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¡Una torre tan alta!


Al contemplar el castillo de Limours, uno podía preguntarse por qué razón había comprado el cardenal, tres años antes, la amplia construcción medio en ruinas que había pertenecido a la duquesa d'Étampes, favorita de Francisco I, cuando por esas fechas su fortuna era más bien escasa y todavía no había superado la aversión que le tenía el rey Luis XIII. Se decía que para adquirir Limours se había visto obligado a desprenderse de las tierras de su familia en Aussac y vender su cargo de limosnero de la reina madre. El cardenal había explicado que deseaba poder recibirla un día en un marco digno de ella, pero el aspecto del castillo arrojaba dudas sobre sus verdaderas intenciones. No era una residencia agradable, propia para seducir a una dama. En cambio, ofrecía un refugio seguro.

En efecto, una vez pasados el primer recinto amurallado y el antepatio, uno se encontraba ante una imponente construcción que conservaba aún muchas características de una fortaleza medieval: cuatro alas flanqueadas por gruesas torres circulares formaban un sólido cuadrilátero en torno a un patio central cuadrado; el conjunto quedaba aislado por medio de profundos fosos llenos de agua y sólo podían cruzarse por un puente ligero, fácil de inutilizar. En resumen, una construcción más poderosa que graciosa...

—... Y que podría constituir un retiro seguro para un porvenir incierto —suspiró Perceval, a quien le gustaba expresar sus pensamientos en voz alta cuando estaba solo—. Bien es verdad que después se ha regalado a sí mismo el precioso castillo de Rueil y la bonita mansión de Fleury.

A lomos de su caballo, parado en la ladera del valle por cuyo fondo se extendía Limours, examinaba el castillo del cardenal al tiempo que se preguntaba qué había venido a hacer aquí. Arrastrado por el dolor y la pena, había seguido su instinto sin saber qué debía buscar en concreto, porque, al no haber visto a los asesinos, no tenía ninguna oportunidad de reconocerlos. Además corría el riesgo de crearse problemas que no tardarían en extenderse a los Vendôme, que en modo alguno necesitaban ver aumentados los que ya pesaban sobre sus espaldas. Sin embargo, nada en su persona dejaba adivinar su pertenencia a aquella ilustre casa: su jubón de ante sin adornos, sus botas y su sombrero adornado con una pluma, todo era de un gris neutro y práctico. Sería un gentilhombre de viaje, y punto.

—Ya que estamos aquí, empecemos por buscar alojamiento, para descansar un poco y respirar el ambiente. Quizá la suerte nos sonría...

Una vez decidido el paso siguiente, puso el caballo al trote corto, bajó la pendiente de la loma y llegó a las primeras casas, en medio de las cuales brillaba, entre la iglesia y el castillo, la enseña de la Salamandre d'Or, indicadora de la existencia de un albergue. Entró en él después de haber dejado su montura en manos de un mozo de cuadra, y pidió habitación y comida. Le asignaron la primera y le prometieron la segunda para una hora más tarde. De modo que, después de refrescarse y de quitarse el polvo del camino con un gran barreño de agua fría, fue a instalarse, mientras esperaba la cena, en el jardín, en el que había varias mesas dispuestas bajo un emparrado; allí se hizo servir una jarra de vino de Longjumeau. En la sala, donde un marmitón sofocado estaba asando al fuego un cuarto de ternera, hacía demasiado calor.

Para su sorpresa, dado el carácter apacible del lugar, reinaba en el albergue una gran agitación. Eso se debía, según el mesonero, a las importantes reformas que estaba llevando a cabo el cardenal de Richelieu en sus dominios:

—Están reparando algunos aposentos, y también el sistema de riego de los jardines. Cada semana vemos llegar carretas que traen mármoles y antigüedades para la decoración. Cuando acaben las obras, tendremos aquí una hermosa finca...

—Monseñor debe de estar fuera, con todo este trajín...

—¿Él? De ninguna manera. Ha estado enfermo, pero reside aquí y vigila personalmente todas las reformas. Eso me ha valido la clientela de los señores guardias, que se aburren un tanto cuando no están de servicio.

En efecto, se veían varias casacas rojas bajo las grandes hojas de parra, pero sus poseedores tenían un aspecto jovial que no parecía acorde con los matarifes desalmados de los que había sido víctima la familia de Valaines. Jugaban a los dados y se contaban chistes picantes entre grandes carcajadas. Había otros bebedores sentados, que se habían desabrochado o retirado el jubón y abierto la camisa para mejor aprovechar las postrimerías apacibles de un día abrasador. El lugar era agradable y propicio al descanso.

De súbito, la mirada alerta de Perceval, que seguía atenta a pesar de sus ojos entrecerrados, captó un detalle. Instalados al fondo de la terraza, cerca del tronco de la parra, dos hombres vestidos de negro y manchados de polvo brindaban con uno de los guardias del cardenal. Éste, después de beber, extrajo de su casaca roja con la cruz griega bordada una bolsa bastante abultada, que entregó a uno de sus acompañantes; pero su gesto hizo que cayera de su bolsillo un objeto que se apresuró a recoger. No lo bastante aprisa, sin embargo, para que Raguenel no pudiese identificarlo: era un antifaz negro.

Perceval vació de golpe su vaso, lo llenó de nuevo y luego, plantando los codos encima de la mesa y bajándose el ala del sombrero sobre los ojos como si le molestara el sol poniente, se dedicó a examinar con mayor atención a los tres hombres. Su instinto le decía que se encontraba ante una parte de la banda, venida sin duda a recibir su paga. Observó sobre todo al guardia. ¿Era el jefe, el hombre que había perseguido a Chiara con un amor tan feroz? Era difícil de creer. Se trataba de un hombre alto y fuerte, pelirrojo como una zanahoria, con una cara inexpresiva propia del típico soldadote aficionado a la cerveza y las estocadas, y probablemente sin la menor noción del alfabeto griego. Además no aparentaba más de veinte años, y el verdugo de Chiara le había reprochado su negativa a casarse con él. Sin duda se trataba del oficial pagador de la expedición, y probablemente había tomado parte en ella.

Finalmente, el hombre de la casaca roja se levantó, se caló el sombrero, se despidió y salió del albergue en dirección al castillo. Perceval se contentó con seguirle con la mirada. Los otros dos eran mucho más interesantes, y Perceval decidió seguirlos. Esa noche no tuvo que ir muy lejos. Bien provistos de dinero, y visiblemente de muy buen humor, los dos compadres reclamaron más bebida y pidieron una habitación. Antes de entregarse a los placeres de una distendida velada, uno de ellos se levantó y fue a buscar los caballos, que habían quedado atados bajo un alpende, para entregarlos al mozo de cuadra..., al que Perceval, después de un momento, fue a buscar a su vez. Una moneda de plata que apareció entre sus dedos consiguió que el muchacho le escuchara con toda atención.

—Creo que conozco a los propietarios de esos caballos —dijo, señalando las monturas que acababan de entrar en la cuadra.

—Es posible, gentilhombre. Vienen de vez en cuando por aquí para asegurarse de que sus mercancías llegan en buen estado. Son mercaderes de París.

Las cejas de Perceval se alzaron por lo menos hasta la mitad de su frente.

—¿Mercaderes? —No añadió «¿Con esas caras?», pero era lo que pensaba en el fondo—. ¿Y qué venden?

—Pasamanería. No siempre duermen en el albergue, pero esta vez se quedarán hasta mañana a primera hora.

—¿Vuelven a París?

—Sí, claro.

—Es natural. Vaya, creo que el parecido me ha hecho equivocarme. No los conozco de nada. Por cierto, yo también me voy mañana temprano.

—A vuestras órdenes, gentilhombre. Vuestro caballo estará listo. ¡Oh, es un animal precioso!

Mientras volvía a su mesa, en la que ahora una camarera estaba colocando el cubierto —cenaría fuera para aprovechar el fresco del atardecer—, Perceval, sin perder de vista a los «mercaderes», pensaba que aquellos hombres tenían aspecto de interesarse, más que por el comercio de la pasamanería, por el de sogas para el verdugo. En particular sus mostachos —se parecían tanto entre ellos que debían de ser hermanos—, levantados en forma de gancho, no eran de los que suelen encontrarse detrás de un mostrador.

El sol acababa de ponerse cuando la verja del castillo se abrió para dar paso a una nutrida comitiva: precedidos por un oficial, los guardias de casaca roja, impecablemente alineados de cuatro en fondo, escoltaban a una carroza de viaje lo bastante grande para llevar a un viajero acostado. No cabía duda sobre quién era el ocupante: el pesado vehículo llevaba en las portezuelas, pintado en escarlata realzado con filetes dorados, un gran blasón coronado por el capelo rojo ritual. Detrás de los soldados marchaban las muías y la carreta del equipaje...

El respeto había hecho inclinarse a todos los presentes en la Salamandre d'Or. Al paso del carruaje, Raguenel tuvo tiempo de atisbar un rostro pálido y altivo, alargado por una barba en punta, y, frente a él, un religioso vestido con un sayal gris. Armand-Jean du Plessis, cardenal duque de Richelieu, y su más fiel consejero, el padre Joseph du Tremblay, a quien se apodaba ya la Eminencia Gris, marchaban de viaje.

Cuando el cortejo se hubo alejado en dirección al sur, Perceval comentó al mesonero:

—¿El cardenal se va? ¿A esta hora? ¿No es un poco extraño?

—De ninguna manera, señor. Su Eminencia, cuya salud deja bastante que desear, soporta mal los fuertes calores. Así el camino le resulta menos penoso.

—¿Es una costumbre, entonces?

—No siempre. Sólo en verano y para trayectos largos. Dicen que Su Eminencia va a reunirse con el rey, junto al Loira. Cuando el rey llama, conviene acudir con presteza.

El caballero le dio las gracias con un gesto y el hombre se alejó sin imaginar la brusca inquietud que esa marcha había suscitado en su cliente, impresionado por las fuerzas desplegadas a la luz de las antorchas. Los uniformes rojos, la silueta roja e incluso el capuchón gris del religioso, todo le parecía amenazador. Tal vez, al saber presos a los Vendôme, Richelieu corría presuroso hacia un desenlace que su odio no quería dejar escapar a ningún precio. ¿Iba a aplastarlos como habían sido aplastados, tal vez por orden suya, los inocentes de La Ferrière?


A pesar de los sombríos pensamientos que lo asaltaban, Perceval consiguió dormir unas horas, pero con el canto de los gallos estaba ya dispuesto a emprender el camino. Sin embargo, refrenó su ímpetu y, cuando los «pasamenteros» dejaron el albergue, él se encontraba tomando un desayuno compuesto por pan, mantequilla y jamón regados con un vino blanco, seco como un pedernal. Su cuenta estaba ya pagada y su caballo, ensillado, esperaba delante de la puerta.

Como buen sabueso, dejó que la presa se adelantara lo suficiente. Mejor montado que ellos, podría alcanzarlos sin dificultad. Bastaba, por consiguiente, con seguirlos de lejos hasta las proximidades de la capital, y luego, cuando el camino estuviese más frecuentado, acortar la distancia hasta tenerlos a la vista.

Por desgracia, los dos compadres no tenían prisa. El buen tiempo les incitaba a entretenerse y Perceval, que esperaba que marcharan directamente a París, tuvo la desagradable sorpresa, al llegar a Bièvres, de verlos instalados a la sombra de un albergue, picoteando un cestillo de fresas —la especialidad de la región— y bebiendo una jarra de vino. Parecían de muy buen humor.

Raguenel, que tenía sed, les hubiera imitado gustoso, pero eso habría sido una imprudencia mayúscula. De manera que optó por cambiar de táctica: en lugar de seguirles, les precedería. Y así, después de rebasar Bièvres dando un rodeo para pasar inadvertido, siguió directamente hasta la puerta Saint-Jacques, en París, que era el término normal del camino. Cerca del convento de los Jacobinos había una pequeña taberna tan acogedora como la de Bièvres, en la que podría refrescarse mientras esperaba tranquilamente.

Una cosa le intrigaba. Los aldeanos de La Ferrière habían hablado de una docena de hombres de negro. Pero en Limours no había más que dos, tres contando el que había ido a pagarles. ¿Dónde estaban los demás? ¿Galopaban al lado de la carroza del cardenal, estaban dispersos por la región, o bien esperaban en París el pago que les llevaban los «pasamenteros»?

Llegado a primera hora de la tarde, nuestro viajero se instaló en el pequeño hostal y almorzó un cuarto de oca aderezado con salsa de agraz, gofres crujientes y unos vasos de un vino blanco de Aunis que no carecía de mérito, pero que le obligó a luchar después contra la somnolencia para no arriesgarse a perder la pista de su presa.

Esperó bastante tiempo, hasta el punto de preguntarse si los dos hombres no se habrían quedado en Bièvres para echarse una larga siesta. Por fin, les vio llegar. En los comercios se voceaba ya el cierre y las campanas de la ciudad tocaban el ángelus. Raguenel montó a toda prisa en su caballo. Esta vez no podía perderlos de vista en la afluencia que se producía siempre a la hora del cierre de las puertas de la ciudad, con corrientes contrarias de personas que entraban y que salían. Por suerte, los dos sombreros adornados con plumas negras idénticas facilitaban la vigilancia.

Una vez cruzada la bóveda de la puerta, con su fuerte olor a orines y aceite rancio, y después de pasar entre dos soldados distraídos que se suponía debían vigilar las idas y venidas, descendieron la colina de Sainte-Geneviève, feudo siempre más o menos agitado de los estudiantes, entre una doble fila de colegios de aspecto venerable. Pero en lugar de dirigirse hacia el Sena, como suponía Raguenel, los dos hombres doblaron a la derecha. El día se había cubierto súbitamente desde la entrada en París. Pesadas nubes negras venidas del norte se agolpaban, precipitando la llegada de la oscuridad. Un viento anunciador de tormenta levantaba un polvo acre, pero la lluvia no caía todavía.

Los dos hombres pasaron delante del Collège de France y rodearon la antigua mansión de los abades de Cluny donde, desde comienzos del siglo, se alojaban los nuncios del Papa. Al desembocar en el triángulo de la plaza Maubert, Raguenel se dio cuenta de que únicamente seguía a un hombre: el otro había desaparecido como por ensalmo. El caballero resolvió continuar detrás del que quedaba. Así atravesaron, a respetuosa distancia, el amplio espacio patibulario donde el prebostazgo de París mantenía de forma permanente dos horcas listas para funcionar, lo que no impedía que el lugar gozara de bastante mala fama.

Por fin, el hombre se apeó de su caballo en la esquina de una callejuela estrecha, ató la brida y siguió a pie. Perceval sonrió: se trataba de un callejón sin salida conocido por el nombre de «callejón de Amboise», en el que, aparte de la noble mansión de la que recibía el nombre, únicamente había dos casas. En una de ellas se abría una taberna de bastante mal aspecto frecuentada por «escolares» sin dinero en busca de algún buen negocio o de alguna fechoría. Fue allí donde entró el desconocido.

Seguro de que no se le escaparía, Perceval buscó un sitio para atar su caballo, lo encontró cerca de la capilla de Nôtre-Dame de la Recouvrance des Carmes y dejó allí su montura al abrigo de un saliente. Después se aseguró de que su espada salía con facilidad de la vaina y se dirigió hacia la puerta baja en cuyo dintel una enseña, ilegible a fuerza de roña y decrepitud, chirriaba ligeramente impulsada por la brisa del atardecer. No entró, sino que se contentó con limpiar con su pañuelo húmedo de saliva una esquina de la ventana más próxima. Vio entonces, sentados uno a cada lado de una mesa en la que ardía una vela, a su «pasamentero» y a un hombre grueso de pelambrera gris e hirsuta, con una camisa de color indefinido, que debía de ser el tabernero. No había nadie más a la vista, era aún temprano para la clientela habitual del lugar.

De súbito, el corazón de Perceval dio un vuelco: entre las manos del hombre de negro acababa de aparecer un collar de oro, perlas y pequeños rubíes que había visto muy a menudo al cuello de Chiara de Valaines. Sentaba de maravilla a su belleza morena y, como lo sabía, ella le tenía un particular aprecio y lo lucía con frecuencia. Esta vez, la duda —admitiendo que subsistiese alguna— ya no era posible...

Desenvainó la espada y, sin más reflexión, subió los dos escalones de la entrada, abrió la puerta con un puntapié brutal, se precipitó con el ímpetu de una bala de cañón sobre los dos cómplices, y arrancó el collar de los gruesos dedos del tabernero.

—¿Dónde has encontrado esto? —preguntó, colocando la punta de su espada en la garganta del bandido.

—Pues yo...

—No te canses inventando mentiras, sé dónde. Eres uno de los miserables que asesinaron, hace dos días, a Madame de Valaines y a sus hijos en el castillo de La Ferrière. ¡Y te aconsejo que no lo niegues, o te ensarto aquí mismo! —añadió, al tiempo que hacía desaparecer la joya en su bolsillo.

—Yo no he matado a nadie —gruñó el otro—, y esas perlas me las encontré...

—No lo dudo, y puedo decirte dónde: en el buró florentino de su dormitorio.

—¿Y qué? Tenía órdenes, y cuando me pagan bien, hago lo que me mandan.

El tabernero no se había movido. Incluso había apartado las manos de la mesa, como temeroso, pero era un hombre fornido y Perceval no deseaba que se mezclase en su discusión con el bandido.

—Iremos a hablar fuera —dijo, aferrándolo por el cuello del jubón—. Y tú, tabernero, no te muevas si quieres seguir vivo mañana por la mañana.

—¡Voy a llamar a la ronda! —dijo el hombre—. No se puede amenazar así a mis clientes...

—Haces bien en defenderlos, pero no te servirá de nada. Llama a la ronda si quieres, les contaré algo que les gustará. ¡Vamos, tú! ¡De pie! —añadió, obligando a su presa a levantarse del banco—. ¡Y tú, tabernero, no te muevas o lo ensarto, pido socorro y a quien colgarán es a ti!

Dicho lo cual, arrastró a su cautivo hasta la puerta, que le hizo cruzar de un empujón, y luego hacia los dos patíbulos, cuya proximidad arrancó al miserable un gorgoteo horrorizado.

—¿No iréis...?

—¿A colgarte? Eso depende de ti —respondió Perceval, que, envalentonado por su éxito inicial, se sentía con la fuerza del gigante Atlas—. Si contestas a mis preguntas, quizá te deje seguir tu camino.

Lo empujó contra el cadalso de albañilería que servía para apilar troncos y haces de leña cuando se quemaba a algún reo, y lo mantuvo pegado al muro con la punta de su espada.

—¡Ahora, hablemos! Para empezar, ¿cuál es tu nombre?

—No estoy seguro de tener uno. Me llaman Masca-hierro.

Raguenel se echó a reír.

—Puedes intentar morder éste, pero me extrañará que consigas digerirlo. Ahora dime quién os reclutó a ti y a tu hermano... porque supongo que tu doble, que ha desaparecido hace un rato, es tu hermano.

—Sí.

—Bien. Entonces ¿quién era el hombre que os mandaba en el asunto de La Ferrière?

—¡No lo sé!

—¿De verdad?

La punta de la espada le hizo un rasguño en la garganta.

—¡Os juro que no lo sé! —gimió—. Ninguno de los que venían con nosotros lo sabía. Alguien nos reclutó, a mi hermano y a mí, en la taberna de la Truie-qui-file. A los demás no les conocía.

—¿Y al guardia que fue a pagaros en el albergue de Limours tampoco lo conocías?

Una gota de sangre resbaló por el cuello del hombre.

—Sí... Fue él quien vino a la taberna. Se... se llama La Ferrière y nos acompañó.

—¿La Ferrière? —repitió Perceval asombrado—. Pero ¿de dónde sale ese nombre?

—Yo... no lo sé. Sólo dijo que las personas del palacete le habían robado la herencia y que esperaba recuperarla ahora que no quedaba nadie con vida.

El caballero dejó para más tarde el examen de esa extraña pretensión.

—¿Y el jefe? ¿Estás seguro de que no era él?

—¡Oh, seguro! El jefe únicamente nos acompañó la mañana misma, y nadie vio su rostro. Todo lo que puedo decir es que La Ferrière le hablaba con consideración. Cuando todo terminó, desapareció. Soc...

Raguenel no vio llegar el golpe. Únicamente sintió un puñetazo en la espalda, y con un gesto automático hundió su espada en la garganta de Mascahierro. Su grito de agonía fue lo último que oyó antes de sumirse en las tinieblas.


Si Raguenel no fue a reunirse con sus antepasados aquella noche, lo debió ciertamente a su ángel de la guarda, pero sobre todo a la pasión bibliófila del mariscal de Francia, que era uno de los raros militares amigos de la cultura en una época en que los grandes señores valoraban más el arte de manejar la espada que el de manejar la pluma. Esa rareza se llamaba François, barón de Bestein, de Haroué, de Remonville, de Baudricourt y d'Ormes, nombre afrancesado en la forma de Bassompierre por Enrique IV cuando, con diecinueve años de edad, fue llevado a su corte. Leía el latín y el griego, hablaba cuatro lenguas —francés, alemán, italiano y español— con la misma facilidad y poseía una magnífica biblioteca a la que dedicaba todos sus desvelos.

Gran seductor por otra parte, siempre enredado en alguna aventura de faldas, aquella noche se había desplazado hasta una librería del Puits-Certain frecuentada por todos los espíritus cultivados de la colina de Sainte-Geneviève para admirar, y sin duda comprar, una edición de los Comentarios de César impresa en Venecia por Aldo Manuzio.[11] Y también para ver allí a la sobrina del dueño de la librería, a la que hacía asiduamente la corte desde hacía varias semanas. La bella Marguerite era la principal razón que le había inducido a salir de casa a pesar de la tormenta que se preparaba, cruzar el Sena y ascender a la docta colina. Pero si bien los Comentarios acudieron a la cita, no ocurrió lo mismo con Marguerite, que había ido a pasar el día a Suresnes.

Decepcionado, el mariscal no se entretuvo tanto como esperaba y, con sus Comentarios recién adquiridos, se volvió a su mansión. Al aproximarse a la plaza Maubert a la luz de las antorchas que portaban sus lacayos —las calles de París no ofrecían en aquella época más iluminación que las lámparas de aceite encendidas en algunas travesías ante las estatuas de la Virgen o de los santos—, oyó un grito y se dirigió de inmediato al lugar de donde procedía: a falta de ternezas y retozos, siempre podría consolarse con una buena pelea.

Pero la velada decididamente no se le presentaba favorable, porque la aparición de su gente puso a los malandrines en fuga y únicamente pudo encontrar en el lugar dos cuerpos tendidos: uno, un hombre de aspecto sospechoso, estaba muerto, y el otro, con la inconfundible apariencia de un gentilhombre, aún respiraba. Además, el rostro de este último le trajo algún recuerdo impreciso: tenía la impresión de haberlo conocido en alguna parte.

Aporreadas por el puño autoritario de sus lacayos, se abrieron unas puertas. Aparecieron unas parihuelas sobre las que fue colocado el herido inconsciente y llevado a la mansión del mariscal, situada no lejos del Arsenal. El cielo, compadecido, no empezó a descargar sus nubes hasta que arribaron a su destino, de modo que el pequeño cortejo llegó seco, pero no le ocurrió lo mismo al médico que el mariscal envió a buscar de inmediato. En cuanto a Perceval, que había perdido mucha sangre, no tenía conciencia de lo que le había ocurrido y seguiría así durante varios días, presa de una fuerte fiebre.

De modo que, al recuperar de nuevo la conciencia, se sorprendió al encontrarse en una habitación desconocida. Una hermosa habitación, con muebles de madera esculpida, tapicería exquisita y techo de artesones pintados, esculpidos y dorados. Debía de ser de noche porque una lamparilla de aceite ardía en la cabecera y un lacayo dormido en un sillón roncaba con aplicación, hundiendo la nariz en los botones de su librea roja y plata. Era ese ruido el que había despertado a Perceval, pero de inmediato echó de menos su anterior inconsciencia: no se sentía bien y le costaba respirar. Además, tenía sed. Al ver cerca de su cabeza una botella y un vaso, quiso servirse, pero le asaltó un dolor en el pecho tan vivo que no pudo contener un gemido. Enseguida, el lacayo se puso en pie y se inclinó hacia él, totalmente despabilado:

—¿El señor está despierto?

—Sí... Quisiera beber...

—Un instante. Voy a buscar al médico.

Este no debía de estar lejos. Apareció casi de inmediato, y dio muestras de gran satisfacción al encontrar a su paciente con los ojos abiertos. Le tomó el pulso y palpó su frente y sus brazos.

—La fiebre aún persiste —declaró—, pero, gracias a Dios, ha bajado y ya no deliráis.

—¿Delirar?... ¿He delirado mucho tiempo?

—Una semana larga. Hasta el punto de que hemos creído que no podríamos salvaros. La herida es profunda. El pulmón está afectado, pero sois joven y tenéis una buena constitución, de modo que la naturaleza acabará por imponerse. Al menos eso espero... si os mostráis razonable.

En ese instante, la mano de un lacayo volvió a abrir la puerta de la habitación para dar paso al señor de la casa, envuelto en una bata rameada de tonos castaños entretejida con hilo de oro.

—¿Me dicen que nuestro invitado se encuentra mejor? —exclamó—. En verdad es una buena noticia, y tal vez ahora podamos saber quién es.

—Poco a poco, señor mariscal, poco a poco —encareció el médico—. Puede hablar, cierto, pero todavía está muy débil.

El herido intentó incorporarse en el lecho para saludar a aquel imponente señor, y lo reconoció de inmediato. Quien hubiera visto en alguna ocasión al antiguo comandante de los suizos de Su Majestad, ya no podría olvidarlo. En efecto, con sus seis pies y varias pulgadas de estatura, su aspecto se adecuaba a la función que desempeñaba. Por lo demás, a pesar de que ya había cumplido cuarenta y seis años, Bassompierre seguía siendo un hombre seductor, con su cabello rubio, sedoso y rizado con apenas algunas hebras plateadas, un rostro a la vez enérgico y afable, y una barbita sedosa siempre perfumada con una mixtura de almizcle y ámbar.

—Señor mariscal —murmuró el herido—, me siento confuso por causaros tantas molestias. ¿Tendréis la bondad de explicarme por qué milagro os debo la vida?

—¡Oh, muy sencillo! —dijo Bassompierre sentándose en el sillón que había dejado libre el lacayo—. Pasaba por allí con mis hombres, oímos un grito, vimos y...

—...vencisteis. Y por añadidura, si he comprendido bien, os habéis cuidado de mí.

—¡No tiene importancia, amigo mío, no tiene importancia! Pero me gustaría que me dijerais quién sois.

—Un fiel servidor de la casa de Vendôme, señor mariscal —dijo Perceval, que, conocedor de los lazos de amistad que unían a Bassompierre y el duque César, no corría el riesgo de equivocarse. Me llamo Perceval de Raguenel, soy gentilhombre y escudero de la señora duquesa...

El resultado fue inmediato:

—¡Consideraos en vuestra casa! Sin embargo, no entiendo bien qué estáis haciendo en París. ¿Acaso ha regresado vuestra ama?

—En estos momentos la señora duquesa debe de encontrarse en Blois, adonde ha ido a implorar la clemencia del rey.

—¿La clemencia del rey? ¿Qué historias me estáis contando?

—La triste verdad. El duque César y monseñor el Gran Prior de Francia han sido arrestados por orden de Su Majestad y conducidos a la prisión de Amboise. ¿No lo sabíais? —preguntó tímidamente Perceval, que conocía los lazos de amistad que unían a la duquesa d'Elbeuf, hermana de los dos presos, y a la princesa de Conti, de la que se rumoreaba que era la esposa secreta de Bassompierre.

¡Pardiez, no! —murmuró éste, y su rostro se ensombreció—. ¡Qué extraño! Debe de haberse hecho en secreto, cuando el rumor aún no ha llegado aquí. Pero ahora que pienso, ¿no deberíais estar en Blois, al lado de vuestra ama?

—Sin duda... Pero he tenido que ocuparme, con su permiso, de un asunto grave...

—¿De verdad? Contadme eso.

El médico intervino:

—Perdonadme, señor mariscal, pero este joven acaba de salir de un desvanecimiento prolongado. No debemos fatigarle, y habréis observado que hablar le resulta penoso...

—Muy cierto. ¡Dormid, muchacho! Comed, bebed, reponed fuerzas. Seguiremos esta conversación mañana... siempre, claro está, que deseéis proseguirla.

—Lo haré con sumo gusto, señor mariscal. Gracias.

Y Bassompierre salió después de recomendar al médico que no se divirtiera en «sangrar a ese infeliz muchacho, siguiendo vuestra consabida costumbre. ¡Ya ha perdido demasiada sangre!».

El hombre de ciencia intentó objetar que era la única manera de «dar salida a los humores nefastos que pueden permanecer en el cuerpo de un paciente, y sólo puede hacerle bien desembarazarse de una sangre sin la menor duda viciada después de tantos días de inconsciencia», pero Bassompierre no quiso atender a razones:

—Ya le proporcionaremos más sangre con la ayuda de buenas carnes y buenos vinos de Borgoña a los que no pueden resistirse los humores más malignos. ¡Haced lo que os digo o enviaré un mensajero al rey pidiéndole que me preste a Bouvard a cambio de un pariente mío!

Así amenazado, el médico se encogió de hombros y se contentó con aplicar a su paciente métodos suaves: un poco de miel y una tisana calmante, que le permitieron concluir con un sueño reparador una noche iniciada con los últimos accesos febriles. Pero antes de sumirse en el sueño, se prometió revelarlo todo al salvador que un Dios providencial había colocado en su camino. ¿Qué mejor confidente, qué mejor consejero podía encontrar que aquel hombre valeroso, inteligente, hábil cortesano cuando convenía, dotado para la diplomacia, que había formado parte del círculo de íntimos de la bella Gabrielle y al mismo tiempo había sabido conservar la amistad de un rey propicio a los celos? Fue a él a quien se asignó la misión de escoltar a la futura reina de Fontainebleau a París. Sabemos cómo terminó aquel viaje: con un hijo muerto y una horrible crisis de eclampsia, pero, lejos de mostrar resentimiento a Bassompierre, el Bearnés se encerró con él durante toda una semana para hablar de la desaparecida y llorar su muerte. Y cuando Enrique IV, poco tiempo después, buscó consuelo junto a la bella pero peligrosa Henriette d'Entragues, a la que hizo marquesa de Verneuil, François de Bassompierre juzgó su deber interesarse por la hermana pequeña de Henriette, la atractiva Marie-Charlotte, y tuvo un hijo con ella. Desde hacía quince años, Marie-Charlotte le arrastraba a un juicio tras otro, con la pretensión de que él había firmado una promesa de matrimonio; Bassompierre lo negaba con todas sus fuerzas, pero eso no le libraba de ver envenenada su existencia. Felizmente había sabido conservar apoyos importantes y, después de la muerte del rey, se había atraído la buena voluntad de la regente. A la gorda María de Médicis se le caía la baba al escuchar sus réplicas a menudo procaces. Por ejemplo, el día en que él aseguró que existían pocas mujeres que no fueran putas, a aquella bobalicona le había parecido espiritual preguntarle: «¿Y yo?» Y Bassompierre contestó, con una gran reverencia y una sonrisa: «Vos, madame, sois la reina», haciéndole soltar una gran risotada. Al mismo tiempo se complacía en declararse protector de los jóvenes príncipes bastardos, y después del matrimonio de César con François de Mercoeur se le vio con frecuencia bajo las enramadas de Anet o en los jardines de Chenonceau.


Sabedor de dónde le había conducido la suerte, Perceval esperó con confianza el momento de las explicaciones. Llegó a primera hora de la tarde del siguiente día. Desde el momento en que el mariscal entró en la habitación, el herido comprendió que las cosas no iban bien.

—Teníais razón, las cosas están muy mal —suspiró—. Vengo de casa de la señora princesa de Conti, y allí he encontrado a la señora duquesa d'Elbeuf llorando como todas las fuentes de París, y confieso que con razón. El rey, la corte y, por supuesto, el cardenal se han trasladado a Nantes, donde el joven príncipe de Chalais ha sido arrestado y arrojado a las mazmorras del castillo. Nuestro rey y Richelieu han interrogado a Monsieur acerca de la conspiración que tenía como objetivo impedir su matrimonio, asesinar al cardenal y, si el rey era derrocado, concertar el matrimonio de la joven reina con Monsieur. ¿Y que creéis que respondió nuestro buen príncipe?

—Conociéndole, no es difícil adivinarlo —dijo Raguenel, que tomaba un excelente almuerzo incorporado sobre un montón de almohadas—. Empezó por pedir perdón, juró que nunca estuvo al corriente de nada y acabó por traicionar a todo el mundo.

—¡Exacto! Empezó, por supuesto, por las personas ya arrestadas por el rey. Culpó todo lo posible a los Vendôme, y aseguró que el duque César reunía un ejército en Bretaña para invadir Francia y destronar al rey.

—¡Es abominable! Monseñor el duque únicamente deseaba consolidar su posición en el gobierno de Bretaña para poder afrontar cualquier eventualidad; sabe muy bien que el cardenal lo detesta.

—Y eso no es todo. El joven Chalais, una vez en prisión, ha dicho lo mismo, pero por una razón muy diferente: está perdidamente enamorado de Madame de Chevreuse, que al parecer concedió sus favores al Gran Prior Alexandre. Por tanto, busca vengarse de ellos, sin privarse por otra parte de acusar a la que ama.

—¡Misericordia! ¿Y qué ha ocurrido?

—Se ha despojado al señor de Vendôme del gobierno de Bretaña y el rey ha dado orden de derribar las fortificaciones de sus castillos: Ancenis, Lamballe, Blavet, etc.

—¿Vendôme también?

—No. La orden se ha limitado a Bretaña. Además Vendôme es una gran ciudad, muy leal a su duque. Mientras éste no sea condenado, nadie la tocará, y de momento los dos hermanos siguen en Amboise.

—¿Y la señora duquesa?

—No hay noticias de ella. Madame d'Elbeuf ignora lo que ha sido de su cuñada. Naturalmente, eso la atormenta... Y ya que estamos en ello, contadme vuestra historia.

Raguenel lo hizo, sin ocultar ni olvidar nada. Su amistad con la familia de Valaines, la tragedia que la había aniquilado, la pena que experimentaba, cómo había encontrado a Jeannette en la chimenea y el relato que ella le hizo. Luego, su decisión de seguir la pista aún caliente de los asesinos, el albergue de Limours y finalmente el incidente que le tenía postrado en el lecho con un pulmón perforado. Para concluir, pidió que le trajeran su jubón, del que tomó el sello de lacre rojo despegado de la frente de Chiara y el collar que había quitado a Mascahierro.

Aunque solía ser locuaz, el mariscal escuchó su relato sin decir palabra. Cuando hubo terminado, Bassompierre tomó el collar y lo acarició con los dedos.

—Conocí a la signorina degli Albizzi cuando entró al servicio de la reina madre. ¡Una muchacha muy hermosa... y virtuosa! No me guardaréis rencor, espero, si os confieso que intenté sin éxito obtener sus favores. Cuando la casaron, era pura y luminosa como un hermoso lirio. Nadie comprendió por qué razón se casaba con un hombre mucho mayor que ella.

—Pero que supo hacerla feliz. En agradecimiento, ella le dio tres hijos de los que sólo sobrevive la pequeña Sylvie, confiada en la actualidad a los cuidados de Madame de Vendôme. Pero, señor mariscal, puesto que la conocíais, ¿podríais decirme si, aparte de Jean de Valaines, algún otro hombre pretendía su mano?

—¿Otro hombre? —repitió Bassompierre tomando el sello entre dos dedos—. En verdad, lo ignoro. Cuando una dama me dice no, no me tomo el trabajo de insistir y deposito mis esperanzas en otro lugar. Es extraño este sello. Omega... «Yo soy el alfa y el omega, el primero y el último, el comienzo y el fin», dice el Apocalipsis. Si ha elegido este símbolo, ¿pretende ese hombre ser el fin para otros hombres?

—Eso parece señalar a un verdugo.

—Pero un verdugo culto, y no creo que exista ninguno.

—¿Un juez, entonces? Muchos son personas cultivadas.

—Sin duda. Pero, por lo que sé, no es gente dispuesta a mancharse las manos y, según el relato de la criadita, el asesino bañó sus manos en sangre. Apuesto a que no será fácil encontrarlo, y dado el actual estado de cosas, no seré yo quien os anime a seguir buscando.

—Sin embargo, he jurado vengar a Madame de Valaines y a sus hijos. Es cierto que mi única pista, de momento, es ese guardia llamado La Ferrière. No será muy difícil encontrarlo, y yo...

Inclinándose, Bassompierre colocó su mano sobre la del herido.

—No os lo aconsejo, e incluso, si queréis creerme, dejaréis de investigar en el futuro. A menos que vuestra intención sea la de agravar las desgracias de la casa de Vendôme... y probablemente poner en peligro a la niña que escapó de la carnicería.

—¿Yo? ¡Dios no lo quiera! Pero no veo en qué...

—Los dos asuntos están relacionados. El ataque al castillo tuvo lugar cuando el cardenal se había apoderado de los príncipes, porque, no os engañéis, fue él quien les hizo prender: para eso le bastó pronunciar la palabra «conspiración». ¡Estáis atado de pies y manos, amigo mío!

—¿No puedo hacer nada? —gimió Raguenel, a punto de romper a llorar.

—Sí. Esperar.

—¿Esperar qué? ¿La muerte del cardenal?

—Un día u otro ocurrirá. Su salud no es la mejor, muy al contrario, y desde que detenta el poder se afilan más cuchillos en Francia que en tiempos de la reina Catalina y de las guerras con los protestantes. La espera no será muy larga.

—La suerte lo protege. Y además, ¿le creéis capaz de haber ordenado una matanza dirigida contra una mujer y unos niños? Tendría que ser un monstruo...

—No le conozco lo bastante para juzgar. No me gusta y me he opuesto a él con todas mis fuerzas, pero aprecio mi cabeza y me gustaría disfrutar de ella durante algún tiempo más.

—Sois amigo del rey y mariscal de Francia. No se atrevería.

—¡Se ha atrevido a encerrar en una prisión a los hermanos del rey! Y también al príncipe de Chalais, que acusa a todo el mundo para hacerse perdonar. Dicen que ha confesado haber querido matar a Richelieu. Seguramente será el primero en ser juzgado y veremos cuál es su suerte. ¿Qué edad tiene la niña que se salvó?

—Aún no ha cumplido cuatro años.

—¡Pobrecilla! En cualquier caso, tiene derecho a vivir...

—He jurado por la memoria de su madre protegerla. Y la mejor manera de hacerlo sigue siendo eliminar a sus enemigos...

Bassompierre sacudió la cabeza con desánimo:

—Sois bretón, ¿no es cierto?

—En efecto, y me enorgullezco. ¿Por qué?

—¡Cabeza dura! Me estoy esforzando en explicaros que es necesario que os estéis quieto. Bien sea que Richelieu haya ordenado la matanza (lo que no quiera Dios, y que me resisto a creer), o bien que el hombre encargado de recuperar las cartas de esa reina estúpida haya aprovechado para ajustar sus propias cuentas, en uno u otro caso, detrás de esta horrible historia se adivina la presencia de la sotana púrpura. Y ahora, aceptad un consejo: para empezar, vais a terminar vuestra curación aquí. Por mi parte, voy a reunirme con el rey en Nantes, pero intentaré averiguar qué ha sido de la duquesa François e y en qué puedo servirla. De camino pasaré por Vendôme y allí informaré de lo que os ha sucedido. También os enviaré a vuestro criado para que no estéis solo cuando volváis a emprender viaje. ¿Os parece bien?

—Mi gratitud es inmensa, señor mariscal. No sé si...

—Sobran las explicaciones. Contentaos con darme vuestra palabra de que seguiréis mi consejo y no intentaréis hacer nada que pueda redundar en daño para la casa de Vendôme. ¿Puedo contar con vos?

—No os defraudaré, señor mariscal —murmuró Raguenel vencido—. Tenéis mi palabra: sabré esperar... tanto tiempo como sea preciso.

Bassompierre le dirigió una ancha sonrisa satisfecha y, a falta de poder palmearle la espalda, le dio unos leves golpecitos en la cabeza.

—¡Así me gusta! Por mi lado, como me muevo bastante tanto entre los círculos de los nobles como de la gente de pluma, tal vez consiga averiguar quién es el personaje que se atreve a tomarse por el Ángel Exterminador y coloca omegas en sus cuños. ¡Hasta la vista, muchacho!

Y después de recoger el sombrero emplumado de azul que había arrojado sobre un arcón al entrar, el mariscal efectuó una de esas salidas en tromba a las que era aficionado, obligando a su invitado a adoptar finalmente la prudente resolución de restablecerse cuanto antes a fin de poder volver a ocupar su puesto desde el momento en que Corentin apareciese con su figura de zorro astuto en aquel elegante dormitorio.


En Vendôme, mientras tanto, la pequeña Sylvie empezaba a olvidar lo que para ella se parecía más a una pesadilla que a una realidad. El ángel había aparecido para llevarla a un lugar magnífico lleno de hermosas damas y apuestos caballeros. Después se había enterado de algunas cosas muy agradables. Por ejemplo, que no tenía nada que temer respecto a la duración de la estancia del señor Ángel en la tierra: se llamaba François y era adorable con ella; la instalaba en su caballo para llevarla a pasear a lo largo del río sin preocuparse por los reproches de su hermano mayor, corría con ella por los prados, le contaba historias y después, al desearle las buenas noches, le daba sonoros besos en las mejillas y le decía que olía a manzanas y hierba fresca, dos cosas que gustaban mucho tanto a él como a ella. Ella lo quería mucho, y cada día un poco más porque a su lado se sentía protegida.

Sylvie también quería mucho a Elisabeth, que jugaba con ella como si fuese una muñeca, dándose aires de mamá. Le enseñaba a comer sin mancharse, le probaba vestidos inventados por ella que una sirvienta cosía sin parar para adaptarlos a las dimensiones de su cuerpecito, y pasaba largos ratos, armada con un cepillo, intentando alisarle los bucles morenos, tupidos y rebeldes. En otros momentos, le enseñaba a leer en un libro con bonitas estampas de colores que fascinaban a la pequeña; y también, claro está, la llevaba dos veces al día a la capilla para rezar por todos los ausentes, en particular por dos personajes misteriosos que tenían nombres demasiado complicados para la memoria de Sylvie. Rezaban también por su mamá, de la que le decían que había marchado para un largo viaje. En la capilla sonaba una hermosa música, y eso compensaba un poco el largo rato que había de estar de rodillas sobre las losas del suelo, con las manos juntas. Por fin, una tarde soleada, Jeannette apareció en el castillo y Sylvie se llevó una gran alegría porque era la hija de la Tata, y porque jugaba muchas veces con ella cuando el servicio —bastante despreocupado, todo hay que decirlo— se lo permitía.

La recién llegada llevó casi al paroxismo la angustia de Madame de Bure, que oficiaba en cierta manera de ama de casa en ausencia de Madame de Vendôme. ¿Aprobaría ésta, cuya ausencia se estaba prolongando de forma inquietante, que se alojase de esa forma a los supervivientes de La Ferrière? Es verdad que su caridad era inagotable y que, después de todo, se trataba sólo de una pequeña criada para la que siempre se encontraría un empleo al servicio de Elisabeth.

Por su parte, François y su hermana se iban encariñando con su protegida. Su cháchara y sus reflexiones infantiles, el afecto que les mostraba, les distraían un poco de la ansiedad en que los sumía, cada día un poco más, la falta de noticias. Su madre no daba señales de vida y, para colmo, el caballero de Raguenel parecía haberse evaporado en el éter. Todo lo que había podido decir su criado al traer a Jeannette fue que había partido en dirección a París sin precisar adónde iba, contentándose con indicar que después iría a Vendôme.

La inquietud común había acercado a los dos menores a su hermano mayor, del que sabían que en caso de desgracia se convertiría en jefe de la familia. ¡Una pesada carga cuando sólo se tienen catorce años de edad! Louis no podía evitar estremecerse al pensar en la posibilidad de recibir sobre sus hombros una herencia tan pesada. Que por añadidura iba a ser necesario defender, pero ¿contra quién? Si se trataba del rey y de su temible ministro, la partida estaba perdida de antemano, se decía desesperado el adolescente, por más que la villa de Vendôme se alineara al lado de su duque. Lo que era de desear porque, si no, el joven Mercoeur no se imaginaba atrincherado en el inmenso castillo, que había mantenido su aire decididamente feudal a pesar de la vivienda apenas algo menos severa construida en el recinto por su abuela paterna Jeanne d'Albret, y de la decididamente más amable que había ordenado edificar el duque César, pero cuyas paredes se estaban empezando a alzar por entonces. Evidentemente era posible resistir allí mucho tiempo porque la previsión del duque César había abarrotado los almacenes de vituallas, armas y municiones, y los subterráneos daban acceso a una fuente abundante que corría en el nivel del valle. Pero si quería herir a su hermanastro con mayor seguridad aún que arrebatándole Bretaña, el rey no dejaría de atacar Vendôme, símbolo del título ducal y la más amada posesión de César. Amaba su ciudad, y sin embargo, ¡Dios sabía que no le había sido fácil hacerse reconocer por ella!

Incluso después de pasados treinta y siete años, Vendôme no olvidaba el trato que le había hecho sufrir, en noviembre de 1589, el heredero designado por el rey Enrique III, asesinado el 1 de agosto anterior. Enrique IV, todavía protestante por entonces, se había apoderado de la ciudad que le pertenecía por derecho de herencia pero en la que se había hecho fuerte el duque de Mayenne, partidario de la Liga. Y Vendôme había luchado junto al usurpador, grave delito que el rey había castigado entregándola al pillaje, sin excluir sus iglesias y conventos. El gobernador Maillé de Benehart fue decapitado, y el portero del convento de los Cordeliers, ahorcado, Dios sabe por qué.

Una vez pasada la resaca de la borrachera —la guerra es un terrible alcohol—, el Bearnés sintió remordimientos, tanto más vivos por cuanto los curtidores, que representaban la mayor riqueza de Vendôme, habían huido para encontrar refugio en Château-Renault y se negaban a regresar.

Creyendo arreglar las cosas, el rey donó el ducado a su hijo primogénito, César, que tenía entonces cuatro años de edad. Mientras se creyó al niño destinado a convertirse en rey de Francia, los habitantes de Vendôme no pusieron objeciones; pero al morir Gabrielle, y sobre todo cuando Enrique casó con María de Médicis, sopló un viento de revuelta. Hasta entonces villa real y residencia de numerosos hugonotes, a Vendôme no le gustó tener por amo a un medio Borbón, o dicho de otro modo un bastardo, hasta que el matrimonio del joven duque con Mademoiselle de Mercoeur hizo virar el viento. La alta cuna de la nueva duquesa, su profunda piedad y su inagotable caridad, unidas al encanto de César y a su generosidad, atrajeron a muchos corazones. Se fundaron nuevos conventos y sobre todo una ejemplar casa de atención a los enfermos, instalada en el barrio de Chartrain, que fue a inaugurar Monsieur Vincent. En cuanto a los protestantes causantes de los primeros disturbios, fueron expulsados.

Sí, ahora había buenas relaciones entre el castillo y la villa pero, desconfiado por naturaleza, el joven Mercoeur no llegaba a convencerse de que en caso de un ataque real el pueblo se pondría de su lado. Probablemente quedaban aún algunos descontentos, que podían arrastrar a otros. Y cuando oía a Monsieur d'Estrades conversar con Monsieur de Preaulx, el nuevo gobernador, y con su lugarteniente, Monsieur d'Argy, Louis no podía evitar echarse a temblar: no reinaba precisamente el optimismo, entre los tres personajes.

Por su parte, François soñaba con hazañas bélicas. Rogaba cada día, con la inconsciencia de sus pocos años, tener la oportunidad de batirse por un padre al que adoraba y de mostrar el valor que sentía hervir en su interior. Un buen asedio, con su alboroto y su violencia, le parecía preferible con mucho a la calma de un verano sofocante vivido en el interior de una vieja fortaleza colgada del flanco abrupto de un cerro a cuyos pies corría mansamente el Loira y donde nunca pasaba nada.

Los tres jóvenes Vendôme tomaron por costumbre subir cada tarde a la torre de Poitiers, tan alta y sólida que le daban el nombre de torreón, por más que no lo fuera. Desde allí, contemplaban la puesta de sol en toda su gloria incandescente, pero sobre todo tenían la esperanza, una y otra vez decepcionada, de divisar una nube de polvo que revelara la llegada de una carroza o al menos de un jinete. Nadie venía. Monsieur d'Estrades, tan preocupado como sus pupilos, hacía sin embargo todo lo posible por confortarles explicándoles que era necesario cultivar la virtud de la paciencia y que era muy raro que se encerrase a alguien en prisión para sacarlo de allí al día siguiente, pero que podían depositar toda su confianza en que la señora duquesa removería cielo y tierra en favor de su esposo. Si ella no volvía, era sin duda porque aún no había conseguido ser oída por el rey.

Esas ascensiones vespertinas desolaban a Sylvie, que seguía a François como un cachorrillo siempre que le era posible. Y allí, no le era posible sin ayuda: los escalones del «torreón» eran demasiado altos y empinados para sus piernecitas. Intentó escalar los dos o tres primeros, pero sólo consiguió magullarse las manos en aquellas piedras irregulares. La única solución era que la llevaran a cuestas, pero estaba muy alto y nadie se sentía con ánimos. Además Louis, ya en la primera ocasión, había hecho escuchar su voluntad:

—Allí arriba tenemos la oportunidad de estar solos los tres. No quiero que nadie venga a estorbarnos.

—¡Es muy pequeña! —intercedió Elisabeth.

—Precisamente por eso no tiene nada que hacer allí. Y además, François, deberías dejar de llevarla detrás de ti a todas partes. Muy pronto llegará el momento de que ingreses en la Orden de Malta y participes en sus peregrinaciones. No pensarás llevarla, supongo.

El interpelado se echó a reír.

—¡Claro que no! Pero sí me gustaría llevarla a Belle-Isle como hicimos el año pasado, para pasar las vacaciones con el duque de Retz. Es muy buena compañera: no tiene miedo de nada.

—Es verdad —dijo Elisabeth—, pero este año no tenemos vacaciones, y todo lo que podemos hacer es rogar al cielo que vuelvan los tiempos felices. Por esta vez, François, Louis tiene razón: hemos de acostumbrar a Sylvie a separarse de nosotros de vez en cuando.

A pesar de sus lágrimas y chillidos, la pequeña tuvo que quedarse al pie de la torre mientras su ángel subía como si ascendiese al cielo. Cuando volvió a bajar ella seguía allí, tendida sobre un escalón, llorando en silencio. Él se sentó a su lado, la incorporó y la sentó sobre sus rodillas para secarle con su pañuelo la carita sucia de polvo y lágrimas.

—Cuando seas mayor —le dijo— también subirás arriba, pero de momento es imposible.

Ella le tendió sus bracitos.

—¡Llevar! —dijo únicamente, pero François puso su cara más seria.

—No. Una dama debe aprender a esperar. Nuestro padre está preso en una gran torre y nuestra madre no puede estar a su lado, pero no por eso se echa al pie de la escalera a llorar y chillar.

Sylvie se llevó a la boca un dedo sucio, bajó la cabeza y dijo tan sólo:

—¡Ah!

Desde entonces, tarde tras tarde, se quedó sentada sin protestar en el primer escalón, pero poco a poco la torre se convirtió en su enemiga y, para su pequeño cerebro, en un símbolo: le parecía que ella iba a permanecer siempre abajo, en la sombra, mientras él ascendía hacia la luz. Le parecía que, incluso cuando fuera lo bastante grande para subir todos aquellos escalones, nunca iba a poder acompañar al que tanto amaba: él iría más lejos, más arriba, siempre más arriba hasta quedar fuera de su alcance. Por eso, mientras tanto y para aprovechar lo más posible su compañía, se contentaba con trotar incansablemente detrás de sus pasos, con Madame Jolie bien apretada contra su pecho. Y François no tenía valor para ahuyentar a la niña que todo el mundo en el castillo conocía como «la gatita».


Como las cosas nunca ocurren como las imaginamos, los dos hermanos estaban bañándose en el río con su preceptor una tarde de agosto cuando vieron de repente que una gran carroza polvorienta, rodeada de jinetes, cruzaba el puente que llevaba a la rampa de acceso al castillo.

Salir del agua, secarse, vestirse y montar en los caballos para volver apenas les exigió unos minutos. Sin embargo, cuando llegaron al patio, el lacayo del caballero de Raguenel, estaba ya haciendo sus preparativos de marcha. Colorado de júbilo, les gritó:

—Mi amo está en París, en casa del mariscal de Bassompierre, que acaba de darme la noticia. Está herido pero se recupera y voy a reunirme con él...

Aquel atardecer, un soplo de esperanza vino a aliviar a los jóvenes habitantes del castillo. La firme determinación de Bassompierre, su optimismo —que tal vez forzó un poco en beneficio de sus jóvenes anfitriones— eran contagiosos. Prometió hacer lo imposible para abogar por su padre y les tranquilizó, con firme convicción, sobre la suerte de su madre.

—Por graves que sean los cargos que pesan sobre los señores de Vendôme, la señora duquesa no puede ser implicada en ellos. La mujer debe seguir a su esposo allá donde éste vaya, y el rey ha heredado de su padre el respeto por las damas... aunque las ama menos que aquél. Y lo que es más, hay que pensárselo dos veces antes de enemistarse con la casa de Lorena. Creedme, hijos míos —concluyó después de vaciar con evidente agrado una gran copa de vino de Vouvray muy fresco—, volveréis a ver a vuestra madre antes de que pase mucho tiempo.

—¿Y a nuestro padre? —preguntó François.

Los anchos hombros del mariscal alzaron el gran cuello de encaje de Venecia dispuesto sobre el jubón de hilo de Flandes bordado en plata, al tiempo que su amable rostro se ensombrecía levemente.

—Hay que rezar a Dios para que no sufra una prisión muy larga, porque, en lo que respecta a su vida, me niego a creer que pueda estar en peligro: el rey no cargaría su alma con un pecado mortal sólo por ofrecer su cabeza al cardenal.

—El cardenal es un clérigo —exclamó Louis con rabia—. Puede absolver un pecado mortal. ¡Incluso del rey!

El mariscal partió a la mañana siguiente, aprovechando el fresco matutino, y aquella misma tarde Louis, Elisabeth y François volvieron a subir a la torre de Poitiers. Finalmente llegó el día en que quedó recompensada su espera. Vieron llegar a dos jinetes poco antes del crepúsculo, unos días después de la festividad de San Luis, que se celebró en la abadía de la Trinité con una hermosa misa cantada en presencia de toda la villa. Al reconocer al señor de Raguenel, sintieron verdadera alegría.

El caballero se sintió conmovido al recibir sus muestras de afecto, y todavía más cuando una pequeña figura de tafetán rosa y rizos oscuros desordenados se lanzó contra sus piernas llamándole «buen amigo». El hecho de que la niña conservara el recuerdo del nombre que le daba su madre, pudo con su flema habitual. Alzándola del suelo, la estrechó contra sí y enjugó unas lágrimas furtivas en aquella mejilla satinada...

Raguenel habría querido continuar al día siguiente su camino en dirección a Nantes para reunirse con Madame de Vendôme, pero se vio enfrentado a una verdadera coalición formada por los niños, su preceptor, el gobernador del castillo y Madame de Bure: estaba todavía demasiado fatigado para seguir galopando en medio del calor y el polvo en busca de una dama que posiblemente había emprendido ya el camino de vuelta.

—Como no sabemos por qué ruta regresará, corréis el peligro de no encontrarla, caballero —dijo Madame de Bure—. Lo mejor, dadas las circunstancias, es esperarla aquí con nosotros.

Era un consejo prudente, y Perceval se dejó convencer, feliz en el fondo por prolongar algún tiempo el descanso después de una cabalgata que le había resultado más dura de lo que pensaba. Y también estaba Sylvie, que parecía dispuesta a pegarse a él como si adivinara que era el último lazo que la unía a su mundo desaparecido. Louis de Mercoeur advirtió con satisfacción que se apartaba un poco de François para pasear con su «buen amigo», que sostenía su manita.


Y después, llegó por fin el feliz día en que apareció la carroza del obispo de Nantes —que ya no lo era—, llevando a éste, a Madame de Vendôme y a Mademoiselle de Lichecourt; la primera visiblemente fuera de sí, y la segunda tan imperturbable y, por desgracia, tan fea como siempre.

Las primeras palabras de la duquesa después de bajar y librarse de los guardapolvos y cofias destinados a proteger sus vestidos de las salpicaduras de barro —llovía continuamente desde hacía dos días—, antes incluso de abrazar a sus hijos, fueron para ordenar que se hiciera el equipaje y se preparasen todos para volver a París.

—¿París en este momento? —protestó Louis—. ¡Hace más calor que en cualquier otra parte, y la ciudad apesta!

—No sabía que fuerais tan delicado, Louis. Pues bien, os quedaréis en Anet con vuestra hermana y vuestro hermano, pero yo me voy a donde se encuentra vuestro padre.

Y entró a toda prisa en la casa en busca de un baño y de ropa limpia, sin decir nada más. Fue Philippe de Cospéan quien informó a los niños. Parecía más calmado que la duquesa, pero muy pronto se hizo evidente que esa calma ocultaba graves preocupaciones.

—Los príncipes ya no están en Amboise —explicó—. Los llevan por el río al torreón de Vincennes. No —dijo con un gesto que cortó la palabra a François —, no se te ocurra hablar ahora de escapar, hijo mío. Es imposible. La embarcación que les transporta está protegida, en el interior y desde las orillas del Loira, por los mosqueteros del señor de Tréville, su teniente. En caso de ataque al barco, tienen orden de hacerlo estallar.

—¿Ha podido hablar con el rey nuestra madre? —preguntó Louis.

—Sí. Él le ha hablado con mucha bondad y le ha dado toda clase de seguridades para vosotros y para ella misma. Ningún peligro os amenaza, ni a vuestras personas ni al ducado. ¡Y menos aún a las posesiones de la duquesa!

—¿Y a nuestro padre? —preguntó François, que apenas podía contenerse—. ¿También le ha dado seguridades?

El obispo desvió la mirada:

—Ninguna. El duque y el Gran Prior serán juzgados por el Parlamento.

—¿Y los demás? —preguntó Raguenel—. Nuestros señores no eran los únicos acusados de conspiración: estaban Monsieur, por más que le haya parecido conveniente traicionar a todo el mundo, Madame de Chevreuse, el príncipe de Chalais, del que hemos sabido que estaba detenido...

El rostro austero de Philippe de Cospéan expresó en ese momento un horror extremo, y se estremeció. Después de persignarse, murmuró:

—En cuanto a éste, hay que rogar a Dios que se apiade de él, porque ha sufrido un verdadero martirio. El 18 de este mes fue decapitado en la plaza de Bouffay, en Nantes, a pesar de las súplicas de su madre. ¡Si puede llamarse decapitación a la carnicería que vimos con nuestros propios ojos!

Y contó a los jóvenes horrorizados que, con la esperanza de retrasar al menos la ejecución, los amigos del joven príncipe —sólo tenía dieciocho años— habían secuestrado al verdugo, pero la despiadada justicia del cardenal había encontrado el remedio: se prometió el perdón a un miserable condenado a la horca si se encargaba de la ejecución. Como nunca había manejado la pesada espada del verdugo, el aprendiz, aterrorizado, utilizó una doladera o hacha de tonelero para separar la cabeza del cuerpo, para lo cual hubo de descargar hasta treinta y seis golpes. El condenado gimió hasta el golpe vigésimo...

Un silencio de muerte acogió aquel espantoso relato. Madame de Bure se llevó precipitadamente a Elisabeth, que estaba a punto de desmayarse. Luego François preguntó con un hilo de voz:

—¿Y los demás?

—Madame de Chevreuse está desterrada en su castillo de Dampierre, bajo la custodia de su esposo. En cuanto a los conjurados, aquellos cuyo nombre no ha sido revelado no se atreven a rechistar, y los demás se han dado a la fuga hace mucho tiempo. Monsieur se ha casado con Mademoiselle de Montpensier en petit comité y ha recibido en premio el título de duque de Orleans. Y para terminar, el rey ha dictado un decreto que estipula que quienquiera que atente contra la vida de Su Eminencia será perseguido por crimen de lesa majestad.

—¿Y despedazado por cuatro caballos como Salcède o Ravaillac? —exclamó indignado Monsieur d'Estrades—. ¡Verdaderamente Richelieu es hoy más rey que el rey!

La cena fue triste. Todos seguían sobrecogidos por la terrible historia, cuyo protagonista tomaba en su imaginación los rasgos de César y de Alexandre. El príncipe de Chalais era un gran señor, y su fin tenía que horrorizar a los Vendôme. Más aún por cuanto, en aquella delirante conspiración, era culpable sobre todo de haber amado hasta la locura a una mujer bonita de la que únicamente había sido instrumento. Sin embargo Madame de Chevreuse, a pesar de que el rey la odiaba, escapaba únicamente con una orden de destierro en las tierras de su marido y bajo la guarda de éste. Teniendo en cuenta que siempre lo había manejado a su antojo, no era difícil adivinar que las cadenas que la sujetaban no iban a resultar demasiado pesadas...

—El rey ha querido dar un castigo ejemplar —concluyó Philippe de Cospéan—. Sólo nos queda confiar en que sea el único.

A pesar de su fatiga, aquella misma noche Madame de Vendôme mantuvo una conversación privada con su escudero, y escuchó con atención el relato del drama de La Ferrière y lo que había ocurrido después.

—Habéis corrido peligros muy grandes, amigo mío —le dijo ella, al terminar—. Os lo agradezco, pero supongo que postrado en el lecho habéis tenido tiempo de reflexionar sobre esta triste historia. Me cuesta creer que hayan podido querer la muerte de una familia tan honorable. En lo que respecta al verdugo de Madame de Valaines, es patente el móvil de la venganza, pero ¿por qué matar a los niños?

—Para que no haya herederos, señora. Supongo que alguien codiciaba el castillo y sus posesiones. Tal vez ese La Ferrière, que fue uno de los asesinos y que, curiosamente, tiene el mismo nombre.

—Pero hay una heredera, puesto que mi hijo salvó a la pequeña Sylvie y vos os hicisteis con los documentos del castillo. Y si esas personas no encontraron las famosas cartas...

—Eso no lo sabemos, señora duquesa. En cambio, lo que sí es seguro es que la pequeña Sylvie correría un grave peligro si alguno de los asesinos llegara a saber que sigue viva. Es necesario ocultarla.

La duquesa alzó una ceja inquisitiva.

—¿En qué estáis pensando, en un convento? Dios sabe que venero a las santas vírgenes que viven en ellos, pero nunca se sabe quién se esconde bajo un hábito monacal, ni, sobre todo, quién es pariente de quién. Puede resultar muy peligroso.

—Inscribidla con un nombre falso.

—No me gusta la idea, aunque es cierto que el convento parece el lugar más indicado para ella. Está lejos de ser tan bonita como su madre. Con todo, es encantadora, cariñosa... ¡y tan pequeña! Tendré que pensar con más calma en este asunto. Pero, volviendo a las cartas que buscaban esas personas, ¿no es posible que estuvieran en posesión del barón de Valaines y que su mujer lo ignorara?

—¿Pensáis que también él habría podido ir a registrar el aposento de la Galigai después del paso de su prometida? Chiara era joven y sin duda le asustaron un poco todos los instrumentos de brujería que abarrotaban las habitaciones de Leonora. Valaines, mucho más sereno y reflexivo, pudo encontrarlas y, sabedor de su importancia, limitarse a guardarlas sin decir nada. ¿Qué pensáis?

—Que le habrían proporcionado un buen seguro contra la volubilidad y la ingratitud de la reina María. Después, únicamente tenía que apresurar la boda.

—Todo eso es posible, en efecto... A propósito, ¿puedo preguntaros si nos detendremos en Anet de regreso a París?

—Sí. ¿Por qué?

—Con vuestro permiso, señora duquesa, me gustaría volver a La Ferrière y hacer una nueva visita a la librería.

—Obrad como mejor os parezca.


Al salir de Vendôme, el día siguiente por la mañana, nadie entendía por qué era tan difícil conseguir que Sylvie se estuviese quieta. La niña, con la mitad del cuerpo asomado por las ventanillas del carruaje,[12] se esforzaba por ver el mayor tiempo posible la torre de Poitiers, su enemiga, una enemiga a la que esperaba vencer algún día. Solamente cuando la torre hubo desaparecido detrás de una loma, se dejó caer sobre los almohadones con un suspiro de satisfacción. Elisabeth le pidió una explicación, pero ella se limitó a sonreírle, cerró los ojos y, acurrucada como un gatito, se durmió con toda la naturalidad del mundo.

Al llegar a Anet, Perceval de Raguenel apenas se concedió un poco de tiempo para refrescarse; buscó las llaves de La Ferrière, eligió un caballo fresco, silbó a Corentin de la forma que habían convenido entre ellos hacía ya mucho tiempo —un silbido largo, uno corto, uno largo— y se encaminó al pequeño castillo. Era media tarde, y pensaba que dispondría de tiempo suficiente para registrar la librería, incluso aunque tuviese que pasar la noche en ella.

Esperaban profanar el silencio y la soledad que siguen a las grandes tragedias, pero encontraron abiertas las puertas de La Ferrière y el lugar lleno de actividad: estaban haciendo limpieza, arrancando las hierbas del patio y aireando los colchones, algunos de los cuales asomaban por las ventanas.

Dado que las llaves estaban en su posesión, Raguenel se dirigía ya a pedir explicaciones a dos hombres vestidos de uniforme gris, con el jubón abierto sobre la camisa, y que paseaban sin prisa charlando entre ellos, cuando Corentin le retuvo asiendo la brida del caballo con mano firme: un tercero acababa de aparecer procedente del jardín. No era otro que el guardia del cardenal que había ido al albergue de Limours a pagar a los hermanos Mascahierro.

—Algo me dice que vais a cometer una imprudencia —susurró el criado.

—Pero tengo que enterarme de lo que ocurre —gruñó Perceval, que había palidecido.

—Intentaremos informarnos, pero sin alboroto. Es preferible no llamar la atención.

Así pues, dieron la vuelta y guiaron sus caballos hacia la aldea, pero no habían dado más de cinco pasos en esa dirección cuando vieron al viejo que les había informado la vez anterior, detrás del mismo árbol. Debía de tener buena memoria porque no intentó escapar sino que, al contrario, se acercó a su encuentro.

—¿Todavía estás aquí? —dijo Raguenel—. ¿Es que te has venido a vivir?

—No, pero es un buen sitio para ver cosas...

—En ese caso quizá puedas informarme. ¿Quiénes son esas personas del castillo?

—El nuevo dueño y unos amigos suyos...

—¿Cómo el nuevo dueño? ¿Quién le ha permitido entrar?

—Nuestro sire, el rey, al parecer. Es el señor de La Ferrière y dice que el lugar perteneció en otro tiempo a sus antepasados. Así pues, como ahora no queda nadie, el rey se lo ha dado. Parece que es primo de los infelices que murieron aquí... y además, según dice, ha prestado un gran servicio a monseñor el cardenal. Y como monseñor el cardenal y el rey son uno y lo mismo...

Perceval no preguntó más. Había comprendido:

—¡Vamos, Corentin! Nos volvemos. ¡Muchas gracias, amigo! —añadió, y lanzó al anciano una moneda de plata.

—Pero bueno, ¿qué significa todo esto? —preguntó Corentin cuando estuvieron de nuevo en el bosque.

—Muy sencillo. Significa que la matanza no fue inútil, que han encontrado las cartas y que el cardenal no es un ingrato.

Eso fue lo que repitió a Madame de Vendôme a su regreso a Anet. La duquesa torció el gesto y dijo:

—¿De modo que Richelieu coloca a uno de sus hombres a nuestra puerta? No me gusta nada. Podría significar que pretende irse apoderando poco a poco de todo el principado.

—Habremos de andarnos con cuidado, pero lo que más me inquieta es Sylvie. ¿Qué le ocurrirá si ese La Ferrière se entera de que existe todavía una Valaines?

—Ya lo he pensado. Lo mejor es cambiarle el nombre. Tenemos en el Vendômois tres feudos sin titular, y estoy segura de que mi esposo no verá inconveniente, cuando le permitan regresar junto a nosotros, en donarle uno. Hablaré con nuestro canciller, y él se encargará de las escrituras necesarias.

—¿Y qué nombre llevará Sylvie?

—Podemos escogerlo juntos, ya que existen tres posibilidades. En primer lugar está Cornevache...

—¡Oh, señora duquesa! ¡No pensaréis llamarla así!

—No, por cierto —contestó Madame de Vendôme con una sonrisa—. También tenemos Puits-Fondu, y finalmente L'Isle, que se encuentra en Saint-Firmin.

—Creo que prefiero el tercero.

—Yo también.


Fue así como la niña de los pies descalzos, huérfana y despojada de todo por la barbarie de los hombres, se encontró con un castillo, tierras y un nuevo nombre que le fue enseñado pacientemente, día tras día. Y con el nombre de Mademoiselle de l'Isle se educó junto a Elisabeth en las mansiones de los Vendôme. El tiempo borró los recuerdos de su primera infancia, o por lo menos consiguió enterrarlos en las profundidades más recónditas de su memoria.

El duque fue devuelto a su familia cuatro años más tarde, el 29 de diciembre de 1630. El mes de marzo siguiente marchó de Francia con sus dos hijos para servir a Holanda. Le fue devuelto el título de gobernador de Bretaña, pero desprovisto de la función correspondiente. Debió esa súbita generosidad por parte del poder a la tragicomedia representada el 10 de noviembre anterior, que había de pasar a la historia con el nombre de jornada de los Dupes (inocentes, embaucados). Ese día María de Médicis, presa de un furor homérico, echó a Richelieu de su casa en presencia del rey y exigió que fuera devuelto a su obispado de Luçon. Sin embargo, no sólo el cardenal no fue destituido, sino que, al salir al día siguiente del pabellón de caza de Versalles, después de mantener allí una conversación secreta con el rey, su poder era mayor que nunca y estaba en condiciones de llevar a cabo una sonada venganza contra sus enemigos.

Quienes habían apoyado a la reina madre en la jornada de los Dupes fueron detenidos, incluidos el canciller de Marillac y su hermano el mariscal, que entregó su cabeza al verdugo. También recibió su castigo el amable Bassompierre, que no había cometido otro delito que recibir de María de Médicis una carta comprometedora. Pero era un sabio: encerrado en la Bastilla, aunque con ciertas consideraciones a su rango, se dedicó allí a escribir sus memorias. La reina madre fue desterrada a Compiègne, de donde, temiendo por su vida, huyó a Holanda. Todos aquellos acontecimientos dieron mucho que pensar a Perceval de Raguenel. Desde ese momento fue evidente para él que al menos uno de los asesinos —el jefe, sin duda— había acabado por encontrar lo que buscaba, y las famosas cartas, en manos del cardenal, habían sido un arma poderosa en el momento de su enfrentamiento con la reina madre. ¿Las había entregado al rey? Era un secreto que tal vez encontraría respuesta cuando éste permitiera a su madre regresar a la corte.[13]

El Gran Prior Alexandre no tuvo tanta suerte como su hermano. Después de dos años de prisión, murió en el torreón de Vincennes, el 8 de febrero de 1629, de una enfermedad de la que algunos pensaron que había intervenido el veneno. Tal vez porque estaba alojado en la misma habitación en que había muerto el mariscal d'Ornano, una estancia de la que Madame de Rambouillet decía que valía «su peso en arsénico»... Madame de Vendôme cuidó de que el cuerpo de su cuñado fuera inhumado en la iglesia colegial de Saint-Georges, vecina al castillo de Vendôme, con todos los honores debidos a su rango.

Así se extendió al paso de los años el poder del cardenal de Richelieu, apoyado por un rey consciente de su valía. La pesada mano del ministro se abatía sin piedad sobre los nobles más grandes, cuyas rebeliones y conspiraciones arrastraban en ocasiones a provincias enteras, cuando no pactaban con el enemigo. Dos Montmorency murieron en el cadalso: el primero, espadachín impenitente, por haber infringido la severa ley que prohibía el duelo (se había batido en plena Place Royale, a mediodía y delante del lugar en que estaba expuesto el edicto), y el segundo, el duque Henri, a causa de una de las eternas conspiraciones a que se dedicaba Gaston d'Orléans, siempre cobarde y siempre impune. Pero la construcción de Francia proseguía. Los protestantes fueron vencidos en La Rochelle, y el duque de Buckingham, aquel loco enamorado de Ana de Austria, fue asesinado por Felton, un hugonote fanático, y ya no podía molestar a nadie. Subsistía España, la enemiga encarnizada a pesar de los lazos familiares, al acecho tanto en las fronteras del norte como en las del sur; la España a la que la reina de Francia favorecía en secreto...

Mientras tanto, François se convertía en hombre, en un guerrero tal como deseaban los suyos. Desde hacía mucho tiempo había olvidado a la pequeña Louise Séguier, muerta de viruela en el castillo de Sorel. Otros rostros habían venido a reemplazar el de su primer amor. Bravo hasta la locura y seductor también hasta la locura, acumulaba hechos de armas y conquistas femeninas, pero también heridas, para gran disgusto de la niñita de los pies descalzos. Sylvie, en efecto, también crecía, y el amor que había volcado en él desde la primera vez que lo vio, crecía con ella...


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