Alex había oído muchas veces eso de que Italia era mágica, pero era una persona práctica y pensaba que sólo sería una noción romántica.
Ahora estaba descubriendo que lo de la magia era real.
Quizá se debiera a la luz, que intensificaba todos los colores. O quizá fuera la ciudad de Florencia, con sus edificios medievales, donde las calles de piedra se mezclaban con las modernas calzadas.
Intentaba no dejarse seducir por la belleza de la ciudad, pero era imposible… Sin embargo, sólo había ido allí para conseguir su dinero y en cuanto lo hiciese volvería a Londres, donde la esperaban acciones de la empresa y su boda con David. En otras palabras, su vida real.
Pero le parecía menos real de repente. Y no tenía prisa por volver. David le había dicho que se tomase el tiempo que hiciera falta, y quizá fuera mejor quedarse unos días más de lo previsto…
Sí, haría eso.
Así que al día siguiente apagó el móvil, alquiló un coche y tomó la autopista que llevaba a Fiesole.
Después de caminar por sus calles de piedra durante horas, encontró un restaurante con terraza y tomó un café, observando los cipreses y las elegantes casas del valle.
– Está en buena compañía -dijo una voz tras ella.
Rinaldo había aparecido de repente. Pero aquel día no había antagonismo en su expresión.
– ¿En buena compañía?
– Sus escritores ingleses, Shelley y Dickens, una vez admiraron este valle. Ahí abajo está la villa de Lorenzo de Medici.
– ¿Ah, sí?
– Este pueblo es conocido como «la madre de Florencia». Mire alrededor y verá por qué.
Alex lo vio de inmediato. La ciudad de Florencia, a unos ocho kilómetros de allí, se veía desde la terraza. La cúpula del Duomo destacaba entre los demás tejados.
– ¿Qué hace aquí? -preguntó Rinaldo entonces.
– ¿Necesito permiso?
– En absoluto. Pero usted es una mujer de negocios. Hay cosas que resolver y, sin embargo, aquí está, perdiendo el tiempo.
Alex no era una gran aficionada a la poesía, pero aquella vez no se pudo resistir:
– ¿Qué sería de esta vida, llena de cuitas, si no tuviéramos tiempo para admirar un hermoso paisaje?
– ¿Quién escribió eso? -preguntó él.
– Un poeta inglés.
– ¿Un inglés?
– Sí, un inglés. ¡Horror, espanto! Puede que ahora tenga que cambiar de opinión sobre los ingleses.
– No esté tan segura.
– Usted cree que estoy haciendo tiempo para recibir la mejor oferta, que voy a venderlos a la primera oportunidad. Y se equivoca.
Rinaldo llamó al camarero y le pidió dos cafés.
– ¿Me equivoco? ¿Seguro?
– ¿Qué creía, que había quedado con Montelli?
– Podría ser.
– ¿Me ha seguido?
– No, he venido a visitar a unos parientes. Este encuentro ha sido pura casualidad -suspiró él, sentándose.
De repente, Alex recordó que la difunta esposa de Rinaldo Farnese era de Fiesole. Quizá estuviera allí visitando a sus familiares.
– En cualquier caso, se equivoca. No estoy negociando con nadie. Y menos con Montelli. Me desagrada profundamente.
– ¿Tanto como yo?
– Aún no lo he decidido, pero no importa. Nunca dejo que el carácter de las personas interfiera con el trabajo.
– Una mujer de negocios, ¿eh?
– No, una persona civilizada -contestó Alex.
El camarero llegó entonces con los cafés y, por un momento, se quedaron en silencio.
– Me pregunto a quién incluye en esa noción de «persona civilizada». ¿A mi hermano?
– Su hermano es una persona encantadora, pero le dije, como le digo a usted ahora, que no me trate como si fuera tonta.
– ¿Qué quiere decir?
– Que debería darle vergüenza ser tan obvio. Envía a su hermano para que me diga cosas bonitas porque piensa que soy una cría que se desmaya al primer piropo de un italiano. Pues deje que le aclare una cosa, señor Farnese: yo tomo mis decisiones cuando me parece conveniente. Espero que eso quede claro.
Rinaldo soltó una carcajada. Era una carcajada fuerte, viril. Y riendo era un hombre muy atractivo. Un hombre, no un chico como su hermano.
– Veo que Gino se estaba engañando a sí mismo -dijo Rinaldo.
– Si espera que le pregunte qué le ha dicho Gino de mí, va a tener que esperar sentado.
– ¿No tiene interés?
– Ninguno -contestó ella.
– Pobre Gino. Le va a romper el corazón.
– No creo que su hermano haya involucrado el corazón en esto -sonrió Alex.
– No esté tan segura. Gino es un hombre que entrega su cariño fácilmente. En eso no se parece ni a usted ni a mí.
– Usted no me conoce de nada.
– No, es verdad. Pero sé lo que veo.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué ve?
– Una mujer que toma las decisiones con la cabeza, no con el corazón. Y por eso recelo.
– ¿Quiere decir que no soy la mema que esperaba?
– No creo haberla insultado nunca, señorita Dacre. ¿Puedo invitarla a comer?
– No, gracias. Ya he tomado algo y me gustaría volver a Florencia.
– Deje que la acompañe al coche.
Rinaldo bajó con ella, pero al ver el coche hizo una mueca.
– ¿Qué pasa?
– No me fío de esa agencia -contestó él, señalando el cartelito que había en el parabrisas.
Como si lo hubiera preparado, el coche se negó a arrancar.
– Ah, genial. ¿Y ahora qué hago?
– Tendrá que dejarlo aquí.
Murmurando una maldición, Alex llamó a la agencia, pero no querían hacerse responsables e insistían en que debía llevarlo de vuelta a Florencia.
Mientras la discusión subía de tono, Rinaldo la miraba de brazos cruzados, seguramente encantado. Hasta que por fin, con gesto impaciente, le quitó el móvil y habló en el dialecto de la Toscana.
El efecto fue inmediato. Cuando Alex recuperó el teléfono, el hombre de la agencia era todo amabilidad. Y no sabía si alegrarse o enfadarse por deberle un favor a Rinaldo Farnese.
– Se lo agradezco -dijo sin mirarlo.
– No me lo agradece. Le gustaría matarme.
– ¿Matarlo? No puedo, yo soy una dama.
El móvil empezó a sonar entonces.
– ¿Sí?
– Alex, soy David.
– Ah, hola, cariño.
– Siento no haber podido llamar antes. ¿Cómo va todo?
– Pues… con sus más y sus menos.
– ¿Algún problema?
– Muchos. Pero ya te contaré.
– ¿Los Farnese se están poniendo difíciles?
– Nada que no pueda solucionar -contestó Alex.
– No te eches atrás. Llevas todas las de ganar.
– Sí, lo sé. Pero no es tan sencillo como parecía.
– Si se ponen desagradables, deja el asunto en manos de tu abogado y en paz.
– Gracias por preocuparte, cielo -sonrió Alex-. Pero todo va bien, no pasa nada.
– Ya me imagino. Eres una chica muy eficiente.
Ella hizo una mueca. Como piropo, «eficiente» se quedaba más bien corto. David nunca había sido un hombre emocional y, hasta entonces, le parecía bien, pero empezaba a molestarla. Y no sabía por qué.
– Prefiero solucionarlo personalmente.
– La verdad es que me dan pena. No saben con quién se la están jugando -rió David entonces-. Tómate el tiempo que necesites.
– Gracias, pero tengo ganas de volver a Londres.
– Cuando vuelvas, tendremos muchas cosas de que hablar.
Rinaldo hizo una mueca. Debía estar hablando con su amante, al que llamaba «cariño» y «cielo». Y seguramente estaba al tanto de todo.
Cuando Alex cortó la comunicación, la tomó de la mano.
– Vamos, la llevaré en mi coche.
– No puedo ir con usted. Tengo que quedarme esperando la grúa.
– Tonterías. Deje las llaves en el contacto. Como no arranca, nadie podrá robárselo.
– ¿Dónde me lleva?
– Hay cosas que debe usted ver -contestó Rinaldo.
– ¿Le importaría soltarme?
– Sí, así que no vuelva a pedírmelo.
– Esto es un secuestro -protestó Alex.
– Puede llamarlo como quiera.
Habría sido fácil gritar pidiendo ayuda. Pero no lo hizo. Seguía preguntándose por qué cuando Rinaldo abrió la puerta de su coche, un todoterreno.
– ¿Dónde me lleva, a Belluna?
– Sí. Quiero enseñarle parte de la granja.
– ¿Parte?
– Es demasiado grande como para verla en un solo día. Pero así verá sobre qué está negociando.
Pronto dejaron atrás Fiesole. La tierra se volvió salvaje, fiera, más oscura y, sin embargo, llena de colores. Estaban pasando por la orilla de un riachuelo cuando ella pidió:
– Pare un momento.
Rinaldo detuvo el coche y Alex se bajó para respirar el aire del campo.
Era una chica de ciudad y, para ella, Londres siempre había sido su hogar. Pero, de repente, estaba respirando como si fuera la primera vez que lo hacía. Aunque el sol golpeaba con fuerza.
– Eso son viñedos -le explicó Rinaldo-. Pero también hay olivos y trigales. Aunque supongo que su abogado ya se lo habrá contado.
– Sí, pero de cerca es tan diferente…
– Esto es sólo dinero para usted, pero para nosotros la tierra es una criatura viva. A veces nos traiciona, incluso intenta matarnos. Pero nos pertenece, como nosotros le pertenecemos a ella.
Alex lo miró, intrigada. Lo decía de una forma tan apasionada, tan sincera…
Rinaldo bajó del coche y la llevó a la sombra de un árbol.
– No está acostumbrada a este calor, ¿verdad?
– No, pero soy muy dura.
– No lo parece. Un golpe de aire podría tumbarla.
– ¿Un golpe de aire? -rió ella.
Rinaldo se inclinó para meter su pañuelo en el agua del riachuelo.
– Puede refrescarse con esto.
Alex se pasó el pañuelo por la cara mientras él la observaba, seguramente buscando algún signo de debilidad. Pero se iba a llevar una desilusión. La ferocidad de los elementos en aquel país encendía una llamita en ella, fortaleciéndola.
«Vete ahora», le dijo una vocecita. «Antes de que sea demasiado tarde»
Alex se inclinó para tocar la tierra.
– No, así no. Hunda los dedos en ella, siéntala. Deje que le hable.
Ella lo hizo y enseguida entendió lo que quería decir. La tierra estaba mojada y despedía un olor fuerte, muy agradable.
– Aquí podría crecer cualquier cosa.
La respuesta de Rinaldo fue tomar un puñado de tierra y mostrársela. Cuando Alex levantó la mano para tocarla, él la apretó contra la suya.
Le gustó; y la sensación de poder en las fuertes manos masculinas la mareó un poco.
– ¿Lo ve?
– Sí -contestó Alex.
Se sentía como poseída por algo. No quería apartarse y tenía la impresión de que el sol se había oscurecido.
Rinaldo tenía una cicatriz en la mano… una cicatriz que ella no podía dejar de mirar.
– Es hora de irnos.
– ¿Adonde?
– A mi casa -contestó Rinaldo.
Alex sentía curiosidad. Había imaginado una granja sencilla, pero el edificio que apareció al final del camino era… grandioso. Tenía tres plantas y una gran escalinata en la entrada. Pero lo que realmente la asombró fue que estaba hecho de piedra, una piedra que parecía de color rosa bajo el sol del atardecer.
– Es una casa preciosa.
– Sí -asintió Rinaldo-. Hace dos siglos fue una gran mansión; pero el propietario tuvo que venderla y cambió de manos varias veces. Mi abuelo la compró y trabajó la tierra hasta su muerte para hacer que la granja prosperase. Mi padre también trabajó aquí toda su vida.
– ¿Y vive aquí con Gino?
– Y con Teresa, el ama de llaves. El resto de la casa está cerrado.
Cuando detuvo el coche, un perro salió a saludarlos. Parecía un cruce entre mastín y san bernardo. O entre gran danés y mastín. Podría tener varias mezclas, pero era enorme.
– Esta cosa se llama Brutus -dijo Rinaldo cuando el perrazo apoyó las patas en la ventanilla-. Cree que es mío. O que yo soy suyo. No lo sé exactamente… ¡vai via! -añadió, sonriendo-. ¡Vai via! Tengo que abrir la puerta, Brutus.
El animal se apartó con desgana, pero en cuanto bajaron del coche se lanzó sobre Alex. Ella lanzó un grito de alarma al ver la huella de una pata en su inmaculado pantalón blanco. Pero el perro la miraba como si hubiera hecho algo estupendo.
– Regañarte sería una pérdida de tiempo, ¿verdad?
La respuesta fue un alegre ladrido.
– Ah, ya veo. Entonces, no me molestaré. Pero si lo haces otra vez… tendré que volver a perdonarte.
Emocionado, Brutus levantó la pata y dejó una nueva huella al lado de la otra.
– Mis disculpas -dijo Rinaldo entonces-. ¡Brutus!
– No se enfade con él. Sólo está siendo amistoso.
– Nunca se acerca a los extraños. Y, naturalmente, yo pagaré la factura de la tintorería.
– No hace falta. Además, no creo que esta mancha se quite.
– Entonces, le pagaré unos pantalones nuevos.
Alex soltó una carcajada.
– No me haga decirle lo que cuestan. No quiero amargarle el día.
– Está siendo muy comprensiva -dijo Rinaldo entonces.
– Y eso le sorprende, ¿verdad? Porque si soy agradable, debo tener algún propósito diabólico. Por favor… un perro es un perro. Así es la vida.
Rinaldo la miró, perplejo. Estupendo, así no tendría ideas preconcebidas sobre ella.
Teresa apareció en ese momento. Era una mujer de pelo gris y brillantes ojos azules.
– Teresa, te presento a la signorina Alexandra Dacre. Es la sobrina de Enrico Mori.
– Buon giorno, signorina.
– Buon giorno, Teresa.
– Vamos dentro. La señorita Dacre ha tomado mucho el sol y debe de estar agotada.
Los muros eran gruesos y no dejaban entrar el calor, de modo que en el interior de la casa se estaba muy fresco.
– ¿Podría lavarme la cara?
– Sí, claro. Teresa, por favor, acompáñala.
Cuando salió del baño, el ama de llaves la acompañó hasta una terraza, donde Rinaldo la esperaba tomando un vaso de vino.
– ¿Se encuentra mejor?
– No me encontraba mal, es sólo que… hace mucho calor.
– Ya.
Él le sirvió un vaso de prosecco, un vino blanco del país, muy fresco, y Teresa apareció poco después con un pasticcio alia florentina, un pastel de carne.
– ¿Cree que es buena idea tratarme como a una invitada? -sonrió Alex-. Podría querer quedarme.
– ¿Y el hombre con el que habló hace un rato? ¿No la espera en Londres, angustiado?
Ella sonrió. La idea de ver a David angustiado le parecía realmente cómica.
– ¿Qué? -preguntó al verla sonreír.
– David no es así. Él no espera «angustiado».
– ¿No? ¿Por qué?
– No lo sé. Sencillamente, no es así.
– ¿No está enamorada de él?
– Eso no es asunto suyo -contestó Alex.
– Mientras yo esté en su poder, todo lo que la concierne es asunto mío.
– No veo la necesidad de hablar sobre David.
– ¿Es un tema doloroso?
– No. Es una relación… difícil de describir.
– Quiere decir que no es una relación apasionada.
– No he querido decir eso en absoluto.
– Entonces, ¿es apasionada? -preguntó Rinaldo-. ¿Sus besos la inflaman, lo desea?
Alex apretó los labios. Afortunadamente, su sentido del humor acudió al rescate.
– Olvida que soy una inglesa de sangre fría. Nosotros no nos apasionamos por nada. Es malo para los negocios.
– Ese comentario es una provocación.
– Puede tomárselo como quiera. David es mi prometido, el hombre con el que voy a casarme, pero me niego a seguir hablando de él.
Rinaldo se quedó callado un momento. Alex sabía que anunciar su matrimonio era como lanzar un guante; un desafío, un aviso de que tenía sus propios planes. Pero él había apartado la mirada y no pudo leer en sus ojos.
Hasta que la miró.
– Teresa está a punto de servir el segundo plato. Espero que tenga hambre.