7
La noche del Val-de-Grâce


—Esta noche han matado a otra —anunció Théophraste Renaudot al reunirse con Perceval de Raguenel bajo la bóveda del Grand Châtelet, por la que se accedía al Pont-au-Change viniendo de la Rue Saint-Denis—. Es la tercera en dos meses.

—¿Y quién era?

El publicista se encogió de hombros:

—Una buscona, como las anteriores; una de esas mujeres que pretenden ser libres y nunca comprenderán que así están más expuestas.

—¿Es posible verla?

—Es posible. ¡Venid!

Entraron en la parte derecha de la vieja fortaleza, donde se encontraba el depósito de cadáveres, bajo las escaleras que conducían a las salas de los tribunales. El depósito era una sala baja, estrecha y maloliente, cerrada mediante una puerta con una ventanilla que permitía ver el interior. Allí se exponían los cuerpos de los ahogados extraídos del Sena y los encontrados en las calles. Permanecían en su desnudez trágica hasta el paso de las religiosas hospitalarias del vecino convento de Sainte-Catherine, que los cubrían con un sudario antes de llevárselos al cementerio de los Santos Inocentes para darles sepultura.

Ese día había dos cuerpos: el de un anciano que un pescador había encontrado en sus redes y el de una joven cuyo aspecto hizo estremecerse a Perceval. Era el cadáver flaco y exangüe de una muchacha de largos cabellos negros que le recordó vagamente a Chiara.

—Como las otras, ha sido degollada —comentó Renaudot—. Y como en las otras, hay esa cosa. —Señalaba el sello de lacre rojo colocado en la frente de la desgraciada.

—¡La letra omega! —murmuró Perceval.

—Pues sí. Es una historia muy extraña. ¡Pero venid! No nos quedemos aquí. Por mucha costumbre que tenga, este lugar siempre me pone carne de gallina.

Volvieron al aire libre con cierta sensación de alivio, aunque del Gran Matadero, situado en las cercanías, llegaban efluvios poco agradables; pero el Sena, crecido y de un color terroso, arrastraba en aquel mes de mayo perfumes de hierba fresca y de marea.

—¿Me acompañáis a casa? —preguntó Renaudot.

—Es lunes —respondió Raguenel, obligándose a sonreír—. Y sabéis muy bien cuánto me interesan vuestros coloquios...

Se adentraron entre la doble hilera de edificios altos que bordeaban el Pont-au-Change, en los que tenían sus comercios orfebres y cambistas, hasta llegar, ya en la isla de la Cité, al Mercado Nuevo y la Rue de la Calandre. Théophraste Renaudot residía allí, en una gran casa con el rótulo del Grand-Coq en la que había conseguido acomodar a su familia, las oficinas de la Gazette, una estancia de acogida a los pordioseros —nunca faltaban en las cercanías de Notre-Dame y del hospicio del Hôtel-Dieu— y una gran sala en la que, desde el 22 de agosto de 1633, se celebraba todos los lunes lo que él llamaba «la conferencia». Se trataba de una idea absolutamente nueva: una reunión en la que, sin distinción de edades ni condición social, todos los asistentes podían exponer sus sentimientos y sus ideas en relación con un tema elegido de antemano. Renaudot, después de cuatro años de práctica de aquel experimento, había conseguido atraer a un buen número de habituales —burgueses en su mayoría—, cuyos pensamientos iban más allá del fondo de su bolsa y que se esforzaban, de una manera conjunta, en dar respuesta a los acontecimientos destacados y en discernir la bondad o maldad de las cuestiones que afectaban a sus conciencias en tanto que hombres. De hecho, lo que aportaba Renaudot era una alternativa plebeya a los «gabinetes de investigación y curiosidades» que se reunían en las mansiones de grandes personajes —principalmente parlamentarios, como el presidente de Mesme y Monsieur de Thou—, cuya fortuna les permitía la investigación y la adquisición de obras de carácter científico. No se admitía a mujeres, pero ellas contaban con sus propios cenáculos, en los que se reunían las «preciosas» y los ingenios más selectos.

La idea de las «conferencias» se le había ocurrido a Renaudot dos años después de la creación de su Gazette, y le permitía dar a conocer sus trabajos además de proporcionarle una publicidad honesta y permitirle en ocasiones profundizar en novedades tanto más interesantes en la medida en que quienes tomaban la palabra allí tenían garantizado el anonimato. El rey y Richelieu, colaboradores discretos pero importantes de la Gazette, estaban interesados en ellas. En cuanto a Perceval, desde su encuentro con el publicista el año anterior, había adquirido la costumbre de asistir todas las semanas.

—¿Sobre qué vamos a debatir hoy? —preguntó cuando ambos se internaban en el dédalo de callejuelas que llevaban al Mercado Nuevo.

—De la vida en sociedad, pero me pregunto si no pedir una excepción al orden del día para proponer interesarnos por la seguridad de las calles durante la noche.

—No estoy seguro de que os secunden. La vida de las busconas no ofrecerá ningún interés para esas personas imbuidas de respetabilidad. El hecho de que sean asesinadas debe de parecerles algo propio de la naturaleza de las cosas...

—Sin embargo, se dan circunstancias excepcionales en esos crímenes. ¿Quién puede asegurar que, después de las meretrices, el asesino no perseguirá a mujeres honestas?

El desarrollo de la sesión dio la razón a Perceval: los hombres presentes, algunos de los cuales traían ya preparadas sus intervenciones, estuvieron de acuerdo en declarar que las mujeres de mala vida no debían ser incluidas en la «sociedad», y que su suerte no interesaba a nadie.

—¡Con la excepción de Monsieur Vincent, de la señora duquesa de Vendôme y de algunas otras almas caritativas! —se indignó Perceval—. Son seres humanos, y la suerte que les ha sido reservada es espantosa.

—Estoy de acuerdo —dijo alguien—, pero esos crímenes son asunto del teniente civil y de la policía. Es a ellos a quien corresponde actuar.

—No. ¡Nos corresponde a todos! Reaccionáis así porque se trata de pobres criaturas que comercian con sus cuerpos, pero ¿y si el asesino atacara a una mujer honesta, a una de vuestras esposas, por ejemplo?

La pregunta fue recibida con una carcajada general. ¡Era imposible, vamos! Ninguna mujer respetable se aventuraría por los bajos fondos de París. Y de noche, menos.

—¿Y si yo os dijera —replicó Raguenel— que un crimen similar en todos los aspectos tuvo lugar hace unos diez años, en la provincia, y que la víctima fue una dama noble?

Renaudot, que seguía el debate con atención apasionada, intervino:

—¿El mismo crimen? ¿Acompañado por las mismas circunstancias?

—Las mismas. La dama fue además violada, lo que tal vez sucedió también a estas infelices por más que, dada su profesión, el término pierda aquí su sentido. Y nunca se nos hubiera ocurrido hablar sobre el tema si la letra griega con la que se señala la frente de las muertas no indicara a un hombre de cierta cultura, que podría (¿por qué no, después de todo?) incluso formar parte de esta reunión.

La tempestad de protestas que provocaron estas palabras era lo menos propicia a una discusión seria. Renaudot le puso fin con su energía habitual al declarar que, en lo que a él concernía, iba a hacer toda clase de esfuerzos para encontrar al asesino del sello de lacre rojo, y que invitaba a todas las personas de buena voluntad presentes en la sala a informarle, en el caso de que alguien descubriera una pista. Y de inmediato levantó la sesión con el argumento de que faltaba la serenidad de espíritu necesaria para discutir con calma. Era visible que tenía prisa por terminar, y mientras la concurrencia, aún agitada, empezaba a marcharse, retuvo a su lado a Perceval.

—¿Por qué no me contasteis la historia de esa noble dama cuando os hablé de la primera víctima como de un asunto curioso y nada más?

—Porque quise tomarme algún tiempo para reflexionar, y quizás intentar descubrir al asesino por mis propios medios, pero me temo no estar muy dotado para ello —contestó Raguenel con una sonrisa amarga—. De todas maneras, de no haberse celebrado la conferencia, os habría puesto al corriente.

—¡Vamos a mi casa! Estaremos tranquilos: mi mujer ha salido a visitar a una prima en la Rue des Francs-Bourgeois, y mi hijo Eusèbe está ocupado en la confección de la Gazette.

Con su curiosidad siempre despierta excitada hasta el frenesí, el padre de todos los periodistas futuros daba casi la impresión de padecer el baile de San Vito. Sólo se relajó una vez sentado frente a Raguenel, ambos separados por una mesa en la que dispuso vasos y una jarra de vino fresco.

—Servíos. Ahora, os escucho.

—Con una única condición: lo que voy a contaros está destinado exclusivamente a vuestros oídos. No debe ser en ningún caso publicado en la Gazette... ni en parte alguna.

—Tenéis mi palabra.

Perceval narró entonces la matanza de La Ferrière, aunque se abstuvo de mencionar la existencia de Sylvie. Quería mucho a Théophraste y tenía confianza en él, pero era un hombre demasiado próximo al cardenal y convenía evitar el riesgo de que se lo contara todo...

Mientras tanto, en Saint-Germain tenía lugar el último acto de un drama que se venía incubando desde hacía meses.


Corría el 19 de mayo, y en el patio del castillo una carroza esperaba a Mademoiselle de La Fayette. La amiga del rey se despedía ese día del mundo para entrar en religión, en la orden de las Hijas de la Visitación de Santa María. Así concluía la bella historia de amor de Luis XIII, minada por un exceso de intereses contrarios. La profunda piedad y la desesperación de Louise se conjugaban con la voluntad del cardenal, que, al no haber conseguido convertirla en una aliada suya, deseaba que se alejara. Todo ello a despecho de la familia de la joven y del confesor del rey, el padre Caussin, que, aunque había reconocido en ella la vocación religiosa, la animaba a continuar junto al rey porque detestaba a Richelieu. Y finalmente, también en contra de la resistencia desesperada de Luis XIII, destrozado en el alma por la idea de perder a la que llamaba su «bello lis». Fue un criado, un simple y vil criado, quien inclinó la balanza: un tal Boisenval que debía precisamente a Louise su posición de primer camarero del rey —¡el único favor que ella solicitó nunca!— y que, poseedor de la confianza del uno y de la otra, hizo todo lo posible para que riñeran, con la esperanza de conseguir así el favor del cardenal-ministro. Una de esas peleas llevó a Luis XIII, enloquecido de amor, a plantear la propuesta insensata que Sylvie había oído en el parque de Fontainebleau: apartarla de la corte e instalarla en Versalles, para entregarse allí enteramente el uno al otro. En ese instante, el pudor de Louise había podido medir la profundidad del abismo que la amenazaba... y en el que deseaba apasionadamente dejarse caer. Finalmente había tomado una decisión, y dicho adiós a la reina y a sus compañeras.

Quiso la casualidad que la corte estuviera de duelo. El emperador Fernando II, tío de Ana de Austria, acababa de morir, y los vestidos negros y las tocas habían sustituido a los colores vistosos y los escotes seductores. El ambiente se adaptaba bien al sufrimiento de la que marchaba así hacia el despojamiento de las vanidades mundanas; Louise de La Fayette derramó lágrimas sinceras al subir al coche y dejar Saint-Germain por el convento de la Rue Saint-Antoine.

En cuanto a Luis, había reprimido sus lágrimas y saltado a caballo unos momentos antes para ir a ocultar su dolor en su querido Versalles, no sin arrancar antes de su bienamada un último grito de amor:

—¡Ay, nunca volveré a verle!

En lo cual, se equivocaba.

Apenas desaparecieron la carroza de ella y los jinetes de la escolta de él, la reina pidió que se preparara su propio carruaje para regresar a París. En ausencia del rey, prefería poner una distancia mayor entre su persona y el cardenal, que seguía instalado en su castillo de Rueil, en medio de sus invernaderos y sus gatos. Además, el tiempo templado, gris y lluvioso, hacía infinitamente triste la vecindad del bosque próximo. Y para terminar, la llegada de la primavera había hecho que numerosos jóvenes reclutas fueran a nutrir, con vistas a próximas operaciones militares, los diferentes cuerpos de tropas del sur, donde el rey había ordenado recuperar de manos españolas las islas de Lérins; del norte, donde los tercios del cardenal-infante, hermano de la reina, no iban a tardar mucho en entrar en actividad; y también del este, porque en la Champaña se reunían hombres para marchar sobre Sedán, donde el conde de Soissons se había hecho fuerte y se negaba a someterse. En cuanto a la revuelta de los Croquants (los «palurdos», campesinos que protestaban por el aumento de los impuestos) en el Périgord, el mariscal de La Valette disponía de efectivos suficientes para acabar con ella sin necesidad de refuerzos.

Durante el viaje de regreso, Sylvie observó que Su Majestad secreteaba mucho con Mademoiselle de Hautefort, a la que había colocado a su lado. Por alguna razón conocida únicamente por ella, Marie parecía encantada de volver a aquel Louvre que, sin embargo, le gustaba muy poco.

La propia Sylvie no estaba descontenta de aproximarse al hôtel de Vendôme, adonde pensaba enviar a Jeannette en busca de noticias de François, de quien nada sabía desde el traslado a Saint-Germain.

Tal como lo temía, Jeannette volvió con las manos vacías: la familia estaba en el campo y no había noticias del duque de Beaufort. De modo que sólo cabía esperar y mirar caer la lluvia mientras rasgueaba melancólicamente su guitarra.

Una mañana, tres días después de su regreso, Jeannette le entregó un billete que acababa de traer uno de los lacayos que habían quedado en la Rue Saint-Honoré. Las pocas palabras que contenía aceleraron los latidos de su corazón: «Ola, gatita, tengo que hablarte en secreto. Un coche te esperará delante de la iglesia después de la hora de acostar a la reina.» Estaba escrito por una mano torpe, y con un montón de faltas de ortografía, pero llevaba la firma de François, del que Sylvie conocía desde siempre su desprecio por las artes de la pluma. Apretó el billete contra su corazón, lo cubrió de besos y lo deslizó en su corsé.

—Esta tarde quiero estar muy guapa —declaró a Jeannette, que rió al verla tan feliz.

—¿Qué nos pondremos? ¿Nuestro bello vestido blanco?

—Prefiero que no. No voy a un baile ni a una velada oficial. Me gustaría ponerme el vestido de tafetán color limón bordado con margaritas blancas y el escote de encaje. A él le gusta ese color, porque dice que es el del sol. ¡Una buena cosa en un tiempo tan triste!

—Estad tranquila. Estaréis muy bonita.

En efecto, el espejo se lo confirmó muy pronto. Jeannette la envolvió después en una gran capa con capuchón, de seda negra forrada de terciopelo, que la ocultaba totalmente, y se abrigó ella misma de forma parecida. No iba a permitir que Sylvie saliera sin ella mientras no fuera mayor de edad... ¡ni luego tampoco! La esperaría en el coche.

Como conocían las costumbres de palacio y disponían de los medios para salir y entrar a voluntad, las dos mujeres llegaron sin tropiezo a las proximidades de Saint-Germain-l'Auxerrois donde, en efecto, esperaba un carruaje con las armas de los Vendôme y, en el pescante, Picard, uno de los cocheros de la casa.

—Ya ves que podías haberme dejado venir sola —dijo Sylvie mientras subía al vehículo.

—¿Y atravesar la Rue d'Autriche a las once de la noche sin protección, a vuestra edad? ¡Ni en sueños! Adonde vayáis, yo iré con vos.

Era bueno sentirse así protegida, y Sylvie buscó la mano de su fiel compañera para estrecharla. El coche se puso en marcha pero, en lugar de doblar a la izquierda para seguir la Rue Saint-Honoré, giró a la derecha. Sylvie apartó las cortinillas y preguntó a Picard:

—¿Adonde me lleváis?

—Donde me han ordenado que os lleve, señorita. ¡Tened la bondad de mantener las cortinillas cerradas!

La espera impaciente de la muchacha se tiñó de curiosidad: ¿la esperaba François en una casa propia? ¿Qué podía ser tan «secreto» para que no hubiera podido ir hasta el Louvre a decírselo? O ¿es que deseaba estar con ella a solas por unos momentos? ¡Qué maravilla sería! El pensamiento la hizo enrojecer de emoción, y el viaje le pareció interminable. Sin embargo, Jeannette apartaba de tanto en tanto las cortinillas con discreción para averiguar en lo posible el camino que seguían.

—Vamos a algún lugar del Marais —susurró—. ¡Oh! Veo las torres de la Bastilla y los fuegos que encienden allí por la noche.

El coche entró poco después en una calle estrecha, y luego en el patio apenas iluminado de un edificio más pequeño que la casa de Raguenel; el portal se abrió al paso de los caballos y volvió a cerrarse de inmediato. La silueta de un lacayo se silueteó como una tinta china a la débil luz que venía del vestíbulo. Sylvie bajó sola y caminó hacia él. La estancia estaba únicamente amueblada con un cofre sobre el que reposaba un candelabro de tres brazos que el hombre —un desconocido— empuñó para conducir a la visitante a lo largo de una escalera vetusta cuyos escalones crujían. Después siguieron una galería estrecha con unas tapicerías deshilachadas que olían a humedad. Sylvie no alcanzaba a comprender qué podía estar haciendo François, siempre tan rumboso, en un lugar así, cuando ante ella se abrió una puerta.

La decoración cambió. Se encontraba en un gran gabinete tapizado de cordobán dorado y pintado, amueblado como un salón de conversación, con cómodos sillones dispuestos en torno a una mesa en la que aparecían los restos de una cena que la muchacha examinó con severidad. Conocía el apetito casi proverbial de François, pero en una ocasión así, bien habría podido invitarla.

Abandonada a sí misma, giró sobre los talones para inspeccionar todos los rincones de la habitación, y hubo de rendirse a la evidencia: allí no había nadie. Se sentó en un sillón y al poco rato, al ver un cestillo con cerezas, fue a coger un puñado y empezó a comerlas, lanzando después los huesos y los rabos a la chimenea, en la que habían encendido un fuego que contrarrestaba el frío húmedo del ambiente. Demasiado nerviosa debido a su cita, a la hora de la cena no había podido tragar más que un trozo de bizcocho.

Las cerezas estaban deliciosas pero, a medida que comía, Sylvie sentía crecer su descontento: ¿por qué François la hacía esperar de aquella manera? Fue a coger más cerezas, y cuando volvía a su sillón se abrió una puerta disimulada entre los paneles de madera. Entró un hombre, pero no era François sino el duque César.

La sorpresa, y sobre todo la decepción, hicieron levantarse a Sylvie y olvidar su buena educación, mientras las cerezas se escurrían entre sus dedos.

—¿Cómo? ¿Sois vos? —exclamó.

Se hizo evidente que él no esperaba ese recibimiento. Al retrasar su aparición, había pretendido abrumar a la niña de temor y respeto. En cambio, ella lo miraba con ojos llameantes de cólera y sin acordarse en absoluto de saludarlo.

—Si no lo supiera, os preguntaría dónde os han educado, hija mía. ¿Dónde están las maneras que la duquesa se esforzó en inculcaros?

Sylvie comprendió que era forzoso rectificar, porque persistir en su actitud no arreglaría nada. Aquel hombre, al que ella nunca había querido, era el padre de François, y le debía respeto. Con una gracia llena de encanto, se inclinó en una profunda reverencia:

—Monseñor —murmuró. Y luego, como él no se daba prisa en decirle que se incorporase, añadió—: Debéis comprender mi sorpresa: recibo una carta de Fran... del señor duque de Beaufort, acudo y...

—Y me encontráis a mí. Comprendo perfectamente vuestra sorpresa, pero necesitaba hablaros.

—En ese caso, ¿por qué tomar de prestado el nombre de vuestro hijo? Os bastaba llamarme, y yo habría acudido igualmente.

—Es posible, pero no seguro. Por otra parte, el billete podía extraviarse y caer en manos indeseables, y os recuerdo que el rey me ha prohibido no solamente aparecer en la corte, sino también vivir en París. ¡Levantaos, maldita sea!

—Con mucho gusto, monseñor —dijo Sylvie con un suspiro, porque empezaba a notar que las rodillas le temblaban. Se incorporó y lo observó con cierta tristeza. Hacía algún tiempo que no lo veía, y pensó que el exilio, por más dorado que fuera, no le sentaba bien.

A los cuarenta y tres años, César de Vendôme parecía una copia estropeada y envejecida de François. No había echado barriga porque, como todos los Borbones, era un cazador fanático, y las largas cabalgatas y la práctica de las armas le habían hecho conservar su silueta y su musculatura. Pero el rostro acusaba las huellas de las pasiones y los vicios que devoraban a aquel hombre. Como François, era muy alto y tenía la complexión de un atleta. Como François, tenía la nariz arrogante y los ojos azules de su padre el Bearnés, pero sus ojos estaban inyectados de sangre, la boca se reblandecía, los dientes antaño magníficos amarilleaban y los cabellos rubios no sólo se habían agrisado sino también eran más ralos, en tanto que la nariz aparecía hinchada y roja debido a las excesivas libaciones. ¿Qué hacer en el campo después de la caza, sino beber? Y sobre todo entregarse a una atracción demasiado intensa por los jóvenes mancebos, a los que recompensaba con una generosidad que abría en su fortuna inquietantes agujeros. Además, la añoranza de su gobierno de Bretaña, donde se sentía un rey, le corroía sin cesar. Le habían devuelto el título pero no la función, e incluso tenía prohibido regresar allí. Pero aquel nativo de tierra adentro, hijo de una bella picarda y un bearnés, apegado a cada parcela de un reino conquistado con grandes esfuerzos, adoraba el mar. Era la única de sus pasiones que había transmitido a su hijo menor.

Por su parte, César examinaba a la adolescente con cierto asombro. Cómo, ¿era ésta la minúscula criatura de tez descolorida cuya única belleza residía en los inmensos ojos color avellana, que François había llevado un día a su casa como si fuera un animalito extraviado, y que su esposa y su hija habían tomado bajo su protección? Sin duda no alcanzaría la belleza de madona de su madre, pero aun así el cambio era impresionante. Con su boca un poco grande, la pequeña nariz corta y la forma ligeramente almendrada de los ojos, evocaba todavía a una gatita, el sobrenombre que le había dado Elisabeth. Pero su tez se había iluminado y dorado, y la masa de bucles castaños, sujeta encima de cada oreja por cintas amarillas, mostraba ahora un espesor sedoso con reflejos casi plateados de un efecto subyugante. No tenía nada de una madona, pero su carita traviesa no carecía de encanto. En suma, aquella chiquilla en la que se reflejaba ya el brillo de la corte seduciría sin duda a más de un hombre. Lo importante era que entre ellos no se contara Beaufort, y César se sintió reafirmado en un proyecto al que tal vez habría renunciado si se hubiera encontrado con una «Mademoiselle de l'Isle» asustadiza e insignificante.

—Sentaos —dijo por fin, señalando el sillón del que se había levantado ella, y yendo a su vez a recostarse contra la mesa de la cena—. Y en primer lugar, responded a una pregunta: ¿qué sentimientos os inspira mi hijo Beaufort?

La brutalidad de aquellas palabras hizo que Sylvie se tornara tan roja como las cerezas que mordisqueaba un momento antes. El hombre que fijaba en ella sus ojos helados y cuyos labios dibujaban una semisonrisa sarcástica, era la última persona en el mundo a la que deseaba abrir su corazón. Incluso habría preferido a Richelieu, que al menos la distinguía con muestras de cierta simpatía. Así pues, se esforzó en que su voz no temblara.

—Todas las personas de vuestra casa me son queridas, monseñor. Al menos, todas las que han sido buenas conmigo.

—Lo cual excluye a Mercoeur, que no os estima, y a mí mismo...

—Que tampoco me estimáis. Sin embargo, monseñor, habéis sido muy generoso conmigo al darme un nombre, bienes y una posición...

—Todo eso lo debéis a la duquesa. Es la mujer más testaruda que respira aún sobre la tierra, ahora que su madre ya no existe. Pero en fin, me satisface ver que sois agradecida y espero que sabréis demostrármelo. Pero... no habéis respondido a mi pregunta, joven. ¿Amáis a Beaufort, tal como creemos todos en nuestra casa? Hablo de amar. ¿Sí o no?

Sylvie alzó la cabeza y miró directamente a los ojos que estaban sopesándola:

—Sí. —No dijo más, pero lo dijo con tanta firmeza que no era posible la duda. Como César no decía nada y seguía observándola, apretó con fuerza sus manos la una contra la otra, y añadió—: Creo que le he amado siempre desde que me encontró en el bosque, y estoy segura de que nunca amaré a otra persona.

Habló con sencillez: fue una constatación tranquila que no por ello perdió un ápice de su fuerza. Ni por un instante puso en duda Vendôme su palabra. Sin embargo, quiso saber más.

—No pensaréis que, a pesar de todo, os será posible convertiros en su esposa, ¿verdad? Puesto que no entrará en la Orden de Malta, Beaufort sólo puede unirse a una princesa.

—Sé todo eso, pero para amar no es necesario el matrimonio. Tampoco es necesario estar siempre juntos. El verdadero amor lo soporta todo: el alejamiento, las separaciones, la soledad e incluso la muerte.

—¿Quién diablos os ha enseñado todo eso? —exclamó César, sorprendido por la filosofía de aquella jovencita—. ¿Ese buen Raguenel que fue vuestro maestro?

—Nadie. Creo, monseñor, que siempre lo he sabido.

—Pues bien, es muy loable, pero falta ver lo que significa en la práctica, y si os he hecho venir es para juzgar la solidez de vuestro amor. Si Beaufort estuviera en peligro, ¿qué haríais?

El corazón de Sylvie dejó de latir por un instante, pero no dejó que su angustia se transparentara.

—Lo que estuviera en mi mano para ayudarle.

—¡Ahora lo veremos! Está en peligro —dijo el duque, recalcando cada sílaba.

—¿De qué?

—De muerte si consiguen prenderle. Lo que, felizmente, no ha sucedido todavía.

—¡Dios mío! ¿Qué ha ocurrido?

—Se batió en duelo en Chenonceau y mató a su adversario.

Aterrorizada, Sylvie cerró los ojos por un instante. Sabía hasta qué punto eran inflexibles en ese tema los edictos de Richelieu. Un duelo había llevado a Montmorency-Bouteville al cadalso. El terrible cardenal no dudaría un momento en enviar al mismo lugar a un nieto de Enrique IV. Posiblemente incluso disfrutaría al hacerlo.

—¿Cuál fue el motivo del duelo?

Vendôme dudaba en contestar pero Sylvie, alzando hacia él su mirada límpida, añadió:

—¿Una... mujer?

—Sí. Madame de Montbazon, de la que tal vez ignoréis que es su amante —dijo con brutalidad—. Monsieur de Thouars habló mal de ella delante de mi hijo, que no lo soportó y cumplió con su deber de gentilhombre y de amante. Marie de Montbazon está loca por él...

—Pero él ama a otra —repuso Sylvie—. Lo cual es algo bastante conforme con la naturaleza de las cosas...

—¿Otra? ¿De quién se trata?

—Si no lo sabéis de cierto, tal vez lo sospechéis. Yo he llegado a pensar que la bella duquesa de Montbazon no era más que una magnífica cortina de humo. Y precisamente la existencia de esa otra mujer añadiría gravedad a su caso, si se da la circunstancia de que los hombres del cardenal lo prendan. ¿Dónde está?

—No voy a decíroslo, y por el momento el duelo sigue siendo un secreto. Sin embargo, siempre cabe la posibilidad de una indiscreción. Si Richelieu se entera, enviará a uno de sus torturadores, a sonsacar la verdad a los testigos o a los servidores. Y esos miserables serían capaces de hacer confesar a san Pedro que quiso violar a la Virgen María, tan abominables son sus métodos. Si apresan a Beaufort, nada podrá salvarlo... salvo vos, tal vez.

—¿Yo? Pero ¿qué puedo hacer?

El duque César hizo una pausa, se apartó de la mesa en que estaba recostado con indolencia y fue a abrir un armario, del que tomó algún objeto.

—Me han dicho que estáis en excelentes relaciones con el cardenal.

—Es mucho decir. He tenido el honor de ir a cantar para él en tres ocasiones, en su palacio. Reconozco que me ha tratado con cierta bondad...

—Luego, no desconfía de vos. ¡Excelente!

—No veo por qué —dijo Sylvie con una voz que traslucía su inquietud. No le gustaba la sonrisa cruel con que Vendôme examinaba el objeto que tenía en la palma de la mano.

—Pues bien, voy a abriros los ojos, y al mismo tiempo a evaluar la solidez de ese gran amor que decís experimentar: si François es apresado, nada podrá salvarlo excepto...

—¿Excepto?

—La muerte de Richelieu. En caso de extremo peligro, os arreglaréis para que la sotana roja os pida que vayáis a adormecer sus dolores con vuestra música... y le adormeceréis de forma definitiva.

Sylvie sintió que su garganta se secaba de golpe.

—¿Cómo? ¿Queréis que...?

—Que lo envenenéis... con esto —dijo, colocando delante de la joven un frasquito de cristal muy oscuro, cuidadosamente cerrado con un tapón de esmeril—. No debería seros muy difícil: he sabido que en cada visita bebéis un poco de vino español y servís una copa a vuestro anfitrión.

Decididamente sabía muchas cosas pero Sylvie, arrastrada por la indignación, dejó para más tarde averiguar quién era el, la o los que le informaban.

—¿Yo? ¿Hacer una cosa así? Verter la muerte con discreción y tenderla luego, ¿con una sonrisa, supongo?, a quien me ha acogido con toda confianza. ¿Por qué no recurrís a un lacayo cualquiera, sobornándole? Hay todo un ejército en el Palais-Cardinal.

—Por una razón muy sencilla: Richelieu hace que otra persona pruebe antes todo lo que come o bebe. Por lo demás, vos misma lo hacéis sin siquiera daros cuenta cuando bebéis en su presencia, imagino.

—Sí, es verdad. Nunca bebe el primero. ¿Es desconfiado hasta ese punto?

—Más aún. Es verdad que le gustan los gatos, pero no es ése el motivo por el que hay tantos en sus mansiones. ¡Tomad este frasco!

—No. Nunca me prestaré a un acto tan vil, tan cobarde. Si queréis la muerte de Richelieu, atacadle vos mismo, de frente y a cara descubierta.

Vendôme dejó escapar un sonoro suspiro y se encogió de hombros:

—Me pregunto si Raguenel no os ha hecho leer demasiadas novelas de caballerías. En nuestros días, es necesario matar para no ser muerto... Ahora bien, si preferís que Beaufort suba al cadalso para dejar allí su cabeza...

—¡No! ¡Oh, Dios mío, no! —Había gritado porque, con la velocidad de un relámpago, su imaginación le había mostrado la imagen espantosa que el duque evocaba.

—En ese caso, querida, habréis de elegir entre ese anciano precoz, roído ya por la enfermedad, y la persona que afirmáis amar; pero si detienen a Beaufort, tendréis que elegir muy deprisa.

Espantada ante aquel horrible dilema, todavía intentó discutir:

—¿Aún no lo han detenido?

—No, pero puede ocurrir de un momento a otro, y podéis estar segura de que os lo haré saber.

—No es seguro que el cardenal me llame. No lo ha hecho desde que se instaló en el castillo de Rueil.

—Eso no quiere decir nada. El Louvre está más cerca de su palacio que Saint-Germain de su residencia de verano, donde además cuenta con otras distracciones, pero volverá. Si apresan a mi hijo, sin duda lo encerrarán en la Bastilla y ese maldito clérigo rojo estará tan contento de tenerlo en su poder que querrá acercarse para disfrutar más directamente de sus tormentos.

—En ese caso, seguramente no me pedirá que vaya a cantarle. Tendrá, como vos decís, otras distracciones...

—¡Vamos! Querrá complacerse en vuestra angustia. Sois una preciosa muñeca: ¿no es una estupenda diversión hacer que sufra una muñeca?

—Lo estáis haciendo vos mismo sin daros cuenta, monseñor —repuso con amargura la muchacha—, y no me parece que eso os divierta. ¿Por qué monseñor François no huye, si teme a la gente del cardenal?

—Porque está loco y le gusta jugar al gato y al ratón, incluso cuando él mismo es el ratón. Pero además creo que ninguna fuerza en el mundo podría hacerle marchar de Francia, donde su corazón está ligado por tantos intereses. ¡Tomad esto! Y haced lo que os he ordenado, con plena conciencia de que, si Beaufort llega a poner la cabeza en el tajo del patíbulo, no viviréis lo bastante para llorarle: yo os estrangularé con mis propias manos.

—No os daré ese trabajo, monseñor —replicó Sylvie—. Si muere yo moriré también, sin necesidad de la ayuda de vuestras manos. Obedeceros es firmar mi condena de muerte. ¿Creéis que el rey me dejará vivir si mato a su ministro?

—Si sois lo bastante hábil, nadie sospechará de vos. ¿No habréis bebido antes que él? Al servir el vino en su copa, echáis también esto. Me han asegurado que se trata de un veneno rápido, parecido al aqua tofana tan querida por los venecianos... Y además —añadió con cinismo—, si os detienen tendréis al menos la satisfacción de saber que habéis salvado a la persona que amáis...

Sylvie no podía esperar más cosas de Vendôme. Tendió la mano.

—Dadme —dijo únicamente.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro sombrío de César:

—¡Vaya, valéis más de lo que pensaba! Naturalmente, esto deberá quedar entre nosotros.

De golpe, Sylvie dejó escapar toda la cólera que hervía en su interior desde hacía un rato.

—¡No me toméis por una boba, señor duque! ¿Qué creéis que voy a hacer? ¿Agitar esto en las narices de la primera persona que encuentre, para decirle que en vuestra obsesión por eliminar al cardenal no habéis encontrado mejor solución que hacer de mí una envenenadora? Si la señora duquesa lo supiese, moriría, y por nada del mundo querría causarle el menor disgusto.

—¡En tal caso, cuidad de que no tenga el de perder a su hijo!

—¡Lo pintáis demasiado fácil! En todo caso, me gustaría saber lo que contaréis a monseñor de Cospéan la próxima vez que os confeséis con él. Sin duda, nada relacionado con esto —añadió, al tiempo que agitaba el frasco—. En ese caso vuestra confesión será nula, e iréis derecho al infierno en caso de que os sorprenda la muerte antes de que hayáis podido haceros perdonar ese crimen. ¡Y os estará bien empleado!

Después de disparado ese último dardo, Sylvie guardó el frasco en un bolsillo de su vestido, recogió la capa que se había quitado al entrar, y, volviendo la espalda al duque sin dirigirle una sola palabra, levantó todo lo posible su naricita y salió de la sala con pasos rápidos, pero con la majestad de una reina.

Sin embargo, al llegar al pie de la escalera se detuvo para recuperar el aliento, como si hubiera llegado al término de una larga carrera. Su corazón se había desbocado, y tuvo miedo de desmayarse. Para tranquilizarse, fue a sentarse en el viejo cofre, y deseó súbitamente beberse el contenido del maldito frasco y acabar de una vez con una existencia que ya nada tenía que ofrecerle. François se había batido por una mujer que era su amante, pero amaba a otra que no era ni sería jamás Sylvie. Sin embargo, luego se le ocurrió que su muerte no ayudaría a François si se mataba ahora. Era cierto que él corría un terrible peligro, porque no podría esperar ninguna piedad ni del cardenal ni del rey. La reina sin duda intercedería en su favor, pero ¿qué peso tendrían las súplicas de una mujer odiada por el ministro y de la que el rey deseaba librarse?

Permaneció allí unos instantes, intentando poner en orden sus pensamientos. Y se le ocurrió una idea: si François era arrestado, ella haría lo que le había ordenado el duque, pero en lugar de verter el veneno en la copa del cardenal, lo haría en la botella y bebería al mismo tiempo que su víctima. Al menos todo habría terminado, y esa solución tenía la ventaja de que, en caso de ser arrestada, le evitaría el horror de una ejecución en la plaza pública... y posiblemente la tortura. Sí, sin duda era la mejor solución. Después se arreglaría con Dios como mejor pudiera.

Un poco más serena, volvió a guardar el frasco en su bolsillo, se envolvió en la capa y regresó al coche en el momento en que el lacayo acudía con su candelabro. pero sus ojos jóvenes se habían habituado ya a la oscuridad.

—¿Qué tal? —preguntó Jeannette.

—No me hagas preguntas, te lo ruego. Quizá más tarde te diré...

El portal volvió a abrirse, y traqueteando sobre los gruesos adoquines, el carruaje se dirigió de vuelta al Louvre.


Al día siguiente, Sylvie, mal repuesta de la penosa velada que se había prometido tan dulce, recibió la orden de prepararse para acompañar a la reina, que se retiraba uno o dos días al Val-de-Grâce. Tan sólo Mademoiselle de Hautefort, La Porte y ella misma servirían a Su Majestad. Vio en ello una prueba de confianza que la conmovió y que fue confirmada por Marie: la reina quería que la acompañara su «garita» y deseaba oírla cantar en la capilla.

El convento del faubourg Saint-Jacques era muy querido por Ana de Austria por varias razones, la primera de las cuales era que ella misma había ordenado su construcción dieciséis años antes. Tenía allí una residencia que daba a un jardín en el que le gustaba retirarse a reposar. Además, el convento de benedictinas estaba situado fuera de las murallas de París, en un camino campestre en el que los únicos edificios eran conventos, como convenía a la larga vía que seguía la de las estrellas y que desde hacía siglos era recorrida por los miles de peregrinos que iban a Santiago de Compostela a rezar ante la tumba del Apóstol; pero para la reina tenía un doble significado, porque ese camino ilustre era también el que llevaba a España. En ninguna parte como allí se sentía en su casa, y la abadesa, Louise de Milly, ahora madre de Saint-Étienne, era una amiga incondicional, en tanta mayor medida porque había nacido en el Franco Condado, una región sometida entonces al rey de España.

Fiel a sus costumbres policíacas, el cardenal había intentado encontrar una o dos espías entre las buenas monjitas, pero al parecer no lo consiguió, o bien, aisladas en una comunidad ardientemente devota de su bienhechora, nunca consiguieron transmitir informaciones valiosas.

En el Val, Ana de Austria llevaba durante el día una vida casi monacal. Participaba en los oficios uniendo su voz a la de las religiosas, con una piedad profunda, y tomaba sus comidas en comunidad. Su alojamiento, compuesto por un pequeño pabellón que se proyectaba sobre el jardín, no contenía más que dos estancias: un salón en la planta baja, abierto mediante una puerta-ventana, y en el primer piso una habitación que se prolongaba en una pequeña terraza. En cuanto a Hautefort y Sylvie, les habían sido asignadas dos celdas situadas detrás del pabellón, pero la segunda comprendió muy pronto que, en esa extraña casa monjil o por lo menos en la parte de la misma habitada por Ana, las noches no se dedicaban a dormir, sino que por el contrario se desplegaba una intensa actividad. Marie se dedicó a aleccionarla antes de que empezara a hacer preguntas:

—¿Recordáis que en Villeroy, camino de Fontainebleau, os pregunté si amabais a la reina?

—Y yo os respondí que le había jurado una devoción absoluta.

—Así lo hemos entendido ella y yo, y por esa razón os hemos traído. Aquí, nuestra buena ama tiene derecho a ser ella misma, al resguardo de los espías del cardenal. Puede recibir a quien quiera, preferentemente de noche, y sobre todo ponerse al día en la correspondencia que mantiene con su hermano el cardenal-infante, con Madame de Chevreuse, su amiga exiliada, y con varias personas más. Algo que en el Louvre es imposible.

—Sin embargo, es fácil entrar y salir a voluntad.

—Cuando se es doncella de honor y porque, en principio, eso no tiene consecuencias, pero hay ojos en todas partes, y todos están fijos en la reina.

—¿Y aquí? ¿Son ciegas las monjas?

—No ven más que lo que se les quiere mostrar... es decir, nada. Nuestra situación tiene la ventaja de que nos encontramos en el interior de la clausura del convento, y al mismo tiempo tenemos autonomía. Sólo está al corriente la madre de Saint-Étienne, y hace de forma que sus hijas ignoren lo que ocurre en el pabellón. Si no fuera así, sería imposible recibir mensajeros y enviarlos...

—¿Mensajeros?

—Sí. El portillo abierto en el muro del jardín y disimulado con hiedra permite todas las idas y venidas. ¡Ahora, al trabajo! Voy a enseñaros a cifrar un mensaje.

Sylvie cayó entonces de su nube, pero hubo de acabar por rendirse a la evidencia: la correspondencia de la reina con sus amigos del exterior no tenía nada de inocente, y los «asuntos de familia» que se trataban en las cartas a los hermanos de Ana de Austria, el rey de España y el cardenal-infante, constituían un delito de alta traición: se explicaba en ellas, en lenguaje cifrado, todo lo que Ana podía averiguar sobre los proyectos, incluidos los militares, del rey y de su ministro. Por añadidura, si era normal escribir a sus hermanos, no lo era tanto hacerlo con el antiguo embajador de España en Francia, el conde de Mirabel, expulsado por Richelieu del país e instalado en Bruselas, y no unido a ella por ningún lazo de parentesco. Finalmente, también figuraba Inglaterra, por la intermediación de un antiguo servidor del querido Buckingham, llamado Auger, secretario en la actualidad del embajador inglés.

El papel desempeñado por La Porte en esas actividades era primordial. A través de él se introducía todo el material —tintas simpáticas al limón y otras—, que naturalmente no guardaba en el Louvre, sino en una pequeña vivienda que ocupaba en el palacio de Chevreuse, Rue Saint-Thomas-du-Louvre, del que su hermano era guardián. Además era él quien hacía llegar a los diferentes intermediarios, gentilhombres ferozmente hostiles a Richelieu o clérigos a sueldo de la muy católica España, las cartas escritas de propia mano por la reina.

Sylvie hablaba y escribía el español. Le encargaron transcribir con ayuda de una plantilla algunos mensajes no demasiado comprometedores. Ella lo hizo, pero no sin sentir una inquietud que confió a Hautefort:

—¿No estamos corriendo grandes riesgos? Si los espías del cardenal supieran el menor detalle de lo que está ocurriendo aquí, podríamos encontrarnos en la Bastilla, y la propia reina...

—¿Tenéis miedo?

—¿Yo? ¿De qué, Dios mío? —repuso Sylvie con tristeza, al pensar en el frasquito de veneno que había conseguido esconder en su habitación del Louvre.

—A vuestra edad y con vuestro encanto, tenéis derecho a esperar de la vida otra cosa que los muros de una prisión.

—Lo mismo puedo deciros a vos.

La Aurora alzó su hermosa cabeza coronada por una masa de cabellos rubios, y esbozó una sonrisa llena de orgullo.

—Quizá, pero yo amó a la reina y estoy dispuesta a servirla incluso en un calabozo. Al que, por lo demás, ella nunca iría. El rey se contentaría con repudiarla, que es lo que está deseando.

—Pero ¿por qué actúa ella de esa manera? Es, perdonadme, algo indigno de una reina de Francia.

—¡No os equivoquéis, gatita! Lo que hacemos aquí no está dirigido contra el rey ni contra Francia. Si España consigue una gran victoria, el rey se verá obligado a despedir a Richelieu. Y las consecuencias serán más graves aún si conseguimos llevar la duda a su espíritu.

—¿La duda? ¿Esperáis hacer pasar por traidor a Richelieu?

—¿Por qué no? Madame de Chevreuse, que desde su provincia lleva a cabo un trabajo ingente, nos ha encontrado a un falsificador admirable, del que sólo falta asegurarnos de su lealtad. Y creedme, cuando caiga la sotana roja, el pueblo al que aplasta con impuestos bailará de alegría y ayudará a sus señores a reconstruir las fortalezas cuyas torres y murallas están siendo derribadas por orden del cardenal. El propio rey será más feliz cuando se deshaga de una férula que le resulta muy pesada, creedme. Podremos hacer regresar a la reina madre, que vive de la caridad del obispo de Colonia...

El alegato era bello, y Sylvie demasiado novicia en los enmarañados asuntos de la corte para sentir la necesidad de ver con más claridad en ellos, ocupada como estaba con sus propios tormentos. Después de todo, había jurado servir a la reina, y la serviría hasta el final.


La primera noche, como La Porte había sido enviado a reunirse con uno de los intermediarios y Hautefort trabajaba en una descodificación difícil, fue Sylvie la que quedó de guardia en la puerta del jardín, después de que le explicaran su mecanismo. Debía abrir al recibir determinada señal. La noche era templada y la joven guardiana no corría el riesgo de pasar frío. Incluso encontró algún placer en contemplar las estrellas al tiempo que respiraba las fragancias de los parterres en que rosas y peonías empezaban a abrirse, y la madreselva y el espino blanco a exhalar su delicado perfume. Un lugar ideal para soñar con el amor cuando se tienen quince años, pero el hombre embozado al que abrió ya cerca de la medianoche no poseía ninguna cualidad susceptible de alimentar ese ensueño: olía a sudor, a caballo y cuero recalentado. No por ello dejó Sylvie de acompañarlo al salón. Allí, él sostuvo con la reina una larga conversación en voz baja, y después fue confiado de nuevo a la compañía de la joven, que le hizo salir por el mismo lugar.

—Mañana por la noche tendréis que volver a montar la guardia —le dijo Marie—. Acaban de anunciarnos a alguien mucho más importante... No os molestará demasiado, espero.

—Con este tiempo es un placer, ¡y es tan hermoso el jardín!

Por toda respuesta, la joven dama acarició suavemente la mejilla de su compañera.

—Decididamente, os quiero mucho —dijo.

En efecto, al día siguiente, cuando acababan de sonar diez campanadas en la capilla de la abadía, cuya cúpula aparecía iluminada por la luna, un nuevo visitante anunció su llegada. Sylvie descubrió en el umbral una silueta masculina de buena estatura envuelta hasta los ojos en una capa negra, y con un sombrero sin plumas del mismo color calado hasta las cejas. Pero en lugar de entrar rápidamente, el hombre se quedó parado en la puerta. Ella se impacientó:

—¡Entrad, señor! ¡Os esperan!

Esta vez entró, y mientras ella volvía a cerrar, se desprendió de su capa.

—¡Dime que sueño, Sylvie! ¿Acaso no eres tú?

Ella ahogó un grito bajo la presión de su puño cerrado.

—¿Vos? ¡Oh, no es posible!

—Se diría que esta noche a los dos nos cuesta creer en la realidad de las cosas —susurró François —. ¿Qué diablo haces aquí? ¿Ahora te han convertido en portera?

Parecía muy enfadado, pero ella estaba demasiado asustada para advertirlo.

—Soy doncella de honor de la reina y hago lo que ella me ordena. Pero ése no es vuestro caso. ¡Vos, en París, cuando os están buscando por todas partes! ¿Acaso estáis loco?

Él le tomó el mentón entre dos dedos para alzarle el rostro. A la luz plateada de la luna, ella vio el brillo de sus dientes, descubiertos por una sonrisa.

—Di mejor que siempre hay en alguna parte alguien que me busca. En cuanto a lo de estar loco, sabes desde hace mucho tiempo a qué atenerte, mi gatita. Pero, caramba, ¿lloras?

—¡Marchad, os lo suplico! ¡Huid lo más lejos posible!

—Es lo que voy a hacer enseguida. Ahora déjate de tonterías, preciosa. ¿No dices que obedeces órdenes de la reina? ¡Pues yo también, con la diferencia de que no me limito a esperarlas! Me gusta adelantarme a sus deseos.

Una cortina levantada en ese momento en el interior del pabellón dejó al trasluz la silueta de Mademoiselle de Hautefort.

—Haremos bien en ir —dijo Beaufort—. Nunca hay que hacer esperar a las damas.

Y corrió hacia la luz como un hombre que conoce el camino. Sylvie sólo pudo recoger sus faldas y correr tras él. Llegó al salón cuando él saludaba ya a la dama de compañía:

—¿Habéis reclutado a la gatita? No es mala idea. Bajo su apariencia frágil, es una persona muy decidida...

—¡Y segura! Eso es lo importante. No disponemos de muchas alternativas entre las doncellas de honor. Además, habla y escribe el español tan bien como el conde-duque de Olivares, y mejor, en cualquier caso, que la reina de España...[22] ¡Venid! Se os aguarda con impaciencia.

Con un dolor súbito, Sylvie, todavía bajo el efecto de la emoción que había sentido al ver a François, vio que lo llevaba hacia la escalera que conducía a la alcoba de la reina, mientras que el visitante de la víspera había sido recibido en el salón. Se secó con rabia nuevas lágrimas, al pensar que el Val-de-Grâce no era sólo un centro de espionaje político, sino también el lugar de citas de una naturaleza más tierna. Una idea de la que se arrepintió enseguida: ¿una cita en presencia de Mademoiselle de Hautefort, poseedora de la lengua más afilada de toda la corte? Pero unos instantes después, Mademoiselle de Hautefort volvió a bajar:

—Ya habéis trabajado bastante por esta noche, querida —dijo sin mirar a Sylvie, que se había sentado cerca del fuego de la chimenea más para quemar ciertos papeles que por necesidad de calor—. Id a acostaros. Yo misma acompañaré al duque cuando salga.

La joven se levantó, pero no se movió de donde estaba y miró a su compañera, que acabó por volverse hacia ella.

—¿Y bien? ¿No habéis oído? Os he dicho que fuerais a dormir, Sylvie.

—¿Por qué? —preguntó ésta sin dar un paso.

Marie frunció el entrecejo:

—¿Qué significa «por qué»?

—Sois demasiado aguda para no haberlo comprendido, pero os lo aclararé: ¿por qué me habéis enviado a mí a abrir la puerta del jardín al visitante de esta noche?

—Ayer os desenvolvisteis muy bien.

—Ayer, vos estabais muy ocupada y La Porte estaba ausente. Esta noche, vos podíais encargaros de esa... tarea. Así pues, repito: ¿por qué yo?

Hubo un silencio. Luego Marie se acercó y colocó sus manos sobre los frágiles hombros de la muchacha, que temblaban visiblemente.

—Tal vez para poner a prueba vuestra abnegación, pequeña... ¿Os sentís mal? —preguntó con dulzura.

Medio sofocada por las lágrimas que retenía a duras penas, Sylvie sacudió la cabeza.

—Y en este momento me detestáis —prosiguió Marie—, pero hacedme la justicia de reconocer que os previne, diciéndoos que vuestro corazón estaría sujeto a tormentas muy fuertes, con el guapo François.

—¡No es eso solamente! ¡Temo por él! ¿No sabéis que arriesga su cabeza al venir aquí?

—La arriesgamos todos: vos, yo, La Porte e incluso la abadesa. Creía que lo habíais comprendido.

—Lo he comprendido y lo he aceptado... pero con él, es distinto. Corre el rumor de un duelo en el que ha matado a su adversario por los bellos ojos de Madame de Montbazon, y en lugar de huir se presenta aquí, ¡a las puertas del París, o del cardenal, que es decir lo mismo!

—¿Dónde habéis oído ese rumor?

Sylvie comprendió que, arrastrada por la angustia y el dolor, había hablado demasiado. Esbozó un gesto de impotencia.

—Un rumor, ya os digo. Creo que fue Jeannette, mi camarera, quien lo oyó en el hôtel de Vendôme.

—¡Me dejáis de una pieza! Me llegan muchas informaciones de diferentes amigos, y eso lo ignoraba... ¿Y por qué no me lo habéis contado antes?

—Pues bien, os lo cuento ahora. En cuanto a lo que pueda haber de verídico en ese chisme, no tenéis más que preguntárselo al señor de Beaufort, ahora que lo tenéis al alcance. Buenas noches. Voy a acostarme, ya que así me lo ordenáis.

—No os he ordenado nada en absoluto. Era un simple consejo. El tiempo corre más deprisa cuando se duerme, y mañana lo que ha ocurrido esta noche no será más que un mal sueño...

—¡Es fácil para vos decir eso! ¡Buenas noches!


Pero, una vez en su habitación, Sylvie no se acostó. Quería esperar la salida de François y hablarle a solas. Eso era imposible bajo la mirada de halcón de Marie. La solución era salir de la abadía y esperar a François en el exterior. Evidentemente, habría que buscar la forma de volver a entrar, pero no hacía tanto tiempo que Sylvie trepaba a los árboles del parque de Anet o de los bosques de Chenonceau: la hiedra del muro le ofrecería toda clase de apoyos. ¡Sólo faltaba llevar a la práctica su proyecto!

Empezó por quitarse las enaguas que hinchaban su sencillo vestido de tela marrón de Flandes, sin más adorno que un cuello y manguitos blancos; y como, al faltarle el relleno interno, la falda resultaba un poco larga y podía estorbar sus movimientos, la alzó lo suficiente para dejar libres los pies sujetándola en las caderas mediante un cinturón fuerte de cuero; luego se quitó los manguitos y el cuello, cuya blancura podía resultar demasiado visible, y finalmente se puso una capa corta con capuchón que disimularía bien su rostro, y unos guantes de cuero necesarios para agarrarse a las ramas de la hiedra: no era cuestión de aparecer al día siguiente con las manos despellejadas y las uñas rotas.

Así equipada, salió por la ventana de la habitación que daba al huerto y aterrizó sobre un sembrado de coles de las que se esforzó en no pisotear las cabezas redondas. Luego corrió a la puerta, la abrió, volvió a cerrarla y se encontró fuera de los muros, en una placita adornada por un calvario, en el otro lado de la cual se alzaba el noviciado de los Capuchinos. Sus ojos agudos inspeccionaron los alrededores: no había ningún caballo a la vista. François, prudente por una vez, debía de haber venido a pie. Pero ¿de dónde?

Lo único que podía hacer era esperar. La luna, aunque ya empezaba a declinar y jugaba al escondite con unas pequeñas nubes, aún brillaba demasiado. De modo que, para evitar ser vista, Sylvie se acurrucó entre la espesa hiedra que cubría el muro de la abadía.

La espera al fresco creciente de la noche le pareció interminable; acababan de sonar las dos en la capilla cuando finalmente reapareció François. No estaba solo: lo acompañaba La Porte, armado hasta los dientes. Los dos hombres ascendieron juntos el faubourg en dirección a la puerta Saint-Jacques. Furiosa pero decidida a continuar hasta el final, Sylvie les siguió rogando a Dios que Beaufort no hubiera dejado su montura demasiado lejos. Mientras, llegados a la vista de las murallas más o menos ruinosas de París, los dos hombres siguieron su camino a lo largo de los fosos, en dirección sur. Sylvie apretó los dientes y continuó su persecución, preguntándose adonde la llevarían así, pero era tenaz y habría aceptado dar la vuelta a París con tal de intercambiar unas palabras con el hombre al que amaba, que tenía su vida entre sus manos y que jugaba con ella de un modo tan loco...

La caminata tenía algo de irreal. Encerrada detrás de sus torres redondas o puntiagudas y de sus almenas, París vivía su inquietante vida nocturna, iluminada por los rayos cada vez más oblicuos de la luna. Sólo rompían el silencio los gritos de los centinelas desde los muros, el eco de una canción tabernaria en un cuerpo de guardia, los maullidos de los gatos en celo, el ladrido de un perro inquieto. Y Sylvie andaba y andaba...

Finalmente llegaron al Sena, cuya ancha cinta brillaba con un resplandor sordo de mercurio, y Sylvie comprendió por qué no habían encontrado ningún caballo atado a un árbol o sujeto a una anilla cuando los dos hombres descendieron hasta la orilla y se separaron: había allí una barca a la que François saltó con un gesto de adiós. Desesperada por no poderle hablar, ella abrió la boca para gritar, llamarle, pedirle que esperara y —¿por qué no?— la llevara con él, pero ya era demasiado tarde: impulsado por las largas pértigas de dos bateleros, el esquife se alejaba rápidamente a favor de la corriente... Agotada, Sylvie se dejó caer de rodillas, escondió el rostro entre las manos y se puso a llorar. Ni siquiera se dio cuenta de que La Porte, al emprender el camino de vuelta, pasaba a tres toesas[23] de ella sin verla.

Cuando volvió a la realidad y miró alrededor, estaba sola en un rincón oscuro flanqueado a un lado por la puerta de Nesle y la silueta siniestra de la antigua torre del mismo nombre, y al otro por los jardines y el magnífico palacio de la reina Margarita. Abandonado después de la muerte de ésta, el lugar se había convertido en refugio de una fauna variopinta.

Sylvie se puso en pie trabajosamente y pensó con desánimo que sería preciso rehacer todo el camino que había recorrido, y confiar en encontrar sin dificultad el faubourg Saint-Jacques. Pero llegó en ese momento a sus oídos un grito espantoso, el de una persona a la que degüellan, seguido de un jadeo y un ruido de pasos precipitados. Alguien se le vino encima con brusquedad y cayó con ella al suelo; sin embargo, se levantó de inmediato, jurando abominablemente, y al desaparecer en las tinieblas dejó tras de sí un extraño olor a polvo y cera caliente.

Esta vez Sylvie, casi sin fuerzas, tardó un poco más en levantarse. Acababa de ponerse de nuevo en pie cuando dos hombres salieron de entre las espesas sombras de la torre. También ellos corrían, y a punto estuvieron de volver a derribarla, pero la vieron a tiempo:

—¡Hay alguien! Una mujer, creo.

—Decid mejor una ramera. A estas horas, las mujeres honestas están acostadas. ¿Has visto huir a un hombre, muchacha?

—Quitad la pantalla a vuestra linterna, amigo mío. Al menos veremos qué cara tiene.

Una luz amarillenta la deslumbró, pero para entonces ya sabía quién era el que había hablado. Sólo que la sorpresa había sido tan grande que la dejó momentáneamente sin habla.

—¿Tú, Sylvie? —exclamó Perceval de Raguenel en el colmo de la estupefacción—. Pero ¿qué haces aquí y a semejante hora?


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