Hacía calor para ser el mes de octubre y Alex no podía dormir. Suspirando, se acercó a la ventana desnuda como estaba porque sabía que nadie iba a verla.
Así fue como había descubierto a Rinaldo enterrando a Brutus. Así fue como había visto que tenía corazón. Quizá fue entonces cuando empezó a amarlo.
Ahora lo sabía con certeza. Decir que estaba enamorada de él no explicaba claramente lo que sentía por Rinaldo Farnese, el hombre que había tomado posesión de su alma, de su corazón, de sus esperanzas y sus sueños.
Lo único que no había poseído era su cuerpo, y en ese momento más que nunca, Alex sintió la necesidad de entregárselo. Entonces quizá podría darle consuelo para el terrible fracaso que él mismo había provocado, por razones que no podía entender.
Cuando vio una figura moviéndose entre los árboles pensó que su imaginación la estaba traicionando. Pero no. Era Rinaldo. Y no pudo soportar más su soledad, su dolor.
A toda prisa, se puso un camisón de lino y unas zapatillas y bajó corriendo.
Lo encontró sentado contra un árbol, vencido, con la cabeza caída sobre el pecho.
– Rinaldo -murmuró. Tenía tantas cosas que decirle, pero sólo pudo pronunciar su nombre.
– ¿Qué haces aquí?
Alex tomó su cara entre las manos.
– No te apartes de mí.
Él no intentó hacerlo, pero la miraba con una expresión de tristeza que le partía el alma. Alex se olvidó de las palabras de consuelo y buscó sus labios. Rinaldo enseguida la envolvió en sus brazos, buscando su boca como un desesperado.
– Alex…
La besaba con una urgencia, con una pasión que ella no habría podido soñar nunca, como temiendo que alguien se la arrebatara.
– Espera, tengo que decirte algo -murmuró él.
– Eso puede esperar.
– No, tienes que oírme.
– Cuéntame qué te pasa. No puedes estar así sólo por la cosecha de uvas -susurró Alex, apoyando la cabeza en su pecho.
– No lo entiendes -suspiró Rinaldo-. Si no me hubiera equivocado, habría conseguido el mejor precio, sería el primero en el mercado. Y eso era lo que yo quería. Más que nada en el mundo. Lo deseaba tanto que me volví ciego. ¡Idiota, estúpido! Pensé que podía ordenar las cosas a mi gusto… aunque ya debería saber que eso es imposible -dijo entonces, con una risa amarga.
– Por favor, no seas tan duro contigo mismo. Todo el mundo comete errores -murmuró Alex-. Has dejado que el orgullo te cegase…
– El orgullo no, la arrogancia. Y por eso me he cargado una cosecha entera.
– Pero el maíz, las aceitunas…
– Sí, sobreviviremos. Pero no como yo esperaba. Y todo porque he sido un imbécil arrogante… porque me importaba tanto que no podía ver nada más.
– ¿Qué te importaba tanto, Rinaldo?
– ¿Cómo me preguntas eso? ¿Es que no es obvio?
– Para mí no -contestó Alex.
– Quería pagar tu deuda. No he pensado en nada más que en eso durante meses. Era una obsesión.
– Ah, ya entiendo -murmuró ella, desilusionada.
– No lo entiendes, Alessandra -suspiró Rinaldo entonces, pronunciando su nombre en italiano-. Quería pagarte porque… porque así podría decirte cosas que no tengo derecho a decirte mientras esté en deuda contigo.
– ¿Qué cosas?
– ¿Cómo puede un hombre decirle palabras de amor a una mujer a la que le debe dinero?
Alex intentó ver su cara en la oscuridad; tenía el corazón en la garganta.
– Supongo que eso depende de lo que ella signifique para él.
Rinaldo acarició su cara.
– Significa más de lo que puedes imaginar. He soñado mil veces con pagar esa maldita deuda… para poder pedirte que te cases conmigo. Porque sólo entonces creerás que te quiero.
– ¡Al demonio con el dinero! -exclamó Alex-. No lo quiero, te quiero a ti. Y si no estuvieras tan ciego de orgullo, te habrías dado cuenta.
– ¿Tú crees? Entonces, es que no soy un hombre muy perceptivo.
– ¿Por qué es tan importante la hipoteca?
– Es importante para mí pedirte que te cases conmigo con la cabeza bien alta -contestó Rinaldo.
– ¿Crees que sospecharía de ti, que pensaría que eres un mercenario? Nadie podría acusarte de haberme engatusado -rió Alex, acariciando su pelo-. Sé que eres muy terco, pero ¿de verdad piensas darme la espalda por esto?
– No puedo darte la espalda -suspiró él-. Me dije a mí mismo que podría, pero no soy capaz. Tengo que amarte, Alex. No puedo evitarlo…
– ¿Me quieres tanto como yo a ti? -preguntó ella entonces-. Porque si es así, no me debes nada.
– Te quiero mil veces más, pero… nunca había luchado tanto contra algo en mi vida.
– Por eso supe que me querías.
– Ah, entonces me entiendes…
Rinaldo la apretó contra su corazón. Se besaron, hambrientos, como si intentaran recuperar el tiempo perdido. El tiró del camisón y, al verla desnuda, empezó a quitarse la ropa.
No era momento para falsas modestias. Alex lo deseaba con todas sus fuerzas y no se avergonzaba de ello.
– He deseado esto desde el primer día -murmuró Rinaldo con voz ronca, acariciando su espalda.
¿Cómo una caricia podía ser tan dulce y tan posesiva al mismo tiempo? Había fuego en sus manos, en sus ojos, en su boca.
La tierra, bajo sus cuerpos, olía a rocío, a vida. Rinaldo la besaba por todas partes, intentando inflamar su pasión, pero Alex ya estaba lista, incluso impaciente. Y cuando Rinaldo estuvo dentro de ella, aprisionándola contra la tierra, lo abrazó como si en aquel abrazo pudiera darle todo su amor.
La poseía completamente, alejando de su cabeza todo lo que no fuera su amor por aquel hombre, su deseo de quererlo, incluso de protegerlo. Tendría que protegerlo en secreto, porque eso era algo que él no podría entender. Pero su pasión ya no tenía que ser un secreto y lo amó completamente.
Después, se quedaron tumbados uno al lado del otro, temblando.
Rinaldo la besó tiernamente.
– Vamos a casa. Esto acaba de empezar.
Alex se despertó en los brazos de su amante. Después de tanto protegerse, Rinaldo había dejado a un lado todas sus defensas, haciéndola parte de sí mismo, entregándose del todo, sin reservas.
Se habían poseído por completo la noche anterior, una y otra vez. Y se despertaron sin querer soltarse.
– Supongo que habrá que levantarse tarde o temprano -suspiró él.
– Sí, es un nuevo día.
– Un nuevo día para nosotros. Nunca te dejaré ir, Alex -murmuró, apretándola contra su pecho-. Y si quieres que yo me vaya, me temo que es demasiado tarde.
Alex sonrió.
– No quiero que te vayas. Nunca querré que te vayas de mi lado.
– Ha pasado tanto tiempo desde que amé a alguien… -murmuró él entonces, besando suavemente su pelo.
Lentamente, con desgana, se separaron para empezar el día.
– Antes de irme, será mejor que eches un vistazo al pasillo. No me gustaría que Gino se enterase de esta forma -dijo él.
– Ah, no, claro. Sobre todo, porque fuiste tú el que le pidió que me enamorase.
– ¿Yo?
– Tú… y una moneda.
Rinaldo enterró la cara entre las manos.
– Lo mato.
– Cariño, a mí me hizo mucha gracia -rió Alex-. Sobre todo porque, a pesar de que me rechazaste…
– Yo no…
– Me rechazaste porque no me conocías. No sabías que era la mujer más maravillosa del mundo,
Rinaldo la tomó de nuevo entre sus brazos.
– Lo eres. Y yo, como un tonto, intentando apartarme de ti. Me daba tanto miedo lo que sentía…
Se besaron tiernamente, pero Alex se dio cuenta de que parecía preocupado.
– ¿Qué pasa?
– ¿Crees que debemos contárselo a Gino? Sé que siente algo por ti.
– Le caigo bien -sonrió Alex-. Pero no está enamorado de mí. Aunque, desde que volví de Londres, parece un poco cortado. Supongo que le da vergüenza dar marcha atrás después de tanta pasión teatral… Ah, ahora lo entiendo. Por eso está así desde que supo que David había cortado conmigo… El pobre estaba intentando hacerme saber que no le intereso. Pobre Gino, debe de estar pasándolo fatal.
Rinaldo soltó una carcajada.
– De todas formas, creo que estuvo un poco enamorado de ti… durante unos días.
Ella levantó una ceja.
– ¿Sólo valgo eso?
– No, pero para mi hermano es un récord.
Riendo, Alex asomó la cabeza en el pasillo.
– No hay moros en la costa.
– Hasta luego, amor mío.
Se despidieron con un beso en los labios y la promesa de encontrarse en… una eternidad: diez minutos.
Cuando ella bajó a la cocina, Gino estaba entrando en la casa.
– ¿Se lo decimos ahora? -preguntó Rinaldo.
– No, antes tengo que deciros algo -sonrió Alex.
– ¿Qué ocurre? -preguntó él, alarmado.
– Enrico Varsi os debe dinero. Y si no me equivoco, una cantidad bastante sustanciosa.
– ¿Cómo es posible?
Alex respiró profundamente.
– Porque lleva años engañándoos.
– ¿Qué? Eso no puede ser. Varsi es un profesional…
– Claro, por eso le ha resultado tan fácil.
– Y era amigo de nuestro padre -dijo Gino.
– Y tu padre confiaba en él. Supongo que a Vincente nunca se le ocurrió que su amigo estaba engañándolo. Pero a mí sí, en cuanto eché un vistazo a los libros.
– Sé que eres una experta en contabilidad, pero esto es Italia. Puede que las cosas sean distintas aquí, Alex.
– Lo sé, por eso he tomado un curso de contabilidad italiana.
– ¿Cuándo? -preguntó Rinaldo, atónito.
– Todas estas semanas, cuando iba a Florencia. ¿Creías que iba de compras?
– ¿Dónde has estudiado?
– Con un hombre que se llama Andansio. Su despacho está cerca del de Varsi. Y no tengo dudas: Varsi se ha quedado con dinero. De no ser así, vuestro padre no habría tenido que hipotecarla granja.
Gino abrazó a Alex entonces.
– ¡Eres un genio! Un genio, un ángel…
– Sí, todo eso está muy bien -lo interrumpió Rinaldo-. Y admito que abre posibilidades interesantes.
– ¡Posibilidades interesantes! -repitió Gino-, ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
– Hay que ser realistas.
– Lo que Rinaldo quiere decir es que no se fía del todo -sonrió Alex-. Por eso, hoy vamos a ir los tres a ver al señor Andansio. Como es un hombre, seguramente a él sí lo creerá.
– Porque es italiano -sonrió Rinaldo-. Y yo creo que es buena idea.
Cuando iba a buscar su móvil, Gino se acercó.
– Estás civilizando a mi hermano. Buen trabajo.
Fueron a Florencia por la tarde y Andansio les confirmó que Alex tenía razón.
– Todo está inteligentemente disfrazado, por supuesto. Pero esta señorita ha sido mucho más lista que Varsi. Ya le he dicho que, si quiere, tengo un puesto para ella en mi despacho.
– Puede que acepte -sonrió Alex.
– Ya te dije que era un genio -murmuró Gino.
– Muy bien. ¿Y ahora qué hacemos, llamar a la policía? -preguntó Rinaldo.
– Podría haber una forma más rápida de solucionar el asunto -sonrió Andansio-. Le mostramos las pruebas y exigiremos la inmediata restitución del dinero. Créanme, Varsi puede permitírselo. A cambio, tendremos que prometerle guardar el secreto.
– Pero entonces podría hacérselo a otros -observó Rinaldo.
– No lo creo. Le dejaremos muy claro que está bajo vigilancia.
– ¿Cuánto dinero tiene que devolvernos? -preguntó Gino.
Andansio dijo una cantidad y los Farnese se miraron, perplejos.
– Pero eso es prácticamente la totalidad del préstamo.
Alex no dijo nada. Se limitó a sonreír.
– Supongo que querrán ustedes terminar su relación con el señor Varsi.
– Naturalmente. A partir de ahora, usted será nuestro administrador -dijo Rinaldo.
– En ese caso, sugiero que lo dejen todo en mis manos. Creo que tendré buenas noticias para ustedes antes de lo que creen.
Cuando salieron del despacho, Gino insistió en celebrarlo.
– Yo creo que hay razones para estar más que contentos.
– Es verdad -sonrió Rinaldo.
– Vamos, os invito a champán.