– Deja en paz a Gino -replicó ella-. Gino es libre y puede hacer lo que le parezca. -¿Por eso os veo juntos todo el tiempo? -le espetó Rinaldo, irónico-. ¿Qué vas a contarle a tu prometido?
– No voy a contarle nada. No es necesario.
– Qué raza tan fría la de los ingleses. Si fueras mi mujer, no me gustaría saber que has estado tonteando con otro hombre.
«Si fuera tu mujer, no estaría tonteando con nadie»
El pensamiento apareció en su cabeza antes de que Alex pudiera detenerlo.
– No sé si querrías saberlo.
– Sí, porque de ese modo podría hacer algo.
– Dudo que pudieras -replicó Alex.
– Mira, no me gusta que jueguen conmigo, ¿lo entiendes? -dijo Rinaldo entonces, agarrándola del brazo-. No intentes engañarme. Yo no soy un crío.
– ¿Cómo te atreves a acusarme de nada?
– No soy tonto, Circe.
– Y yo tampoco. Fuiste tú el que envió a Gino a mi hotel, ¿recuerdas? Y ahora, suéltame.
– No quiero. Tenemos cosas que hablar.
– Creo que no -replicó ella, intentando liberarse.
– Esta noche lo has hecho muy bien.
– ¿Qué quieres decir?
– Tú sabes lo que quiero decir. Eres muy sutil: sé agradable con el bruto, haz que se derrita…
– ¿Qué estás diciendo?
– Todos los hombres tienen que desearte, ¿no? Gino satisface tu vanidad, el tipo de Londres, tu ambición. ¿Y yo? ¿Qué satisfago yo?
Alex supo la respuesta enseguida. Rinaldo Farnese satisfaría un deseo profundo, carnal, que había estado en su interior desde que lo conoció.
¿Cuánto tiempo habría seguido engañándose a sí misma si él no se lo hubiera hecho ver?
Pero el infierno se congelaría antes de que Alex lo reconociese.
– Si no fueras tan vanidoso, te darías cuenta de que no he dicho una palabra que no pudiera haber dicho delante de Gino.
– Ya he admitido que eres inteligente. Demasiado como para ser explícita. Circe teje su hechizo y tiene una cara diferente para cada uno. La sutileza no funciona con Gino, pero podría haber funcionado conmigo, ¿no?
Alex no contestó. Y cuando Rinaldo inclinó la cabeza para besarla en el cuello tampoco intentó apartarse.
El calor de la noche, la sorpresa ante la rabia del hombre, todo eso se conjuraba para hacerle perder la cabeza. Y tuvo que hacer un esfuerzo para no pedirle más, para no buscar caricias más íntimas.
No podía dejar que eso pasara, pero estaba pasando de todas formas. Había peligro en aquella situación y, de repente, el peligro era su elemento natural. Rinaldo la besaba por todas partes… excepto en los labios. Y ella no podía ni quería resistirse.
Ya no estaban solos a la orilla del río. Una multitud alegre pasaba a su lado, pero nadie se fijaba en ellos. Sólo eran dos amantes más entre tantos.
Rinaldo se apartó un poco, tenso, muy cerca de ella. Y Alex no podía esconder su reacción; no podía esconder su agitada respiración, el pulso latiendo en su cuello.
– Aléjate de mí -dijo cuando pudo encontrar su voz.
Él la obedeció inmediatamente. Alex vio su expresión, extremadamente intensa, furiosa. Y también asustada. No había podido evitar que se diera cuenta. Era demasiado tarde y Rinaldo Farnese lo sabía.
Entonces se alejó calle arriba y Alex esperó un momento hasta que se hubo calmado.
Cuando casi había llegado a la plaza, Gino se acercó a ella corriendo, medio borracho.
– ¡Por fin te encuentro, carissima¡ ¿Por qué no estabas con Rinaldo? ¿No me digas que habéis vuelto a discutir?
Alex nunca olvidaría el camino de vuelta a la granja, con Rinaldo conduciendo y Gino y ella en el asiento de atrás. Gino estaba dormido y Alex miraba por la ventanilla, pensando cosas que no debería pensar.
En cuanto llegaron a la casa, se despidió y subió a su habitación. Necesitaba estar sola para controlar sus sentimientos y para intentar entender qué le estaba pasando.
Pero aquel deseo había estado allí todo el tiempo. Un deseo básico, brutal, casi incontrolable. Poco civilizado y extraño para ella.
Qué tonta había sido… Rinaldo Farnese había hecho que lo deseara y ella había caído en la trampa.
Furiosa consigo misma, cerró los ojos. No quería sentir nada por Rinaldo y controlaría aquel sentimiento con todas sus fuerzas. Era una aberración.
Una ducha fría hizo que se sintiera un poco mejor. Luego, mientras se envolvía en una toalla, se le ocurrió algo que la dejó inmóvil. El diecinueve de junio, aquella fecha le había resultado familiar desde el principio… porque era el día en que David iba a mantener una reunión con los otros socios de la empresa. El día en que pediría formalmente que ella entrase a formar parte de la sociedad.
¿Cómo podía haberlo olvidado? Casi le daba risa pensar en cómo Italia la había hechizado hasta el punto de olvidar una fecha tan importante para ella.
Incluso se había dejado el móvil en casa mientras iba al pueblo…
Cuando comprobó los mensajes, no había ninguno de David, pero sí cuatro llamadas perdidas de su secretaria.
Jenny era una mujer encantadora y una trabajadora incansable por quien sentía gran afecto. ¿Por qué la habría llamado si David no había intentado ponerse en contacto con ella?
Alex marcó el número y Jenny contestó enseguida.
– Menos mal que has llamado. No vas a creer lo que voy a contarte… ¿Estás sentada?
– Sí, estoy sentada en la cama. ¿Por qué?
– Esta tarde, David ha anunciado su compromiso con Erica.
Alex se quedó callada durante unos segundos, intentando asimilar la información.
– ¿Quién demonios es Erica?
– Su secretaria -suspiró Jenny-. Nadie se acuerda de su nombre porque eso es lo que ella quiere. Es la típica ratita que nunca llama la atención.
Alex recordó entonces a la pálida chica que solía ver en el despacho de David. ¿Aquella criatura invisible le había quitado el sitio?
– Y otra cosa más -siguió Jenny-. David ha vetado que te conviertas en socia de la empresa.
Alex soltó una palabrota.
– ¿Cómo es posible?
– En la reunión de esta tarde se daba ese asunto por hecho, como si fuera una simple formalidad. Pero David no tenía querido tratarlo siquiera.
– ¿Qué?
– Según él, la empresa no puede confiar en alguien que decide marcharse a Italia de vacaciones…
– ¡Pero si él me dijo que podía quedarme aquí el tiempo que fuera necesario!
– Lo sé. Todos lo sabemos. Era sólo una excusa, Alex. Dice que puedes seguir en la empresa como empleada…
– Sabe que no lo haré.
– Claro que lo sabe -replicó su secretaria, indignada-. No puede despedirte, pero podría convertir tu vida en un infierno. Además, tú se lo has puesto muy fácil… menudo canalla. Todos tus clientes han sido asignados a otro jefe de departamento…
– Y cuando vuelva me será imposible recuperarlos, claro. ¡Pero si esos clientes están en la empresa porque los conseguí yo!
– Lo sé, Alex. Por eso. Te habías convertido en una competidora formidable y a David no le gustaba nada.
– Gracias por contármelo, Jenny -suspiró ella.
– ¿Qué vas a hacer?
– Pienso planear una venganza, naturalmente.
– ¿Qué?
– No olvides que llevo sangre italiana. Hacemos planes por la noche, a la luz de la luna, y mantenemos las uñas bien afiladas. Quizá deberías decírselo.
– Alex, ya imagino que te habrá dolido mucho, pero, ¿de verdad crees que merece la pena?
– No. Oye, te llamo más tarde.
Después de colgar, se quedó inmóvil durante largo rato.
En realidad, no le dolía. Se había negado a ver la auténtica naturaleza de David, pero en el fondo siempre había sabido qué clase de hombre era: frío, egoísta, sin piedad, interesado sólo en sí mismo.
Y no le importaba, porque ella creía ser igual. Pero no era así.
Casi le daba la risa que David la hubiera traicionado con su secretaria. Qué típico, pensó.
No tenía tiempo de llorar por eso, pero tragarse el insulto era otra cosa.
Alex vio entonces una figurita de escayola sobre la cómoda y la lanzó con todas sus fuerzas contra la pared.
Y se sintió un poco mejor.
– ¡Alex! ¿Ocurre algo? -oyó la voz de Gino enseguida.
Cuando abrió la puerta, Rinaldo también estaba en el pasillo.
– No, estoy bien.
– ¿Ha pasado algo? Hemos oído un ruido.
– Era esto -contestó Alex, mostrándoles un trozo de la figurita.
Rinaldo entró en la habitación y examinó el golpe en la pared.
– Impresionante. Menuda fuerza… la próxima vez, recuérdame que me aparte.
– No creo que vaya a tirarte nada a la cabeza.
– Por si acaso.
– Deja de provocarme -dijo Alex entonces, más calmada-. Siento lo de la pared. Pero pagaré el arreglo, naturalmente.
– ¿Había alguna razón especial para tanta violencia?
– No, es que me apetecía -contestó ella.
Por nada del mundo le habría contado la verdad en aquel momento.
Gino estaba solo en la cocina cuando Alex bajó por la mañana. Y no se atrevía a mirarla.
– Así que «bailaré sólo para ti, amore mió», ¿eh?
– Lo sé, lo sé -se disculpó él-. Es que estábamos de fiesta y me dejé llevar…
– Ya vi que te dejabas llevar… por tres señoritas muy simpáticas. Naturalmente, no pudiste resistir la tentación.
– ¿Estás siendo comprensiva o vas a clavarme un cuchillo por la espalda?
– Ya lo veremos.
Gino tomó su mano y la llenó de besos.
– Te adoro.
– No es verdad. Adoras a tus tres amiguitas, no a mí…
– De verdad, carissima, ellas no significan nada para mí. Es que en la fiesta, con tanta música…
– Y tanto vino -lo interrumpió Alex.
– Sí, bueno, el vino también es responsable, claro -sonrió Gino-. Pero lo más importante es el ambiente festivo, la sensación de que cualquier cosa puede pasar y que uno va a dejar que pase.
Alex se quedó callada. Eso le había hecho recordar lo que ocurrió con Rinaldo a la orilla del río.
– Tienes razón, te perdono.
– Eres muy buena -sonrió Gino, inclinándose para darle un beso en la mejilla-. Tú eres la chica de mis sueños…
– Excepto en las fiestas del pueblo, claro.
– ¿No podemos dejar eso atrás? -preguntó él, melodramático. Alex soltó una carcajada-. ¿De qué te ríes?
– Lo siento, Gino, es que eres muy mal actor.
– Yo te abro mi corazón y tú te ríes -suspiró él entonces, golpeándose el pecho-. ¡Ridi, pagliacco, ridi! Ríe, payaso, ríe, aunque tu corazón se esté rompiendo.
– Un payaso, desde luego -sonrió Alex.
– No vuelvas a Inglaterra -dijo Gino entonces, poniéndose serio.
– Gino…
– Has cambiado desde que llegaste aquí. Seguro que ya no te reconoces a ti misma.
Era cierto. Pero no quería contarle la verdad.
– No puedes volver a tu otra vida. Ya no hay sitio para ti en Londres -siguió diciendo él.
Si él supiera…
– Deja de decir bobadas.
– Por favor, cara…
– Eres peor que Rinaldo. No me extrañaría nada que me hubierais echado a suerte con una moneda.
Sólo era un comentario jocoso, pero la expresión de Gino le dijo que no se había equivocado.
– ¿Qué?
– Sí… no… no fue así.
– Seguro que fue exactamente así. ¡Que sinvergüenzas!
– ¿Estás enfadada?
– Debería estarlo, desde luego. Pero en fin, me alegro de que ganaras tú.
– En realidad, no gané yo.
– ¿Qué?
– Ganó Rinaldo, pero no se lo tomó en serio. Dijo que no estaba interesado.
– ¿Ah, sí?
– ¿No te alegras de haberme conseguido a mí? -sonrió Gino-. Venga, admítelo. Te gusto más que Rinaldo.
– Cualquiera me gusta más que Rinaldo.
– Y anoche te dejé sola con él -suspiró Gino, pensativo-. Si te ofendió en algo…
– No sé quién ofendió a quién.
– Quizá por eso ha desaparecido esta mañana.
– ¿Qué?
– Se ha marchado temprano… Ha dicho que tenía que ir a Milán para echar un vistazo a unos tractores de segunda mano… aunque yo no sabía que necesitáramos ninguno.
Alex debería haberse alegrado, pero no era así.
Tenían cosas que hablar. Rinaldo lo sabía tan bien como ella. Pero debía permanecer en secreto hasta que entendiera mejor aquel sentimiento.
Cuando Gino se fue a trabajar, decidió ir a dar un paseo a caballo. Cabalgó durante horas, percatándose de que el maíz había crecido desde la primera vez que lo vio, de cómo los olivos y las cepas crecían bajo el sol de la Toscana.
Cómo le gustaba aquel sol. Era como si lo hubiese descubierto en Italia. El sol de Londres era frío, gris. Pero en Belluna el sol era aire fresco, libertad, un nuevo despertar.
Sus opciones eran muy simples. Podía volver a Inglaterra y pelear o podía quedarse en Belluna y pelear. Tendría que pelear de una manera o de otra.
El premio sí era diferente. En Londres la esperaba un lugar frío en una empresa fría o buscar otra empresa. Muchas se alegrarían de tenerla a bordo.
O podía abandonar Londres y abandonar todo lo que conocía. Todo aquello por lo que había luchado durante tantos años: la mejor empresa, los mejores clientes, el mejor apartamento, la mejor ropa. Todo para nada.
A cambio, tendría una vida allí, en un país que la había hechizado, en contacto diario con la naturaleza… y con un hombre duro, hostil, grosero a veces, pero que estaba empezando a robarle el corazón.
– ¡Tonterías! -dijo en voz alta-. No pienso enamorarme de él. ¿Quién demonios se cree que es?
Entonces tomó una decisión. Volvió a la casa y empezó a hacer el equipaje. Y, a la mañana siguiente, a pesar de las protestas de Gino, subió al coche y tomó la carretera que llevaba al aeropuerto.
Dos horas después estaba volando hacia Londres.
Rinaldo estuvo fuera una semana. Y cuando, por fin, llamó a casa, Teresa le contó que Alex se había ido a Londres para no volver.
Al día siguiente, Rinaldo se presentó en Belluna. Encontró a Gino sentado en su escritorio, mirando la pantalla del ordenador.
– Déjalo, nunca lo entenderías.
– ¡Rinaldo! -Gino se levantó de un salto para abrazar a su hermano.
– ¿Me quieres contar qué está pasando aquí?
– Alex se ha ido -contestó Gino, apenado.
– Me lo dijo Teresa.
– ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
– ¿Qué quieres que diga? Alex es inglesa y sabíamos que tarde o temprano…
– Pero yo creo que éste es su sitio -lo interrumpió su hermano.
– Eso era lo que ella quería que pensaras. Circe hizo su juego y nosotros estuvimos a punto de caer en la trampa. Olvídala.
– Pero si tú me pediste que la cortejara…
– ¡Yo nunca te he pedido eso! Además, deberías ser más listo, Gino. Es una suerte que no te hayas enamorado de ella.
– ¿Quién ha dicho que no estoy enamorado?
– Olvidas que te conozco bien. Creo recordar que la gran pasión de tu vida duró… unos dos días.
Gino se encogió de hombros.
– Sí, bueno, pero Alex se ha ido.
– Pues olvídala.
– ¿Tú crees que está enamorada de su prometido?
– ¡He dicho que la olvides!
– No hace falta que te enfades conmigo, Rinaldo.
– No me enfado -sonrió él-. Es que llevo horas conduciendo, perdona.
– Parece como si no hubieras dormido en una semana. Ven, vamos a comer algo. Así podrás contarme qué ha pasado con esos tractores.
– ¿Qué tractores?
– ¿No habías ido a Milán a ver unos tractores?
– Ah, eso. No, no he encontrado nada interesante.
Teresa les sirvió la cena en la terraza antes de retirarse a su habitación y Gino se percató de que su hermano comía sin prestar atención a lo que estaba comiendo.
– ¿Qué has hecho estos días?
– Pues… conducir de un lado a otro.
– ¿Durante una semana?
– ¿Tengo que darte explicaciones?
– Si yo me fuera durante una semana, tendría muchas explicaciones que dar.
– Sí, bueno, déjalo. ¿Cuándo se fue Alex? -preguntó Rinaldo, evidentemente para cambiar de tema.
– Un día después que tú. Estoy esperando que llame su abogado, pero no he tenido noticias.
– Sabremos de ella cuando le interese. Está jugando con nosotros, Gino.
Ése era el mantra que se había repetido a sí mismo insistentemente durante una semana. Alex estaba jugando con ellos, por eso había hecho bien en marcharse.
Desde el día de funeral supo que no podía ser débil con aquella mujer. Y cuando la conoció un poco mejor, supo que aquel era trabajo para un hombre, no para un crío como Gino.
El antagonismo que había entre ellos fue un alivio, un respiro, pero Alex había sido inteligente, ofreciéndole simpatía y comprensión… que eran como agua en el desierto para un hombre sediento. La sensación había sido tan agradable que casi perdió la cabeza, pero escapó a tiempo.
De modo que había ganado.
Ahora, sin embargo, se encontraba solo, y su victoria estaba escapándosele entre los dedos.
– Yo no creo que estuviera jugando -dijo Gino.
– Entonces, ¿por qué está de vuelta en Inglaterra ahora, planeando su boda?
Su hermano no contestó. Pero la casa estaba tan vacía sin ella… Era como si le faltase el alma.
Rinaldo y él se quedaron un rato en la terraza, tomando un vaso de whisky.
– Hace tiempo que quería preguntarte una cosa -dijo Gino entonces.
– Dime.
– El día que papá murió, tú llegaste antes que yo al hospital… y cuando llegué ya era demasiado tarde. ¿Qué te dijo?
– Nada. Estaba inconsciente.
– Lo sé, pero… ¿no recuperó la conciencia ni durante un minuto?
– Si fuera así, te lo habría dicho.
– Resulta tan difícil de creer que se fuera sin decir nada… -suspiró Gino-. Ya sabes lo hablador que era.
Rinaldo cerró los ojos y en su recuerdo apareció la imagen de su padre, cubierto de vendas, con aquel terrible aparato de ventilación artificial.
Como a Gino, le resultaba imposible creer que un hombre tan lleno de vida como su padre estuviera allí, inerte. Había pensado que en cualquier momento abriría los ojos, que lo reconocería y empezaría a hablar.
Como le había pasado tantas veces, intentó recordar algo, no sabía qué. Pero, como siempre, algo se le escapaba, algo que parecía estar en el fondo de su mente y que no podía recordar.
Le había pasado lo mismo un día con Alex, en el granero. El fugaz momento de simpatía hizo que una puerta empezara a abrirse, pero no lo suficiente. Y ya no se abriría, porque ella se había ido.
– Ojalá pudiera decirte algo. A mí también me resulta difícil creer que se fue sin despedirse, pero no nos queda más remedio que aceptarlo. Venga, Vámonos a dormir, es tarde.
La casa estuvo en completo silencio durante una hora más o menos. Y entonces Gino se despertó, sobresaltado, con la sensación de que ocurría algo.
Nervioso, salió al pasillo, donde encontró a Rinaldo en calzoncillos.
– Hay un ladrón abajo -dijo su hermano en voz baja.
Descalzos, bajaron la escalera en silencio. Podían ver parte del salón iluminado por la luz de la luna. El resto estaba a oscuras, pero dentro oyeron pasos y luego un golpe, como si alguien hubiera tirado una silla.
– ¡Ahora!
Rinaldo se movió con rapidez, sin encender la luz. No podía ver al intruso, pero intuyó su posición y se lanzó sobre él.
Un segundo antes de que Gino encendiera la luz, oyó un golpe, seguido del grito de su hermano:
– ¡Tú!
Desde su posición en el suelo, Alex lo fulminó con la mirada.
– ¡Apártate de mí!
– ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
– He vuelto.
– Sabía que no te olvidarías de nosotros -sonrió Gino, entusiasmado.
– Cuando me fui no sabía qué iba a pasar. Ahora lo sé… y he venido para quedarme.
– ¿Y qué ha dicho tu prometido inglés? -preguntó Rinaldo, llevándose una mano a la cabeza-. ¿Le digo a Teresa que prepare una habitación para él? A lo mejor te gustaría casarte en Belluna.
– ¡Deja de decir tonterías! -le espetó Alex.
– ¿Perdona?
– David y yo hemos roto.
– ¿Lo has dejado? -exclamó Gino.
– No, él me ha dejado a mí. La noche de la fiesta descubrí que David había vetado que entrase en la empresa como socia y que se había prometido con su secretaria.
– ¡Será cerdo!
– Así que volví a Inglaterra para decirle un par de cosas.
– Espero que lo hicieras con estilo -sonrió Rinaldo.
– Naturalmente, lo hice delante de todo el mundo. Y no te puedo contar cómo disfruté. Además, mi abogado exigirá una compensación económica por «daños morales». Luego puse mi apartamento en venta y después de eso, sólo me quedaba volver aquí.
– Podrías habernos avisado que venías… como una persona civilizada, ¿no?
– Ser civilizada no es tan divertido como yo creía. Bueno, en realidad no quería llegar tan tarde, pero tuve que esperar hasta que me dieron el coche que he comprado… Intenté no hacer ruido al entrar, pero veo que no ha servido de nada.
– Nos has dado un susto de muerte -dijo Gino.
– Sí, pero ya estoy aquí. Ahora, ésta también es mi casa. Vayan acostumbrándose, señores, porque he venido para quedarme.