dejando la botella abierta en manos del perfectamente vestido caballero.
– Podíamos haber quedado otro día -dijo Amanda.
– ¿Y quién se habría comido el salmón?
Ella entrecerró los ojos. Había algo sospechoso en esa lógica tan directa, pero no sabía bien qué.
– ¿Quieres ver la casa antes de cenar? -preguntó él con calma, sin atisbo de astucia en los ojos.
Amanda pensó que quizá estaba siendo un poco paranoica. Tal vez Daniel no pretendía interferir en su vida. Podía haberse confundido.
– De acuerdo -aceptó.
El hombre de la chaqueta blanca les entregó una copa de merlot a cada uno.
– Gracias, Stuart -dijo Daniel.
– Gracias -repitió Amanda.
– ¿La cena dentro de una hora? -preguntó Stuart.
– Muy bien -aceptó Daniel. Puso una mano en la espalda de Amanda-. Empezaremos por la planta de arriba.
Amanda se obligó a relajarse y admirar la decoración. Olía a cera de abejas y a limón. Pasó las puntas de los dedos por la reluciente barandilla mientras subían la escalera. En el descansillo, Daniel la condujo por el pasillo desde el que se veía el salón.
– Tu casa es muy… perfecta -comentó ella.
– ¿Por qué tengo la impresión de que eso no es un cumplido? -preguntó él con un deje de risa en la voz.
– No lo sé -mintió ella.
– ¿Preferirías que estuviera desordenada?
– Bueno, la mía desde luego está mucho más desordenada -replicó ella, pensando que preferiría una casa con alma.
– ¿Tienes asistenta interna?
– ¿Por qué?
– Me preguntaba si también habías contratado a alguna antigua cliente para eso -dijo él, evitando mirarla a los ojos.
– No tengo interna -Amanda controló el deseo de darle un codazo en las costillas.
– Entiendo.
– La gente normal limpia su propia casa -puntualizó ella.
– Ésta es la biblioteca -dijo él, abriendo una puerta y pulsando el interruptor de la luz.
Otra habitación prístina. Dos sofás de cuero enfrentados con una mesa antigua en medio. Un escritorio de lectura en un rincón, con un guión almohadillado. Un acuario iluminado empotrado entre las estanterías, que iban de suelo a techo. La madera, de un tono rico e intenso, contrastaba con los tonos neutros del salón y el vestíbulo.
Entró y pasó el dedo por los lomos de cuero.
– Shakespeare -dijo Daniel.
– ¿Tienes algo más ligero?
– Una primera edición de Dickens.
– Me rindo -dijo ella. Tal vez Daniel realmente se había convertido de verdad en un parangón de perfección. Su padre debía sentirse orgulloso.
– ¿Te rindes en qué? -preguntó él.
– ¿Señor Elliott? -Stuart apareció en el umbral-. Su invitado está aquí.
– Gracias -Daniel sonrió a Amanda y señaló la puerta de la biblioteca-. Taylor -saludó desde la barandilla-. Me alegra que hayas podido venir.
– No me lo habría perdido por nada -contestó Taylor, sonriendo a Amanda, mientras los dos bajaban la escalera-. Amanda -saludó, ofreciéndole la mano.
Ella estiró el brazo para aceptarla.
– Puede que no lo recuerdes -dijo él, apretando su mano con afecto-. Nos conocimos en una fiesta. Karen y Michael nos presentaron.
– En el Ritz -dijo Amanda. Sí lo recordaba. Había sido educado y amistoso aquella noche, desplegando una cortesía que hacía difícil recordar que era un mercenario frío y sin sentimientos.
– Sí lo recuerdas -él esbozó una sonrisa alegre.
– ¿Merlot? -ofreció Daniel.
– Me encantaría -Taylor soltó lentamente la mano de Amanda, sin dejar de mirarla a los ojos.
Daniel no podía permitir que el interés de Taylor por Amanda le molestara. Pero había invitado al hombre para que hablara de negocios, no para que mirase a Amanda con adoración y riera encantado cada vez que ella decía algo gracioso.
No había esperado que le diera golpecitos en la mano, tocara su brazo o preguntara por su vida personal. Pero Amanda era una mujer atractiva y sexy, más aún cuando se quitó las sandalias y se sentó en el sofá con las piernas recogidas.
Daniel tenía que aceptar el hecho de que otros hombres iban a encontrarla interesante. No podía dejar que eso le molestara.
Incluso cuando Taylor se puso en pie y se ofreció a llevar a Amanda a casa, Daniel tuvo que morderse la lengua y apretar la mandíbula. No era asunto suyo. Amanda lo miró y él mantuvo una expresión impasible.
– No, gracias -le contestó ella a Taylor, que aceptó su respuesta con ecuanimidad.
Daniel acompañó a Taylor hasta la puerta, intentando ocultar su alegría. Las relaciones de ella con otros hombres eran irrelevantes. Tenía que centrarse en el objetivo principal: hacer que cambiara de profesión.
Agradeció a Taylor su visita y regresó al salón.
Amanda seguía en el sofá, disfrutando de una segunda taza de café.
– Espero que lo hayas pasado bien -dijo, sentándose en un sillón, frente a ella.
– Ha sido una suerte que te encontraras con él en Boca Royce.
– Sí -asintió Daniel.
– Y todos los detalles que ha dado sobre su negocio han sido interesantes.
– A mí me lo han parecido -la miró a los ojos.
– No tenía ni idea de que el derecho corporativo fuera tan fácil y tan lucrativo.
– Sí, me hace desear haberme hecho abogado -bromeó él.
– A mí también. Espera. Yo soy abogada.
Daniel sonrió. Amanda era deliciosa cuando se relajaba.
– Sabes… -Amanda chasqueó los dedos-. Escuchar a Taylor me ha hecho preguntarme por qué me he pasado toda mi vida profesional defendiendo a criminales.
– ¿En serio? -Daniel intentó no demostrar demasiado interés. Ella asintió con vigor.
– Piénsalo, si me hubiera dedicado a trabajar para empresas, ahora podría tener un Mercedes.
– Posiblemente -aceptó él, pensativo. Tendría que volver a darle las gracias a Taylor. Era obvio que había dado el tono perfecto a la conversación.
– Y podría dormir hasta tarde todas las mañanas, conseguir las mejores entradas de teatro gracias a mis clientes y comprar ropa en la Quinta Avenida.
Daniel puso las manos en los brazos del sillón, esforzándose por ocultar su entusiasmo.
– Snap te daría trabajo, y una recomendación.
– Eso iría muy bien -Amanda movió la cabeza de arriba abajo-. Y apuesto a que también podrías conseguirme una oficina en la zona rica de la ciudad.
– Seguro -afirmó Daniel. Estaba sorprendido, encantado, por el giro que había dado la conversación.
– Y alquilar una furgoneta, incluso ayudarme a embalar mis archivos.
– Me gustaría ayudarte en…
– Diantres, seguramente podrías contratar a alguien para que se deshiciera de mis clientes actuales.
Oh, oh. Los ojos oscuros empezaron a chispear y a Daniel se le encogió el estómago.
– Yo…
– Y encontrarme una nueva recepcionista.
– Estás burlándote de mí, ¿verdad? -Daniel se sentía como un auténtico idiota.
– ¡Claro que me estoy burlando! -se puso en pie-. ¿De veras creías que esa escenita iba a funcionar?
– Había… -Daniel se levantó.
– Ese Taylor Hopkins es un anuncio ambulante.
– Sólo estaba pensando… -empezó él. Tenía que salvar la situación de alguna manera.
– Ya, ya -ella agitó la mano-. Sólo estabas pensando en mí. Dime, Daniel, ¿habías invitado a Cullen y a Misty?
Él parpadeó. No había contado con que eso volviera a salir a relucir. Había pensado en invitarlos, pero al final le había parecido más sencillo hablar directamente con Taylor.
– Lo sabía -Amanda se colocó las manos en las caderas-. ¿Puedes dejar mi vida en paz? Me va de maravilla, muchas gracias.
– Pero…
– Nada de peros -lo señaló con un dedo-. Déjalo.
– De acuerdo -lo dejaría, temporalmente.
– ¿Lo harás? -ella bajó la mano y lo miró con sorpresa.
– Claro -él encogió los hombros. Sabía que discutir con ella esa noche no lo llevaría a ningún sitio.
– Buena elección -dijo. Su voz se convirtió en un murmullo-. No se puede decir que tu vida vaya bien.
– ¿Perdona? -Daniel cuadró los hombros.
– Nada.
– Has dicho algo.
– Sí. He dicho que tu vida tampoco va tan bien.
– Eso vas a tener que explicarlo.
– Mira a tu alrededor -hizo un gesto con la mano.
Él lo hizo. Lo que vio era, sin duda, más que decente.
– ¿Qué es exactamente lo que no va bien aquí?
– Todo está prístino. Perfecto. No hay vida en tu vida.
– ¿Ganas muchos casos con argumentos como ése?
Ella ladeó la cabeza y cruzó las manos bajo el pecho. Sus senos se alzaron y juntaron y, mirando su escote, él supo que perdería la concentración.
– Empiezo a pensar que necesitas ayuda profesional -apuntó ella.
Él se quedó sin habla un momento. Por lo visto, estaba preocupada por él.
– Eres tú quien lleva una vida sin control -dijo.
– Al menos yo sé lo que quiero -contraatacó ella.
La había atrapado. Si había algo que dominaba la vida de Daniel, era el rumbo definido.
– Yo sé exactamente lo que quiero.
– ¿Y qué es?
– Ser director de Elliott Publication Holdings.
– ¿En serio, Daniel?
– Por supuesto -que el éxito no formara parte de los objetivos de Amanda no implicaba que no lo fuera de los suyos-. ¿Podemos volver a hablar de ti?
– No. No soy yo quien tiene un problema.
– He visto tu oficina -rezongó Daniel.
– Y yo tu piso -le devolvió ella.
Él abrió la boca, pero se le ocurrió una idea. Parecía obsesionada con el piso, tal vez podía aprovecharse de eso. Hacer algún tipo de pacto. Un intercambio: piso por oficina.
– Dime qué cambiarías.
Los ojos oscuros se entrecerraron y él se acercó.
– En serio. Dímelo. Estoy dispuesto a seguir tus consejos.
– No lo estás.
– Sí lo estoy -se acercó aún más. Si seguía su consejo, tal vez se viera obligada a seguir el de él-. Dímelo claramente, Amanda. Podré soportarlo.
– De acuerdo -lo miró con lástima-. ¿Quieres oírlo? Has dejado de sentir.
– De sentir, ¿qué?
– Todo.
Eso no era cierto. Y menos en ese momento concreto. Ella puso la mano en su hombro, y se le tensó el músculo al sentir su calidez.
– Siente -le urgió ella.
– Estoy sintiendo -murmuró él.
Los ojos de ella se aclararon, volviéndose moca, y se puso de puntillas. Echó la cabeza hacia atrás, entreabrió los labios de color rubí y lo besó.
Los recuerdos saturaron el cerebro de él: anhelo, pasión, deseo. Se sintió catapultado hacia el pasado. La rodeó con sus brazos y le devolvió el beso, inhalando su familiar aroma.
Le encantaba la humedad de su boca. Tenía su cuerpo grabado en el cerebro y deslizó las manos por su espalda, recordando. La había echado muchísimo de menos.
Sintió que cada molécula de su cuerpo palpitaba, disolviéndose en un caleidoscopio de emoción y color.
Deseó perderse en ella, arrancarle la ropa y tumbarla allí mismo, sobre la alfombra, para revivir el amor que habían sentido el uno por el otro.
Ella dejó escapar un gemido y él susurró que la deseaba, mucho, demasiado.
Al oírlo, dio un paso atrás y parpadeó, confusa. Tenía las mejillas sonrojadas y los labios hinchados.
Nunca había habido una mujer más deseable.
Pero no era suya. Hacía mucho tiempo que no lo era. Se obligó a soltarla.
– Perdona -dijo-. No tenía derecho a… -no supo qué más decir. Él nunca perdía el control.
– No lo sientas -ella esbozó una sonrisa irónica-. Vamos haciendo progresos. Has sentido algo.
– ¿Eso era terapia? -dejó caer los brazos y se apartó de ella.
– Por supuesto -ella se encogió de hombros.
Algo se heló dentro de él. Se preguntó si eso había sido el beso para ella, una demostración de su argumento. Tal vez había sido él solo quien se había perdido en los recuerdos.
Sí, quería que ella cambiara de profesión. Pero había un límite hasta donde estaba dispuesto a llegar. Y tenía la sensación de acababa de alcanzarlo.