12
¡Y personajes que no lo son menos!


El descontento experimentado por Sylvie cuando Laffemas la obligó a acompañarla se transformó en inquietud cuando vio que él se arrellanaba en su rincón sin decir palabra.

—Y bien, ¿qué esperáis? ¿No queríais hablarme?

—¡Oh, tenemos todo el tiempo del mundo!

—El camino de Saint-Germain no es tan largo.

—He dicho que os llevaría a vuestra casa. Saint-Germain pertenece al rey, me parece.

—¿A mi casa? No tengo casa, sólo un viejo castillo en ruinas al sur de Vendôme, que no he visto jamás. ¡Respondedme de una vez! ¿Qué significa todo esto?

El se encogió de hombros con una sonrisa torcida, y alzó apenas sus pesados párpados.

—Ya lo veréis...

Luego, abandonando su actitud despreocupada, se inclinó para tomar entre las suyas una de las manos de su invitada forzosa:

—Vamos, no os asustéis. Sólo quiero vuestro bien... ¡vuestra felicidad!

El simple contacto tuvo el efecto de repugnar a Sylvie, que retiró bruscamente su mano y gritó:

—¡Mentís! ¡No habéis hecho más que mentir desde el principio! ¡Quiero bajar! ¡Parad el coche! ¡Parad!

El la abofeteó dos veces, lo que acalló sus gritos y aumentó su cólera. Ella se precipitó entonces a la portezuela para abrirla, pero él se contentó con preguntar con voz burlona:

—¿Tenéis ganas de que os pisoteen los cascos de los caballos?

En efecto, un jinete galopaba casi pegado al coche, y Laffemas aprovechó su vacilación para tirar hacia atrás de ella y obligarla, con una fuerza insospechada en aquel hombre poco fornido, a beber el contenido de un frasquito.

—En recuerdo de nuestro primer encuentro —gruñó él—, me gustaría bastante ver el efecto que producirían las herraduras de esos nobles animales en vuestro bonito rostro, pero sucede que tengo otros proyectos para vos.

—¡Sean cuales sean esos proyectos —gritó ella—, habréis de renunciar a ellos, porque no os obedeceré en nada! Y olvidáis que no estoy sola en el mundo. Me buscarán...

—¿Quién? ¿Vuestro querido Raguenel? ¡No está en situación de poder enfrentarse a mí!

—Soy doncella de honor de la reina. ¡Ella hará que me busquen!

—¿Estáis segura? Su Majestad es una persona muy olvidadiza, sobre todo cuando se trata de mujeres. Preguntádselo a Madame de Fargis, que fue en tiempos su dama de compañía gracias al cardenal, y que, como eligió servir a la reina y no a su bienhechor, languidece en el exilio, en Lovaina. ¡Ojos que no ven, corazón que no siente! Ésa es la divisa de nuestra reina, y yo no aseguraría que Madame de Chevreuse no la experimente algún día en carne propia... No, la reina está dedicada por completo a su embarazo y no intentará buscaros. Además, ya sabrán qué contarle...

—¿Qué?

—¡Eso no os interesa! ¡Ah! ¿Bostezáis? ¿Os ha entrado sueño? No intentéis resistiros. El opiáceo que habéis bebido es una droga eficaz... Y yo podré descansar un poco en vuestra amable compañía.

A pesar de sus esfuerzos, a Sylvie cada vez le costaba más mantener abiertos los ojos. Resistió unos segundos aún, pero al final se quedó dormida. Incluso durmió tan bien que no se dio cuenta del accidente que tuvo inmovilizada durante varias horas la carroza, que había perdido una rueda, en el taller de un carretero de pueblo; y tampoco oyó las blasfemias de Laffemas.

Al despertar no se sintió bien: la droga, al disiparse, le había dejado la cabeza pesada y la boca pastosa. Estaban en pleno día; un día, a decir verdad, poco gratificante. El cielo de un gris uniforme parecía una tapadera colocada sobre la tierra en que empezaba a renacer la hierba, estimulada por las torrenciales lluvias de febrero. El primer movimiento de Sylvie consistió en apartar la cortinilla de cuero para mirar al exterior, pero aquel paisaje llano le era desconocido.

—¿Dónde estamos? —preguntó sin mirar a su acompañante, que le inspiraba horror.

—Pronto llegaremos a nuestro destino. ¿Queréis un poco de leche? La he pedido para vos en la posta. Debéis de tener apetito.

—¡Cuánta solicitud! ¿Habéis vertido dentro otra dosis de vuestra droga?

—No, es totalmente inocua. Espero, además, no necesitar más drogas. Tenéis que comprender que os conviene estar tranquila...

Ella no tenía hambre, pero sí mucha sed, y la leche le pareció aún más deliciosa porque le devolvió las fuerzas. Luego se instaló lo más cómodamente que pudo y guardó silencio. Necesitaba reflexionar y, por suerte, su odioso compañero respetó su meditación. Sin duda creía que ella empezaba a adentrarse por el camino de la resignación. Lo cual era un craso error: Sylvie sólo pensaba en encontrar lo más aprisa posible un modo de escapar.

Sus oportunidades eran muy escasas frente a un hombre que contaba con todo el poder del cardenal. A cualquier lugar del reino adonde se dirigiera, le bastaba sin duda invocar a su terrible amo para que los espinazos se doblaran y se le dieran todas las facilidades. ¡Tan grande es el poder del miedo! La pobre Sylvie, atrapada como una mosca en aquella aterradora telaraña, arrastrada lejos de París a un lugar ignorado, no veía de momento la menor vía de escape. En todo caso, en el camino no había ninguna: los jinetes seguían allí, vestidos de negro, tan siniestros como el carruaje y su dueño. «Lo mejor será esperar hasta que lleguemos a alguna parte —pensó—. A menos que me encierren en una fortaleza perdida en alguna provincia remota, tal vez conseguiré encontrar una manera de escurrirme. E incluso en el peor de los casos, será necesario intentarlo...»

Aquellos pensamientos amargos no contribuyeron a mejorar su moral. Ciertas imágenes desfilaban por su cabeza: la de Marie de Hautefort, su querida amazona. ¡La de François, sobre todo! ¡Necesitaba tanto la fuerza y el valor del «señor Ángel»! Pero no existía la menor probabilidad de que hubiera abandonado el garito de la Blondeau y a sus camaradas de placeres efímeros para representar el papel de caballero errante en unas tierras desconocidas.

De súbito, algo atrajo su mirada ausente, perdida en el paisaje cambiante que aparecía entre las cortinillas de cuero: techos azules, veletas doradas, la súbita abundancia de magníficas masas arbóreas... ¡Anet! No podía ser sino Anet, tal como aparece al llegar de París. El nombre vibró en su corazón, pero no asomó a sus labios. ¿Era allí donde la llevaban? Sería demasiada suerte, porque tanto en el castillo como en el pueblo conocía a mucha gente.

Ahogó aquella magnífica luz de esperanza. ¿Qué iría a hacer el secuaz del cardenal en una posesión de los Vendôme, sus peores enemigos? La carroza se adentró en un camino que rodeaba Anet y Sylvie no pudo retener un suspiro al que el odioso Laffemas dio su exacto significado.

—¡No, no vamos a casa de vuestros queridos protectores! ¡Acordaos de lo que os dije ayer! Os llevo a vuestra casa... Mademoiselle de Valaines.

Al precio de un esfuerzo sobrehumano, Sylvie consiguió conservar la calma.

—¿De qué habláis? Me llamo Sylvie de l'Isle.

—No. Y lo sabéis. No desde hace mucho tiempo, lo admito, pero de todos modos lo sabéis...

—¿Es el cardenal quien os lo ha dicho? ¡No ha perdido el tiempo en informaros!

Él la miraba con la sonrisa del gato que se dispone a zamparse un ratón.

—No ha sido él. Lo sospeché desde el día en que os encontré junto a la duquesa de Vendôme en la Croix-du-Trahoir. Vuestro rostro, por más que la semejanza fuera lejana, me recordó a otro que me era infinitamente querido y que nunca he olvidado. Ya veis, pequeña Sylvie, amé a vuestra madre ya antes de que la casaran con aquel bonachón de Valaines. El recuerdo de su belleza es de los que no se borran...

—Pero ella no os amaba. Habría sido sorprendente. ¡Incluso cuando teníais veinte años! Hay una fealdad, la del alma, a la que resulta imposible acostumbrarse. Y por desgracia para quienes la padecen, se refleja también en el rostro.

Los ojos amarillentos se estrecharon y la sonrisa se convirtió en una mueca, que Sylvie prefirió porque aquel rostro no estaba hecho para la alegría y la amabilidad.

—¿Cuenta para algo la belleza en un hombre? Tan poco como la edad. Basta con ser rico y poderoso. Entonces las bellas se ven obligadas a doblegarse. Lo que puedan pensar carece de importancia, desde el momento en que han sido elegidas. Yo había elegido a Chiara Albizzi... ¡Pero María de Médicis, la gran puta florentina, la entregó a otro!

La súbita avalancha de odio abrió a Sylvie perspectivas terroríficas. Le surgió una idea abominable, que expresó con voz desmayada:

—¡Fuisteis vos quien la mató!

No era una pregunta sino una certeza, una constatación cargada de dolor y espanto. Laffemas ni siquiera intentó negarlo. Se sentía lo bastante fuerte para prescindir de la mentira.

—Sí. Con tanta más alegría por cuanto antes la hice mía...

La joven cerró los ojos. Comprendía ahora que estaba en poder de un demonio y que debía abandonar toda esperanza. Con vivo pesar se acordó del frasquito de veneno oculto en su habitación del Louvre. ¿Por qué no lo había traído? Por lo menos dispondría de una forma de escapar de la suerte que le estaba reservada, y que no era ciertamente envidiable... Ni siquiera se le ocurrió la idea de rezar. ¿Se piensa en Dios cuando las puertas del infierno están a punto de cerrarse detrás de uno?

No tuvo necesidad de preguntar el nombre del castillo al que llegaron poco después. Aunque nunca se hubiera acercado a él después de tantos años, sabía que se trataba de La Ferrière. Los recuerdos de su primera infancia despertaban y, junto al escenario, le devolvían a los personajes. Cuando pasaron por el puente levadizo, con su maquinaria ya fuera de uso, volvió a ver en un relámpago las criadas que se dirigían al lavadero cargadas con pesados cestos de ropa blanca, y a una bella dama, su madre, leyendo en el jardín o acudiendo a oír misa a la pequeña capilla. Volvió a ver a la Tata, grande y bonachona, llevándola de la mano a pasear y alzándola de repente para darle sonoros besos en las mejillas antes de instalarla cómodamente en sus sólidos brazos para que pudiera ver las cosas y las personas desde un punto más elevado. Junto al recuerdo volvió el cariño, tan sepultado en el fondo de su corazón que parecía haber acabado por desaparecer. Fue así como recordó a los dos niños mayores que ella, un hermano y una hermana, cuyas imágenes se habían fundido, andando el tiempo, con las de François y Elisabeth de Vendôme...

Tal como había anunciado, Laffemas la devolvía a su casa, o al menos a la que lo había sido en otro tiempo. De hecho mentía, puesto que habían dado el castillo al personaje que llevaba su nombre, como si se tratara de una devolución muy natural que viniera a restablecer un orden perdido en la noche de los tiempos, o una reparación. Pero no había nada de eso. Nunca ningún La Ferrière fue titular de aquella propiedad. Perceval lo afirmaba: el nombre procedía de otra parte.

Y por supuesto, cuando descendieron del coche, allí estaba tendiéndole la mano aquel Justin de La Ferrière que Sylvie detestaba. Ella se negó a darle la suya pero él no se molestó y se limitó a mirarla con una sonrisa socarrona. Y de súbito, ella explotó.

—¿Queréis explicarme qué estoy haciendo aquí? —gritó casi en las narices del teniente civil—. ¡Esta no es mi casa y lo sabéis muy bien!

—Sin duda, pero lo será muy pronto. A Su Eminencia le ha parecido que sería peligroso para él dejaros regresar a la corte, sobre todo bajo un nombre prestado.

—No es un nombre prestado. Me fue dado en la forma debida por monseñor el duque de Vendôme. Y no tengo nada que hacer en la casa de un extraño...

—Muy pronto seréis la castellana. Si os he traído aquí, es para casaros. Esta misma tarde contraeréis matrimonio con el barón de La Ferrière... ¡por orden del cardenal! —añadió para acallar sus protestas, pero era difícil hacer callar a Sylvie cuando algo la enfurecía.

—¡Mentís! El cardenal en persona me prometió que no se volvería a plantear la cuestión de un matrimonio que él sabe que no deseo.

—¿No podríamos tratar ese asunto dentro? —intervino el barón—. Hace bastante frío, e incluso parece que empieza a llover.

Era cierto, y en efecto más valía entrar. La ojeada circular que Sylvie echó al lugar le mostró que sería imposible escapar de aquella trampa. Pensó por un instante en la niña pequeña que había escapado un atardecer corriendo torpemente sobre sus pies descalzos hacia un destino incierto, y se dijo que había tenido suerte. Hoy no tenía la menor oportunidad: además de Laffemas y del señor del castillo, había criados de rostro inescrutable, dos corpulentas comadres que probablemente servían de camareras y finalmente los jinetes de la escolta, todavía montados, inmóviles e indiferentes como estatuas ecuestres. Con un suspiro, ella volvió a entrar en la casa de sus padres y se dejó conducir a una gran sala, donde estaban disponiendo la mesa. De las cocinas llegaban olores de pan caliente y carne asada.

—Preparan el festín de nuestra boda —rió La Ferrière—. Ya veis que se os esperaba.

—Podéis ahorraros el festín. Nunca me casaré con vos. Nunca, ¿lo entendéis?

—Claro que sí, querida, vais a casaros con él y yo tendré la gran alegría de ser vuestro testigo. ¿Ha llegado el cura?

—Está descansando un poco mientras acaban de preparar la capilla.

—La capilla, notadlo bien, joven dama, en la que reposan vuestros padres. Esa circunstancia debería ser de buen augurio para vos. Ya veis, Su Eminencia piensa que sabéis demasiadas cosas en este momento, y que conviene poneros en manos de un esposo que no sólo sepa guardaros a su lado, sino además impedir que volváis a entrometeros en lo que no os concierne.

La joven se encogió de hombros con una mueca de desprecio.

—En ese caso me matará, porque nunca consentiré en...

—Si os ponéis demasiado insoportable, tal vez será preciso llegar hasta ahí, pero de momento os ofrecemos una oportunidad de seguir viviendo... de forma muy agradable, en compañía de un amante esposo que nunca os abandonará.

—¿Por qué? ¿Ya no forma parte de la guardia del cardenal?

—No. No por el momento. Un joven esposo se debe a su mujer.

—¡Basta de comedia! Podéis arrastrarme a la capilla, pero no me obligaréis a decir sí. ¡De modo que encerradme, o mejor aún, matadme, y no hablemos más!

—¿Es verdaderamente necesario renunciar a convenceros? —siseó Laffemas con una sonrisa relamida.

—¿Es verdaderamente necesario repetíroslo? No pienso decir ni una palabra más.

—Yo creo que sí... Por lo menos la que esperamos de vos, y estoy seguro de que vais a reconsiderar vuestra postura muy pronto.

Esta vez sólo le contestó un encogimiento de hombros. Sylvie estaba decidida a no abrir más la boca, pero él añadió:

—Hablando de interrogatorios, Raguenel todavía no ha sufrido ninguno en serio. Aún no. Ciertos interrogatorios son terribles, ¿sabéis? El verdugo dispone de un arsenal completo, capaz de soltar las lenguas más obstinadas...

Sylvie sintió que su corazón temblaba, pero, fiel a la línea de conducta que se había trazado, volvió la espalda al miserable y acercó sus manos heladas al fuego de la chimenea. Sin embargo, el teniente civil la siguió.

—Están las cuñas que rompen los huesos de las piernas, el agua que hincha el cuerpo hasta lo insoportable, las tenazas al rojo... ¡Incluso los más duros ceden... o mueren! Es muy posible morir bajo la tortura.

Hizo una pausa, mientras Sylvie apartaba las manos del calor para que él no viera cómo le temblaban, y se las frotaba.

—Si se lleva más allá de ciertos límites —murmuró Laffemas—, sobreviene la muerte, pero... también sucede que se tome su tiempo, se haga esperar... y desear. ¡Oh, sí! Y cómo se la desea cuando el cuerpo no es más que una llaga, cuando se han arrancado las uñas, los ojos...

—¡Basta! —estalló Sylvie, incapaz de soportar más aquello porque, mientras él hablaba, ella veía a su padrino sufrir aquellos horrores—. ¡No quiero seguir oyéndoos!

Y tapándose los oídos con las manos, corrió hacia la puerta pero allí tropezó con una de las dos maritornes que había visto al llegar. El teniente civil continuó:

—¡Ya os he dicho bastante! ¡Seguid a Gudrun! Ella os llevará a vuestra habitación, y allí os prepararéis para la ceremonia... ¡Ah, no intentéis hablarle, sólo entiende el alemán! Como su hermana Hilda.

La mujer, cuyo rostro era aproximadamente tan expresivo como el de una gárgola de piedra, la tomó del brazo sin demasiados miramientos y la guió hasta la escalera, que le hizo subir. En el piso superior, la cautiva se encontró en la habitación que había sido de su madre, donde Chiara había vivido su martirio. Echó una mirada a la chimenea en la que se había ocultado Jeannette. En esta ocasión no habría allí acurrucado ningún testigo que pudiera algún día relatar su propio calvario.

Sobre la cama había extendido un vestido, y Sylvie tuvo un sobresalto al reconocerlo. Era uno de los suyos, el más hermoso, el vestido blanco bordado de plata, regalo de Elisabeth de Vendôme, que llevaba la noche de Le Cid. ¿Cómo habían podido apoderarse de él sus raptores?

No se entretuvo en esa pregunta. Había muchas otras que se planteaba desde que había sido raptada en el patio de Rueil. Aquellos demonios parecían tener el poder de actuar a su antojo no sólo en la mansión del cardenal, su amo, sino también en el palacio de los reyes. Sin embargo, se le ocurrió que tal vez Richelieu no estaba involucrado en esta locura. ¿Por qué haberla confiado a Monsieur de Saint-Loup para hacer que un momento después su esbirro se la llevara? Aquello no era propio de él, pero ahora poco importaba que el cardenal estuviera de acuerdo o no. Lo pondrían ante los hechos consumados, y el odioso Laffemas era lo bastante retorcido para presentarle su conducta incalificable bajo una luz ventajosa para él.

En un gesto de cólera, la joven se apoderó del vestido, hizo una bola con él y lo arrojó a un rincón de la habitación; después se sentó en la cama con los brazos cruzados, con la intención de no moverse de allí. Gudrun, que había acabado sus preparativos, se volvió, la miró, y luego, sin conmoverse lo más mínimo, fue a llamar a su hermana. Entre las dos sujetaron a una Sylvie que intentó resistirse pero que hubo de confesarse vencida: la «gatita» no podía luchar contra las dos guardianas, a pesar de sus garras. En un abrir y cerrar de ojos se vio despojada de sus vestidos, lavada e introducida en el bonito vestido que de manera tan encantadora dejaba al descubierto sus frágiles hombros y sus senos redondos, aún menudos. Luego la peinaron y, envuelta en su capa, la llevaron a la capilla, cuyas vidrieras azules y rojas brillaban como dos ojos en el atardecer.

El castillo no era grande y tampoco lo era la capilla, pero las pocas personas que se encontraban allí le parecieron una muchedumbre agolpada ante un patíbulo en que La Ferrière, vestido de terciopelo púrpura, desempeñaba bastante apropiadamente el papel del verdugo.

Además, reinaba allí un frío húmedo que la hizo estremecer. A partir de ese momento la pobre joven, vencida por la fatiga y la desesperación, no vio nada de lo que sucedía ante sus ojos. Pensaba en todas las personas a las que amaba y que nunca volvería a ver. ¡Qué lejos estaban! Desaparecían en una bruma más espesa a cada momento, en un mar cada vez más profundo del que al final únicamente emergía Perceval, cuya suerte dependía en aquel momento de ella. Tenía que salvarlo, más del horror que de una muerte que, como le constaba a Sylvie, no temía. Después..., el camino parecía ya trazado.

La novia forzosa se interesaba tan poco por la ceremonia que no oyó al sacerdote preguntarle si consentía en casarse con Justin de La Ferrière. Siguió allí, erguida e inmóvil, como paralizada, mirando sin ver al hombre de la casulla bordada... Entonces, una mano de hierro sujetó por detrás su cabeza y la obligó a inclinarse, siguiendo el mismo método empleado años atrás por el rey Carlos IX, en el atrio de Notre-Dame, para arrancar el consentimiento más que reticente de su hermana Margot en el momento de casarse con el Bearnés. Y como en aquel lejano día, el oficiante se dio por satisfecho, recitó a toda prisa el resto del oficio y Sylvie se encontró fuera, del brazo de su marido, en marcha hacia la mansión iluminada —de manera bastante modesta para una boda—, donde se vio obligada a participar en un festín en el que apenas probó bocado y se limitó a beber un poco de aquel vino del Loira que tanto gustaba a François... Tuvo la idea de beber en exceso a fin de intentar olvidar la situación abominable en que se encontraba. Alrededor de ella, todos tragaban y bebían sin medida. El hombre que era ahora su esposo bebía más incluso que los demás, y en particular más que el «testigo», que curiosamente se mantenía sobrio. Sylvie pensó que era sin duda porque tenía que partir después de la cena: al volver de la capilla vio la carroza negra, que nadie había llevado a las cocheras. Habían cambiado los caballos, nada más. Sylvie se quedaría a solas con Justin, y ese pensamiento la asqueaba. Sólo la sostenía una débil esperanza, al advertir la cantidad de bebida que despachaba: que estuviese borracho perdido, y en consecuencia incapacitado para asaltarla. ¡Oh, si no podía tener acceso a ella esa noche, no lo tendría nunca más, porque el día siguiente no la encontraría viva!

Mientras tanto, Laffemas se impacientaba. El tiempo se le hacía largo, y fue él quien se levantó y declaró que ya estaba bien, incluso para tratarse de un festín de bodas, y que era hora de llevar a la novia al tálamo nupcial. Luego, sin esperar la respuesta de La Ferrière, que había intentado, no sin trabajo, ponerse de pie, fue a tomar a Sylvie de la mano.

—¡Venid! Vuestras criadas os esperan. ¡No tengo toda la noche a mi disposición!

—¿Por qué queréis impedir a este digno gentilhombre celebrar su hazaña? ¿Tenéis que volver a París? Muy bien, ¡marchaos! Ya me habéis hecho todo el daño que podíais...

Él se contentó con mirarla sin responder, mordiéndose el labio.

—¡No partiré sin dejaros antes en el lecho! ¡Llamad a las mujeres! ¡Que vengan a atender a su ama! —dijo a un criado—. Veréis, querida, os sería demasiado fácil, una vez que yo hubiera marchado, escapar a vuestra noche de bodas, dado el estado de vuestro esposo. Pero cuando yo hago una cosa, la hago bien... y hasta el final.

Con la muerte en el alma, Sylvie se dejó conducir por sus dos guardianas. ¿Qué otro nombre dar a aquellas criaturas de rostros de esfinge, sin el menor parecido con la risueña Jeannette? Sin embargo, conocían su oficio. La recién casada fue despojada de sus vestidos, perfumada y envuelta en un largo camisón de seda adornado con pesados encajes. Soltaron las cintas de sus bucles, deshicieron el moño de su nuca y Sylvie quedó cubierta por la masa sedosa de sus cabellos, cuyo color castaño claro adquiría bellos reflejos a la luz de las velas. El espejo ante el que estaba sentada le devolvía una hermosa imagen. En ese momento no fue en François en quien pensó sino en Jean d'Autancourt, ¡y para añorarlo! ¿Por qué no le había escuchado? A estas horas estaría sin duda casada, pero con un hombre joven, cariñoso, delicado, que habría sabido tratar con cuidado a la niña que ella era aún. ¡Nada parecido cabía esperar del bruto que iba a venir!

Sentada en el gran lecho con columnas, cuya lamparilla encendida en la cabecera revivía los personajes estampados en las tapicerías de las cortinas, Sylvie, helada hasta el alma a pesar del gran fuego encendido en la chimenea, esperó. Las dos alemanas se habían retirado, llevándose con ellas sus vestidos e incluso sus zapatos, lo que le pareció extraño, por más que otra mala sorpresa careciese ya de importancia.

Con el oído alerta, esperaba oír los cascos de los caballos y el rodar del coche que se llevaría finalmente a Laffemas a París, dejándola sola en manos de aquel bruto borracho. Pero nada se oía...

Lo que oyó finalmente fue el ligero crujido de la puerta que se abría despacio, despacio. Había llegado el terrible momento, al que esperaba aún que el vino le permitiría escapar por esa noche. Pero la silueta que quedó encuadrada bajo el dintel esculpido era la de Laffemas.

Una oleada de cólera ahogó el miedo de Sylvie:

—¿Qué venís a hacer aquí? Ya me han acostado, como veis, para esperar a vuestro amigo. ¡Ahora podéis marcharos! Vuestra repugnante misión ha terminado.

—No del todo...

En efecto, en lugar de marcharse se acercó al lecho. Había en sus ojos amarillentos una luz turbia, y se relamía como un gato gordo. Espantada por lo que leyó en aquel rostro diabólico, Sylvie retrocedió hasta que la cabecera de roble la detuvo. Quiso aferrarse a ella.

—¡Fuera!... ¡Fuera! —gritó—. ¡Voy a llamar!

—¿A quién, preciosa? ¿A tu esposo? Duerme la borrachera, y aunque no fuera así, no vendría. Era algo convenido entre nosotros desde hace mucho tiempo, que si yo conseguía entregarte a él, podría ejercer el derecho del señor... ¡Gozar de tus primicias, preciosa! ¡Qué momento delicioso vamos a vivir juntos! Hace meses que sueño con esto... ¡Vamos, sal de esa cama!

Ella se aferró con más fuerza. Entonces, él se inclinó y la arrancó de allí con una fuerza de la que ella no le habría creído capaz. Cayó sobre la alfombra, pero él la levantaba ya y se apoderaba de sus manos, que le sujetó a la espalda con una sola de las suyas, al tiempo que con la otra desanudaba el lazo del camisón, lo hacía deslizarse hasta las muñecas magulladas, y empezaba a acariciarla.

—¡Qué precioso cuerpecito! ¡Bonita!... Voy a decirte una cosa, pequeña, ¡me gustas más que tu madre! ¡Oh, ella era hermosa... muy hermosa! ¡Pero tú eres exquisita! ¡Una cervatilla asustada! ¡Y además eres virgen! ¡Una flor recién brotada! ¡Un capullo de rosa que yo voy a abrir!

Lo que luego sucedió fue abominable. Después de imponer a la infeliz un beso que le causó repugnancia, le arañó el vientre y le mordió los senos, con mayor frenesí aún al oírla gritar. Luego la arrojó sobre el lecho y la penetró con tanta brutalidad que ella lanzó un aullido. El dolor fue tan violento que Sylvie acabó por perder el conocimiento. Él ni siquiera se dio cuenta y prosiguió su infernal proceder, vomitando torrentes de injurias en las que la mezclaba a ella con su madre y con todas las infelices a las que había degollado a orillas del Sena. Este último horror, al menos, le fue ahorrado a su nueva víctima...

Cuando ella recuperó el conocimiento, él recomponía sus ropas, de pie en medio de la estancia. La vuelta a la conciencia le arrancó un gemido. Entonces él se volvió hacia ella, soltó una risotada y dijo:

—Ha estado bien, ¿sabes? ¡Volveremos a vernos, mi tortolita! ¡Puedes estar tranquila que volveré... y más de una vez! ¡Ahora eres mía!

Aquélla fue su despedida. Un instante más tarde dejaba el escenario de su infamia, y unos minutos después Sylvie oyó por fin el ruido del coche y los cascos de los caballos que tanto había esperado. Luego, nada. Un silencio tan absoluto que habría podido creerse que el castillo estaba desierto. Sylvie, entonces, se movió poco a poco. Le dolía todo el cuerpo. Era como si la hubiesen encerrado en un baúl con gatos salvajes. En las sábanas, manchas de sangre testimoniaban el trato bárbaro que le habían infligido. Pero poco a poco, su juventud y su profunda vitalidad se impusieron. Vio el camisón en el suelo y se arrastró hasta él, con la impresión de que si cubría el cuerpo magullado sufriría menos.

Una vez puesta en pie y vestida, comprobó que la cabeza no le daba vueltas, que podía caminar. Vio entonces sobre un cofre una bandeja en la que habían colocado dos vasos y un frasco de vino. Uno de los vasos había sido usado. Tomó el otro y se sirvió un poco de vino que se bebió de un trago; como aquello le proporcionó algún bienestar, se sirvió más.

El castillo seguía en silencio. Pensó que era preciso salir de allí cuanto antes. No para buscar una ayuda que no podía esperar de nadie, puesto que estaba casada con el inmundo La Ferrière, sino para buscar la muerte. El río no estaba lejos, pero se le ocurrió que su fin sería más dulce si iba a encontrarlo al estanque de Anet, allí donde nadaban los bellos cisnes que a ella le gustaba contemplar de niña. Y además, al menos en Anet cuando encontraran su cuerpo le darían una sepultura digna. Su estado era tan deplorable que nadie imaginaría que se había suicidado...

Sylvie se sintió reconfortada. La idea de su próxima muerte no sólo no la asustaba, sino que le resultaba grata porque era el único medio de reunirse con François, al que no haría, a fin de cuentas, más que preceder por poco tiempo. No tenía ninguna duda sobre la suerte que reservaba el cardenal para el amante de la reina: él regresaría a los campos de batalla que tanto añoraba, y algún día, a la conclusión de alguna batalla, recogerían su cuerpo, herido por el enemigo o por una mano invisible surgida de sus propias filas...

Pero para salir de la vida, antes era necesario salir del castillo. Todo el mundo debía de estar durmiendo, los borrachos a causa del vino, los criados del cansancio. Empezó por buscar alguna ropa de abrigo pero no encontró nada, a excepción de las sábanas. Se habían llevado todo. Además, la puerta estaba cerrada. Fue entonces a la ventana con la idea de anudar las sábanas y descolgarse en la mejor tradición de las grandes evasiones. Como el dormitorio se encontraba en el primer piso, su longitud sería suficiente. Pero encontró algo mejor: una espesa capa de hiedra trepaba en ese lugar por los muros de la casa, y ella sabía desde su infancia lo fácil que era escalar utilizando aquella planta tan firme. Bajar también debía de ser fácil. ¡Incluso en camisón y con los pies descalzos!

Estas palabras le reavivaron la memoria. ¡No llevaba nada más cuando, a los cuatro años, su instinto de cachorrillo la empujó fuera de La Ferrière! Pero ¿tendría ahora la misma fuerza? La niña de antaño era avispada y rebosaba salud. Ahora sólo era una mujer joven, rota, arrastrando un cuerpo hecho jirones...

Se decidió, a pesar de todo; consiguió deslizarse—¡era tan delgada!— entre el marco y el ajimez de piedra, buscó una rama un poco gruesa y, lenta, muy lentamente, se descolgó al exterior, buscó con los pies otra rama, luego otra y aún otra, hasta que por fin, al cabo de lo que le pareció un siglo, pisó el suelo. Allí se sentó un momento apoyada contra el tronco retorcido para que su corazón recuperase su ritmo normal.

En ese momento la luna, en su último cuarto, salió de entre las nubes y le mostró el patio desierto y la puerta abierta a un puente levadizo fuera de uso desde hacía años. Sylvie lo tomó como una invitación a proseguir su lúgubre plan. Le costó trabajo levantarse. Tenía ganas de quedarse allí, después del esfuerzo que acababa de llevar a cabo, pero su voluntad se impuso: ¡antes que nada, salir de esa mansión maldita para siempre! Y se puso en marcha.

Finalmente, ante ella se abrió el camino del bosque, oscuro, aunque iluminado en algunos tramos por fantasmagóricos rayos de luna. ¡Pero qué camino cruel para sus pies descalzos! Su primera huida había tenido lugar en junio, cuando la hierba y las plantas pequeñas formaban una alfombra blanda. El invierno endurecía la tierra, cuyo esqueleto se mostraba al desnudo, con guijarros cortantes y espinas despiadadas. Y hacía tanto frío... Sin embargo, Sylvie caminaba, caminaba anegada en lágrimas y gimiendo, pero impulsada por una desesperación infinita. Su mente no razonaba. No veía más que el túnel de árboles muertos que era necesario cruzar para encontrar el frescor del agua... del agua... ¡del agua! Tropezó con un obstáculo, lanzó un grito y cayó cuan larga era, de bruces contra el suelo, al que se aferró con la sensación de que nunca podría ya levantarse. En sus oídos zumbaba un ruido, el ruido de un galope que le recordó, antes de desvanecerse de nuevo, el momento maravilloso en que, en su desolación infantil, se le había aparecido el «señor Ángel».

No vio surgir de entre los matorrales a los dos jinetes atraídos por su grito. Sin embargo, ellos la vieron justo a tiempo. François, que galopaba al frente, obligó a encabritarse a su caballo para evitar el cuerpo tendido, hacia el cual se precipitó enseguida.

—¡Sangre de Cristo! ¡Es ella! ¡Es Sylvie! ¡Pero en qué estado! ¡Está helada! ¡No la oigo respirar... llegamos demasiado tarde!

—¡Yo he llegado demasiado tarde, monseñor! ¡Y no me lo perdonaré nunca!... ¡Pobre, pobre pequeña! —gimió Corentin desesperado.

—No ha sido culpa tuya que tu caballo se matara al chocar contra el tronco de un árbol, y que hayas tardado horas en encontrar otro. Además, has tenido que hacer que abrieran el castillo, despertarme...

—¡Y pensar que me alegré tanto al saber que estabais en Anet...!

Beaufort, arrodillado junto a Sylvie, volvió con cuidado su cuerpo exánime, en el que la pálida luz lunar mostraba huellas de sangre y magulladuras bajo el fino tejido desgarrado en varios puntos. Una oleada de ternura, y también de dolor, lo inundó, y la estrechó contra su cuerpo.

—¡Mi gatita... mi pobre gatita! —murmuró, y posó los labios en su frente, sin poder retener por más tiempo las lágrimas—. ¡Te vengaré! ¡Juro ante Dios que te vengaré!

De pronto oyó un murmullo:

—François...

Sobrecogido se apartó un poco, a tiempo para ver abrirse aquellos ojos que creía cerrados para siempre, y la alegría lo embargó.

—¡Loado sea Dios! ¡Estás viva...! ¡Mira, Corentin! ¡Vive!

Pero Sylvie no veía a Corentin. Únicamente veía lo que le parecía un sueño nacido de su deseo desesperado de que todo empezara de nuevo como antaño:

—¡Vos... habéis venido!... Estáis aquí...

Y perdió el conocimiento por tercera vez.



Fin



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20 de julio de 2010

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