Daniel miró el cabello húmedo de Amanda, su blusa pegada al cuerpo y sus pantalones sueltos.
Había imaginado ese momento más de un millón de veces. Pero siempre había una cama, sábanas de satén, champán.
– ¿Aquí?
– Sí -ella rió-. Aquí mismo.
– Tendrás frío.
– No me importa.
– Alguien podría vernos -dijo él, mirando los yates que había anclados en la bahía.
– Necesitarían un teleobjetivo.
– Sí -dijo él, pensando que eso no detenía a nadie.
– ¿Te da miedo acabar en la portada de tu propia revista?
– No seas ridícula, Amanda.
– Bésame, Daniel.
Él miró su boca húmeda. Era tentadora. Vaya si lo era.
– Acabarás con arena en el trasero.
– Mi trasero sobrevivirá.
Él había querido un encuentro memorable. Perfecto. Un recuerdo que ella atesorara para siempre.
– ¿Podemos entrar, al menos?
– Ni en broma -se inclinó hacia delante y lo besó en la boca. Sus labios eran frescos, húmedos y endiabladamente sexys.
– Amanda -gruñó en protesta.
– Aquí y ahora, húmedo y salvaje, con frío y arena y con el riesgo de que nos espíen desde los yates -volvió a besarle, más intensamente esa vez.
– No recuerdo que fueras así -farfulló él, antes de rendirse al beso.
– No prestabas suficiente atención -le desabrochó los botones de la camisa.
– Ah, sí, claro que sí -murmuró, devolviéndole el favor e introduciendo la mano bajo su blusa-. Recuerdo cada centímetro de tu piel.
– ¿Cada uno?
– Sí.
– ¿Quieres verlos otra vez?
Él echó otro vistazo inquieto a los barcos. Estaba oscureciendo. Si extendía el abrigo bajo las faldas del mantel, la intimidad con ella quedaría protegida.
Curtis no permitiría que ningún empleado volviera a la playa si él no se lo pedía.
– Sí -contestó, tomando la única decisión posible-. Oh, sí.
Amanda se echó hacia atrás y se sentó a horcajadas en sus rodillas. Le ofreció una sonrisa traviesa y seductora y se quitó la blusa mojada, dejando sus pechos al descubierto. Su piel de alabastro se iluminó con el destello de un relámpago.
Él mundo se detuvo para él. Incapaz de evitarlo, se inclinó y besó un seno, después el otro, saboreando la delicada piel, disfrutando de la textura con su lengua, alargando el momento, segundo a segundo. Su piel era tan dulce como recordaba. Solía anhelar su sabor, perderse en su aroma, contar los minutos hasta que podía tomarla en sus brazos y unirse a ella.
Las gotas de lluvia caían con fuerza y se oía el rugido de las olas. Pero él lo olvidó todo excepto la maravillosa mujer que tenía entre los brazos. Tenía la piel húmeda, resbaladiza e increíblemente tersa. Sus murmullos de ánimo exaltaron su deseo.
No quería soltarla, pero tenía que hacerle el amor. Finalmente, se puso en pie, levantándola con él. Ella rodeó su cintura con las piernas y hundió la cara en su cuello, besando, succionando su piel.
Él la depósito en la arena, besándola mientras extendía el abrigo sobre la playa mojada.
Ella dio un paso atrás y se deshizo del resto de su ropa. Los destellos de luz blanca le ofrecieron imágenes de su cuerpo desnudo, sus senos redondos, los pezones firmes y rosados, el estómago plano y el triángulo de vello oscuro entre sus muslos.
Todo su cuerpo se tensó y extendió una mano hacia su cadera. Sus curvas eran generosas y suaves, y podía tocarlas. Podía tenerla en sus brazos y hacer que el mundo se disolviera entre ellos.
– Eres deliciosa -susurró, atrayéndola hacia él. Sus brazos rodearon su cuerpo desnudo y la lujuria desatada tomó las riendas. Había algo increíblemente erótico en una mujer desnuda en una playa oscura y azotada por el viento. Durante un segundo, se preguntó por qué no habían hecho eso antes.
Impaciente, la tumbó sobre el abrigo, se quitó la ropa y se acostó a su lado, bajo la protección del mantel.
Ella sonrió al ver su desnudez, y acarició su cuerpo con la mirada. Después estiró la mano hacia él y enredó los dedos en su pelo húmedo, atrapando su rostro y atrayéndolo para besarlo con pasión.
Él tenía la sensación de que las gotas de lluvia se evaporaban al tocar su piel ardiente. Era la mujer más sexy y maravillosa del mundo y tuvo que contenerse para no penetrarla en menos de cinco segundos. Tragó aire salado y controló la oleada de deseo.
– Te he echado de menos -susurró ella.
Eso hizo que una banda de acero le atenazara el pecho. Tomó su rostro entre las manos y besó sus dulces labios, absorbiendo su sabor.
– Oh, Amanda, esto es tan…
– ¿Real?
Él asintió. Amanda tenía el pelo lleno de arena mojada, se le había corrido el maquillaje y gotas de agua se deslizaban por sus mejillas. Pero nunca había visto una mujer más bella. Las sensaciones lo asaltaron como el ritmo de las olas.
– Lo recuerdo.
– Yo también. Recuerdo que eras fantástico.
– Yo recuerdo que eras bellísima.
– Te deseo. Ahora -ella apretó sus brazos.
– Aún no -rechazó él. No había nada que deseara más. Y nada podría detener lo que iba a ocurrir.
Pero quería que durara. Quería grabarla en su cerebro como antes. Tenía muchas noches largas y solitarias por delante, y quería recuerdos que lo ayudaran a superarlas.
Sabía que estaba siendo egoísta, pero no podía evitarlo. Tocó su seno y sintió la presión firme de su pezón en la palma de la mano.
Ella gimió.
– ¿Te gusta? -preguntó él.
Ella asintió y él pasó el pulgar por el pezón. Ella clavó los dedos en su espalda. Su respuesta avivó el fuego y recorrió todo su cuerpo con las manos, haciendo que su respiración se convirtiera en un gemido y jadeo, mientras disfrutaba de su capacidad de darle placer.
Introdujo los dedos entre sus muslos, encontró el centro de su calor y presionó. Ella le dio la bienvenida flexionando las caderas, y sus ojos se ensancharon.
– Oh, Daniel.
– Lo sé -la besó con pasión-. Lo sé. Déjate llevar.
Ella respondió deslizando los dedos por su pecho, acariciando sus pezones, su ombligo y abdomen, provocándole escalofríos de placer. Después sus manos buscaron más abajo, atrapándolo, acariciándolo. Él se colocó sobre ella.
– Ahora -le pidió, apretando con más fuerza.
Él respondió con un gruñido gutural. Abrió sus muslos, besando sus labios, sus mejillas y sus párpados mientras se introducía en ella centímetro a centímetro.
Ella gimió su nombre y él estuvo a punto de gritar «Te quiero». Pero eso pertenecía a otro lugar, a otro tiempo.
– Amanda -susurró, encontrando su ritmo cuando ella empezó a mover las caderas y abarcó su cintura con las piernas.
Acarició uno de sus senos mientras ella le clavaba las uñas en la piel antes de echar la cabeza hacia atrás y cerrar los ojos con fuerza.
Tronaba y las olas se estrellaban contra la orilla con furor. Podría haber habido un ejército de periodistas apostado en la bahía y le hubiera dado igual. Era suya. Después de tantos años, era suya otra vez.
Ella se mordió el labio inferior y empezó a jadear. Sintió cómo su cuerpo se arqueaba contra él suyo, tensándose, luchando.
Esperó, esperó y esperó.
– ¡Daniel! -gritó ella. Entonces se dejó ir.
La tierra tembló con la fuerza de su entrega.
Cuando todo acabó, se quedaron abrazados, jadeando. Daniel, apoyado en los codos, intentaba mantenerla caliente con su cuerpo.
Posó los labios en su frente y se quedó parado, incapaz de evitarlo. Sabía que debían vestirse y subir a la casa a secarse, pero no le apetecía soltarla.
– Adoro la espontaneidad -sonrió ella, con los ojos aún cerrados.
– ¿Qué te hace pensar que no había planeado esto? -preguntó él, apartándole un mechón de pelo arenoso de la mejilla.
– No lo hiciste -ella abrió los ojos.
– Claro que sí.
– Daniel, tú nunca planearías algo así.
– Lo hice, y aún más, tú también lo planeaste.
– Estás soñando.
– Abogada, ¿estás diciéndome que no habías planeado hacer el amor conmigo esta noche?
– No sabía cuándo ni cómo.
– Eso sigue siendo un plan -apuntó él, elevándose sobre un codo.
Ella se estremeció al sentir el aire fresco y cargado de lluvia entre sus cuerpos.
– No, eso es una idea.
– Cuestión de semántica.
– Es filosofía.
– Admítelo -rió él-, tu filosofía no es muy distinta de la mía.
– ¿Eso crees? -ella se incorporó con un destello en los ojos-. De acuerdo. Comparemos filosofías. Dime de nuevo por qué quieres ser director ejecutivo.
– Por el despacho de esquina, -dijo él, agarrando su camisa, sacudiéndola y echándosela a ella sobre los hombros.
– Ya tienes un despacho de esquina.
– Sí, pero este está en la planta vigésimo tercera.
– Débil, Daniel. Muy débil.
– Estás dando al tema más importancia de la que tiene.
– No -ella sacudió la cabeza-. Tu padre te pidió que lucharas por el puesto de director ejecutivo.
– Y lucho por él porque lo quiero. No porque alguien me haya dicho que debo quererlo -sin embargo, mientras hablaba tuvo dudas.
No estaba seguro de haber pensado en ser director ejecutivo hasta que su padre le planteó el reto. Lo había aceptado, igual que sus tres hermanos, pero nunca se había parado a analizar el porqué.
– Dime cuál es la última cosa que has decidido hacer y que no te haya sugerido otra persona -insistió Amada.
– Cambiar el manual laboral de la empresa.
– Eso fue idea mía -Amanda emitió un sonido de abucheo.
– No en concreto.
– Pero sí en general. ¿Recuerdas la noche del baile de fin de curso?
– Con todo detalle -la tapó más con la camisa.
– ¿Recuerdas tu idea de una revista de aventuras?
– Por supuesto.
Ella deslizó la punta del dedo por el músculo de su brazo, y eso lo excitó.
– Eso eras tú, Daniel. Eso eras todo tú.
Él asintió, pensando que estaba dándole la razón, en vez de quitándosela.
– ¿Qué ocurrió con aquello?
– Bryan ocurrió -la pregunta le parecía una locura-. Tú ocurriste.
– ¿Has pensado alguna vez en dónde estarías ahora si lo hubieras hecho de todas formas?
– No -mintió él, perdiendo la mirada en los acantilados y la tenue luz de la casa, en la distancia.
– ¿Nunca?
– ¿Qué sentido tendría? -encogió los hombros.
– Todo el sentido -ella se sentó y la camisa le cayó sobre el regazo-. Yo no dejo de preguntarme qué habría ocurrido si le hubiera dicho a Patrick que echara a correr.
– ¿A correr adonde?
– Ya sabes -se puso el pelo húmedo tras la oreja-. Que se fuera al infierno. Si hubiera ido a juicio y luchado por Bryan y te hubiera enviado a ti a África o a Oriente Medio.
Algo se heló en el interior de Daniel. ¿Ir ajuicio?
– Tal vez no era más que un farol -su mirada se perdió en el vacío y Daniel se sentó.
– Un farol, ¿en qué sentido? -a él se le había helado la sangre en las venas.
Amanda se mordió el labio inferior y una expresión de vulnerabilidad invadió sus ojos.
– ¿Crees que un juez le habría quitado un bebé a su madre? ¿Incluso en aquellos tiempos?
A Daniel se le secó la garganta. Sacudió la cabeza, seguro de que debía haberla entendido mal.
– ¿Patrick te amenazó con quitarte a Bryan? -preguntó con voz ronca y áspera.
– Sí… -los ojos marrones se oscurecieron. Lo miró-. ¿Tú no sabías…?
Él se puso de pie de un salto y caminó por la arena, mesándose el cabello empapado.
– ¿Mi padre te amenazó con quitarte a Bryan?
– Fue hace mucho tiempo -ella también se levantó-. Creía que tú…
– ¿Creías que yo lo sabía? -cerró las manos en puños y todos los músculos de su cuerpo se tensaron.
– Lo siento -afirmó con la cabeza. Después la movió de lado a lado-. No debería haberlo mencionado. En eso tienes razón, no tiene sentido plantearse lo que podría haber sido.
Daniel se obligó a inspirar profundamente tres veces. No era culpa de Amanda, nada era culpa de ella. La habían obligado a casarse con él.
Eso contestaba muchas de sus preguntas. Durante años, ella se había sentido como un rehén, por sus hijos. Era asombroso que hubiera aguantado tanto.
De repente, Daniel comprendió que Amanda tenía razón. Patrick era más insidioso de lo que había imaginado nunca. Se preguntó qué más había hecho y hasta qué punto manipulaba a la familia Elliott.
¿Quería él ser director ejecutivo?
No tenía nada en contra. Pero se preguntó si era a eso a lo que quería dedicar todo su esfuerzo, su energía y su tiempo.
No era una pregunta que pudiera responder en ese momento, y tampoco iba a analizar la respuesta mientras Amanda tiritaba en la playa. Tomó aire y fue hacia ella.
– Yo soy quien lo siente -la tomó entre sus brazos. Mi padre no debería haber hecho eso. No tenía ni idea de que te había chantajeado.
– Fue hace mucho tiempo -ella se estremeció.
– Sí, hace mucho -aceptó él, besando la parte superior de su cabeza, rasposa de arena. Ella alzó la barbilla para mirarlo.
– ¿Podemos volver a hacer algo espontáneo alguna vez más?
– En cualquier momento, en cualquier sitio -respondió él acariciando su cabello.
Los labios de ella se curvaron con una sonrisa luminosa.
El lunes a las ocho de la mañana y apretando los dientes; Daniel se encaminó al despacho de su padre en la planta veintitrés del edificio.
Se habría enfrentado a él la noche anterior, pero no había querido hacerlo delante de su madre.
– Hola, Daniel -le saludó la secretaria de Patrick.
– Necesito verlo. Ahora.
– Me temo que no es posible.
– Mire mi expresión. He dicho ahora.
La señora Bitton deslizó sus gafas hasta la punta de la nariz y lo miró.
– Y tú mira mi expresión.
Normalmente, la señora Bitton intimidaba a Daniel, pero no ese día.
– Dígale que salga -dijo Daniel.
– Mala idea -una sonrisa curvó su boca.
– Me importa poco lo que esté haciendo.
– Está volando sobre Tejas, a unos nueve mil metros de altura.
– ¿A qué hora llega? -preguntó Daniel.
– Estará aquí a las dos. Pero tiene una reunión con el director artístico.
– Cambie la hora.
– Daniel…
– Míreme a los ojos, señora Bitton.
– Puedo retrasarla hasta las dos y media -aceptó ella, tras una breve pausa.
– Con eso me basta, gracias -dijo Daniel.
Amanda sabía que apenas habían pasado doce horas desde su encuentro en la playa. Pero Daniel había dicho en cualquier momento y en cualquier sito. Además, tras haber conseguido rasgar su coraza, estaba empeñada en sacarlo de su rígido y estructurado mundo.
– ¿Está libre? -preguntó ante el escritorio de Nancy, con una bolsa de hamburguesas en la mano.
Los ojos de Nancy se iluminaron y su boca se curvó con una sonrisa de asombro. Pulsó un botón.
– La señora Elliott desea verlo.
– De acuerdo -dijo Daniel con voz brusca, tras un breve silencio.
Amanda titubeó, pero Nancy señaló la puerta.
– No te preocupes. Tiene una mañana muy tensa. Tú le alegrarás el día.
Amanda fue hacia la puerta con la esperanza de poder hacerlo. Entró y echó el cerrojo a su espalda.
Daniel alzó la vista y sus ojos de abrieron de par en par al verla.
– ¿Amanda?
– ¿A quién esperabas?
– A nadie. Nada -movió la cabeza y rodeó el amplio escritorio-. Me alegro de que hayas venido.
– Bien. He traído el almuerzo.
– ¿Hamburguesas? -preguntó él alzando las cejas al ver la bolsa.
– ¿Alguna vez has probado éstas?
– No, la verdad.
– Están de muerte -dejó la bolsa en el escritorio.
– ¿Has echado el cerrojo? -preguntó él, mirando la puerta.
– Sí -se acercó a él y pasó los dedos por su corbata de seda-. Dijiste a cualquier hora, en cualquier lugar.
– Amanda -él la miró boquiabierto y sujetó su mano.
– Es cualquier hora y cualquier momento -sonrió ella-. He venido buscando espontaneidad.
– Ya, entiendo.
Ella sacudió la cabeza y empezó a deshacerle el nudo de la corbata.
– ¿Estás loca?
– No.
– ¿Y si alguien…?
– Ten un poco de fe en Nancy.
– Pero…
Ella se pasó la lengua por los labios y miró sus ojos azul profundo.
– Llevo deseando hacerlo en el escritorio desde la primera vez que entraste en mi despacho.
Él movió la mandíbula pero no dijo nada.
Le quitó la corbata y empezó a desabrocharle la camisa.
– ¿Quieres las hamburguesas antes? -preguntó, inclinándose para depositar un beso húmedo y ardiente en su pecho-. ¿O me prefieres a mí?
Él dejó escapar un ruido mezcla de gruñido y maldición. Después la rodeó con los brazos y besó su pelo, murmurando su nombre una y otra vez.
– Podemos ir rápido -le aseguró ella, quitándose los zapatos-. No llevo nada bajo la falda.
Él inclinó la cabeza para besarla en la boca. Ella la abrió de par en par, sintiendo deseo líquido en las venas. Le quitó la camisa, disfrutando del calor de su piel bajo las yemas de los dedos.
Abrazándola, él subió una mano por sus muslos. Gimió al llegar a sus nalgas desnudas. Después la alzó sobre el escritorio, apartando la falda sin interrumpir el beso en ningún momento.
Acarició sus muslos y después su trasero.
– Hay que ver lo que haces conmigo -murmuró, manejando y acariciando.
– Y tú conmigo -le devolvió ella, hundiendo el rostro en su cuello e inhalando su aroma.
– Pero estoy algo ocupado ahora -introdujo los dedos entre sus muslos, cosquilleando, tentando-. No estoy seguro de que sea el momento ni el lugar…
Ella se echó hacia delante, urgiéndolo a investigar más a fondo.
– Me estás complicando el día -protestó él.
– Es por tu propio bien -dijo ella, agarrando su mano y apretándola contra la zona más íntima.
– ¿Por mi bien? -él se zafó pero después se puso de rodillas y empezó a besar sus muslos.
– Bueno, esta parte es por mi bien -dijo ella, apoyándose en los codos y sintiendo cómo sus músculos se relajaban.
Él rió contra su piel y siguió moviéndose hacia arriba, mordisqueándola.
– Creo que hay una normativa de empresa que prohíbe esto.
– No te atrevas a parar.
– Puede que haya incluso dos.
– Daniel.
Él volvió a reír y después la besó con fuerza. Ella tragó aire y se agarró al borde del escritorio mientras la volvía loca de deseo. Ascendía, volaba, se perdía…
De pronto, comprendió lo que él pretendía y se zafó.
– ¿Qué? -alzó la cabeza para mirarla.
– No, no -se sentó, agarró sus hombros y tiró.
– ¿Ya has acabado? -preguntó él, levantándose lentamente.
– De eso nada -buscó el botón de sus pantalones. Él le agarró la mano para impedírselo.
Pero ella lo acarició a través de la tela, haciéndole gemir de placer.
– Eres mío, Daniel -dijo ella.
– No puedo… -apretó los dientes y soltó su mano.
Amanda desabrochó el botón. La cremallera bajó con facilidad y cerró la mano sobre su piel ardiente.
– Amanda…
– Házmelo sobre el escritorio, Daniel -ronroneó.
– Estás fuera de tus…
– Ahora -apretó su miembro.
Él bufó. Pero ella tiró de él y lo guió a su interior. Daniel maldijo de nuevo, pero sonó casi como una plegaria. Después la agarró, dándose por vencido.
Deslizó las manos bajo su trasero y la sujetó mientras empujaba; sus músculos se tensaron bajo la chaqueta del traje, volviéndose duros como acero.
Halagó su aspecto, su sabor. Ella disfrutó de sus palabras, de sus caricias y de su olor.
Perdió la noción del tiempo mientras la tensión alcanzaba su punto álgido. Lo besó en la boca, luchando con su lengua. Él la embistió con más fuerza, susurrando su nombre una y otra vez.
Las sensaciones se dispararon como fuegos artificiales y ella se sintió al borde del mundo, mientras su cuerpo se contraía una y otra vez.
Cuando el ritmo de sus corazones se tranquilizó por fin, él tenía los dedos enredados en su cabello. La besó en la sien con ternura.
– Empieza a gustarme la espontaneidad -dijo.
– Hum. Contigo la palabra empieza a adquirir otro significado -admitió ella-. ¿Hamburguesa?
Daniel soltó una risa profunda y la abrazó.
– Hay un cuarto de baño detrás de esa puerta -señaló-. Por si quieres refrescarte.
– Sí -lo besó en la boca.
– Vale -le devolvió el beso.
– Espero que te guste el refresco de cola.
– Claro -afirmó él besándola otra vez. El beso empezó a alargarse peligrosamente.
– Supongo que no tenemos tiempo de hacerlo otra vez, ¿verdad? -preguntó ella.
– No si queremos comer las hamburguesas.
– No puedes perdértelas.
Él dio un paso atrás y ella se bajó del escritorio.
Mientras se lavaba y peinaba, oyó a Daniel abriendo la bolsa de comida. Cuando volvió al despacho, agarró la corbata que colgaba del respaldo de una silla y se la puso al cuello.
Daniel le dio una hamburguesa y se sentaron.
– No están mal -dijo, tras un primer bocado.
– ¿Te engañaría yo?
– Por lo visto no. ¿Dónde las has comprado?
– En frente. Sabes que la empresa es una cadena nacional, ¿no?
– ¿En serio?
– Hay todo un mundo ahí fuera que desconoces -ella sacudió la cabeza y se rió.
– ¿Quieres enseñármelo? -preguntó él.
Amanda sintió una punzada de culpabilidad. Él estaba cediendo, dispuesto a encontrarse con ella a medio camino. Ella no había cedido nada.
No era culpa de Daniel que Patrick fuera maquiavélico. Daniel había intentado ejercer su independencia más que el resto de sus hermanos. Y el hecho de que Bryan fuera el único Elliott que había escapado del negocio familiar era en parte gracias a Daniel.
– Sólo si accedes a enseñarme el tuyo -dijo ella.
– ¿Qué quieres ver antes? -hizo una bola con el envoltorio de la hamburguesa y la lanzó a la papelera-. ¿París? ¿Roma? ¿Sidney?
– Estaba pensando más bien en el Metropolitan.
– Ya has estado allí.
– Pero tú consigues mejores entradas.
– ¿ La Bohème, seguida de una pizza?
Amanda soltó una risa y se puso en pie.
– Tengo una reunión a la una -le dijo.
Él le dio un beso y llevó la mano a su corbata.
– No, no -sujetó la corbata-. Es un souvenir.
– Vale -accedió él.
Mientras ella recogía su bolso, fue al escritorio, abrió un cajón y sacó otra corbata.
Amanda tiró la bolsa y el vaso a la papelera y lo siguió. Le robó la segunda corbata.
– ¡Eh!
– Nada de corbata.
– ¿Qué quieres decir?
– Es el precio que se paga por la espontaneidad -dijo ella, poniéndosela también alrededor de cuello.
– Nancy va a imaginarse lo que ha ocurrido.
– Sí, seguro que sí -Amanda le sonrió.
– Amanda… -dio un paso hacia ella.
– Llámame -salió del despacho rápidamente.