Cuando Rinaldo bajó a desayunar a la mañana siguiente, encontró a Gino apoyado en una ventana del vestíbulo con expresión sonriente.
– Cualquier excusa es buena para no trabajar, ¿eh?
– Pero es que ésta es una gran excusa -contestó Gino, sin apartar la mirada de la figura que corría entre los árboles.
A lo lejos, Rinaldo vio algo de color morado que pronto se convirtió en una esbelta silueta femenina. Alex llevaba un pantalón corto de ese color. Un pantalón muy corto que dejaba el ombligo al aire. Y, a modo de camiseta, una especie de sujetador deportivo que no dejaba lugar a dudas sobre la belleza de sus curvas.
Corría concentrada, respirando aguadamente, con los ojos fijos en el camino.
Los hermanos Farnese la observaron entrar en el establo y, sorprendidos, bajaron a su encuentro.
Enseguida descubrieron qué hacía allí. El establo sólo tenía una planta y Alex había enganchado una cuerda a las vigas del techo… por la que estaba trepando como una experta. Pero cuando intentó bajar, se encontró a Gino esperándola con los brazos abiertos.
– Ven a mí.
Sonriendo, Alex se dejó caer confiadamente en sus brazos.
Pero no eran los de Gino, sino los de Rinaldo, que había empujado a su hermano.
– No tenías por qué darme un empujón -protestó él.
– No hay tiempo para jugar. Esto es una granja y hay mucho trabajo que hacer.
– Pero no tenías derecho…
– ¿Podríais discutir en otro momento? -preguntó Alex, intentando disimular la turbación que le producía estar tan cerca de aquel hombre-. Me gustaría pisar el suelo.
Rinaldo obedeció. Después del ejercicio, estaba cubierta de sudor y su corazón latía acelerado.
– Gracias.
– ¿Piensas hacer estas cosas a menudo?
– Todas las mañanas. El ejercicio me mantiene en forma.
– Trabajar en la granja también te mantendría en forma. Y seguramente lo encontrarías más interesante -dijo él, burlón-. Además, ¿podría sugerir que te vistieras… con un poco más de modestia? No quiero que distraigas a los peones.
Después de decir eso, salió del establo.
– ¡Lo mato! -exclamó Alex-. ¿Cómo que me vista con modestia?
– Bueno, es que estás muy sexy con ese pantaloncito -sonrió Gino, tomándola por la cintura.
– Pues será mejor que me sueltes. No quiero distraerte.
– Me distraes todo el tiempo…
– ¡Gino! -les llegó un grito desde fuera.
– Vamos a matarlo juntos -suspiró él, soltándola.
Antes de desayunar, Alex se dio una ducha fría. Sentía calor por todas partes, un calor intenso que ni el agua fría podía calmar. La sensación estaba ahí desde que Rinaldo la había tomado en brazos.
Aunque a él no parecía haberlo afectado en absoluto.
Tardó un rato en bajar a la cocina y, cuando lo hizo, los dos hermanos ya habían desaparecido.
A pesar de las peleas, Belluna le resultaba fascinante. Rinaldo le había mostrado la finca de lejos, pero ahora iba con Gino, observando de cerca los campos de maíz, los olivos y los viñedos que se extendían hasta perderse de vista.
– Nosotros tenemos uvas sangiovese, con las que se hace el Chianti. El auténtico Chianti. Nos salen imitadores por todo el mundo, pero no pueden compararse con nosotros.
Había un toque de arrogancia toscana en su voz que hizo a Alex sonreír. Aunque para arrogante, Rinaldo.
Él no hizo comentario alguno sobre sus largos paseos con Gino y tampoco mostró mucho interés cuando por la tarde le contaron sus aventuras.
Los escuchaba acariciando a Brutus y luego desaparecía en su estudio a la menor oportunidad.
– A veces me entran ganas de darme cabezazos contra la pared -dijo Alex una noche.
– Dáselos a él -sugirió Gino-. Sería más divertido.
– ¿Cómo lo aguantas?
– Hace falta un poco de práctica.
– En fin, me voy a la cama. Estoy cansada.
Cada vez le gustaba más su habitación, tan antigua, tan ajena al tiempo… Y le gustaba la vieja costumbre toscana de colgar las sábanas en la terraza por las mañanas. Particularmente, le entusiasmó una mañana cuando, sin querer, se le cayó la sábana… sobre la cabeza de Rinaldo, que estaba debajo.
De hecho, lo que más le gustaba de estar en la finca era precisamente sacarlo de quicio.
– Teresa está enfadada contigo -le dijo él una mañana, durante el desayuno.
– Sí, lo sé. No entiende que haga mi cama y la ayude en la cocina.
– Entonces, ¿por qué lo haces?
– Porque no soporto verla trabajar tanto. Es muy mayor, Rinaldo. ¿Alguno de los dos sabe qué edad tiene? ¿Creéis que puede llevar esta casa sin ayuda?
– Le he ofrecido muchas veces contratar a alguien, pero no quiere -la informó Rinaldo.
– Y lo habéis dejado así porque os conviene, ¿no? -dijo Alex entonces, mirando a los dos hombres.
– ¿Debo recordarte que mi padre estaba vivo hasta hace poco?
– ¿Y qué quieres decir con eso, que tu padre ayudaba en la casa?
– No…
– Teresa no dice nada porque es muy testaruda. Y porque tiene miedo de que la echéis.
– ¿Qué? ¿Cómo íbamos a echarla?
– No me lo digas a mí, díselo a ella. Y decidle también que va a venir otra persona para encargarse de los trabajos más pesados, quiera ella o no. A ver, ¿qué sois, hombres o ratones?
– Ahora mismo, no lo tengo muy claro -bromeó Rinaldo.
– Porque sabes que tengo razón.
– ¡Ah, que Dios me libre de las mujeres que siempre tienen razón!
– Pero la tengo.
– ¿No podéis hablar sin discutir? -suspiró Gino.
Alex se encogió de hombros.
– Es una forma de comunicarse. Y, al menos, somos sinceros.
– No te entiendo.
Pero Rinaldo lo entendía perfectamente, porque la miraba con la misma irónica complicidad que en el funeral de Enrico. Y esa mirada le decía que veían el mundo con los mismos ojos… y al infierno con los demás.
– No comprendo tus extravagancias. Cuanto más dinero tenga que pagar yo, más tiempo tardarás en recibir lo que te corresponde -dijo Rinaldo entonces.
Alex levantó los ojos al cielo.
– ¡Dame paciencia! Esta casa está llena de habitaciones vacías… la nueva criada puede vivir en una de ellas y así sus honorarios serán más baratos. ¿Lo ves? Problema resuelto.
– No sé por qué se me ocurrió la idea de invitarte a venir.
– Por favor, deja de protestar -lo interrumpió Alex-. Hazlo y ya ésta. Pregúntale a Teresa si conoce a alguna chica que quiera trabajar aquí.
– Ten cuidado. A mi hermano no le gusta que le den órdenes -rió Gino-. Pero no te preocupes. Yo te protegeré.
– Puedo protegerme sólita, muchas gracias. Además, ¿qué podría hacerme?
– Echarte de aquí -contestó Rinaldo.
– ¿Echarme? No podrías dormir preguntándote a quién veo, con quién hablo. No, estoy a salvo.
– Dijiste que nos darías la oportunidad de pagar la deuda -observó Rinaldo.
– Sí, sí, pero podría cambiar de opinión… podría cenar con Montelli a la luz de las velas…
– ¡Oye, si alguien cena contigo a la luz de las velas seré yo! -exclamó Gino.
– ¿Con champán?
– Con lo que tú quieras, amore mió.
Rinaldo se levantó bruscamente para entrar en la cocina y, enseguida, oyeron a Teresa llorar.
– Me lo temía -suspiró Gino.
Pero después lo oyeron hablando con ternura, en voz baja… y al día siguiente Rinaldo llevó al ama de llaves a su pueblo, a unos treinta kilómetros de allí. Cuando volvieron por la tarde, iban acompañados por dos jovencitas a las que Teresa presentó como sus sobrinas nietas, Celia y Franca.
Después de acompañarlas a su habitación, Rinaldo se acercó a Alex.
– Gracias. Tenías razón.
– Espero que Teresa esté contenta.
– Mi padre y ella solían cantar por las noches. Desde que murió, se sienta sola en la cocina… ¿por qué no lo había pensado antes?
– Soy una extraña. A veces, los ojos de un extraño ven las cosas con más claridad.
– Tú no eres una extraña -dijo Rinaldo entonces, con un tono que la extrañó.
En un par de días, las dos jóvenes se habían hecho cargo de las tareas pesadas, dejando para Teresa sólo la cocina, territorio que ella guardaba celosamente.
No sabía si porque Rinaldo se lo dijo o porque lo había averiguado por sí misma, pero Teresa empezaba a verla como a una amiga. Cuando le servía la comida, la miraba como preguntando: «¿Te gusta así? ¿Sí? ¡Bien!».
En esas ocasiones, recordaba el tono de Rinaldo Farnese cuando le dijo: «no eres una extraña».
Apenas salía de la granja, aunque había alquilado otro coche, un deportivo rojo. Las noches que antes se pasaba de fiesta o frente al ordenador, ahora las pasaba contenta cepillando a Brunas.
– Antes lo hacía yo -dijo Rinaldo una noche-. Pero ya no corre tanto por el campo…
– Viene conmigo a correr por las mañanas. Bueno, empieza a correr conmigo y luego se queda tumbado, esperándome. Somos amigos, ¿verdad, gigantón? -sonrió Alex, acariciando al animal-. Y si no te cepillo, te va a crecer un macetero en la cabeza.
Cuando levantó la mirada, vio que Rinaldo estaba sonriendo.
Una mañana él le preguntó:
– ¿Te importaría quedarte con él hasta que llegue el veterinario? Tiene que ponerle la inyección.
– ¿Por qué no lo llevas tú a la clínica?
– Imposible. Brutus odia los coches y se pone como loco. Me cuesta más caro que venga el veterinario aquí, así que…
– Tendré que esperar un poco más para recibir mi dinero, ya lo sé.
– Sólo quería asegurarte que no es un gasto extravagante.
– No, es verdad. Sólo me lo restriegas por la cara -le cortó Alex-. Me parece muy bien que te gastes dinero para que Brutus no sufra y tú lo sabes.
Rinaldo se alejó sin decir nada.
Alex pasó la mañana en el sofá, observando al perro, que jadeaba más de lo normal, hasta que, por fin, llegó el veterinario. Era un chico joven llamado Silvio.
– ¿Desde cuándo respira así?
– Desde esta mañana. ¿Por qué?
Silvio palpó la garganta del animal, con expresión seria.
– Tiene un bulto aquí y, a su edad, probablemente será un tumor maligno. Pobre… lo mejor sería ahorrarle sufrimientos.
A ella se le encogió el corazón.
– ¿Quiere decir que…?
– Hay que sacrificarlo. Dígale a Rinaldo que me llame en cuanto vuelva. ¿Quiere que le ponga la inyección de todas formas?
– Sí, por favor.
Cuando Silvio se marchó, Alex acarició la cabezota del animal.
– ¿Cómo va a dejarte ir? Tú eras el perro de Maria. Eres todo lo que le queda.
Gino llegó primero y, cuando Alex le contó lo que había dicho el veterinario, se arrodilló frente al animal para acariciarlo.
Rinaldo llegó unos minutos después.
– Sigue jadeando un poquito, pero se nota que la inyección ha hecho su efecto.
Ella se aclaró la garganta.
– El veterinario me ha dicho que lo llames. Por lo visto, Brutus tiene un bulto que podría ser maligno y quiere… quiere sacrificarlo -dijo en voz baja, como para que Brutus no la oyera.
– Tonterías. Lo que necesita es una buena comida -replicó Rinaldo, impaciente.
– Le he dado de comer… pero ha vomitado.
– Yo le daré de comer. Ya verás.
Brutus se quedó mirando la comida en el plato, sin tocarla.
– Venga, come. Es tu pienso favorito.
El animal levantó la cabeza para mirar a su amo y Alex tuvo que darse la vuelta. Sus ojos estaban llenos de comprensión, de confianza; parecía decirle a Rinaldo que entendía lo que debía hacer y que sabía que era lo mejor para él. Que no lo culpaba.
– Todos los perros tienen problemas parecidos de vez en cuando… a veces pierden el apetito por el calor -insistió Rinaldo, como negándose a creer la evidencia. Pero en su expresión había algo… algo que no quería admitir en voz alta.
Entonces se fue al estudio sin decir nada más. Volvió poco después, muy serio.
– Silvio llegará en unos minutos. Voy a dar un paseo.
Brutus fue detrás de su amo, tan dócil como siempre.
– No lo entiende -dijo Gino.
– Sí, Gino, sí lo entiende.
Cuando Silvio llegó media hora después, Rinaldo y Brutus estaban sentados bajo un árbol.
– Lo único que puedo hacer es darle unas pastillas, pero no duraría más que un par de semanas. Y no lo pasaría bien.
Rinaldo se encogió de hombros, con expresión desencajada.
– No tiene sentido hacer eso. Vamos al granero, es el mejor sitio.
– ¿Quieres que vayamos contigo? -preguntó Gino.
– No hace falta.
Silvio salió del granero diez minutos más tarde, con gesto serio. Se despidió de Gino y Alex con la mano y arrancó a toda velocidad.
Rinaldo salió poco después. Su expresión era inescrutable. Cerró la puerta del granero y se alejó entre los árboles.
Alex pasó el resto de la tarde sola con Gino. Cuando Rinaldo volvió, se encerró en su estudio sin decir nada.
– Ve a hablar con él.
– No creo que sirva de nada -suspiró el más joven de los Farnese, aunque accedió a hacerlo.
Volvió a la terraza poco después, con los hombros caídos.
– Dice que tiene mucho trabajo. Que no puede perder el tiempo pensando en algo que se ha terminado.
– No va a decirte lo que siente, claro -suspiró Alex.
– No lo haría nunca.
Aquella noche, Alex dio vueltas y vueltas en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Nerviosa, se acercó a la ventana y admiró el paisaje, plateado a la luz de la luna.
De repente, se quedó inmóvil. Había una figura entre los árboles, una figura que parecía esconderse.
Asustada, se puso un albornoz y llamó a la habitación de Rinaldo, pero no hubo respuesta. Quizá sólo hubiera sido su imaginación, pensó. Y si despertaba a Rinaldo por una tontería, tendría que dar muchas explicaciones.
De modo que bajó al jardín y, sin hacer ruido, se acercó a los árboles donde había visto la figura… y allí estaba. Alex se quedó inmóvil. Era el propio Rinaldo, desnudo de cintura para arriba, con una pala en la mano, cavando una tumba.
Brutus estaba tumbado en el suelo y, cuando el agujero fue suficientemente profundo, Rinaldo lo tomó en brazos, apoyó la cara en la cabezota del animal inerte y se quedó así largo rato.
– ¡Perdona mi! ¡Ti prego, perdona mi¡
Por fin, se puso de rodillas y desapareció de su vista. Conteniendo las lágrimas, Alex se alejó sin hacer ruido. Sabía que él no querría que lo viera en ese momento.
Aquella noche había presenciado el dolor de aquel hombre; un dolor que Rinaldo escondía del mundo, que se guardaba para sí mismo.
Afortunadamente, no se encontró con nadie cuando entró en la casa. No habría sabido qué decirle a Gino en ese momento.
Una vez en su habitación, se quedó en la ventana, esperando. Rinaldo apareció poco después entre los árboles, con los hombros caídos, la viva imagen del dolor.
Por la mañana, Rinaldo tenía mala cara, como si no hubiera dormido. A Alex le habría gustado decir algo, pero sabía que no debía hacerlo.
El ni siquiera se sentó para desayunar. Tomó un café de pie, sin mirarla.
Gino llegó en ese momento.
– Acabo de ir al granero y Brutus ha desaparecido.
– ¿Y qué? -Rinaldo se encogió de hombros.
– Pensé que querrías enterrarlo…
– ¿Para qué?
– ¿Para qué? Rinaldo, tú adorabas a ese perro.
– Era un perro, Gino. Sólo un perro.
– Pero…
– Ya me he encargado de él.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Estaba muerto -contestó su hermano-. No se podía hacer nada más.
– ¿Y qué has hecho, tirarlo en algún estercolero? -preguntó Gino, furioso.
– Te aconsejo que no seas tan sentimental -dijo Rinaldo entonces, terminó su taza de café y salió de la cocina.
– Pero bueno… Brutus era su perro. ¿Cómo es posible?
– Cada uno demuestra su amor como puede -murmuró Alex.
– ¿Ah, sí? ¿Y tú crees que Rinaldo está demostrando amor por Brutus? -exclamó Gino, indignado-. Ni siquiera ha llorado por él.
– No lo sabes. No estábamos allí -afirmó Alex con determinación.
– Pero tú misma viste su cara cuando salió del granero.
– Eso no significa nada. Rinaldo no quiere que nadie lo vea sufrir. Para él es una muestra de debilidad -afirmó Alex.
– ¡Rinaldo cree que tener sentimientos es una debilidad!
– Me parece que no conoces mucho a tu hermano -suspiró ella.
– Ya, claro. ¡Y tú lo conoces bien por tu intuición femenina!
– A que te tiro el café por la cabeza… -intentó bromear Alex.
– Perdona, es que Rinaldo me saca de quicio -sonrió Gino entonces-. Pero te aseguro que conozco a mi hermano mejor que tú.
«No, yo estoy empezando a conocerlo mejor que nadie», pensó ella.
Le habría gustado contarle la verdad, pero era el secreto de Rinaldo y no tenía derecho a traicionarlo.