Capítulo 9

Algunas mujeres se habrían gastado un dineral en ropa después de un disgusto como aquél. Alex se lo gastó en un coche huevo que dejó a los hermanos Farnese boquiabiertos. Era elegante, caro, deportivo y manejable al mismo tiempo.

– ¿Cuánto te ha costado? -preguntó Rinaldo.

– Más de lo que puedo pagar -contestó ella.

– Me quito el sombrero ante ti.

– Pienso usarlo mucho, porque estoy dispuesta a conocer Belluna palmo a palmo. No os importa, ¿verdad?

– ¿Por qué iba a importarnos?

Desde que llegó, los dos hombres la trataban con guantes de seda. Gino, tan simpático como siempre, pero un poco cortado; Rinaldo, amable, pero con cierta suspicacia.

Se acercaba la época de la cosecha y fuera donde fuera, todo el mundo parecía haber oído hablar de ella. La trataban con respeto hasta que descubrían que hablaba italiano… Entonces eran todo sonrisas.

Uno de los mejores momentos llegó una tarde que volvía a la granja y encontró a Rinaldo al borde de la carretera, con el todoterreno averiado. Además, llevaba un traje de chaqueta.

– Si te atreves a reírte…

– No pensaba hacerlo -lo interrumpió Alex-. ¿Has llamado a la grúa?

– No, he salido de casa sin el móvil. Pero te advierto…

– No seas pelma o te dejaré tirado aquí.

– De eso nada. Tú nunca caerías tan bajo -dijo Rinaldo.

– ¿Que no? -sonrió Alex, saliendo del coche-. Llevo un cable de arrastre en el maletero… pero será mejor que me dejes hacerlo a mí. No quiero que te manches ese traje tan bonito.

La respuesta de Rinaldo fue, naturalmente, quitarse la chaqueta y la camisa.

No debería haberlo hecho, pensó Alex. ¿Cómo iba a concentrarse en lo que estaba haciendo con él al lado, medio desnudo?

Debía de trabajar sin camisa a menudo, porque estaba muy moreno. Con su alta figura y aquellos hombros tan anchos parecía lo que era: un hombre viril, poderoso.

Y ella tenía que pensar en el cable… No había justicia en el mundo.

– Veo que sabes lo que haces -dijo Rinaldo.

– Si hubieras tenido que aguantar a tantos conductores machistas como yo, entenderías que una mujer tiene que aprender a defenderse por sí misma. Y los mecánicos son los peores. Una vez uno me dijo que llamase a mi marido para que le explicara qué le pasaba a mi coche… ¡Increíble, vamos!

Poco después, había enganchado el cable al guardabarros del todoterreno y Rinaldo volvía a ponerse la camisa.

– ¿Dónde te llevo?

– Hay un garaje a unos dos kilómetros. Luego podrías llevarme a Florencia, si no te importa.

– ¿Para?

– Tengo una reunión, pero volveré a casa en taxi.

– No me importa esperarte. Podría ir de compras.

– No hace falta -dijo Rinaldo.

– Ah, ya.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– No quieres que sepa dónde vas. Supongo que será un encuentro secreto con alguna mujer misteriosa…

– ¿Por qué iba a ser un secreto? Soy un hombre libre.

– Pero a lo mejor ella no es la única mujer. Podrías tener un harén en Florencia.

– Voy a visitar a nuestro administrador -dijo él entonces.

Alex sonrió. No había quedado con ninguna mujer. Bien.

– Ah. Y temes que quiera ir contigo.

– Exactamente.

Después de dejar el todoterreno en el garaje, Alex tomó la carretera de Florencia.

– ¿Dónde vamos?

– Via Bonifacio Lupi.

– ¿Puedo ir contigo a ver al administrador?

– ¿Me lo estás preguntando?

– Ya ves que sí.

– ¿Y si te digo que no?

– Entonces, esperaré fuera. Pero te pondré arsénico en la sopa.

Él no contestó. Alex no podía apartar los ojos de la carretera, pero supo con certeza que estaba sonriendo.

Después de aparcar cerca de la Via Bonifacio Lupi, fue mirando las placas de los portales, algunas con más de dos siglos de antigüedad.

– Si no te das prisa, subiré sin ti -dijo él.

– Ah, de modo que puedo subir contigo…

– Sí, bueno, reconozco que tienes ciertos derechos y quiero portarme debidamente.

– O sea, que puedo subir -insistió Alex.

– Entra antes de que te estrangule.

Las oficinas del administrador eran muy lujosas y Enrico Varsi hablaba con toda claridad sobre complejos temas financieros. Alex no habló mucho, pero estuvo atenta porque el tema la concernía directamente.

Después, Rinaldo y ella fueron a tomar un café.

– Estás muy pensativa.

– Estoy fascinada. El mercado financiero italiano funciona desde el día uno de enero hasta el treinta y uno de diciembre.

– Claro. ¿Cómo iba a ser si no?

– En mi país funciona de abril a abril.

– ¿Y los británicos tienen la cara de decir que los italianos somos irracionales?

– Sí, es verdad -sonrió Alex, removiendo su café.

– ¿Te encuentras bien?

Ella levantó la mirada, sorprendida.

– ¿Por qué lo dices?

– Has perdido a tu novio, pero actúas como si no te importara. La mayoría de las mujeres lloraría a lágrima viva.

– Yo no.

– Eres muy fuerte -dijo Rinaldo.

– ¿No querrás decir dura y sin corazón?

– No quiero decir eso, y tú lo sabes. Aún recuerdo la figurita que tiraste contra la pared… eres italiana después de todo, ¿eh? Tu madre estaría orgullosa de ti.

– Sí, es verdad -asintió Alex-. Ella habría hecho lo mismo que yo. Oh, mamá, si me vieras ahora…

– ¿Qué le parecía tu novio?

– Nunca le gustó. Según ella, era demasiado organizado.

– Supongo que eso es una virtud en vuestra profesión.

– Sí, pero no sólo era organizado en el trabajo -suspiró Alex-. En su vida todo es organizado, todo está medido al milímetro. Lo teníamos todo planeado, la boda, el matrimonio, nuestra vida profesional… Juntos habríamos sido los socios dominantes en la empresa. Pero no era eso lo que David quería. Él quería dominarlo todo solo. Supongo que le dio gracias al cielo cuando me vine a Italia. Qué fácil se lo puse…

– Porque confiabas en él.

– Claro -contestó ella.

– ¿Desde cuando estabais juntos?

– Llevábamos dos años saliendo.

– ¿Y ahora qué piensas hacer?

– No lo sé. Por primera vez en mi vida, no tengo planes.

– Pero sigues pareciendo tan segura de ti misma como siempre, Circe.

– Eso no es justo. ¿Se te ha ocurrido pensar que Circe podría ser una persona muy insegura?

– No era una persona, era una diosa, una encantadora de serpientes.

– Una bruja -le recordó ella.

– Una bruja, sí -sonrió Rinaldo.

– Es increíble…

– ¿Qué?

– Las ideas preconcebidas que tenemos el uno del otro -dijo Alex entonces.

– No más ideas preconcebidas, te lo juro. No volveré a pensar que eres una mujer fría y calculadora.

– ¿Te importaría darme eso por escrito?

– No, es mejor demostrártelo.

– Sólo por eso, dejaré que conduzcas mi coche hasta la granja -sonrió Alex entonces, ofreciéndole las llaves.

– ¿Ésa es tu forma de ser dulcemente femenina?

– No, es que estoy agotada.

– Ya me parecía a mí…

Riendo, se dirigieron al coche.

– No me he vuelto loca del todo, pero empiezo a entender que el orden y la razón pueden ser muy aburridos a veces.

– ¿Sólo a veces?

– Tienen su sitio, claro. Con el administrador, por ejemplo. Has sido muy razonable con Varsi.

En ese momento, pasó a su lado una ruidosa moto y Alex no pudo oír bien su respuesta. Pero habría podido jurar que Rinaldo dijo:

«Pero yo no quiero besar a Varsi»

– ¿Que has dicho?

– He dicho que el coche está por aquí.

No, no había dicho eso. Y, de repente, Alex quería que aquella tarde durase para siempre.

Volvieron a casa en silencio. Estaba pasando algo que las palabras sólo podrían estropear.

Más tarde, en su habitación, Alex llamó a Jenny, su ex secretaria. -¿Cómo va todo?

– Fenomenal. Me voy, he encontrado trabajo en otra empresa.

Jenny le dio el nombre y Alex soltó una carcajada, porque era precisamente la empresa que competía con David.

– ¿Y tú qué vas a hacer?

– ¿El apellido Andansio te dice algo? -preguntó Alex.

– Claro que sí… mi antiguo jefe tenía tratos con ellos.

– ¿Puedes contarme algo más?

– Mucho. Y algunas noticias son sensacionales.

Alex la escuchó durante media hora, tomando notas. Y cuando colgó, estaba pensativa.

Unos días después, la secretaria de Varsi llamó para decir que querían devolver los libros de contabilidad. Alex se ofreció para ir a buscarlos.

– Ya, claro, y me los vas a traer sin mirarlos -sonrió Rinaldo.

– ¿He dicho yo eso?

– Bueno, al menos eres sincera.

Una vez en posesión de los libros, Alex se encerró en el estudio.

– He comprobado que la mayoría de las páginas son una impresión de ordenador.

– Mi padre dominaba la informática -le explicó Rinaldo-. Y estaba muy orgulloso de ello.

– ¿Puedo ver los archivos originales?

– Sí, claro.

La primera impresión de Alex fue que el orgullo de Vincente Farnese estaba justificado. Los archivos eran absolutamente detallados y precisos.

Pasó toda la noche comprobando los libros de contabilidad de años anteriores y, al amanecer, apagó el ordenador y salió a correr un rato. Más tarde se dio una ducha y decidió ir a Florencia.

Últimamente iba mucho. Los Farnese creían que iba de compras, al cine o al teatro. Rinaldo a veces la miraba con gesto especulativo, pero no preguntaba nada.

Además, había llegado la época de la cosecha, de modo que no había tiempo para preguntas.

Alex se sorprendió al ver que los dos hermanos trabajaban codo a codo con los peones y decidió echar una mano. Al fin y al cabo, aquella también era su granja.

Una noche, después de trabajar de sol a sol, estaban sentados en la terraza, cenando.

– Mañana empezamos a recolectar las uvas -dijo Rinaldo.

– ¿Mañana? -repitió Gino.

– Ya están listas, no podemos esperar.

– Pero nadie en la zona empieza a recolectar tan pronto. Todos están esperando a la semana que viene.

– Genial. Así llevaremos una semana de adelanto -sonrió Rinaldo-. Y conseguiremos el mejor precio.

– Pero…

– Confía en mí. Bueno, me voy a la cama. Mañana nos espera otro duro día de trabajo.

– Se ha vuelto loco -dijo Gino cuando su hermano desapareció.

– ¿Por qué? -preguntó Alex.

– Porque equivocarse con las uvas, aunque sólo sean unos días, podría significar la pérdida de toda la cosecha. No entiendo por qué quiere arriesgarlo todo.

Arriesgarlo todo, sí, pensó Alex. Rinaldo parecía querer lanzarse al vacío, arriesgarlo todo a una tirada de dados.

Al día siguiente, como él había dicho, empezó la cosecha de uvas. El trabajo era duro y laborioso y Alex contribuyó hasta que le dolieron las manos.

Los Farnese no hacían vino, le vendían las uvas a una bodega. Y el señor Valli recibió alborozado la noticia de que tenían la cosecha anual preparada.

– ¡Fantástico! Ya sabía yo que podíamos confiar en Rinaldo. Voy ahora mismo para allá.

A Alex le habría gustado conocerlo, pero tenía que ir a Florencia para hablar con Andansio, con quien tenía tratos desde hacía días.

Cuando volvió a casa era de noche y encontró a los dos hermanos sentados en la escalera de la entrada, muy serios.

– ¿Qué ocurre?

– Me he equivocado con las uvas. Había que esperar una semana más. Me he equivocado -contestó Rinaldo.

Se le encogió el corazón al verlo tan desesperado. Porque la desesperación de Rinaldo Farnese era la suya.

– ¿Cómo ha podido pasar?

– Creí lo que quise creer -suspiró él-. Y nos ha costado la cosecha de uvas.

– ¿Quieres decir que no van a comprárosla?

– Valli la comprará, claro. Pero no al mejor precio, para hacer Chianti. No, la comprará para hacer otro vino de calidad inferior.

– Nunca nos había pasado -murmuró Gino.

– Y no habría ocurrido si yo no hubiera estado tan ciego. ¿Por qué no lo dices? -le espetó su hermano, dolido.

– Has cometido un error, pero no es el fin del mundo.

Rinaldo miró el horizonte, pensativo.

– Estás siendo muy generoso, Gino, como siempre. Pero sí es el fin del mundo. No puedo explicártelo, pero así es -suspiró, levantándose.

– ¿Dónde vas?

– Tengo que pensar. Y necesito estar solo.

Entonces, con los hombros caídos, se alejó hacia los árboles.

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