El agente Rick Chandler detuvo el coche patrulla frente a una tranquila casa en Fulton Street y salió con cautela. Yorkshire Falls era un pequeño pueblo del norte del estado de Nueva York cuya población rondaba los 1.700 habitantes. El índice de criminalidad era bajo comparado con el de las grandes ciudades y los habitantes tenían una vivida imaginación. Un claro ejemplo era la última serie de delitos, consistente en varios robos de bragas, y el principal sospechoso, por absurdo que pareciera, había sido Roman, el hermano pequeño de Rick.
Lisa Burton, la mujer que había llamado a la policía esa tarde, era una profesora de secundaria nada dada a exagerar o a asustarse con facilidad, pero aunque Rick no preveía una situación complicada, no daba nada por sentado. La inspección preliminar del terreno le indicó que todo estaba en orden mientras se acercaba al patio delantero por la arenisca de color azul grisáceo. La puerta estaba cerrada a cal y canto y llamó con fuerza. Las persianas de la ventana contigua se agitaron mientras unos ojos cautos miraban hacia fuera.
– Policía. -Rick anunció su presencia. Oyó los cerrojos descorrerse y luego la puerta se abrió apenas unos centímetros-. Soy el agente Chandler -dijo, sin apartar la mano de la pistola como medida de precaución instintiva.
– Gracias a Dios. -Rick reconoció la voz de la propietaria de la casa-. Creía que no ibas a llegar nunca.
No le sorprendió el tono susurrante y apremiante de Lisa. A pesar de su conservadurismo de maestra, Lisa estaba loca por él. Ya se le había insinuado con anterioridad y, aunque Rick prefería pensar que no había llamado a la policía en vano, su voz seductora le había hecho apretar los dientes.
– ¿Has llamado porque necesitabas ayuda? -le preguntó.
La puerta se abrió de par en par. Rick entró con cautela porque Lisa seguía ocultándose tras la puerta de roble maciza.
– He llamado porque necesitaba a la policía. -Lisa cerró de un portazo-. He llamado porque te necesitaba.
El instinto le dijo que ya podía bajar la guardia y soltó la pistola. Al inhalar, se dio cuenta de que su presentimiento había sido acertado. Lo envolvió una fragancia intensa y todos sus mecanismos de defensa masculina se pusieron en marcha. Tosió, y lo que supuso que debía de ser un potente afrodisíaco, le provocó arcadas. Era potente, sin duda, pero la mujer que había llamado a la policía iba a llevarse un chasco. No estaba excitado y en lo único en que pensaba era en encender las luces.
Accionó el interruptor de la pared y, en ese preciso instante, vio a Lisa. Su aspecto debería haberlo sorprendido, pero supuso que estaba demasiado cansado debido a los recientes acontecimientos. La maestra normal y corriente se había transformado en una dominatriz. Desde las botas de cuero que le llegaban al muslo hasta el corpiño ceñido y sin tirantes, pasando por el pelo asalvajado. Su indumentaria pedía a gritos que la poseyera allí mismo, en el suelo, contra la pared, daba igual.
Rick meneó la cabeza. Aunque sabía la respuesta, se lo preguntó de todos modos.
– ¿Qué demonios pretendes?
Lisa apoyó el hombro en la pared y adoptó una postura sensual.
– Salta a la vista, ¿no? Has rechazado las ofertas de todas las mujeres del pueblo, incluida yo, pero pienso poner fin a eso. A pesar de mi trabajo y aspecto normal, puedo ser muy, pero que muy poco tradicional. -Le hizo señas con el dedo-. Vamos, te enseñaré los accesorios de que dispongo.
Rick a duras penas arqueó una ceja. Luego dejó escapar un suspiro, convencido de una cosa. Su entrometida madre, Raina, era la responsable de las insinuaciones nada sutiles y continuadas de Lisa.
Raina había dado a entender a todas las mujeres del pueblo que su hijo sólo sentaría cabeza si encontraba a alguien especial, alguien con quien no se aburriese. Lisa, al igual que muchas otras mujeres del pueblo, se había tomado las palabras de Raina al pie de la letra. Aunque su madre tenía razón al pensar que Rick apreciaba lo singular, se equivocaba al creer que volvería a casarse, y mucho menos tener hijos. Dada su experiencia pasada, su madre debería imaginárselo.
¿Por qué arriesgarse a que le destrocaran el corazón cuando podía disfrutar de un amplio abanico de mujeres sin salir malparado? Aunque su reputación de ligón estaba sobrevalorada, era cierto que disfrutaba de las mujeres. O así había sido hasta que todas las féminas de Yorkshire Falls se habían abalanzado como fieras hambrientas sobre su soltería.
– ¿Estás preparado para esposarme? -Lisa agitó unas esposas forradas de cuero.
En otro momento, en otro lugar, joder, con otra mujer, tal vez se habría sentido tentado, pero con Lisa no había química alguna y prefería su amistad a sus ardides femeninos. Se cruzó de brazos y le dijo lo que le había dicho las dos últimas veces que ella se le había insinuado, aunque no de forma tan descarada.
– Lo siento. No voy a picar.
Lisa parpadeó, con una repentina expresión de vulnerabilidad.
– Vale, lo haré yo por los dos. -Sonrió dejando entrever los dientes, y esas palabras borraron cualquier rastro de ternura que hubiese podido sentir.
– Ahora no, Lisa. -Se frotó las sienes doloridas-. Para ser sincero, ni ahora ni nunca. -No le fue fácil decirlo. Rick no quería herir los sentimientos de Lisa a pesar de su actitud agresiva. Al fin y al cabo, su madre le había educado para que se comportase como un caballero. Pero se apostaba lo que fuese a que ni siquiera Raina se había imaginado de lo que serían capaces las mujeres de Yorkshire Falls con tal de atrapar a Rick.
Si Lisa prefería el cuero a los encajes seguramente estaba curtida. Además, debía de saber que, con esa actitud tan descarada, se arriesgaba a que Rick la rechazara. Del mismo modo que Rick sabía que, si se ablandaba, corría el riesgo de que el episodio se repitiera. Le había ocurrido con anterioridad, no sólo con Lisa. Otras mujeres, otros ardides vergonzosos. Era el tercer intento de seducción en lo que iba de semana.
– Un día acertaré.
Rick lo dudaba. Se encaminó hacia la puerta, pero se volvió.
– Deberías recordar que es ilegal llamar a la policía si no se trata de una urgencia. -Tendría que poner un recordatorio en el periódico, pero ¿para qué desperdiciar árboles y tinta si las mujeres no iban a hacer el más mínimo caso? ¿Por qué iban a hacerlo cuando su madre quería nietos y le daba igual cuál de sus hijos fuera el primero en tenerlos?
– Ya nos veremos en el programa ERAD de formación para maestros sobre el uso indebido de drogas -le dijo Lisa antes de que Rick cerrara la puerta.
– Genial -farfulló él.
Una hora después, cuando su turno estaba a punto de acabar, Rick redactó un informe en el que omitió detalles específicos de su última actuación. A Lisa no le pasaría nada si explicaba que el incidente no había sido más que una falsa alarma. Sin embargo, esperaba que este último rechazo convenciera a la maestra de que no debía llamar a la policía por capricho.
Cogió una goma elástica y apuntó al otro lado de la sala. Antes su madre y toda aquella minada de mujeres le divertían, pero ya no. Tenía que encontrar el modo de que le dejaran en paz, pero no se le ocurría cómo. Entrecerró los ojos y disparó. La goma elástica dio en el blanco, una fotografía desgarrada de una pareja de recién casados con pinta de tontos colgada en la pared color beis.
– ¡Bingo!
– Mejor que mamá no te vea haciendo eso.
Rick se volvió y vio a Chase, su hermano mayor, acercándosele por detrás y sentándose a su lado.
Chase se rió, pero a Rick no le hacía gracia. La determinación de Raina era legendaria. Ni siquiera sus problemas de corazón la habían frenado. No bastaba con haber conseguido que Roman, el pequeño, se casase. No, ahora en la incansable búsqueda de nietos, había fijado su punto de mira en Rick.
Chase, el solterón empedernido, había ayudado a Raina a criar a sus hermanos pequeños tras la muerte de su padre, hacía veinte años. Y al haber cumplido con las responsabilidades familiares, estaba exento de los planes de emparejamiento de su madre… de momento.
Rick en cambio no era tan afortunado.
– Mamá estará tan ocupada con su renovada vida social que no prestará atención a la mía.
Tras varios años viuda, había comenzado a salir de nuevo con un hombre. A Rick le parecía un poco raro emplear ese término para una mujer de su edad, pero eso era lo que hacía: salir con el doctor Eric Fallon. A los tres hijos les había preocupado su soledad y Rick se alegraba sobremanera de que, finalmente, la hubiera desterrado. Confiaba en que estuviera tan absorta en su nueva vida que no se molestara en entrometerse en la de él.
Chase se encogió de hombros.
– A mamá nunca le falta tiempo para entrometerse. Fíjate en lo que se trae entre manos: al buen médico, conseguir un hijo de Roman y Charlotte -dijo, refiriéndose a su hermano pequeño y a su mujer- y encarrilar tu vida social. -Cogió un bolígrafo y le dio vueltas entre las palmas.
Rick movió los hombros para liberar la tensión acumulada tras pasar demasiado tiempo en el coche patrulla. En aquel pueblecito la jerarquía no contaba, y todos colaboraban en los turnos.
– Al menos Eric la entretiene -repuso Chase.
– No lo bastante. Tal vez debería trabajar. Podrías ofrecerle un puesto.
– ¿De qué? -El tono de Chase no ocultaba su sorpresa.
– Columnista de chismorreos sería lo más apropiado -bromeó Rick, y consiguió que su hermano sonriera.
Pero Chase se recompuso de inmediato.
– Ni en sueños la llevaría a la redacción. A la que me despistase empezaría a entrometerse en mi vida social.
– ¿Qué vida social? -le preguntó Rick sonriendo. Chase era tan reservado que Rick no podía evitar la tentación de poner en aprietos a su hermano más serio.
Chase meneó la cabeza.
– La de cosas que no sabes tú de mí. -Y esbozó una sonrisa sardónica mientras se cruzaba de brazos sobre el pecho-. Para ser poli eres bastante corto.
– Porque te lo guardas todo.
– Exactamente. -Chase asintió con una mirada de satisfacción en sus ojos azules-. Me gusta la intimidad, así que voto por dejar que mamá siga entrometiéndose en tu vida amorosa.
– Vaya, gracias. -Al hablar de Raina y sus intromisiones, Rick recordó la última parada del día-. ¿Has visto a Lisa Burton últimamente? -preguntó a su hermano.
– Desayunando en Norman's esta mañana. ¿Por qué?
Rick se encogió de hombros.
– Por curiosidad. Esta tarde ha habido una falsa alarma en su casa.
Chase se animó y su instinto periodístico pasó a la acción.
– ¿Qué clase de falsa alarma?
– La de siempre. -No valía la pena explicarle a Chase que a la maestra le iba el sadomaso. Seguramente Lisa estaba avergonzada y Rick no era de los que iban por ahí contando secretos. Chase le había enseñado a respetar a las mujeres, se lo mereciesen o no-. Ruidos en el exterior, pero no pasaba nada. -Tal vez fuera un animal o algo.
Rick asintió.
– ¿Te dio la impresión de que estaba nerviosa? Chase meneó la cabeza.
– En absoluto.
– Bien.
– Hablando de cenar… -Chase se levantó. -No he dicho nada.
– Pues yo sí. ¿Te apetece ir a casa de mamá?
El estómago de Rick gruñó y le recordó que estaba tan hambriento como su hermano.
– Me parece un plan excelente. Vamos.
– Rick, espera. -Felicia, la operadora de la comisaría, entró en la sala-. Hay una mujer en un vehículo detenido en la carretera 10 de camino al pueblo. Phillips ha llegado tarde. ¿Puedes encargarte tú mientras a él le dan las instrucciones de su turno?
Rick asintió.
– ¿Por qué no? -Así tardaría más en ver a su madre y oír sus intencionadas preguntas sobre su vida social. Se volvió hacia su hermano-. Dile a mamá que lo siento, y que iré lo antes posible.
– No le mencionaré la sonrisa complacida de tu cara ni el alivio que sientes por no volver a casa todavía. Pero sí que está esperando una mujer; así lo pagarás -dijo Chase.
Felicia se acercó a Chase, confiada y femenina incluso con su uniforme azul.
– Yo salgo dentro de cinco minutos. Llévame a casa de tu madre y te librarás de su insistencia respecto a los emparejamientos -dijo, pestañeando con sus ojos color avellana.
Rick la observó con expresión divertida. Felicia tenía buenas intenciones y mejor cuerpo, toda ella era un sinfín de curvas y feminidad bajo la ropa. Hasta un ciego sabría que estaba para comérsela.
– ¿Qué me dices? -le preguntó Felicia a Chase.
Éste sonrió, le rodeó los hombros con el brazo y dejó los dedos peligrosamente cerca de esas curvas en las que Rick se había fijado.
– Ya sabes que no puedo llevarte a casa, guapa. Los chismorreos se dispararían y mañana saldríamos en la portada de The Gazette -le explicó Chase, refiriéndose a su periódico.
Felicia dejó escapar un suspiro exagerado.
– Tienes razón. Una noche con el mayor de los Chandler y echaría a perder mi reputación. -Se llevó la mano a la frente con un gesto histriónico-. ¿En qué estaría pensando? -Se rió, se irguió y se alisó la blusa-. Además, tengo una cita. Será mejor que Rick vaya a ver qué le pasa a ese coche -añadió-. Nos vemos, Chase.
– Hasta luego -contestó éste, y se volvió hacia Rick-. Y ven lo más de prisa que puedas.
Rick meneó la cabeza.
– No te preocupes. Estoy convencido de que mamá considera que su casa es territorio neutral. No te tendería una trampa si sabe que estará presente para sufrir las consecuencias. -Recogió las llaves del coche.
– Si mamá está por medio, yo no me relajaría demasiado -le advirtió Chase.
Diez minutos más tarde, al caer en la cuenta de que probablemente estaba acudiendo a otra llamada de emergencia para rescatar a otra damisela en apuros, Rick reconoció que su hermano no andaba descaminado. Basándose en su experiencia pasada, Rick dudaba de que se tratase de algo rutinario; más bien debía de ser otra trampa obra de su madre.
A pesar de la ira que iba en aumento en su interior, Rick tuvo que admitir que en esa ocasión le decepcionaba la falta de creatividad. Hasta el momento, las situaciones de emergencia habían sido métodos innovadores para llamar la atención del oficial Rick Chandler. Fingir quedarse sin gasolina, si es que de eso se trataba, se encontraba al final de la escala de originalidad.
Condujo hasta las afueras del pueblo y se dirigió hacia donde le esperaba la conductora del coche rojo oscuro. Mientras se aproximaba, vio el encaje blanco que sólo podía pertenecer a un vestido nupcial asomando por la puerta. Puso los ojos en blanco. Primero una dominatriz, ahora una novia. El vestido respaldaba su teoría de que seguramente se trataba de una trampa. Las novias no pasaban como si tal cosa por Yorkshire Falls, y además ese día no había ninguna boda en el pueblo. La tienda de vestidos más cercana estaba en Harrington, el pueblo anterior, y a Rick no le sorprendería que la mujer se hubiese equipado allí.
Al parecer, ella era más imaginativa de lo que Rick había supuesto, pero se había equivocado en su relación. A Rick Chandler le gustaba rescatar mujeres, pero las novias estaban al final de la lista. La última vez que había acudido a una llamada de socorro como ésa, acababa de volver a casa tras finalizar los estudios y llevaba unos dos años en el cuerpo. Jillian Frank, una de sus mejores amigas y por la que había sentido un gran afecto, había dejado la universidad porque se había quedado embarazada y sus padres la habían echado de casa. Rick había acudido en su ayuda sin pensárselo dos veces. Eran los malditos genes de los Chandler. La lealtad era su punto fuerte, y más aún la necesidad de proteger.
Al principio, le ofreció a Jillian un techo bajo el que dormir, pero acabó casándose con ella. Había planeado darle su apellido al bebé y cobijo a Jillian. Creía que formarían una familia. Teniendo en cuenta que ella siempre le había atraído, no le había costado mucho ayudarla.
Enamorarse había sido una progresión natural… para él. Al vivir juntos durante el embarazo, él había bajado la guardia y se había entregado… Pero el padre del bebé regresó unas semanas antes de la fecha prevista para el parto, y la que fuera su agradecida esposa se marchó y lo dejó con los papeles del divorcio y la lección aprendida.
Rick decidió entonces que jamás volvería a entregarse de esa manera, pero que se divertiría y lo pasaría bien. Al fin y al cabo, le gustaban las mujeres. Aquel breve matrimonio no había cambiado eso. Y, aunque no llegó a colocar una valla publicitaria anunciando que no volvería a casarse, siempre dejaba las cosas muy claras a las mujeres con quienes se relacionaba. La supuesta novia tendría más suerte pidiéndole matrimonio a una pared que a Rick Chandler.
Con una mano en la pistola y la otra en la ventanilla bajada, se inclinó hacia ella.
– ¿En qué puedo ayudarla, señorita?
La mujer se volvió para mirarle. Tenía el pelo de un curioso color rosado y los ojos verdes más grandes que Rick jamás había visto. Tal vez el maquillaje hubiese sido perfecto, pero las lágrimas le habían corrido el rimel y manchado el rostro ruborizado.
Le sonaba de algo, pero Rick no sabía de qué. Conocía a casi todos los habitantes del pueblo, pero a veces alguien le sorprendía.
– Parece que el coche le está dando problemas.
Ella asintió y respiró hondo.
– Supongo que no podrá remolcarme, ¿no? -Tenía la voz ronca, como si acabara de beber coñac caliente.
El deseo de besarla y comprobarlo por sí mismo lo pilló desprevenido. No sólo creía que se había acorazado contra los encantos de las mujeres, sino que, además, no había respondido a ningún intento de seducción desde que su madre había comenzado con lo del matrimonio. Sin embargo, al ver a aquella supuesta novia ruborizada, comenzó a sudar; se trataba de un calor interno que nada tenía que ver con el abrasador sol de verano.
La miró con recelo.
– No puedo remolcarla, pero llamaré a Ralph para que mande la grúa. -Intentó concentrarse en el problema del coche y no en su maravillosa boca.
– ¿Cree que primero podría ayudarme a salir de aquí? -Le tendió una mano sin anillo-. Lo haría yo misma, pero estoy atrapada. -Forcejeó en vano.
Rick todavía no estaba seguro de que aquella mujer se encontrara realmente en un aprieto y sopesó las opciones. Una novia sin anillo de compromiso ni alianza no le inclinaba a pensar que se tratase de una parada rutinaria.
Daba igual. La mujer tenía que salir del maldito coche. Rick abrió la puerta y le tendió la mano. Se estremeció al notar sus pequeños dedos. No sabría cómo definirlo, pero cuando aquellos ojos verdes intensos y sorprendidos lo miraron, supo que ella también lo había sentido.
Para quitarse de encima esa sensación inquietante, tiró de ella hacia sí. La mujer se cogió de su mano con fuerza, pero al ponerse en pie se tambaleó y cayó en brazas de Rick. Sus pechos chocaron contra el pecho de él, su dulce fragancia lo envolvió con intensidad y el corazón comentó a palpitarle con furia.
– ¡Malditos tacones! -farfulló junto a su oído.
Rick no pudo evitar sonreír.
– Pues a mí me gustan las mujeres con tacones.
Ella se apoyó en los hombros de Rick y se irguió. Aunque ahora la tenía más lejos y eso le permitía pensar con más claridad, la fragancia lo había aturdido; un aroma que parecía más puro gracias al vestido blanco y a la diadema que llevaba en la cabeza.
– Gracias por ayudarme, agente. -Ella le sonrió y Rick vio que al hacerlo se le formaban hoyuelos en ambas mejillas.
– No hay de qué -mintió. Deseó no haber acudido a esa llamada de socorro.
Rick había estado con muchas mujeres en su vida y ninguna le había afectado hasta ese punto. Lo que no entendía era por qué le había pasado precisamente con aquélla.
Le recorrió el cuerpo con la mirada para ver cuál era su atractivo. Vale, los pechos apuntaban hacia arriba de forma seductora bajo el vestido hecho a medida. Pero nada del otro mundo. Ya había visto muchos pechos. Joder, todas las mujeres que habían tratado de seducirle se habían asegurado de que estuviesen a la vista; sin embargo, ninguna había logrado que le entrasen unas ganas locas de arrastrarla hasta el bosque más cercano y hacerle el amor hasta el atardecer.
Se estremeció ante la mera idea y continuó observando sus múltiples virtudes. Se fijó en la boca voluptuosa. Llevaba un pintalabios claro que le daba un aire seductor que parecía gritar «bésame», y Rick tuvo que luchar contra las ganas de hacerlo.
Saltaba a la vista que la química era intensa y tuvo que admitir que su madre le había enviado un cebo de lo más atractivo, si es que era obra de su madre. ¿Acaso se le habían acabado las mujeres del pueblo y había decidido traerlas de fuera? Tal vez eso lo explicara todo. Quizá le llamaba la atención el hecho de que ella fuera una novedad, se tratase de una trampa o no.
– ¿Qué pasa? -Ella arrugó la nariz-. ¿Es que nunca había visto a una mujer con traje de novia?
– He tratado de evitarlo.
Ella sonrió.
– Solterón empedernido, ¿eh?
No le apetecía hablar de ello, así que decidió que había llegado el momento de averiguar la verdad.
– ¿Necesita que la lleve a la iglesia? -preguntó como el policía que era y no como el hombre al que ella había excitado.
Ella tragó saliva.
– Ni iglesia ni boda.
Vaya, si había sido novia, ya no lo era. De hecho, era probable que hubiera dejado a algún pobre lelo esperándola en la iglesia.
– ¿Así que no hay boda? Vaya sorpresa. ¿Y el novio todavía está ante el altar?
Los ojos de Kendall Sutton se encontraron con los de color avellana del atractivo agente que la miraba. Nunca había visto a un hombre con unas pestañas tan espesas ni unos ojos tan hermosos… ni tan escépticos.
Era obvio que pensaba que había huido poco antes de decir «sí, quiero» y que aquello no le impresionaba lo más mínimo. En lugar de ofenderse, sintió curiosidad por esa actitud cínica. ¿Por qué un hombre tan atractivo era tan receloso con las mujeres? No lo sabía, pero, por algún motivo inexplicable, no quería que la incluyese en esa visión negativa del mundo femenino.
Parpadeó bajo el sol del atardecer y recordó cómo había ido a parar allí, cuando apenas unas horas antes había estado en la sala nupcial de la iglesia en la que pensaba casarse. Había tratado de convencerse a sí misma de que la cintura del vestido era demasiado estrecha y de que apenas la dejaba respirar. Cuando esa mentira no surtió efecto, se dijo que volvería a recuperar el ritmo respiratorio normal en cuanto los nervios del «sí, quiero» se le hubiesen pasado. Otra mentira.
El matrimonio inminente la estaba asfixiando. Volvió a respirar aire fresco y oxigenado en cuanto Brian y ella rompieron su compromiso el mismo día de la boda. Su compromiso pero no sus corazones. Miró al policía que esperaba una respuesta.
No necesitaba ser prolija con su renuente salvador, pero quería explicarse.
– Mi prometido y yo nos hemos separado de forma amistosa. -Eligió el aspecto más positivo de la mañana, confiando en que, de ese modo, el agente pensaría que no había abandonado a nadie ni había incumplido voto alguno.
– Por supuesto -dijo él. Y se pasó la mano por el pelo color castaño. Unos mechones le cayeron sobre la frente de una forma tan sexy que ella se turbó-. Entonces, ¿por qué lloraba?
Kendall se secó los ojos.
– Por el sol.
– ¿En serio? -Rick entornó los ojos y la observó-. ¿Y el rimel corrido?
Observador, inteligente, atractivo. Una combinación explosiva, pensó Kendall. Veía más allá de lo superficial y ella, a pesar del calor, se estremeció.
– Vale, me ha pillado comportándome como la típica mujer. -Suspiró-. He llorado. -Kendall todavía no sabía si se trataba de un llanto tardío por la reciente muerte de su tía o de puro alivio por no haber acabado atrapada en las redes del matrimonio, o bien por ambas cosas. En cualquier caso, había subido al coche aliviada y se había marchado de allí-. Soy impulsiva -dijo riéndose.
Rick no se rió.
Kendall sabía que tenía que haber esperado, haberse calmado y luego haberse ido hacia el oeste. Sedona, en Arizona, era su sueño, el lugar donde confiaba perfeccionar su técnica y aprender más sobre el diseño de joyas. Todavía apenada por la muerte de su tía, había sentido la tentación de ir a Yorkshire Falls, a reencontrarse con la vieja casa y los recuerdos que ésta contenía. El hecho de haber heredado el patrimonio de su tía suponía una ventaja, aunque no había planeado nada al respecto. Tendría que haber ido a casa a cambiarse de ropa antes de dirigirse a Yorkshire Falls.
Al ver que el agente permanecía en silencio, Kendall se lanzó; los nervios le hacían hablar mientras él la miraba de hito en hito.
– Mi tía siempre decía que el impulso no te lleva muy lejos. Toda una adivina, ¿no? -Analizó la situación: tirada en la carretera con un vestido de novia y en el maletero sólo la ropa para la luna de miel; sin apenas dinero en el bolso y con el único plan de refugiarse en casa de su tía fallecida.
– Su tía parece una mujer sensata -dijo Rick finalmente.
– Lo es. Es decir, lo era. -Kendall tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta. Tía Crystal había muerto hacía varias semanas en la residencia que Kendall había pagado, un gasto que le había supuesto tener que renunciar a su libertad casi por completo. Kendall lo había hecho de buena gana, sin que su tía se lo pidiera. Había dos personas en el mundo por las que haría cualquier cosa: su tía y Hannah, su hermana pequeña de catorce años. Con el paso de los años, Kendall había pasado de guardarle rencor a su hermana a quererla. En cuanto hubiera acabado con los asuntos de Crystal, antes de marcharse al oeste, iría a ver a Hannah al internado.
El policía la miraba con recelo, entornando los ojos color avellana que los rayos del sol tornaban dorados.
– Vamos, confiese el verdadero motivo por el que está aquí y podremos acabar con esto.
– ¿Acabar con qué? No sé a qué se refiere. -Pero ya se le había disparado la adrenalina.
– Vamos, nena. La he rescatado. ¿Qué cree que ocurrirá a continuación?
– Pues ni idea. ¿Haremos el amor en el asiento trasero del coche patrulla?
Cuando los ojos de Rick se oscurecieron hasta adoptar un tono tempestuoso, Kendall percibió la atracción sexual, y habría preferido morderse la lengua y haberse ahorrado ese comentario sarcástico. Sin embargo, tenía que admitir que sentía lo mismo; le habría arrastrado hasta el bosque para que fuese suyo. No terminaba de creérselo, pero el policía la excitaba. Más que cualquier otro hombre que hubiera conocido, incluido Brian.
– Al menos hemos avanzado algo. Entonces, ¿admite que se trata de una trampa?
– No admito nada de nada. De hecho, no tengo ni idea de qué está hablando. -Puso los brazos en jarras-. Dígame, agente, ¿es así como las fuerzas de seguridad de Yorkshire Falls reciben a los recién llegados? ¿Con mal gusto, sarcasmo y acusaciones? -No esperó a que respondiera-. Porque si lo es, no me extraña que la población siga siendo tan reducida.
– Somos quisquillosos respecto a los nuevos habitantes.
– Bueno, menos mal que no pienso quedarme aquí mucho tiempo.
– ¿Acaso he dicho que no quiero que se quede? -Esbozó una sonrisa desganada.
Incluso cuando era sarcástico y lanzaba acusaciones, su voz era tan seductora que rezumaba atracción. Sexo. Kendall se estremeció.
Se relamió los labios secos. Tenía que irse de allí.
– Aunque deteste pedírselo, ¿podría llevarme hasta el 105 de Edgemont Street? -No le quedaba más remedio que confiar en su insignia, su integridad y en su propio instinto sobre Rick, a pesar de su temperamento.
– ¿El 105 de Edgemont? -Se puso tenso por la sorpresa.
– Es lo que he dicho. Déjeme allí y no volverá a verme.
– Eso es lo que cree -farfulló.
– ¿Perdone?
Rick movió la cabeza, volvió a farfullar y luego la miró.
– Eres la sobrina de Crystal Sutton.
– Sí, soy Kendall Sutton, pero ¿cómo…?
– Yo soy Rick Chandler. -Hizo ademán de ir a tenderle la mano, pero se lo pensó dos veces e introdujo el puño en el bolsillo del pantalón.
Ella tardó un minuto en asimilar aquellas palabras, pero nada más hacerlo le miró de nuevo.
– ¿Rick Chandler? -Su tía Crystal sólo había conservado una amiga después de que Kendall la trasladara a la residencia de Nueva York. Observó las atractivas facciones del hombre-. ¿El hijo de Raina Chandler?
– Exacto. -Todavía no parecía muy satisfecho.
– Ha pasado mucho tiempo. Una eternidad. -Desde que tenía diez años y pasara un verano feliz con tía Crystal antes de que le diagnosticaran la artritis y Kendall tuviera que marcharse. Apenas recordaba haber conocido a Rick Chandler, ¿o había sido a uno de sus hermanos? Se encogió de hombros. Habiendo pasado un único verano en el pueblo, y con apenas diez años, no había entablado amistades duraderas, y perdió el contacto con ellas en cuanto se hubo marchado.
Seguir adelante era el motor que impulsaba la vida de Kendall. Sus padres eran arqueólogos y se iban de expedición a lugares remotos del mundo. De niña casi nunca sabía dónde estaban y ahora le interesaba tanto su paradero como a ellos el suyo.
Kendall había vivido con ellos en el extranjero hasta los cinco años, cuando la habían enviado de vuelta a los Estados Unidos para que se hicieran cargo de ella otros familiares. En numerosas ocasiones se había preguntado por qué sus padres habían tenido una hija a la que no pensaban criar, pero nunca había estado con ellos el tiempo suficiente para preguntárselo… hasta que nació Hannah, y entonces sus padres se quedaron cinco años en los Estados Unidos. A los doce, casi trece, años, Kendall había vuelto a vivir con ellos, pero no había abierto su corazón a las personas que, prácticamente, la habían abandonado pero que, sin embargo, habían regresado por la recién nacida. En ese tiempo, la distancia entre Kendall y sus padres había aumentado, a pesar de que entonces no los separasen océanos ni continentes; y ahí permaneció hasta que ellos se marcharon. Entonces Kendall tenía dieciocho años y estaba sola.
– Te has hecho mayor. -La voz de Rick la devolvió al presente. Frunció los labios y esbozó una sonrisa encantadora.
No cabía duda, Rick tenía estilo.
– Tú también te has hecho mayor -repitió como una estúpida a aquel hombre espectacular; uno cuyas raíces en aquel pueblo eran más profundas que las de cualquier árbol. Kendall desconocía lo que era echar raíces y un hombre atractivo con semejantes características sólo podía representar problemas para una mujer destinada a la vida nómada.
– ¿Sabe mi madre que hoy venías al pueblo? -le preguntó Rick.
Kendall negó con la cabeza.
– Fue otra decisión impulsiva. -Al igual que el pelo, pensó mientras se pasaba la mano por los mechones color rosa.
Rick exhaló y pareció relajarse un poco.
– ¿Fruto de la boda anulada?
Kendall asintió.
– Del plantón mutuo. -Se mordió el labio inferior-. Hoy nada ha salido según lo planeado.
– ¿Incluido el rescate?
Ella sonrió.
– Ha sido toda una experiencia, agente Chandler.
– Ya lo creo. -Se rió.
Aquel sonido áspero y profundo hizo que a Kendall el estómago se le encogiese de deseo.
– Ya sé que te parecerá extraño, pero ¿puedo pedirte que los detalles de este primer encuentro queden entre nosotros? -Rick se sonrojó, algo que no debía de sucederle muy a menudo, pensó Kendall.
– Llévame a una casa con aire acondicionado, lejos de este calor, y te prometo que no diré nada.
Rick arqueó una ceja.
– Hace tiempo que no vas a casa de Crystal. -Más que una pregunta, se trataba de una aseveración que los dos sabían que era cierta.
Sólo Kendall conocía los motivos. Afirmó con la cabeza.
– Hace años. ¿Por qué?
Rick se encogió de hombros.
– Ya lo verás. ¿Llevas equipaje en el maletero? -le preguntó.
– Equipaje de mano y una maleta. -Con trajes de baño y ropa de vacaciones. Suspiró. No podía hacer nada al respecto en ese momento, ya se compraría ropa más práctica más adelante.
Rick sacó las maletas y las colocó en su coche; luego volvió y acompañó a Kendall sujetándola del codo con caballerosidad… un gesto que nada tenía que ver con la conducta cínica mostrada hasta el momento.
Al cabo de unos minutos estaban en marcha. Kendall notaba que la espalda le sudaba por culpa del maldito vestido. A pesar del aire acondicionado del coche, las ráfagas de aire frío no la ayudaban a aliviar el calor. Estar tan cerca de Rick Chandler hacía que se le disparase la temperatura corporal, mientras que él parecía ajeno a sus encantos.
Se había convertido en su guía turístico y le indicaba los lugares de interés del pequeño pueblo. Mientras lo hacía, Rick se mantenía distante y respetuoso. Demasiado distante y respetuoso, pensó Kendall irritada.
– Hemos llegado. -Rick le señaló Edgemont Street.
Kendall alzó la vista. Desde lejos, la casa estaba como la recordaba: un edificio Victoriano con porche y un gran patio delantero. Un lugar en el que había compartido muchas tertulias a la hora del té y había descubierto por primera vez el diseño de joyas y los adornos de cuentas antes de que la artritis de su tía lo cambiase todo. Era también la casa en la que Kendall había alimentado el sueño infantil de quedarse para siempre con la tía a la que adoraba.
Pero la casa de Crystal había sido algo temporal, lo mismo que cualquier otro lugar anterior o posterior. Cuando su tía enfermó y le pidió a Kendall que se fuera, Kendall aprendió a no confiar ni a soñar demasiado con nada ni con nadie. Pero si había aprendido bien esa lección, ¿por qué tenía un doloroso nudo en la garganta mientras observaba la casa con ojos de adulta? Exhaló un suspiro de frustración.
Rick aparcó y se volvió hacia ella.
– Ha perdido con los años.
– Vaya eufemismo. -Sonrió sin ganas. No tenía motivos para hablarle de sus problemas a Rick. Ya la había ayudado bastante-. Tía Crystal dijo que había alquilado nuestra casa. Y puesto que nunca me pidió que me ocupara de nada mientras estaba en la residencia, ni siquiera cuando le preguntaba al respecto, supuse que todo estaba en orden. Al parecer, me equivoqué.
– Las apariencias engañan. Todo está en orden. Sólo depende de la perspectiva con que se miren las cosas.
Otra vez el humor sarcástico. Rompió a reír, consciente de lo mucho que Rick le gustaba
– ¿Pearl y Eldin te esperan? -preguntó Rick.
– ¿Los inquilinos? -Asintió-. Les llamé desde la carretera y les dije que iba a venir pero que me alojaría en un hotel. Insistieron en que me quedara en la casa de invitados que hay en la parte posterior. -Se preguntó si estaría en mejor estado que la casa que tenía delante-. Esperaba llegar a un acuerdo para que comprasen la casa. -Teniendo en cuenta las elevadas facturas de la residencia de su tía, Kendall necesitaba venderla a precio de mercado, o bien superior, pero en ningún caso más bajo. Se mordió el labio inferior-. Si llegamos a un acuerdo rápidamente, me marcharé antes de que acabe la semana -dijo con más optimismo del que sentía.
Rick no replicó.
– ¿Qué?
Él movió la cabeza.
– Nada. ¿Quieres entrar ya?
Kendall asintió y se dio cuenta de que había estado intentando ganar tiempo. Antes de que pudiera aclarar sus ideas, Rick apareció junto a la puerta del coche para ayudarla a salir. Ella apretó los dientes antes de tocarlo y luego colocó la mano sobre la suya. Sintió una pequeña descarga eléctrica, más intensa que la anterior. No podía liberarse de aquello, ni tampoco quería, pero al parecer Rick sí, ya que le soltó la mano en seguida y dejó que se recogiese el vestido y se encaminase hacia la casa.
Kendall comenzó a recorrer el largo camino de entrada. En ocasiones, los tacones se le hundían pero logró no perder el equilibrio… hasta que dio el último paso antes de llegar al porche; el tacón se le hundió hasta el fondo en el alquitrán caliente y, con una pierna inmovilizada, el cuerpo se le desplazó hacia adelante y se cayó de bruces sobre el suelo duro, no sin antes gritar y cerrar los ojos para no ver lo que sucedería a continuación.