10
Los secretos de Marie de Hautefort


Texto. François estuvo tascando el freno en Chenonceau hasta mediados de noviembre. Sorda a los suspiros de la reina, ciega ante las cartas delirantes que le hacía llegar el amante desesperado, Mademoiselle de Hautefort pretendía dejar libre su plaza al rey con la esperanza de que se decidiría a pasar junto a su mujer esa noche que la corte esperaba desde hacía tres años con ávida curiosidad. Por desgracia, nada ocurría. Luis XIII ponía buena cara a su esposa y le mostraba todo el respeto que era de desear, pero no se decidía a comportarse como un marido, a pesar de los reproches con que le abrumaba Marie, cuyo favor recuperado ante el rey seguía vigente.

En cambio, al menos dos veces por semana se dirigía al convento de la Visitación, en la Rue Saint-Antoine, para platicar allí con la hermana Louise-Angélique, antes Louise de La Fayette. Era la única persona a la que se permitía aproximarse a la reja del oscuro locutorio. Ella aparecía como una sombra blanca tras los barrotes a los que en ocasiones él se aferraba con la esperanza insensata de llevársela de nuevo a su lado.

A pesar de las victorias que se sucedían, la atmósfera de la corte volvía a ser irrespirable. En primer lugar, se guardaba un nuevo luto: en esta ocasión se trataba del cuñado del rey, el duque Víctor Amadeo de Saboya, al que tenía un gran cariño. Su muerte iba a complicar considerablemente los asuntos de Italia, porque el duque dejaba como heredero a un niño de cinco años, cuyos derechos sería preciso defender.

Cansada de suplicar sin obtener satisfacción, Marie de Hautefort decidió que era hora de complacer a la reina e hizo llamar a Beaufort, que acudió tan rápido como pudo traerle su caballo. Al mismo tiempo, ella se trasladó al convento de la antigua doncella de honor, pidió una entrevista y permaneció con ella bastante tiempo. Volvió satisfecha y se dispuso a preparar una hazaña peligrosa para Fran9ois: reunirse con la reina de noche y en pleno Louvre.

Él se había introducido ya una vez, disfrazado de médico, con el pretexto del falso empacho de Stéfanille, pero sólo había estado un momento, el tiempo de una breve charla y de hacerse cargo de algunas cartas. Ahora se trataba de proporcionar a los amantes un rato de auténtica felicidad, rogando a Dios para que fuera fructífero. Por suerte, el rey seguía galopando de un castillo a otro, en los alrededores de París. Su último capricho era visitar con frecuencia el pequeño castillo de Saint-Maur, que había pertenecido a Catalina de Médicis. Situado en una revuelta del Marne, se trataba de un lugar encantador donde los pesares y los ensueños del rey se diluían en una suave melancolía. En dos o tres ocasiones ya, se había trasladado allí desde Versalles, sin olvidar hacer un alto en el camino, en la Rue Saint-Antoine.

Los temores de Marie resultaron infundados. La noche de la visita de François todo se desarrolló sin el menor contratiempo. Entró en el palacio por la mañana con el aspecto terroso de un hortelano que llevaba coles a las cocinas, y desde allí, gracias a un cocinero sobornado, consiguió llegar hasta un escondite donde le esperaban una librea de lacayo y una peluca morena. Estuvo oculto todo el día, hasta que el viejo Louvre, repleto de escondites y pasadizos secretos, durmió al fin. Marie fue entonces a buscarlo, con la promesa de volver antes del amanecer para facilitarle la salida. Lo cual ocurrió punto por punto, según el plan previsto.

Al día siguiente la reina estaba alegre, aunque se esforzaba por no hacer demasiado aparente su gozo interior a las numerosas miradas —de las doncellas de honor u otras— que la espiaban sin descanso. Se había reanimado al calor de aquel muchacho tan joven y tan enamorado que le hacía recuperar sus veinte años y olvidar los quince que les separaban. Sin embargo, Marie no estaba del todo satisfecha:

—Me pregunto si las cosas no han ido demasiado bien —confió a Sylvie, que le preguntó por su aspecto preocupado.

—Pero ¿qué queríais que pasara?

—No lo sé, pero en una mansión como ésta, de noche, siempre hay pequeños incidentes... encuentros. Pero, tanto a la ida como a la vuelta, no se ha tropezado con nadie, a excepción de criados dormidos y guardas apoyados en sus alabardas, con una falta de curiosidad increíble...

—¿No exageráis? Iba vestido de lacayo y acompañado por vos. ¿Quién iba a interesarse por él?

La Aurora se pasó por la frente una temblorosa mano.

—Es posible que tengáis razón, pero, Sylvie, la aventura de anoche será la única que tenga este escenario. ¡He pasado demasiado miedo!

—También yo —confesó la joven—, pero ¿creéis que los dos se contentarán con estos cortos momentos? Yo le observé a él, y a ella la he visto esta mañana, cuando entró en su alcoba. He visto la misma felicidad reflejada en sus rostros... —Al acabar la frase, hubo de retener sus lágrimas.

Marie tuvo entonces para ella un gesto inesperado, caluroso y lleno de afecto. Cogió entre sus manos las de su joven compañera.

—¡Pobre gatita! Estoy de tal modo obsesionada por su gloria, por querer para ella el mayor triunfo de una reina, dar un heredero a este reino contra viento y marea, que me olvido de vuestro pobre corazoncito, que como amantes egoístas ellos no paran de pisotear. ¿No me guardáis rencor por ello? ¿Y seguiréis ayudándome?

—Si pisotean mi corazón, lo mismo hacen con el vuestro, pero su excusa es que lo ignoran. Y además, sois la única amiga que tengo en este palacio. En estas condiciones, ¿qué no haría por ayudaros?

Un mismo impulso las echó en brazos la una de la otra. Fue un abrazo sin palabras inútiles, venido del corazón y que sellaba una especie de pacto. Marie lo rubricó al decir:

—Rezaré a Dios para que me conceda el poder ayudaros algún día... Mientras tanto, el próximo encuentro tendrá lugar en el Val-de-Grâce. Allí estaré más tranquila.

—¿En la abadía? Pero ¿cómo lo haremos? Han reemplazado a la superiora y tapiado la puerta...

—Pero no han levantado más el muro. Con una buena cuerda, un muchacho de veinte años podrá saltarlo sin dificultad. ¡Sobre todo si está tan enamorado como ese loco!

Demasiado feliz para poner reparos, la reina dejó todo en manos de su fiel dama de compañía. Ella también prefería el Val. Incluso con una abadesa hostil. Decidieron que el próximo encuentro tendría lugar en cuanto el rey anunciara su intención de ir a pasar unos días en Versalles. La reina iría entonces a recogerse en su convento favorito. Sólo se quedaría allí una noche, para no despertar nuevas sospechas.


El rey partió el primero de diciembre, y el día 2 la reina anunció su intención de efectuar una breve visita al Val-de-Grâce entre el jueves 3 y el viernes 4, con el fin de meditar en un lugar que le era querido, y en el momento en que se iniciaba el Adviento. Como de costumbre, sólo la acompañarían unas pocas personas.

Para su gran sorpresa y alivio, Sylvie no formó parte del séquito. En el último momento, la reina decidió que la acompañarían su dama de honor y su dama de compañía. Aquello provocó burlas de las doncellas de honor, que lo consideraron el anuncio de una inminente caída en desgracia, pero Marie de Hautefort hizo callar a todas al decir que, como la reina sólo iba al Val por unas horas, en una visita tan corta no necesitaría la presencia de su cantante favorita: en la capilla sólo se celebrarían los oficios ordinarios. Luego dijo a Sylvie, aparte:

—Habida cuenta de los últimos acontecimientos, era preferible una dama más madura. Lo cual no cambiará nada de lo que está decidido —añadió, sonriendo—. Madame de Senecey necesita muchas horas de sueño, y puedo aseguraros que dormirá como un ángel. ¡Yo me ocuparé de ello!

Como el equipaje que solía llevar en tales circunstancias estaba preparado, Sylvie decidió ir a pasar la noche en casa de su padrino. La idea de quedarse en el Louvre sólo con la compañía de las demás doncellas de honor, propensas a los celos y con frecuencia de una malevolencia mezquina hacia ella, no le atraía. Se fue, por tanto, a la Rue des Tournelles, siempre acompañada por Jeannette.

La señora Nicole y Corentin la recibieron con los brazos abiertos y procuraron compensar la decepción que le esperaba allí: no vería al caballero hasta la mañana siguiente.

—Su amigo el señor Renaudot ha venido a buscarle hace un momento —explicó Corentin—, como ha ocurrido muchas otras veces. Cenan juntos y luego no sé bien lo que hacen, pero siempre están fuera hasta altas horas.

—¿Y no sabes adonde van? —preguntó Sylvie.

—A fe que no. Me preocupa un poco porque tengo idea de que salen a correr no sé qué aventuras, y no me gusta mucho que el señor Perceval me venga con misterios.

—¿Misterios? ¿A ti, que eres su acompañante desde siempre?

—¡Pues sí! Dice que no quiere que Nicole se quede sola por la noche. Por más que el barrio sea elegante, no siempre es seguro. Pero posiblemente sea su amigo quien no quiere que vaya yo.

—¿Qué dices? —sonrió Sylvie—. El primer motivo me parece más válido. Tienes que vigilar la casa. Esta noche cuidarás también de Jeannette y de mí... y dile a Nicole que cenaré con vosotros. Espero que nos prepare algún guiso sabroso...

—No paséis cuidado —dijo Corentin, recuperando su buen humor—, ¡está ya metida hasta el cuello en masa pastelera!

Por la casa se difundían aromas de mantequilla y caramelo. Sylvie fue a descansar a su habitación mientras esperaba la hora de sentarse a la mesa. El tiempo gris, frío y ventoso no hacía atractivo el jardín, cuyo suelo estaba alfombrado de hojas muertas.

La ausencia de Perceval la inquietaba. ¿Seguía buscando al misterioso criminal al que había aludido cuando se encontraron a orillas del Sena, cerca de la puerta de Nesle? Fue la pregunta que le hizo cuando, a la mañana siguiente, lo encontró a la mesa del desayuno.

Hablaron de unas cosas y otras, pero sólo cuando Perceval volvió a su gabinete, donde Corentin acababa de encender un buen fuego, planteó Sylvie la cuestión que le quemaba los labios.

—No he olvidado nuestro encuentro en la puerta de Nesle, padrino. Me habíais dicho que buscabais a un asesino. ¿Es a él a quien perseguís de noche con el señor Renaudot, o buscáis a otro?

El rostro fatigado de Raguenel se distendió en una sonrisa cansada.

—Perseguimos aún al mismo, por desgracia. Es un monstruo que parece poseer el poder de desaparecer en las tinieblas una vez consumada su fechoría. El miserable ataca a las mozas que se ofrecen en las calles. Las viola, las degüella y las marca en la frente con un sello de lacre rojo con una letra griega impresa: omega.

—¡Qué horror! Pero perseguirle es una tarea ingente. ¡París es muy grande! ¿No os ayuda la ronda?

—No es lo bastante numerosa para vigilar todos los lugares peligrosos. Y además, con frecuencia son corruptos. ¡Necesitaríamos una verdadera policía!

—Pero a fin de cuentas, ¿por qué os interesáis por la suerte de esas desventuradas? ¿Es para ayudar a Madame de Vendôme, que cada día está más dedicada a su redención?

—No. He hablado con ella, pero no puede hacer nada. Renaudot y yo tenemos la idea de ir una noche al barrio de los Inocentes, en la corte de los Milagros, para encontrar al Gran Coesre, el jefe de los bandidos, e intentar conseguir su ayuda...

—¡Estáis locos! ¡No saldréis vivos de allí!

Él le dedicó una sonrisa que se parecía bastante a una mueca.

—Eso es lo que nos hace dudar. Si nos asesinan para robarnos, las víctimas no ganarán gran cosa. Sin embargo, hemos observado que los asesinatos tienen lugar sobre todo las noches de luna llena. Es bastante extraño, porque son las noches más claras...

Sylvie se colocó a sus pies y tomó en las suyas las manos de su padrino:

—Os lo suplico, dejad de poner en peligro vuestra vida de esa manera. Sé muy bien que es espantoso, pero esas mujeres saben que corren peligro, puesto que cualquier paseante tardío lo corre en la noche de París. Y si os sucediera alguna cosa..., yo no tendría a nadie en el mundo. ¡Y os quiero mucho!

Conmovido, él la sentó sobre sus rodillas como cuando era pequeña y la besó con ternura:

—¡No te atormentes, corazón mío! Sabemos defendernos y vamos siempre bien armados. Lo peor es la ley del silencio que rige en los bajos fondos. Nadie quiere ayudarnos porque todo el mundo tiene miedo...

—Entonces renunciad.

—No; es imposible. No puedo renunciar; lo he jurado y...

Calló al comprender que se adentraba por un camino espinoso, pero Sylvie le había oído muy bien.

—¿Lo habéis jurado? ¿A quién?

La voz de Corentin, que acababa de entrar sin ser oído con una brazada de leña, se hizo oír de súbito:

—Deberíais decirle la verdad, señor caballero. Ahora ya es lo bastante mayor, y como vive en la corte conviene que lo sepa todo acerca de sí misma, a fin de protegerse mejor.

—¿Tú crees?

—Sí. Ya es tiempo...

Perceval apartó a Sylvie y la hizo sentarse en el sillón situado frente a él.

—Tienes razón —dijo a su leal Corentin.

Contó entonces su amistad con los Valaines, el cariño que sentía por Chiara y el drama de La Ferrière, la forma en que François salvó a Sylvie, su instalación en la casa de Vendôme y la decisión de cambiarle el nombre y no ahorrar ningún esfuerzo para borrar de su memoria los recuerdos que podía conservar de su primera infancia.

Ella le escuchó con atención apasionada, y, cuando él hubo terminado guardó unos momentos de silencio.

—¡Sylvie de Valaines! —suspiró finalmente—. ¡Es verdad que me llamaba así, ahora me acuerdo! Es corno si acabarais de desgarrar una cortina de niebla acumulada a mi alrededor... Todo reaparece... ¡Oh, es asombroso! ¡Y Jeannette ha callado todo este tiempo!

—Te quiere y ha prometido callar, como tú has de prometerme que lo guardarás todo en el fondo de tu memoria y no permitirás que vuelva nunca a la superficie. ¡Sería demasiado peligroso! Ya es bastante que ese La Ferrière salido de no se sabe dónde se haya atrevido a pedir tu mano.

—¿Creéis que lo sabe?

Perceval sonrió con ternura a su ahijada.

—No hay necesidad de saberlo para desear casarse contigo, mi gatita. ¡Eres preciosa! Pregúntaselo si no a nuestro amigo D'Autancourt.

—Entonces ¿pensáis que el miserable que asesina en las calles es el mismo que mató a mi madre?

—Estoy convencido. El procedimiento es el mismo, y la firma también...

—Pero ¿por qué? Cuando se quiere a alguien...

—El amor en un ser básicamente malvado puede ser el peor de los males. La desgracia de tu madre consistió en haberse visto mezclada sin quererlo en lo que puede llamarse un secreto de Estado.

—¿También? —suspiró Sylvie.

—¿Por qué dices «también»?

Ella se encogió de hombros.

—Sabéis bien lo que os he confiado, padrino. Empiezo a preguntarme si las mujeres de mi familia no sufren una maldición que se transmite de madre a hija. En todo caso, gracias a vos comprendo ahora por qué; cuando estábamos en Anet, siempre nos prohibían ir a pasear del lado del castillo que se llama La Ferrière...


De vuelta en el Louvre, adonde llegó acompañada por Perceval hasta el cuerpo de guardia, Sylvie encontró a la reina y a sus damas entregadas a un alegre alboroto que no tenía nada que ver con lo que debía de haber ocurrido la noche anterior en el Val-de-Grâce: habían llegado correos de Roma, precediendo a un convoy con estatuas y bronces antiguos destinados al Palais-Cardinal. Venían cargados con sacos cuya destinataria era la reina, y que contenían tesoros: guantes, perfumes, encajes de Venecia, brocados de Milán, corales destinados a formar collares, y otros muchos de esos objetos menudos y muy caros que hacen enloquecer a las mujeres. Aquel día, el gabinete de la reina parecía una pajarera... o una tienda de modas.

—¿Esos regalos vienen de Roma? —se asombró Sylvie—. ¿Es el Papa quien los envía?

Marie de Hautefort soltó una carcajada:

—¡Claro que no, cabeza de chorlito! Estos regalos los envía un personaje que ha encontrado la forma de intimar con el cardenal y de gustar a la reina al mismo tiempo. Es monsignore Mazarino...

—Nunca he oído ese nombre.

—¿Y cómo podríais haberlo oído? Llamó la atención de Richelieu con ocasión del asunto de Casale, en el que jugó un papel destacado como diplomático. Luego estuvo aquí... hace tres años, creo, como vicenuncio de Su Santidad, y poco después el Papa le envió como nuncio extraordinario. El cardenal lo aprecia...

—¿Y a pesar de eso Su Majestad le tiene estima?

—Pues sí. No es un hombre de alta cuna, pero tiene bastante atractivo y, si queréis saberlo todo —la Aurora se inclinó hacia su joven compañera para susurrarle al oído—, ¡se parece un poco al difunto duque de Buckingham!

—¡Dios mío! Pero ¿entonces...?

—¡Chissst! Calma. Su recuerdo no supone una amenaza para nadie. Por más que Mazarino haga toda clase de esfuerzos para no caer en el olvido. Por lo que yo sé, arde en deseos de volver a Francia, e incluso de nacionalizarse para trabajar junto a nuestro ministro, de quien proclama a los cuatro vientos que es el más grande hombre que ha conocido. ¡Yo lo odio!

Ese juicio tajante puso fin a la conversación. Sylvie la olvidó muy pronto. La reina repartía algunos de los regalos romanos, que visiblemente la encantaban. Hacía tiempo que no se la veía tan alegre. Con un precioso espejo de mano de marfil labrado examinaba su imagen con una sonrisa llena de complacencia. Se encontraba bella, y lo estaba...

—Es inútil preguntar si todo fue bien la noche pasada —murmuró Sylvie al reunirse de nuevo con Marie en el camarín de las joyas.

—De maravilla. Aunque perdieron mucho tiempo por culpa de un pique de celos relativo a Madame de Montbazon. Y luego nuestro amigo se marchó contento sólo a medias, sobre todo porque no volverán a verse durante bastante tiempo. Hemos entrado en el Adviento y pronto llegarán las fiestas de Navidad. Vamos a poder descansar un poco, Sylvie. Sobre todo si mañana las cosas van como deseo...

—¿Qué ocurre mañana?

—Ya lo veréis. En fin... ¡espero!

Sylvie no se atrevió a insistir. La Aurora parecía decidida a no decir nada más. De modo que la velada se alargó hasta hacerse interminable para la joven curiosa, a pesar de que la reina la invitó a cantar. Ana de Austria se sentía sobreexcitada, y le apetecía escuchar una voz dulce y una música agradable. Mientras Sylvie cantaba un romance, se preguntó en quién estaría pensando la reina mientras acariciaba distraídamente las turquesas incrustadas en el bello espejo que acababa de recibir: ¿en el hombre que se lo había enviado, en el amante de la noche pasada, o en el recuerdo aún vivo del guapo inglés cuya imagen no habían conseguido borrar los años transcurridos?

El día siguiente amaneció gris, apagado, azotado por un viento inclemente que quitaba las ganas de salir. Las horas fueron arrastrándose entre la misa y las diferentes devociones, las audiencias, las comidas y las visitas de la tarde, entre las cuales se contaron Madame de Vendôme y Elisabeth, a las que Sylvie no veía desde hacía mucho tiempo. Venían de Saint-Lazare, donde Monsieur Vincent estaba inquieto por el número creciente de niños abandonados, con la intención de recurrir a la generosidad de la reina. Después de obtener plena satisfacción a sus peticiones, no prolongaron la visita y se contentaron con besar a Sylvie antes de marcharse. Por otra parte, el tiempo empeoró con la aparición de fuertes vientos y remolinos que no anunciaban nada bueno.

—¡Vamos a tener una bonita tormenta! —observó Hautefort mientras contemplaba las maniobras de los patrones que se apresuraban a atracar sus barcazas en el Sena. Luego añadió, bajando la voz—: Empiezo a creer que el Cielo está con nosotros.

A partir de ese momento permaneció sin moverse en el vano de una ventana, observando el empeoramiento progresivo del tiempo. Hacia las cuatro estalló la tempestad, con una violencia tal que partió ramas de árboles, arrancó las lonas de los andamios del patio del Louvre e hizo volar las pizarras de los tejados de varias casas. Duró largo rato, hasta el punto de que el confesor de la reina aconsejó a las damas que orasen. Sólo Marie de Hautefort siguió en el mismo lugar, tan rígida y ausente, tan pendiente del cielo negro cuyas voces furiosas parecía escuchar, que nadie se atrevió a molestarla...

Y luego, de súbito, al estruendo de fuera se añadió el del interior del palacio. Llamadas, órdenes, resonar de armas y el anuncio de una llegada repetido de puerta en puerta hasta que las del salón de la reina se abrieron ante un caballero calado hasta los huesos que, al saludar, envió a los cuatro puntos cardinales una rociada de gotas procedente de las plumas informes de su sombrero.

—Y bien, Monsieur de Guitaut, ¿qué venís a decirnos con tanta urgencia? —preguntó Ana de Austria, que había reconocido al capitán de la guardia.

—Anuncio al rey, señora... en caso de que Vuestra Majestad tenga a bien ofrecerle la hospitalidad de sus aposentos.

—¿Dónde está mi esposo?

—En el convento de la Visitación, señora. El rey viajaba de Versalles a Saint-Maur, donde su servicio le ha precedido esta mañana, pero la tormenta es tan terrible que las damas del convento han suplicado a Su Majestad que no se aventure a cruzar el bosque de Vincennes, donde la fuerza del viento está abatiendo muchos árboles. El camino es demasiado largo, y el Louvre está mucho más cerca...

La sonrisa de la reina se reflejó en la de Mademoiselle de Hautefort, que había dejado su puesto junto a la ventana para correr a colocarse a su lado con un rostro casi resplandeciente.

—En todas partes está el rey en su casa, Monsieur de Guitaut. Espero que no dude del placer que tendré al hospedarle.

—No... En verdad, no, pero el rey teme perturbar a Vuestra Majestad en sus costumbres.[29] La reina cena tarde, se acuesta tarde, y...

—Y a mi esposo no le agrada ni una cosa ni la otra —concluyó Ana de Austria con una risa sincera—. Volved a su presencia... o mejor enviad a alguien más seco, a decirle que daremos las órdenes oportunas y encontrará dispuesto todo a su conveniencia.

—Iré yo mismo, porque no se puede estar más empapado de lo que estoy. ¡Y doy las más rendidas gracias a Vuestra Majestad!

De inmediato empezó el zafarrancho. Se enviaron a las cocinas las instrucciones necesarias para que se apresurasen los preparativos, se colocó la «cabecera» en el salón de la reina, y el palacio adoptó su aspecto más amable para recibir a su soberano, con una agitación febril. ¿Iba finalmente a producirse el acontecimiento esperado desde hacía tanto tiempo? ¿Se contentaría el rey con dormir cerca de su mujer, o bien...?

Sylvie no pudo contenerse y formuló esas preguntas cuando, en el guardarropa de la reina, ayudaba a la dama de compañía a reunir los elementos del atuendo que reclamaba su ama. Marie se rió en sus narices:

—¿Qué queréis que os responda? Lo importante es que venga, y supongo que nuestra hermana Louise-Angélique ha tenido que poner mucho de su parte para conseguirlo, tal como yo se lo pedí. En cuanto al resto, solamente puedo deciros que el rey dormirá bien...

—¿Dormir? Pero...

—Seguramente no tiene intención de nada más, pero sabed que es muy posible dormir bien y también tener hermosos sueños. ¡Yo cuidaré de ello, podéis estar segura!


La alegría de la corte contrastaba con el aire más bien huraño de Luis XIII cuando hizo su entrada en la Cour Carrée a la cabeza de sus caballeros. El descendiente de san Luis no tenía el aspecto de alguien que se dispone a disfrutar de hermosos sueños. Sin duda se comportó con una cortesía impecable e incluso exquisita cuando cumplimentó a su mujer por su tez, su buen aspecto y su atuendo, pero era evidente que no deseaba más que una cosa: que aquella noche a la que le forzaban Louise y los elementos desencadenados pasara lo más aprisa posible.

Se cenó en petit comité, para gran decepción de la multitud de cortesanos que pensaban dar pábulo a su curiosidad con cada palabra y cada expresión del real rostro. Después, Sus Majestades se retiraron para pasar la noche, escoltados por sus damas y sus gentilhombres, en menor número pero sin duda con la misma expectación que en la noche de bodas. Y de hecho, era hasta cierto punto la misma situación: hacía más de tres años que el rey no visitaba el lecho de su esposa... Sin embargo, la última imagen que tuvieron de la real pareja no parecía particularmente esperanzadora: después de recibir con una mirada sombría los últimos saludos y reverencias, Luis XIII deseó buenas noches a la reina, se caló el gorro de dormir hasta los ojos, se acomodó en su lado de la cama y se durmió de inmediato, como un hombre cansado después de una larga jornada.

Todos se alejaron haciendo comentarios sobre el acontecimiento en voz baja, a fin de no despertar al rey ni, sobre todo, los ecos de palacio. El batallón de doncellas de honor zumbaba como un enjambre de abejas. Sylvie se contentó, al reunirse con su amiga, con alzar unas cejas inquisitivas. Casi con el mismo laconismo, Marie le dedicó una sonrisa socarrona.

—La noche es muy larga —murmuró.

Nadie durmió en el Louvre. El rey había ordenado que se le despertara temprano para poder ir al encuentro de su mobiliario y de sus servidores en Saint-Maur. Para no perderse el momento en que saldría para oír misa, los cortesanos optaron por no volver a sus casas y se acomodaron lo mejor que pudieron en las antecámaras, las galerías y las salas de recepción. Contagiado por aquella fiebre, incluso el capellán pasó la noche en vela.

También otras personas velaron. En la capilla de la Visitation Sainte-Marie, como en el Val-de-Grâce y en otras comunidades de religiosas de París, se rezó a la luz de los cirios que no llegaban a calentar las losas heladas. Se rezó hora tras hora para que la pareja real por fin reunida diera un heredero al reino.

Las oraciones de sor Louise, que se esforzaba por acallar los gritos de un corazón desgarrado por unos celos muy terrenales, suplicaron sin descanso a Dios un hijo. ¡Sobre todo que fuera varón, para no tener que volver a empezar las súplicas con que había abrumado aquel día a su regio amigo!

Finalmente, como la noticia no había llegado únicamente a las abadías y los monasterios, en las tabernas se bebió con gallardía a la salud del rey.

Fue una noche distinta a todas las demás, y que finalizó con la llegada de un día gris y frío pero tranquilo. La violenta tempestad venida del mar siguió su camino hacia el este, dejando detrás la ardua tarea de borrar las huellas de su paso.

Cuando Luis XIII apareció, luciendo un traje ceñido de ante, de corte militar, y botas, impecable como de costumbre, paseó por un instante su mirada sombría por la multitud desaseada, desaliñada y extenuada, inclinada ante él según el rito exigido por el protocolo. El espectáculo debía de ser bastante divertido, porque bajo su mostacho se adivinó la sombra de una sonrisa.

—¡Si yo estuviera en vuestra situación, señores, me iría a dormir! —dijo de buen humor.

Y se puso en marcha acompañado por sus guardias, sus suizos y su casa militar, todos ellos acostumbrados ya a las noches sin sueño, y que a duras penas ocultaban su regocijo.

Sin embargo, sin desanimarse, la corte prosiguió su vela: no habían podido leer nada en el rostro indescifrable del rey; faltaba ver el de la reina, y ésta se levantó aquel día más tarde que de costumbre.

Tanto se retrasó que, cuando se supo que la reina oiría la misa en su oratorio privado, la mayoría de los cortesanos se decidieron a volver a sus casas para arreglarse un poco. Pero a lo largo de la jornada el «todo París» con acceso a la corte se precipitó al Louvre siguiendo las rodadas de la carroza de la señora princesa de Conde. Las más altas damas, los más grandes señores —los que no estaban en el exilio, en el ejército, acompañando al rey o cumpliendo con sus cargos provinciales— corrieron para felicitar a la reina como si ésta acabara de realizar una portentosa hazaña. La duquesa de Vendôme llegó de las primeras. Llevada por su entusiasmo, estrechó a Ana entre sus brazos.

—¡Hermana, qué gran día! Vengo de ver a Monsieur Vincent. Está transido de alegría. ¡Ha tenido en estos días la revelación de que vais a quedar embarazada!

El último en llegar fue el menos esperado: François de Beaufort aguardó su turno para rendir pleitesía, pero su aspecto al entrar hizo temblar a Sylvie y borró la sonrisa de la Aurora. A pesar de su alta estatura y sus cabellos claros, parecía una sombra. Suntuosamente vestido de terciopelo gris con bordados de plata, mostraba por encima de la blancura inmaculada del cuello almidonado un rostro tenso en el que el bronceado habitual había adquirido un tono grisáceo. Avanzó muy rígido, casi arrogante, con el sombrero en una mano y la otra pellizcando nerviosamente la borla de raso de la empuñadura de su espada, y ante él, el círculo que rodeaba a la reina se apartó para dejarle paso.

«Dios mío —rezó en silencio Sylvie—, ¡haced que no cometa ninguna tontería! Tiene la cara de los días malos...»

—¡Ah, Monsieur de Beaufort! —dijo la reina con una sonrisa radiante—. Hace tiempo que no os veíamos por aquí. ¿Venís también a ofrecernos vuestras felicitaciones?

—¡Desde luego, madame! He sabido, con profunda alegría, que el rey se ha acordado por fin de que tenía por esposa a la más bella de las damas. ¡Y como la felicidad se refleja en el rostro de la reina, no puedo sino sentirme el más feliz de los hombres!

—Sois un buen súbdito, querido duque.

—No mejor que los demás, madame. Me limito a hacer lo mismo que todo el mundo... ¿Puedo asimismo felicitar a Vuestra Majestad por el precioso abanico que con tanta gracia maneja? Un objeto muy bonito, en verdad.

—Y que viene de lejos. De Roma, para no ocultaros nada.

—¿Acaso os lo ha enviado mi tío, el mariscal d'Estrées?[30]

—No, por cierto. Es un regalo de monsignore Mazarino, a quien todos aquí recuerdan con agrado. —añadió, elevando el tono de voz—. Esta chuchería nos llegó antes de ayer, con otros mil objetos... ¿No es una preciosidad?

El rostro de Beaufort se encendió súbitamente. Por sus ojos azules pasó un relámpago de cólera.

—¡Qué audacia la de ese hijo de un lacayo que ni siquiera es sacerdote! ¡Se atreve nada menos que a hacer regalos a la reina de Francia! ¿Es que no hay suficientes buenos gentilhombres en este país para ofrecer a nuestra soberana todo lo que podría agradarle?

La reina enrojeció a su vez.

—¡Olvidáis a la vez quién sois y a quién estáis hablando! Insultáis a un ausente, lo que es grave porque no puede responderos; y, aún más grave, os permitís criticar nuestras amistades.

—¿Amistad? Ese Mazarino es muy amigo del cardenal. No sabía yo que Vuestra Majestad compartiera sus gustos.

—¡Ya basta, monsieur! Retiraos. ¡Vuestra presencia nos desagrada!

La aparición de una pareja que venía con retraso —el gobernador de París y su esposa, la encantadora duquesa de Montbazon— vino a despejar la atmósfera. François, sintiéndose muy desgraciado, retrocedió, y más aún de lo que habría querido porque Marie de Hautefort le tomó de la cintura y tiró de él hasta que ambos se encontraron al resguardo en una esquina de la estancia, donde se les unió Sylvie.

El lugar, situado entre una cariátide que sostenía la gran tribuna de la orquesta y el ángulo formado por la galería, un poco apartado, estaba bien elegido.

Cuando llegó Sylvie, Marie acababa de pasar al ataque.

—¿Estáis loco al venir aquí con una cara de dos palmos de largo y quejaros a la reina como si ella os debiera alguna cosa? En verdad, querido duque, empiezo a lamentar haberos favorecido. ¡No servís más que para cometer insensateces!

Sylvie asumió el papel de abogado defensor.

—No seáis tan dura, Marie. ¿No veis que está sufriendo?

—¿Y por qué, si os place? ¿Porque por fin hemos conseguido colocar a la reina fuera del peligro de ser repudiada? Venís aquí con aire de propietario, y poco falta para que montéis una escena de celos en toda regla.

—Cuando se sufre, es imposible razonar... Hay que tener piedad y consolar, en lugar de reñir.

Con un impulso repentino, François tomó la mano de Sylvie para posar en ella un beso agradecido, y luego la retuvo entre las suyas.

—No podéis saber lo que he llegado a sufrir esta noche al pensar en lo que debía de estar ocurriendo aquí. Los imaginaba abrazados, y...

—Tenéis demasiada imaginación, duque —dijo la Aurora—. ¡Y os falta cerebro! ¿Cuándo comprenderéis que esta noche era necesaria para que la reina no corriera el riesgo de ser repudiada por adúltera?

—Lo sé, pero desde que es mía, ya no soporto la idea de que otra persona comparta su lecho.

—¿Otra persona? ¿El rey? —resopló Marie, indignada—. ¡A fe, amigo mío, que estáis loco!

—Tal vez, pero lamento haberos hecho caso en Chantilly. Habría debido raptarla, y a estas horas sería gobernadora de los Países Bajos, y...

—Sería una mujer marcada, desprestigiada, abandonada tal vez como lo está la reina madre...

—¡Nunca! Yo habría conquistado para ella un reino...

—¡Paparruchas! ¿Olvidáis la Inquisición? ¿Creéis que, una vez en los Países Bajos, habría tolerado vuestro adulterio público? El cardenal-infante tampoco, y a estas horas, como decís, sin duda habríais sido entregado a los secuaces de nuestro cardenal,¡a menos que os hubieran rebanado el cuello en algún rincón adecuadamente oscuro!

—¡No tenéis piedad! Decidme al menos lo que ha ocurrido, porque supongo que habéis espiado a la pareja real toda la noche.

—Es verdad que apenas he dormido, pero no os diré lo que sé. Se trata de mis soberanos, y yo soy su fiel súbdita.

—¿Y tú? ¿Me lo dirás tú? —suplicó François atrayendo a Sylvie hacia sí—. ¿Estabas allí también?

—¿Por quién me tomáis? —cortó Marie—. Los secretos de alcoba no son adecuados para unos oídos tan inocentes. Por orden mía, Mademoiselle de l'Isle fue a acostarse. Es, supongo, la única que ha dormido bien esta noche.

—¿Cuándo volveré a verla?

—Me temo que no será pronto. O mejor dicho, lo deseo. Por una parte entramos en el Adviento, y después, si Dios quiere, la reina estará demasiado vigilada. ¡Debéis alejaros!

—¡No me pidáis lo imposible!

—Os pido lo indispensable para su seguridad... y la vuestra. De todas maneras, y hasta nueva orden, no contéis conmigo... ni con Sylvie, naturalmente. Intentad distraeros, viajad, id a guerrear bajo un nombre supuesto, ¡o casaos!

Los ojos de François llamearon de cólera:

—¡Gracias por vuestra ayuda, madame! Creo que seguiré vuestro último consejo y me preocuparé de mi linaje.

Soltó la mano de Sylvie después de llevársela una vez más a los labios, y se dirigió al grupo que rodeaba a la princesa de Conde.

Sylvie y Marie le vieron alejarse.

—¡Uf! —exclamó la segunda, y añadió con una voz extraña—: Quiera el cielo que el niño que vendrá, si viene, no se le parezca demasiado...

Como la dama de compañía volvía con decisión a situarse al lado de la reina, Sylvie únicamente pudo seguirla sin pedir explicación por aquellas palabras sibilinas. Una explicación que en cualquier caso tampoco le iban a dar. El secreto de la noche real era también el de Marie, y ella no lo compartiría con nadie. Sobre todo si, como suponía Sylvie, había hecho ingerir al rey, durante la cena o con el vino aromatizado de la sobremesa, alguna clase de droga...


A partir de ese día, tanto la corte como la ciudad contuvieron el aliento. En el palacio real se caminaba casi de puntillas, por miedo de ahuyentar a los frágiles espíritus que presiden los embarazos.

La reina pasaba en oraciones más horas que de costumbre. En cuanto al rey, cambió de confesor: en la mañana que siguió a la famosa noche, el padre Caussin, que también había sido el confesor de Louise, se confundió respecto del contenido de las recomendaciones de la joven novicia y fue a rogar a su augusto penitente que hiciera regresar del exilio a la reina madre, rompiera sus alianzas con los holandeses y los príncipes protestantes de Alemania, bajara los impuestos e hiciera las paces con España; y en resumidas cuentas, que enviara a Richelieu a comprobar si por la parte de Luçon crecía mejor la hierba. Para ser un jesuita, aquel santo varón dio pruebas de escaso discernimiento: Luis XIII le recomendó, no sin humor, que fuera a discutir sus proyectos con el cardenal, después de lo cual un despacho sellado exilió al imprudente a Rennes, donde por lo demás fue tratado con toda consideración. Otro jesuita, el padre Sirmond, ocupó su lugar. Era un hombre de edad avanzada y algo duro de oído, lo que obligó a Luis XIII a vocear sus confesiones, pero por lo menos no se inmiscuía en los asuntos de Estado.

En cuanto a François, se dedicó a ahogar sus penas en los placeres. Se le vio con frecuencia en el hôtel de Conde, cerca del palacio de Luxemburgo, y con mayor frecuencia aún en la Place Royale, en el garito de lujo que regentaba allí la Blondeau. Jugaba fuerte y bebía como una esponja, pero sin perder nunca el dominio de sí mismo, lo que al menos le permitió evitar las peleas, a menudo fatales. Inquieto, su hermano mayor intentó aproximarlo a una perspectiva más juiciosa.

—¡Os estáis convirtiendo en un libertino, hermano! ¿Creéis que es la mejor forma de obtener la mano de Mademoiselle de Borbón-Condé?

—¿Quién os dice que tengo ganas de obtenerla?

—Cuando no estáis en el garito de la Blondeau, andáis zumbando alrededor de ella como una abeja en torno a una flor. Imagino que os gusta.

—Es muy bella, pero me desconcierta su forma de ser: es todavía más fría y altiva que Mademoiselle de Hautefort, y ofrece una extraña mezcla de coquetería infernal y devoción austera...

—¿Tenéis algo en contra de la devoción? A nuestra madre le apenaría mucho.

—Nada. Yo mismo me considero un hombre piadoso, pero estimo que no conviene mezclar los géneros. En resumen, hermano, no tengo muchas ganas de convertirme en el esposo de la bella Anne-Geneviève. En cambio, me agrada que la gente piense que estoy deseándolo...

Mercoeur no insistió. Sabía que la lógica de su hermano era distinta de la de todo el mundo. François volvió a sus placeres.


Las fiestas que se celebraron al término de aquel año de 1637, tan favorable a las armas francesas, fueron brillantes. En Saint-Germain hubo baile. Mademoiselle de Hautefort, a la que el rey volvía a cortejar, brilló allí con mil luces, y Mademoiselle de l'Isle, cuya voz se escuchó en diversas ocasiones, bailó por primera vez, con una gracia que encantó a la corte. Sin embargo, como François no asistió —y tampoco Jean d'Autancourt, que se había reunido con su padre en la Provenza—, aquel pequeño triunfo no le satisfizo tanto como había esperado.

En efecto, en tanto que amiga de la favorita y próxima a una reina a la que ahora todos adulaban, la niña de los pies descalzos de otra época se había convertido, si no en un poder, sí al menos en una personita encantadora a la que era conveniente cortejar... De modo que el cardenal únicamente tenía sonrisas para ella.

También Su Eminencia participaba en la alegría general. En su castillo de Rueil, Richelieu ofreció una gran fiesta en la que el rey, que se ocupaba gustoso del montaje de esos grandes espectáculos de corte, organizó —y bailó— su ballet de las Naciones, en el que intervinieron las damas más bellas.

También Sylvie representó un pequeño papel, y en cuanto a la Aurora, eclipsó con su resplandor a todas las demás.


Y luego... luego, en su primera Gazette de febrero de 1638, Théophraste Renaudot escribió: «El día 30 todos los príncipes, señores y gentes de condición acudieron a congratularse con los reyes en Saint-Germain, al difundirse la esperanza de una feliz nueva de la que, Dios mediante, informaremos dentro de poco tiempo.»

¡Por fin la reina estaba encinta! París desbordaba de júbilo. Marie y Sylvie lloraron la una en los brazos de la otra. En cuanto a François, se emborrachó como una cuba en solitario, hasta el punto de que sus escuderos hubieron de llevarlo inconsciente al hôtel de Vendôme.

Más tarde alegó que había sido su manera particular de celebrar el acontecimiento, pero su «alegría» se parecía mucho a la de Monsieur. En efecto, en el castillo de Blois se esforzaron en poner a mal tiempo buena cara, ante una noticia que anulaba las esperanzas del duque de Orleans. Esperanzas que, no obstante, intentó reanimar pensando que la reina había tenido ya algunos abortos espontáneos y que, en el peor de los casos, si se obstinaba en tener el hijo, había un cincuenta por ciento de posibilidades de que fuera niña. De modo que las oraciones del inquieto heredero, así como sus confesiones, adquirieron un sesgo curioso.

Durante la primera quincena de febrero llevaron a la reina, con gran pompa, el cinturón de la Virgen del Puy-Notre-Dame, al sur de Saumur, traído de Jerusalén en la época de las Cruzadas, y del que se aseguraba que poseía el don de atenuar los dolores del parto. Desde ese día, los aposentos de Ana de Austria empezaron a oler tanto a incienso que muchas veces se hizo preciso abrir las ventanas.


Fue al día siguiente cuando apareció por Saint-Germain un angustiado Corentin para anunciar a Sylvie una terrible noticia: la noche anterior, Perceval de Raguenel había sido arrestado por la ronda y por el teniente civil en persona, por haber asesinado a una prostituta.


Загрузка...