Rinaldo Farnese por fin apartó los ojos de la mujer que era su mayor enemigo. Había notado, desapasionadamente, que era guapa y sofisticada, un detalle que habría aumentado aún más su ira si hubiera sido posible. Todo en ella confirmaba sus sospechas, desde el cabello rubio al elegante traje de chaqueta.
Había llegado el momento de que familiares y amigos dijesen unas palabras en el funeral. Eran muchos porque Vincente Farnese había sido una persona muy querida. Algunos eran personas mayores, compañeros de juerga, que se pasaban el día bajo el sol de la Toscana, bebiendo y recordando los buenos tiempos.
Había también mujeres maduras, con muchas de las cuales su padre mantuvo algún tipo de relación.
Y, por fin, estaban sus hijos. Gino habló, emocionado, recordando la alegría de su padre, su buen carácter:
– Tuvo una vida dura, trabajando muchas horas para que su familia prosperase. Pero eso nunca lo amargó. Y hasta el final de sus días, nada le gustó más que una buena broma.
Gino se quedó en silencio y un escalofrío pareció recorrer a los congregados. Ya todos conocían la última «broma» de Vincente Farnese.
El rostro de Rinaldo no reveló sus sentimientos mientras daba un paso adelante para tomar la palabra:
– Mi padre era un hombre que sabía ganarse el amor de los demás. Eso queda probado por la presencia de sus amigos aquí hoy. Es lo que se merece. Y os agradezco a todos que hayáis venido para despediros de él.
Eso fue todo. Parecía como si le hubieran arrancado esas palabras contra su voluntad.
El grupo empezó a disgregarse. Rinaldo miró a Alex un momento y luego se dio la vuelta.
– Espera -dijo Gino, tomándolo del brazo.
– No.
– Tenemos que conocerla queramos o no. Además… es guapísima.
– Estamos en el funeral de papá, Gino. Ten un poco de respeto -lo regañó su hermano.
– A papá no le importaría. Es más, habría sido el primero en piropearla. ¿Habías visto alguna vez una belleza así, Rinaldo?
– ¿Te gusta? Pues me alegro por ti. Así el trabajo te será más fácil.
Gino miró al abogado de la signorina Dacre y le hizo un saludo con la cabeza antes de acercarse.
Alex estaba pendiente de sus movimientos. Gino Farnese era un hombre guapo. Incluso vestido de negro, desprendía alegría. Y no sólo por su edad; esa alegría debía de estar en su naturaleza.
– Gino, esta es la signorina Alexandra Dacre -los presentó Isidoro-. Enrico era su tío abuelo.
– He oído hablar de la señorita Dacre -sonrió él.
– Empiezo a pensar que toda Florencia ha oído hablar de mí -ella le devolvió la sonrisa.
– Toda la Toscana. Esto no pasa todos los días.
– Supongo que no sabía nada -dijo Alex.
– Nada en absoluto hasta que el abogado leyó el testamento -dijo Gino.
– Y supongo que no habrá sido una sorpresa muy agradable. Me extraña que quiera saludarme.
– No es culpa suya. Pero tenemos que hablar.
– Sí, tenemos que hablar -asintió ella-. ¿He hecho mal viniendo al funeral de su padre? Quizá no debería… pero lo he hecho con la mejor intención.
– Sí, ha hecho mal -dijo una voz entonces-. ¿Por qué ha venido?
– Rinaldo, por favor -murmuró Gino.
– No, tiene razón -se apresuró a decir Alex-. Ha sido un error. Es mejor que me vaya.
– Pero hemos organizado una recepción en el hotel Favello. Enrico era el mejor amigo de mi padre y usted es su sobrina. Tiene que venir.
– No sé si debo.
Rinaldo la fulminó con la mirada antes de alejarse.
– El hotel no está lejos. Venga conmigo -suspiró Gino.
– No hace falta, me alojo allí. Nos veremos en la recepción.
– Muy bien.
Alex dejó escapar un suspiro cuando el joven se reunió con su hermano.
– ¿Vienes conmigo a la recepción, Isidoro?
– Si vas a meterte en la boca del lobo tendré que acompañarte -dijo el hombre, resignado.
– Vincente Farnese tenía muchos amigos, ¿no?
– Sí, era un hombre muy querido. Pero en la recepción también habrá buitres esperando quedarse con un pedazo de la herencia. Cuidado con un hombre que se llama Montelli. No tiene escrúpulos y si Rinaldo te ve hablando con él…
– ¿Qué? -lo interrumpió Alex-. Tengo la impresión de que ese hombre se enfadará conmigo haga lo que haga. ¿Has visto cómo me ha mirado?
– Sí, lo he visto. Por eso te advierto.
El hotel era un edificio renacentista que había pertenecido a la familia Favello durante siglos y que, a pesar de haber sido convertido en hotel de lujo, seguía manteniendo ese aire de casona antigua.
Alex subió a su habitación con intención de darse una ducha. El mes de junio en Florencia era más caluroso que el de agosto en Londres y se sentía incómoda y pegajosa. Pero no podía ducharse si quería llegar a tiempo a la recepción. De modo que se arregló un poco el maquillaje y se contempló en el espejo. Estaba inmaculada, como siempre.
Habría sido una exageración vestirse de negro por un hombre al que no conocía, pero llevaba un traje de lino azul oscuro, adornado únicamente por un broche de plata. Como hacía mucho calor, se quitó la chaqueta y bajó al vestíbulo del hotel.
Se alegró al ver que la sala donde tendría lugar la recepción estaba llena de gente; así podría pasar más o menos desapercibida.
Isidoro le hizo señas con la mano.
– Los que te miran desde la esquina son los parientes de Enrico.
– ¿También están enfadados conmigo?
– Por supuesto. Ellos esperaban heredar más.
– Así que voy a recibir disparos por ambas partes -suspiró Alex.
– Esto es Italia -sonrió Isidoro-. La cuna de las peleas de sangre. Cuidado… aquí vienen.
Dos hombres y una mujer se acercaron para saludarla, no abiertamente agresivos, pero sí cautos. El mayor le dijo que «tenían asuntos que discutir».
Alex asintió y el grupo se dio la vuelta. Pero tras ellos había un hombre muy alto de mediana edad que se presentó como Leo Montelli y le dijo que «cuanto antes hablasen, mejor».
Después de él llegó el propietario de una finca que lindaba con la granja de Farnese y luego el director de un banco.
Una cosa estaba clara: todo el mundo sabía quién era y por qué estaba allí.
Y quien mejor lo sabía era Rinaldo Farnese, que la estudiaba atentamente. Su rostro era inescrutable, pero Alex tuvo la impresión de que estaba tomando notas sobre ella.
– Isidoro, me voy. No me encuentro cómoda.
– ¿Quieres que prepare una entrevista con los Farnese?
– Sí, bueno… como quieras. Pero yo me voy.
– Espera, parece que Rinaldo quiere hablar contigo -murmuró Isidoro entonces.
– Quiero que se vaya. No debería estar aquí -dijo él a modo de saludo.
– Oiga…
– Márchese ahora mismo o la obligaré a hacerlo.
– Signore Farnese… -empezó a decir Isidoro.
– Iba a marcharme de todas formas -lo interrumpió Alex-. Y si ésta no fuera una ocasión solemne, sería un placer decirle lo que pienso de usted -añadió, antes de salir de la sala sin darle tiempo a replicar.
Si pudiera vender la granja a un tercero para hacerle daño, lo haría, pensó.
El hotel Favello estaba en la Plaza de la República, en el corazón medieval de Florencia, cerca del Palazzo Vecchio, del Duomo, del fascinante Ponte Vecchio sobre el río Arno y muchos otros lugares que Alex se había prometido a sí misma visitar.
Y aquella noche pensaba cenar fuera, preferiblemente en un restaurante desde el que pudiera ver todos esos edificios.
La temperatura había bajado un poco al caer la tarde y la habitación del hotel tenía aire acondicionado, pero el calor de Florencia parecía penetrarle hasta los huesos.
Después de ducharse, Alex se puso un vestido de lino blanco sin sujetador. Con aquel calor, ni siquiera podía soportar las medias.
Pero cuando iba a salir de la habitación alguien llamó a la puerta.
Y quien estaba al otro lado era Rinaldo Farnese. Se había quitado la chaqueta negra y la sujetaba sobre el hombro de una camisa blanquísima.
– No la molestaré mucho -dijo, entrando en la habitación.
– No recuerdo haberlo invitado -protestó ella.
– Yo tampoco la he invitado a venir y aquí está -replicó Rinaldo.
– Iba a cenar…
Un caballero se habría ofrecido a invitarla, pero Rinaldo Farnese se encogió de hombros.
– Entonces seré breve. Isidoro me ha dicho que estaba usted a punto de marcharse de la recepción cuando me acerqué.
– Ya se lo dije. Me encontraba incómoda.
– Siento haberle hablado así.
Alex lo miró, sorprendida.
– ¿Lo siente? Supongo que decir eso le estará costando un mundo.
– No soy conocido por mi don de gentes -asintió él, burlón.
– ¿No me diga?
– ¿Piensa desconcertarme con esas ironías? No se moleste.
– Tiene razón. A usted la opinión de los demás le da completamente igual. Y seguro que la grosería tiene sus ventajas -replicó Alex-. Además, ¿puedo recordarle que asistí a la recepción por invitación de su hermano? No fue idea mía y, de haber sabido que ésa iba a ser su reacción, no habría aparecido por allí.
A pesar de su enfado, Alex sentía curiosidad por aquel hombre. En comparación con su refinado prometido, Rinaldo Farnese era como un animal salvaje, alguien que a duras penas podía controlar su temperamento.
Pensó entonces en David, que nunca hacía nada que no hubiese planeado de antemano. No podía imaginarlo perdiendo el control. Y estaba segura de que Rinaldo lo perdía con facilidad.
Extrañamente, eso no la asustaba, sino todo lo contrario; aumentaba su curiosidad.
Él empezó a pasear por la habitación, como si aquel sitio lo ahogara. Alex se percató de que era muy alto, más de metro ochenta y cinco, atlético y de espalda ancha.
– Ahora los ha visto a todos. A todos los buitres que esperan a la cola. Y creen que usted sólo está interesada en el dinero. ¿Es así?
– Yo… bueno, veo que es usted muy directo.
– He venido aquí para saber cuáles son sus planes. ¿Eso es suficientemente directo para usted?
– Sinceramente, aún no tengo un plan definido. Estoy esperando a ver qué pasa.
– ¿Se ve a sí misma como granjera?
– No, no soy granjera ni tengo deseos de serlo.
– Una decisión muy sabia. Entonces, ¿qué piensa hacer?
– Discutir la situación con usted. Los buitres pueden pensar lo que quieran, pero usted tendrá la oportunidad de redimir la deuda de su padre.
– ¿Seguro?
– Mire, no soy ningún monstruo y sé que a veces cuesta trabajo reunir dinero. Yo misma me dedico a la gestión de empresas…
– Lo sé, trabaja con dinero. Y eso es lo único que le importa -la interrumpió Rinaldo.
– Bueno, ya está bien. No voy a permitir que me hable en ese tono. Yo no soy responsable de su situación.
– Pero no le importa beneficiarse de ella.
– No me importa beneficiarme del testamento de mi tío Enrico porque eso es lo que él quería. Siento que haya sido una sorpresa para usted, pero no es culpa mía que su padre no les contase nada…
– ¡No se atreva a hablar de mi padre!
Alex lo miró, atónita. ¿Cómo se atrevía a hablarle en ese tono?
– Y usted deje de culparme por una situación de la que yo no soy responsable -replicó, intentando mantener la calma.
– Nadie duda de su derecho a la herencia, pero le sugiero que tenga cuidado.
– Lo que quiere decir es que me porte como a usted le conviene, ¿no? -replicó ella, a punto de perder la paciencia.
– Digamos que debería considerar la situación antes de hacer nada al respecto. Recibirá su dinero, pero a plazos.
– Eso no me vale, lo siento. Tengo otros planes.
– Si sus planes entran en conflicto con los míos, le sugiero que los cambie -le espetó Rinaldo-. Mientras tanto, creo que debería marcharse de Italia.
– No -contestó Alex.
– Es mejor que…
– La respuesta es no.
– Signorina, usted no conoce este país.
– Más razón para quedarme. Soy medio italiana, así que también es mi país.
– No me entiende. Cuando he dicho «este país» no me refería a Italia, sino a la Toscana. Ahora no está en la fría Inglaterra. Éste es un sitio peligroso para los intrusos.
– ¿No me diga? Mire cómo tiemblo -replicó Alex, irónica.
– Quizá sería más inteligente que lo hiciera.
– Deje de intentar asustarme. No funcionará. Haré lo que me dé la gana, cuando me dé la gana. Y si no le gusta, peor para usted.
– Muy bien, usted decide. Aténgase a las consecuencias.
– Quiero el dinero y no lo quiero a plazos -dijo ella entonces-. Pero podemos solucionar el asunto a través de terceros. Un banco, por ejemplo.
El rostro del hombre se oscureció.
– No pienso involucrar a ningún extraño en esto. ¿Cree que dejaría que alguien interfiriese en un asunto familiar?
– Mire, ya estoy harta. No voy a dejarme intimidar… Si pensaba que iba a hacerlo, se ha equivocado.
– Sólo intento…
– Sé lo que intenta -lo interrumpió Alex-. Y ya he oído más que suficiente. Me voy. Si desea hablar conmigo, póngase en contacto con mi abogado.
– ¡Ni hablar!
– Pues entonces no tenemos nada más que decirnos, señor Farnese -dijo ella, tomando el bolso para salir de la habitación.
Rinaldo la siguió.
– ¿Con quién ha quedado? -preguntó él.
– ¡Pero bueno…!
– ¿Con cuál de los buitres?
– No es asunto suyo.
– Si va a encontrarse con Montelli, sí es asunto mío -dijo Rinaldo entonces, interrumpiéndole el paso.
– Si fuese a ver al señor Montelli lo haría en el despacho de mi abogado. Y ahora, por favor, apártese de mi camino. Tengo intención de salir a cenar.
– Puedo recomendarle un buen restaurante.
– ¿El restaurante de un amigo suyo, para vigilarme?
– Es usted muy suspicaz.
– ¿Yo? Eso sí que tiene gracia.
– Y también es una mujer inteligente.
– Lo suficiente como para elegir restaurante por mí misma. Usted me pondría arsénico en el vino.
Rinaldo contuvo una sonrisa.
– Sólo si me incluyera en su testamento.
Lo último que Alex había esperado era una broma, pero salió de la habitación y siguió adelante sin sonreír, con Rinaldo detrás de ella.
En la plaza había un mercadillo de arte lleno de gente. Y en el centro, la estatua de un oso, sobre un pedestal. La nariz, al contrario que el resto del cuerpo, estaba muy brillante.
Dos jóvenes se acercaron entonces y frotaron la nariz del oso con la mano.
– Por eso brilla -explicó Rinaldo-. Le frotas la nariz mientras pides el deseo de volver algún día a Florencia.
Alex se acercó a la estatua. Iba a frotarle la nariz, pero retiró la mano.
– Ah, no… Pedir ese deseo significa que estoy dispuesta a irme de Florencia. Y como eso es lo que usted quiere, pienso hacer todo lo contrario.
– Veo que este asunto la divierte. Pero para mí, es una pérdida de tiempo.
– Y para mí, señor Farnese. Tomaré mi decisión cuando descubra qué le molestaría más.
Alex iba a darse la vuelta, pero Rinaldo la sujetó del brazo con mano de hierro.
– O sea, que quiere molestarme a propósito, para divertirse. Se lo advierto, signorina, para mí esto no tiene ninguna gracia. No juegue conmigo -luego apartó la mano-. Que disfrute de su cena -añadió antes de desaparecer entre la gente.
A Alex se le ocurrieron mil cosas que decirle, pero era demasiado tarde. Sólo quedaba la huella de la mano masculina en su brazo.
Pensativa, caminó por las calles hasta que encontró un restaurante. La comida era deliciosa: tarrina de pato con trufas negras y crema de champiñones con gambas. Había comido en los mejores restaurantes de Londres y Nueva York, pero aquella era una experiencia nueva. Más arte que comida.
– Definitivamente, no pienso volver a casa hasta que lo haya solucionado todo. Diga lo que diga el señor Farnese.