Capítulo 3

Alex decidió tomarse un día de vacaciones para visitar Florencia. Eso era mucho mejor que quedarse en la habitación, esperando a ver cuál era el siguiente paso de Rinaldo Farnese.

Pero cuando llegó al vestíbulo se encontró con la imponente figura del señor Montelli y, a regañadientes, accedió a sentarse con él en la cafetería del hotel.

– He venido para solucionar sus problemas -sonrió, obsequioso.

Naturalmente, Alex se puso en guardia.

– No creo que conozca usted mis problemas -contestó ella.

– Lo que quiero decir es que estoy dispuesto a comprarle la hipoteca sobre la granja Farnese- ¿Cree que podríamos llegar a un acuerdo?

– Es posible, pero no ahora mismo. Quiero darle una oportunidad a los Farnese.

Montelli se encogió de hombros.

– No pueden reunir el dinero.

– ¿Cómo lo sabe?

– Ah… esas cosas se saben. Y supongo que usted querrá cobrar ese dinero lo antes posible.

Como eso era precisamente para lo que había ido a Italia, podría parecer poco razonable que Alex se sintiera ofendida. Pero, por alguna razón, no quería hacer tratos con el señor Montelli. Aquel hombre estaba demasiado seguro de sí mismo.

– Me temo que no puedo discutirlo con usted hasta que lo haya hablado con ellos.

El señor Montelli mencionó una cifra y Alex tragó saliva. Era más de lo que le debían y ella era, al fin y al cabo, una mujer de negocios.

Pero su sentido de la justicia era más importante.

– Tengo que hablar antes con los Farnese.

– No soy un hombre paciente, signorina.

– Pues me arriesgaré a perder su oferta. Y ahora, si me disculpa…

Cuando se levantaba, Montelli la sujetó por la muñeca.

– No hemos terminado.

– ¿Cómo que no? Si no me suelta ahora mismo, le daré una bofetada que va a oírse en toda la plaza -replicó Alex.

– Si no lo hace usted, lo haré yo mismo -oyó la voz de Gino Farnese a su espalda.

Montelli la soltó, fulminando a Farnese con la mirada.

– ¿Quiere que le pegue? -preguntó Gino.

– No se atreva a hacerlo. Si alguien tiene que pegar a alguien, ésa soy yo. Y lo haría con sumo gusto.

Gino soltó una carcajada.

– Váyase de aquí, Montelli.

El hombre se levantó y salió de la cafetería sin decir nada.

– Qué pena. He perdido mi oportunidad de rescatar a una damisela en apuros. ¿No podría haber fingido estar un poquito asustada?

– No creo que a su ego le haga mucha falta -rió Alex.

Signorina, usted me entiende perfectamente.

Decía signorina con un tono simpático, agradable. Al contrario que su hermano, Gino Farnese era un seductor, un chico simpático y poco complicado. Un acompañante excelente para ver Florencia, pensó.

– ¿Iba a salir?

– Sí, pensaba ir de visita. No conozco la ciudad.

– ¿Puedo acompañarla? Estoy a su servicio.

– Muy bien. Vamos a tomar un café y lo discutiremos.

Encontraron un pequeño café en la plaza, frente a la estatua del oso. Alex esperó que le hablase sobre la tradición de frotar la nariz, pero Gino no lo hizo.

Claro, pensó, él sabía que su hermano había ido a visitarla por la noche. De modo que aquel no era un encuentro fortuito.

Seguramente Rinaldo le habría pedido que fuese a verla para ver si la seducción funcionaba mejor que las groserías.

«Estupendo, guapo, me encantaría pasar el día contigo. Pero no vas a engañarme», pensó.

– ¿Montelli le ha hecho daño? -preguntó Gino entonces, tomando su mano.

– No, no me ha hecho daño.

– ¿Quiere que la lleve a la galería de los Uffizi? En Florencia tenemos las mejores colecciones de arte del mundo.

– Encantada.

Alex intentó fijarse en todos los cuadros y mostrar admiración, pero aquello era demasiado para ella. En Florencia había arte por todas partes.

Comieron en un restaurante a la orilla del río Arno, cerca del Ponte Vecchio.

– No puedo dejar de mirar el puente. Todos esos edificios encima, como si quisieran hundirlo en el agua… Es milagroso que no se haya hundido.

– Cierto -asintió Gino-. Pero es que Florencia es una ciudad milagrosa. El sesenta por ciento del arte mundial está aquí. Durante los últimos siglos…

Alex lo escuchaba, fascinada. ¿En qué otro lugar del mundo un granjero hablaría de arte?

Pero aquello era Florencia, la cuna del Renacimiento, el lugar que había producido a tantos grandes artistas.

– Lo siento -dijo él de repente-. ¿La estoy aburriendo?

– En absoluto. Parece usted un hombre del Renacimiento, de aquellos que eran capaces de dominar varias disciplinas artísticas a la vez. Supongo que el alma de ese hombre del Renacimiento sigue por aquí.

– Por supuesto, ése es nuestro orgullo. Aunque Rinaldo no está de acuerdo, porque a él sólo le importa la tierra. Sin embargo, yo creo que un hombre debe tener un alma artística… aunque sus manos estén llenas de callos.

Alex sonrió, preguntándose si de verdad sus manos estarían llenas de callos. Las de Rinaldo, seguro. Ese hombre parecía ser parte de la tierra.

– Había pensado llevarla al Duomo después de comer, pero…

– ¿Podríamos ir en otro momento? Ahora mismo no podría admirar otra catedral.

– Muy bien. Entonces hagamos algo más divertido y menos artístico.

– ¿Por ejemplo? -preguntó ella, recelosa.

– Montar a caballo.

– Ah, eso me encantaría.

No había llevado ropa de montar, de modo que fue necesario hacer algunas compras. Gino, como buen italiano, era un gran conocedor de la moda femenina y no la dejó elegir hasta que hubo aprobado el modelo.

– Ése, perfecto. Va estupendamente con su tono de piel.

Poco después, dejaban atrás Florencia para tomar la carretera que llevaba a las colinas. En un pequeño establo, Gino eligió un par de caballos y salieron a recorrer el campo. Alex se sintió cómoda enseguida con su yegua, un animal de dulce disposición.

Tras galopar casi una hora se detuvieron en un pueblecito. El hostal tenía una terraza en la que comieron un queso fuerte, aceitoso, riquísimo.

– Hacía siglos que no montaba a caballo -sonrió Alex-. Ha sido estupendo.

Por primera vez desde que llegó a Italia se sentía cómoda, relajada. David, sin embargo, jamás se encontraría a gusto allí. Él sólo montaba a caballo en su elegante mansión a las afueras de Londres.

Entonces se dio cuenta de que no había hablado con él desde que llegó a Florencia. Lo había llamado por la noche, pero tenía puesto el contestador.

Y cuando sacó su móvil del bolsillo comprobó que estaba apagado. Aunque no recordaba haberlo hecho.

Tenía un mensaje de David, pero cuando lo llamó de nuevo saltó el contestador.

– ¿Llama a su amante? -preguntó Gino.

– ¿Qué?

– Perdón, no tenía derecho a preguntar eso. Pero me gustaría saberlo.

– Yo no tengo amante, tengo novio -contestó Alex-. ¿Y por qué quiere saberlo? ¿Para comprobar si voy a traer refuerzos?

Gino negó con la cabeza.

– No, tengo otras razones.

Sus ojos le decían cuáles eran esas razones.

– Es usted como Rinaldo, siempre juega escondiendo sus cartas -dijo él entonces.

– ¡No se atreva a decir que soy como él! Su hermano es un grosero.

– ¿Qué le dijo anoche?

– No dejé que me dijera nada -replicó Alex.

– A mi hermano no le gusta que alguien tenga poder sobre él. Por eso está tan enfadado.

– Bueno, todo se arreglará pronto. Espero.

– ¿Cómo? Usted quiere el dinero…

– No soy una mercenaria… aunque Rinaldo lo crea.

– Lo siento, no quería decir eso. Pero si nosotros no podemos pagarle, otro estará dispuesto a hacerlo. Montelli, por ejemplo. ¿Alguien más se ha puesto en contacto con usted?

Alex levantó una ceja.

– ¿Por qué no le dice a su hermano que deje de tratarme como si fuera tonta? Me temo que está perdiendo el tiempo.

Él soltó una carcajada.

– El día no ha terminado. Y aunque no lo crea, la hipoteca cada vez me importa menos. Hay otras cosas mucho más importantes.

Alex sonrió. El tipo era encantador, desde luego.

Llegaron al establo cuando se ponía el sol. Gino habló poco mientras volvían a Florencia, pero cuando detuvo el coche frente al hotel le preguntó si podían cenar juntos.

– ¿Para asegurarse de que no ceno con otra persona?

– No, no es por eso.

– Muy bien. De acuerdo.

Era un chico muy simpático y le gustaba tontear con él. Además, estaba claro lo que pretendía, de modo que no había peligro alguno.

No pensaba serle desleal a David y saliendo con él podría averiguar algo que le facilitase las cosas con los Farnese.

Gino quedó en ir a buscarla a las nueve, de modo que tuvo tiempo de pasarse por las tiendas del hotel, que tenían la última moda de Milán.

Y cuando volvió a su habitación, era la orgullosa propietaria de un vestido de seda azul y de unas sandalias plateadas de tacón de aguja.

Gino levantó las cejas al verla.

Signorina, será un honor que me vean con usted.

Alex soltó una carcajada.

– ¿Qué he dicho? -preguntó él.

– No, nada. Es que me hace mucha gracia lo de signorina. Creo que ha llegado el momento de tutearnos. Por favor, llámame Alex.

– Y tú, Gino.

– Bueno, ¿cenamos o vamos a quedarnos aquí toda la noche?

– ¿Puedes andar con esas sandalias?

– Claro que puedo -sonrió ella-. Es una cuestión de equilibrio. Y a mí se me da muy bien mantener el equilibrio.

Pasearon por la orilla del Arno y se detuvieron en las tiendecitas de los orfebres, que llevaban siglos allí, antes de sentarse en la terraza de un restaurante.

Las luces se reflejaban en el río y el ambiente tenía cierto tono mágico, encantador. Era una delicia estar allí.

Gino resultó ser el anfitrión perfecto, contándole cosas de su infancia mientras tomaban canapés de hígado de pato y bistecca a la florentina, un filete a la panilla.

– Lo hacen como en el siglo XIV -le explicó-. La leyenda dice que los magistrados de la ciudad lo hacían ellos mismos en el Palazzo Vecchio, así no perdían el tiempo yendo a casa a comer.

– Te lo estás inventando.

– Te juro que no. Es la leyenda.

– Cuando una leyenda es más poderosa que la realidad, hay que creer en la leyenda, ¿no?

– Claro. Porque eso es lo que la gente quiere creer -asintió él.

– Y tu hermano quiere creer que yo soy la bruja mala -rió Alex.

– ¿Sabes que lo haces continuamente?

– ¿Qué hago?

– Hablar de Rinaldo -contestó Gino-. Pareces estar convencida de que no soy más que un títere de mi hermano…

– Yo no he dicho eso.

– No estoy aquí por órdenes de mi hermano, Alex.

– Muy bien, te creo.

– Estupendo. Vamos a celebrarlo con champán.

Cuando él se levantó, Alex se apoyó en el respaldo de la silla, pensativa. Era cierto, pensaba todo el tiempo en Rinaldo. Era una presencia invisible, pero constante.

Gino volvió poco después con una botella de champán y siguió hablándole de su infancia.

– Nunca olvidaré la primera vez que mi padre me trajo a los carnavales. Él era un niño en el fondo. Mi madre siempre decía eso.

– ¿Cuántos años tenías cuando tu madre murió?

– Ocho.

– ¿Tu padre volvió a casarse?

– No, nunca.

– Por lo que he oído, era una persona encantadora.

– Lo era. Por supuesto, en opinión de Rinaldo era un frívolo… Mi padre solía decirle: «alegra esa cara, el mundo no es tan malo como crees».

– Ahora eres tú el que habla de Rinaldo -sonrió Alex.

– Sí, es verdad.

– ¿Tu hermano siempre ha sido tan… amargado?

– Siempre ha sido una persona muy seria, pero desde que su mujer murió…

– ¿Su mujer?

– Sí, se llamaba María y era de Fiesole. Fueron novios desde la adolescencia… creo que se prometieron con quince años, pero se casaron a los veinte.

– ¿Cómo era ella? -preguntó Alex, curiosa.

– Guapa, gordita, muy maternal. Seguramente a ti te parecería una chica antigua, porque sólo se dedicaba a la familia. Mi madre había muerto por entonces, así que fue estupendo tenerla en casa.

– ¿Por eso se casó Rinaldo, para tener a alguien en la cocina?

– No, no, estaba loco por ella -contestó Gino-. Yo entonces tenía diez años y Maria era una gran cocinera… bueno, a esa edad era lo único que me importaba. Y Rinaldo era feliz. Era un hombre feliz -añadió, pensativo.

– ¿Qué pasó?

– Maria murió en el parto dieciocho meses después de la boda.

– Qué pena -murmuró Alex-. ¿Cuándo fue eso?

– Hace quince años.

– Debió de ser terrible para él.

– Sí, horrible. Rinaldo no estaba allí cuando ocurrió. Nadie esperaba que Maria se pusiera de parto a los siete meses y él estaba en Milán, comprando maquinaria para la granja… Yo estaba en el hospital cuando llegó y nunca olvidaré su expresión. Era como si se hubiera vuelto loco. Cuando el médico le dijo que María había muerto, entró en la habitación y se abrazó a ella… El niño estaba vivo, pero no pudo abrazarlo siquiera porque lo habían metido en una incubadora. Murió un par de horas después.

– Qué horror.

– Sí. Mi hermano se quedó como en trance y durante el funeral parecía como si no supiera lo que estaba pasando. Desde entonces, no ha vuelto a hablar ni de Maria ni de su hijo. Si yo digo algo, me interrumpe. Es como si una parte de él hubiera muerto con ellos.

– Ya, entiendo. Y supongo que nunca habrá vuelto a casarse.

– No, claro que no. No se arriesgaría a pasar por eso otra vez.

– Pero eso es imposible. Nadie tendría tan mala suerte.

– Ya, pero… Desde que Maria murió, Rinaldo se ha dedicado a la granja en cuerpo y alma.

– ¿Y tú?

– Teóricamente, tengo la misma autoridad que mi hermano, pero no es verdad. Además, él es el mayor.

Alex se mordió los labios. La tragedia de Rinaldo Farnese ponía todo en perspectiva; su actitud grosera, su hostilidad… Lo imagina de joven, el día que perdió a su mujer y a su hijo, desesperado, con el corazón roto…

– ¿Quieres que volvamos al hotel? -preguntó él.

– Sí, por favor. La verdad es que estoy un poco cansada.

En la puerta del hotel, Gino tomó su mano.

– Te pediría que volviéramos a vernos, pero pensarías que lo hago por orden de Rinaldo, así que no lo haré.

– Eso es muy inteligente por tu parte -sonrió Alex.

– Puedo llamarte, ¿verdad?

– Sí, pero no mañana.

Gino asintió. Luego se inclinó un poco y le dio un beso en la mejilla.

Gino entró en la casa intentando no hacer ruido, pero no sirvió de nada.

– Buenas noches -dijo Rinaldo, sin levantar la mirada de la pantalla del ordenador.

– ¿No podías dormir?

Su hermano no contestó. Volviéndose en la silla, estiró las piernas y se cruzó de brazos.

– Pareces el gato que se comió al canario. Y espero que el canario fuera sabroso.

– No seas grosero.

– Y también espero que no hayas olvidado que estabas allí con un propósito. No ibas a pasarlo bien, Gino. Se supone que ibas a neutralizar una amenaza.

– Alex no es una amenaza -replicó él.

– Ah, estupendo, te ha conquistado. Pues recuerda que es la mujer que estaba negociando con Montelli en el funeral de papá.

– No estaba negociando. Montelli ha vuelto a intentarlo hoy y ella lo ha mandado a paseo. Lo he visto con mis propios ojos.

– ¿Ha ido al hotel?

– Estaban en la cafetería cuando llegué. Montelli la tenía agarrada del brazo y ella lo amenazó con darle una bofetada.

– Claro, porque te había visto.

– No me había visto, Rinaldo.

– Yo conozco a las mujeres mejor que tú, Gino. Y, evidentemente, eres una causa perdida. ¿Qué ha hecho, pestañear, mirarte con sus ojitos azules?

– No son exactamente azules -dijo Gino entonces-. Son más bien… violetas.

– Pues a mí me parecen de un azul corriente y vulgar.

– A lo mejor no has mirado bien.

– Los he mirado con recelo, que es como hay que mirarlos -replicó Rinaldo.

– No sé, a lo mejor era el vestido. Se ha puesto un vestido de seda con un escote en la espalda que… -empezó a decir Gino.

– No quiero saber nada más -lo interrumpió su hermano-. Estás haciendo el tonto…

– Si quieres decir que estoy hechizado, me declaro culpable.

– Hechizado… ¿tú estás loco? Te envío a una misión y vuelves enamorado como un crío. Seguramente ahora mismo se está riendo de ti. De hecho, no me extrañaría nada que hubiese llamado a Montelli en cuanto te fuiste.

– Estás decidido a pensar lo peor, ¿verdad?

– Tengo mis razones.

– No sabes nada sobre ella, Rinaldo. Eso son prejuicios…

– ¿Y es culpa mía?

– Claro que sí. ¿Por qué no le das una oportunidad?

Su hermano dejó escapar un suspiro.

– No depende de mí. Estamos en sus manos y eso es lo que me vuelve loco.

– No te preocupes. Alex está loca por mí y yo por ella. A partir de ahora, todo va a salir bien.

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