Capítulo 7

Frustrada, Alex salió al jardín. Un movimiento en el granero llamó su atención y se acercó para ver qué era.

– ¿Tú también has venido a decirme que soy un monstruo sin corazón? -preguntó Rinaldo al verla.

– No, yo no voy a decirte eso. Después de lo que pasó anoche, sé que no eres así.

– ¿A qué te refieres?

– Te vi, Rinaldo. Te vi con Brutus.

Él se quedó callado un momento.

– Tonterías.

– Estaba allí mientras cavabas la tumba de tu perro y lo vi todo.

– Tienes una poderosa imaginación -murmuró Rinaldo, sin mirarla-. Gino y tú hacéis buena pareja.

– ¿Crees que Gino estaría interesado en saber lo que vi? Voy a hacer la prueba…

– No, espera. No le digas nada. Además, no es asunto tuyo lo que yo haga.

– Pero es verdad, ¿no? Perder a Brutus te ha roto el corazón. ¿Por qué lo niegas?

– ¡Porque no es asunto de nadie!

– Pero Gino es tu hermano. ¿Por qué no compartes tus sentimientos con él?

– No me gusta compartir mis sentimientos.

– Eso ya lo sé. Pero Brutus era todo lo que tenías… y ha muerto, Rinaldo. ¿Con quién vas a compartir tus sentimientos ahora?

– Un perro es otra cosa. Ellos no dicen nada, no juzgan nada, no se meten en nada que no les concierna… ¿por qué has tenido que venir a Belluna a interferir en mi vida?

– Creo recordar que tú casi me obligaste.

– Y fue la peor idea que he tenido nunca.

– Dijiste que debía entender este sitio y eso es lo que estoy haciendo. Estoy aprendiendo que nada es lo que parece.

– ¿Qué significa eso?

– Tú, por ejemplo. Intentas parecer algo que no eres -contestó Alex-. Te escondes de todos, incluso de tu hermano. Excepto de Brutus.

– Déjalo ya -murmuró Rinaldo, apretando los labios.

– Lo siento, sé que no es asunto mío, pero no puedo evitar involucrarme. ¿Por qué no dejas que te ayude?

– ¡Yo no necesito ayuda de nadie!

– Es demasiado tarde, Rinaldo. Sé lo que vi anoche.

Él se volvió entonces para mirarla, pero no estaba furioso. Cansado, más bien.

– ¿Cómo podrías ayudarme tú?

– Ya, entiendo… Piensas que soy la culpable de todos tus problemas, ¿no?

– Eso no es verdad. Sé que no es culpa tuya lo de la herencia. La culpa es de mi padre. Un hombre en el que yo confiaba y que, al final…

– Eso es lo que te duele, ¿verdad?

Los ojos de Rinaldo estaban llenos de resignación, pero una resignación desesperada.

– Sí. Solíamos quedarnos despiertos hasta las tantas, hablando de la granja, de los problemas… y durante todo ese tiempo me escondió la verdad. No confiaba en mí lo suficiente como para contarme que había hipotecado la granja y que podríamos perderla.

– No fue así, Rinaldo.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Porque… no sé, tengo la extraña impresión de haber conocido a tu padre. Todo el mundo habla tan bien de él, todos dicen que era tan simpático, tan alegre, siempre viendo el lado bueno de la vida… Supongo que por eso era una persona encantadora y un padre cariñoso, pero no un buen granjero.

– Es cierto.

– Pero tú eres un hombre práctico. Supongo que le hablarías de los problemas de la granja.

– Lo intentaba, pero… mi padre tenía su propia forma de ver la vida.

– Sí, hay gente que no aprende nunca. Hay gente que siempre espera un milagro. Yo creo que tu padre confiaba en ti absolutamente, que estaba seguro de que arreglarías cualquier cosa que él hubiera estropeado.

– ¿Cómo iba a pensar…? -Rinaldo no terminó la frase. Se quedó mirando al vacío, pensativo.

– ¿Qué?

– Nada.

– Tú mismo has dicho que con el dinero de la hipoteca habéis levantado esta granja.

– Sí. La inversión nos hizo prosperar como nunca.

– Entonces, entenderás que para tu padre fuese importante guardar el secreto. Seguramente, jamás se le ocurrió pensar que pudiera morir antes de pagar el préstamo. Y seguramente también pensaba deciros algún día, como un niño: «¿Lo veis, veis lo listo que soy? Pedí un préstamo y ahora nuestra granja es la mejor de la zona».

Rinaldo la miró, sorprendido.

– Así era mi padre exactamente. Casi puedo oírlo diciendo eso.

– No es culpa suya que todo saliera mal. No es culpa suya que muriese en un accidente.

– Si yo pudiera recordar…

– ¿Qué?

– Tengo la absurda sensación… no sé, de que hubo una señal, algo para darme a entender lo que pasaba.

– Supongo que tu padre lo escondió… como tú escondes tus sentimientos. Pero quizá algún día lo entiendas. Algún día, cuando estés en paz contigo mismo.

– No creo que ese día llegue nunca -murmuró Rinaldo entonces.

– Estás acostumbrado a llevar el peso de todo sobre tus hombros, ¿verdad?

Él no contestó y desde fuera les llegó Ja voz de Gino.

– ¿Hay alguien ahí?

Rinaldo se puso un dedo sobre los labios, pidiéndole silencio, antes de salir.

– Hoy tenemos mucho trabajo, así que venga, espabílate.

Sus voces se perdieron a lo lejos y Alex salió del granero, pensativa. Llamó a David, pero de nuevo tenía puesto el contestador. Habían hablado varias veces desde que llegó a Belluna y cuando colgaba se sentía culpable. No sabía bien por qué, quizá porque estaba aprovechándose de su paciencia, de su naturaleza comprensiva.

Pero una cosa estaba clara: no podía marcharse de allí antes de la fiesta de San Romualdo, el diecinueve de junio.

– Hay un desfile de carrozas en la plaza y todo el mundo baila, come y bebe hasta las tantas -le explicó Gino-. Pero yo bailaré sólo para ti, amore mió. Y tú también debes bailar sólo conmigo.

– No podrá hacer eso -intervino Rinaldo-. Montelli y los demás también querrán llamar su atención y Alex tiene que quedar bien con todos, ¿no, Alex?

Lo había dicho con tono jocoso, como si fuera una broma entre ellos.

– Claro que sí.

– ¿Por qué necesitas a los demás si nos tienes a nosotros?

– Porque me gusta la variedad -rió ella.

Cuando llegó el día de San Romualdo, todos los peones de la granja fueron a la fiesta y Alex pasó mucho más tiempo del habitual eligiendo vestuario. Al principio, pensó ponerse un vestido blanco, pero le pareció inapropiado. Después de probarse uno detrás de otro, eligió un vestido de color rojo que le parecía más adecuado para una fiesta italiana. Tenía el cuello en forma de uve y, como estaba bronceada, le quedaba de maravilla.

Eso sí que era nuevo. En Londres siempre intentaba ir elegante, refinada. En Italia, le gustaba más aparecer… espléndida.

Uno de los peones llevó a Teresa, Franca y Celia en el todoterreno, mientras Rinaldo, Gino y ella iban en el deportivo de Alex.

– ¿Quieres conducir tú, Rinaldo? -preguntó ella.

– Oye, ten cuidado. Alguien podría pensar que eres una típica chica italiana, de las que siempre dejan conducir al hombre.

– Nadie que me conozca pensaría eso. Es que no me acostumbro a conducir por la derecha.

– Ah, ya.

– Venga, entra en el coche y no protestes tanto -bromeó Alex.

Los dos hombres se habían puesto traje de chaqueta. Normalmente, Gino se arreglaba mucho, pero excepto en el funeral, no había visto a Rinaldo más que con vaqueros y camisetas.

Aunque parecidos, los dos hermanos eran muy diferentes. Gino era convencionalmente atractivo, mientras que Rinaldo era más viril, más maduro.

Afortunadamente, estaba prometida. De no ser así, los hermanos Farnese podrían haberse convertido en un problema para su tranquilidad mental.

Cuando llegaron al pueblo de Belluna la fiesta estaba en todo su apogeo. Había carrozas, gigantes y cabezudos, gente disfrazada de personajes mitológicos o santos mezclados con demonios y brujas.

En más de una ocasión alguien secuestró a Alex para bailar, aunque Gino se acercó enseguida para rescatarla.

Rinaldo los dejó enseguida, pero más tarde lo encontraron charlando con un hombre.

– El director del banco.

– ¿Están hablando de negocios en medio de la fiesta? -preguntó Alex, sorprendida.

– ¡Qué hombre! Podría tomarse cinco minutos libres, digo yo -suspiró Gino.

– A lo mejor está negociando una hipoteca para toda la granja. Así podría pagarme enseguida.

– ¿Qué?

– Así se resolverían todos los problemas.

– De eso nada. Entonces te marcharías y yo no quiero que te vayas -replicó él-. Tú no quieres irte, ¿verdad?

Alex no contestó. No podía hacerlo.

Media hora después encontraron de nuevo a Rinaldo en la Piazza della Signorina, tomando un vaso de vino.

– Hola, hermano. ¿Lo estás pasando bien? Porque no lo parece.

– No todos tenemos que dar saltos para pasarlo bien. Además, el desfile está a punto de empezar.

Nada más decirlo sonaron las trompetas y las carrozas empezaron a desfilar por la plaza. Algunas eran de contenido religioso, otras de contenido social, algunas incluso obscenas.

Alex observó la figura de un enorme macho cabrío. Y había leído suficiente sobre el simbolismo religioso como para entender que representaba no sólo al diablo sino a la sexualidad humana en su forma más descontrolada.

Sin embargo, en el desfile de una fiesta religiosa no parecía fuera de lugar.

– Algunas de esas carrozas son increíbles.

– Cuanto más obscenas, mejor -rió Gino-. La fiesta de San Romualdo es una excusa para soltarse el pelo.

– ¿Por qué?

– San Romualdo era un santo muy peculiar -sonrió Rinaldo-. Precisamente porque antes de convertirse en santo había vivido una vida licenciosa. Luego se reformó y fundó un monasterio cerca de aquí.

– Pero toda su vida estuvo plagada de tentaciones -siguió Gino-. Él intentaba resistirse, claro, pero es por eso por lo que las fiestas de Belluna tienen este carácter licencioso. Por cada carroza con su imagen de santo hay diez con las tentaciones.

Alex comprobó que era verdad. El mundo y el demonio eran recreados con gran imaginación.

– ¿No se supone que es una fiesta religiosa?

– Sí, claro. La gente lo pasa en grande por la noche y por la mañana van a misa para arrepentirse. Y para arrepentirse, uno tiene que haber pecado antes -rió Gino.

– Ah, qué filosofía tan conveniente.

– Me la enseñó mi padre. Según él, era la tradición, pero yo creo que se lo inventó.

– No me sorprendería nada -sonrió Rinaldo.

De repente, Alex soltó una carcajada.

– ¿Qué es eso? -preguntó, señalando una carroza sobre la que iba una joven de pelo largo, protegida por un caballero con armadura medieval. A su alrededor había varios hombres, uno de ellos con un cerdito en la mano.

– La chica representa a Circe, la bruja, que atraía a los hombres a su cueva y los convertía en cerdos -explicó Rinaldo.

– Pero no era una bruja normal y corriente -tomó la palabra Gino-. También era curandera. La leyenda dice que era una experta en hierbas curativas, una mujer muy sabia. El hombre de la armadura representa a Telémaco, que se volvió loco de amor por ella.

– Creía estar enamorado de ella -replicó su hermano-. Pero en realidad, Circe lo había hechizado.

– No te cae bien, ¿eh? -rió Alex-. Una mujer hechizando a un hombre… ¡Horror! Venga, Rinaldo, estamos de fiesta, anímate un poco.

– ¡Gino, Gino! -oyeron un grito entonces.

Tres mujeres bastante ligeras de ropa se acercaron, lo cubrieron de besos y se lo llevaron de allí casi a la fuerza.

– Mi hermano es muy querido por aquí -sonrió Rinaldo.

– Ya veo. Y, la verdad, me alegro de poder sentarme un raro.

– ¿Quieres una copa de vino?

– No, gracias.

– ¿Agua mineral?

– Lo que realmente me apetece en este momento es una taza de té.

Rinaldo llamó al camarero y le dijo unas palabras en toscano.

– ¿Me has conseguido un té en medio de esta fiesta italiana?

– Ya veremos.

Un minuto después, volvió el camarero con el té y Alex soltó una carcajada.

– Cualquiera que me vea… ¡Ay, qué horror! Mira, es Montelli. Lleva una hora siguiéndome por todas partes.

– ¿Quieres hablar con él?

– ¡No, por favor! Líbrame de ese pesado como sea.

– ¿Confirmando así que te retengo prisionera? Porque eso es lo que cree todo el mundo.

– Bueno, esa fue tu idea original, ¿no?

– No lo recuerdo -sonrió Rinaldo.

Montelli llegó a su lado entonces y para que no se sentara, Alex puso el bolso en la silla de Gino.

Signorina Dacre, qué alegría verla. Es difícil hablar con usted.

– Sí, me temo que se me ha estropeado el móvil -sonrió Alex-. Además, la culpa es de este país, que me tiene hechizada -añadió, mirando a Rinaldo de reojo.

– Italia es un país maravilloso para venir de vacaciones, pero quizá una señorita inglesa como usted no debería vivir aquí para siempre.

– ¿Le molestaría mucho que me quedase en Italia?

Montelli se puso pálido.

– No, claro que no… ¡Pero qué veo! ¿Está tomando un té? ¿El señor Farnese es tan perverso que no la ha invitado a una copa de vino?

– Sí, es muy perverso -asintió Alex.

– Signorina, deje que la invite a una copa de champán -dijo Montelli entonces, agarrándola del brazo. Un segundo después, lanzaba un grito al sentir el chorro de té caliente sobre sus pantalones.

– No sabe cómo lo siento -se disculpó Alex-. Se me ha caído sin querer.

Su interpretación no había sido muy convincente y Montelli se alejó sin decir una palabra.

– ¿Por qué no me has rescatado, Rinaldo?

– Nunca había visto una mujer con menos necesidad de ser rescatada -sonrió él.

– Lo del té ha sido un accidente.

– Sí, claro.

El desfile había terminado y la plaza estaba llena de gente. A lo lejos podían ver a Gino, con flores en el pelo, bailando con las tres chicas.

– ¿Qué hace ese hombre? -suspiró Rinaldo.

– Pasarlo bien. Además, tiene que pecar para ir a la iglesia mañana, ¿no? -rió Alex.

– ¿Quieres que vaya a buscarlo?

– ¿Para qué? Es libre y puede hacer lo que le dé la gana.

– ¿Y tú, eres libre? ¿Con un prometido esperándote en Inglaterra?

– No, yo… -Alex intentó recordar la cara de David, pero le resultaba imposible.

– Gino y tú pasáis mucho tiempo juntos -apuntó él.

– Tu hermano es un chico muy agradable.

En ese momento, una pareja que iba bailando sin mirar chocó contra la mesa y tiró lo que quedaba del té.

– Vámonos de aquí -dijo Rinaldo-. Hay demasiada gente.

Alex lo siguió por las antiguas calles de Belluna hasta el río, donde la brisa era más fresca. Se quedaron allí un momento, mirando las luces reflejadas en el Arno.

Y pensó entonces en los cambios que se estaban operando en ella. Estaba morena y sus ojos, por contraste, parecían más claros. Parecía otra persona… o quizá el eco de sí misma.

– ¿En qué piensas? -preguntó Rinaldo.

– En mí misma. Me pregunto quién soy.

– Yo también me he preguntado eso. No eres la persona que yo creía.

– No podría serlo -sonrió Alex-. Esa Alexandra Dacre parecía sacada de una historia de terror.

Rinaldo asintió.

– No te he dado las gracias.

– ¿Por qué?

– Por cuidar de Brutus. Por ver cosas que yo debería haber visto. Le dejé vivir demasiado tiempo porque no quería… no quería separarme de él.

– ¿Por eso le pediste que te perdonara? -preguntó Alex en voz baja.

– Sí-contestó él.

– Gino me dijo que era el perro de tu mujer.

Rinaldo la miró, pensativo.

– Sí, es verdad. Maria apareció el día de la boda con un ridículo cachorro en brazos y tuvo que sujetarlo durante toda la ceremonia porque si lo dejaba en el suelo se ponía a llorar… Decía que era el principio de nuestra familia, que tendríamos muchos hijos y muchos perros. Pero no fue así.

No añadió que ya no le quedaba nada de su mujer, pero Alex intuyó que no tenía que decirlo. Una por una, todas las personas importantes de su vida habían ido desapareciendo. Sólo le quedaba Gino pero, a pesar del afecto que sentían el uno por el otro, había una gran distancia entre ellos. Eran muy distintos.

– Debes de sentirte muy solo -murmuró Alex, tocando su brazo.

El se quedó parado un momento y, entonces, de repente, sonrió como si no pasara nada. Aquello fue como una bofetada.

– En absoluto -dijo, apartándose-. No me siento solo.

Alex se regañó a sí misma por ser tan ingenua. Rinaldo Farnese era incapaz de aceptar compasión y debería haberlo sabido.

Intentó encontrar algo que decir, algo que lo acercase a él, pero era demasiado tarde.

– Vamos a buscar a Gino -dijo Rinaldo entonces, sin mirarla.

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