Mademoiselle de Hautefort se había hecho un esguince al bajar el Grand-Degré sin consideración por sus zapatos nuevos de tacón alto, pero, indomable según su costumbre, no por ello había abandonado sus funciones de dama de compañía. Sentada, por privilegio especial del rey, en un taburete,[25] con el pie vendado reposando sobre un almohadón, dirigía a un ritmo infernal el ballet de las camareras, que tenían pocas razones para felicitarse de su humor. Acogió a Sylvie con la disposición del perro al que acaban de quitar su hueso.
—¡Vaya, por fin habéis venido! Os doy mi palabra de que empezaba a creer que no volveríamos a veros nunca más.
—Os equivocabais. He venido desde el momento en que me habéis llamado.
—Eso es precisamente lo que os reprocho: ¡ha sido necesario llamaros! Al parecer, no se os ha ocurrido quepodíamos necesitaros. ¡Bien es verdad que estabais muy ocupada asegurándoos un brillante porvenir!
—¿Yo? ¿Un brillante porvenir? —dijo Sylvie, un poco sorprendida por la regañina.
—¿Qué, si no? Se os ve en todas partes en compañía del futuro duque de Fontsomme...
—¡Eso no quiere decir nada! Monsieur d'Autancourt vino en mi ayuda en una circunstancia penosa; le estoy enormemente reconocida y hemos hecho amistad. ¡Nada más!
Una chispa alegre iluminó por fin los ojos azules de la Aurora.
—Eso también lo sé..., ¡y no os deis tantos humos, Sylvie, que no os sienta en absoluto! Quiero añadir, para evitar cualquier malentendido, que no deseo para vos nada mejor que el que lleguéis a ser la esposa de ese amable muchacho. Ahora, hablemos de otra cosa. La reina desea trasladarse mañana al Val-de-Grâce. Yo haré que me lleven con ella, pero supongo que os haréis cargo de que necesitaremos a alguien que cojee menos que yo.
—La reina cuenta con una treintena de doncellas de honor. ¿Tanta necesidad tenéis de mí para... rezar en un convento? —dijo Sylvie medio en serio medio en broma, pues la perspectiva no la atraía lo más mínimo. Pero su réplica hizo que Marie palideciera súbitamente:
—¿Qué significa ese lenguaje? ¿Habéis olvidado vuestra fidelidad bajo los árboles de la Place Royale? Los Fontsomme son leales al rey y...
—¡Son soldados! —la interrumpió Sylvie—. Estaría bonito que los oficiales no le fueran leales. Pero también lo son a la reina, y no es en su compañía donde aprenderé lecciones de traición. ¿Debemos ir al Val? ¡Pues bien, iremos al Val! Solamente he querido haceros rabiar un poco. ¿Será cosa de mi faceta de «gatita»? ¡Soy muy traviesa! —concluyó con una sonrisa irónica.
—Pues no es el mejor momento para travesuras, os lo aseguro. En nuestra última visita allá abajo, durante vuestra ausencia, La Porte, que estaba citado con Auger, estuvo a punto de ser detenido por un destacamento de la guardia que perseguía a un ladrón que había cruzado la muralla de París escalando unos escombros...
Sylvie ardía en deseos de saber si François había vuelto, pero por la cara de su compañera comprendió que corría el riesgo de una nueva regañina.
Además, acababa de entrar Mademoiselle de Pons, y por más que se tratara de una persona bastante anodina, no era el mejor momento para tocar el tema. De hecho, la recién llegada venía a invitarla a acudir a la alcoba de la reina, que acababa de levantarse y que la acogió con mucha bondad.
—¿Sabéis que os añoraba, hija mía? —dijo al tiempo de tenderle una mano, sobre la que se inclinó Sylvie—. Vuestra voz posee el don milagroso de expulsar las preocupaciones y mitigar las penas. ¡No me abandonéis!
—Vuestra Majestad sabe hasta qué punto deseo complacerla. Habría regresado antes si me hubiese atrevido a pensar que la reina podía necesitarme.
—¡Más de lo que creéis! Esta tarde cantaréis para mí, y mañana me acompañaréis a la abadía para cantar allí las alabanzas a la Reina del Cielo. Necesitamos mucho de su auxilio...
Ana de Austria parecía nerviosa y Sylvie se dio cuenta de que la atmósfera del Louvre había cambiado durante el último mes. Había menos gente alrededor de la reina. Con la llegada del verano, sin duda París se vaciaba en beneficio de los castillos, pero era extraño de todos modos que el círculo de Su Majestad se limitara a media docena de personas. Sylvie no pudo por menos que comentarlo con Marie. Ésta se encogió de hombros y dijo:
—Olvidáis que también nosotras deberíamos estar en Fontainebleau o en Chantilly, que el rey ha designado como residencia de verano este año, y adonde desea que nos traslademos con la mayor celeridad.
—¿Por qué entonces no vamos allí?
—¡No hagáis tantas preguntas! La reina ha echado la culpa a su equipaje, que no está a punto... y a vuestra ausencia, porque yo me veo bastante impedida, pero marcharemos de París dentro de pocos días. Y eso nos da tanto más trabajo. —Y, bajando la voz, añadió—: Esperamos correo...
En efecto, si el Louvre parecía un tanto adormecido, en cambio el Val-de-Grâce se reveló pletórico de actividad. Instalada en el salón junto a una mesa cubierta de papeles, Mademoiselle de Hautefort, entre masaje y masaje a su pie, redactaba largos despachos en tanto que Ana de Austria recibía a numerosas visitas. Las diurnas se relacionaban sobre todo con obras de caridad. La reina escuchaba desgracias y distribuía limosnas, pero Sylvie sabía que la vida nocturna era más interesante. La primera noche, la joven introdujo a un inglés de aspecto altivo, lord Montagu, que era al mismo tiempo un antiguo amigo de Buckingham, un antiguo amante de Madame de Chevreuse y un fiel amigo de la soberana. Lo recibió en su alcoba pero la visita no duró mucho: Walter Montagu venía únicamente a comunicarle las inquietudes de su cuñada, la reina Enriqueta de Inglaterra, en relación con los rumores que le habían llegado de una repudiación inminente; le traía la seguridad de que, en la eventualidad de una caída en desgracia, el reino británico estaría dispuesto a acogerla. Después de su partida, Ana recitó sus oraciones, procedió a acostarse y se apagaron todas las luces, para sorpresa y alegría de Sylvie, que durmió como un ángel en la estrecha cama conventual que le habían atribuido. Al día siguiente, la jornada resultó muy parecida: hubo muchos y largos oficios religiosos, debido a que era la festividad de Santa Ana, madre de la Virgen María, en honor de la cual Mademoiselle de l'Isle fue invitada a cantar con las monjas, a las comidas consiguientes, por supuesto, y a algunas visitas diurnas. A la caída de la tarde, viendo que La Porte se disponía a salir, Sylvie supuso que iría a encontrarse con François, pero comprendió que no era el caso cuando mencionó que no regresaría antes de la apertura normal de las puertas del convento. Por su parte, la reina manifestó su intención de acostarse después del último oficio: se sentía cansada y deseaba tomar un largo reposo.
—¿No esperamos a nadie esta noche? —preguntó Sylvie, mientras ayudaba a acostarse a su compañera. Parecía tan feliz, que Marie no pudo reprimir una sonrisa:
—No. Id a dormir.
La joven no se lo hizo repetir. Se sentía a la vez decepcionada y aliviada por no ver a François, pero de los dos sentimientos, el alivio era el más fuerte. Un alivio que sólo duró hasta la salida de la misa del día siguiente.
—Espero que hayáis aprovechado bien la noche —le susurró la Aurora—. Porque, aproximadamente a media noche, habréis de montar guardia junto al portillo. Esperamos a un monje.
Al encontrarse en el jardín a la hora indicada, Sylvie tuvo la impresión de encontrarse sola en el mundo. A media tarde, una tormenta había limpiado la atmósfera. El aire nocturno estaba cargado de olores de tierra y hierba húmeda. Debido al calor que había reinado desde varios días atrás, las ventanas de la abadía se mantenían abiertas de par en par. Las de la reina también, pero por prudencia se habían apagado todas las luces, como si el pabellón estuviera sumido en el sueño. El silencio y la soledad tenían algo de angustioso, y Sylvie se vio obligada a hacer un esfuerzo para no desertar de su puesto.
De súbito, cuando sonaba la cuarta campanada de la medianoche, se oyó la contraseña y ella se apresuró a abrir la puerta. En el umbral se dibujó una silueta alta, cubierta con un capuchón, y al reconocerla se aceleraron los latidos de su corazón. En cambio, el monje hizo un movimiento de retroceso:
—¡No sois Marie! —susurró.
—Es evidente, me parece. Entrad, soy Sylvie.
—¡Ah, mi gatita! ¡Qué alegría! Me dijeron que habías dejado tu puesto para irte a vivir con tu padrino, ¿y tal vez a casarte?
—Y a mí me dijeron que os habíais batido en duelo y matado a vuestro adversario. Entonces, ¿qué hacéis aquí? ¿Estáis loco?
¡Ya está! ¡Por fin lo había dicho! Sylvie se sintió un poco mejor, porque le parecía imperioso que él lo supiera. Oyó una risa ahogada:
—Esa doble circunstancia nos demuestra que no conviene hacer demasiado caso a los rumores de la corte. En general, basta con creer la mitad de la mitad: tú no estás en casa de Raguenel, y yo no he matado a nadie.
—¿No os habéis batido?
—Sí, pero el señor de Thouars salió del compromiso con un arañazo por el que no me guarda rencor, porque espera que reanudemos nuestra discusión en una ocasión próxima. ¡Cuando tenga tiempo!
Iba a entrar en el pabellón, pero ella lo retuvo:
—¿Por qué, François? ¿Por qué tantas imprudencias?
Entonces él le tomó el mentón como solía hacer tiempo atrás, y le explicó, con una dulzura infinita:
—Pues porque la amo como el loco que soy, gatita. Y porque ella me ama también. Por lo menos, así me lo parece... Lo entenderás mejor cuando tengas más años. Todavía no eres más que una niña pequeña.
Se alejó a largas zancadas silenciosas sin sospechar la tempestad de dolor y furia que acababa de provocar en aquella «niña pequeña». Su excusa era que lo ignoraba todo de los sentimientos profundos de Sylvie, y la tormenta interior se calmó al ritmo de las excusas que se esforzaba en encontrar para él. De su breve conversación, sin embargo, algún consuelo le quedaba: él no había matado a su adversario, y por consiguiente no corría el riesgo de caer bajo el peso de la justicia terrible del cardenal. Pero entonces, ¿por qué el duque César había ido a verla desde su exilio dorado, corriendo también él el riesgo de ser detenido, si no había habido ninguna muerte? ¿Y por qué el frasco de veneno? Todo resultaba incomprensible, y sobre todo complicado... a menos que su título de doncella de honor, concedido a petición de la reina, no se debiera a su talento de cantante o a su conocimiento del español, sino al deseo de colocar junto a ella a alguien ciegamente adicto a la casa de Vendôme... y sobre todo a François de Beaufort.
Permaneció allí hasta el canto del gallo, sentada en un banco húmedo. Entonces reapareció el falso monje y se dirigió al portillo, donde ella se reunió con él y le abrió sin decir palabra. Pero antes de salir, él se inclinó, le dio un beso en la frente y desapareció en la densa oscuridad que precede al alba. Un beso que no proporcionó el menor placer a la joven. ¡Qué feliz debía de sentirse François para haber tenido ese gesto espontáneo! Una manera como otra de compartir su alegría, y también de darle las gracias por haber abierto para él la puerta del paraíso...
Entonces Sylvie volvió a su banco y lloró hasta que el relente del amanecer la ahuyentó en busca de su lecho y de ropa seca.
Cinco días más tarde, dejaban París por Chantilly. La reina intentó ganar tiempo diciéndose enferma, pero pese a ello le fue preciso ir a reunirse con un esposo que se impacientaba. Pero como no había podido concluir todos los asuntos que pensaba tratar en el Val, dejó tras ella a La Porte con varias cartas por distribuir. Finalmente se puso en camino, sin gran entusiasmo.
—No me gusta mucho Chantilly —confió a Sylvie, ya de camino—. El lugar es hermoso, las fuentes magníficas y el bosque soberbio, pero todo ello fue confiscado cuando el cardenal hizo caer en el patíbulo la cabeza de Henri de Montmorency, y siempre me produce una sensación de disgusto entrar allí...
—¿La reina cree en fantasmas?
—¡Oh, sí que creo! Y los más jóvenes son los más dolorosos.
Los bellos ojos verdes se nublaron. Sylvie no se atrevió a seguir la conversación. Se preguntaba tan sólo en qué sombra pensaba Ana de Austria: ¿en la de Montmorency, o en la nunca olvidada de Buckingham?
La noticia llegó como una bomba; la recibió Marie de Hautefort a través del señor de Chamblay, su primo, que le servía en ocasiones de correo: La Porte acababa de ser arrestado en la Rue Coquillière, cuando era portador de una carta importante de la reina a la duquesa de Chevreuse. Había sido encarcelado en la Bastilla, donde esperaba a ser interrogado. Pero había aún algo peor: acompañado por el obispo de París, monseñor de Gondi, el guardián de los Sellos había entrado en el Val-de-Grâce, registrado el pabellón de la reina y sometido a la madre de Saint-Étienne a un interrogatorio en regla, operaciones todas ellas que no aportaron grandes descubrimientos, sólo algunas viejas cartas de Madame de Chevreuse o de amigos poco apreciados por el rey, pero nada relacionado con España. Más tarde se sabría que monseñor de Gondi, gran amigo de los Vendôme y poco sospechoso de simpatías hacia el cardenal, había prevenido a la madre de Saint-Étienne y ésta pudo hacer limpieza. Pese a ello, él se vio obligado a relevarla y a pedir a las religiosas que procedieran a la elección de una nueva abadesa, después de lo cual la madre y tres de las monjas fueron trasladadas a otro convento.
No cuadraba con el temperamento de la orgullosa española el dejar que se maltratara a sus fieles sin reaccionar. Sabedora de que el ataque es la mejor defensa, fue a pedir cuentas a su esposo.
—¡Todo esto es indigno! Baja política, de la que tanto gusta el cardenal. ¿Qué es lo que busca, a fin de cuentas?
—La prueba de vuestra colusión incesante con el enemigo. Una colusión que, en vuestro caso como en el de no importa qué otra persona, tiene el nombre de traición.
—¿Traición? ¿Porque me escribo con mis hermanos? ¿No sabíais que era española cuando os casasteis conmigo? Podíais haber elegido a cualquier otra.
—No fui yo quien os eligió. La política lo hizo por mí. Pero no se trata tanto de vuestra correspondencia con el cardenal-infante, que en efecto sería bastante normal siempre que no rebasase los límites del afecto familiar, sino de las cartas al conde de Mirabel. Ése no pertenece a vuestra familia, que yo sepa.
A pesar de la angustia mortal que experimentaba, la reina no perdió la compostura.
—Nunca he escrito al conde de Mirabel desde que fue expulsado de Francia tras la reanudación de las hostilidades.
Era dar prueba de un gran aplomo, porque ignoraba si en un registro en la casa de La Porte había sido descubierto el escondite donde guardaba la clave cifrada y su sello, pero al parecer su tiro al azar dio en el blanco. Luis XIII se encogió de hombros y le volvió la espalda dando a entender que la entrevista había concluido:
—Eso ya lo averiguaremos —se limitó a decir—. Os deseo buenas noches, señora.
A pesar de su valor, la reina apenas durmió aquella noche, sobre todo porque muchos cortesanos y la mayor parte de las mujeres de su servicio de honor aprovecharon tan magnífica ocasión para descubrir que padecían extrañas enfermedades, tan repentinas como molestas. Sólo quedaron Mademoiselle de Hautefort, Mademoiselle de Senecey y Sylvie. La primera estaba furiosa.
—¡Son cobardes o traidoras vendidas al cardenal! —gritó—. Ya ajustaremos cuentas con ellas cuando hayamos salido de este mal paso.
—¡Si salimos de él alguna vez! —suspiró Ana de Austria.
Pero lo peor estaba aún por venir. Apareció al día siguiente en la persona del guardián de los Sellos, acompañado por un escribano. Pierre Séguier, canciller de Francia desde hacía año y medio, era el miembro más destacado de una gran familia parlamentaria. No por ello dejaba de ser, en las proximidades ya de la cincuentena, un nuevo rico sin maneras ni tacto, imbuido de su poder y, en apariencia al menos, totalmente carente de sentimientos. Una pesada máquina dedicada a hacer cumplir la ley al pie de la letra, sin matices y sin preocupaciones por lo que podía quedar aplastado debajo de sus grandes ruedas. Fue introducido en los apartamentos de la reina, que lo recibió sentada en un sillón alto con aspecto de trono, rodeada por Marie y Sylvie. El saludó con el mínimo de cortesía admisible para una dama, pero no ciertamente para una soberana. El detalle no escapó a la mirada de la Aurora, cuyo hermoso entrecejo se frunció. El ataque fue inmediato y devastador.
—¿Y bien, monsieur, qué venís a hacer aquí con vuestro vestido rojo y vuestros papeles? ¿No sabéis que es necesario obtener audiencia para tener el honor de ser recibido por la reina?
—La urgencia, madame, es mi excusa, y también las órdenes que he recibido del rey.
—¿Del rey o del cardenal?
—Del rey, madame, y os ruego que me dejéis cumplir con los deberes de mi cargo. ¡Es a la reina a quien deseo hablar, no a vos!
—Hablad, pues. ¿Qué queréis? —dijo con calma Ana de Austria, cuya mano apaciguadora se había posado sobre la de su fiel dama de compañía.
—Como bien sabéis, madame, Monsieur La Porte, vuestro jefe de protocolo, ha sido arrestado, conducido a la Bastilla y sometido a interrogatorio, al haberse encontrado en su posesión cartas comprometedoras.
—¿Comprometedoras para quién? Supongo que se trata de una carta de amiga dirigida a la señora duquesa de Chevreuse, de la que he sabido que se encontraba enferma...
—La duquesa está exiliada, madame, y vos no lo ignorabais.
—En efecto, pero ¿debe eso afectar a la gran amistad que siempre he sentido por ella... y qué aún siento? El rey lo sabe muy bien.
—Del mismo modo que sabe también el... amor que sentís por nuestros enemigos, pero...
—El rey Felipe IV es mi hermano, así como el cardenal-infante, y su esposa es hermana de vuestro rey —le interrumpió la reina, irritada—; Las disensiones políticas no pueden hacer olvidar los afectos familiares. ¿O es que acaso ignoráis lo que significan esas palabras?
—De ninguna manera, madame, de ninguna manera. Mi familia recibe el afecto que le corresponde, pero lo que es normal en un particular podría no serlo para quien lleva una corona. Únicamente el rey, vuestro esposo, madame, y el reino deben ocupar vuestro corazón. Más aún, guardar algún cariño a vuestros hermanos, e incluso hacérselo saber, no sería un gran crimen, si las efusiones del corazón no ocultaran extrañas revelaciones...
A costa de un enorme esfuerzo de voluntad, la reina rompió a reír de una manera que un observador atento habría considerado un tanto forzada.
—¿Extrañas revelaciones? ¡Palabra, señor canciller, estáis loco!
—No os recomiendo esa actitud, madame. Hemos escuchado ya a vuestro servidor en varias ocasiones...
—Ha sido interrogado —murmuró la reina, que palideció—. ¿Le han...?
—¿Presionado sobre ese tema? Aún no, pero no tardará en hacerse, si se obstina en callar. Esta noche ha sido escuchado por Su Eminencia, que ha ordenado que lo sacaran de la prisión para interrogarle personalmente.
—Bajo tortura puede confesarse cualquier cosa. ¿Qué no diríais vos, señor, si os pusieran las tablillas en los pies, si os hincharan el vientre obligándoos a tragar litros de agua, si...?
—Cuando uno no tiene nada que reprocharse, nada tiene que temer —dijo virtuosamente Séguier—. Temo, sin embargo, que él tenga bastantes cosas que reprocharse... ¡y vos también, madame!
Incapaz de contenerse, Marie de Hautefort saltó:
—¡Estáis dirigiéndoos a la reina, monsieur! ¡Respetad al menos esa corona de la que os decís fiel servidor!
—No lo niego, pero debo al rey toda la luz posible en este penoso asunto. Nadie más que yo desea encontrar a Su Majestad inocente de todo crimen, pero obra en nuestro poder una carta...
Sin mirarlo, la reina tendió un brazo hacia el escribano, que se limitó a enseñarle un papel preparado cuyo encabezamiento ella siguió con la mirada, con una angustia que apenas si podía controlar.
—¿Qué es esta carta?
—Un... billete más bien, escrito por la reina al antiguo embajador de España, el conde de Mirabel. Y lo que contiene no es de una... naturaleza que... contribuya a calmar la cólera del rey...
Simuló leer el documento. Entonces, impulsada por un pánico repentino, Ana de Austria cometió un grave error. Se levantó con rapidez, arrancó el peligroso papel de manos de Séguier y lo guardó en su escote. Sorprendido por lo repentino de su proceder, el canciller quedó con las manos vacías, pero enseguida sus ojos se estrecharon.
—Debéis devolverme ese papel, madame. Es de suma importancia.
La reina alzó el mentón con insolencia y dijo:
—¿Qué papel? Yo no he visto ningún papel. Ahora, señor canciller, tened la bondad de retiraros.
Pero Séguier no se movió. Con una voz a la que la cólera añadía progresivamente volumen, rugió:
—¡No juguéis conmigo, madame! El rey me ha dado plenos poderes para encontrar la verdad. Debo registrar estos aposentos.
—¡Muy bien, registrad! —replicó desdeñosa Ana—. No encontraréis nada.
—Sin duda, porque os habéis apoderado de mi prueba. Un gesto muy irreflexivo, madame, porque en sí mismo es ya una prueba... Tendréis que restituírmela. Si no...
—Si no, ¿qué? Imagino que no pensáis ponerme la mano encima.
—¡No me obliguéis a ello, madame! ¡Ya os lo he dicho: tengo plenos poderes!
La palidez de la reina se transformó en lividez, pero al punto Marie de Hautefort se colocó delante de ella, formando una barrera con su cuerpo.
—¡Insultáis a la reina! Es un crimen de lesa majestad...
—¡Apartaos si no queréis que os haga detener por los guardias que están ante la puerta!
—No os obedecerán.
—¡Lo veremos! ¡Llamadles, escribano!
—¡No!
Era la reina quien había gritado. Apartó con suavidad a su dama de compañía, decidida a impedir que los guardias intervinieran en aquella escena tan deshonrosa, y se enfrentó erguida a Séguier, fulminándolo con sus ojos verdes:
—¡Os he ordenado que os retirarais!
—¡Y yo os he dicho que me devolváis la carta!
Antes de que ella pudiera hacer un gesto, se abalanzó sobre la reina, extrajo el billete escondido entre sus senos y luego, con una mano ávida, palpó los bolsillos disimulados en el vestido, pero ya Marie de Hautefort le atacaba con todas sus fuerzas, y en esta ocasión Sylvie, petrificada antes por el terror, hizo lo mismo. Entre las dos apartaron a aquel hombre de su ama, que estaba a punto de desmayarse. Con un gesto violento, Marie empujó al canciller con tanta fuerza que le hizo tropezar.
—¡Fuera de aquí, miserable! —exclamó—. ¡Ya habéis hecho bastante daño, y responderéis de esto!
—No he hecho más que mi deber —balbuceó Séguier, despojado de toda su soberbia y batiéndose en retirada—. ¡He obedecido al rey!
—El rey es un gentilhombre y vos sois un gañán. ¡Fuera!
Esta vez desapareció con su escribano, que no había hecho el menor movimiento durante todo el tiempo que duró la escena. Sylvie, inclinada sobre la reina caída en el suelo, se esforzaba en reanimarla.
—¡Necesita un médico! —exclamó—. ¡Qué horrible injuria, Dios mío! ¡Puede morir!
—Id a buscar a Madame de Senecey. Yo voy a ver al rey, y creedme que me va a oír.
—El rey se ha ido de caza. ¿No habéis oído partir los perros y los caballos?
—Al menos traeré al médico Bouvard. ¡El rey no perderá nada por esperar!
Pero ni esa tarde ni al día siguiente pudo Marie cumplir su intención de vengarse. Por otra parte, bajo el peso de la inquietud, olvidó hasta cierto punto el tema: durante los dos días siguientes, la reina estuvo casi inconsciente. Postrada en su lecho, con los ojos abiertos de par en par, se negaba a ingerir cualquier clase de alimento sólido y únicamente tragaba con esfuerzo un poco de agua azucarada. Bouvard diagnosticó una aguda crisis nerviosa y la sangró dos veces, sin obtener, como era previsible, otro resultado que el de debilitarla un poco más. Durante ese tiempo, los esbirros de la justicia registraban sus aposentos, a excepción de su alcoba, en la que velaban las damas leales. Y salvo Monsieur de Guitaut, el capitán de su guardia, y Monsieur de Brienne, antaño un buen consejero para ella, nadie se presentó ni siquiera para pedir noticias. Vivió encerrada en su alcoba como una apestada, mientras sus cortesanos se entregaban, a dos pasos de ella, al agradable juego de los pronósticos: ¿quién sería la nueva reina de Francia cuando el rey la hubiera repudiado? ¿Hacía falta, no es cierto, un heredero del reino? Alguien se atrevió incluso a proponer —sabe Dios por qué— el nombre de Mademoiselle de Chémerault y fue castigado con una bofetada magistral de la bella mano de la Aurora:
—Cuando se es rey de Francia, no se sustituye a una infanta por una puta —dijo ella con amabilidad antes de desaparecer entre un revuelo de tafetán tornasolado, dejando a todo el mundo silencioso e inquieto.
Durante ese tiempo, el guardián de los Sellos recibía una considerable reprimenda del cardenal, en el silencio acolchado del gabinete de éste:
—¿Os habéis atrevido a levantar la mano a la reina de Francia? ¡Os habéis vuelto loco! ¡Por ese insulto del que podría exigirnos cuentas sangrantes España, tendría que haceros despedazar por cuatro caballos! Más aún, cuando sabíais muy bien que vuestro billete no era más que una falsificación que imitaba su escritura.
—Tenía que hacerla confesar. ¡Eran vuestras órdenes, monseñor!
—Nunca os he ordenado nada semejante. Hay otros medios para hacerla confesar, pero exigen sutileza. ¡Voy a verme obligado a viajar hasta Chantilly uno de estos días, cuando ese maldito La Porte se haya decidido por fin a hablar, para intentar borrar el efecto de vuestra incalificable torpeza!
Era raro que el cardenal se enojara hasta ese punto, sobre todo con uno de los miembros principales del Parlamento, pero detestaba tanto la fuerza bruta como los errores incontrolables en que incurrían en ocasiones algunas personas en el cumplimiento de sus deseos. Odiaba a la reina, pero no deseaba su caída. Lo que pretendía era inspirarle un santo terror, un miedo suficiente para conseguir que volviera a comer de su mano, domeñada por fin bajo el yugo que, de grado o por la fuerza, había de soportar al lado del rey. En una palabra, quería someter a aquella orgullosa española que desde hacía tanto tiempo le desafiaba y no cesaba de conspirar contra él, y luego contra el rey también; pero una vez pasada la alarma, quería que ella diese un heredero al trono. Y el rey ya no se acercaba a su mujer...
Richelieu se sentía de repente viejo, pero no era hombre para lamentarse mucho tiempo de sólo una de sus innumerables preocupaciones. Fue a servirse unas gotas de aquel vino de Alicante que apreciaba, tomó en brazos a su gato favorito y se sentó junto a una ventana abierta a sus hermosos jardines. ¡Sí, iría muy pronto a Chantilly! Después de todo, la estupidez de Séguier le permitiría jugar al pacificador ante la bella española, de la que sabía que en la actualidad había sido abandonada por todos o casi todos. Esta vez, al acariciar a su gato, el cardenal sonreía...
Mientras, en Chantilly, continuaba la ronda de rumores falsos. Se decía que la reina no sólo iba a ser repudiada, sino además arrestada y conducida a la fortaleza de El Havre en espera de un juicio solemne.
El día en que empezaba a circular ese vientecillo insidioso, Marie de Hautefort encontró en su libro de horas un mensaje bastante pintoresco, así redactado:
«Deveis estar bastante cansada de vivir encerrada con un tienpo tan bueno. Venid a respirar haire puro del lado de la casa de Sylvie en compañía de la otra Sylvie, que tendrá ganas de dar un paseo. Se esta fresco, incluso a las tres...»
Por supuesto no había firma, pero el tono de la carta y la ortografía extravagante anunciaban a un amigo fácil de identificar. De modo que a la hora más calurosa de la tarde, dejando a la reina al cuidado de Stéfanille y de Madame de Senecey mientras la corte se entregaba a las delicias de la siesta, las dos amigas, provistas de un cestillo, abandonaron el castillo y el tranquilo lago que lo rodeaba por el puente del Rey, y se encaminaron al bosque con el pretexto de ir a coger fresas silvestres con las que tratar de estimular el apetito de su querida enferma.
La «casa de Sylvie», situada lejos del doble castillo,[26] era un pabellón a la italiana rodeado de un jardín florido que dominaba un estrecho valle por el que fluían dos arroyos que iban a dar a una fuente de mármol antes de verter conjuntamente sus aguas en un lago. Construida en el siglo anterior por François de Montmorency, el primogénito del condestable, debía su nombre al poeta Théophile de Viau, que, perseguido por sus escritos y amenazado incluso con la hoguera, había sido escondido allí catorce años antes por la joven y encantadora esposa del último duque de Montmorency, decapitado cinco años antes por haber conspirado contra el cardenal, ¡en compañía de Gastón d'Orleans, por supuesto! Ella se llamaba María-Felicia, princesa de Orsini, de una gran familia romana, y tantas eran sus gracias que el infeliz poeta, viendo en ella a una ninfa de los bosques, le había dado el sobrenombre de Sylvie, se había enamorado de ella y había escrito una pequeña serie de odas a su protectora.
Je passe des crayons dorez
Sur les lieux les plus reverez
Où la vertu se refugie
Et dont le port me fut ouvert
Pour mettre ma teste à couvert
Quand on brusla mon effigie...[27]
La voz clara de Mademoiselle de Hautefort recitaba con talento los versos. Desde siempre había amado a los poetas, tal vez en memoria de su antepasado el vizconde trovador Bertrán de Born. Un trovador que no tenía nada de delicado y cuyos furiosos serventesios llamaban a la guerra o al amor según fuera el estado de sus relaciones con su bienamado soberano, Ricardo Corazón de León. Marie había heredado su apasionamiento, su insolencia y su gusto por la rebeldía.
—¿Qué fue de ese Théophile? —preguntó Sylvie.
—Murió en París, pronto hará once años, el 25 de septiembre de 1626 en la pequeña mansión de Montmorency, de unas fiebres que algunos encontraron extrañas. La víspera de su muerte había pedido a su amigo Boissat que le llevara anchoas...
—Es evidente que le conocíais bien.
—Me gustan sus versos. Además, era del Agenois. No está tan lejos de nuestras tierras de Hautefort...
Mientras conversaban, las dos jóvenes habían llegado al final de su paseo. Cuando estuvo delante de aquella encantadora mansión, Sylvie pensó que le gustaría vivir en un lugar parecido. Era el sitio ideal para reponerse de las heridas, intentar olvidar y recuperar el gusto por la vida. El aire parecía más puro, más transparente que en cualquier otro lugar. Cerró los ojos para respirarlo mejor, pero una carcajada de su amiga le hizo abrirlos de nuevo. Marie le señaló un pescador, vestido con uniforme de guardabosque, que parecía dormitar al borde del lago, con el sombrero tan hundido que ni siquiera se veía el color de su pelo. Y al mismo tiempo, recitó:
En regardant pescher Sylvie
Je voyais battre les poissons
A qui plus tost perdrait la vie
En l'honneur de ses hameçons.[28]
—Se diría que la gentil duquesa ha cambiado mucho. ¡Veamos quién se esconde debajo de ese sombrero! —añadió, tomando de la mano a su amiga para correr hacia el hombre, al que abordó con la pregunta ritual—: ¿Pican?
El pescador levantó la cabeza y el corazón de Sylvie dio un vuelco, por más que se lo esperara un poco: era François. Él les sonrió.
—Sois puntuales, ¡eso está bien!
Pero ya Marie empezaba a reñirle:
—¡Ya me temía que erais vos! ¿Qué clase de insensato sois, querido duque, para dedicaros a este género de juegos en semejante momento? ¿No sabéis en qué situación nos encontramos?
—Precisamente por eso estoy aquí. Es necesario que la reina salga del castillo esta misma noche. Lo he preparado todo y...
—¿Una fuga? ¿Nada menos? ¿Queréis que la reina de Francia ponga pies en polvorosa como una delincuente espantada?
—¡Menos palabras rimbombantes, querida! Hay precedentes y no tendrá que descolgarse por una ventana con una escala de cuerda como hizo antes, en Blois, la reina madre, que era mucho más vieja y también más gorda. Bastará que al anochecer volváis aquí a respirar aire fresco. En el bosque os cambiaréis de ropa y no será Mademoiselle de Hautefort quien salga: será la reina vestida como Mademoiselle de Hautefort. Las dos sois rubias y de la misma estatura. Traeréis a Su Majestad aquí, donde estará todo preparado. Sylvie —añadió volviéndose hacia la joven, que le miraba sin decir palabra—, tú irás con ella. ¡Me da demasiado miedo que la tomen contigo cuando se descubra la fuga!
—¿No sentís la misma preocupación en lo que a mí respecta? —observó Marie.
—No —respondió Franc.ois con una franqueza desarmante—. Y eso por varias razones: sois la mujer más valerosa que conozco, pertenecéis a una casa grande y, sobre todo, el rey os ama.
—¡Vaya amor! Ni siquiera me lo encuentro por casualidad en un recodo o detrás de una puerta. Caza todo el día, vuelve a la noche cerrada y las consignas son severas: ningún miembro de la casa de la reina puede acercársele. ¿Y dónde pensáis llevarla... suponiendo que aceptemos vuestra oferta?
—No tenéis opción. A menos que prefiráis ver a vuestra ama arrojada a una prisión a la espera de un juicio preparado de antemano. La llevaré a los Países Bajos, donde su hermano la acogerá con alegría. Después, podría gobernar la provincia en sustitución de la difunta infanta Isabel Clara Eugenia.
—¿Y vos volveríais en triunfo al frente de un ejército español, vos, un príncipe francés, para arrasar el reino a fuego y sangre? ¿En eso soñáis? Porque estáis soñando, permitidme que os lo diga.
—Lo que yo haga carece de importancia. Sólo cuenta la reina... ¡ella sola!
—No lo dudaba. ¡Estáis loco, pero la amáis sinceramente!
—¡Decid más bien que la adoro! —exclamó él con una voz tan apasionada que el corazón de Sylvie tembló.
—En tal caso, explicadme cómo es posible que, siendo como sois su amante, todavía no le hayáis hecho un niño.
Brutalmente devuelto a la tierra desde las alturas de su ensoñación, Beaufort se quedó sin respiración. Casi se ahogó al responder:
—¡Me parece que sois vos quien está loca! ¿Queréis que Europa entera la señale como adúltera? ¿Que la arrastren tal vez hasta el patíbulo o que la encierren en un convento hasta el fin de sus días? ¡Sabed, señorita, que hago todo lo necesario para que nuestros amores no tengan consecuencias!
—¡Y vos sois el nieto del Vert-Galant! —suspiró Marie—. ¡Permitidme deciros, querido amigo, que por más que sois el prototipo del amante perfecto y un auténtico paladín, no por ello dejáis de ser también un pánfilo! ¿Por qué creéis que os he facilitado el acceso a su alcoba? Hace semanas que vigilo las menstruaciones de la reina, pero, ¡ay!, siempre se presentan puntuales a la cita.
—Eso... eso es una locura —tartamudeó François, desconcertado.
—¡No, monseñor, es política! ¡Mi política! Porque habéis de saber que estoy preparada para disimular cualquier retraso de modo que el rey pueda creerse el padre... ¡o por lo menos hacer como si se lo creyera! ¿Comprenderéis por fin que la reina encinta es la reina salvada? ¡Hace veinte años que el reino espera el hijo que nunca llega! Estoy segura de que el mismo cardenal aceptaría a ese hijo como el Mesías, aunque luego se dedique a silenciar a todos los que hayan podido participar en su concepción. ¿Queréis apostar?
—Es una locura —repitió François.
Se oyó entonces la dulce voz de Sylvie:
—No, monseñor, porque al igual que nuestro rey, vos descendéis de san Luis. Lo que no es aceptable en un gentilhombre cualquiera, puede ser adecuado en un príncipe de sangre si el bien del reino lo exige...
—¿Tú también?
—¿Qué os decía? ¡Es inteligente, esta chiquilla! —exclamó Marie, triunfal.
—Más que yo, sin duda —suspiró François con amargura—. De todas maneras, es demasiado tarde. A menos que sigáis mi plan: me llevo a la reina esta noche...
—¿Y le hacéis un hijo en Bruselas? ¡Oh, qué buena idea! De todas maneras, está fuera de cuestión que os la llevéis. Tenéis que daros cuenta de que para ella sería la manera más sencilla de declararse culpable. Por otra parte, no aceptará...
—Intentadlo, a pesar de todo.
—No aceptará porque yo sabría impedírselo incluso en el caso de que tuviera la tentación de hacerlo. Debe quedarse donde está: ¡reina de Francia, frente a y en contra de todos!
—¿Y qué va a ser de mí? Nunca más tendré la posibilidad de estar a solas con ella. El Val-de-Grâce ha sido invadido. Han descubierto y tapiado el portillo...
—En caso de necesidad podéis saltar el muro. La puerta no era más que una comodidad suplementaria... ¡Ya me las arreglaré para proporcionaros algún rato de intimidad, pobres amantes! ¡Pero no aquí! En la situación en que nos encontramos es imposible, pero, en el Louvre por ejemplo, se me ocurre una idea... A menos que juzguéis que la puerta de las cocinas y un disfraz adecuado son indignos de vos.
—Puesto que me abrís la puerta del paraíso, podéis hacerme pasar por el infierno si queréis, pero, por piedad, ¡no me hagáis esperar demasiado tiempo! Me muero sin ella, y no me he atrevido a ir a saludarla...
—Una actitud prudente. En este momento agravaríais su situación. Por lo demás, tenéis algo más urgente que hacer.
Sacó de un bolsillo un librito encuadernado en tafilete rojo y se lo tendió:
—Puesto que tenéis tantas ganas de viajar, ¡corred a la Turena, al castillo de Couzières! Entregaréis esto, sin más explicación, a la señora duquesa de Chevreuse. Ella comprenderá lo que significa.
—¿Y qué es lo que significa?
—¡Dios mío, qué curioso sois! Que debe huir, por supuesto, y lo más lejos posible. Richelieu es muy capaz de hacerla detener si La Porte habla.
—Cosa muy de temer si se utilizan determinados medios.
—Yo creo que no. De cualquier forma, voy a asegurarme. Ahora os dejaremos con vuestros peces e iremos a buscar fresas. ¡Dios os guarde, amigo mío!
El la retuvo aún, con los ojos puestos en Sylvie:
—Mi mayor deseo es que os guarde a vos, a vos y sobre todo a esta niña... La reacción de Sylvie fue inmediata:
—¡No soy un bebé, señor duque! ¡Y soy muy capaz de guardarme yo misma!
Giró sobre los talones pero, a pesar de su aparente cólera, se sintió súbitamente llena de dulzura y calor. Él se preocupaba por ella. ¡Ya era algo!
El día siguiente era 15 de agosto. El rey y la reina se trasladaron en cortejo a la capilla seguidos por las miradas ávidas de toda una corte al acecho. Era la primera vez que los dos esposos se veían después de la insultante visita de Séguier. Únicamente intercambiaron saludos protocolarios. Vestida de raso color rosa viejo y llevando al cuello las enormes perlas ofrecidas por su padre en el momento de su matrimonio, Ana, admirablemente peinada y discretamente maquillada, estaba muy bella, y también serena en apariencia. La nobleza de su actitud forzó el respeto de unas gentes dispuestas, en su mayoría, a destrozarla a poco que tuviesen en la manga a una candidata a la sucesión. Comulgó al lado de su esposo y luego, una vez acabada la misa, hizo venir a su secretario de órdenes y le dictó una carta dirigida a Richelieu en la que juraba no haber mantenido nunca contactos con el extranjero...
Era un riesgo enorme, por supuesto, pero estaba dispuesta a todo para salvar a su fiel La Porte y a la madre de Saint-Étienne.
Mademoiselle de Hautefort partió en el mismo coche que el citado secretario. Anunció un corto viaje a París para llevar las limosnas que, con ocasión de la Asunción de la Virgen María, hacía llegar siempre la reina a varias comunidades religiosas; y declaró que regresaría de inmediato. En realidad, iba a dedicarse a una actividad muy distinta: como sabía que, en ciertas condiciones, era posible que los presos de la Bastilla se comunicaran entre ellos, fue a ver a una amiga suya, Madame de Villarceaux. Ésta tenía autorización para visitar al caballero de Jars, amigo suyo y preso desde hacía varios años. Y así lo hizo la misma tarde, acompañada por una sirvienta cargada de golosinas que no era otra que la Aurora disfrazada con una peluca morena y un maquillaje a propósito. Marie entregó al caballero un billete destinado a La Porte que contenía las instrucciones de la reina respecto de lo que sabían y lo que no sabían sus perseguidores, y sobre lo que convenía o no confesar. Después de lo cual, con el ánimo más ligero, recuperó su aspecto habitual y tomó el camino de Chantilly, donde la atmósfera seguía igual de pesada, y la reina y sus escasas fieles eran mantenidas en un ostracismo que la española no olvidaría fácilmente. Alguien, sin embargo, hizo una visita a sus apartamentos que fue muy comentada: Jean d'Autancourt se presentó, rodeado por toda la parafernalia de una casa ducal, a saludar a la reina en nombre del mariscal, su padre, y en el suyo propio... y también a despedirse de Sylvie: al estar ya lo bastante curada su herida, regresaba al ejército. Después fue también a despedirse del rey, que acababa de volver de su partida de caza cotidiana.
Un poco confusa ante lo que era casi una declaración oficial, Sylvie no por ello se sintió menos orgullosa de su amigo, y también triste al verlo partir; ¡habían pasado juntos unos ratos tan agradables!
—Cuidaos mucho, os lo suplico —le dijo con una inquietud en la voz que a él le encantó—. No estoy segura de que os encontréis totalmente repuesto...
—¡Oh, sí, estoy repuesto! Gracias a vos en gran parte, pero me es muy grato saber que os preocupáis por mí. ¿Me daréis una prenda de amistad para atraerme la suerte?
—¿Una prenda?
—Sí... Vuestro pañuelo, o una cinta.
Perpleja, Sylvie contempló por un instante el cuadradito de batista que se había convertido en una bola apretada en su mano. ¡Imposible darle eso! Entonces, con un gesto vivo, deshizo el lazo de una de las cintas de raso amarillo que sujetaban la masa de sus bucles a uno y otro lado de su rostro, y se lo tendió. El gesto fue tan nervioso que algunos cabellos quedaron adheridos al raso. Jean tomó la cinta y la rozó con los labios antes de guardarla junto a su pecho.
—Será mi talismán. Me traerá suerte y nunca me separaré de ella. ¡Gracias, oh, gracias!
Y salió a toda prisa para no abandonarse, delante de su amada, a la emoción que le embargaba. Después de su marcha, Sylvie permaneció pensativa largo rato, lamentando que su corazón no estuviera libre para darlo a aquel muchacho junto al cual la vida sería sin duda muy dulce...
Cuando Marie de Hautefort volvió de París, Sylvie experimentó una intensa sensación de alivio. Sin ella, la atmósfera en el entorno de una reina que permanecía postrada en los momentos que no pasaba en la capilla, era irrespirable. Madame de Senecey, impresionada por aquel abatimiento, apenas se atrevía a disponer lo estrictamente indispensable para la vida cotidiana. Y naturalmente, el aislamiento continuaba.
—¡Se diría que somos unas apestadas! —se irritaba la dama de honor—. ¡Esas gentes tienen que haber perdido la cabeza para comportarse así con su reina!
—¡Oh, no! No la han perdido. Por el contrario, apostaría que si se comportan así es por miedo a perderla. Y eso es ridículo —dijo Sylvie—. Yo no temo por la mía. ¿Y vos?
—¡Bonito estaría! El rey es un hombre de honor, ¡qué diablos!
—Sin la menor duda, pero me pregunto si no necesitará también él que lo tranquilicen.
El regreso de Marie despejó aquella atmósfera. Traía excelentes noticias. La Porte guardaba silencio o bien revelaba algunos hechos en total consonancia con lo que su ama estaba dispuesta a confesar. Con la esperanza de sonsacarle algo más, le habían enseñado los instrumentos de tortura con toda clase de detalles relativos a su modo de empleo, pero lo único que habían obtenido de él era un desdeñoso encogimiento de hombros.
—Cuando el dolor es insoportable, supongo que se acaba por confesar cualquier cosa —había dicho—. Pero en ese caso, ¿dónde está la verdad?
Llegaron a enseñarle un billete de la reina —falso, por supuesto—, en que le apremiaba a confesarlo todo, como había hecho ella misma. En esa ocasión le hicieron reír.
—No me toméis por un ingenuo. Conozco la mano y el estilo de Su Majestad. Ella nunca ha escrito esto...
En ese punto estaban cuando el cardenal aconsejó al rey que interrogara él mismo a su esposa. Luis XIII se negó en redondo:
—Es una tarea demasiado dolorosa para mí. Me siento incapaz de hacerlo bien. ¡Encargaos vos mismo!
Richelieu no deseaba otra cosa. Partió para Chantilly y solicitó una audiencia de la reina con todas las formalidades y el respeto debido. Acudió con dos secretarios de Estado, Chavigny y Sublet de Noyers, y pidió que Madame de Senecey fuera también testigo de la conversación, lo que desagradó vivamente a Marie de Hautefort. Sabía bien que, si la reina se veía privada de su apoyo, quedaba desarmada. Sin embargo, tuvo que pasar por ello. Sylvie, por su parte, fue alejada desde el momento en que la carroza del cardenal entró en el recinto lacustre de Chantilly. Aprovechó la ocasión para volver a ver la bonita casa a orillas del lago, con la esperanza secreta pero improbable de encontrar allí a cierto pescador de caña.
No había nadie, a excepción de una familia de patos que paseaba en procesión por el agua y de una pareja de cercetas que alzaron el vuelo al aproximarse la muchacha, pero el lugar seguía conservando todo su encanto, y Sylvie, sentada entre los juncos y mordisqueando uno de aquellos tallos finos y flexibles, pensó que le gustaría que aquella mansión fuera realmente suya para poder acoger en ella a quien amaba. El hermoso pabellón que había servido de refugio a un poeta debía poder abrigar amores sinceros y tiernos y aliviar las heridas del corazón. Tenía que ser de nuevo posible, como lo fue antaño a la bella duquesa de Montmorency, olvidar allí el rango principesco y preocuparse solamente de pescar escuchando como música de fondo el canto de los pájaros...
Mientras tanto, en el castillo tenía lugar un verdadero drama. Frente al cardenal, Ana de Austria empezó, con bastante torpeza, por alegar su completa inocencia, y, en su turbación, juró por el santo sacramento que se la acusaba sin fundamento. Pero su adversario era demasiado fuerte. Con mucha suavidad, con paciencia, Richelieu derribó una por una todas sus defensas, hasta que ella acabó por pedir ser escuchada únicamente por él. Por supuesto, le fue otorgada su petición. Entonces, sin retener ya lágrimas de cólera y vergüenza, la reina acabó por confesar que había escrito, desde luego, al cardenal-infante, pero también una o dos veces a Mirabel, «que me ha mostrado siempre respetuosa amistad y devoción». Richelieu, satisfecho del resultado y por otra parte conmovido ante la turbación de tan alta dama, le aseguró que no venía como justiciero y que únicamente deseaba su felicidad y la del rey, ante el cual iba a interceder sin demora a fin de que aquella fea historia fuera rápidamente olvidada y volviera a reinar la armonía en la pareja real.
Sorprendida por una mansedumbre que no esperaba, la reina exclamó:
—¡De cuánta bondad dais prueba, señor cardenal!
Y le tendió una mano, ante la que se inclinó él respetuosamente sin atreverse a tomarla. A continuación se retiró para ir a reunirse con el rey. En la galería, casi desierta a su llegada, vio amontonarse a una multitud de cortesanos. Antes de cruzar por entre sus espinazos doblados, dijo en voz alta y con frío desdén:
—¡Me alegra ver, señores, que por fin venís a recibir noticias de Su Majestad la reina! Yo mismo os las voy a dar: la reina se siente aún un poco cansada, pero tal vez mañana os concederá el favor de recibir vuestros homenajes...
Marie de Hautefort, que en cuanto salió el ministro se precipitó a ver a la reina, pudo oír sin embargo lo que decía aquella voz cortante como un látigo, y sonrió: en fin, la alarma había sido grave, pero todo había acabado sin desperfectos importantes. Lo que no quería decir que la partida hubiese concluido.
El cardenal se marchaba satisfecho. Había asustado lo bastante a la española para hacerla renunciar a sus perpetuas traiciones, y con su clemencia la había convertido en deudora suya. Faltaba saber cómo reaccionaría Luis XIII a las confesiones de su mujer. Pero en realidad apenas tenía opción: tratarla como a un criminal de Estado era impensable, y repudiarla sería peligroso porque España lo consideraría una maquinación. Sólo quedaba el perdón, y Richelieu lo obtuvo, no sin esfuerzo. Antes de concederlo, el rey exigió una confesión escrita y la promesa formal de no reincidir. Así se hizo, y después los rumores de la corte reanudaron su habitual actividad: la tesis oficial fue que la reina, atrapada por unos sentimientos familiares muy naturales, se había dejado manipular por esos incorregibles españoles.
La estancia en Chantilly concluyó de forma pacífica, y el 4 de septiembre Sus Majestades marcharon juntos a Fontainebleau, donde el rey tenía la intención de organizar grandes cacerías durante una quincena...
François de Beaufort había desaparecido por prudencia (la de Marie de Hautefort, porque él no tenía ninguna). Más valía evitar motivos de riña en una época tan delicada. El rey se esforzaba en poner buena cara a su mujer, pero era visible que lo hacía a regañadientes. No era momento para lanzar a Luis XIII tras una nueva pista, y la joven dama de compañía se dedicó con su habitual firmeza a hacer entrar en razón al frenético enamorado.
—Id a visitar de nuevo el cielo azul de Turena —le aconsejó la Aurora—. A principios del otoño, el paisaje es encantador. Y entretanto, las aguas volverán a su cauce...
—¿Cuándo volveré a verla? —repuso François.
—Os lo haré saber, ¡pero, por el amor de Dios, tened paciencia!
—¡Yo creía que, por el contrario, deseabais que me diese prisa!
—Cada cosa a su tiempo. Primero necesitamos comprobar que el rey se decide de nuevo a tomar el camino de la alcoba de la reina...
—Y si lo toma, ¿a mí me dejaréis fuera? —exclamó el joven, furioso—. ¿Qué soy yo para vos, un garañón?
Ella le dedicó la más impertinente de sus sonrisas.
—Así es, más o menos. Con vos, estamos seguras de tener un niño magnífico. ¡Así pues, joven atolondrado, tenéis que comprender que si el rey vuelve a honrar a su esposa necesitaremos de vos más que nunca! En los raros momentos en que la frecuentaba, sólo ha conseguido abortos espontáneos. Ahora, si consigo llevar adecuadamente las cosas, podréis ser feliz sin peligro. ¿Habéis comprendido?
—Creo que sí. ¡Pero por piedad, no me hagáis esperar demasiado! ¡Me muero!
—¡Tanto más dulce será la resurrección!
Y François se volvió a Chenonceau, donde aquel verano habían pasado largas temporadas Monsieur y la pequeña Mademoiselle, una niña inteligente y taimada que divertía a todo el mundo. La duquesa François e se había reunido con su marido y su hija, las relaciones entre ambas familias se habían estrechado y Beaufort, privado de su amigo Soissons que se había pasado al enemigo, y sintiéndose de humor melancólico, entabló cierta amistad con Monsieur, a pesar de que le constaba que aquel hombre valía muy poco. Pero Gaston d'Orleans sabía, cuando se lo proponía, desplegar un considerable encanto.
El otoño que comenzaba reservaba grandes alegrías, tanto al rey como al cardenal. En el terreno militar, las buenas noticias se sucedían. El duque de Saboya, cuñado del rey, había obtenido una victoria sobre los españoles, y las tropas francesas consiguieron otra en La Capelle, en el norte. Finalmente, en el sur el duque de Halluin salió vencedor en la batalla de Leucate, en el Rosellón.
Lleno de alegría, Luis XIII hizo cantar un Te Deum en Notre-Dame, en medio de un fasto muy conveniente para confortar el corazón de sus súbditos, que no escatimaron las aclamaciones. Por desgracia, la reina llegó con mucho retraso y puso como excusa que no sabía que tenía que asistir a la ceremonia.
Al oírlo, Mademoiselle de Hautefort suspiró y elevó hasta muy arriba sus bellas cejas. En algunos momentos se preguntaba si la persona a cuya causa se había entregado en cuerpo y alma era tan inteligente como le hubiera gustado creer... Una pregunta que también la joven Mademoiselle de l'Isle se planteaba ya desde algún tiempo atrás...