Teresa sirvió faisán con frutos del bosque, cocinado con vino de Marsala. Estaba tan rico que Alex decidió dejar la discusión para más tarde.
Sentados en la terraza, veían el atardecer, el sol escondiéndose tras el horizonte con un brillo anaranjado.
Brutus se levantó entonces y empezó a rozar la pierna de Rinaldo, impaciente. Y, para sorpresa de Alex, él no se enfadó. Le dio un trocito de faisán, acariciándole las orejas, y cuando se acercó a ella le avisó:
– No deje que se ponga pesado.
– No me importa. Es precioso -sonrió Alex, acariciando al animal.
– Es un perro -replicó Rinaldo, levantándose bruscamente-. Venga, chico.
Brutus lo siguió dócilmente al interior de la casa mientras Alex se preguntaba a qué se debería aquel repentino cambio de humor.
Pero cuando volvió unos minutos después parecía haber olvidado el asunto.
– Me alegro de tener la oportunidad de charlar.
– Y yo -contestó ella.
– Creo que ahora entiendo mejor su situación. De modo que su plan es casarse con ese tal David… Por eso necesita el dinero.
– No, lo necesito para convertirme en socia de mi empresa. Es una de las más prestigiosas de Londres, así que una sociedad cuesta cara.
Él asintió, pensativo.
– ¿Conocía usted bien a Enrico?
– No, aunque quería mucho a mi madre y ella hablaba de él constantemente. De hecho, hablaba de Italia constantemente. Por eso cuando llegué aquí, casi fue como llegar a un sitio conocido. Incluso me obligó a estudiar italiano.
Rinaldo arrugó el ceño.
– ¿Cómo se llamaba su madre?
– Berta.
– ¿Era bajita, pelirroja?
– Sí. ¿La conoció?
– La vi una vez, hace mucho tiempo. Enrico la trajo a una fiesta cuando yo tenía siete años. Pero recuerdo que era una mujer divertida, con una risa muy contagiosa. Estuvo horas jugando conmigo a los dados y me desplumó…
– Sí, era una experta en juegos de mesa -sonrió Alex.
– Así que tú eres la hija de Berta -dijo Rinaldo entonces, tuteándola por primera vez.
– ¿No lo sabías?
– No, la verdad es que no lo había pensado hasta ahora. Supongo que estaba demasiado enfadado como para pensar con claridad.
– Entonces, ¿ya no somos enemigos?
– ¿Sabes jugar a los dados?
Los dos soltaron una carcajada.
– Cuéntame algo más sobre ella.
– Mi madre era una mujer temperamental, muy dramática. No nos entendíamos, pero nos quisimos mucho. Y creo que ahora empiezo a entenderla mejor.
– Sólo llevas unos días en Italia.
– Sí, pero es algo… no sé, es algo que está en el aire. ¿Cómo va a ser fría y calmada la gente de la Toscana?
Rinaldo asintió.
– No lo somos, desde luego.
– Pero supongo que habrá italianos moderados y razonables -bromeó Alex.
– Puede que haya uno o dos, en el norte.
– Probablemente demasiado avergonzados para dar la cara.
– Sin duda. Italia es un país apasionado. La moderación no creó esos edificios, esas obras de arte. Los creó la pasión. Y todo lo que merece la pena: la buena comida, el buen vino… esas cosas no se encuentran en un despacho.
– ¿Y no hay cierta belleza en el orden?
Había esperado que él hiciera un comentario despreciativo, pero asintió con la cabeza.
– Sí. Pero si es lo único que hay en tu vida…
Alex se imaginó a sí misma en el despacho, frente a su ordenador, corriendo de una reunión a otra en un edificio gris con aire acondicionado de donde había sido expulsado todo lo natural.
Y sus programadas citas con David. El orden, el cálculo, todo parte de su vida. ¿Y la belleza?
Los últimos rayos del sol se colaban entre las ramas de los árboles y Alex sintió un calorcito por dentro que la llenó de felicidad.
Quizá debiera ponerle freno a esa sensación, pero por el momento era incapaz.
En la distancia oyó algo y poco después vio el coche de Gino acercándose por el camino.
Le gustaba Gino, pero en aquel momento no le apetecía su presencia. Sólo sería una intrusión en aquella atmósfera mágica.
Qué raro, pensó, que Rinaldo fuera parte de esa magia. El hombre que el día anterior se había portado como un grosero se mostraba ahora relajado, agradable incluso.
Para su alivio, Gino no se reunió con ellos enseguida. Teresa sirvió un postre de fruta en almíbar y café solo, muy dulce.
– Esto sí que es bueno.
– Se lo diré a Teresa. Te lo agradecerá.
– Se lo diré yo misma antes de irme.
– Sí, claro -dijo Rinaldo sin mirarla.
– Tendré que irme tarde o temprano -sonrió Alex-. Además, quiero acostarme pronto porque mañana es el funeral de Enrico. Su familia ha organizado una recepción.
– Tú también eres de la familia.
– Sí, pero ya sabes a qué me refiero. La gente de aquí, los que lo conocían bien. Y ellos no me consideran parte de la familia. Están tan enfadados conmigo como tú.
– Yo no estoy enfadado contigo. Belluna ha prosperado con el dinero que mi padre pidió prestado a Enrico y tú tienes derecho a recuperarlo.
Alex arrugó la nariz.
– No sé si me gusta esa palabra, «derecho» -dijo entonces, preguntándose por qué lo hacía.
En el mundo que había dejado atrás, el mundo de los despachos y el orden, los derechos eran los parámetros sobre los que se organizaba todo. Uno tenía derecho a esto o a lo otro, de modo que siempre sabía qué lugar tenía que ocupar en el universo.
Pero allí el universo era una nube dorada que se extendía por la tierra y los derechos parecían poco importantes.
– Supongo que en el funeral de Enrico pasará lo mismo que en el de tu padre. Los buitres se lanzarán sobre mí.
– Creo que conozco una manera de evitar eso -sonrió Rinaldo.
Antes de que Alex pudiera preguntar, Gino apareció en la terraza y la saludó con un beso en la mejilla.
– Cuánto me alegro. Cuando Rinaldo me lo dijo, no lo podía creer.
– ¿Qué te dijo?
– Que habías venido para quedarte, claro.
– Pero yo no he venido para quedarme. Estoy a punto de volver a Florencia…
Gino miró a Rinaldo, que se encogió de hombros.
– Pero si he traído tus cosas.
– ¿Qué? ¿Quién te ha pedido que lo hagas?
– Rinaldo me dijo… oye, ¿no me habrás engañado?
– ¿Quieres apostar algo? -dijo Alex entonces, levantándose.
– Mira, es bueno que te quedes aquí algún tiempo y aprendas a entender este sitio -dijo Rinaldo.
– Muy bien. ¿Y no podías haberme preguntado?
– Podrías haber dicho que no -contestó él, como si la respuesta fuera obvia.
– Y te digo que no. Me niego a quedarme aquí.
– Pero Teresa está en tu habitación ahora mismo, sacando tus cosas de la maleta -protestó Gino.
– Y ésa es otra. ¿Quién ha hecho mi equipaje?
– Los del hotel. Ellos hicieron la maleta.
– ¿Y quién les dijo que la hicieran?
Gino levantó las manos en señal de derrota.
– Lo hice yo -contestó Rinaldo-. Llamé para decir que te marchabas y que alguien iría a recoger tu equipaje.
– ¿Y también has pagado la factura o no les preocupó ese pequeño detalle?
– Diste el número de tu tarjeta de crédito al llegar, así que sencillamente han cargado la cuenta. Puedes comprobarlo cuando quieras. Además, no habría habido ningún problema porque el director del hotel es amigo mío.
– Ah, ¿y cuando tú le ordenas algo él obedece sin preguntar? -exclamó Alex, irritada.
Rinaldo se encogió de hombros.
– No había necesidad de darle órdenes. Él sabe que puede confiar en mí.
– ¿Y si no estoy de acuerdo con la factura?
– Puedes solucionarlo mañana.
– Lo haré ahora mismo. Me niego a quedarme aquí-replicó Alex-. Y tú, Gino…
– Yo no sabía nada, de verdad. Pensé que habías aceptado quedarte.
– ¿Te importa llevarme a Florencia o tengo que pedir un taxi?
– Claro que te llevaré.
– Olvídalo -dijo Rinaldo.
– Si no quiere quedarse, no podemos hacer nada -argumentó Gino.
– ¿Qué pensabas que haría cuando me enterase? -le espetó Alex-. ¿Someterme a tus designios y dejar que me hicieras prisionera? Pues si es así, te equivocas.
– ¿Hacerte prisionera? No seas melodramática.
– ¿Cómo lo llamas entonces?
– Yo también lo llamaría hacerte prisionera -dijo Gino, enfadado-. No te preocupes, yo te llevaré a Florencia.
Rinaldo lo miró de una forma que Alex nunca olvidaría. En su mirada había odio, incredulidad, rabia y una pena que no le pasó desapercibida.
– Gino, no te alíes con ella.
– Entonces, no me obligues a hacerlo. Has ido demasiado lejos, Rinaldo. Siempre pasa igual. Te pones furioso y olvidas quién eres. Hay demasiada gente que salta cuando tú lo ordenas, pero Alex no es así. Por eso te has enfadado.
– Haz lo que te dé la gana -dijo él entonces.
– Alex, no quiero que te vayas, pero si es lo que deseas te llevaré de vuelta a Florencia ahora mismo -afirmó Gino.
– ¿De verdad quieres que me quede?
– Por supuesto que sí, pero sólo si tú también lo deseas.
– Me quedaré aquí si se me pide con educación.
Sonriendo, Gino tomó su mano y se puso de rodillas.
– Alex, ¿me harías el honor de ser mi invitada?
– Acepto -dijo ella, temiendo que Rinaldo explotara al ver la escena. Estaba mirándolos a los dos con una expresión que no presagiaba nada bueno.
– Si querías quedarte, ¿por qué has montado ese número?
– No, aquí el que monta números eres tú -replicó Alex, tan tranquila-. Y ahora, me voy a mi habitación.
Teresa había terminado de colgar su ropa en el armario y se disponía a salir de la habitación con un par de vestidos para planchar.
– No hace falta, lo haré yo -dijo Alex, en italiano.
– Oh, no. Ahora es usted la señora de la casa.
– Por favor, que Rinaldo no la oiga decir eso o me matará mientras duermo. Eso, si antes no lo mato yo.
Estaba furiosa con él. ¿Cómo se atrevía a portarse amablemente si luego iba a clavarle un cuchillo por la espalda?
Y ella había caído en la trampa, claro. Como una boba. Se había dejado seducir por la tierra, por la puesta de sol…
Seguro que ahora mismo se estaba riendo de ella.
Intentando olvidarse del irritante Rinaldo Farnese, Alex miró alrededor. La habitación era grande, con muebles antiguos y brillante suelo de madera. No se parecía nada a su moderna habitación en Londres, pero le gustaba.
Movida por un impulso repentino, salió de la habitación y bajó a la puerta, donde se detuvo un momento para respirar el aire fresco de la noche.
– ¿Me sigues dirigiendo la palabra?
Alex se volvió, riendo, al oír la voz de Gino.
– No estoy enfadada contigo. Al contrario.
– Ah, entonces no tengo nada que temer.
– Pero si no te hubieras puesto de rodillas, me habría marchado.
– En mi corazón, siempre estoy de rodillas ante ti.
Ella soltó una carcajada.
– No digas tonterías o me las tomaré en serio. ¿Y entonces qué?
– ¡Que estaría en el cielo! Ven, voy a enseñarte los establos. Hay un caballo que te gustará.
Mientras caminaban, Alex oyó ruido de pisadas y cuando se volvió vio que Brutus iba tras ellos.
– Hola, perrazo -sonrió, acariciándole las orejas-. Vale, pero no me comas. Bueno, ya… ya está bien.
– Era el perro de Maria -le contó Gino-. Lo trajo con ella el día de la boda… Entonces era un cachorrillo. Ahora es muy viejo, pero Rinaldo se gasta un dineral en mantenerlo sano.
– Pobrecito… pero tiene cara de cachorro.
– ¿Con quince años? -sonrió Gino-. Tiene artritis, pero le ponen inyecciones todos los meses para que no le duela. Mi hermano se gasta más dinero en Brutus que en sí mismo.
Alex recordó entonces que Rinaldo se había llevado al perro cuando intentó acariciarlo. Seguramente era muy posesivo con él; al fin y al cabo, era la única criatura viva que le recordaba a su difunta esposa.
Pero habían pasado quince años. ¿Cómo podía un hombre estar de luto quince años?
Gino la llevó a los establos y cuando encendió la luz, Alex vio tres caballos que la miraban con curiosidad.
– Ese grande es de Rinaldo. Este otro es el mío y éste, de los dos, pero puedes montarlo cuando quieras.
Era un caballo castaño de ojos simpáticos.
– Tiene cara de buena persona.
Gino soltó una carcajada.
– Saldremos a pasear mañana, si te parece. Al atardecer, cuando haga un poco de fresco.
Cuando salieron del establo, Gino le pasó un brazo por la cintura.
– Oye, compórtate -rió Alex, corriendo hacia la casa.
Pero él la siguió y la atrapó en la escalera de la entrada.
– Eres una mujer muy mala. ¿Quieres que vuelva a ponerme de rodillas?
– No seas tonto. Y suéltame, es hora de irse a la cama.
La respuesta de Gino fue estrecharla entre sus brazos. Pero Alex no podía enfadarse, porque Gino Farnese era como un cachorro juguetón que sólo necesitaba un poco de afecto.
– ¿No podríamos…?
– No podríamos nada -lo interrumpió ella-. Venga, suéltame. Estoy prometida.
– Pero si no lo estuvieras, podríamos…
– He dicho que ya está bien -insistió Alex, intentando no reírse.
– Sólo un besito.
Gino consiguió darle un beso antes de que ella pudiera salir corriendo. Y enseguida oyó una especie de gruñido sobre su cabeza. Era Rinaldo, que había observado la escena desde su ventana.
– ¿Lo has visto? -preguntó Gino.
– ¡He visto más que suficiente!
– Me quiere. Me quiere…
– Vete a la cama -dijo su hermano, cerrando la ventana.
El funeral de Enrico tuvo lugar al día siguiente en el Duomo. Sus parientes de Florencia habían decidido que la catedral era el único sitio apropiado para un hombre tan importante como él.
– Supongo que querrás que lleven tu equipaje al hotel -le había dicho Rinaldo, antes de salir de casa.
– ¿Por qué iba a querer eso? -preguntó Alex, sorprendida.
– ¿No tenías tantas ganas de irte?
– Eso fue antes de que Gino me pidiese amablemente que me quedara.
El tono irónico no dejaba lugar a dudas: estaba riéndose de él.
– No juegues conmigo, Alex.
– No estoy jugando. He aceptado una invitación que tú mismo me hiciste. ¿Ya se te ha olvidado?
– No, no se me ha olvidado -contestó él. Aunque, en aquel momento, parecía lamentarlo.
– ¿Sientes haberme invitado?
– Sí.
– ¿Pasa algo? -preguntó Gino.
– Nada. Rinaldo me estaba preguntando si he dormido bien -sonrió Alex.
– Prométeme que te quedarás -dijo Gino, tomándola por la cintura.
– El tiempo que tú quieras -contestó ella.
Rinaldo se alejó sin decir una palabra.
Fueron los tres juntos a Florencia y cuando entraron en el Duomo empezaron los murmullos, Alex se fijó en Montelli y en su expresión de rabia al verla con los Farnese.
Eso la hizo sonreír. Una vez olvidado el fastidio que le produjo la «gentil invitación», casi le estaba agradecida a Rinaldo por quitarle a aquellos buitres de encima. Casi, pero no del todo.
En la recepción posterior al funeral, Isidoro se acercó.
– Le he prometido a una docena de personas que hablarías con ellas.
– Sí, claro… más adelante.
– Pero…
– Puedes decirles que los Farnese son los primeros en mi lista.
– Los vi llegar contigo al Duomo, como si fueran tus guardaespaldas -dijo Isidoro en voz baja-. ¿Te están reteniendo contra tu voluntad?
Alex negó con la cabeza.
– En realidad, es al revés. No te preocupes, yo tengo mis propios planes.
– ¿Los Farnese saben cuáles son?
– Ellos creen que sí. Isidoro, líbrame de los buitres. Diles que hablaré con ellos cuando pueda.
Se habría marchado en ese instante, pero sus primos se acercaron para saludarla. Cuando se reunió con los Farnese de nuevo, estaba sonriendo.
– ¿De qué te ríes? -preguntó Gino.
– Me han invitado a cenar. Y he dicho que sí, mientras pudiera ir con vosotros. Entonces se les ha cambiado la cara.
Rinaldo soltó una carcajada.
– Podríamos dar una vuelta de tuerca: invitarlos nosotros mismos.
– Pero yo no podría aconsejarles que aceptaran porque no sé qué pondrías en la sopa -sonrió Alex-. Aunque, pensándolo bien, sí, les aconsejaría que aceptaran.
Rinaldo sonrió, con gesto conspirador.