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Una trampa inmunda...


En aquella noche de luna llena, Perceval y su amigo Théophraste estaban al acecho por la parte de la puerta Saint-Bernard, en las proximidades del Petit Arsenal, donde el rey había instalado hacía poco la fábrica de pólvora de cañón, integrada antes en el Grand Arsenal situado junto a la Bastilla. De ahí que el lugar, desierto y más bien inquietante, fuese frecuentado por truhanes deseosos de tranquilidad y se abriesen allí algunas animosas bodegas en las que se cerraban fructíferos tratos. Con toda naturalidad, a esa fauna se habían sumado las busconas.

El azar no había intervenido en absoluto en la elección de aquel nuevo terreno de exploración: una breve nota garabateada en un papel sucio y arrugado había llegado a la mesa de Théophraste. La escritura temblorosa dejaba suponer que el desconocido corresponsal estaba medio muerto de miedo. Por si fuera poco, recomendaba a Renaudot la mayor prudencia, porque el asesino del sello de lacre era peligroso.

—¿Por qué razón os previene a vos? —objetó Raguenel, que encontraba extraño el procedimiento—. ¿No vais a sustituir, supongo, a los arqueros de la ronda?

—No sé si lo habéis advertido, pero los caballeros encargados de la paz nocturna de París no andan muy sobrados de osadía. Y esta historia desprende un olorcillo de azufre muy propio para helar la médula de los huesos. Además, también podría ser que nuestro corresponsal no tenga la conciencia muy limpia y prefiera no acercarse demasiado a unas autoridades que tienden en ocasiones a la confusión entre el delator y el culpable.

—Tenéis razón. Bien, iremos esta noche.

El tiempo, húmedo y templado para la estación, anunciaba ya la primavera cuando la barca de Renaudot dejó a los dos hombres en el puerto Saint-Bernard. Las nubes se perseguían de uno a otro extremo del cielo, ocultando en ocasiones el disco blanco de la luna. El Petit Arsenal, una construcción alargada flanqueada por casas bajas, aparecía en una especie de aislamiento silencioso, pero el barrio vecino exhibía una colección de casuchas más o menos ruinosas en las que nadie parecía dormir: algunas velas iluminaban las ventanas sucias, y en una taberna cuya enseña chirriaba, alguien cantaba...

Los dos amigos recorrían las callejuelas, interrumpidas por zanjas y en las que se pisaban más basuras que adoquines, sin encontrar nada sospechoso, cuando de repente se oyó un grito, el terrible grito que ya conocían.

—¡Por allí! —susurró Théophraste, señalando una calle por la que habían pasado poco antes.

Acudían ya, guiados por un gemido intermitente, cuando se oyó otro grito, más espantoso que el primero, en la dirección contraria. Esta vez sonaba cerca del Arsenal...

—¡Seguid solo! Yo voy allá —decidió Perceval, y echó a correr hacia la construcción militar.

Al doblar en una esquina vio a un hombre que, como una rata, se escurría por un callejón entre dos edificios bajos, y lo siguió. Pero apenas había entrado en aquel estrecho pasaje cuando tropezó con algo y cayó cuan largo era sobre un cadáver aún caliente. En el mismo instante recibió en la nuca un golpe violento que le hizo perder la conciencia.

Naturalmente, Corentin no sabía qué había ocurrido en realidad. Por tanto, no pudo contar a Sylvie más que lo que le había confiado el oficial de policía Desormeaux, el buen amigo de Nicole Hardouin que, por suerte, había sido encargado del registro del domicilio del presunto culpable. Fue en efecto una suerte, porque gracias a él los queridos libros y papeles de Perceval, y su bonita casa, sufrieron relativamente pocos daños. Lo que no obstaba para la gravedad de lo que dijo Desormeaux: la ronda, prevenida por un escrito anónimo, se había trasladado al lugar indicado y encontrado allí al caballero desvanecido sobre el cuerpo de una muchacha degollada y que llevaba en la frente el famoso sello de lacre. El cuchillo utilizado para el crimen estaba al alcance de su mano, como si se le hubiera escapado, y lo que es más, se había encontrado en su bolsillo un pedazo de lacre, un encendedor, una candela y un pequeño sello con la letra omega grabada. Este último detalle acabó por indignar a Sylvie.

—¿Y nadie se ha preguntado quién pudo golpearle? ¿O piensan que lo hizo él solo?

—La conclusión a que han llegado es que alguien le sorprendió en el momento de su fechoría, pero que, aterrorizado por el espectáculo, prefirió huir.

—Y no se ha pensado que el sello y las demás cosas pudieron ser colocadas en sus bolsillos por el asesino, que tú y yo sabemos muy bien que no es él. ¿Y el señor Renaudot, que iba con él? ¿No ha dicho nada?

—No puede, porque está en cama con fiebre alta. Lo encontraron a pocas toesas de distancia del Arsenal, con una herida en la cabeza. También él debió de ser golpeado.

—¿También estaba encima de una mujer degollada?

—No, no había nada. El teniente civil piensa que nuestro amo pudo pelearse con él y que intentó matarlo antes de irse a cometer su fechoría.

—¡Eso no tiene sentido! Los dos buscaban al asesino del sello de lacre y, por más que tenga fiebre alta, el señor Renaudot debe poder decir la verdad.

—¡Oh, no! No puede porque no ha recuperado aún el conocimiento...

Aterrorizada, Sylvie dirigió una mirada de angustia a Jeannette. Ésta preguntó:

—¿Dónde está el señor caballero en este momento?

—En el Gran Châtelet, adonde le llevó la ronda. Pero como es gentilhombre, lo trasladarán a la Bastilla para la instrucción del proceso.

—¡Es ridículo! ¿Un hombre como él, arrestado por esos crímenes abyectos? ¡Hay que ser loco o idiota para no creer lo que dice!

—Los policías, ya se sabe, creen lo que ven y no buscan más lejos. Si Desormeaux ha consentido en ayudarnos un poco, es porque quiere a Nicole y sabe muy bien el trato que recibiría si se comportara de otra manera. ¡Ya esta mañana ella ha estado a punto de atizarle con un calientacamas!

—Tiene que haber un medio de demostrar su inocencia. La sola idea de que está en manos de ese abominable Laffemas me espanta. ¡Es un hombre odioso!

—Sí, pero está al servicio del rey.

—¡El rey! —exclamó Sylvie, iluminada por lo que acababa de decir Corentin—. ¡Necesito ver al rey!

—No ignoráis, señorita Sylvie, que el rey ha marchado esta mañana temprano a Versalles.

—¡La reina, entonces! ¡Ahora que espera un hijo, su marido no le negará nada!

—La reina no puede hacer nada en este caso —objetó Corentin—, ¡y me extrañaría que intentara hacer algo! Además, se dice en París que nuestro Sire no está tan contento como se podría creer... Si me permitís atreverme a daros un consejo...

—¡Dámelo, deprisa! ¡No andes con rodeos!

—Yo sugeriría que fuerais a ver al cardenal. Estáis en buena relación con él. Y Rueil no está tan lejos de Versalles.

Sylvie, que había empezado a pasearse retorciéndose las manos para impedir que le temblaran, se detuvo en seco.

—Puede que tengas razón. ¡Iré! Pero primero he de conseguir permiso para salir. Y luego necesitaremos un coche.

—No he venido a pie, señorita Sylvie. He tomado el nuestro. Está esperando fuera, vigilado por un chiquillo.

Sylvie fue a ver a la reina con la idea de contarle la historia y que ella hablara a su vez a su esposo. La mala suerte quiso que Marie de Hautefort, el mejor abogado deseable para defender la causa del inocente Perceval, estuviera ausente por unos días para atender a su abuela, Madame de Flotte, que la había precedido antaño en el puesto de dama de compañía. La influencia de Marie sobre el rey era muy grande, y —al menos Sylvie así lo pensaba— con ella las cosas se habrían arreglado más fácilmente. Pero la joven ni siquiera sabía dónde se encontraba. Además, cuando entró en el gabinete de la reina, éste estaba lleno de gente, y no precisamente de la que más simpatía sentía por ella. Desde el anuncio del futuro nacimiento, la popularidad de la reina había subido como la espuma. Así pues, Sylvie se contentó con pedir a Madame de Senecey permiso para ausentarse del castillo durante unas horas.

Mantenía una buena relación con la dama de honor, que la trataba con mucha amabilidad. Ésta no necesitó más que una ojeada al rostro encantador, siempre sonriente, de la «gatita», para comprender que se encontraba ante un problema grave.

—¡No tenéis buen aspecto, hija mía! ¿Qué sucede? ¿Adónde queréis ir, tan tarde?

—Voy a Rueil, señora.

—¿A ver al cardenal? ¿Ha pedido él que vayáis?

—No, pero es preciso que le vea. Mi padrino, el caballero de Raguenel, acaba de ser arrestado por un crimen del que es inocente. Tengo que ver al cardenal para darle unas explicaciones que le convencerán de ello, o así lo espero.

—¡Pero, pobre pequeña, no se consigue una audiencia con tanta facilidad! Primero tenéis que escribirle, y luego esperar la respuesta, favorable o no. En el primer caso os indicará una fecha y una hora...

—¡Cuando está en juego la vida de un hombre, madame, eso significa esperar demasiado! Cada minuto cuenta... —Sylvie mostraba tanta determinación que impresionó a Madame de Senecey.

—Bien —suspiró—. En tal caso, aceptad al menos un consejo. Cuando estéis en Rueil, intentad averiguar si se encuentra en el castillo el señor de Chavigny. Es, si lo recordáis, uno de los dos secretarios de Estado que acompañaron al cardenal cuando vino a Chantilly. Es un hombre de bien, y somos amigos. No os sabría recomendarlo bastante que le presentéis a él vuestro problema; pero si no está, y puesto que vuestra urgencia es tan grande, preguntad por el padre Le Masle, que es el secretario de Su Eminencia. Tal vez él consiga que os reciban.

Sylvie dobló la rodilla en una apresurada reverencia, y al hacerlo tomó impulsivamente la mano de la dama y le depositó un beso de agradecimiento.

—¡Gracias! ¡Oh, gracias, señora! ¡Seguiré vuestro consejo!

Luego desapareció en un torbellino de terciopelo castaño y enaguas blancas. Unos momentos después, la pequeña carroza de Perceval conducida por Corentin descendía las colinas de Saint-Germain para cruzar el Sena por Le Pecq. En su interior, Sylvie, envuelta en su gran capa y sentada junto a una Jeannette decidida a no apartarse de ella, procuraba con mucho esfuerzo recuperar la tranquilidad necesaria para enfrentarse al hombre más poderoso del reino, del que sabía lo temible que podía llegar a ser. A modo de ayuda, llevaba un rosario en su bolsillo y desgranaba sus cuentas rezando a media voz...

Por su participación en el ballet de las Naciones, algunas semanas antes, Sylvie conocía ya el castillo de Rueil, que el cardenal-duque había convertido en un monumento a su gloria, uniendo a su magnificencia la circunstancia de convertirlo en escenario de importantes acontecimientos, como la aprobación de los estatutos de la Academia Francesa o la firma del tratado por el que se anexionó Colmar a Francia. Rodeado como Limours por fosos profundos, contaba con una capilla, y también con una pajarera, un juego de pelota, un invernadero, grandes cuadras y sobre todo jardines suntuosos, más bellos aún que los del Palais-Cardinal, animados por grutas, cascadas y juegos de agua como la encantadora fuente en forma de rosa o el alto chorro que brotaba, frente a la fachada, de un estanque octogonal. El lugar era tan agradable que al rey le gustaba detenerse allí al regreso de la caza, para charlar con su ministro saboreando una tarta de ciruelas.

Pero el encanto que tanto apreciaba el rey estaba lejos de sentirlo Sylvie aquella tarde. Volvían a su memoria relatos escuchados a veces, en voz baja, en los aposentos de la reina. Se decía que, debajo de aquel bello castillo, había unas mazmorras donde el cardenal hacía desaparecer a las personas que le molestaban. Se hablaba de ejecuciones secretas, de entierros discretos en el parque, de verdugos enmascarados... Leyendas tal vez, pero a aquella hora casi nocturna en que declinaba el día y las sombras se espesaban, los relatos macabros adquirían una vida especial, y Sylvie se estremecía bajo su gruesa capa.

Tampoco Jeannette se sentía demasiado tranquila. Con voz un poco temblorosa, murmuró:

—¡Dios, qué miedo tengo! ¿Vos no, señorita Sylvie?

—¡Oh, sí! Pero tenemos que ir. Tú me esperarás en el coche.

Monsieur de Chavigny no estaba en Rueil, pero los guardias de la puerta no pusieron reparos en ir a avisar al secretario de Su Eminencia, y conducirla a su presencia. Era un religioso amable, más bien rechoncho, que en nada se parecía al padre Joseph du Tremblay, por fortuna. Recibió a Mademoiselle de l'Isle con evidente sorpresa, pero también con toda cortesía.

—¿Su Eminencia os ha hecho llamar para que le distraigáis un rato?

—No, padre. Soy yo quien, abusando de la bondad que siempre me ha testimoniado, y, lo confieso, con una audacia que no me habría permitido en otras circunstancias, desearía tener una entrevista con él.

—¿Ahora? Son más de las cinco, y...

—Sé que es tarde, pero os suplico que me creáis si os digo que se trata de un asunto muy grave. Hasta el punto de que está en juego la vida de un hombre...

—¡Ah, un hombre! ¿Y que os toca de cerca?

—¡Es mi padrino! Le quiero y le respeto de todo corazón, y en este momento está siendo víctima de un terrible error.

—¿Cómo se llama ese hombre feliz?

—¿Feliz? ¡Pero si está amenazado con el patíbulo! ¡Oh, padre!

—No os ofusquéis. Le llamaba feliz por haber sabido atraerse tanto afecto por parte de una joven tan encantadora. Así pues, ¿se llama...?

—El caballero Perceval de Raguenel. Añadiré que es amigo del señor Théophraste Renaudot, a quien el señor cardenal conoce bien.

—Y que está muy enfermo, por lo que hemos sabido —repuso el secretario, en un tono más frío—. Muy bien, esperad aquí. Voy a ver si Su Eminencia consiente en recibiros...

Guiada por el canónigo-secretario, Sylvie recorrió varias ricas estancias sin prestarles atención: el Palais-Cardinal y la velada del mes de enero la habían acostumbrado a los fastuosos decorados de los que gustaba rodearse el ministro. Lo único que le extrañó fue no encontrar en ninguna parte a Madame de Combalet; por otra parte, su ausencia la libró de un gran peso. De haber tenido que explicarse ante aquella mujer bonita de sonrisa cruel, la prueba habría resultado más dura de lo previsto.

Otra sorpresa, la puerta que abrieron delante de ella era la de la capilla, unida por una corta galería al edificio principal. El lugar estaba bastante oscuro, únicamente iluminado por un puñado de cirios que ardían ante un extraordinario crucifijo de ébano y oro, y la lamparilla que indicaba la presencia del Altísimo. Una alta silueta roja que oraba de rodillas en un reclinatorio se puso en pie al oír ruido de pasos y se volvió hacia la joven, mientras el canónigo se eclipsaba. Richelieu parecía interponerse en el camino del altar, pero la muchacha optó por ignorarlo deliberadamente y arrodillarse unos momentos para dirigir al Cielo una corta oración que era una súplica de socorro. Y solamente después de ponerse de nuevo en pie, dedicó al cardenal la protocolaria reverencia que él esperaba y de la que no se dio prisa en dispensarla.

—Primero el saludo a Dios —murmuró él—. Es muy loable... y está bien que así sea. ¡Levantaos!

—Monseñor —dijo Sylvie—, pido mil perdones a Vuestra Eminencia por haberme atrevido a venir aquí sin ser invitada. Le suplico que crea que una razón terrible justifica una audacia tan grande. Y encontrarle en este lugar santo acrecienta mi angustia, porque temo verdaderamente pecar de inoportuna. Vuestra Eminencia rezaba...

—¿Os ha sorprendido que os trajeran a la capilla?

—En efecto, monseñor...

—Vos asegurabais no tenerme miedo, pero esta noche creo que sí lo tenéis. ¿Se debe a la presencia de Dios?

La joven fijó en el cardenal su mirada límpida.

—Confieso que estoy llena de temor, pero no de Dios, que es la suprema justicia y la suprema misericordia, puesto que sé que Él lee en mí. Desearía con todas mis fuerzas que Vuestra Eminencia pudiese hacer otro tanto.

—¿Por qué no? Es difícil mentir en una capilla. Sobre todo a vuestra edad. Aquí uno se... confiesa, como acabáis de decir. Pues bien, os escucho —añadió, tomando asiento en el sitial de respaldo alto situado a la izquierda del altar, desde el cual seguía los oficios.

Sylvie se encontró entonces separada de él por el comulgatorio de bronce dorado y los dos escalones que conducían a él. Se sintió tanto más a disgusto por el hecho de que no sabía por dónde empezar. Tal vez él sintió un poco de piedad por aquella frágil niña a la que había colocado en la posición de acusada, porque dijo con un deje de impaciencia:

—Me dicen que deseáis hablarme del caso de un tal Raguenel, convicto de haber cometido en la villa de París varios crímenes de inspiración satánica.

«¡Señor! —pensó Sylvie, espantada—. ¡Ahora satanismo! ¡Si le condenan, será a la hoguera!»El horror de la situación en que se encontraba su querido padrino le devolvió todo su valor. Empezó por abandonar la tercera persona.

—Permitid, monseñor, que rectifique vuestras palabras. El caballero de Raguenel es un hombre de bien. Sin duda el mejor que yo haya conocido nunca. Teme a Dios, venera a su rey, respeta a Vuestra Eminencia y nunca ha tenido nada que ver con... el demonio. —En este punto se persignó rápidamente antes de seguir con voz firme—. Es inocente de las cosas horribles de que le acusan, tanto más por cuanto hace meses que con su amigo el señor Renaudot está intentando atrapar al asesino...

—Digamos más bien que lo ha simulado para mejor cometer sus crímenes, y que ha terminado por atacar a mi pobre gacetista, que probablemente había adivinado su juego.

—¿Y qué más? —exclamó Sylvie, fuera de sí hasta el punto de olvidar el lugar en que se encontraba—. ¡Es fácil, me parece, interrogar Monsieur Renaudot!

—El teniente civil no dejará de hacerlo, podéis estar segura. Pero será necesario que antes salga del estado lamentable en que se encuentra por una puerta distinta de la de la muerte... o la locura. Pero decidme, ¿qué es para vos Raguenel?

—Mi padrino. Y mi tutor también, por voluntad de la señora duquesa de Vendôme, de la que fue escudero y que le conocía bien. ¿Tal vez podríais escucharla a ella también?

Richelieu se encogió de hombros.

—La duquesa es al mismo tiempo una santa mujer y una embrollona. Cuando toma a alguien bajo su protección, diría cualquier cosa con la mano en la Biblia, para salvarlo.

—¿Un falso juramento? ¿Y sobre el Libro Santo? ¡Oh, monseñor, es evidente que no la conocéis!

—¡La conozco de sobra! ¿Es todo lo que teníais que decirme en defensa de vuestro... padrino? ¿Que es un buen hombre? No imagináis las lacras que se ocultan a veces bajo los semblantes más bonachones...

—No he dicho únicamente eso. Si Vuestra Eminencia tiene a bien hacer memoria, he mencionado hace un instante que Monsieur de Raguenel buscaba al asesino del sello de lacre rojo desde hacía varios meses. Debería haber dicho años...!

—¿Años? Por lo que sabemos, ese miserable empezó a actuar la primavera pasada.

—Había actuado ya al menos una vez, hace once años, en los alrededores de Anet...

—... Que es feudo de los Vendôme, de quienes era servidor el mismo Raguenel. No veo de qué modo esa circunstancia le libraría de la sospecha de haber cometido los actuales crímenes. Por el contrario, diría que le acusa más todavía.

—La víctima fue mi madre, a la que Monsieur de Raguenel amaba. Ella y sus hijos fueron asesinados por un grupo de hombres enmascarados que querían recuperar unas cartas de gran importancia para un alto personaje. ¡Su jefe era ese hombre! Y Monsieur de Raguenel juró matarlo algún día. Fueron la casualidad y Monsieur Renaudot los que le permitieron descubrir que en París ese hombre cometía la misma clase de crímenes...

—¿Vuestra madre y sus hijos fueron asesinados? ¿Y vos, entonces?

—Perdonadme; yo fui la única excepción, debido a que mi nodriza me ocultó bajo su cuerpo, y a que después François de Vendôme me encontró vagando por el bosque. ¡Yo tenía cuatro años, y él diez!

El cardenal se levantó de pronto de su sitial, cruzó el comulgatorio y asió a Sylvie por la muñeca:

—¡Venid conmigo! En este lugar sagrado es impropio hablar sobre tales horrores.

—¿Nunca habéis oído a nadie en confesión? ¡Yo digo la verdad, y por tanto no temo la ira de Dios!

—Puede ser, pero prefiero que no sigamos aquí nuestra conversación. Comprenderéis que vayamos a mi gabinete...

Sylvie no insistió. La gran estancia de trabajo sería más cómoda para aquel hombre envejecido antes de tiempo, que ya le había llamado la atención en ocasiones anteriores por su palidez y la tensión que reflejaban sus rasgos, a pesar del ligero maquillaje con que intentaba disimularlos. Y de hecho, una vez vuelto a su despacho con Sylvie tras sus talones, Richelieu sacó de su sillón a su gato favorito, que, bruscamente despertado, protestó. El cardenal tomó asiento y colocó sobre sus rodillas al animal. Algunas caricias lo calmaron rápidamente.

—Hay algo extraño en vuestra historia, Mademoiselle de l'Isle. Yo os creía originaria del sur del Vendômois, donde están vuestras tierras. Ahora me habláis de un... ¿castillo en los alrededores de Anet?

—En efecto. El nombre que llevo me fue dado con el fin de protegerme...

—¿Estáis diciéndome que la reina os tomó a su servicio sin conocer vuestra verdadera identidad?

—Ignoro lo que se trató entre la señora duquesa de Vendôme y Su Majestad. Si ésta lo sabe, nunca lo ha dejado traslucir. Por otra parte, hace sólo muy poco tiempo que sé quién soy en realidad. Me llamo Sylvie de Valaines. Mi madre, una florentina llamada Chiara Albizzi, era prima de la reina María, que la tomó a su servicio antes de casarla con el barón de Valaines, mi padre. Este había ya fallecido cuando ocurrió el drama. Mi madre estaba sola en La Ferrière con mi hermano, mi hermana y yo, además de los criados, entre ellos mi nodriza. Todos fueron asesinados pero, antes de morir, mi madre sufrió un trato innoble: su asesino la violó y la marcó en la frente con un sello de lacre rojo que llevaba impresa la letra omega...

Y súbitamente, antes de que el cardenal pudiese hacer algún comentario, una bocanada de cólera la arrebató:

—¡Y que nadie pretenda decirme que ese miserable era Perceval de Raguenel, que adoraba a mi madre y que, ese día, no abandonó ni un solo instante la compañía de la señora duquesa de Vendôme! ¡Nadie ha olvidado ese día horrible, en Anet, y todos podrán dar testimonio! No acudió allí más que por orden de la duquesa, después de que el príncipe de Martigues me llevara al castillo, con los pies descalzos y vestida únicamente con un camisón ensangrentado. Lo que vio en La Ferrière lo trastornó y le colmó de dolor; y juró encontrar al verdugo para hacerle pagar su fechoría...

—¿Y lo encontró?

—Sabéis muy bien que no. ¡Fue el otro quien le encontró a él, y quiere cargarlo con sus crímenes! ¿Y ahora se pretende que él pague por ellos? ¿Es que un hombre de Dios, como Vuestra Eminencia, puede condenar así sin saber? ¡Oh, es infame, es infame!

La cólera de Sylvie cedió de repente, y con ella su resistencia nerviosa. Cayó sobre la alfombra, sacudida por sollozos convulsivos. Richelieu se puso en pie y se acercó a ella, pero prudentemente dejó pasar lo peor de la tormenta. Sólo cuando los sollozos empezaron a espaciarse, se inclinó para tomarla del brazo:

—¡Vamos, levantaos! Es hora de que os calméis. Todavía tenemos que hablar...

Ella obedeció a la ligera presión que ejercía sobre su brazo, y se dejó guiar hasta un sillón en el que se dejó caer, sin fuerzas. El cardenal contempló el oleaje de terciopelo castaño en medio del cual parecía perdida aquella frágil silueta. ¡Quince años, y ya con una historia tan terrible a sus espaldas! Incluso un corazón acorazado como el suyo podía conmoverse...

Movido por un sentimiento de compasión fue, como había hecho en varias ocasiones cuando ella iba a cantar para él, a servir en una copa un dedo de malvasía:

—Tomad... Bebed, hija mía, y os sentiréis mejor. Tenéis que reponeros.

Ella le miró con los ojos anegados en lágrimas, y al tomar la copa se ruborizó de repente. Se había acordado del frasquito de veneno que le había dado el duque César y del que no se había deshecho, con la idea de que algún día esa puerta abierta a la muerte podría servirle de ayuda, si llegaba a sufrir demasiado. Aquella tarde no pensó en llevarlo consigo. ¿Para qué, por otra parte? Debía seguir con vida para cuidar de Perceval, y la muerte del cardenal sólo tendría por resultado precipitar la de aquél. ¡Lo harían desaparecer sin la menor vacilación!

Para alejar aquellas ideas inquietantes, bebió un poco de vino, y en efecto se sintió mejor.

—¡Cuánta bondad, monseñor! Ruego a Vuestra Eminencia que perdone mi acceso de cólera. Se debe por entero al cariño que profeso a mi padrino...

—Así lo he entendido. Ahora seguid sentada, y hablemos... Para empezar, ¿cómo se llama el castillo de vuestra infancia?

—La Ferrière, monseñor. Pertenece en la actualidad al barón del mismo nombre, que hace poco deseaba obtener mi mano. Al parecer consideraba que los Valaines eran únicamente intrusos, y consiguió que... el rey se lo donase.

A pesar de su angustia, Sylvie había tenido la suficiente presencia de ánimo para atribuir a Luis XIII un regalo que ella sabía muy bien que procedía del cardenal. Los ojos de éste parecieron estrecharse.

—¿Sabíais eso cuando rechazasteis al señor de La Ferrière?

—En absoluto, monseñor. No supe la verdad hasta hace unas pocas semanas. Lo rechacé porque no lo amaba, e incluso me daba un poco de miedo. Y no sin motivo, porque no ha renunciado a perseguirme. Este verano, en la Place Royale, el señor de Cinq-Mars se interpuso entre él y yo...

—¡E hizo bien! ¡No son maneras! A propósito de la trágica muerte de vuestra madre, hablabais de unas cartas que alguien deseaba recuperar. ¿Sabéis de quién eran esas cartas?

—No sé gran cosa, monseñor. Simplemente que habían sido escritas por la reina madre. Era bastante normal, me parece, puesto que mi madre era su prima, pero ignoro su contenido y a quién iban dirigidas. A mi madre, tal vez...

El cardenal hizo una mueca de duda:

—Tenían que haber contenido confidencias graves, y me cuesta creerlo. ¿No habéis dicho que eran importantes para un alto personaje? ¿Qué sabéis de éste?

—¡Nada en absoluto! Solamente se me ha ocurrido que podría tratarse del rey, puesto que las cartas eran de su madre.

—El rey habría enviado soldados mandados por uno de sus nobles. Ahora bien, no sólo los guardias reales no tienen vocación de asesinar a mujeres y niños, sino que además habéis mencionado a... ¿hombres enmascarados?

—Sí, monseñor. Se hablaba de una docena de jinetes enmascarados y vestidos de negro, y...

—Mis gentes van vestidas de rojo, ¡y yo no empleo a espadachines! —replicó Richelieu en tono seco.

—Perdonadme, monseñor, pero el rey y Vuestra Eminencia no son las únicas personas que podrían haberse interesado por esas cartas, y son numerosos los altos personajes que disponen de tropas más o menos regulares —añadió Sylvie, que, sabiendo lo que le había contado Perceval, no dudaba que los asesinos habían seguido órdenes del ministro. Admitía sin embargo que muy posiblemente su jefe había actuado al mismo tiempo por cuenta propia, y llegado mucho más allá de las instrucciones recibidas. Por desgracia, le era imposible explicar a fondo lo que pensaba e interrogar al cardenal. ¡Saber el nombre de la persona a la que había encargado recuperar aquella correspondencia peligrosa era también saber quién era el asesino del sello de lacre!

Por lo demás, su respuesta pareció satisfacer a su interlocutor. Las duras líneas del rostro se distendieron un poco; Richelieu reflexionaba. De repente, preguntó:

—¿Juraríais sobre el Evangelio que me habéis dicho la verdad en esta cuestión?

—Sin dudarlo un solo segundo, monseñor. ¡Ponedme a prueba!

La mirada sombría hurgó en las pupilas claras de la joven, sin descubrir la menor sombra en su fondo. Pero Richelieu aún no había terminado con el asunto de La Ferrière.

—Esos jinetes enmascarados... ¿quién los vio, para haberlos descrito tan bien?

—Toda la aldea a la que aterrorizaron. Llegaron en pleno día...

—¡Es estúpido! Para una expedición de esa clase, ¿no era preferible la noche?

—Sin duda, pero durante el día, sobre todo en verano, están abiertas puertas y ventanas. Además, por lo que me han dicho, La Ferrière conserva defensas medievales, fosos, un puente levadizo...

—¿Por lo que os han dicho? ¿Nunca habéis vuelto?

—Nunca. La señora duquesa de Vendôme quería que yo olvidara todo lo relacionado con mi primera infancia. Teníamos prohibidos los paseos en esa dirección, cuando residíamos en el castillo de Anet.

—¿Y no recordáis nada?

—Muy vagamente. Desde que conozco la verdad sobre mí, me he esforzado en recordar, pero lo que ha quedado en el fondo de mi memoria son sobre todo rostros. En cuanto a lo demás, he visto después tantos jardines y mansiones que me es difícil distinguirlos...

—¡No lo intentéis! Cuando se trata de malos recuerdos, vale más dejarlos dormir.

—Sin embargo, me gustaría recuperar mi identidad verdadera, y contarlo todo a Su Majestad la reina. Tengo la impresión de llevar una máscara, yo también.

—Dejando aparte el hecho de que sin duda Madame de Vendôme no daría su aprobación, pienso que vale más seguir siendo Mademoiselle de l'Isle. Se plantearían demasiadas preguntas. Haría falta explicar demasiadas cosas y, por más que sólo hayáis llegado a la corte hace poco tiempo, sabéis ya cómo es. Los secretos son difíciles de guardar. Una excelente razón para preservarlos lo mejor posible.

—¿No puedo al menos confiarme a la reina? Me resulta penoso mentirle...

—A pesar de todo, es preferible. Pero volvamos a Su Majestad, ahora que la recordáis. Le sois leal, ¿verdad?

—Completamente, monseñor.

—¿Y también a Mademoiselle de Hautefort, de la que sois amiga? Por lo cual os felicito: no es fácil, y constituye un verdadero privilegio. Eso os ha valido compartir los secretos de vuestra ama.

El corazón de Sylvie dio un vuelco al darse cuenta de la senda peligrosa por la que el cardenal quería conducirla. Sin embargo, la actitud de éste era benigna, amable incluso. La miraba con una de sus raras sonrisas, consciente de su propio encanto, como hombre habituado a utilizar sus armas. Pero Sylvie no se rindió a ese encanto. Volvió a sentir miedo, y únicamente se fijó en una cosa: ¡Su Eminencia tenía los dientes amarillentos!

—Para eso sería preciso que la reina tuviera secretos —respondió—. O, si tal es el caso, que creyera oportuno compartirlos con una niña de quince años. A mi edad... una no es muy de fiar, tal vez.

—Hacéis que me vengan ganas de comprobarlo. Habladme un poco de vuestras visitas al Val-de-Grâce. Creo que habéis ido allí en más de una ocasión.

—Sí. Su Majestad deseaba oírme cantar con las religiosas. Eso me gustaba mucho, era muy bello...

—Y además, el jardín no carece de atractivos. ¡Era tan cómodo el portillo medio oculto entre la hiedra!

Sylvie se estremeció interiormente, pero procuró guardar la compostura. De todas maneras, negarlo todo habría sido estúpido. Consiguió encontrar una sonrisa.

—No era un secreto muy grande. Permitía a la reina recibir noticias de su familia y de su amiga Madame de Chevreuse sin que se enterara todo el convento. A veces hay lenguas venenosas entre las monjas. Después de todo la reina se encontraba en su casa, en esa mansión que ella misma hizo construir —añadió audazmente—. Era normal que llevase allí una vida más alejada de las miradas indiscretas que en el Louvre o en Saint-Germain... y no comprendo por qué ha sido tapiado el portillo, como me han dicho, sin pedirle su parecer.

Los ojos del cardenal se convirtieron en dos rendijas brillantes que observaban a aquella jovencísima muchacha, de la que no llegaba a adivinar si era real o falsamente ingenua. Para saber algo más, eligió un ataque brutal.

—En todo el reino, el rey es quien se encuentra siempre en su casa, antes que la reina. Ese portillo no servía únicamente a correos inocentes. ¿Cuántas veces lo abristeis a Monsieur de Beaufort?

El espanto que se reflejó en aquel rostro encantador, todavía mal acostumbrado a las triquiñuelas cortesanas, le informó mejor que un largo discurso. Y también la voz debilitada de Sylvie cuando preguntó:

—¿Por qué a Monsieur de Beaufort?

—Porque es el amante de la reina. No me iréis a decir que no lo sabíais.

—He dicho hace un momento que me salvó la vida de niña, y Vuestra Eminencia no ignora que me he criado en parte a su lado. Pero —añadió esforzándose por disimular su turbación— no le conozco sino como servidor leal de Su Majestad. Debería decir de Sus Majestades porque, cuando he coincidido casualmente con él en la corte, se ha lamentado varias veces de haber sido privado del derecho de combatir por la mayor gloria de las armas del reino.

—¿Juraréis que lo ignoráis todo de sus relaciones reales con vuestra ama?

—Juraría sin vacilar que nunca he visto nada. ¡Y yo sólo creo en lo que veo!

—Dicho de otra manera, no creéis en Dios.

—¡Oh, monseñor, esa pregunta es cruel porque me hace sentir que me he expresado mal! No, nunca he visto a Dios pero para mí eso no es motivo para creer o dejar de creer en Él. Desde siempre sé que está presente en todas las cosas, desde la más mínima brizna de hierba hasta la estrella más brillante, y que yo soy hija suya. ¿Cree uno en su padre...? Y a ese propósito, yo, que nunca he conocido al mío, ¿puedo rogar humildemente a Vuestra Eminencia que tenga a bien devolverme a quien hace sus veces en este mundo?

—Aún no estoy convencido de su inocencia. Esperaré para asegurarme a que sea posible oír a Monsieur Renaudot.

—Pero... ¿y si muriese?

—¡Rogad a Dios, de quien tan bien sentís la presencia, que vuelva en sí lo antes posible! El caballero de Raguenel seguirá de momento en la Bastilla. Tranquilizaos, nadie le hará el menor daño. En cuanto al duque de Beaufort, a quien es evidente que amáis, sabed que dentro de poco se incorporará al ejército del Norte...

—¡Eso le hará feliz!

—... y en él permanecerá todo el tiempo que sea preciso. En efecto, no sería conveniente que apareciera en compañía de la reina durante su embarazo, que quiero creer que dará el resultado esperado. A menos que realice hazañas de un brillo excepcional, será mejor que se haga olvidar...

—¡Es demasiado bravo para eso, monseñor!

—Nunca lo he dudado. Tal vez podría incluso encontrar un final heroico, lo cual lo convertiría en un ejemplo, y la reina podría cultivar su recuerdo con absoluta tranquilidad.

—¿Un final heroico? —gimió Sylvie, al borde de las lágrimas—. ¿Vuestra Eminencia desea que se haga... matar?

—Sería la mejor solución... ¡Ah, ahora que pienso! Saludad a Mademoiselle de Hautefort cuando volváis a verla. Decidle de mi parte que no es tan gran estratega como ella imagina, y que en el asunto de las cocinas del Louvre, por ejemplo, recibió una ayuda que ni siquiera sospecha. Aconsejadle que calle para siempre sobre lo sucedido los últimos meses, si quiere evitarse una gran desgracia. En cuanto a vos, cuento con vuestro silencio...¡total! Sabed que la más mínima charla intempestiva será una amenaza, no sólo para vuestra vida, sino sobre todo para la del padrino al que tanto queréis. ¿Me habéis entendido bien?

Sylvie palideció al comprender que todo estaba dicho y la audiencia había acabado, y se inclinó en una profunda reverencia:

—He entendido bien, monseñor —murmuró, esforzándose por contener las lágrimas.

—¡Recordad siempre que nada hay más mortífero que un secreto de Estado! Haré que os acompañen de nuevo a vuestro coche.

Richelieu agitó una campanilla colocada sobre su mesa de trabajo y cuyo sonido ejerció el efecto de hacer aparecer a un lacayo.

—¿Quién está de servicio en la antecámara?

—Monsieur de Saint-Loup y Monsieur...

—El primero bastará. Llevadle a Mademoiselle de l'Isle y rogadle que la acompañe.

Después de una última reverencia, Sylvie, apenas más tranquila que a su llegada, siguió al criado. Únicamente se llevaba una seguridad: la de que Perceval no sufriría más daño que el de la prisión, y en la Bastilla siempre existía la posibilidad de atenuar la suerte de un cautivo. Y como la suerte de éste dependía de ella en mayor medida aún que de Théophraste Renaudot, si había captado bien la intención del cardenal, su querido padrino no tenía nada que temer. No ocurría lo mismo con François. Al incorporarlo de nuevo al ejército, el hombre de la sotana roja se proponía sobre todo enviarlo en busca de una muerte que tal vez se le ayudaría a encontrar. ¿Cómo esperar otra cosa de Richelieu, que no ignoraba nada de los amores de la reina? Y Sylvie recordó de repente las inquietudes de Marie, a la mañana siguiente de la noche del Louvre. ¿No había dicho que las cosas le habían parecido demasiado fáciles, y de ahí su decisión de volver al Val para la última entrevista de los dos amantes? ¡Era una locura, en efecto, intentar escapar al incesante espionaje que era el clima mismo del palacio! Podía verdaderamente creerse que las paredes, las puertas, las ventanas, las colgaduras, estaban provistas de ojos y oídos, y que no existía ningún rincón seguro en la antigua morada de los reyes de Francia...

Sin siquiera prestar atención al guardia de tabardo rojo que la acompañaba, Sylvie recorrió sin verlas las suntuosas estancias del castillo de Rueil. Tan sólo al llegar a la gran escalera, emergió de sus tristes pensamientos al oír a su lado una voz desagradable:

—Monsieur de Saint-Loup, Su Eminencia ha cambiado de parecer. Desea que yo me haga cargo de Mademoiselle de l’Isle. Podéis regresar a vuestro puesto, y se os agradece el servicio prestado.

Con horror, Sylvie reconoció a Laffemas. A la luz de los candelabros que iluminaban la noble escalinata, le pareció todavía más siniestro y más feo que en la Croix-du-Trahoir o en el parque de Fontainebleau. Sin embargo, se esforzaba por mostrarse amable. El guardia encargado de ella se inclinó para obedecer la nueva orden recibida, y también para saludarla.

—¡Venid, señorita! —dijo el teniente civil, ofreciéndole un brazo que ella simuló no ver.

—¿A qué se debe que el cardenal os haya enviado en lugar de Saint-Loup? —preguntó—. ¿Tenéis alguna cosa que comunicarme? —añadió, al recordar que era él quien había detenido a Perceval. Quizá, pensó de inmediato, sería conveniente hacer un esfuerzo para no demostrar hasta qué punto la asustaba. Por cruel que fuera, tal vez el hombre al que llamaban el «gran morral» de las piezas cazadas por el cardenal, no careciera del todo de sentimientos y pudiera darle noticias de Raguenel.

—A decir verdad —contestó Laffemas—, el cardenal ha tenido a bien concederme, a petición mía, el placer del que he privado a su servidor. Me gustaría charlar con vos de diferentes cosas, que podrían ser de un interés extremo para vos...

—Quiero creeros, pero se hace tarde.

—Un momento. Tan sólo un momento.

Llegaban al gran patio, pero en lugar de dejarla dirigirse a su coche, muy cercano, cuya portezuela había ya abierto Corentin, Laffemas la cogió del brazo y la arrastró hasta otra carroza que se encontraba a unos pasos. El procedimiento disgustó a Sylvie:

—¿Qué hacéis, monsieur? Si deseáis hablarme, hacedlo ahora.

—No en medio del patio. Hay siempre demasiada gente. Venid a mi coche. Allí estaremos tranquilos, y yo os llevaré a Saint-Germain. ¡Vamos, no me obliguéis a insistir! Es preciso, ¿entendéis?, es preciso que hablemos. Decid a vuestra gente que os espere allí. O mejor, voy a hacerlo yo mismo. ¡Eh, cochero! Yo llevaré a Mademoiselle de l’Isle al castillo. ¡Id a atender vuestros asuntos!

Un instante después Sylvie, medio a la fuerza, se encontró sentada sobre los almohadones de una gran carroza negra mientras un lacayo cerraba la portezuela. El miedo se apoderó de ella e intentó reaccionar, llamar a Corentin asomándose al exterior, pero una mano brutal la retuvo sin miramientos.

—¡Estaos quieta, pequeña estúpida! No se debe oponer resistencia a las órdenes del cardenal.

—¿Quién me asegura que son órdenes suyas? ¡Él ha dicho que Monsieur de Saint-Loup me acompañaría a mi coche!

—¡Y a mí me ha dicho que os llevara a vuestra casa!

—¿Hasta el castillo? ¿Tanto tenemos que hablar?

—Más de lo que pensáis.

Tirado por caballos briosos, el vehículo partió a gran velocidad. Todo había ocurrido tan aprisa que Corentin no reaccionó, pero Jeannette, que esperaba pacientemente a su joven ama, salió del coche y se abalanzó sobre su amigo. Estaba pálida como una muerta.

—¡Corentin! ¡Ese hombre que acaba de hacerla subir al coche negro... yo lo conozco!

—Yo también. Es el teniente civil.

—¡No lo entiendes! —exclamó ella—. Es el asesino de Madame de Valaines. ¡Lo juraría delante de Dios! ¡He reconocido su voz! Es él, estoy segura, es él... y se la lleva.

—¿Crees que la ha raptado?

—¡Hay que seguirle! Y su coche es más rápido que el nuestro. ¡Oh, Dios mío!

Y estalló en sollozos mientras Corentin comprendía que se enfrentaba a una partida desigual.

—¡Arréglatelas para llevar nuestro coche al castillo y ve a prevenir a la reina! ¡Tengo que alcanzarlos!

Sin decir nada más, corrió hasta un caballo ensillado que debía de esperar a uno de los guardias bajo un árbol del patio, saltó a su grupa y salió al galope, pero cuando franqueó los fosos de Rueil la carroza del teniente civil estaba ya lejos. No tanto, sin embargo, para que los ojos agudos del bretón no advirtiesen dos circunstancias alarmantes: la primera, que en lugar de seguir recto en dirección a Saint-Germain, había girado oblicuamente a la izquierda en dirección a Marly; y la segunda, que dos jinetes surgidos de no se sabía dónde escoltaban ahora al vehículo. Corentin comprendió que él solo no podría enfrentarse a cuatro, algunos de ellos bien armados, pero no obstante tenía que seguirles, seguirles a cualquier precio y fueran donde fueran. Por suerte, acababa de robar un buen caballo y no le faltaba dinero, pero sentía oprimírsele el corazón al pensar en la pequeña Sylvie, tan joven, tan frágil, y ahora en manos del asesino más terrible del reino...


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