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Las ideas de Mademoiselle de Hautefort


El compañero de Perceval se acercó y Sylvie reconoció en él al hombre de la Gazette, aquel Théophraste Renaudot al que había conocido en casa de su padrino. Su presencia le pareció más bien embarazosa y optó, según una técnica muy femenina que dominaba ya a la perfección, por responder con otra pregunta:

—Pero ¿y vos? ¿Qué hacéis tan lejos de vuestra casa?

—Perseguimos a un criminal. La mala suerte ha querido que llegáramos justamente cuando acababa de cometer su crimen, y además se nos ha escapado...

—De haberlo sabido, me habría aferrado a su ropa: me ha tirado al suelo de un empujón, como habéis estado a punto de hacer vos.

—¿Has visto su cara?

—¿Y cómo, en esta oscuridad en la que no es posible distinguir ni siquiera a una persona? Sólo he captado su olor. ¡Puah, era espantoso! Suciedad, sudor y también cera caliente, cosa que no acabo de entender.

—Te lo explicaré más tarde. Lo que quiero saber es por qué estás aquí. ¿Quién te ha traído?

—Nadie. Seguía a alguien, eso es todo.

—¿Desde el Louvre? —dijo Perceval señalando la orilla de enfrente—. ¿Cruzando el Sena?

—No vengo del Louvre, pero no os diré nada más. Por lo menos, no ahora —se corrigió.

Su mirada estaba fija en Renaudot, y Raguenel comprendió lo que quería decir: su amigo era, de forma pública y notoria, adicto al rey y al cardenal, de quienes se decía que incluso escribían en su publicación. Por más que fuera el mejor hombre del mundo —¡y Perceval estaba seguro de ello!—, amaba demasiado su oficio y la investigación de informaciones curiosas para no interesarse en lo que podía estar haciendo, a las tres de la madrugada, una doncella de honor de la reina a orillas del Sena, en un lugar donde no se encontraba más que a marinos y a algunas muchachas dedicadas tanto a su servicio como al de una fauna menos respetable.

—¿Cómo has venido?

—A pie y estoy muy cansada, de modo que me gustaría volver. ¿Y vos?

—En barca desde la isla de la Cité. Mi amigo Théophraste tiene una siempre dispuesta para sus expediciones. Te llevaremos con nosotros.

—Gracias, padrino, pero no me viene bien. Idos sin mí, yo volveré sola...

Muy a su pesar, Renaudot comprendió que aquella extraña personita no estaba dispuesta a decir de dónde venía y que Raguenel no permitiría que se marchara sola. Sobre todo, comprendió que él mismo estaba de más.

—Lo mejor es que os deje, amigo mío.

—Iba a rogároslo.

—Si me necesitáis, sabéis dónde encontrarme. Por lo demás, me asombraría que nuestro hombre vuelva a actuar esta noche, aunque haya echado a perder hasta cierto punto su obra: el sello es ilegible...

Unos instantes más tarde, se perdía entre las densas sombras de la torre de Nesle y volvía a embarcar en el esquife que había amarrado río arriba. Sylvie y su padrino quedaron solos.

—¿Me contarás ahora de dónde vienes? —murmuró él—. Será mejor que lo sepas enseguida, Sylvie, no te dejaré sola hasta que estés en lugar seguro.

—Vengo del Val-de-Grâce, y si os parece bien, regreso allí.

—¿Tan lejos? ¿Cómo has hecho todo este camino?

—Es fácil: se pone un pie delante del otro, y así sucesivamente.

—¡No digas locuras! Debes de estar muerta de cansancio.

—Sí, bastante. Sin embargo, tengo que volver... por más que no tengo ningunas ganas.

Exhausta, se dejó caer al suelo y se puso a llorar con los grandes sollozos de una niña pequeña... o de una mujer, cuando sus nervios, tensos hasta el extremo, acaban por ceder. Perceval se arrodilló a su lado:

—Sólo una pregunta, pequeña. ¿A quién has seguido hasta aquí? Sabes que a mí puedes contármelo todo.

La respuesta pareció llegar de las profundidades de la tierra.

—A François... y La Porte, que le ha acompañado hasta una barca. Se ha marchado por el río. Esperaba poder hablarle... pero no ha sido posible porque estaba La Porte.

—Espérame aquí.

Perceval había visto, a la entrada de la recién abierta Rue de Seine, la enseña de una casa de alquiler de caballos. Se empeñó en despertar al amo, cosa nada fácil porque el buen hombre tenía el sueño pesado, pero finalmente, después de algunas palabras y del paso de varias monedas de su bolsa a la mano del chalán, consiguió un caballo por un precio razonable, tomó en sus brazos a una Sylvie todavía desconsolada para subirla a la grupa, y marchó al trote corto. Sylvie, con los brazos alrededor de la cintura de su padrino y la cabeza apoyada en su espalda, lloró a todo lo largo del camino. Perceval no le hizo más preguntas. En primer lugar, porque era difícil charlar a lomos de un caballo al trote, y en segundo lugar, porque reflexionaba.

Eran las cuatro cuando llegaron a la vista del Val, y en los alrededores los gallos de todos los conventos hacían coro al del cura de Saint-Jacques-du-Haut-Pas. Sylvie, entonces, secó sus lágrimas y explicó de qué manera se proponía entrar.

—¿Ahora una escalada? —gruñó Raguenel—. ¡Decididamente, no tienes miedo de nada! Te ayudaré a trepar por el muro, pero escúchame bien. Cuando vuelvas al Louvre, pedirás un permiso de unos días para cuidar de tu viejo padrino, que necesita tu guitarra para aliviar una crisis de gota, y vendrás a mi casa. Con Jeannette, por supuesto. Creo que tenemos muchas cosas que contarnos...

Ella asintió con un vigoroso movimiento de la cabeza, y luego se alzó sobre la punta de los pies para besar a Perceval.

—No sé qué habría hecho sin vos, padrino. ¡Me sentía tan desgraciada! ¡Quizá me habría tirado al río!

Por la firmeza con que la sujetó por los hombros, Sylvie comprendió que él tenía miedo:

—¡Te prohíbo incluso el pensamiento de semejante abominación! Nadie, entiéndelo bien, nadie vale tanto como para morir por él...

Poco después, Sylvie estaba de nuevo en su habitación y se desvestía a toda prisa para acostarse. Fue entonces cuando se dio cuenta de que su vestido estaba manchado de sangre.


A la mañana siguiente, su cansancio era tal que apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Sin embargo, nadie se dio cuenta, y tampoco de algunos errores que cometió en el servicio. Marie no paraba de hablar en susurros con la reina, y las dos parecían en un estado de excitación permanente. Ana de Austria, que desde hacía mucho tiempo no aparecía de tan buen humor, resplandecía. Sus mejillas estaban arreboladas y sus ojos verdes brillaban. Tenía hasta tal punto el aspecto de una mujer feliz que Sylvie se preguntó sobre los sentimientos que le inspiraba. Hasta la noche anterior la amaba y la compadecía, pero esa mañana quizás empezaba a detestarla por diversas razones: en tanto que reina, traicionaba al país cuyo trono ocupaba, y en tanto que mujer, le arrebataba el ser al que más amaba ella en el mundo...

Sin embargo, el buen humor de Ana de Austria no resistió a su regreso al Louvre. Aquella tarde, el rey entró en sus aposentos con paso de triunfador, mientras agitaba negligentemente un papel entre sus largos dedos.

—¡Grandes nuevas, señora! —exclamó—. ¡Me dan noticia de la victoria de nuestras tropas en el Cateau-Cambrésis! Las de vuestro hermano han sido expulsadas para siempre, así lo espero, y en cuanto a Landrecies, su caída es cuestión de días.

Las damas presentes aplaudieron, pero la reina palideció y no pudo responder nada.

—¿Y bien? —insistió Luis XIII—. ¿Eso es todo lo que tenéis que decir?

—Vos estáis contento, Sire, y eso basta para que yo lo esté también. También vuestra salud va mejor, por lo que veo.

En efecto, después de la marcha de Louise de La Fayette, el rey había permanecido unos días en Versalles, agobiado bajo el peso de un dolor tan cruel que le había provocado un acceso de fiebre. Su rostro mostraba aún las huellas.

—No os preocupéis por mi salud, señora —sonrió, agitando el mensaje en las narices de su esposa—. Esto me ha curado. Ya lo veis, nada como una victoria sobre España para devolverme las fuerzas; y el comprobar que compartís mi alegría me hace aún más feliz. Lo celebraremos los próximos días, en... ¡eso es, en el castillo de Madrid![24] Me parece de lo más apropiado.

Dicho lo cual, se volvió, prendió fuego al papel en un candelabro y lo arrojó a la chimenea. Después, tomó de la mano a Mademoiselle de Hautefort y la condujo hasta el vano de una ventana, como hacía antes con su querida Louise.

Al día siguiente, todo París comentaba la vuelta de la Aurora al favor real, y Sylvie obtenía un permiso de unos días para cuidar de su padrino.

—¿Creéis que es el mejor momento para abandonar vuestro puesto? —la riñó Marie, que, apoyada en una cómoda de la habitación de Sylvie, observaba sus preparativos de marcha.

—No abandono mi puesto, voy a ayudar a una persona a la que quiero mucho.

—¡Vamos! ¡A mí no me engañáis, pequeña! Yo diría más bien que sois vos quien necesita reponerse. Los dolores del padrino han aparecido muy oportunamente después de nuestra estancia en el Val-de-Grâce, de la que imagino que no guardáis el mejor recuerdo. ¿Me equivoco?

Apartándose de la cómoda, Marie asió a su amiga por los hombros y la hizo volver.

—¡Miradme, Sylvie! Cuando intentáis mentir, se lee en vuestro rostro como en un libro. Tengo razón, ¿no es así?

—Sí... ¡Oh, Marie, intentad comprenderme! Viví una noche horrible. Ya sé, vais a repetirme que estaba prevenida y que había arriesgado demasiado al entregar mi corazón...

—No, no es eso lo que iba a deciros. Lo que habéis sufrido vos, yo también lo conozco: sé lo que cuesta abrir a quien se ama una puerta que no es la propia.

Los ojos de Sylvie, repentinamente secos, se abrieron desmesuradamente.

—¿He oído bien? ¿Me estáis diciendo que... que le amáis, también vos?

—¡Claro que sí! Os estoy diciendo exactamente eso, y no soy la única. Quiero añadir que él nunca sabrá nada, y que si llegara a saberlo le dejaría indiferente: no tiene ojos más que para la reina, y nosotras somos para él simplemente unas amigas encantadoras que acuden a favorecer sus amores.

—¡Es insensato! ¿Por qué hacéis eso?

—Sería demasiado largo explicároslo. Solamente puedo deciros esto: al no tener mi amor ningún futuro, lo someto al que profeso a mi soberana. No quiero que una infanta de España y una reina de Francia sea expulsada, repudiada por consejo de Richelieu, que la odia tanto más porque nunca ha conseguido que ella lo amara.

—Más parece que estáis procurando lo contrario. ¿Qué creéis que ocurrirá si llega a saberse a quién recibe la reina en su alcoba, en secreto?

—Pero no se sabrá. Sólo estamos en el secreto tres personas: vos, yo y La Porte. Éste es más fiel que un perro, y en cuanto a nosotras, amamos demasiado al señor de Beaufort para querer otra cosa que su bien. Y su bien forma parte del plan que se me ha ocurrido.

—¿Un plan? ¿Por qué?

—Porque gusta a la reina, y es el único nieto de Enrique IV al que mira con ojos de mujer enamorada. ¿Partís a pesar de todo?

—Sí. ¡Concededme estos días! Soy menos fuerte que vos y necesito reponerme. Por lo demás, me parece que podéis bastaros sola para defender a nuestra ama, ya que habéis recuperado toda vuestra influencia en el ánimo del rey.

Hautefort se encogió de hombros:

—¡Toda mi influencia es mucho decir! Digamos que ha sido una suerte, pero que no conviene hacerse demasiadas ilusiones respecto de lo que pueda durar. El cardenal deseaba que el rey dirigiera sus atenciones a Mademoiselle de Chémerault para reemplazar a La Fayette, pero sucede que ella no le gusta. El rey contestó que su cara no le resulta simpática, y que a fin de cuentas prefería «reconciliarse» conmigo. Pero este retorno podría no ser muy sólido.

—¿No depende sobre todo de vos? Antes os causaba placer, me dijisteis, maltratar a vuestro enamorado, y de ahí que prefiriera a Mademoiselle de La Fayette. ¡Sed. más dulce con él!

Marie se echó a reír.

—¡Vaya con la predicadora! Hay que tomarme como soy, gatita, o bien dejarme. Además, si cambiara, el rey lo encontraría extraño. Está acostumbrado a mis maneras.


Sylvie no insistió, pero al alejarse una hora más tarde, en compañía de una Jeannette encantada, experimentó un sentimiento de alivio y liberación. Le resultaba asfixiante el ambiente del viejo Louvre, atiborrado de intrigas, donde continuamente se entrecruzaban odios, amores e intereses de toda índole. En casa de Perceval esperaba recuperar un poco de la alegre despreocupación de la infancia. Un poco tan sólo, porque había tenido buen cuidado de llevarse consigo él frasco de veneno, cuyo contacto le bastaba para echar a perder su alegría, pero que le era imposible abandonar. Por su parte, Jeannette estaba por lo menos tan contenta como ella, porque el contacto diario con la servidumbre del palacio y sobre todo con las camareras de las doncellas de honor, no era precisamente una fuente de felicidad.

La habitación tapizada de brocatel amarillo a la que Nicole Hardouin condujo a Sylvie a su llegada a la Rue des Tournelles gustó a la joven a primera vista: daba al jardín y nunca había sido ocupada desde que Raguenel había comprado la casa. Entonces la había hecho pintar y tapizar de nuevo, con la esperanza de que tal vez un día su hija adoptiva vendría a habitarla. El cuidado puesto en los más pequeños detalles, como el espejo de Venecia y los objetos de tocador, de plata, conmovió a Sylvie: era la prueba de un cariño auténtico, y dio por ello las gracias a su padrino cuando, después de la cena, se sentaron a solas en el gabinete de Perceval. Pero él rechazó su agradecimiento.

—Es a mí mismo a quien he querido complacer. Me sentía feliz imaginando que un día vendrías a tomar posesión de esa habitación. Por tanto, hice lo que pude para convencerte de que aquí estarías en tu casa.

—Lo habéis conseguido. ¡Me siento tan bien! —suspiró ella, mientras acariciaba el brazo del sillón en que estaba sentada.

—¿Mejor que en el Louvre?

—¡Oh, el Louvre...! —Hizo un gesto evasivo que lo expresó todo.

—No eres feliz allí, tal como yo temía. No estuve de acuerdo en que te nombraran doncella de honor tan joven, pero ¿qué podía hacer para impedirlo? La reina te solicitaba, y al duque César le convenía por no sé qué oscura razón...

—No tiene hada de oscuro: quería librarse de mí.

—Es posible, pero tuve también la impresión de que tú misma deseabas alcanzar esa posición.

—Nada más cierto. Me pregunto ahora si tenía razón o estaba equivocada. ¡Todo es tan complicado y tan difícil a mi alrededor que acabo por no saber ya quién intriga con quién y por qué!

—¿Así están las cosas? ¿Y la reina?

Sylvie estuvo a punto de decir que la reina intrigaba más todavía que el resto, pero se contentó con suspirar.

—¡Oh! La reina es muy buena, y tengo la suerte de contar con una amiga en su dama de compañía.

—¿Mademoiselle de Hautefort?

—Sí. Con todo, adora a la reina y su amistad, supongo, depende exclusivamente de la calidad de mi lealtad a nuestra ama.

—Si no te comportas bien, podría convertirse en una enemiga. Y una enemiga temible, puedes estar segura. Pero no tienes nada que temer: amas a Su Majestad.

—Sí... sí, claro.

La ligera reticencia no escapó a Perceval, que, sin embargo, no insistió en el tema. Se inclinó para tomar la mano de su «hija» y la conservó unos instantes entre las suyas, lo que le permitió comprobar que temblaba.

—Explícame ahora cómo llegaste, la otra noche, al lugar en que te encontré. Si, como me dijiste entonces, seguías a François desde la abadía del Val-de-Grâce, eso quiere decir que aparentemente él estaba allí, como diría el buen maestro Pero Grullo. Y en tal caso, si querías hablar con él, ¿por qué hacer todo ese camino escondida? Supongo que os habíais visto en el Val.

—Sí, al llegar. Pero cuando se marchó, se suponía que yo estaba ya en la cama.

—¿Tanto tiempo se quedó?

De golpe, Sylvie enrojeció. Le pareció oír a Marie afirmar: «Sólo estamos en el secreto tres personas: vos, yo y La Porte.» Por culpa de su loca ocurrencia de la otra noche y de las pocas palabras pronunciadas para explicarla, también Raguenel había entrado en el secreto... ¿Era grave? La mirada que dirigió a su padrino estaba tan cargada de ansiedad que él se conmovió, al comprender que acababa de tocar un punto muy sensible.

—Ven aquí —dijo, y la atrajo hacia él—. Ven a mi lado para que sientas mejor cuánto te quiero y deseo ayudarte. Sólo tienes quince años, y nadie a quien pedir consejo sino a mí, a mí que preferiría morir a traicionarte o hacerte daño...

Sylvie rompió en sollozos y, dejándose caer al suelo, apoyó la cabeza en las rodillas de Perceval. Sabía que podía confiarle todo, que sería más discreto que un confesor y que el peso que llevaba sobre sus hombros era demasiado para un corazón de quince años. Entonces, en voz baja, como si temiera que las mismas paredes pudieran oírla, se liberó de su carga: la correspondencia secreta con el enemigo, las visitas nocturnas y, sobre todo, la visita interminable de Beaufort.

—¡Si le hubieseis visto andar por las calles cuando se marchó! Por más que ocultara el rostro, parecía haberse convertido en el rey del mundo.

—Es algo parecido. ¿Y la reina, qué aspecto tenía por la mañana?

—¡Oh, radiante! Nunca me ha parecido tan feliz. Se diría que acababa de recibir noticias maravillosas. Es cierto que ignoraba el éxito de nuestras armas ante los españoles, un éxito que el rey le anunció ayer sin la menor consideración. Luego tomó la mano de Mademoiselle de Hautefort para hablarle en privado... Pero volviendo a Beaufort, ¿qué pensáis?

—Que se ha convertido en amante de la reina —gruñó Perceval, rotundo—. ¡Y eso constituye una verdadera locura!

Era exactamente lo que imaginaba Sylvie, pero a pesar de ello hizo una última tentativa, muy femenina, para salvar sus ilusiones naufragadas.

—¡Pero ella tiene quince años más que él!

—Eso no cuenta, Sylvie. Es muy bella, es la reina y tú sabías ya que él la amaba. Ahora sabemos que también ella le ama. Falta saber hasta qué punto.

—¿Qué queréis decir?

—Que los riesgos que corren son enormes. ¿Qué sucederá si Richelieu, siempre al acecho, descubre que ella engaña al rey?

—Un escándalo, supongo, y la repudiación por adulterio.

—Sin duda, y ella es lo bastante inteligente para calcular los riesgos que afronta. Sin embargo, los afronta en un momento en que su situación no es ciertamente brillante. ¡Eso es lo más asombroso!

—Sobre todo porque Mademoiselle de Hautefort pretende que todo forma parte de un plan ideado por ella a despecho del amor que siente también por François.

—¿Un plan?

—Es la palabra que empleó. Añadió que François es el único nieto de Enrique IV al que la reina mira con amor... Os confieso que no entiendo nada y que me siento muy, muy feliz aquí, junto a vos ¡y lejos de todas esas intrigas que me desbordan!

Perceval se contentó con acariciar la cabeza sedosa colocada sobre sus rodillas. Reflexionaba con tanta intensidad que Sylvie, sorprendida por ese silencio súbito, le creyó dormido. No era así, tenía los ojos abiertos de par en par, pero fijos en un punto indeterminado, e incluso tomó su pipa de un pote de porcelana colocado sobre una mesita y la encendió. Ella no se atrevió a interrumpir su meditación. Finalmente, él preguntó:

—¿Y Mademoiselle de Hautefort, que tiene un plan, ha vuelto al favor del rey? Dime, Sylvie, ¿se reúne Luis XIII a menudo con la reina, por las noches?

Ella sacudió la cabeza.

—Nunca desde que entré a formar parte de las doncellas de honor.

Silencio, de nuevo. Perceval exhalaba bocanada tras bocanada con aplicación, y la habitación fue llenándose de un humo que hizo toser a Sylvie. Aquello le hizo volver a la realidad.

—¡Insensato! —dijo por fin—. Insensato o genial. Si se trata de lo que pienso, el plan de tu amiga es la tirada de dados más peligrosa que nunca haya visto intentar. Se juega su cabeza, la de Beaufort, quizá también la tuya, e incluso la de la reina.

—¿Cómo puede ser?

—¡Oh, muy sencillo! Espera que tu François le hará un niño a su real amante.

—¿Qué? ¡El rey se volvería loco de rabia!

—Pero ella ha recuperado su influencia sobre él y cuenta con ella para convencer a un hombre que tiene tanta más necesidad de un heredero por cuanto su salud se debilita, y que si falleciera ahora, dejaría a Monsieur, el incapaz Monsieur, como heredero de la corona de Francia. Si Beaufort deja preñada a la reina, la sangre del niño será, a pesar de todo, la de san Luis y Enrique IV.

—¿Olvidáis al cardenal? Su influencia es mucho mayor que la de Marie.

—Pero no llegó a igualar la de Mademoiselle de La Fayette. Añade a eso que, si muere el rey, él también está perdido. Antes incluso de la coronación en Saint-Denis, será destituido... ¡o algo peor! ¡Acumula tantos odios en su contra! Me pregunto incluso si ese golpe audaz de la dama de compañía no contará de alguna forma con su visto bueno...

—¡Dulce Jesús! —suspiró Sylvie, y volvió a ocupar su lugar en el sillón—. ¿Os dais cuenta de lo que acabáis de decirme, padrino? ¿Qué será de François si tenéis razón?

Raguenel mostró la palma de las manos en un gesto de ignorancia.

—Pienso que tendrá necesidad de la protección divina y que lo mejor que podría hacer es huir a Inglaterra o a los Países Bajos en el más breve plazo. ¡Vamos, Sylvie, no pongas esa cara de tragedia! No son más que suposiciones.

—Pero que suenan como verdades. François debería cruzar el canal de la Mancha o una frontera enseguida. Su presencia en París es simplemente una locura, después de ese duelo en el que ha matado a su adversario.

—¿Un duelo? ¿De dónde has sacado eso?

Esta vez, obligada por su juramento, Sylvie no podía revelar su fuente. Hizo un gesto evasivo y apartó la mirada para que su padrino no pudiera leer la mentira en sus ojos.

—De las doncellas de honor. Hablaban del tema, el otro día. Con medias palabras, desde luego, porque François es muy querido entre ellas. Al parecer tuvo en Chenonceau una discusión a propósito de Madame de Montbazon, con un gentilhombre de la región. El cardenal no ha sido informado de nada, porque de otro modo François ya estaría en la Bastilla, pero es insensato presentarse en París, aunque sea en secreto.

Raguenel adelantó el labio en una mueca de duda.

—¡Me dejas asombrado! Un suceso como ése no puede guardarse mucho tiempo en secreto. Mi amigo Renaudot, que mantiene una correspondencia muy amplia con las provincias, habría tenido alguna noticia y, como conoce los lazos que me unen a los Vendôme, me lo habría dicho.

—Sobre todo, se lo habría dicho al cardenal.

—No lo creo. No oculta su opinión de que Su Eminencia tiene en ocasiones la mano demasiado pesada. Pero voy a intentar informarme. Mientras tanto, mi pequeña, destierra esas historias de tu bonita cabeza y aprovecha las vacaciones. Mañana, para empezar, saldremos a dar un paseo...


Para quienes vivían en el Marais, e incluso más lejos, dar un paseo significaba un único destino: la Place Royale, lugar de todas las delicias y centro de la vida elegante.

Construida por Enrique IV en el espacio ocupado por un antiguo mercado de caballos, esta magnífica plaza ofrecía un conjunto arquitectónico plenamente conseguido. El color rosado del ladrillo se aliaba con gracia al blanco de la piedra de los sillares y al gris azulado de la pizarra que cubría las altas techumbres de una serie de pabellones aristocráticos, unidos entre ellos por una agradable galería cubierta, una especie de claustro por el que paseaba toda la alta sociedad parisina cuando el tiempo no permitía el acceso a los hermosos senderos flanqueados por olmos cuidadosamente recortados. En el centro, unos armoniosos setos de boj encerraban los arriates floridos, que recordaban las villas del campo romano o florentino.

En la plaza se vendía limonada fresca, pastelillos, tortas y barquillos napolitanos. Antes de los edictos del cardenal el lugar era también escenario de duelos, pero incluso después subsistía la costumbre de las citas, con la diferencia de que ahora se trataba sobre todo de citas galantes. Las mujeres más bonitas de París exhibían allí los atuendos más lujosos, rodeadas por elegantes pretendientes. Ellas habían instaurado una especie de código de la coquetería por medio de nudos en las cintas, cuyo significado variaba según el lugar en que estaban colocados. Por ejemplo, el favori colocado sobre la cabeza mostraba los colores del pretendiente preferido; el mignon iba prendido con agujas sobre un corazón disponible, y el badin colgaba del abanico lleno de libertad desafiante...

En cuanto a los felices propietarios —o inquilinos, en ocasiones— de los pabellones de la plaza, pertenecían a la alta nobleza o a la gran magistratura, porque hacía falta ser muy rico para tener el derecho de contemplar desde un balcón propio la alegre animación cotidiana o los festejos públicos dados por el rey o por la ciudad con ocasión de un matrimonio o de una visita real. Allí residían el duque de Rohan, la princesa de Guéménée, el conde de Miossens que más tarde se convertiría en mariscal d'Albret, la marquesa de Piennes, la mariscala de Saint-Géran, el mariscal de Bassompierre —a pesar de la circunstancia de que se alojaba en la Bastilla desde hacía unos diez años—, el consejero Aubry, el consejero Larcher, la condesa de Saint-Paul y algunos otros, todos ellos en mansiones suntuosas cuya riqueza de ornamentación y mobiliario respondía a la gracia exterior de los edificios.

Cuando Sylvie apareció del brazo de su padrino, no pasó desapercibida porque ambos formaban una pareja agradable de contemplar, por más que no se tratara, ni de lejos, de la más suntuosa; pero el vestido de raso de la joven, de ese color amarillo luminoso que tanto le gustaba y que aclaraba todavía más utilizando cintas blancas, armonizaba con el jubón y los gregüescos de seda espesa de un tono gris claro de Raguenel. En honor a su joven compañera, había renunciado momentáneamente a sus paños de color marrón, gris oscuro o negro para mostrar el aspecto de un gentilhombre elegante. Así el cuello, las mangas y la vuelta de las botas iban adornados con encajes, y sobre su sombrero gris ondeaban unas plumas amarillas y blancas a juego con las cintas que sujetaban su espada.

Desde su aparición bajo los olmos, fueron muchos los saludos que dieron y recibieron. Aquel hermoso día de comienzos del verano parecía haber invitado a las preciosas a desertar de los salones, con la excepción de la marquesa de Rambouillet, a la que ninguna fuerza humana habría podido arrancar de su célebre salón Azul.

Sus dos principales rivales, la vizcondesa d' Auchy y Madame des Loges, habían reunido su círculo bajo los árboles, y tomaban pastelillos y limonada mientras alguno de los poetas asiduos a sus salones recitaba versos. Sin embargo, Sylvie empezaba a lamentar no haber elegido un lugar de paseo más tranquilo. Desde que habían entrado en la plaza, Perceval no paraba de saludar o de besar manos, y el andar de ella iba puntuado por reverencias en cada ocasión en que la presentaban a una dama. Todas coincidían, por lo demás, en encontrarla «¡Tan encantadora...! ¡Tan fresca y joven!». En cuanto a los hombres, se retorcían el mostacho y le dirigían guiños que pretendían ser irresistibles pero que la divertían mucho.

De súbito, la atención se apartó de ellos para centrarse en dos jóvenes que acababan de hacer su aparición. Eran Henri de Cinq-Mars y Jean d'Autancourt. Allá donde iba, el joven amigo del cardenal atraía todas las miradas. Era tan bien parecido que hacía olvidar quién era su protector; y poco faltaba para que se agradeciera a Richelieu haber traído de su Auvernia natal a semejante obra maestra... Hoy, vestido de azul celeste y plata, y tocado con un sombrero blanco de plumas azuladas, parecía un ángel. Y un ángel guardián, porque sostenía a su amigo, cuyos rasgos tensos y su palidez mostraban que convalecía aún de alguna enfermedad, o tal vez de una herida.

Desde uno u otro de los círculos de paseantes se hicieron numerosas señas de amistad o gestos de llamada para atraer a los dos jóvenes, pero ellos los ignoraron y se dirigieron sin vacilar hacia Sylvie y su padrino.

—¡Mademoiselle de l'Isle libre del servicio de la reina, Mademoiselle de l'Isle en la Place Royale! —exclamó Cinq-Mars después del intercambio de saludos protocolarios—. ¡Qué novedad tan agradable! ¿No es cierto, querido Jean?

Su mirada llena de malicia buscó la de su amigo, cuyas mejillas pálidas acababan de enrojecer, pero cuyo rostro expresaba una sincera alegría.

—Debo deciros —continuó el joven— que os traigo a un verdadero héroe que todas las damas van a disputarse. Acaba de regresar directamente de las puertas de la muerte.

—¿Habéis sido herido, monsieur? —se inquietó Sylvie mientras sonreía a aquel joven por el que sentía una innegable simpatía.

—Una nadería, mademoiselle... pero por la cual doy gracias a Dios, ya que me ha valido un instante de interés por vuestra parte.

—¿Una nadería? —se escandalizó Cinq-Mars—. ¡Un disparo de mosquete en pleno pecho delante de Landrecies, cuando cargaba solo contra un reducto español...!

—Tenéis suerte de seguir vivo —observó Perceval—. ¿No era una locura esa carga?

—No me lo parece, señor caballero. Distrajo la atención de los españoles mientras un grupo de los nuestros colocaba explosivos al pie de ese mismo reducto...

—¡Magnífico! —aplaudió Sylvie—. Pero, monsieur, podían haberos matado...

—En la misma situación está cualquier soldado cuando hace la guerra, mademoiselle... y me parece que estamos hablando demasiado de mí. ¡Sería tan agradable hablar de vos!

—Luego hablaremos de ella tanto como quieras. Dejadme añadir tan sólo que el propio rey fue a verle a la casa de su señor padre, donde estaban cuidándolo, y le abrazó. Un héroe, os digo, y bien podéis estar orgullosa, señorita, de haber conseguido que se prendase de vos...

Al ver que Sylvie se ruborizaba a su vez, Raguenel se apresuró a desviar la conversación hacia otros temas, después de haber felicitado calurosamente al joven; pero, durante todo el tiempo se dedicó a observar con discreción a aquel muchachote rubio tan visiblemente enamorado de su Sylvie. El interés aumentó cuando aparecieron dos nuevos personajes: uno era el abate de Boisrobert, y el otro el barón de La Ferrière.

El primero, muy conocido en la plaza, reunía en su persona dos condiciones improbables: era a la vez hombre de Iglesia y un libertino reconocido; adoraba a los jovencitos. Pero como se trataba de un hombre de gran talento y cultura —en su primera juventud había reunido una importante biblioteca mediante la imposición de un diezmo sobre los libros raros de los señores de su parentela o conocidos, con los que practicó el arte sutil de solicitar la obra en préstamo y no devolverla nunca—, se había convertido en el consejero literario de Richelieu. Al abate se debía la reciente creación de la Academia Francesa.

No tenía más que elegir a cuál de los distintos grupos esparcidos entre los árboles sumarse, en la seguridad de que su presencia habría sido bien acogida, pero al divisar al resplandeciente Cinq-Mars, cuya belleza le fascinaba, se dirigió hacia él como la mosca hacia la miel, arrastrando al militar, del que uno podía preguntarse qué estaba haciendo en su compañía. Pero el joven capitán era el único que le interesaba y, con una insolencia muy de su estilo, se lo llevó aparte después de haber dirigido con la mano un saludo desenvuelto a las demás personas del grupo. La Ferrière aprovechó la ocasión para dirigirse a Sylvie:

—Es una rara felicidad encontraros, mademoiselle —dijo, omitiendo saludar a los dos hombres que la acompañaban—. Tan rara que me atrevo a pediros que deis unos pasos en mi compañía. El día es hermoso, y tenemos muchas cosas que decirnos.

Mientras hablaba, intentó apoderarse de su mano, pero Sylvie no tuvo tiempo de abrir la boca porque Jean d'Autancourt levantaba ya su bastón para mantener a distancia a aquel patán:

—¡Despacio, señor! Mademoiselle no es de esas personas a las que se puede tomar de la mano y llevar a saber dónde sin que pongan inconveniente a ello. ¡Empezad por consiguiente por saludar al señor caballero de Raguenel aquí presente, que es su padrino y pariente!

—¿Y quién sois vos para mezclaros en lo que no os importa? Mademoiselle de l'Isle me conoce, porque he tenido el honor de solicitar su mano, y no os ha pedido que intervengáis. ¿O bien preferís que lo discutamos espada en mano, en un lugar más tranquilo? Pero no tenéis aspecto de poder sostener vuestra causa —agregó con una sonrisa aviesa.

A pesar de su herida, el joven se adelantaba ya, pero Perceval le retuvo:

—¡Por favor, marqués, esto me concierne! Marchad, señor, de un lugar en el que no sois deseado. Añado que ni él ni yo cruzaremos el acero con un provocador como vos. ¡Fuera de aquí!

—No estoy dispuesto a marcharme. Además, la señorita todavía no ha dicho nada y...

El tono iba subiendo, pero Cinq-Mars exclamó:

—¡Llevaos a vuestro amigo, señor abate! Si no, tendré el disgusto de informar a Su Eminencia de los modales de sus guardias cuando no se encuentran de servicio...

—¡Y tendréis todo mi apoyo! —gruñó el abate—. No voy a preguntaros si habéis perdido la cabeza, La Ferrière, porque nunca la habéis tenido.

—¡Cuántas historias por una doncella! Como si no supiéramos lo que vale la virtud de las doncellas de honor de la...

No acabó la frase; le quitó el aliento la bofetada que acababa de propinarle D'Autancourt con toda la fuerza de su cólera:

—¡Aunque después deba subir al cadalso, os mataré, miserable, por este insulto innoble!

El otro iba a responder pero Cinq-Mars, con un vigor inesperado en él, sujetó uno de sus brazos en tanto el abate se encargaba del otro.

—¡Señores, señores! —suplicaba este último—, estamos entre personas de buena crianza...

—¡Seré yo quien te mate, pipiolo! —espumeaba La Ferrière—. ¡Antes de que pase mucho tiempo me darás razón de esto!

—¿Razón? Sería un verdadero milagro, porque parecéis estar tan privado de ella como de buenas maneras.

El incidente no había pasado inadvertido. Varias personas se acercaban. Trabajando hábilmente en equipo, el abate y el joven capitán se llevaron a aquel energúmeno hacia la salida del jardín. Por encima del hombro, Cinq-Mars gritó alegremente:

—¡Perdonad que os deje, querido Jean, pero el abate no lo conseguirá él solo! ¿El señor de Raguenel accederá sin duda a acompañaros a vuestra carroza?

—¡Será un placer, señor!

Sylvie, que se había colgado de su brazo, murmuró:

—¡Vámonos, padrino, por favor! ¡Qué escándalo! Se me han quitado las ganas de ver a nadie...

—Es muy natural. Pero ya nadie nos mira, ahora que se han llevado a ese bruto.

Era cierto. Toda aquella gente civilizada se habría sentido avergonzada de comportarse como vulgares mirones, y las conversaciones interrumpidas se reanudaban.

—Tenéis razón, pero prefiero irme. Monsieur —añadió, esforzándose por sonreír—, os doy las gracias por haberme protegido de ese loco furioso. No soy cobarde, pero confieso que me da mucho miedo. Y tenéis todo mi agradecimiento —añadió, al tiempo que le tendía su mamita enguantada, que él tomó con visible emoción, pero sin poder articular palabra.

—¿Dónde tenéis vuestro coche, marqués? —preguntó Perceval—. Os acompañaremos hasta él.

—Muy cerca, al final de esa avenida; pero si me lo permitís, seré yo quien tendré el honor de acompañaros hasta vuestra casa.

—¡Oh! Está muy cerca...

—Sin duda, pero la señorita todavía no se ha repuesto de la emoción... y además, será un inmenso placer para mí.

A Perceval no le costó trabajo creer esa última afirmación. Ofreció su brazo al joven, que lo rehusó y mostró su bastón:

—Gracias, puedo caminar solo. No abandonéis a Mademoiselle de l’Isle.

A la salida del jardín encontraron una carroza de sobria elegancia, de color verde oscuro con ribetes rojos, y con el interior y las cortinillas de terciopelo a juego; como única decoración, las armas de los duques de Fontsomme. Los lacayos iban vestidos con los mismos colores.

Al llegar, fue imposible impedir que el herido descendiera para ofrecer su mano a Sylvie, y preguntara luego a Raguenel:

—¿Puedo esperar, monsieur, que me autoricéis a venir a saludaros un día próximo?

Perceval le sonrió con afecto. Decididamente aquel muchacho le gustaba cada vez más.

—¡Seréis siempre bienvenido! ¿No es así, Sylvie?

—Siempre.

Por la noche, cuando terminaban de cenar, Perceval, que no había hecho hasta ese momento ningún comentario, volvió a plantear el tema:

—Así pues, Sylvie, ¿qué piensas de nuestro joven marqués?

—¿Qué queréis que piense? —sonrió la joven mientras recubría un fresón con azúcar en polvo—. Todo lo mejor, naturalmente.

—Yo también. Mira..., cuando llegue el momento de casarte, me gustaría que pensaras en él. Cualquier mujer se sentiría orgullosa de uncirlo a su carreta, como dicen los graciosos de la corte. Y él te adora.

Sylvie plantó los codos sobre la mesa, apoyó el mentón entre los dedos enlazados y dirigió a su padrino una mirada maliciosa.

—¡Me preguntaba cuánto tiempo tardaríais en hablarme de él! Estáis dándole vueltas al magín, ¿no es cierto? Pero quizá vais demasiado aprisa. No es costumbre que una joven solicite a un marido, y de momento no tengo noticia de que él os haya pedido mi mano. Ni siquiera de que piense hacerlo. Pertenezco a la pequeña nobleza y eso puede parecerle poco a un futuro duque..., aparte de que apenas poseo dote.

—Me extrañaría mucho que sea un hombre que se preocupe de esos detalles...

La entrada súbita de Jeannette acompañada por Corentin le interrumpió. La criada se excusó por aparecer de ese modo sin haber sido llamada, pero ella y su compañero tenían que comunicarles una cosa, y en efecto los dos parecían muy excitados.

—El hombre que nos sigue cada vez que salimos a pasear por París —dijo Jeannette—, pues bien, acabo de verlo: ¡es el lacayo que ha ayudado a vuestro amigo a subir al coche!

—¿Estás segura? —preguntó Sylvie.

—¡Oh! ¡Ya lo creo! Vos misma habríais podido reconocerle, sabíamos que parecía un lacayo de casa grande, pero no sabíamos de cuál. Ahora ya lo sabemos...

—Pero ¿por qué Monsieur d'Autancourt me habrá hecho seguir? —exclamó la joven, a punto ya de enfadarse—. Es un procedimiento...

La mano de Perceval, firme y tranquilizadora, fue a colocarse sobre la suya.

—¡No te enojes! Podría ser un recurso de enamorado. De todas maneras, creo que no tardaremos en aclarar este pequeño misterio.


En efecto, no tardaron mucho. Al día siguiente, mientras Sylvie ayudaba a Nicole a preparar una gran perolada de confitura de fresas y Jeannette, sentada en un rincón de la cocina, bordaba una camisa para su ama, se abrió el portal para dejar pasó al bello carruaje de la víspera: Jean d'Autancourt rogaba al caballero de Raguenel que le concediera unos momentos de atención. Y a pesar de tratarse de un joven tímido, no se anduvo con rodeos:

—He venido a preguntaros, señor, si acogeríais de buen grado una visita del señor mariscal-duque de Fontsomme, mi padre.

Perceval se echó a reír e indicó al joven que tomara asiento.

—¿De buen grado, cuando se trata de tan gran honor? ¡Querido marqués, soñáis! ¿Y por qué motivo desea visitarme vuestro señor padre?

—Para pediros la mano de Mademoiselle de l'Isle. Sois su padrino, su tutor también, creo, y el único hombre en el mundo que posee la llave de su felicidad...

Esta vez, Perceval dejó de sonreír.

—¡Diablos! ¡No perdéis el tiempo! Es posible incluso que os apresuréis demasiado. ¿Estáis seguro de que el mariscal aceptará la gestión que pretendéis imponerle? Sus expectativas sobre vuestro futuro son sin duda muy superiores a la alianza con una huérfana de la pequeña nobleza, y...

—¡No conocéis a mi padre, señor, bien lo veo! Porque en tal caso sabríais que es la mejor persona que existe en el mundo: leal al rey, buen cristiano y un padre atento, algo que no abunda en las familias actuales, os lo concedo. Desde la muerte de mi madre ha volcado sobre mi persona todo su cariño. Sólo anhela mi felicidad, y cuando vea a Sylvie... quiero decir a Mademoiselle de l'Isle, se prendará de ella a primera vista, como me ha sucedido a mí.

—Estoy dispuesto a creerlo, pero en tanto no sea él mismo quien me lo diga, no podré estar absolutamente seguro...

—¿Queréis decir... que rechazáis mi petición?

—No, por cierto. Sin embargo, tampoco la acepto. Me haría muy feliz la unión entre vos y mi pequeña Sylvie, pero hasta que me sea presentada una petición oficial, es decir venida de vuestro padre, no podré plantearme una respuesta en firme. Además, no ignoráis que Sylvie ha sido criada por y en casa de Madame de Vendôme, con cuya opinión es necesario contar también...

Jean hizo una mueca.

—¿La duquesa o el duque? No os oculto que en mi casa no se le aprecia mucho. Es un agitador, un personaje peligroso...

—He aludido a la duquesa. Únicamente su aprobación cuenta para mí. Y finalmente, si podemos reunir todos esos elementos, faltará el más importante: la propia Sylvie. Será ella, y sólo ella, quien acepte o rehúse. La quiero demasiado para imponerle un matrimonio sin amor...

—Es muy natural. Pero, en ese caso, concededme una oportunidad para hacerme amar a la espera de que mi padre regrese de la guerra.

—¿Qué queréis decir?

—Permitidme venir a verla. En la corte no es nada fácil, y voy allí en muy escasas ocasiones. A propósito... si os parece que me apresuro en exceso a presentaros mi súplica, es también a causa de su cargo de doncella de honor.

—¿No iréis a decirme que compartís las ideas de ese La Ferrière sobre las doncellas de honor?

—¡Dios me guarde! Pero el palacio es un hormiguero de intrigas. Ella está sola allí... ¡y es tan joven!

La preocupación se reflejaba en el rostro regular, incluso un poco severo, del joven, y Perceval se sintió conmovido, pero aún quiso saber algo más. De forma repentina, e incluso brutal, preguntó:

—¿Por esa razón la habéis hecho seguir?

Si había creído desconcertar a D'Autancourt, se equivocó. El joven enrojeció, pero respondió sin vacilar:

—Sí. No me asombra que os hayáis dado cuenta. Mis hombres recibieron la orden de no ocultarse. Y el término que habéis empleado es impropio: no la hago seguir, la hago proteger. Desde que la conocí en el parque de Fontainebleau, es para mí infinitamente preciosa... ¡y parece tan frágil! Además, no dispone de carroza ni de servidores varones. Tan sólo de una criada joven que la acompaña en un París casi tan peligroso como el Louvre. Quería que siempre hubiera cerca de ella alguien dispuesto a socorrerla. Así pues, alquilé una casa pequeña en la Rue d'Autriche e instalé en ella a mis servidores más fieles: dos hermanos, Séverin y Saturnin, que se parecen bastante entre sí y que me son plenamente fieles. Los dos se relevan para garantizar, con carta blanca respecto a cómo hacerlo, la seguridad de Mademoiselle de l’Isle, sobre todo cuando yo estoy en el ejército. ¿Os parece ofensivo?

Raguenel se admiró en su fuero interno del poder de la fortuna puesta al servicio del amor, y pensó que debía dar gracias a Dios por haber puesto en el camino de su pequeña Sylvie a aquel muchacho de veinte años que daba prueba de tal madurez. Sería, sin la menor duda, un esposo ideal, pero ¿lo aceptaría Sylvie mientras su querido François no estuviera, a su vez, casado? A menos que... Después de todo, ¿no podía estar sujeto a cambios imprevisibles un corazón de quince años, incluso enamorado?

—De ninguna manera —suspiró finalmente—. Muy al contrario, porque de ese modo me probáis la profundidad de vuestro amor. En estas condiciones, me parece honesto confiar a ese amor de que dais prueba, y también a vuestro honor de gentilhombre, la verdad relativa a mi pupila, porque esa verdad reafirmará sin duda en vos la necesidad de protegerla que yo también me he impuesto.

Instintivamente, Jean aproximó su sillón al de Perceval, que fue hasta un armario y extrajo de él un frasco de vino de España y dos copas, que llenó. Ofreció una y volvió a sentarse.

—El nombre y el feudo de L'Isle fueron concedidos a Sylvie por los Vendôme cuando tenía cuatro años, después de un drama del que acababa de ser víctima inconsciente. Se llama en realidad Sylvie de Valaines. Es la hija...

—¿... Del barón de Valaines, cuya familia fue tan misteriosamente exterminada hará... una decena de años?

—En efecto, se recurrió a un velo de misterio para cubrir un crimen espantoso. Sólo los Vendôme y yo conocemos la verdad. Una verdad que compartiré con vos si me dais vuestra palabra de no revelarla a nadie, ni siquiera al duque vuestro padre, hasta nueva orden.

—¡La tenéis! ¡Hablad, os lo ruego! No os arrepentiréis.

—Pues bien, el mismo día en que su legítimo señor, el duque César, era arrestado en Angers, en 1626, la baronesa de Valaines, que era una querida amiga mía, y toda su familia, fueron asesinados. Sólo pudo escapar la pequeña Sylvie, que fue recogida por el actual duque de Beaufort...

Perceval habló largo rato, escuchado con atención apasionada por Jean d'Autancourt. Lo contó todo: el robo de las cartas de María de Médicis, el martirio de Chiara y la marca impuesta por su verdugo, su propia búsqueda de la verdad y, finalmente, los lazos de cariño que unían a Sylvie con François desde que él la llevase a Anet.

—¡Es muy natural! —comentó Jean sin pestañear.

—Añadiré que ella ha olvidado el drama de su primera infancia, O al menos, los recuerdos que conserva son tan vagos como los de una pesadilla.

—¿Y los asesinos? ¿Los conocéis?

—Conozco a uno de ellos: ese La Ferrière que tanto se interesa por mi pequeña. Consiguió que le donasen el castillo so pretexto de que llevaba su nombre y que tenía que haberle pertenecido desde hacía años. En cuanto al otro, el asesino del sello de lacre, puedo deciros que sigo ignorando quién es, pero tengo la seguridad de que se encuentra en París y de que continúa matando de la misma manera. La única diferencia es que ahora ataca a las rameras. Todo eso explica por qué yo no deseaba que Sylvie fuera doncella de honor tan joven. En el hôtel de Vendôme o en los castillos de la familia, estaba mucho mejor protegida porque quedaba oculta a la curiosidad pública. Habría preferido cien veces que viviera conmigo.

—Pero ¿la decisión no os correspondía a vos?

—No. Sobre todo desde el momento en que la reina expresó su deseo de tenerla a su lado.

—¡Habrá que conformarse con lo que tenemos! —suspiró el joven—. Para empezar, mi gente seguirá vigilando sin descanso.

—Es una personita muy vivaz y muy obstinada.

—Decid mejor que es adorable...

—¿Y que la adoráis? Estoy seguro de ello, pero habéis de saber que aún no está preparada para el matrimonio, con quien sea, y que probablemente será difícil despegar su corazón del amigo de la infancia al que adorna con todas las cualidades...

—¿Intentáis decirme que debo tener paciencia? La tendré, podéis estar seguro... ¡pero dejadme a pesar de todo probar suerte!

—¿Por qué no? Tal vez conseguiréis llevarla poco a poco a... compartir vuestros proyectos de futuro. Esta noche le diré solamente que me habéis visitado y que yo os he autorizado a venir a distraerla siempre que lo deseéis.

El joven marqués se ruborizó de nuevo, pero sus ojos grises se iluminaron.

—¿Creéis que aceptará mi presencia?

—Lo contrario me asombraría. Os tiene simpatía. Y además, ¿no sois ahora de alguna manera su héroe?


En efecto, Sylvie, halagada en el fondo por inspirar un sentimiento sincero, descubrió con placer a un compañero muy agradable en el futuro duque de Fontsomme. No le faltaban ingenio, cultura ni buen humor. Le gustaba la música, todas las músicas incluida la de los versos, y resultó ser un admirador apasionado del señor de Corneille. Sylvie pasó a su lado ratos encantadores, en la casa o en el exterior. Con Raguenel o con Jeannette en el papel de carabina, se les vio juntos en la comedia, en las librerías de la Rue Saint-Jacques, en las tiendas de curiosidades del Marais, en la Place Royale, o, en carroza, en el paseo del Cours-la-Reine. Fueron un poco a todas partes con la excepción de los salones, a pesar de algunas invitaciones motivadas sobre todo por la curiosidad, con el fin de no dar carácter oficial a una relación que se planteaba en el plano de la pura amistad. Por lo demás Jean supo, con una prudencia impropia de sus pocos años, evitar la menor alusión a los sentimientos profundos que despertaba en él su joven compañera: estaba allí sólo para distraerla durante las vacaciones que le habían concedido...

Y que terminaron al cabo de un mes, con la llegada de un billete de Mademoiselle de Hautefort, que suplicaba a Sylvie que regresara lo más pronto posible. «Os necesito —escribía la Aurora—, y Su Majestad os echa de menos.»

¿Qué hacer después de aquello, sino el equipaje? Sylvie y Jeannette dejaron entre suspiros la Rue des Tournelles y regresaron al Louvre.


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