«Me odia. Me odia de verdad» Alex había esperado cierto resentimiento, pero no aquella abierta hostilidad. Durante el viaje de Inglaterra a Italia había estado preguntándose por Rinaldo y Gino Farnese, los dos hombres a los que, sin querer, había desposeído de parte de su herencia.
Ahora, mirando a Rinaldo a los ojos frente a la tumba de su padre, pensó que nunca había visto tanta amargura concentrada en un ser humano.
Alex parpadeó, pensando que podría ser una ilusión producida por el sol. En Toscana, las sombras contrastaban fuertemente con los colores: rojo, naranja, amarillo, verde… Colores vibrantes, intensos. Peligrosos.
«Estoy imaginando cosas», pensó.
Pero el peligro estaba allí, en los ojos llenos de furia de Rinaldo Farnese.
Isidoro, su abogado italiano, le había dicho quiénes eran los hermanos Farnese, pero Alex lo habría descubierto de todas formas. El parecido familiar era clarísimo. Los dos hombres eran altos, de facciones clásicas y brillantes ojos oscuros.
Gino, el más joven, la miraba con expresión amistosa a pesar de las circunstancias. Su pelo, muy oscuro, se rizaba un poco en la nuca y en sus ojos había un brillo de humor.
Pero no había nada amistoso ni humorístico en Rinaldo, cuyo rostro parecía esculpido en granito. Era un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años, de frente amplia y nariz romana; un rasgo poderoso en un rostro poderoso.
Incluso a distancia, Alex podía detectar una fuerte tensión, que él intentaba controlar con supremo esfuerzo.
Rinaldo Farnese no la perdonaría.
Pero, ¿por qué iba a necesitar Alex su perdón? Ella no le había hecho nada.
Quien se lo hizo fue su padre, que había hipotecado un tercio de la granja familiar sin decírselo a sus hijos.
– Vincente Farnese era un tipo encantador -le había dicho Isidoro-. Pero tenía la terrible costumbre de cerrar los ojos para no ver la realidad, siempre esperando un milagro. Rinaldo intentaba controlar en lo posible el negocio familiar, pero Vincente les tenía reservada una sorpresa para el final. Entiendo que esté disgustado.
Pero el hombre que Alex tenía enfrente no estaba disgustado. No, Rinaldo Farnese parecía dispuesto a matar a alguien.
– Quizá no debería haber venido al funeral de su padre.
– Desde luego que no -suspiró Isidoro-. Seguramente se lo habrán tomado como una provocación.
– Pero yo no quería provocar nada. Sólo conocerlos, decirles que voy a darles una oportunidad para pagar la hipoteca.
– Alex, ¿es que no lo entiendes? Estos hombres creen que no te deben nada, que eres una usurpadora. Ofrecerles una oportunidad de que te paguen la hipoteca es una receta segura para el desastre. Vámonos de aquí.
– Vete tú si quieres, yo no pienso salir corriendo.
– Más tarde es posible que lo lamentes, Alex.
– ¿Por qué? ¿Qué podrían hacerme?
Una semana antes, en un restaurante londinense con David, todo le había parecido tan fácil…
– Con el dinero de esa herencia puedes convertirte en socia de la empresa -le había dicho él.
– Y mucho más -sonrió Alex pensando en la casa que compartirían después de la boda.
David no contestó directamente, pero levantó su copa.
David Edwards, su prometido. Con cuarenta años, guapo, elegante y muy británico, era el presidente de una prestigiosa firma londinense de administración de empresas.
Alex había empezado a trabajar para ellos ocho años antes, después de terminar la carrera.
Siempre supo que algún día conseguiría ser socia de la firma, como supo que algún día se casaría con David.
Ocho años habían transformado a una chica tímida que se sentía más cómoda con las cifras que con las personas, en una mujer guapa y sofisticada.
Fue el propio David el que, sin saberlo, había dado comienzo a la transformación. Alex se quedó prendada de él desde el primer día, pero David ni siquiera se fijó en ella. Seis meses después de haber llegado a la empresa, ella oyó que le preguntaba a un colega:
– ¿Quién es la gordita del vestido rojo?
Y pasó de largo, sin saber que «la gordita» había oído el comentario.
Dos días más tarde, David anunciaba su compromiso con la hija de su socio.
Alex se centró en su trabajo sin pensar en nada más y, cinco años después, se había convertido en jefa del departamento.
Entonces el suegro y socio de David ya se había retirado y él ya no necesitaba su influencia… aunque sólo los malpensados hicieron la conexión entre ese dato y su divorcio.
En esos cinco años, Alex se esforzó mucho para transformarse físicamente y su cuerpo llegó a representar el triunfo del gimnasio. Sus piernas eran suficientemente esbeltas como para arriesgarse a usar minifalda y en su cuerpo no había un kilo de más.
Se cortaba el pelo, rubio, en la mejor peluquería de Londres, se maquillaba a la perfección y era, en definitiva, como una pulida obra de arte. Y su cerebro estaba en consonancia con su aspecto.
David y ella se convirtieron en pareja después de su divorcio y todo parecía perfectamente estructurado. El reconocimiento de la herencia iría seguido de una sociedad y, más tarde, de la boda.
– Aunque para eso aún falta tiempo -le había dicho David-, Aún no ha habido un reconocimiento de herencia, ¿verdad?
– No, pero los hermanos Farnese me deben una enorme suma de dinero. Si no pueden pagar en un tiempo razonable, me quedaré con la granja.
– Eso o vender tu parte a otra persona. Yo creo que sería lo más razonable, Alex. ¿Para qué quieres tú una granja?
– Para nada. Además, quiero darle a los Farnese la oportunidad de pagar la parte que me corresponde.
– Sí, claro, lo entiendo. En fin, tómate el tiempo que haga falta.
Alex había sonreído, agradeciendo que fuera tan comprensivo. Así las cosas serían más fáciles.
– No conoces mucho a tus parientes italianos, ¿verdad? -le preguntó David entonces.
– Enrico Mori era tío de mi madre. Vino a visitarnos un par de veces… Era un hombre muy emocional y muy nervioso, como ella.
– Y al contrario que tú.
Alex sonrió.
– Yo no puedo permitirme el lujo de ser nerviosa y emocional. La experta en melodramas era mi madre. Yo la adoraba, pero supongo que, por contraste, decidí tener sentido común. Una de las dos tenía que ser calmada y fría. Recuerdo que mi tío Enrico decía: «eres igual que tu padre». Y no era un cumplido.
– ¿Por qué?
– Mi padre murió cuando yo tenía diez años, pero jamás lo oí gritar o perder los nervios. Y eso no pega mucho con el carácter italiano.
– Tú tampoco pierdes los nervios.
– ¿Para qué? Es mejor hablar las cosas con tranquilidad. Mi madre solía decir que un día iríamos a Italia juntas y yo «vería la luz». Incluso me obligó a estudiar italiano para que no me sintiera perdida cuando visitáramos «mi otro país».
– Pero no fuisteis nunca.
– No, desgraciadamente no -suspiró Alex-. Cuando murió, hace tres años, mi tío vino al funeral.
– ¿Tú eres la única heredera de Enrico Mori?
– No, tengo unos primos que han heredado su casa y sus tierras. Era un solterón muy rico y se dedicaba a pasarlo en grande en Florencia, bebiendo y persiguiendo mujeres.
– Entonces, ¿de dónde viene tu relación con Vincente Farnese?
– Enrico y él eran viejos amigos. Hace unos años, Vincente le pidió dinero prestado a Enrico y puso como aval Belluna, su granja. Pero la semana pasada se fueron de copas… y tuvieron el accidente donde murieron los dos.
– ¿Y sus hijos no tenían ni idea de que la granja estaba hipotecada?
– Aparentemente, lo supieron al leer el testamento.
– Entonces, te vas a meter en la boca del lobo. Ten mucho cuidado, Alex -la había prevenido David.
– No creerás que van a asesinarme, ¿verdad? -rió ella-. Iré a Florencia, llegaré a un acuerdo con los hermanos Farnese y volveré a casa.
– Pero si no pueden reunir el dinero y tú vendes la granja a un tercero… ¿cómo crees que van a tomárselo?
– No seas melodramático, David. Seguro que son gente razonable, como yo. Se arreglará de alguna forma.
– ¿Razonables? -exclamó Rinaldo-. ¿Nuestro padre hipotecó la granja sin decírnoslo y su abogado quiere que seamos razonables?
Gino suspiró.
– Sigo sin entenderlo. ¿Cómo es posible que papá mantuviera eso en secreto?
– No lo sé.
Estaba atardeciendo. Rinaldo, al lado de la ventana, miraba las colinas y los campos, la tierra que había cultivado con sus propias manos. Su tierra. La que querían arrebatarle.
– Tú y yo somos los propietarios legítimos de estas tierras. Esa mujer no puede hacer nada -suspiró Gino.
– Si no le pagamos, puede hacerlo -replicó su hermano-. Si no recibe el dinero, podría reclamar un tercio de la propiedad. Papá nunca pagó los plazos, así que debemos la cantidad completa, más intereses.
– Sí, bueno, pero la verdad es que nosotros nos hemos aprovechado de ese dinero. Hemos pagado la maquinaria, los nuevos tractores, las nóminas de los trabajadores, los fertilizantes… Todo eso ha costado una fortuna. Y papá nos dijo que le había tocado la lotería… ¡Qué ingenuos hemos sido!
– Desde luego -dijo Rinaldo, furioso-. Eso es lo que me duele, que nos hayamos enterado después de su muerte. Aunque supongo que no podemos culparlo. El no sabía que iba a morir de repente.
– No, claro -murmuró Gino, entristecido.
– ¿Sabemos algo de esa mujer, además de que es inglesa?
– Según su abogado, se llama Alexandra Dacre. Tiene veintitantos años, trabaja en una firma dedicada a la administración de empresas y vive en Londres.
– Lo único que le importa es el dinero -suspiró Rinaldo, apretando los dientes-. Y tenemos que librarnos de ella.
Gino se levantó de un salto.
– ¿Cómo? Rinaldo, por favor… -dijo con incredulidad.
En ese momento, habría podido creer que su hermano era capaz de cualquier cosa.
– Cálmate, Gino. No pienso matarla. No digo que la idea no me parezca atractiva, pero no me refería a eso. Quiero solucionar este asunto legalmente.
– Entonces, tendremos que pagarle.
– ¿Cómo? Hemos invertido el dinero en la granja y tenemos la cuenta en números rojos. Un préstamo nos arruinaría.
– ¿Tu abogado te ha dado alguna idea?
– Yo creo que se ha vuelto loco. Como Alexandra es soltera, se le ha ocurrido que uno de los dos podría casarse con ella.
– ¡Eso es! -exclamó Gino-. Sería perfecto, Rinaldo. Así se acabarían los problemas. ¿Tú crees que vendrá al funeral de papá?
– Espero que no se atreva. Venga, vamos a comer. Teresa nos ha llamado hace rato.
Encontraron a Teresa, la vieja ama de llaves, poniendo la mesa en la cocina. Mientras lo hacía, no dejaba de llorar. Llevaba así desde la trágica muerte de Vincente.
Rinaldo no tenía apetito, pero no podía decirlo porque Teresa se llevaría un disgusto.
– Venga, anímate. Ya sabes cómo odiaba mi padre las caras largas.
– Siempre riéndose -asintió la mujer-. Aunque la cosecha fuese mala, siempre encontraba algo de qué reírse. Era un hombre estupendo.
– Sí, es verdad. Y así debemos recordarlo.
– Debería estar aquí -dijo Teresa entonces, secándose las lágrimas con un pañuelo-. Contando chistes, haciendo bromas. ¿Os acordáis de las bromas pesadas que solía gastar?
Gino abrazó a la mujer. Era un hombre joven, muy cariñoso, un hombre querido en todas partes.
Cuando Rinaldo salió a la terraza, el ama de llaves lo miró con tristeza.
– Ha perdido a tantos seres queridos… Y cada vez está más sombrío, más amargado.
Gino asintió. Teresa hablaba de Maria, la esposa de su hermano, y de su hijo, ambos fallecidos dieciocho meses después de la boda.
– Si hubiera vivido, el niño tendría ahora diez años. Y seguramente habría tenido más hijos. Esta casa habría estado llena de niños y yo tendría sobrinos a los que abrazar en lugar de…
Gino miró alrededor. Aquella casa era demasiado grande para las tres personas que la compartían.
– Ahora sólo te tiene a ti -dijo Teresa.
– Y a ti. Y a ese chucho… A veces creo que Brutus significa más para él que cualquier ser humano, porque era el perro de Maria. El pobre Rinaldo es tan posesivo con la granja porque no tiene nada más…
– No, es verdad -suspiró Teresa, sonándose la nariz.
– Espero que la signorina Dacre tenga carácter, porque va a necesitarlo.
Rinaldo volvió entonces con Brutus, un mastín de cara simpática y patas enormes que, sin hacer caso de la expresión de Teresa, se colocó bajo la mesa, a los pies de su amo.
El ama de llaves sirvió la comida, pasta con champiñones, y Gino comió con apetito.
– Entonces, uno de los dos tiene que casarse con la inglesita.
– Cuando dices «uno de los dos» te refieres a mí, claro -protestó Rinaldo-. Tú no quieres casarte. Además, si se dedica al mundo empresarial, debe de tener una mente ordenada, y eso te volvería loco.
– Entonces, cásate tú con ella -sonrió Gino.
– No, gracias.
– Pero tú eres el cabeza de familia. Es tu obligación. Oye… ¿qué haces con el vino?
– Voy a tirártelo encima si no te callas.
– Pero tenemos que hacer algo, hombre. Tenemos que trazar un plan.
Rinaldo dejó el vaso de vino sobre la mesa, sonriendo. Gino podía ser un frívolo a veces, pero su alegría era contagiosa.
– Entonces ponte a trabajar, enamórala -dijo Rinaldo.
– Yo tengo una idea mejor. ¿Por qué no lo echamos a suertes?
– ¡Por favor! -murmuró Rinaldo.
– Lo digo en serio. Dejemos que decida el destino.
– De eso nada.
– Venga, ¿cara o cruz? -rió Gino, sacando una moneda del bolsillo.
– Lo qué te dé la gana -suspiró su hermano.
– Yo pido cara.
– Ah, entonces me dejas muchas opciones.
Gino tiró la moneda al aire y la aplastó contra la mesa.
– ¡Cruz! ¡La signorina Dacre es para ti!
– Lo siento, no estoy interesado. Puedes quedártela.
Rinaldo se levantó antes de que su hermano pudiera replicar. Estaba cansado.
Gino era joven, podía dormir a pierna suelta a pesar de todo. Él no recordaba cuándo fue la última vez que durmió de un tirón.
Cuando la casa estuvo en silencio, salió al porche, iluminado por la luna.
Aquella era la tierra que había trabajado toda su vida. Allí, sobre esa tierra, se había tumbado una vez con una chica que olía a flores, susurrándole palabras de amor.
– Pronto llegará el día de nuestra boda, amor mío. Ven a mí, sé mía para siempre.
Y ella había aceptado con pasión y ternura, generosa, sin esconder nada, entregándole su cuerpo joven y hermoso.
Pero por tan poco tiempo…
Sólo había pasado un año y seis meses desde la boda hasta el día que tuvo que enterrar juntos a su esposa y a su hijo.
Y su corazón con ellos.
Rinaldo comenzó a andar. Podría haber hecho ese camino con los ojos cerrados. Cada centímetro de aquellas tierras era parte de su ser. Conocía sus cambios de humor, a veces brutales, trágicos, a veces generosos con la cosecha, pero casi siempre exigiendo a cambio un precio cruel.
Hasta aquel día había pagado el precio, no siempre de buena gana, a veces angustiado, amargado.
Y ahora aquello.
Rinaldo perdió la noción del tiempo. Veía a su padre, Vincente, riéndose mientras lanzaba a Gino al aire.
– ¿Recuerdas cuando te lo hacía a ti, Rinaldo? -le preguntaba-. Pero ahora eres un hombre.
Entonces él tenía ocho años y su padre sabía qué decir para que no tuviera celos de su hermano menor.
Su padre… Un hombre que había creído que el mundo era un sitio maravilloso porque tenía un corazón lleno de amor y generosidad.
Su padre, su aliado en un montón de travesuras infantiles.
– No se lo diremos a mamá, no te preocupes.
Pero a esas imágenes las seguía otra, una que él no había visto pero imaginaba: su padre riendose de la broma que le había gastado a sus hijos y, particularmente, a su hijo mayor.
Vincente no vio el peligro, de modo que no hubo advertencia, no hubo ningún aviso. Rinaldo siempre había querido a su padre, pero en aquel momento le resultaba difícil no odiarlo.
La oscuridad empezaba a dejar paso a la luz rosada del amanecer. Había caminado varios kilómetros y era hora de volver para enfrentarse a la mayor pelea de su vida.