Capítulo Ocho

El intercomunicador de Daniel sonó el lunes por la mañana.

– La señora Elliott está aquí -dijo Nancy.

Amanda allí. Daniel no podía creerlo. La había notado tan nerviosa el viernes por la noche, tras el beso, que había decidido darle tiempo.

Sabía que tal vez se había apresurado, pero quería salir con ella y hacerle saber que estaba interesado. Cuanto más la veía, más se acordaba de lo que habían compartido y más deseaba recuperar aquella magia.

Se colocó la corbata y se pasó una mano por el pelo. Después se levantó.

– Dile que entre.

La puerta se abrió y esbozó una sonrisa de bienvenida que se heló en su rostro.

Era Sharon.

La otra señora Elliott.

Ella entró decidida, diminuta y delgada como un junco. Sus ojos azules chispearon cuando cerró la puerta a su espalda.

Daniel tomó aire.

– No sé qué diantres creías que estabas haciendo -siseó ella, acercándose al escritorio.

– ¿Haciendo?

– En Hoffman.

– ¿Puedo ayudarte en algo, Sharon? -preguntó él, volviendo a sentarse y removiendo los papeles que había sobre el escritorio.

– Sí, puedes ayudarme en algo. Puedes cumplir los términos acordados en nuestro divorcio.

– Has recibido tu cheque de este mes -dijo él. Sabía que lo había cobrado a las pocas horas.

– No hablo de dinero -casi gritó ella-. Hablo de nuestro acuerdo.

– ¿Qué acuerdo? -Daniel firmó una carta y empezó a hojear un informe de ventas-. Estoy ocupado -no quería desperdiciar parte de su cerebro en Sharon cuando podía soñar despierto con Amanda. Le habría gustado saber si estaba libre para comer.

Sharon apoyó las manos en el escritorio y se inclinó hacia él. Era difícil que una especie de duende de cabello casi quemado por el tinte pareciera intimidante, pero ella estaba haciendo lo posible.

– Nuestro acuerdo de decirles a nuestros amigos que yo te dejé a ti.

– Nunca he dicho lo contrario.

– Las acciones valen más que las palabras, Daniel.

– ¿Puedes ir al grano? -miró su reloj-. Tengo una reunión con Michael a las diez.

Ella apretó la mandíbula. Sus ojos se arrugaron, a pesar de las dos prohibitivas operaciones de cirugía estética a las que se había sometido.

– Nadie va a creerme si te toqueteas con otra mujer en una pista de baile.

– No era otra mujer -Daniel cuadró los hombros-. Era Amanda.

– Lo que sea -Sharon agitó una mano-, tú no…

– Y no nos toqueteábamos.

– Mantente alejado de ella, Daniel.

– No.

– ¿Qué? -los ojos azules de Sharon casi le saltaron de las órbitas.

Él se levantó y cruzó los brazos sobre el pecho.

– He dicho que no. Estamos divorciados y veré a quien quiera, cuando quiera.

– Teníamos una acuerdo -balbució ella.

– Accedí a mentir una vez para salvar tu reputación. Eso se acabó. Hemos acabado. Ya no tienes nada que decir en mi vida. ¿Está claro? Y menos respecto a Amanda -Daniel no iba a permitir que nadie controlara su relación con Amanda. Excepto Cullen, tal vez, y sólo porque era listo y Daniel solía estar de acuerdo con él, al menos en ese tema.

Sharon hizo un mohín y su expresión se transformó, casi por arte de magia. A él lo avergonzó pensar que ese truco lo había convencido en otros tiempos.

– Pero Daniel -gimió ella-, me sentiré humillada.

– ¿Por qué?

– Porque la gente pensará que me dejaste.

– Si quieres salvaguardar tu reputación, sal con gente. Disfruta. Demuestra a todo el mundo que te alegras de haberte librado de mí.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas de cocodrilo. Pero Daniel la conocía demasiado bien. Le había dado la casa, las obras de arte, el palco de la ópera y el personal de servicio. Estaba servida.

– Estás sola, Sharon -fue hacia la puerta-. Engáñalos como quieras, pero no cuentes conmigo.

– Pero, Daniel…

– No. No quiero saber nada. Hemos acabado.

– Por lo menos, no estés con esa mujer en público -dijo ella, cuadrando los hombros.

– Adiós, Sharon -Daniel apretó los labios para no insultarla y abrió la puerta.

Ella alzó la barbilla con orgullo y salió.

Daniel cerró la puerta y volvió a su escritorio. No tenía ninguna intención de no incluir a Amanda en su vida social. Llamó a Nancy.

– ¿Hay alguna invitación de alto rango para este fin de semana? ¿Algo de portada de revista?


– ¿Te besó? -preguntó Karen. Sus ojos verdes se iluminaron con una sonrisa, mientras añadía tierra a una violeta africana. Estaba en el invernadero, rodeada de bolsas de tierra y fertilizante.

– ¿Estoy loca? -preguntó Amanda, llevando un semillero recién plantado a una estantería.

– ¿Loca por enamorarte de tu ex marido?

– Suena mucho peor dicho en voz alta -dijo Amanda, después de un gruñido.

– No suena mal en absoluto. Es dulce -dijo Karen. Se quitó los guantes y se dejó caer en una silla.

– ¿Estás bien? -Amanda se acercó rápidamente.

– Sólo un poco cansada -Karen sonrió-. Pero es un cansancio agradable -miró las plantas-. Es fantástico tener la sensación de haber hecho algo. Volvamos al tema de Daniel y tú.

Amanda gruñó y Karen soltó una carcajada.

Sonó un teléfono. Karen miró el bolso de Amanda, que estaba junto a la violeta africana.

– Es tu móvil, ¿no?

– Oh, vaya, lo apagaré.

– Mira quién es -sugirió Karen.

– Es Daniel -dijo Amanda, tras abrirlo y comprobar la pantalla.

– Contesta -le urgió Karen, irguiéndose.

Amanda cerró los ojos con fuerza, después pulsó el botón de respuesta.

– Amanda Elliott.

– Hola, Mandy. Soy Daniel.

Ella se ruborizó. Vio la sonrisa de Karen.

– Hola, Daniel.

– Escucha, ¿estás libre el sábado por la noche?

– ¿El sábado?

Karen, mirándola, asintió vigorosamente.

– Espera que… -Amanda no quería dar la impresión de estar deseándolo. No sabía cuál era el plan, pero quería volver a sentir esa descarga de adrenalina-. Sí, el sábado está bien.

– Perfecto. Hay una recaudación de fondos para el museo en el salón de baile del Riverside.

El Riverside. Ese era el hotel en el que habían hecho el amor por primera vez. Amanda abrió la boca, pero no pudo decir palabra.

– ¿Te recojo a las ocho? -preguntó Daniel.

– Yo…eh…

– Vestimenta de gala. Por una buena causa.

Por supuesto. Daniel siempre estaba en los acontecimientos benéficos, o sociales, o cuando los medios de comunicación querían entrevistas. Ella no entendía por qué no podía conformarse con ir a tomar una pizza.

– ¿Amanda?

– ¿Sí?

– ¿Está bien a las ocho?

– Sí, está bien.

– Fantástico. Te veré entonces.

Amanda cerró el móvil.

– ¿Otra cita? -preguntó Karen con ironía.

– La recaudación de fondos para el museo, en el Riverside.

– Uf, ¡eso sí es una cita! -Karen soltó un silbido.

– No tengo nada que ponerme -dijo Amanda, guardando el teléfono-. Nada de nada.

– En eso puedo ayudarte.

– ¿Qué quieres decir?

– Scarlett debe tener cien diseños suyos arriba -dijo Karen, poniéndose en pie.

– No podría…

– Claro que sí. Será divertido -Karen tomó a Amada del brazo-. Si te tranquiliza, la llamaremos para pedirle permiso cuando encontremos algo. Pero seguro que le encanta la idea.

– ¿Crees que me dejará ponerme un diseño suyo? -Amanda permitió que Karen la llevara a la puerta.

– Desde luego. Y si hay que hacer algún retoque, le pediremos que venga.

– No creo que… -titubeó Amanda.

– Venga. Casi me siento como si fuera a ir yo a la fiesta -insistió Karen-. Me encanta vestirme de gala.

– En eso no nos parecemos -Amanda se sentía rígida y plástica con ropa formal, y más aún con maquillaje y laca. Su rostro, e incluso su voz, se tensaban. Tenía la impresión de estar disfrazada.

– ¿Vas a volver a besarlo? -preguntó Karen.

– No he pensado en eso -dijo Amanda, pero era mentira. Había fantaseado con besarlo una y otra vez desde el viernes anterior.

– Pues piénsalo.

Entraron en un dormitorio y Karen abrió la puerta de un espacioso vestidor.

– Voy a sentarme y ponerme cómoda -dijo-. Quiero que me hagas un pase de modelos y un monólogo sobre cómo fue el beso de tu ex marido.

– Fue un beso corto -rió Amanda.

– ¿Pero bueno? -preguntó Karen, sentándose en un sillón.

– Bueno -Amanda lo rememoró por enésima vez. Había sido muy bueno. Un beso de los de «ahora entiendo por qué me casé contigo».

– Deberías ver tu cara ahora -cacareó Karen.

– Lo que me gustaría es entenderlo -dijo Amanda, entrando al vestidor-. Estamos divorciados. Y llevamos vidas completamente distintas.

– A lo mejor sólo le interesa tu cuerpo.

– ¿Qué? ¿Después de Sharon?

– Sobre todo, después de Sharon. Esa mujer sale bien en las fotos pero, créeme, de cerca todo es Botox, cirugía y relleno.

Amanda soltó una risita estrangulada.

– Da miedo, sobre todo cuando empieza a hablar -continuó Karen-. Tú, en cambio, eres más atractiva cada minuto que pasa.

Amanda no lo creía, pero Karen era una buena amiga.

– Vas a tirar a ese hombre de espaldas con un vestido bien sexy.

– No creo que consiga parecer sexy -dijo Amanda.

– No seas tonta. Parecerías sexy con una mano atada a la espalda.

Si aparezco toda arreglada, ya sabes qué pensará.

– ¿Qué pensará?

– Que estoy… ya sabes… interesada en él -aclaró Amanda, arrugando la frente.

– Estás interesada en él.

– No como novio.

– ¿Como qué, entonces?

– Esa es la pregunta del millón de dólares -Amanda suspiró y se quitó la blusa.

– Podría ser tu amante clandestino -sugirió Karen.

– ¿Una aventura secreta? ¿Con Daniel?

– No es como si no te hubieras acostado nunca con él -dijo Karen. Amanda puso los ojos en blanco-. ¿Puedo suponer que os iba bien el sexo?

– Claro que nos iba bien -Amanda se quitó los pantalones y los dejó sobre la cama. El sexo nunca había sido problema en su matrimonio. Los problemas habían sido la familia dominante de Daniel, su ansia por ganar dinero y su insoslayable presunción.

Durante los primeros años habían compartido algo real y le había roto el corazón ver cómo desaparecía mientras Daniel se iba sumiendo más y más en el abismo de lo «apropiado». Pero el sexo, ay, el sexo…

– Así que el sexo iba bien pero el matrimonio iba mal -aventuró Karen.

– Sería una forma de expresarlo -Amanda volvió al vestidor.

– Podrías tener lo mejor de los dos mundos -le dijo Karen-. Acostarte con el buen amante y vivir separada del mal marido.

– Eso es… -Amanda calló. Volvió a la puerta del vestidor y miró a Karen. O era una locura, o una idea fantástica.

– Estamos en el siglo veintiuno -la animó Karen.

Daniel sólo como amante. Hum.

Ya le había prometido dejar de darle consejos profesionales, así que no tendría que soportar más discursos. Se preguntó si sería capaz de aprovechar sus cualidades e ignorar sus debilidades.

– Vas a necesitar un vestido muy especial -dijo Karen, guiñándole un ojo.

– Yo no podría… -empezó. Amanda no sabía bien qué, pero algo no le cuadraba.

– La verdad es que sí podrías -interrumpió Karen-. No es ilegal, inmoral ni insano.

– ¿Necesitan algo, señoras? -el ama de llaves de los Elliott apareció en el umbral.

– Sí, Olive. Necesitamos champán y zumo de naranja -afirmó Karen-. Estamos de celebración.

– ¿Te lo permiten? -preguntó Amanda.

– Con moderación -contestó Karen.

– Volveré ahora mismo -dijo Olive.

– Quiero que empieces con los vestidos que menos pensarías en ponerte en público -Karen, imperiosa, señaló el vestidor.

Amanda entró en la gala benéfica para el museo vestida con una túnica de seda oriental sin mangas, de cuello mao, que la dispensaba de llevar joyas, y que tenía una abertura trasera en la falda para facilitar el movimiento. En la parte delantera tenía un bordado de flores diagonal, en tonos rosas y dorados.

Era un diseño de Scarlett y un compromiso a medias con Karen, elegante pero no demasiado sexy.

Scarlett había insistido en que se pudiera una esclava de oro en el tobillo, que destellaba con cada paso y complementaba sus sandalias, de tacón mucho más alto al que estaba acostumbrada.

Cruzaron el arco de entrada y Amanda admiró los elegantes centros de flores y las arañas de cristal. Las vigas del techo estaban pintadas de blanco y repujadas en oro. Había mesas inmaculadas por todo el perímetro de la sala y una pista de baile circular en el centro. Cenicienta no habría echado nada en falta.

– No me dijiste que tus padres venían -le susurró a Daniel, sintiéndose como una adolescente. Se le había encogido el corazón al ver a Patrick y a Maeve.

– ¿Es un problema? -musitó él.

– Sí, es un problema -siseó ella.

– ¿Por qué?

– Porque no les caigo bien -era obvio.

– No seas ridícula.

Ella ralentizó el paso. El lujo, el resplandor y la música orquestal empezaban a darle claustrofobia. No encajaba allí, nunca lo había hecho. Quería irse.

– Daniel, cariño -una mujer de unos sesenta años, que lucía suficientes diamantes para cancelar la deuda de la nación, besó a Daniel en la mejilla.

– Señora Cavalli -Daniel sonrió y agarró su mano.

– Vi a tu madre en la subasta de colchas de la Sociedad Humanitaria, la semana pasada.

– He oído decir que fue muy bien -dijo Daniel, con tono de interés.

– Así es -la señora Cavalli miró a Amanda.

– Ésta es mi amiga, Amanda -presentó Daniel, poniendo una mano en su espalda-. Amanda, la señora Cavalli.

– Encantada de conocerla -Amanda le ofreció la mano.

– ¿Tienes mascotas, querida?

– Eh, no -Amanda movió la cabeza-. No tengo.

– Deberías plantearte adoptar una del refugio. Allí conseguimos a Botones, hace casi cuatro años -la señora Cavalli se volvió hacia Daniel-. La pillina robó caramelos el otro día -la señora Cavalli soltó una risita-. El peluquero canino tardó tres horas en limpiarle el pelaje -se volvió hacia Amanda-. Es una perrita de ojos marrones. Un tesoro.

– Suena adorable -dijo Amanda.

– ¿Estarás en el té del Hospital Infantil, querida?

Amanda miró a Daniel.

– Amanda trabaja durante el día -intervino él.

– Ah, entiendo -la señora Cavalli dio un paso atrás y sus ojos se ensancharon.

– Amanda es abogada.

– Ah, eso está muy bien. ¿Quizá en otra ocasión?

– Quizá -dijo Amanda.

– Tengo que ir a ver a Mueve -la señora Cavalli se despidió agitando los dedos.

– Ha sido un gusto verla -dijo Daniel.

– ¡Daniel! -exclamó una voz grave. Un hombre de pelo cano, vestido de esmoquin, apretó su mano.

– Senador Wallace -saludó Daniel.

– ¿Has oído las cifras de cierre de los futuros de petróleo de hoy? -preguntó Wallace. Sin esperar su respuesta, alzó las manos-. Tenemos que perforar en Alaska, está claro. Y cuanto antes mejor.

– ¿Y el tema medioambiental? -apuntó Daniel.

– Preséntame a un conductor que esté dispuesto a no utilizar el aire acondicionado de su vehículo -el senador clavó un dedo en el pecho de Daniel-, y yo te presentaré a un demócrata liberal dispuesto a votar a Adam Simpson -soltó una carcajada.

Amanda sonrió, aunque no entendía la broma.

– ¿Te salpicó el escándalo Chesapeake? -preguntó el senador. Daniel negó con la cabeza.

– Vendí las acciones mucho antes.

– Malditos contables. No son mejores que los abogados -rezongó el senador. Debió notar que sus palabras incomodaban a Amanda, porque se dirigió a ella por primera vez.

– No me interprete mal, señora. Soy abogado. Pero hay muchos principiantes por ahí, arruinando nuestra economía.

Amanda tensó la mandíbula y Daniel buscó una manera de librarse del senador.

– Senador, no sé si recuerda a Bob Solomon. Bob, ven a saludar al senador -un hombre se apartó de un grupo cercano y apretó la mano del senador-. Bob apoyó la campaña de Nicholson -dio Daniel. El senador sonrió y Daniel se apresuró a alejar a Amanda de allí.

– Alejémonos de aquí -dijo Daniel.

– Vamos arriba -sugirió Amanda.

– ¿Arriba? -la miró con sorpresa.

Amanda se enfrentó a él. Había pensado en tomar una o dos copas antes de ese momento, pero no se sentía capaz de aguantar el ambiente mucho más.

– Tengo que hacerte una confesión.

– Dime -Daniel enarcó una ceja.

– He reservado una habitación.

– Has ¿qué?

– Yo…

– Espera. Maldición -Daniel agarró su brazo y la hizo girar-. Sigue andando. No mires atrás.

– ¿Tus padres?

– No, no son mis padres. Cielos, Amanda. A ellos les caes bien.

– No es cierto.

Él la llevó a un rincón, alejado de la pista de baile. Unas puertas de cristal daban a un balcón sobre la Quita Avenida. Había empezado a llover y no había nadie fuera.

– ¿De quién hemos escapado? -preguntó Amanda.

– De Sharon.

Amanda parpadeó. Estaban escondiéndose de su ex esposa. No entendía qué necesidad había de eso.

– Últimamente está… -apretó los labios-. Difícil.

A Amanda se le encogió el estómago. Quizá se había equivocado. Quizá su imaginación y el entusiasmo de Karen la habían confundido. Dio un par de pasos hacia atrás.

– Eh, si sigues teniendo algo con…

– No tengo nada con Sharon -Daniel agarró sus brazos para retenerla-. Pero es impredecible y ruidosa. No quería que te insultara.

– ¿Insultarme?

– Olvida a Sharon -pidió él-. Volvamos a eso de que has reservado una habitación. ¿Es cierto? -sus ojos azules ardían de deseo-. Yo lo hice una vez.

– ¿Sí? -consiguió decir ella.

– La noche de una fiesta de fin de curso. Y tuve mucha, mucha suerte -alzó su barbilla con un dedo-. ¿Es posible que te estés insinuando?

– Es posible -admitió ella.

– Fantástico -sonriendo, agachó la cabeza para besarla. Sus labios la tocaron y ella, estuvo a punto de deshacerse. Sin preámbulos él abrió su boca y la acarició con la lengua.

El beso adquirió más intensidad y ella se agarró a su cuello, con el corazón desbocado.

– Mandy -susurró él, acariciando su mejilla, con un pulgar. Después puso las manos en su trasero y la apretó contra él, haciéndole sentir su erección.

– Daniel -gimió ella.

– Ejem -una voz masculina sonó a su espalda.

Amanda se apartó y volvió la cabeza. El senador, Sharon y dos personas más los contemplaban atónitos y en silencio.

Загрузка...