En pie delante de una ventana abierta a la noche templada, indiferente al vaivén de sus servidoras que arrastraban baúles de cuero o cargaban con pilas de ropa, Françoise de Vendôme intentaba dominar la angustia que se había apoderado de ella desde el instante en que había sabido a su esposo preso. ¡César encerrado, encadenado quizás! ¡Impensable!
La decisión de acudir en su ayuda se le había ocurrido de inmediato. Sin embargo, después de un rato empezó a preguntarse si su intervención no conduciría a otra cosa que a exponerla al fuego cruzado de la cólera del rey y el rencor de su ministro. Ahora bien, en ese momento era la única persona adulta de la familia —su turbulenta cuñada Catherine, duquesa d'Elbeuf, apenas merecía ese título— que disponía de libertad de movimientos. Si la arrestaban también a ella, sus hijos, tan jóvenes aún, quedarían sin más defensa que sus servidores. Criados fieles sin duda, oficiales de honor demostrado, pero pese a todo extraños de los que no podía saberse cómo reaccionarían ante las amenazas que seguramente pesarían sobre ellos. ¿Sabrían defender contra inconfesables codicias su fabuloso patrimonio: el Vendômois y la villa fortificada que le daba nombre; Anet, Chenonceau, Verneuil, Ancenis, La Ferté-Alais, el gran hôtel de Vendôme en París, y tantos otros bienes?
Después de sentarse en uno de los sillones tapizados de seda azul con galones de plata, la duquesa dejó reposar su cabeza fatigada en un almohadón y contempló las pinturas del techo, cuyo tema era la Noche; el personaje principal era la diosa Diana, a la que iban a despertar el genio de la caza y sus lebreles favoritos. La estancia había sido un nido de amor, como lo indicaban en distintos lugares del castillo las iniciales H y D[7]entrelazadas, casi confundidas, para recordar con orgullo que allí había reinado una mujer que a lo largo de su vida, y hasta la lanzada de Tournelles, tuvo cautivo a un amante regio veinte años más joven que ella. ¡Bien es cierto que era bellísima!
François e deseaba desde siempre un dormitorio distinto a aquel templo de caricias, pero era la habitación mejor decorada, la designada para la castellana, y César quería que fuera la de su mujer.
—¿Por qué no habrías de encontrarte a gusto aquí, amiga mía? —decía riendo—. ¡Tú también eres encantadora! ¡Un poco gazmoña quizá, pero mucho más joven!
¡César! ¡Cómo si no conociera el poder de su atractivo sobre la altiva princesa lorenesa que tanto le había costado desposar! Su matrimonio, decidido en la más estricta tradición de las uniones principescas, había acabado por convertirse en un problema tremendamente complicado. En 1598, Enrique IV había obtenido para su hijo César, de cuatro años de edad en aquel momento, la mano de Mademoiselle de Mercoeur-Lorraine que tenía seis. No fue fácil: el duque de Mercoeur se resistía tanto más a dar a su hija por cuanto le exigían por añadidura que revirtiera en su yerno el gobierno de Bretaña, que había desempeñado durante mucho tiempo. Pero el joven César había sido legitimado y reconocido como heredero, y ya se anunciaba que el rey Enrique iba a casarse con su madre, la deslumbrante Gabrielle d'Estrées, ennoblecida con el título de duquesa de Beaufort. No era tan mal negocio casar a su hija con un futuro rey... Pero, ay, pocos días antes de la boda y de la coronación, la bella Gabrielle murió debido a una crisis de eclampsia que más de uno juzgó providencial. Y César cayó desde su rango de heredero al de simple bastardo.
Mercoeur se hizo matar en la guerra contra los turcos bajo las banderas del emperador Rodolfo II, y Enrique IV pensó que la viuda del héroe, que se había instalado en París, donde construía una enorme mansión y, pegado a ella, un gran convento para capuchinas, estaría demasiado ocupada con sus rezos y obras de caridad para enfrentarse a él y oponerse al matrimonio. Era conocer muy mal a la luxemburguesa.[8] Madame de Mercoeur era una mujer de criterio, la más devota de Francia tal vez, pero también quizá la más rica, y su hija había de aportar una dote considerable que incluía, entre otros, el ducado de Penthièvre, es decir la sexta parte aproximadamente de Bretaña, sin contar los bienes que heredaría de su madre. De modo que la duquesa dio a entender que el matrimonio propuesto no le parecía deseable, y con mayor razón porque su hija prefería retirarse a las capuchinas antes que consentir en convertirse en Madame de Vendôme; e incluso propuso enviar al rey cien mil escudos como compensación.
Enrique IV consideró que la respuesta era una mala excusa, pero de hecho era la estricta verdad: Françoise se había sentido halagada por la perspectiva de ser reina de Francia pero no quería oír hablar de César de Vendôme, un chicuelo de catorce años (ella tenía dieciséis) que, según decían, era turbulento, brutal, y sobre todo más inclinado a la compañía de los muchachos que a la de las jóvenes. Esta etapa de sus relaciones le había resultado penosa por la simple razón de que el orgullo de Françoise había entrado en contradicción con su corazón. César le parecía encantador, con su cabello rubio, sus ojos azules y sus rasgos ya llenos de majestad. Prometía ser un hombre magnífico, y más de una mujer lo miraba con anhelo. Françoise había sentido su atractivo, pero también tenía justa conciencia de lo que ella misma era: una princesa perteneciente a una de las casas más nobles de Europa, sobrina de una reina de Francia,[9] bonita por añadidura, muy rica y sobre todo educada en los rigurosos principios que ya conocemos y que no tolerarían el vicio de Sodoma...
Tal vez se habría resignado, como la dulce y piadosa tía Louise había acabado por resignarse a los amiguitos de su esposo; pero la corona y el manto real transmiten mucho valor a la persona digna de llevarlos, y en cambio ya no existía ninguna posibilidad de que el hijo de Gabrielle ascendiese jamás al trono. Sin embargo, la rebelde fue obligada a someterse. No ante una orden del rey —Enrique IV sabía que no disponía de ningún medio para obligar a Mademoiselle de Mercoeur a casarse con su hijo bastardo—, sino ante la voluntad del duque de Lorena, el jefe de la familia. Este, Enrique II el Bueno, viudo en primeras nupcias de Catalina de Borbón, hermana de Enrique IV, quería guardar buenas relaciones con su cuñado. Dio a entender que el matrimonio le convenía, y las dos rebeldes, madre e hija, hubieron de someterse. Y fue una bonita boda, todo ha de decirse.
Al recordarla, François e no podía dejar de sonreír. Volvía a ver la capilla del castillo de Fontainebleau, perfumada por las flores, iluminada por los cirios y centelleante por los atuendos de los asistentes en aquella noche del 5 de julio de 1609. Veía de nuevo a César, ya más alto que ella, deslumbrante y magnífico en su casaca de raso blanco cuando a medianoche ocupó su lugar al lado de ella para jurarle amor y fidelidad. Le había sonreído al tomar su mano. Es cierto que ella también estaba hermosa, pero a través de ella estaba sonriendo a Bretaña, a la Bretaña que le habían presentado el año anterior y que había ocupado de inmediato una parte de su corazón. Aquella noche César era feliz, y François e también lo fue. Hubo un momento de pánico cuando instalaron a la joven pareja en el tálamo y el Bearnés, con una amplia sonrisa dibujada de oreja a oreja, tomó una silla y se sentó a la cabecera. ¿Pensaba de verdad quedarse ahí? La recién casada había dirigido a su llorosa madre una mirada espantada: ignoraba todo lo que había de ocurrir a continuación, porque Madame de Mercoeur se había limitado a aconsejarle que se sometiera a todo lo que le pidieran, por extraño que le pareciese. En cuanto al rey, reía a gusto.
—¡Secad esas lágrimas, prima! —dijo a la duquesa—. He hecho que instruyera a mi hijo una persona de confianza, y creo que nos dará total satisfacción.
También César se había echado a reír al volverse hacia su joven esposa, más muerta que viva:
—Vamos, señora, ¡hay que dar gusto al rey... y a nosotros mismos! —dijo alegremente. Y sin preocuparse más por el observador, la tomó entre sus brazos. Para su gran sorpresa, también François e se olvidó del indiscreto, que, por lo demás, se retiró de puntillas y corrió las cortinas del lecho...
Hicieron el amor tres veces, con una alegría que daba al acto la apariencia de un juego. François e, entonces muy delgada y poco dotada en atributos femeninos, descubrió que su joven esposo no deseaba que fuera de otra manera. Detestaba a las mujeres exuberantes más aún que a las otras, y para gustarle era preferible tener un cuerpo ligeramente andrógino. De aquella noche de bodas, celebrada con varias semanas de fiestas y regocijo popular, salió una pareja unida por una complicidad, una estima y un afecto que nunca habían de cesar. François e, sostenida por una fe profunda, tuvo la prudencia de contentarse con eso. Descubrió que el corazón de su esposo nunca podría llegar a latir por otra mujer: César había amado demasiado a su madre, la deslumbrante Gabrielle, y ésta lo había dejado fascinado para siempre. En cuanto a los muchachos jóvenes de los que le complacía rodearse, no permitió que su mujer siquiera llegara a inquietarse por ellos. La amaba a su manera, y sobre todo adoraba a los tres espléndidos hijos que ella le había dado y que consolidaron una unión más feliz de lo que cabía esperar. La alegría de César, su gusto por el lujo, su bravura insensata, hacían de él un compañero tanto más atractivo por cuanto era capaz de apreciar el carácter más grave de una mujer a la que llamaba «mi querida Prudencia».
La idea de su arresto inquietaba a François. Él era un hombre de grandes espacios, de tempestades, de carreras contra el viento, también de batallas y de grandes reuniones de camaradería al regreso de la caza. Si amaba tanto Bretaña, es porque en ella había descubierto una tierra parecida a su propio corazón: salvaje, orgullosa y grandiosa. ¿Cómo imaginar a un hombre así entre las cuatro paredes de un calabozo, esperando Dios sabe qué juicio inspirado por el odio y la parcialidad? Porque César nunca —François lo habría jurado sobre la memoria de su madre— había ni siquiera contemplado la idea de atacar a su hermano el rey. El hombre al que odiaba era Richelieu, y Richelieu le devolvía ese sentimiento con usura. Por desgracia, el cardenal-ministro era el más fuerte de los dos.
—Tengo que librarle de este mal paso —se repetía la duquesa—. Pero ¿cómo? ¿Por qué medio?
Aunque no pensaba que el hombre de la sotana púrpura tuviese la audacia necesaria para pedir la cabeza de un príncipe de sangre, no estaba lejos de verse a sí misma, con sus hijos, vestidos todos de negro, yendo a arrodillarse al gabinete del ministro para implorar su clemencia. Una imagen contra la cual se rebelaban su conciencia de raza y su orgullo de mujer. Sabía, sin embargo, que para salvar a su César sería capaz de llegar hasta ese extremo.
La entrada de una de las criadas anunciando el regreso de su escudero la arrancó de un ensueño rayano en lo morboso y le devolvió la conciencia de sí. Ella también necesitaba acción...
—¿Y bien? —dijo cuando Raguenel, todavía sacudido por la emoción, se inclinó ante ella.
—¡Ah, señora! Es aún peor de lo que podíamos imaginar. Madame de Valaines, sus hijos y sus servidores han sido asesinados.
—¿Asesinados?
—Hay cadáveres y sangre por todos lados. Y no alcanzo a comprender gracias a qué milagro pudo la pequeña Sylvie escapar a los asesinos. Su nodriza, que intentaba huir con ella en brazos, fue acuchillada en medio del patio. Debió de caer sobre la niña y su cuerpo la ocultó. La pequeña consiguió seguramente desasirse más tarde.
—Pero ¿quién ha podido hacer una cosa así? ¿Y por qué?
—Es lo que, con vuestro permiso, intentaré averiguar desde mañana mismo. Por el momento, convendría proceder a dar sepultura cristiana a todos esos infelices sin esperar a que las alimañas se encarguen de ello, o a que les ataque el calor del día...
—Cierto, cierto... y voy a proporcionaros los medios, pero recordad que mañana... ¡Oh!, Dios mío, estabais ya en camino cuando tomé mi decisión. Al amanecer debemos marchar a Blois con monseñor de Cospéan, en tanto Monsieur d'Estrades y el padre Gilíes se dirigirán con los niños a Vendôme, donde estarán seguros. Tendríamos que encargar a nuestro magistrado de Anet la investigación de esta terrible desgraciase interrumpió. Perceval acababa de doblar la rodilla ente ella.
—Concededme la gracia de quedarme aquí, señora duquesa. Quisiera investigar yo mismo esta tragedia. El difunto barón de Valaines me honró con su amistad y...
—...Y más tarde fuisteis amigo de su viuda. ¡Nada más natural! —acabó la frase Madame de Vendôme con la franqueza a un tiempo abrupta e ingenua que formaba parte de su encanto, por más que en algunas ocasiones resultara difícil de soportar.
—Ejem... sí, señora.
—¡Pues bien, quedaos, amigo mío! —suspiró ella al tiempo que apoyaba ambas manos en los brazos del sillón para levantarse—. Después de todo, la carroza del querido obispo no es tan grande, y yo no necesito escudero para esta expedición. ¡Sobre todo ante la eventualidad de que también a mí me arrojen a la prisión! Haced lo que podáis, y marchad después a Vendôme. Si la desgracia real se abate sobre nosotros, como todo hace suponer, mis hijos necesitarán todos los defensores que les sea posible encontrar. En el peor de los casos, quizás encontrarían refugio en Lorena, pero pienso que nuestra villa fortificada de Vendôme sabrá cumplir con su deber...
—¿Y la pequeña Sylvie, señora duquesa? ¿Qué va a ser de ella?
—Lo ignoro, pero por descontado vamos a tenerla con nosotros. ¡Pobre niña! ¿Qué haría, tan pequeña, si la abandonáramos? Pensé primero en un convento, pero mi hija Elisabeth se ha encaprichado con ella y la ha tomado bajo su protección. Le parece tener una muñeca más, y está encantada.
—Eso está bien. En vuestra casa, no tendrá nada que temer, y en cambio, probablemente no ocurriría lo mismo en un convento...
Madame de Vendôme alzó las cejas:
—¿Qué podría ocurrirle? Es casi un bebé.
—Dignaos perdonarme, señora duquesa, pero creo que corre un gran peligro. Quienes asesinaron a todos los habitantes de La Ferrière tenían seguramente la orden de no dejar a nadie con vida, y todos fueron pasados a cuchillo... excepto ella.
—¿Qué podría tener que temer?
—Son los asesinos quienes pueden temer algo de ella. Es aún muy pequeña, porque no ha cumplido cuatro años, pero incluso a esa edad se tienen ojos y memoria, y Sylvie ya ha dado pruebas de una inteligencia despierta. Como su madre...
—¡Lástima que no sea tan bonita como ella! La pobre baronesa era preciosa. Es una lástima que la niña haya salido al padre, que lo era bastante menos... En fin, id ahora a la casa de los canónigos de nuestra capilla y rogad a los buenos padres que os ayuden en vuestra triste tarea.
Cuando él ya iba a salir, le llamó:
—¡Perceval!
—Sí, señora duquesa —dijo él, sorprendido de que le llamara por su nombre de pila; de lo cual dedujo que estaba muy conmovida.
—Hago votos para que volvamos a vernos muy pronto. ¡Rogad a Dios por mí y por el duque César!
—¿Y también por el Gran Prior?
—¡Oh, ése! Son sus locas ideas las que nos han metido en este aprieto... Sin embargo, tenéis razón: hay que rezar también por él. No en vano monseñor de Sales, nuestro querido obispo de Ginebra, ha escrito: «Entre los ejercicios de las virtudes, hemos de preferir el más conforme a nuestro deber, y no el más conforme a nuestro gusto.» ¡Marchad, caballero! Yo voy a ver a mis hijos.
Mientras Perceval se dirigía a cumplir su piadoso deber, la duquesa entró en el aposento de su hija, donde le esperaba un curioso espectáculo: su hijo menor, sentado junto a la cama en la que, con no pocas dificultades, se había conseguido acostar a la pequeña superviviente, tenía en la suya una de las manos de la niña, en tanto que el pulgar de la otra estaba firmemente encajado en la boca. La niña, a la que habían bañado, cambiado de ropa y también alimentado con un tazón de leche y bizcochos, había perdido su aspecto de gatito salvaje y dormía, con la muñeca a su lado. A unos pasos, Elisabeth, sentada en un taburete, con los codos en las rodillas y el mentón apoyado en las manos, observaba el cuadro con una mirada perpleja. Madame de Vendôme intervino:
—Y bien, ¿qué estás haciendo a estas horas, François, en el dormitorio de tu hermana? No es tu sitio. Deja a la pequeña y vete a acostar. Ya ves que está dormida.
Por toda respuesta, el muchacho retiró con cuidado la mano, y de inmediato se abrieron a un mismo tiempo los ojos y la boca de Sylvie, que emitió un grito.
—¡Ya lo veis! —suspiró Elisabeth—. Durante todo el tiempo en que nos hemos ocupado de ella, Sylvie sólo ha dejado de llamar a su madre para reclamar a mi hermano, al que llama «señor Ángel». Me ha costado un poco comprender que se refería a él, y por fin le he mandado llamar.
—De todas maneras, madre, había prometido venir a verla antes de irme a dormir.
—Todo esto es ridículo. Vuelve a tus aposentos y deja que llore. Acabará por parar.
—Sí, pero ¿cuándo? —preguntó su hija—. A mí también me gustaría dormir.
—Lo supongo. ¿Has dicho tus oraciones?
—Aún no. No hay modo de rezar con tantos gritos.
—Déjame a mí. Vamos a rezar todos juntos. Tú también, François, ya que estás aquí...
E, inclinándose hacia la cama, tomó en brazos a la pequeña, que seguía gritando, y fue con ella hasta el oratorio dispuesto en una esquina de la habitación. Allí, la hizo arrodillarse a su lado sobre un cojín de terciopelo azul dispuesto ante una imagen de la Virgen y la obligó a juntar las manitas. Sorprendida por este trato inesperado, Sylvie calló por fin, y levantó hacia aquella gran dama magnífica y severa en su vestido de tafetán morado una mirada inquieta e impregnada aún de miedo. Parecía ver en ella un poder que era necesario tener en cuenta, pero que, pese a todo, la sonreía al tiempo que la rodeaba con sus dos brazos para mantener juntos los dedos:
—Así está mejor. Y ahora, la señal de la cruz —añadió, guiando el gesto de la niña, antes de entonar la oración—: Ave María, gratia plena, Dominus tecum...
Resultaba claro que la pequeñina no había empezado aún a ejercitarse en el latín. Su nodriza o su madre debían de colocarla sobre sus rodillas para hacerla recitar una plegaria sencilla, apropiada para los niños. Sin embargo, aquel galimatías le pareció divertido y se lanzó a una improvisación chapurreada que puso a dura prueba la seriedad de Elisabeth, de François y de las camareras arrodilladas detrás de la duquesa.
Concluidos los rezos, Madame de Vendôme volvió a acostar a Sylvie, le puso su muñeca entre los brazos y la besó:
—Ahora tienes que dormir, pequeña. Mañana darás un bonito paseo en coche con... el señor Ángel.
Dócil, Sylvie se metió el pulgar en la boca, cerró los ojos y enseguida quedó profundamente dormida. La duquesa corrió las cortinas y se volvió hacia sus hijos:
—Partirá mañana por la mañana con vosotros a Vendôme. Esta pobre niña ya no tiene a nadie en el mundo.
Al menos que yo sepa. Sólo de milagro ha escapado a una matanza general y, según piensa el caballero de Raguenel, es posible que todavía se encuentre en peligro. Cuidaréis de ella hasta que volvamos a reunimos. ¡Ahora, despidámonos! Monseñor de Cospéan y yo salimos dentro de una hora. Vosotros, al amanecer. Volveremos a vernos si Dios quiere...
—Madre —repuso François alarmado—, si vais a correr grandes peligros, yo quiero ir con vos.
—No, porque yo me debo a mi señor vuestro padre, pero tú en cambio te debes al nombre que llevas. Acabamos de ver, esta noche, cómo puede extinguirse en unos instantes una familia entera. No debemos correr semejante peligro. Recordad que sois de la sangre de Francia... ¡y abrazadme para darme valor! —añadió entre súbitas lágrimas, saliéndose del personaje que se esforzaba por asumir desde la llegada del obispo para no ser sino una esposa y una madre torturada por la inquietud. Únicamente con aquellos dos podía ella abandonarse; Mercoeur, imbuido ya de su dignidad de primogénito, seguramente no la habría comprendido... o admitido.
Quedaron un instante abrazados los tres, llorando juntos, y después, con la misma brusquedad con que se había abandonado, François e se separó de ellos y salió al tiempo que ordenaba:
—Madame de Bure, ocúpese de dar un purgante a nuestra hija en cuanto llegue a Vendôme. Le encuentro la piel un poco manchada. Además, la primavera es la mejor temporada para clarificar...
El resto de sus palabras se perdió en las profundidades del castillo. La gobernanta no se preocupó lo más mínimo. Todo el mundo sabía que la duquesa era propensa a decir incongruencias. A veces de forma voluntaria; era la mejor manera de sobreponerse cuando la emoción podía llegar a paralizarla.
Mientras la huérfana pasaba su primera noche lejos de una casa que no había de volver a ver hasta pasado mucho tiempo, empezó el baile de las sucesivas partidas. El primero fue Perceval de Raguenel, escoltando el carricoche en que iban el prior del capítulo de la iglesia principesca y un acólito; después, una hora más tarde, la carroza de Philippe de Cospéan, que llevaba a Madame de Vendôme y a Mademoiselle de Lichecourt, la acompañante preferida de la duquesa por su buen sentido, su calma imperturbable y su profunda piedad. Finalmente, al amanecer se pusieron en marcha las carrozas que habían de trasladar a los hijos de César al resguardo de las murallas de la que no sólo era la capital de sus dominios, sino también su lugar de residencia preferido.
La pequeña Sylvie, para la que había trabajado una camarera durante toda la noche con el fin de ajustar a su talla vestidos antiguos de Elisabeth, parecía haber olvidado sus penas y observó con ojos como platos los últimos preparativos cuando salió del castillo a la luz del alba, bien acomodada entre los brazos de Madame de Bure, conmovida por la fragilidad de la pequeña y su expresión de gatito desamparado. El aire era cristalino. La tormenta de la víspera y el chaparrón consiguiente habían limpiado los tejados de pizarra, los mármoles del castillo que la aurora teñía de color rosado y todo el paisaje circundante. El bosque vecino despedía la fragancia de las hojas recién lavadas, la hierba nueva y la tierra mojada. En manos de los cocheros, los caballos piafaban de impaciencia, prestos a galopar hacia un destino al que evidentemente no llegarían en el día mismo, porque entre Anet y Vendôme la distancia era de unas treinta y tres leguas.
La gobernanta tendió su carga a un lacayo con el fin de disponer de mayor libertad de movimientos para subir al coche; pero Sylvie empezó a patalear y retorcerse con tanta fuerza que las manos del hombre resbalaron sobre el vestido de gro de Nápoles de color violeta oscuro —lo más parecido al luto que habían podido encontrar— y dejaron caer a la niña, que afortunadamente no se hizo daño. Apenas puesta en pie, echó a correr tan aprisa como lo permitían sus enaguas blancas y sus piernecitas, dando gritos de alegría: acababa de ver al «señor Ángel» que salía a su vez del castillo en compañía de su hermano Louis y del ayo y preceptor de ambos, el padre Jacques Gilíes, al servicio de los jóvenes príncipes por encargo del capítulo de la iglesia de Saint-Georges, anexa al castillo de Vendôme. Era un personaje majestuoso, muy amigo de la buena mesa, que, temeroso de las corrientes de aire, caminaba con pasos cautos envuelto en una especie de sobretodo acolchado de terciopelo negro. Aparte del latín, que dominaba como un virtuoso, no sabía gran cosa, pero cantaba los oficios religiosos con una magnífica voz de bajo. Las enseñanzas que impartía no corrían el riesgo de sobrecargar en exceso el espíritu de sus alumnos, pero ésa no era una cuestión que preocupara al duque ni a la duquesa: sus hijos estaban destinados a convertirse ante todo en soldados y buenos cristianos.
El digno eclesiástico consiguió evitar por poco a Sylvie, que pasó por su lado a la carrera y fue a aterrizar entre las piernas de François lanzando gritos de alegría. El muchacho se agachó para ayudarla a levantarse, y de inmediato ella enlazó los bracitos alrededor de su cuello y le plantó en la mejilla un gran beso un poco húmedo.
—¡Por todos los diablos! —se burló Louis—. Se diría que habéis hecho una conquista. Esta jovencita os adora.
—Ez bueno y lo quiero —declaró con firmeza la pequeña, a la que François, con toda naturalidad, había tomado en sus brazos para devolverle el beso—. ¡Tú erez malo!
—¡Vamos, vaya unos modales! Esta niña es una maleducada, y ni siquiera bonita...
—¡Un poco de indulgencia, hermano! —dijo François con una sonrisa—. Pensad en la pesadilla de la que acaba de escapar.
—¡Precisamente! Nuestra madre haría mejor dejándola en un convento. Lo que ocurrió en La Ferrière indica que su familia incurrió probablemente en la cólera de algún gran personaje. Del rey, tal vez...
—Sabed, señor, que el rey no asesina —interrumpió con tono severo Monsieur d'Estrades—. Y aún menos ordena matanzas. Cuenta con suficientes jueces y soldados a su servicio para no necesitar recurrir a tales métodos para administrar justicia.
Mercoeur rectificó de inmediato:
—¡Lo sé, señor, dignaos perdonarme! Sólo pretendía decir que, dada la situación de peligro en que se encuentran nuestro padre y nuestro tío, no deberíamos ocuparnos encima de los problemas de otras personas. Me permitiréis que valore la salud de ambos por encima de cualquier otra preocupación —añadió Louis al tiempo que reprimía un sollozo que expresaba hasta qué punto estaba inquieto.
—Todos pensamos como vos, pero es en la desgracia cuando mayor mérito tiene el preocuparse por los demás.
Mientras tanto, llegaron al rescate Madame de Bure y Elisabeth. A pesar de la oferta de mazapanes y de pasas confitadas, Sylvie no cedió: había recuperado la mano de François y no estaba dispuesta a soltarla. Sin duda no comprendía por qué los hombres y las mujeres tenían que viajar en carruajes diferentes. Louis gruñó, impaciente:
—¿De verdad es preciso retrasar nuestra marcha hasta la tarde para atender el capricho de una mocosa testaruda? Tenemos prisa.
—Ya nos vamos —respondió François, sonriendo—. Lo mejor será que yo acompañe a las damas. A fin de cuentas, así tendrán un caballero para defenderlas.
Se llevó a la pequeña hasta la primera carroza y la sentó a su lado. Un instante más tarde, los pesados carruajes, seguidos por las carretas cargadas con los equipajes, cruzaban la verja de la entrada en el momento en que el gran ciervo de bronce resonaba siete veces y los campanarios de los alrededores daban el toque del ángelus.
Cuando el cortejo escoltado por servidores a caballo se dirigía a la carretera de Dreux, el carricoche del capellán apareció en la explanada con las gentes del magistrado de Anet y las que Raguenel se había llevado consigo. Todos parecían molidos de cansancio. Sus rostros mostraban las huellas de la terrible tarea que habían tenido que cumplir. Al verlos, D'Estrades detuvo los carruajes y descendió para saludar al prior con respeto:
—¿Monsieur de Raguenel no os acompaña, padre?
El anciano le dirigió una mirada algo extraviada.
—No. Cuando el señor magistrado y yo terminamos nuestra tarea, nos urgió a que volviéramos para tomarnos un pequeño respiro. Muy necesario, hijo mío, os lo aseguro. He visto muchas cosas en mi vida, pero pocos horrores comparables a éste...
—¿Se sabe quién ha podido hacer una cosa así?
—¿Quién podría decírnoslo? Las gentes de la aldea vecina están petrificadas de horror. Sólo han hablado de una tropa de hombres de armas, una docena de caballeros vestidos de negro que parecían demonios. El que mandaba el grupo llevaba máscara. El señor magistrado no ha podido averiguar nada más y, con franqueza, no veo qué otra cosa podrían decir, ya que únicamente atinaron a esconderse. Por lo que nos toca, podéis informar a la señora duquesa de que las pobres víctimas han sido piadosamente enterradas y bendecidas. Tal vez cuando regrese monseñor César consiga aclarar este misterio... pero no le será fácil.
—¿Por qué no ha regresado con vos el caballero?
El prior se encogió de hombros y alzó las manos al cielo.
—Porque es un hombre testarudo y se niega a aceptar la evidencia. Se ha quedado con su criado, para que le ayude a «interrogar al cielo y la tierra», según sus propias palabras. Los jóvenes no retroceden ante nada y creen siempre saber más que los viejos. En fin, ha dicho que él se encargaría de cerrar el castillo a la espera de que monseñor el duque tome las disposiciones necesarias. Permitidnos ahora que sigamos nuestro camino, hijo mío. Tenemos una gran necesidad de rezar.
El oficial retrocedió dos pasos y se inclinó hasta barrer el suelo con las plumas de su sombrero. Los religiosos continuaron su camino y, un instante más tarde, el cortejo reanudó su traqueteo. Madame de Bure, muy afectada ya por el calor —sus formas generosas y el tinte enrojecido de su tez, debidos a un apetito excesivamente ávido, le hacían temer las temperaturas elevadas—, se abanicaba con su pañuelo.
—¡Si nos paramos a cada momento, nunca llegaremos! —se quejó—. Además, debíamos habernos marchado antes. En plena noche, para aprovechar el fresco. La señora duquesa ha hecho muy bien tomando la delantera.
La buena señora habría seguido charlando con mucho gusto, pero sus jóvenes acompañantes no la escuchaban. Elisabeth había vuelto a dormirse apenas aposentada en la carroza, y François dejaba vagabundear su mente en torno al castillo de Sorel. No sólo se alejaba de él sin haber conseguido la menor información tranquilizadora acerca de la que tanto ocupaba sus pensamientos, sino que únicamente Dios podía saber cuándo volvería a verla, si es que lo lograba. En general le gustaba Vendôme, pero en esta ocasión tenía la impresión de partir para el destierro. Respecto a su padre, al que sin embargo amaba sinceramente, no llegaba a inquietarse de verdad: el duque César era una especie de fuerza de la naturaleza. Había en él algo indestructible de lo que nunca podrían llegar a apoderarse todos los Richelieu de la tierra.
Muy distintos eran los pensamientos de su nueva amiga. Sentada junto a él, Sylvie disfrutaba de un momento de felicidad pura. Era demasiado pequeña para darse cuenta cabal de la desgracia que se había abatido sobre ella. Únicamente sabía que le habían hecho daño, que había tenido miedo y que su mamá, tan dulce y siempre presente cuando la necesitaba, no había respondido cuando la llamó. Su mundo cálido y acogedor había estallado de repente. La Tata la había sacado de la cama y habían echado a correr, ¡deprisa, deprisa! Había sido bastante divertido, pero de repente había soltado un fuerte grito y se había caído encima de ella con tanta fuerza que Sylvie no recordaba bien lo que había pasado después, sólo que aquel peso la ahogaba hasta que con su instinto de cachorrillo había conseguido liberarse. La Tata no se movía y, como ni mamá ni nadie respondía a sus gritos, Sylvie había salido a buscarla en compañía de Madame Jolie, su muñeca, que al menos no la había abandonado. El camino era difícil. Había piedras que le lastimaban los pies, y espinas, y Sylvie había llorado de dolor y miedo, hasta que sonó aquel ruido horroroso; pero enseguida había aparecido el ángel sobre un caballo blanco. El caballo había desaparecido, Dios sabe por qué, pero el ángel se quedó a su lado y la llevó a una preciosa casa toda dorada y llena de colores, donde se habían ocupado de ella... Ahora iban de paseo juntos y el sol brillaba. ¡Olía tan bien el aire!
En conclusión, la niña soltó un suspiro y apoyó su cabecita en el brazo de su maravilloso salvador. El traqueteo era un poco molesto, pero de pronto sintió mucho sueño. François retiró entonces el brazo con cuidado, lo pasó alrededor de su cuerpo y la acomodó contra él. No entendió por qué Elisabeth se echaba a reír y le decía:
—Estoy segura, François, de que nunca se te ocurriría seguir la carrera de ama seca, pero en todo caso demuestras notables aptitudes...
—Hacía tiempo que no decías una tontería —gruñó el aludido—, ¡y seguramente lo echabas en falta!
—Vamos, no te enfades. También a mí me conmueve, la encuentro encantadora...
—¿A pesar de su mal carácter?
—No tiene mal carácter. Sabe lo que quiere, eso es todo. Y de momento, lo que quiere eres tú.
—Esperemos que se le pase pronto. —suspiró François, que deseaba por encima de todo recuperar el hilo de sus pensamientos.
Y así fue como Sylvie de Valaines partió hacia una nueva vida.
Mientras tanto, Perceval de Raguenel se esforzaba por reconstruir la tragedia que acababa de producirse en La Ferrière. La tarea resultaba difícil. Los asesinos eran la clase de personas que practican la técnica de la tierra quemada, y no dejan a su paso nada que permita su identificación. Salvo tal vez el sello de lacre rojo, hábilmente despegado por Corentin y que, guardado entre los dobleces de un pañuelo, reposaba ahora junto al pecho del joven. Pero de momento, tampoco el sello le decía nada.
Sentado junto al hogar apagado del dormitorio de Chiara, con sus largas piernas enfundadas en botas de marroquín negro extendidas ante él, contemplaba el lecho del que se habían llevado a la joven. Se encargó él mismo de preparar el cadáver: había colocado un pañuelo de encaje sobre la quemadura de la frente y envuelto el cuerpo, después de vestirlo de nuevo lo mejor que pudo, en la colcha de damasco púrpura con galones de plata; después la había tomado en brazos, por primera y última vez, a fin de depositarla en las parihuelas en que la habían transportado a la capilla. Allí habían abierto tres tumbas en el suelo enlosado. Con la ayuda de Corentin se había ocupado de los niños, que reposaban ahora junto a su madre, reunidos los tres con Jean de Valaines para la eternidad. Los cuerpos de las restantes víctimas habían sido enterrados en un jardín previamente bendecido por los curas. Y ahora no quedaba allí nadie, salvo Corentin, él mismo y los caballos cuyos cascos resonaban de tanto en tanto contra el pavimento del patio.
Perceval agradecía ese silencio. Esperaba de él una idea, el descubrimiento de un detalle, pero no se le ocurría nada. En el exterior habían quemado las sábanas, las mantas y el colchón empapados con la sangre de Madame de Valaines. El colchón también había sido acuchillado por los asesinos y la crin del relleno asomaba por varias aberturas. La misma búsqueda brutal y destructora había alcanzado a la cabecera, al baldaquín que sostenía las cortinas del lecho y también a los soportes que, en las cuatro esquinas, sujetaban otros tantos penachos de plumas rojas y blancas.
—Si pudiera averiguar lo que buscaban esos miserables... —murmuró el caballero al tiempo que se levantaba para dar un nuevo repaso a la habitación.
Pero como no podía derribar las paredes con el fin de comprobar si ocultaban algún escondite, no encontró nada que no hubiera ya examinado antes con todo detalle. Sin embargo, al agacharse para mirar una vez más debajo de la cama, vio un bulto de ropa blanca, olvidado tal vez por una criada negligente; extendió el brazo para alcanzarlo, no llegó, se sirvió de su espada para llegar más lejos, y finalmente extrajo una camisa que debía de llevar bastante tiempo allí, porque estaba bastante polvorienta.
Dudó un momento sobre qué hacer, de rodillas sobre el entarimado. No necesitaba una reliquia suplementaria: le bastaba el sello de lacre rojo. Se puso en pie, miró hacia el patio por la ventana y vio que ya se había apagado el fuego encendido allí.
Se volvió entonces hacia la chimenea, donde una mano femenina había sustituido las provisiones de leña por un ramito de retama, retiró el cacharro de cobre donde estaban las flores, encontró algunos leños colocados al fondo a la espera del regreso del frío, y buscó con qué hacer fuego. En un rincón todavía quedaban algunos libros desgarrados. Tomó un montón de hojas, y vio sobre el manto de la chimenea un jarrón de porcelana con tallos de juncos secos untados de azufre, y la piedra destinada a hacerlos arder. Un momento después se alzaban las llamas. La leña estaba seca, pero cuando echó la camisa se formó un humo espeso.
Permaneció allí unos instantes atizando el fuego, y de pronto oyó una tos. No una tosecilla para aclarar la garganta, sino la tos frenética de alguien que se ahoga. Buscó de dónde podía venir, y oyó una voz débil:
—¡Por favor... apagad!... Me... me estoy quemando...
Al mismo tiempo, la placa metálica de la chimenea cayó sobre los leños y Perceval, al comprender que había alguien allí detrás, se apresuró a esparcir el fuego a puntapiés y a verter encima el agua de las flores. Un instante más tarde, una forma indistinta salió a gatas del fondo de la chimenea, tosiendo penosamente. La ayudó a incorporarse y vio que se trataba de una muchacha de trece o catorce años, sin duda una criada joven, a juzgar por su vestido, ahora tostado por las llamas y negro de hollín. Ni siquiera era posible distinguir el color de su cabello. Ella cayó de rodillas y le suplicó que le perdonara la vida. De nuevo, Raguenel la puso de pie.
—No soy un bandido, sino el escudero de la señora duquesa de Vendôme. Y tú, ¿quién eres? ¿Has entendido lo que te he dicho?
—Sí... sí, monseñor.
—No me llames monseñor, basta con señor. ¿Quién eres?
—Jeannette, señor, Jeannette Déan. Mi madre es Richarde, la nodriza de las señoritas. Me habían dado como señorita de compañía a Mademoiselle Claire, y luego...
Rompió en sollozos convulsivos, sin duda por el recuerdo de lo que había vivido, unido al alivio de verse milagrosamente a salvo. Y en verdad, milagro era la palabra adecuada. Encerrada en su escondite —uno de los practicados en el castillo el siglo anterior, en los momentos más críticos de la guerra de religión, escondites que, en función del lugar en que se encontraran, utilizaban los católicos o los protestantes para escapar de los sicarios del partido opuesto—, Jeannette no podía haber visto nada, pero seguramente había oído muchas cosas.
No obstante, lo primero era calmarla, tranquilizarla.
Con paciencia, Raguenel esperó a que la tormenta pasara. Poco a poco los sollozos se espaciaron y los jadeos remitieron. Cuando todo quedó reducido a suspiros, palmeó con suavidad el hombro de la muchacha:
—Debes de tener hambre y sed. Vamos a la cocina. Algo encontraremos.
Era dar pruebas de mucho optimismo: los asesinos también se habían dedicado al robo y al pillaje. Lo que no habían consumido allí mismo, se lo habían llevado; no había pan en la artesa ni jamones colgando de las vigas, en las que únicamente habían dejado un par de tristes ristras de cebollas. Sin embargo Jeannette, hambrienta, rebuscaba por todas partes:
—Tenemos que preguntarle a mi madre —dijo por fin—. Es la que guarda la llave del armario de los dulces...
—¿Cuál es?
—Éste —dijo ella, señalando una especie de alacena colocada en un rincón oscuro, y que sin duda por esa causa estaba intacta—. Pero hemos de llamar a mi madre...
Él la tomó por los hombros y la hizo sentarse en un taburete:
—Pequeña, tengo que decirte una cosa terrible, espantosa: tú eres la única de toda la casa que todavía vive, aparte de la pequeña Sylvie, que pudo escapar. Más tarde podrás reunirte con ella, pero ahora...
Se interrumpió; Jeannette había roto a llorar de nuevo. En ese momento apareció Corentin Bellec, ocupado hasta entonces en el intento de encontrar algún indicio en la librería[10] del barón de Valaines, instalada en lo alto de una torre y saqueada por los asaltantes.
—¡Abre eso con tu cuchillo! —ordenó el caballero—. Seguramente dentro habrá algo que pueda comer esta pobre niña.
—¿De dónde la habéis sacado, señor, para que esté tan negra? ¿Del país de África? —preguntó Corentin mientras forzaba la alacena.
—De la chimenea de la habitación donde encontramos a Madame de Valaines. Hay un escondite que esta valiente chiquilla pudo utilizar. Estaba encerrada allí desde ayer, sin beber ni comer...
En la alacena había potes de confitura, bizcochos y frascos de jarabes de distintos tipos. Con la ayuda de un paño de cocina humedecido, Raguenel limpió un poco el tizne de Jeannette que, algo calmada por su solicitud y sobre todo más tranquila, comió con apetito, sin interrumpirse más que para beber grandes tragos de agua. Una vez satisfecha y lo bastante limpia para que pudiesen constatar que era rubia y de ojos azul añil, la chica se dedicó por fin a responder a las preguntas de su salvador, que, con mucha paciencia, llegó finalmente a reconstruir lo ocurrido en La Ferrière durante un bello día de verano.
Sentada en su habitación ante el pequeño secreter, Madame de Valaines escribía una carta mientras Jeannette acababa de disponer las flores en el gran cacharro de cobre cuando, precedidos por el estruendo de una numerosa cabalgata, se oyeron los primeros gritos. La baronesa corrió a la ventana.
—¡Nos atacan! —exclamó—. Pero ¿quién es esa gente? ¡Dios mío, mis hijos!
Se apresuró a bajar, pero Jeannette, después de mirar a su vez por la ventana y ver caer a las primeras víctimas, no la siguió. Conocía el escondite de la chimenea, que le habían enseñado un día, jugando, sus jóvenes amos. Impulsada por el pánico, no dudó y activó el mecanismo, se introdujo en el estrecho espacio ventilado gracias a un conducto derivado del cañón de la chimenea, se sentó allí, volvió a cerrar el acceso y se quedó inmóvil. Justo a tiempo. Unos segundos más tarde, oyó que entraban en la habitación uno o varios hombres arrastrando a la castellana, sin duda de forma muy brutal porque la oyó gemir. Hubo luego un ruido como si la arrojaran sobre la cama; y enseguida una voz dura, seca, metálica, dijo:
—¡Es inútil que os defendáis! Nadie vendrá en vuestra ayuda. Y sabed que no saldré de aquí hasta haber conseguido lo que busco.
—¿Y qué buscáis? ¿No será a mí, supongo? Ha pasado mucho tiempo...
El hombre se había echado a reír, pero no fue la suya una risa agradable. «El diablo debe de reírse así», precisó Jeannette.
—Para vos, tal vez. Para mí no, y estáis todavía más bella que antaño. Además sois viuda, y por tanto libre, como yo os quería. ¿Por qué no ibais a ser mía?
—¡Nunca! Si el tiempo pasado no cuenta para vos en estas circunstancias, tampoco cuenta para mí. Me dabais miedo y horror. Nada ha cambiado...
Raguenel interrumpió por un momento el relato de Jeannette, estupefacto por su facilidad para reproducir un diálogo, a pesar del terror que debía de estar sintiendo:
—Caramba, se diría que no has olvidado una sola palabra.
—Tengo muy buena memoria, señor. Basta que me lean algo una sola vez para que lo recuerde y lo repita sin cambiar nada. Por difícil que sea y aunque no lo entienda...
Desde luego el fenómeno podía sorprender a primera vista, o mejor dicho a primera audición, tanto más porque Jeannette recitaba todas las frases de un tirón, sin entonación y casi sin respirar, como habría recitado sin duda una página de latín. Para estimularla, Perceval le ofreció otro vaso de jarabe rebajado con agua.
—El cielo te ha hecho un don precioso —le dijo—. Espero que lo conserves cuando seas mayor. Sigamos. Madame dijo a aquel hombre que le daba horror y que nada había cambiado.
—Él dijo entonces que ese asunto podía esperar, y que lo que buscaba eran las cartas. «¿Qué cartas?», dijo Madame.
Y Jeannette, con los ojos fijos en el techo como si las frases que iba a pronunciar estuvieran escritas allí, siguió su recitado:
—No simuléis que no entendéis lo que os digo. Quiero las cartas de la reina María de Médicis a la marquesa de Verneuil. Una correspondencia muy peligrosa para la madre de nuestro actual rey, porque expone toda la conspiración que condujo al asesinato de Enrique IV, una conspiración apoyada por la reina. Esas cartas fueron compradas por los Concini a precio de oro con el fin de reforzar su influencia sobre la Médicis en el caso de que ella flaqueara.
—¡Un momento! —interrumpió Perceval, asustado por lo que oía—. ¿Te das cuenta de lo que dices?
—No. He escuchado palabras, nombres, y los guardo en la cabeza para repetirlos tal como los oí...
—¿Sabes qué quiere decir influencia?
Los ojos azules dejaron de mirar el techo para contemplarle con aire de reproche:
—No lo sé... Ya os he dicho...
—No deberíais interrumpirla, señor —intervino Corentin—. Podría perder el hilo.
En efecto, a la joven criada le costó trabajo continuar. Aun así, Perceval acabó por saber que el día en que el joven Luis XIII hizo asesinar a Concini, la reina María había enviado a Chiara a registrar la casa de su mujer, Leonora, que guardaba las cartas en sus aposentos del Louvre. A partir de ese momento, el relato de Jeannette se hizo caótico. Madame de Valaines juraba a su verdugo que no las había encontrado, y éste se obstinaba en creerlas en posesión de ella. El desenlace fue terrible: desde el fondo de su escondite, Jeannette, muerta de miedo, oyó los gritos de su ama, torturada por aquel hombre para obtener lo que buscaba. Lo probó todo, y llegó incluso a matar a sus hijos delante de ella. La infeliz había exclamado:
—¿Creéis que permitiría que hicieran el menor daño a mis pequeños si tuviera esas malditas cartas? Perdonadles, por piedad.
No había servido de nada. Claire y Bertrand fueron asesinados allí mismo. Su madre se reunió con ellos en la muerte después de que el verdugo satisficiera en ella el monstruoso amor que pretendía sentir...
Cuando Jeannette acabó su relato, volvió a llorar, tanto por haber revivido su propio terror como por el martirio del que había sido testigo invisible. Después, como no sabía si los hombres seguían allí, había continuado inmóvil durante horas, sin atreverse a salir.
Los dos hombres la dejaron llorar a gusto, al comprender que necesitaba liberarse de todo lo que había sufrido. Cuando Corentin quiso hacerle una pregunta, Raguenel sé lo impidió con un gesto: había que intentar borrar de la increíble memoria de aquella pequeña campesina las imágenes y los sonidos, las palabras de las que ella no llegaba a entender ni la mitad, pero que representaban un peligro real. Era inútil, por tanto, continuar. Más tarde hablarían de eso.
Al cabo de unos momentos Jeannette se calmó y enseguida, apoyando los brazos y la cabeza sobre la mesa, en medio de los restos de su pequeño almuerzo, se durmió de golpe, vencida por la emoción y la fatiga de las últimas veinticuatro horas. El caballero la contempló dormir y acarició la cabecita rubia, todavía bastante sucia.
—Hay un sofá en el gran salón —dijo a su criado—. Ve a tenderla en él, y vuelve. Nos la llevaremos con nosotros cuando salgamos de aquí, pero después de dejarla instalada date una vuelta por el corral, para ver si las gallinas han puesto. Confieso que tengo hambre, ¿tú no?
—¡Oh, sí! ¡Y ni a vos ni a mí nos gustan las golosinas!
Poco después los dos hombres se sentaban a la mesa, ante una gruesa tortilla con tocino preparada por Perceval en persona. Había descubierto un saladero intacto y, en la bodega, un tonel que contenía un clarete joven que no era precisamente un néctar, pero cuya frescura contribuyó a calmarles los ánimos. Comieron en silencio; luego el caballero apartó la escudilla, sacó de su jubón una pipa que cargó con petun masle, e hizo seña a Corentin de que le imitase, acercándole el saquito del tabaco.
Amo y criado fumaron un momento en silencio. Esa escena intimista, que habría chocado a más de un gran señor, era natural entre el gentilhombre desprovisto de fortuna y el fiel compañero que compartía con él desde hacía una decena de años los buenos y los malos momentos de la vida cotidiana. Solía ser hacia el final del día cuando encendían las pipas y pasaban revista a los acontecimientos de la jornada. Raguenel apreciaba el ingenio, la inteligencia y la lealtad de aquel paisano tres años mayor que él, y Corentin no habría cambiado un amo que lo estimaba por el más rico y poderoso de los príncipes.
Como solía ocurrir, fue Perceval quien abrió el fuego:
—Ahora sabemos por qué y cómo fue asesinada Madame de Valaines, pero seguimos ignorando por quién. Desde el fondo de la chimenea, Jeannette escuchó pero no vio.
—De todas maneras, si el hombre estaba enmascarado, no habríamos progresado gran cosa...
—Enmascarado o no, la desdichada Chiara sabía quién estaba frente a ella. Lástima que no pronunciara ni una sola vez su nombre. Tendremos que investigar la época en que fue doncella de honor de María de Médicis, e intentar saber quién la rondaba en aquellos días, quién estaba enamorado de ella además de Valaines.
—Vos habéis venido a menudo aquí, señor, y erais amigo suyo. ¿Nunca os hizo ninguna confidencia que pueda darnos una pista?
—Nunca, salvo que la casó en el Louvre el capellán de la reina madre, dos días después de la muerte de Concini, y que su esposo se la llevó de allí de inmediato. Hasta hoy no había entendido las razones de tanta prisa, pero la historia de esas cartas arroja una nueva luz: Valaines pretendía proteger a su amada.
—¿Proteger de qué, si ella no tenía las cartas? ¿De la cólera de la reina, tal vez?
—Fue ella quien la casó —repuso Raguenel—. Yo pienso que se trató sobre todo de una medida de prudencia. Recapitulemos. El 24 de abril de 1617, Luis XIII hace asesinar a Concini, el favorito de su madre, de varios disparos de pistola, delante del Louvre. La mujer del aventurero, Leonora, es detenida en su apartamento y conducida a la Bastilla, de la que únicamente saldrá en dirección al cadalso. Desde ese momento, Luis XIII es verdaderamente rey, y su madre, gracias a la cual los dos florentinos habían podido usurpar el poder, se encuentra en situación insegura. Más o menos prisionera en sus aposentos, puede temer el exilio o tal vez incluso la prisión, si son descubiertas las cartas que acreditan su complicidad en el asesinato del difunto rey. Por tanto, envía a Chiara a registrar las habitaciones de Leonora. Pero Chiara no encuentra nada, y podemos creerla: ¿qué no habría hecho para salvar la vida de sus hijos?
—Sabemos también por Jeannette que su verdugo había registrado asimismo la casa de la Galigai. ¿No estaba demasiada gente al corriente de la existencia de una correspondencia tan peligrosa?
—A la vista de la pandilla de truhanes y aventureros que formaban parte del séquito de los Concini, no es tan sorprendente. Pero volvamos a la reina madre. No recuperó las cartas pero, por poco inteligente que haya sido, debía de conocer a Chiara lo bastante para otorgarle toda su confianza y no imaginar que podía haberse guardado para sí las cartas sin decirle nada. Sin embargo, la joven tenía que ser apartada de la corte: sabía demasiado. De ahí la boda expeditiva con Valaines y la rápida marcha a la provincia. Conocemos lo que ocurrió a continuación: María de Médicis cayó más o menos en desgracia y lo mismo le sucedió a Richelieu, entonces obispo de Lyon y su consejero más íntimo. Y detestado por el rey. Hoy las cosas han cambiado: Richelieu es ministro y la reina madre parece haber recuperado toda su influencia.
—Si la situación les es favorable, señor, ¿por qué resucitar el tema de las cartas, que tal vez fueron destruidas en el saqueo de los aposentos de Leonora Galigai?
—El imbécil más obtuso no destruiría un arma semejante si hubiera caído en sus manos. Tienen que existir aún, en algún lugar, seguramente escondidas. En cuanto al hombre que vino a buscarlas aquí, puedes estar seguro de que conoce su valor y que querría utilizarlas. Contra la reina madre, sin duda; es una molestia para mucha gente, desde que vuelve a estar en el candelero... Para el cardenal, sin ir más lejos.
—¿El cardenal? Bromeáis, señor —balbuceó Corentin—. ¡Es completamente imposible!
—¿Por qué? ¿Por haber sido antes el favorito de la reina madre? Ya no se llevan tan bien, créeme. Incluso debe de haberse convertido en un estorbo para él desde que ha vuelto a su vieja manía de la alianza con España, tan contraria a sus objetivos políticos. Ahora bien, por implacable que sea, no le creo capaz de ordenar una matanza como ésta, y en estas condiciones. ¡A pesar de todo, es un hombre de Dios!
—¡Bah, un hombre de Dios, un hombre de Dios! Cuando se tiene el poder y se aspira a conservarlo...
—De todas maneras, fueran las que fueren las órdenes del asesino, suponiendo que las haya recibido, las excedió en mucho para llevar a cabo su propia venganza. Debió de amar a Chiara Albizzi y ella lo desdeñó para casarse con Valaines; y como él conocía la existencia de las cartas, mató dos pájaros de un tiro. Lo que más me llama la atención es que hayan esperado a la detención de los Vendôme, señores y protectores de los Valaines, para actuar.
—Es verdad. Y aquí estamos, discutiendo sin tener la menor idea de dónde buscar a los asesinos... ¿Y si volvemos a interrogar a los aldeanos? Tenemos que reclutar gente para limpiar la mansión antes de cerrarla, a la espera de que la señora duquesa tome una decisión... Vamos a dar una vuelta.
El tabaco de las pipas se había consumido. Salieron al patio y el calor les envolvió. Los rayos del sol en el cénit caían a plomo, generando un silencio poblado por el zumbido de moscas y avispas. Para no perturbar el sueño de Jeannette durante su corta ausencia, Perceval cerró la puerta de la mansión y se echó la llave al bolsillo. El pueblo, tan pequeño que apenas merecía ese nombre y disimulado en un pliegue del terreno, debía de dormir la siesta en ese momento anunciador ya de la canícula. Pero al cruzar el puente soñoliento, el caballero vio a tres hombres que rondaban por los alrededores y que intentaron esconderse entre los árboles cuando les llamó.
—¡Acercaos, vosotros! He venido en nombre de monseñor el duque de Vendôme y no tengo intención de comeros. ¡Vamos, venid aquí!
No obstante, los dos más jóvenes escaparon tan aprisa como lo permitieron sus piernas, cada uno en una dirección diferente. Sólo el tercero, un hombre anciano provisto de una barba gris y enmarañada, salió de su escondite y se acercó a paso lento a Perceval y su escudero, estrujando entre las manos el sombrero informe que acababa de quitarse de la cabeza.
—Y bien —le interpeló el caballero—, ¿por qué te escondes y por qué esos dos han puesto pies en polvorosa? ¿Queríais entrar en el castillo?
—¡No!... ¡Oh, no, gentilhombre! Sólo queríamos ver...
—¿Ver qué? No hay nadie más que la hija de la nodriza. ¿Es que venía de vuestra casa y aún le queda familia?
—No. Richarde era de Moussel. Su hombre ha muerto y la pequeña no tiene a nadie.
—Bueno, nos ocuparemos de ella, pero ahora necesitamos gente para hacer limpieza y dejar todo ordenado.
El anciano dio un respingo e hizo un gesto de rechazo con ambas manos.
—¿En el castillo? ¡Oh, no, señor! Dicho sea con todo respeto, no encontraréis a nadie. ¡Todos tenemos miedo!
—¿Miedo de qué? Los bandidos no volverán. No tienen nada que hacer aquí.
—Eso es fácil decirlo, gentilhombre, pero ¿quién nos lo asegura? Yo les vi marcharse, yo en persona; ahí, escondido detrás de esa roca. Uno de ellos dijo: «Ya que no hemos encontrado nada, ¿por qué no le prendemos fuego?» Otro contestó que ésas no eran las órdenes, y que de todas maneras podrían volver para seguir buscando...
—¿Dijeron eso? ¿Volver después de lo que han hecho? Tienen que saber que el duque César pondrá como mínimo una guardia en el castillo. Y además, ¿volver de dónde? A menos que se trate de una banda de esos bribones que infestan el bosque de Dreux...
—¿Bribones con buenas monturas, bien equipados, todos vestidos de negro y con pluma en el sombrero? —ironizó Corentin—. ¡Esa clase de alimañas no vive en chozas hechas con ramas ni en cuevas!
—Tienes razón —asintió Raguenel—, pero eso no nos dice de dónde venían.
—Eso quizá pueda decíroslo yo. Habían bebido mucho, vaya que sí, estaban alegres y hablaban muy fuerte. Oí decir a uno que Limours no está tan lejos.
Perceval se estremeció:
—¿Limours? ¿Estás seguro?
—Más o menos... Eso me pareció oír.
—En ese caso, no lo repitas a nadie si aprecias tu vida. ¡En cuanto al castillo, olvídate de él!
—¡Oh, no se preocupe por eso! —suspiró el hombre, y se persignó—. ¡Hay demasiada sangre ahí dentro! ¡Eso trae desgracia!
Perceval ya había oído bastante. Dio media vuelta y regresó al castillo, con Corentin siguiéndole; pero en esta ocasión se dirigió a la antigua torre donde Jean de Valaines tenía su gabinete.
—Tenemos que encontrar al menos el cartulario de los Valaines, con los documentos que den fe de los derechos de la pequeña Sylvie. Y luego ordenar un poco los libros. ¡El barón sentía tanto amor por ellos!
No faltaba trabajo en aquella amplia estancia circular. Habían volcado en el suelo el contenido de los grandes armarios, algunos de los cuales se alzaban hasta tocar las vigas del techo, pintadas y decoradas con divisas. Un montón de libros estaba esparcido sobre el suelo, y la gran mesa cuadrada de patas retorcidas aparecía desbordada de papeles. También habían destripado el viejo sillón de cuero gastado, y, en un rincón, el cartulario vomitaba rollos de pergamino cuyos sellos pendían de cintas desteñidas. El olor a polvo removido se pegaba a la garganta.
Pusieron manos a la obra. Corentin iba recogiendo los volúmenes del suelo y colocándolos en los estantes, mientras su amo se ocupaba de los papeles. Trabajaba con una especie de rabia fría que le hacía temblar y volvía inseguros y torpes sus gestos. Corentin, que lo observaba de reojo, acabó por preguntarle:
—Desde que hemos subido aquí os noto muy agitado. Y otra cosa, ¿por qué habéis dicho a ese viejo que mantuviese la boca cerrada si quería vivir?
—Porque si oyó bien el lugar de donde venían esos demonios, todos corremos peligro.
—¿Qué es Limours?
—Un castillo que pertenece al cardenal, y me consta que está residiendo allí estos días. Sin embargo, sigue costándome creer que haya podido ordenar una cosa así.
Pero todo concordaba. Nada más normal que el ministro hubiera querido recuperar una correspondencia que afectaba a su antigua protectora, convertida ahora casi en una enemiga. La voluminosa florentina, en efecto, le reprochaba haber retomado la política de Enrique IV, más beneficiosa para el reino, en lugar de ayudarla a imponer su propia política al rey. Vengativa y de escasas luces, se había convertido en un estorbo cada vez mayor, pero las cartas otorgarían al cardenal un arma terrible ante la cual ella se vería obligada a ceder. Al mismo tiempo, él procedía a la eliminación de sus enemigos más encarnizados. Desde esas premisas, todo era posible, incluso que el jefe de los asesinos se apartara de una misión que habría podido, y debido, limitarse a un simple registro de La Ferrière y a intimidar a la baronesa y su gente, y aprovechara la ocasión para consumar una venganza personal sin informar de ello al ministro...
—Hemos de buscar en el entorno del cardenal —concluyó—. Tengo ganas de ver qué está pasando en Limours.
—¿Está lejos?
—No. A una docena de leguas.
—Perfecto. Terminamos el trabajo, cerramos y nos vamos.
—No tan deprisa. Olvidas a la muchacha. Vamos a llevarla a Anet para que pase allí la noche, y mañana por la mañana tú la llevarás a Vendôme a reunirse con su pequeña ama. Sólo tienes que llevársela a la señorita Elisabeth y explicarle dónde la hemos encontrado.
—¡Vaya! Me veo convertido en nodriza —gruñó Corentin, poco satisfecho con su misión—. ¿Y qué hago después?
—Nada. Esperarme. Cuando volvamos a Anet, prepárame el maletín de viaje y haz que ensillen un caballo fresco. Tengo intención de ir a ver qué pasa por allá abajo.
—¿Y atacaréis a la guardia del cardenal vos solo?
—No digas tonterías. Voy corno... observador, y desde allí marcharé a Vendôme. Tengo que estar en situación de dar un informe muy completo a la señora duquesa, cuando regrese.
—Si regresáis...
Cuando la librería recuperó un asomo de orden, Perceval reunió algunos pergaminos que le parecieron importantes, relativos a los títulos de nobleza de los Valaines y a sus derechos de propiedad sobre las tierras. Luego, fue a arrodillarse una última vez a la pequeña capilla donde reposaban los restos de Chiara y sus hijos. Después, ayudado por Corentin, cerró puertas y postigos y colocó las llaves en un pesado manojo que sujetó al arzón de su silla de montar. Finalmente, después de haber instalado a una Jeannette todavía soñolienta a la grupa de Corentin, bien sujeta al jinete por una cuerda, todos partieron de La Ferrière al trote corto. Perceval volvió continuamente la cabeza para contemplar el maltrecho castillo tanto tiempo como pudo. Y cuando los techos azules desaparecieron entre los árboles y ya no le quedó nada por ver, puso su caballo al galope.