4
El camino del Louvre


Desde los primeros días del año, París tiritaba bajo un frío polar. El Sena acarreaba bloques de hielo tan enormes que habían mandado a pique varias barcazas cargadas de trigo y mercancías perecederas. Largos carámbanos colgaban de los techos de las casas, tan peligrosos como espadas cuando caían de lo alto. El barro erizaba las junturas irregulares de los viejos adoquines con agujas de hielo dolorosas para los pies y peligrosas para los huesos, de modo que los paseantes caminaban como pisando huevos, inclinados y cabizbajos para resguardarse del frío. Sólo los chiquillos se atrevían a patinar temerariamente en el arroyo de las calles.

Los caballos de Madame de Vendôme, calzados con herrajes para el hielo, ignoraban las dificultades de la estación y avanzaban a paso firme. Acababan de pasar la puerta de Saint-Honoré y seguían, al ritmo prudente exigido por el tiempo, la larga calle del mismo nombre que, prolongada por la Rue de la Ferronnerie, la Rue des Lombards y la Rue Saint-Antoine, atravesaba París de oeste a este hasta desembocar delante de la Bastilla. En el interior de la carroza, calentado por unos pequeños braseros, iban solas la duquesa y Sylvie, como en tantas otras ocasiones, salvo que hoy no acudían a visitas de caridad, ni a saludar a Monsieur Vincent en Saint-Lazare ni a esta o aquella iglesia: en breves momentos Mademoiselle de l'Isle iba a ser admitida entre las doncellas de honor de la reina Ana de Austria, un gran honor al que ella no encontraba demasiada explicación. No estaba segura de sentirse realmente satisfecha. Aquello quería decir que ese día cambiaría el hôtel de Vendôme, magnífico y casi nuevo, por las oscuras torres del viejo Louvre; y en los días cálidos del verano, los encantadores castillos de Anet o de Chenonceau por el palacio de Saint-Germain o por Fontainebleau, que aún no conocía. Un cambio de existencia completo.

—La reina es buena —le había asegurado Elisabeth mientras la ayudaba a hacer su equipaje—. Te tratará bien, sobre todo porque ha sido ella, como sabes, la que te ha reclamado desde que en nuestra casa te oyó cantar acompañada a la guitarra. Y también le gusta que hables español. Es un gran favor, y no te sentirás abandonada allí, mi madre y yo iremos con frecuencia. Y como sabes, mis hermanos son visitantes asiduos...

Ésa era la gran ventaja, que tal vez vería con más frecuencia a François. En los últimos años él apenas paraba en casa, excepto cuando tenía que reponerse de alguna herida ante la cual el corazón de Sylvie se sentía desfallecer. Pero estaba contenta de tenerlo allí. En efecto, después de la prisión de su padre, vinieron los dos años pasados en los Países Bajos para aprender el oficio de las armas; ¡dos años de tristeza mortal! Y luego la guerra, la primera gesta heroica ante Casale, en el Piamonte, donde el joven Vendôme se había destacado al cargar a caballo y espada en mano, vestido solamente con las calzas, las botas y una camisa blanca sin abrochar, el largo cabello rubio ondeando al viento. Después, sus hazañas se habían hecho incontables, lo mismo, ay, que sus amantes, porque gustaba a las mujeres mucho más de lo que hubiera deseado la niña a la que dedicaba cada vez menos atención...

—Parece un príncipe vikingo —decía entre risas Monsieur de Raguenel—. ¡Tiene su estatura y la misma divertida incultura! ¡Pero qué espléndido muchacho!

Ciertamente era guapo aquel François a quien su padre había dado cuatro años antes, al regreso de su campaña italiana, el título de duque de Beaufort, que había llevado antes su abuela, la bella Gabrielle. Con más de seis pies de altura, espaldas de luchador, un cuerpo que habría podido servir de modelo a una estatua griega recubierto por una piel curtida por el sol y la intemperie hasta el punto de no mostrar palidez sino cuando su propietario se veía forzado a pasar una temporada de convalecencia en el lecho o la hamaca, y un rostro risueño en el que destacaba como un trofeo la nariz de los Borbones, iluminado por dos ojos de un azul translúcido, de ese matiz peculiar que puede verse en los glaciares de alta montaña, y por unos dientes de predador, tan blancos que hacían estremecer. El resultado era que la mayoría de las mujeres enloquecía por él, y se susurraba que incluso la reina lo miraba con buenos ojos. Sin contar las numerosas novias que se le adjudicaban. Por supuesto, no se había vuelto a hablar de la peregrinación a Malta, cosa que no hubiera desagradado a su pequeña enamorada: al menos, entre monjes soldados y marinos, no cabría hablar de matrimonio.

Porque eso era lo que más temía. Que François —ahora le llamaba monseñor— se casase y ella, perteneciente a una nobleza demasiado modesta para pretender ser digna de él, lo perdiera para siempre. Ya era demasiado hermoso que Madame de Vendôme y su hija le hubiesen tomado tanto afecto como para renunciar a enviarla a educarse en un convento. Aquello se debía sobre todo al soberbio desprecio que en general sentían los Vendôme por el estudio. Tenían como principio que un hombre de mundo siempre sabía todo cuanto necesitaba saber. El latín, las armas, las Santas Escrituras, el arte de comportarse en la corte, que incluía la música, la danza y por supuesto la equitación, era todo lo que bastaba. Se había juzgado inútil atiborrar el cerebro de los jóvenes Vendôme con historia, geografía, matemáticas, filosofía y otras fantasías. Y si Mademoiselle de l'Isle aprendió más que sus compañeros, lo debió a la persona que se había convertido en su padrino y tutor. Perceval de Raguenel, que por su parte poseía una cultura extensa, le enseñó el español y el italiano, y al descubrir en ella una bonita voz, dulce y pura como el cristal, la inició en el arte del canto, del laúd y la guitarra. Y como además compartía los mismos maestros que Elisabeth, era a los quince años una damita perfecta, que bailaba con gracia y sabía coser, bordar y administrar una casa que jamás podría aspirar a que fuese principesca. Además, era encantadora. No muy alta pero de una figura exquisita, más graciosa que bella, y también de una viveza agradable. Su rostro en forma de corazón seguía siendo infantil, como la naricilla siempre a punto de arrugarse para reír, las graciosas pecas, las mejillas redondeadas, los dientes blancos que mostraba con frecuencia su risa maliciosa. Su mayor belleza eran unos ojos de color avellana claro, y el cabello castaño con reflejos de un rubio casi blanco. Peinado a la última moda, formaba a cada lado del rostro un espeso racimo de bucles brillantes sujeto por una cinta de seda, y el resto se alzaba en un moño por encima de la nuca. Ese día, las cintas eran de raso blanco, a tono con la elegancia del resto del atuendo.

Jeannette, que se había convertido en su camarera y por ello iba a acompañarla en sus nuevas funciones, la había enfundado en un vestido de terciopelo verde oscuro con un gran cuello y puños altos de encaje de Venecia de una blancura deslumbrante, bajo el cual Sylvie llevaba unos botines forrados. Guantes, una cadena de oro y un amplio manto con capuchón doblado y ribeteado de piel de marta completaban el atuendo, porque si bien Madame de Vendôme, al contrario que su esposo, era más bien parca en sus gastos, había querido que su protegida no desentonara en una corte célebre por su elegancia. Además la había provisto de un ajuar lo bastante completo para no desentonar en ninguna circunstancia, incluida la caza. Le había regalado también un ejemplar de la Vida de los santos y uno de esos gruesos misales que habían aparecido a principios del siglo y que toda buena cristiana había de poseer. A condición, obviamente, de que supiera leer.

Por el momento, sentada en la carroza frente a la duquesa, que murmuraba sus oraciones, Sylvie veía desfilar las casas grises, el cielo gris, las gentes grises, y el corazón aceleraba sus latidos mientras se preguntaba qué la esperaba al final del camino.

Súbitamente el pesado vehículo se detuvo, y el cochero asomó por la portezuela, sombrero en mano:

—¿Por dónde pasamos, señora duquesa? La Rue d'Autriche está obstruida por una carreta de coles volcada.

—Ya veo —dijo ésta, ya que el rezo del rosario no le impedía interesarse por lo que pasaba en el exterior—. Ve por la Croix-du-Trahoir, y asunto concluido. No nos retrasará demasiado.

—Es que veo a mucha gente. Quizá nos cueste pasar por ahí...

—Será alguna ejecución. Bien, mientras esperamos rezaremos por el alma del infeliz que nos deja con este tiempo horrible.

En efecto, se trataba de una ejecución. Eran bastante frecuentes en aquella pequeña plaza formada por el cruce de varias calles. Allí se despachaba la morralla indigna de los fastos de la Place de la Grève. Y ese día, como enseguida pudieron ver las ocupantes de la carroza, se preparaban para aplicar la rueda a un malandrín. A pesar del frío, se había reunido una multitud alrededor del cadalso bajo el que estaba instalada una gran rueda a la que el verdugo sujetaría al condenado para romperle los miembros y el tórax, y dejarle después agonizar el tiempo que Dios quisiera... Pero el cochero se había visto obligado a renunciar a la idea de avanzar entre la muchedumbre: el verdugo ocupaba ya su lugar, y una carreta flanqueada por arqueros del prebostazgo traía al desdichado.

Desde el lugar en que el cochero había detenido el carruaje, casi en la esquina de la Rue des Poulies, las pasajeras pudieron ver bastante de cerca el macabro cortejo. El hombre, al que asistía un monje casi congelado, era joven, vigoroso, vestido únicamente con una camisa, y no parecía tener miedo. Miraba aproximarse el cadalso con impasibilidad, y si en ocasiones un temblor sacudía su cuerpo, era debido únicamente al frío. Sobre todo, ni siquiera intentaba volverse para mirar al niño que corría detrás de la carreta gritando y llorando. Era un chiquillo de unos diez años, pobremente vestido y que parecía llegado al último extremo de la desesperación. Una mujer entre la muchedumbre exclamó:

—¡Pobre rapaz! No es culpa suya si su padre es un ladrón. No debe de tener a nadie en el mundo...

Pero el niño acababa de ver a un personaje vestido denegro, montado en un grueso caballo, que vigilaba la ejecución. Se precipitó hacia él, a riesgo de ser pisoteado por la multitud:

—¡Gracia, señor! —imploró—. ¡Perdonadle! Es mi padre y no tengo a nadie más que a él... ¡Por todos los dolores de Nuestro Señor, tened piedad!

—Un ladrón es un ladrón. Debe sufrir el castigo que merece.

—Pero no ha matado a nadie... ¡Encerradlo en prisión, pero no lo matéis!

—¡Basta! ¡Vete! Espantas a mi caballo.

Pero el chicuelo no cejó. El condenado estaba ya en el cadalso, mirando a la muchedumbre. Se le oyó gritar:

—¡Pierdes el tiempo, Pierrot! Es como intentar que se apiaden los muros del Châtelet. ¡Vete, hijo! ¡No es un espectáculo para ti!

Pero el pequeño seguía insistiendo, aferrado al estribo del hombre de negro. Entonces éste alzó su fusta y lo golpeó por dos veces, con tanta fuerza que lo hizo rodar por el barro. No contento con eso, hizo girar su caballo con la intención evidente de pisotear el cuerpo tendido. Fue más de lo que Sylvie podía soportar. Abrir la portezuela, saltar al suelo y colocarse delante del infeliz chico no le costó más que un santiamén.

—¡Retroceded! —gritó—. No es más que un niño y queréis matarlo. ¿Qué clase de monstruo sois?

Sin preocuparse de los estragos que causaba a su atuendo, Sylvie se agachó para ayudar a levantarse al chicuelo, mientras fulminaba al hombre con una mirada indignada. El rostro que vio bajo el sombrero adornado con plumas negras le pareció apropiado al personaje: ancho y grueso, con una gran nariz, bigote y barbita grises y algo ralos. Los ojos infundían temor: inmóviles, de un gris amarillento, tan fríos como los de una serpiente y subrayados por grandes bolsas, no parpadeaban, como si estuvieran esculpidos en piedra.

—¡Sal de ahí, muchacha! —rugió—, si no quieres recibir el mismo trato y...

Un grito de indignación le interrumpió. Madame de Vendôme y su cochero entraron en escena. Mientras éste corría a socorrer a Sylvie y a su protegido, aquélla apostrofaba al villano, con la aprobación de la muchedumbre, siempre dispuesta a apreciar los gestos nobles.

—No sé con quién hablo, señor, pero bien se ve que no sois un gentilhombre. No es ésa la manera de dirigirse a una dama noble. Mademoiselle de l'Isle es doncella de honor de Su Majestad la reina, y yo soy la duquesa de Vendôme.

Esta vez el hombre se descubrió, pero no desmontó.

—Soy el nuevo teniente civil de París, señora duquesa. Isaac de Laffemas para serviros... y daros un respetuoso consejo: llevaos de aquí a esa joven. Seguid vuestro camino y dejadme hacer mi trabajo. En cuanto a ese mozuelo...

Sin duda éste no se había hecho mucho daño, porque se levantó no sin depositar, de paso, un rápido beso en el guante de Sylvie. Luego, escurridizo como una anguila, se perdió entre la muchedumbre, que se cerró, protectora, detrás de él. Mientras, Madame de Vendôme y Sylvie volvieron al carruaje seguidas por la mirada impertérrita del teniente civil, que obligó a los mirones a hacer sitio para que el vehículo pudiera seguir su camino. Sólo cuando estuvo de nuevo sentada, se dio cuenta Sylvie de que le habían robado la bolsa. Quedó tan desconsolada que la duquesa se echó a reír.

—Así son las cosas cuando se ejerce la caridad sin discernimiento —dijo—. Ese raterillo ha encontrado con qué sobrevivir, y nosotras estamos tan embarradas como un par de comadres. ¡Bonita aparición vamos a hacer ante la reina!

Sylvie alzó hacia ella sus grandes ojos, que poco a poco recuperaban la alegría, y se encogió de hombros antes de intentar limpiar con su pañuelo las manchas más visibles de su vestido.

—Perdonadme, señora, pero no me arrepiento de nada. Si las pocas monedas que se ha llevado pueden ayudar a ese pequeño a sobrevivir, daré gracias a Dios.

—En verdad, habláis como el propio Monsieur Vincent lo habría hecho en las mismas circunstancias —dijo ella, dándole unas palmaditas en la mejilla—. Estoy orgullosa de vos: en medio de las tentaciones de la corte, sabréis guardar vuestro honor y dignidad. Y recordadlo bien: vuestra única ama allí es la reina. A ella únicamente debéis obediencia ciega. ¿Me habéis comprendido? ¡Ciega!

—Podéis estar segura, señora duquesa, de que no lo olvidaré.


El rodeo no había retrasado mucho a las dos mujeres. Seguían ahora la Rue des Fossés-Saint-Germain y, por encima de los techos y las torrecillas del hôtel d'Alençon podían ver ya las grandes torres del castillo real. Madame de Vendôme se inclinó para posar una mano tranquilizadora sobre las de Sylvie.

—¡Valor, hija mía, ya llegamos! Veréis que los aposentos son menos fúnebres de lo que permiten suponer las fachadas exteriores. Cuando llegó a París, poco después de su boda con el rey Enrique IV, la reina María (¡que Dios se apiade de ella por la indigencia en que la deja su hijo en Colonia!) renovó los aposentos y los decoró con buena parte del lujo florentino al que estaba acostumbrada.

La observación era oportuna. En efecto, la primera impresión era de fortaleza, más que de palacio: los muros cubiertos de una costra de suciedad negruzca, las torres macizas, los fosos llenos de barro helado —lo que disimulaba hasta cierto punto el mal olor—, el puente levadizo y el primer recinto exterior almenado y jalonado por torrecillas de vigilancia, no tenían nada de acogedor. Entre esta muralla y los fosos se encontraban los dos recintos de juego de pelota que habían utilizado en sus momentos de ocio, a lo largo de distintas épocas, los reyes y sus acompañantes.

El acceso al Louvre era libre para quien fuese vestido convenientemente y no exhibiese un aspecto demasiado patibulario, de modo que una marea humana continua cruzaba en uno y otro sentido el puente levadizo. En principio, únicamente la familia real podía entrar en el patio en carroza y los príncipes de sangre a caballo, pero cuando hacía mal tiempo, las princesas estaban autorizadas a seguir en coche por el largo pasillo oscuro y abovedado que daba acceso al amplio patio central. Así lo hizo la carroza de Madame de Vendôme, princesa de sangre por la mano izquierda, pero princesa de sangre a fin de cuentas.

—¡Dios mío, señora! ¿Siempre hay tanta gente? —preguntó Sylvie, un poco asustada al constatar que el coche se abría paso en medio de una muchedumbre.

—Siempre. Incluso cuando el rey no está, como ocurre hoy.

En efecto, los guardias franceses de uniforme azul con bocamangas rojas se las veían y deseaban para contener un gentío variopinto y heteróclito compuesto sobre todo por hombres sobre cuyas cabezas ondulaban los colores de tantas plumas que probablemente habían requerido el sacrificio de todo un rebaño de avestruces. Allí se podía ver a elegantes vestidos de seda y cintas, financieros que exhibían ricas estolas de piel, gacetilleros en busca de chismes noticiosos, provincianos venidos con la esperanza de ver al descendiente de san Luis, extranjeros también, y por supuesto cortesanos que, a falta del rey, se resignaban a recurrir a la reina. Los guardias se esforzaban en empujar a la mayoría hacia la puerta de Borbón, donde los arqueros del prebostazgo, vestidos con chaquetón azul, apostados junto a las puertas rechazaban sin contemplaciones a los visitantes menos encopetados. Los demás pasaban al cuidado de los suizos y después, ya en las puertas reales, al de los guardias de corps.

La recién llegada se sorprendió al comprobar que, de hecho, la gran construcción feudal del palacio comprendía sobre todo la fachada de la entrada. Enfrente, y a lo largo del Sena, se alineaban edificios más modernos, levantados por los reyes Enrique II, Carlos IX, Enrique III y Enrique IV. En cuanto al ala Norte, donde habían derribado la torre de la Librairie y la de la Grande-Vis, no era en ese momento más que un amplio solar en obras momentáneamente paradas debido a las bajas temperaturas. El arquitecto Lemercier, que acababa de concluir las obras del Palais-Cardinal,[14] residencia de Richelieu, y de iniciar la construcción de la iglesia de la Sorbona, era el encargado de la remodelación.

La carroza de la duquesa evitó el Grand-Degré o escalera de Enrique II, que llevaba a la Gran Sala y a los aposentos del rey, y se detuvo en el acceso al Petit-Degré, por donde se subía a la residencia de la reina. En el momento de bajar, Sylvie se atrevió a poner su mano en la de la duquesa:

—Perdonadme, señora, pero quisiera saber...

—¿Qué?

—Tengo... tengo un poco de miedo. No me siento digna de un honor tan grande, porque no soy ni muy bella, ni muy noble, ni muy brillante, ni...

—Elegís muy mal el momento para hacer que os repitan lo que os han dicho ya muchas veces. La reina os quiere debido a vuestra voz y a vuestra facilidad para hablar el español. No exageréis vuestra modestia. No sois ni fea ni boba, y vuestra nobleza es más que suficiente. ¡Vamos!

No añadió que la idea de ver a Sylvie provista de un certificado de doncella de honor complacía mucho a su esposo. Exiliado en sus tierras desde su regreso de Holanda, debido a la prohibición de residir no sólo en la corte, sino tampoco en París, el duque César ansiaba disponer de un oído inocente en el entorno de la reina. Era cierto que sus hijos, en particular Beaufort, eran recibidos con agrado, pero jamás conseguirían enterarse de esos pequeños secretos de la intimidad real que tan útil es conocer cuando se ha caído en desgracia. No con el fin de utilizarlos contra Ana de Austria, por supuesto; pero César, que alimentaba un odio feroz contra la «sotana roja», pensaba que en ocasiones es posible llegar a grandes resultados a partir de pequeños detalles aparentemente sin importancia.

A pesar de aquel consuelo de última hora, el corazón de Sylvie latía con fuerza mientras subía la hermosa escalera y llegaba a la antecámara custodiada por guardias armados con partesanas. Allí las dos mujeres encontraron al jefe de protocolo de la reina, Pierre de La Porte, que era también uno de sus raros confidentes. Se trataba de un hombre joven —unos treinta y cinco años, a lo más—, un normando macizo de rostro amable animado por ojos azul oscuro. Sonrió a la joven inquieta que se adelantaba hacia él, pero, al saludar a la duquesa con gran respeto, no pudo dejar de observar el barro que manchaba los bajos de los vestidos de ambas.

—¿Es que han negado a vuestra carroza el acceso a la Cour Carrée, señora duquesa?

—En absoluto, en absoluto, pero hemos corrido aventuras cuyas primicias reservo para los oídos de Su Majestad. Anunciadnos, Monsieur de La Porte. Ya venimos con retraso.

En la gran sala caldeada por el fuego de una chimenea y por las tapicerías tejidas con seda e hilo de oro que vestían los muros, estaba Ana de Austria en medio de sus damas: Madame de Senecey, primera dama de honor; Mademoiselle de Hautefort, dama de compañía a la que, por esa razón, llamaban «Madame»; la esposa del capitán de la guardia, Madame de Guitaut; Mademoiselle de Pons, Mademoiselle de Chémerault, Mademoiselle de Chavigny y Mademoiselle de La Fayette, que eran sus doncellas de honor, y una visita, la princesa de Guéménée, una de las charlatanas más indiscretas de París. En ese momento, Mademoiselle de La Fayette leía en voz alta un grueso libro encuadernado en rojo, pero era evidente que nadie la escuchaba y que la reina estaba pensativa. En una esquina, vestida de negro al estilo de las «carabinas» españolas, la anciana camarera de la reina, doña Estefanía de Villaguirán, a la que llamaban Stéfanille, bordaba sin levantar de la labor su larga nariz calzada con anteojos. Era la de mayor edad del séquito, la única superviviente de la limpieza drástica efectuada por Luis XIII cuando envió de vuelta a su suegro el séquito español de su mujer, al que consideraba, con razón, una caterva de espías. Pero Stéfanille había criado a la infanta y siguió al lado de la reina.

La entrada tumultuosa de la duquesa y de Sylvie detuvo la lectura e hizo aflorar una sonrisa en el rostro preocupado de la soberana. Y no sin razón: la guerra entre Francia y España, su querido país, seguía provocando estragos. El año anterior, todo el norte de la primera había sido invadido y los tercios del cardenal-infante, hermano de Ana, habían avanzado hasta Compiègne. París sólo había escapado debido a una extraordinaria conmoción nacional que movilizó en masa a toda su población masculina a la caza de los españoles. Ahora el peligro había pasado, pero todo el mundo había temblado. Todos excepto la reina de Francia, que nada deseaba tanto como la victoria de su familia, y que se esforzaba en proporcionarle toda la ayuda posible por medio de una correspondencia secreta que tenía como intermediarios a la duquesa de Chevreuse, su antigua amiga, exiliada en Turena, y a algunos de sus «admiradores». En esos momentos Ana empezaba a sentir los efectos del miedo: su marido no la amaba y desconfiaba de ella; en cuanto a Richelieu, la detestaba por dos razones: primero, porque adivinaba en ella a una enemiga de aquella Francia que él deseaba engrandecer, y segundo por haberla amado tal vez demasiado unos años atrás. Y tal vez incluso ahora...

Es verdad que a sus treinta y cinco años seguía siendo muy bella, y sobre todo luminosa. Rubia de ojos verdes y tez clara y vivaz, tenía muy poco de la española tradicional. Su piel satinada y resplandeciente parecía rechazar las sombras. Su boca parecía una cereza, pequeña y redonda, con un labio inferior ligeramente saliente que denunciaba la sangre de los Habsburgo. Sin ser alta, sabía resultar majestuosa. Su cuerpo, sus brazos y sobre todo sus manos eran la perfección misma. Una mujer muy hermosa que, casada desde hacía veinte años, no había ofrecido a su marido un heredero, sólo algunos abortos espontáneos.

Sylvie ya la había visto, pero ahora se sintió deslumbrada y pensó que iba a amarla. Quizá por la voz dulce que tenía y por la risa ligera, un poco burlona pero sin malicia, con que saludó la reverencia de las recién llegadas:

—¡He aquí la muchacha! —exclamó—. Pero ¿dónde la habéis llevado, duquesa? ¿A chapotear a orillas del Sena para socorrer a los miserables?

—No, pero casi, hermana. Al venir hacia aquí, como la Rue d'Autriche estaba bloqueada, hemos tenido que pasar por la Croix-du-Trahoir, donde tenía lugar una ejecución. El hombre al que iban a aplicar la rueda tenía un hijo de diez años que lloraba y suplicaba el perdón al teniente civil. Éste lo trató con la mayor brutalidad, y estaba a punto de hacer que su caballo lo pateara cuando Mademoiselle de l'Isle bajó para socorrerlo y reprochó a ese malvado su crueldad. Al ver que también ella estaba a punto de ser maltratada, me vi obligada a intervenir yo también. Vuestra Majestad puede comprobar el deplorable resultado.

—¿Y ese niño? —preguntó Mademoiselle de La Fayette, una bonita morena de ojos tiernos que sonrió a Sylvie—. ¿Qué fue de él?

—Hizo la única cosa inteligente que podía hacer: se escurrió entre la muchedumbre, pero sin olvidar llevarse la bolsa de su protectora.

La risa de la reina se dejó oír de nuevo, con una alegría que había perdido desde hacía algún tiempo.

—He aquí una caridad mal recompensada, pero procuraremos reparar el pequeño contratiempo causado a una de nuestras hijas, puesto que en adelante seréis nuestra, Mademoiselle de l'Isle, y eso me hace muy feliz: me gustan las personas que por encima de cualquier cosa escuchan su corazón. Me serviréis bien, ¿no es así?

Sylvie hizo una nueva reverencia.

—Vuestra Majestad me tiene enteramente a su servicio —murmuró ruborizada, con una sinceridad que hizo sonreír a la reina.

—Me es muy grato escucharlo —dijo al tiempo que le ofrecía la mano, en la que la muchacha depositó un beso ligeramente tembloroso—. Mañana nos mostraréis cómo tocáis la guitarra. Mientras tanto, seréis conducida al apartamento de las doncellas de honor, donde ya tenéis preparado vuestro lugar. Pero —añadió, volviéndose hacia Madame de Vendôme—, contadme algo más, querida François, de ese nuevo teniente civil.

—No sé nada más, señora. Lo veía por primera vez...

—Yo puedo hablaros de él —dijo Madame de Senecey—, pero me sorprende que Vuestra Majestad no haya oído nunca pronunciar el nombre de Monsieur de Laffemas, una de las peores criaturas del cardenal. Es tan feo como cruel.

—¡Alto, alto, querida Senecey, un poco de caridad! Incluso Su Eminencia tiene derecho a ella —dijo la reina, con una ojeada significativa en dirección al grupo de doncellas de honor al que acababa de sumarse Sylvie, conducida por Mademoiselle de La Fayette, que estaba haciendo las presentaciones. Una de ellas, Mademoiselle de Chémerault, había ingresado en el grupo a petición del cardenal, lo que equivale a decir que había sido impuesta.

—No digo nada malo, señora. Es evidente que un ministro necesita ser servido, pero de todos modos hay servidores y servidores. ¿Sabéis que a éste se le conoce con el mote de Verdugo del Cardenal?

El nombre hizo efecto: todas se estremecieron al evocar al hombre de rojo que últimamente se veía con demasiada frecuencia junto a los patíbulos, con sus brazos de fuertes músculos cruzados sobre el pecho. Incluso a las más valerosas —y la reina era una de ellas— se les hizo un nudo en la garganta.

—¡Dios mío, qué horror! —exclamó Ana de Austria—. ¿De dónde ha salido ese personaje?

—De una buena familia del Delfinado, señora. Hugonotes ennoblecidos por el difunto rey Enrique. El padre, que fue su primer mayordomo, no carecía de cualidades. Se interesaba por la economía del reino. Favoreció el desarrollo de industrias de lujo como el cuero, las tapicerías y sobre todo la seda. Gracias a él se plantaron grandes cantidades de moreras.

—¡Todo eso resulta de lo más campestre! —exclamó Madame de Guéménée—. ¿Y cómo llegó el hijo a convertirse en proveedor de carne de horca?

—Tal vez por sus gustos sanguinarios. Es un leguleyo que pretende ser incorruptible y frío como la muerte. Esas bellas cualidades han debido de seducir al cardenal...

—Pero ¿cómo sabéis todas esas cosas, querida? —preguntó la reina—. No concibo que frecuentéis a esa clase de personas...

Madame de Senecey apartó la mirada, súbitamente incomodada:

—Un primo mío tuvo algunas diferencias con él... que no acabaron precisamente bien, para el pobre. Ese Laffemas fue intendente de la Champaña, de Picardía y de los Tres Obispados.[15] Y no ignoráis, señoras, que allí son frecuentes las revueltas entre los campesinos abrumados por los impuestos. Las represiones dirigidas por ese hombre fueron despiadadas. Peores quizá que las de su colega Laubardemont, el intendente del Poitou, que ahora hace tres años hizo ejecutar al cura de Loudun, Urbain Grandier. Y ahora ese monstruo, al resguardo de la sotana roja del cardenal, tiene a París bajo sus garras... ¡Dios ayude a París! —añadió la dama de honor persignándose precipitadamente.

De repente la atmósfera se había hecho irrespirable. La reina estaba a punto de pedir a Sylvie que diese alguna muestra de su talento musical cuando, poco después de que la campana de la Samaritaine, a la que hizo eco la de Saint-Germain-l'Auxerrois, anunciara las cuatro, el palacio se llenó con los ecos de una ruidosa comitiva acompañada de órdenes que se entrecruzaban y ruido de alabardas. Casi de inmediato, apareció La Porte:

—¡El rey, señora!

—¿Vuelve de Saint-Germain? ¿Tan pronto?

Aparentemente, a la soberana no se le hacían largas las horas cuando su esposo estaba ausente. La Porte se encogió de hombros.

—¡Así parece, señora! Cazar resulta penoso con este tiempo, y posiblemente el rey se aburría...

Ana se contentó con sonreír, pero sus ojos verdes se posaron en Louise de La Fayette, de quien nadie en la corte ignoraba que inspiraba a Luis XIII una gran pasión, de modo que, si éste se aburría en Saint-Germain, era sin duda porque, como su mujer se había negado a desplazarse allí con aquel tiempo horrible, se había visto privado durante tres días de la presencia de su amada. Por lo demás, la joven se puso de color escarlata y se apartó un poco de sus compañeras, cuyas expresiones melosas sólo podían desagradarle.

Unos instantes más tarde se presentó el rey, con el rostro enrojecido por el frío y el atuendo impregnado del olor de la nieve y la niebla. Una reverencia unánime desplegó sobre la alfombra los brillantes vestidos de todas las damas. A excepción, claro está, de la reina, que siguió sentada en su sillón.

El monarca había entrado a paso vivo, precediendo a sus gentilhombres, y después de besar la mano de su esposa saludó a todo el círculo de damas.

—Apuesto —dijo— a que todas estabais hablando de esa pieza que los comediantes del Marais representaron anteayer por primera vez, y que ha tenido un gran éxito.

—¿Por qué habría de interesarnos hasta ese punto, Sire?

—Pues porque se trata de una obra española, señora. Escrita por un normando, es cierto, pero dedicada enteramente a vuestro país. Monsieur de Corneille la ha llamado Le Cid. Al parecer, es admirable.

—Vaya —dijo la reina, entre sería y burlona—, ¡cuántas cosas se aprenden en Saint-Germain!

—El señor cardenal, del que ya sabéis lo interesado que está en todo lo que concierne al arte teatral, me ha enviado un correo al respecto, y añadido a sus alabanzas la sugerencia de que vos tendríais sin duda el mayor placer en ver ese espectáculo. De modo que me propongo en fecha próxima pedir al señor Mondory que venga a representarnos aquí la comedia... ¡Ah! ¡Madame de Vendôme, no os había visto!

—Reconozco gustosamente, Sire, que carezco de brillo, en tanto que esta reunión sí que lo tiene.

—No seáis tan modesta. Siempre me complace veros. ¿Supongo que habéis venido con la intención de interesar a la reina en alguna de vuestras obras caritativas?

—Nada de eso, Sire. He venido a hacerle entrega de una nueva doncella de honor. Acercaos, Sylvie, y venid a saludar a vuestro rey: él lo permite. Tengo el honor, Sire, de presentaros a Mademoiselle de l’Isle. Es muy joven, como Vuestra Majestad ya habrá advertido, pero se ha educado en mi casa. Baste decir que es tan prudente como piadosa.

—¡Magnífico, magnífico! Sois encantadora, mademoiselle.

—El rey es demasiado bueno conmigo —balbuceó Sylvie, inclinándose ante el monarca, pero éste se alejaba ya y, no sin sorpresa, la joven vio que Mademoiselle de La Fayette se acercaba a él y lo llevaba hasta el vano de una ventana para hablar con él en privado. La mirada que dirigió a Madame de Vendôme llevaba implícita una pregunta que sus labios no se atrevieron a formular.

La duquesa frunció el entrecejo.

—Aquí, hija mía, no debes ver nada, oír nada ni contar nada. Y sobre todo, no hacer nunca preguntas —murmuró.

—En tal caso, señora duquesa, más habría valido hacerla entrar en un convento. Reconozco que la corte no es muy alegre en estos días, pero es posible pasar el tiempo aquí de una manera bastante agradable. —Una joven de una veintena de años, alta, muy bella, de espléndido cabello rubio, magníficos ojos azules y una tez blanquísima, acababa de intervenir en la conversación.

Madame de Vendôme le sonrió.

—Vos tenéis más edad que Sylvie, Mademoiselle de Hautefort, y también mayor experiencia de las cosas de la vida y de la corte, donde os sentís como pez en el agua... Ella aún no ha cumplido quince años... Todo lo que desea es servir a la reina lo mejor que pueda.

—En ese caso, seremos amigas. Yo la tomo bajo mi protección y le enseñaré todo lo que le conviene saber. Conocéis mi devoción hacia Su Majestad —añadió en tono más grave Marie de Hautefort. Y luego, bajando la voz hasta el murmullo—: Como procede de vuestra casa, me sorprendería mucho que hubiera aprendido el catecismo del señor cardenal. Y la reina necesita servidores leales. Cuando el rey se haya retirado, la llevaré a los aposentos de las doncellas de honor. Sabéis que no tenemos superintendente desde que Madame de Montmorency se retiró al convento, y yo cuido de este batallón turbulento. ¿No es esta joven precisamente la que...?

Sylvie no escuchó el final de la frase. En efecto, la dama de compañía se había llevado un poco aparte a la duquesa. Aprovechó la ocasión para observar al rey.

Luis XIII no era un hombre guapo, pero poseía ese aire de majestad natural inherente al hecho de llevar la corona. Alto y delgado, de porte elegante a pesar de que prefería los vestidos de caza y los uniformes militares, tenía un rostro flaco y alargado encuadrado por un cabello negro que llevaba largo hasta los hombros y partido en dos por una raya en medio de una frente que revelaba inteligencia. La boca carnosa se adornaba con un hermoso mostacho y una perilla, que con los ojos negros y la gran nariz borbónica componían una fisonomía que al Greco le hubiera gustado pintar. Su salud era frágil, pese a que pasaba a caballo buena parte de su tiempo, ya que padecía de enteritis crónica. Tímido con las mujeres, no por ello carecía de una fuerte independencia de carácter, y no toleraba la menor intrusión en sus prerrogativas reales. Si otorgaba en la actualidad plena confianza al cardenal de Richelieu, era únicamente porque había reconocido en él a un hombre de gobierno excepcional. Y del mismo modo que su ministro, Luis XIII sabía mostrarse despiadado...

Sin embargo, al verle inclinarse hacia Louise de La Fayette para murmurarle unas palabras que, visiblemente, complacían a la joven, Sylvie presintió el encanto que podía llegar a desplegar aquel hombre un tanto apagado en medio de su séquito de magníficos señores. En cuanto a Louise, era fina y bonita sin duda, pero no podía compararse al esplendor de una Chémerault; Sylvie se enteraría muy pronto de que la llamaban «la Bella Babona», en tanto que Mademoiselle de Hautefort recibía el sobrenombre, ampliamente merecido, de «la Aurora»...

Mientras esta última la acompañaba a los aposentos de las doncellas de honor, situados en la planta baja del palacio, Sylvie, con la franqueza ingenua que la caracterizaba, y olvidando ya las recomendaciones de Madame de Vendôme, se atrevió a preguntar:

—¿Cómo es posible que el rey se interese por Mademoiselle de La Fayette, cuando tiene a su disposición tantas damas más bellas?

—Muy sencillo, querida: la ama, y sobre todo es amado por ella. Para él, eso es una experiencia casi inédita...

—Pero ¿la reina...?

—Se quisieron durante un tiempo, cuando su matrimonio se hizo real, hace una veintena de años. Después, tanto él como ella han buscado amor en otras partes. Pero no os equivoquéis, Louise de La Fayette no es la amante del rey. Como yo tampoco lo he sido...

—¿También a vos os ha amado? Eso me sorprende menos. ¡Sois tan bella!

Un cumplido sincero siempre gusta. Marie de Hautefort correspondió a aquél con una sonrisa deslumbrante, y deslizó su brazo bajo el de la recién llegada:

—Sí, pero yo lo traté a la baqueta, y no estoy segura de que no haya llegado a detestarme. ¡Sin duda porque amo demasiado a la reina! Es una mujer maravillosa.

—¿Y Mademoiselle de La Fayette? ¿También la ama?

—Menos que al rey, pero es un alma pura, orgullosa y desinteresada, muy devota. Por mucho que ame al rey (con todo su corazón, estoy segura), nunca aceptará el papel de favorita real, que la horroriza. Dicen que podría dejarnos muy pronto para encerrarse en un convento. El cardenal, por lo demás, la incita a ello por mediación de su confesor...

—¿El cardenal? ¿Y a él qué le importa?

—¡Oh, mucho y por distintas razones! Por lo menos él lo cree así. Louise pertenece a una gran familia de Auvernia, donde no aprecian mucho a Su Eminencia. Y sin embargo, él no desesperaba de convertir a Louise en una aliada. Como ella no se prestó al juego, Richelieu la empuja al convento porque teme demasiado su ascendencia sobre el rey. Podría contrarrestar la suya propia.

Sylvie sintió una pequeña inquietud.

—¿Y Su Eminencia lo intentó también con vos?

—¿En la época en que el rey me distinguía? Por supuesto, pero yo no soy de las que se dejan conducir dócilmente, y así se lo hice entender. Si un día el rey se fija en vos, también os ocurrirá algo parecido —añadió, al tiempo que colocaba en su lugar uno de los bucles de la joven.

—¡Dios me libre! —exclamó ésta con un gesto tan horrorizado que su compañera se echó a reír—. Pero estoy tranquila, no soy lo bastante bella...

—Sois una fruta deliciosa, de momento aún verde. Cuando maduréis, veremos qué ocurre. Hemos llegado a vuestro aposento —añadió, abriendo la puerta de una habitación pequeña en la que Jeannette, que había llegado con el equipaje, se ocupaba ya en vaciar los baúles—. Esta primera noche instalaos a vuestro gusto, ¡y sobre todo libraos de ese barro! Cenaréis aquí, pero estad preparada porque vendré a buscaros para la ceremonia de acostar a la reina.

La Aurora se disponía a alejarse, y Sylvie tuvo la súbita impresión de que se llevaba con ella toda la luz de aquel día tan triste y frío. La detuvo con un gesto:

—Querría daros las gracias. Sois muy buena al preocuparos tanto por una pequeña provinciana como yo.

—¿Provinciana? ¿Cuándo habéis sido educada con los Vendôme? Decidle al duque de Beaufort que es un provinciano. Me gustaría estar presente para ver su reacción...

El nombre de François, pronunciado tan de improviso, hizo que Sylvie se ruborizase. Su aturdimiento no escapó a la mirada sagaz de su compañera, cuyas bellas cejas se alzaron, al tiempo que rompía a reír. Pero tomó entre sus dedos finos el mentón de Sylvie, con el fin de escrutar sus ojos súbitamente extraviados.

—Caramba, ¿amáis al guapo François, pequeña? No es de extrañar, porque habéis crecido cerca de él y posee todos los atractivos que seducen a las mujeres. ¿Os ha hecho ya la corte?

—¡Oh, no, madame! Para él no soy más que una niña, y desde su regreso de los Países Bajos con su hermano y el señor duque apenas lo he visto; con los viajes y las campañas militares, la vida de un joven príncipe transcurre muy alejada de la de una huérfana criada por caridad. Yo tenía cuatro años cuando Madame de Vendôme me recogió, después de la muerte de mis padres, y decidió que me criara en su casa. Otra me habría llevado a un convento... donde habría sido muy desgraciada.

—Es posible amar a Dios y no desear engrosar el ejército de sus esposas. En lo que a mí respecta, también pienso así. Pero volvamos al señor de Beaufort: aquí tendréis ocasión de verle con mucha frecuencia.

Los bellos ojos color avellana se iluminaron.

—¿Viene a menudo?

—Mucho. Más vale que lo sepáis desde ahora: es el favorito de las damas, y la propia reina lo recibe con placer. Así pues, ¡cuidado con vuestro corazón! Deberíais elegir un héroe menos solicitado.

—Dichosa vos, si os es posible dar órdenes a vuestro corazón; yo no puedo. Pero por favor, señora, guardadme el secreto...

—Se os ha escapado, y yo no he hecho otra cosa que atraparlo al vuelo. Os lo devuelvo, con la recomendación de que lo guardéis mejor en adelante. Ya veis, puedo ser odiosa para quienes me disgustan, pero no es vuestro caso. Os ofrezco mi amistad, Sylvie de l'Isle; ¡no la traicionéis!

—Ésa es una palabra que desconozco. Me sentiré feliz y orgullosa de ser vuestra amiga.

—Eso me complace. Necesitaba a alguien como vos: no estaremos de sobra ninguna de las dos para servir a la reina y ayudarla en los momentos difíciles que atraviesa.

—¿Nosotras dos? Pero las demás doncellas de honor...

—No valen gran cosa a excepción de La Fayette, que es lo bastante valerosa para oponerse abiertamente al cardenal. Las demás, sobre todo la Chémerault, están a sueldo de él o son demasiado bobas para tener siquiera una opinión. También está Suzanne de Pons, pero tiene su pensamiento puesto en la Lorena y sólo sueña con casarse con el duque de Guisa, del que es amante...

Al dejar a Sylvie, Marie de Hautefort no estaba lejos de dar gracias al cielo por haberle enviado una ayuda, por pequeña que fuera, fiable sin asomo de duda. Que fuera la pupila de Madame de Vendôme era en sí mismo una garantía, y que además estuviera enamorada de Beaufort era una buena noticia inesperada. Había siempre tanto correo secreto por distribuir, que La Porte y ella misma no daban abasto. Sí, la pequeña de L'Isle sería bien recibida. ¡Sin contar con que era encantadora y, sobre todo, transparente!


Por su parte, Sylvie se puso a ayudar a Jeannette a ordenar su ropa y a examinar con más calma el pequeño aposento, compuesto por un dormitorio no demasiado grande y otro reducido en el que se instalaría la sirvienta. Su conversación con la Aurora la había reconfortado, porque se había sentido un poco perdida cuando Madame de Vendôme se despidió. El antiguo Louvre, solemne, a la vez lujoso y gélido, le había hecho añorar primero el amplio hôtel del faubourg Saint-Honoré, construido en la época de Carlos IX pero restaurado según los gustos del momento y que formaba parte de la dote de Madame de Vendôme cuando se casó con César. La vida allí no era muy alegre porque, desde hacía diez años, el duque César no obtenía el permiso para volver a pisar París, y se escuchaban más oraciones y cánticos religiosos que arietas de concierto. La atmósfera de piedad extremada se acentuaba también por la vecindad inmediata del austero convento de las Capuchinas, construido hacia 1620 por la duquesa de Mercoeur con los fondos legados por su cuñada la reina Louise de Vaudémont-Lorraine, viuda de Enrique III. Un convento que tenía buena parte de culpa de la repugnancia que Sylvie sentía hacia esa clase de instituciones, porque era sin duda el más severo de Francia y Navarra: las monjas iban descalzas tanto en verano como en invierno, no probaban carne ni pescado, hacían penitencia a lo largo de todo el año, y se decía que las primeras que ingresaron para su inauguración llegaron en procesión, coronadas de espinas.

Las estrechas relaciones entre el convento y el hôtel de Vendôme no contribuían a aclarar la atmósfera, pero para Sylvie aquélla era de todos modos «la casa», el lugar donde vivían las tres mujeres que más amaba en el mundo: la querida Elisabeth, un poco seria pero tan buena, la duquesa y la excelente Madame de Bure. Sin contar a Jeannette, que ahora tendría que representar en solitario a todo aquel mundo.

Mademoiselle de l'Isle debía a su juventud y al hecho de casi pertenecer a una familia principesca el favor de tener a su lado a su propia camarera.

—¡Ahora me he convertido en «carabina»! —decía ésta riendo, y en absoluto asustada por la idea de vivir en adelante en el castillo real.

A sus veinticuatro años, Jeannette era una muchacha alta y robusta, de rostro amable y con frecuencia risueño. No había perdido su prodigiosa memoria, con la que hasta cierto punto contaban los Vendôme para recoger los rumores de pasillo, los chismes de palacio cuyo conocimiento podía resultar de gran utilidad. Una circunstancia que Jeannette ignoraba. Su deber, hoy como ayer, era velar por la salud física y moral de Mademoiselle de l'Isle y, en medio de las tentaciones de las residencias reales, guardar pura y sin tacha la fidelidad que había jurado a Corentin Bellec. Por el momento, vestida con un hermoso vestido de Usseau gris oscuro, con manguitos, cuello y cofia de fino hilo blanco ribeteado por una estrecha orla de encaje, Jeannette se disponía a desempeñar un digno papel entre la muchedumbre de sirvientes del Louvre.


Al día siguiente de su llegada, Sylvie vio a François.

Como la víspera, Ana de Austria dirigía la tertulia en la gran sala y el tiempo seguía siendo igual de malo, pero, como el rey había regresado a sus aposentos, las damas eran más numerosas que el día anterior, y varios gentilhombres las acompañaban.

El gran tema de conversación era Le Cid, que muchos habían visto ya y ponían por las nubes.

—Es una maravilla incomparable —proclamó Madame de Guéménée que, a despecho de sus cuarenta y cinco años, vivía una intensa vida amorosa—. Nunca se ha llevado a los escenarios tanta nobleza de sentimientos. Yo creí morir cien veces de ternura y admiración.

—Madame de Rambouillet asistió ayer con su hija y todo su séquito —dijo el anciano duque de Bellegarde, a sus setenta y cinco años todavía enamorado de la reina—, y hoy, en la cámara azul de Arthénice,[16] todo son alabanzas al Cid.

—¡Con la excepción del señor de Scudéry! —interrumpió la princesa de Conti—. Encuentra la obra mal construida, mal escrita e irregular. Ayer, a la salida del teatro del Marais, aseguraba que iba a comunicar a la Academia sus observaciones, para sorpresa e indignación de Madame de Rambouillet. Ella le acusó de no haber entendido nada, y dijo que jamás le habría creído privado de gusto hasta ese punto. El pobre hombre casi se echó a llorar, tanto más por cuanto su hermana, Mademoiselle de Scudéry, se puso de parte de la marquesa; pero se mantuvo firme. Para él, la pieza no vale nada.

Madame de Guéménée se echó a reír.

—¡Qué gracioso! El pobre Scudéry, aparte de que sus obras nunca alcanzarán un éxito parecido, teme sobre todo los nubarrones que ve amontonarse del lado del Palais-Cardinal. A Su Eminencia, que también escribe, no debe gustarle lo más mínimo el triunfo de un autor al que ha hecho el honor de invitarle a colaborar, en sus propias obras.

—¡Oh, madame! —protestó Madame de Combalet, una bonita viuda que era sobrina de Richelieu y, de creer las habladurías, también algo más—. Su Eminencia posee demasiado buen juicio y respeto por las bellas letras para no inclinarse ante un talento tan grande, confirmado además por la voz pública. Al teatro del Marais acuden tanto la nobleza como la burguesía y el pueblo, y todos salen entusiasmados.

—Bien se ve, señora, que lo estimáis mucho. El afecto es ciego ante determinadas debilidades... y todos los grandes hombres las tienen.

La reina intervino:

—¡Señoras, señoras! No dejéis que la pasión os arrastre hasta ese punto. Yo, por mi parte, tengo las mejores razones para creer a Madame de Combalet. Fue el propio cardenal quien advirtió al rey, cuando éste se encontraba en Saint-Germain, del valor de esa obra, y le aconsejó que hiciera venir aquí a los comediantes para representarla en palacio. Eso prueba sin la menor duda su entusiasmo —dijo con tono cansado.

—O bien su inteligencia —insistió Madame de Guéménée—. Es difícil ir contra la corriente de todo París. Por más que podría alegar que una obra que glorifica a un héroe español es inadecuada cuando estamos en guerra incesante con España...

—Mi tío no mezcla jamás las artes con la política. Además, ¿no está desde hace algún tiempo España de moda? Capas, peinados, sombreros, romances, pavanas y otros bailes. Nos gusta inspirarnos en España, y es normal puesto que se trata del país de nuestra reina bienamada —concluyó Madame de Combalet con una reverencia que Ana de Austria no dio muestras de agradecerle, como tampoco sus elogios.

La soberana hizo un levísimo encogimiento de hombros y llamó a Sylvie a su lado haciéndole seña con la mano.

—Seré sensible a todo ello cuando vuelva a reinar la paz entre nuestros dos países —dijo—. Por el momento, la reina de Francia se complace en escuchar canciones francesas, y aquí está Mademoiselle de l'Isle, recién admitida en el círculo de mis doncellas de honor, que nos cantará una.

—Acompañándose a la guitarra, si no me equivoco —dijo Madame de Combalet, que parecía dispuesta a tener la última palabra.

—¿Por qué no? Mademoiselle de l'Isle canta como un ángel y toca muy bien su instrumento. De alguna manera, es un símbolo. ¡La armonía perfecta que deseamos el rey y yo! Sentaos, hija mía —añadió la reina señalando un almohadón colocado a sus pies—. ¿Qué vamos a escuchar?

—Lo que desee Vuestra Majestad —murmuró Sylvie, que empezaba a afinar su instrumento.

Pero no estaba previsto que cantase durante esa velada. El ujier apostado en la puerta cuando la reina recibía, anunció con voz potente:

—¡La señora duquesa de Montbazon y el señor duque de Beaufort!

La mano de Sylvie contuvo las vibraciones de la guitarra como si deseara al mismo tiempo calmar las de su corazón. Un corazón que se heló de súbito al ver a la brillante y maravillosamente adecuada pareja que se adelantaba. François estaba, como de costumbre, muy elegante: jubón y calzas de terciopelo negro bordado en oro con acuchillados de raso blanco y forros de raso escarlata, un gran cuello de encaje que cubría toda la anchura de sus hombros, y, en el sombrero que sostenía con desenvoltura en la mano, unas ondeantes plumas blancas fijadas al fieltro por un cordón de seda roja. La otra mano sostenía la de una dama extraordinariamente hermosa: alta, morena, de tez muy blanca, magníficos ojos azules, y labios redondos y carnosos que se dirían hechos para besar. Llevaba un vestido de brocado escarlata y raso blanco, y un collar de diamantes y rubíes que realzaba una garganta espléndida, de modo que junto a su compañero componía una pareja de rara elegancia. Se acercaron a saludar a la reina; él barrió la alfombra con sus plumas blancas y ella desplegó sobre el suelo su vestido como si fuera una enorme flor.

El saludo tuvo una acogida diversa. A Beaufort le correspondió una amplia sonrisa, que se redujo bastante para la joven dama.

—¿Dónde os habíais metido, querido duque? —dijo la reina, ofreciéndole la mano—. Hace días que no os veíamos.

—Estaba en Chenonceau, señora, junto a mi padre, cuya salud deja mucho que desear.

—¿Está enfermo el duque César? Es difícil de creer. No me lo imagino en esa situación.

—El aburrimiento lo corroe, señora. Hasta tal punto que a veces me pregunto si no podría llegar a morir.

—¡Nadie se muere en Chenonceau, sería extravagante! Conozco pocas mansiones tan gratas. Sin contar con que el tiempo es más benigno que aquí.

—Sin embargo, preferiría cien veces París, con su barro, su nieve, su mal olor y sus incomodidades, porque aquí le sería posible ponerse al servicio de Vuestra Majestad.

—No seáis tan cortesano, amigo mío, no os sienta bien. —Y luego, cambiando de tono para dirigirse a la dama, añadió—: Y vos, duquesa, ¿nos daréis noticias del señor gobernador de París?

—Tiene la gota, señora. Una excelente ocupación que podría recomendar al señor de Vendôme contra las ideas tristes. Mi esposo maldice, jura, rabia durante todo el día, pega a los criados, ¡pero no se aburre un solo instante!

El tono desenvuelto indicaba a las claras que la hermosa dama no sentía la menor preocupación por su esposo. Casada a los dieciocho años con Hercule de Rohan-Montbazon, que tenía sesenta además de dos hijos, Marie d'Avaugour de Bretagne no se sentía ligada por un deber de fidelidad que consideraba tanto más fuera de lugar por cuanto ninguna de las mujeres de la familia lo respetaba. En efecto, de los dos hijos de Hercule, una era la revoltosa duquesa de Chevreuse, de más edad que su madrastra pese a lo cual seguía coleccionando amantes, y el otro el príncipe de Guéménée, dotado de uno de los ingenios más agudos de su época, pero cuya esposa, presente ese día en el camarín de la reina, hacía otro tanto. Algunos espíritus maliciosos se preguntaban si entre las tres mujeres de la misma familia se había establecido una especie de competencia. En cualquier caso, desde hacía algún tiempo se hablaba de una relación entre Marie de Montbazon y François de Beaufort, sin que ni la una ni el otro hiciesen nada para desmentir el rumor. Eso era algo que Sylvie ignoraba. Ella únicamente advirtió que la reina no parecía muy cariñosa con la bella duquesa, que fue a reunirse con su cuñada Guéménée. Pero retuvo al joven.

—Nos llegan extraños rumores respecto a vos, François —dijo a media voz—. Dicen que pensáis pedir la mano de la hija de Monsieur el Príncipe.[17]

—Tendré que casarme algún día, señora. ¿Por qué no con ella? Esa joven tiene al menos la ventaja de ser bella —respondió el joven con una sonrisa que a Sylvie, paralizada en su almohadón, le resultó de una fatuidad odiosa.

—Monsieur el Príncipe nunca os aceptará. El y vuestro padre se detestan. Y además, ¿qué diría Madame de Montbazon? —añadió la reina con un punto de acritud que hizo brillar los ojos de Beaufort.

—No hay que prestar oído a todos los chismes, señora. La duquesa de Montbazon no tiene más derechos sobre mi persona que los de toda mujer bonita sobre un hombre de gusto...

—Sin embargo, se dice que la amáis.

François se inclinó hacia ella, y en esta ocasión su voz bajó hasta convertirse en un murmullo.

—Mi corazón no pertenece a nadie, señora, sólo a vos. ¿Cómo mirar a otra mujer cuando está presente la reina? Si he llegado en compañía de Madame de Montbazon, es sencillamente porque la he encontrado al pie del Grand-Degré...

Se inclinó un poco más, y Sylvie ya no pudo oír nada más, a pesar de la agudeza de su oído. Pero ya había oído bastante. A punto de echarse a llorar, dejó la guitarra y, deslizándose de su almohadón, consiguió ponerse en pie sin que los dos interlocutores se dieran cuenta de su marcha. Por lo demás, y eso era lo que más la apenaba, François ni siquiera parecía haberse dado cuenta de su presencia. ¡Un mueble! En eso se había convertido para él, sin duda.

Decidida a volver a su habitación, se dirigía a la puerta cuando tropezó con Mademoiselle de Chémerault:

—Y bien —dijo ésta con sequedad—, ¿dónde pensáis ir?

—A mi habitación, mademoiselle. Me siento un poco mareada; el ruido, la gente, los perfumes...

—¡Cuánta delicadeza! Podría creerse que habéis nacido en un palacio, para tener tantos remilgos. Recordad esto: las doncellas de honor sólo pueden alejarse de la reina en el caso de que ella lo permita. Así pues, volved al sitio del que venís y no os mováis de allí.

—¡Por supuesto que no! —protestó Sylvie—. Su Majestad está charlando en privado con el señor duque de Beaufort. Mi deber para con ella me obliga a no ser indiscreta. Además, no tengo porqué recibir órdenes de vos. ¡Dejadme pasar!

—¡Vaya con la insolente! Pequeña, aquí aprenderéis que éste no es sitio para testarudas. Si os obstináis, informaré a quien corresponde de vuestra conducta. Vuestra estancia en este lugar podría ser muy corta...

—¿Pensáis que eso me importa? Todo lo que deseo es irme de aquí... ¡Apartaos!

Atenta únicamente a su cólera y dolor, Sylvie iba a seguir su camino cuando una mano vigorosa la retuvo por el brazo y la obligó a volverse sobre los talones. Entonces se encontró cara a cara con François, que sonreía ampliamente.

—¡Vaya! ¡Se diría que hemos conservado la vieja costumbre de enfurecernos desde el momento en que alguien se empeña en llevarnos la contraria! Servidor, Mademoiselle de Chémerault. Confiadme a esta joven rebelde. La conozco desde hace mucho tiempo y sabré devolverla a la razón.

—Me temo que no pueda hacerse gran cosa. ¡Vaya idea, introducir en el Louvre a una muchacha medio salvaje!

François dedicó a mademoiselle una sonrisa burlona.

—¿Medio salvaje? Podéis estar segura de que lo es completamente, mademoiselle. Pero no es distinta de la mayoría de las personas que viven en este lugar, donde lo raro es la civilización a juzgar por todos aquellos, o aquellas, que no sueñan con otra cosa que retorcer el cuello a sus semejantes.

Sin esperar la reacción de la interpelada, llevó a Sylvie hasta el vano de una ventana y allí volvió a ponerse serio.

—¿Te has vuelto loca, Sylvie? Ya no tienes cuatro años, que yo sepa, y creía que habías aprendido a comportarte en sociedad.

—¡Oh, sé comportarme! Pero no diría lo mismo de vos, señor duque. ¡Hace un momento yo estaba sentada a los pies de la reina y no me habéis prestado más atención que a un... un gato, como me llamabais antes!

Ante la cólera de la pequeña, François recuperó su sonrisa.

—¡Vamos, minina, no maúlles tan fuerte! ¿Sabes que la reina te llama ya «la gatita»?

—¿Os ha hablado de mí?

—Pues sí, pero ahora lo que quiero es hablarte de ella. Sin duda lo ignoras, Sylvie, pero está en peligro. El cardenal la odia y quiere su ruina. La rodea de espías...

—Lo sé. Mademoiselle de Hautefort, que es tan bella, me ha hablado.

—¡Oh, ella es la fidelidad misma! El rey estuvo muy enamorado, pero nunca se atrevió a propasarse lo más mínimo. Debo decir que ella jugó con él de una manera cruel, y no paraba de burlarse. Un día en que había recibido una nota que el rey deseaba leer a todo precio, la colocó de forma muy visible en su escote y lo desafió a recogerla...

—¿Y la cogió?

—Sí. Con las tenacillas de la chimenea. La bella Marie nunca se lo perdonó. Después apareció Mademoiselle de La Fayette, y él ya no se fijó más que en ella, hasta el punto de que sospecho que la reina siente celos. Sin embargo, sabe muy bien que la pobre muchacha nunca aceptará servir al cardenal en contra de ella. Como ama sinceramente al rey, se dice que piensa en el convento para no verse tentada a ceder a uno o al otro. ¡Ah, ahí está mi amigo Fiesque! Un muchacho encantador. Tengo que presentártelo...

Los despistes de Beaufort empezaban a ser célebres, pero Sylvie, que sabía desde hacía mucho tiempo a qué atenerse, le devolvió a la realidad:

—Me parece que vuestra intención era hablarme de la reina, no del señor de Fiesque. Así pues, ¿qué queríais decirme? —Su tono fue seco, y el duque pareció contrito.

—Perdóname. Quería pedirte que abrieras de par en par tus grandes y bonitos ojos y que me hicieras llegar un mensaje por medio de Jeannette cada vez que pase alguna cosa extraña. Que ella visite de vez en cuando la mansión de Vendôme no llamará la atención de nadie, y allí estará siempre de guardia uno de mis escuderos, Brillet o Ganseville. Ellos sabrán dónde encontrarme.

En su rincón junto a la ventana, François y Sylvie estaban tan absortos que no se dieron cuenta de que el rey entraba. Como estaban medio ocultos por los cortinajes, nadie vio que no lo saludaban. Sólo lo advirtieron cuando la voz de Luis XIII se elevó para abarcar todo el espacio del gran salón.

—Señoras —dijo el rey—, mañana marchamos a Fontainebleau. De camino, pernoctaremos en Villeroy.

—¡Misericordia! —gimió François —.¡Todos mis planes estropeados! ¡Fontainebleau! ¡En pleno mes de enero y con este frío! ¡Es para no creerlo!

—¿Vos no venís?

—¡No! Sólo marcharán las casas del rey y la reina. Para los demás, será precisa una invitación. Y a mí no me invitarán...

—¿Por qué razón pensáis que nos envían allá abajo?

—No tengo la menor idea. Tal vez el rey desea tener más ocasiones para estar a solas con Mademoiselle de La Fayette, y al mismo tiempo impedir que la reina vea a sus amigos parisinos. ¡Oh, no me gusta esto! ¡No me gusta en absoluto!

Parecía desolado, y Sylvie se apiadó de él.

—¿No podéis enviar a uno de vuestros escuderos a instalarse en un albergue de la villa, y hacérmelo saber?

—¿Y por qué no yo, después de todo?

—Seamos serios. Os será muy difícil pasar desapercibido. Un escudero bastará.

—De todas maneras, no estaré lejos. Gracias, mi querida pequeña, eres un ángel.

—¡Lo que es hacerse mayor! ¡Antes el ángel erais vos!

Y, sacando su pañuelo con un gesto gracioso para agitarlo ligeramente en señal de adiós, Mademoiselle de l'Isle fue a reunirse con el batallón de doncellas de honor, a las que el anuncio del viaje había convertido en una animada pajarera llena de parloteos.


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