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El sello de lacre rojo


El cielo se oscurecía. Lanzado al galope, el joven jinete dirigió una mirada de rencor a la nube negra instalada encima de su cabeza desde que salió del castillo de Sorel. Si no hubiese sido tan buen cristiano, habría levantado el puño, pero eso habría sido ofender a Dios, y un chiquillo de diez años no podía permitírselo, aunque se tratara de François de Vendôme, príncipe de Martigues y uno de los numerosos nietos del rey Enrique IV.

Si la tormenta estallara en ese momento, le retrasaría y no contribuiría a mejorar la situación, ya muy comprometida, en que se encontraba. Sin embargo, sabía los riesgos que corría al marcharse de Anet sin avisar —¡él mismo se había ensillado el caballo!—, y las consecuencias de su escapada eran fáciles de adivinar. La única esperanza de evitarlas era que su regreso pasara inadvertido. Llegar después de la alarma que provocaría el aguacero sería una verdadera catástrofe porque su preceptor, Monsieur d'Estrades, no permitía bromas con la disciplina: François recibiría una tunda. Estaba preparado para ello, pero siempre era preferible ahorrarse unos cuantos correazos. Por no mencionar la acogida que le dispensaría la duquesa, su madre...

Le preguntaría de dónde venía y, como él todavía no sabía mentir, lo diría. El castigo llegaría después, pero en ese momento habría de sufrir su mirada severa, tanto más penosa porque pesaría sobre él en silencio y le daría plena conciencia de haber decepcionado a una madre a la que quería y admiraba hasta el punto de considerarla casi una santa. Sin embargo, había desobedecido con pleno conocimiento de causa, porque hay casos en los que una persona se ve obligada a elegir entre el deber y los impulsos del corazón.

El impulso de François lo atraía desde hacía ya tiempo hacia el castillo de Sorel, pero ese día la atracción se había vuelto irresistible: el muchacho acababa de enterarse de que la pequeña Louise sufría una enfermedad cuyo nombre no recordaba, pero de la que era posible morir o quedar desfigurado. Una idea insoportable para aquel enamorado de diez años: ¡tenía que ir a verla!

Había conocido a la pequeña Séguier el 14 de marzo, unos días antes del comienzo de la primavera. Cada año por aquellas fechas se celebraba una misa de acción de gracias en la abadía benedictina de Ivry, en memoria de la victoria obtenida por el rey Enrique IV sobre las tropas del duque de Mayenne. Los Vendôme en pleno asistían al oficio sin atender al hecho de que la duquesa, nacida Françoise de Lorraine-Mercoeur, contaba al vencido entre sus parientes. Así lo quería el duque César, hijo mayor del gran rey y de la arrebatadora Gabrielle d'Estrées. Naturalmente, todas las familias de alguna importancia que habitaban en la región consideraban un deber estar presentes. También la de un rico consejero del parlamento de París, Pierre Séguier,[1] conde de Sorel, acompañado por su esposa, Marguerite de la Guesle, y por su hija. Louise era la única descendencia de una pareja que la adoraba y se sentía orgullosa de ella.

Y con toda razón: nadie podía ver a aquella chiquilla de seis años sin sentir ganas de abrazarla o al menos de sonreírle. Fresca, sonrosada y delicada como una rosa silvestre, tenía un precioso cabello rubio y rizado que la cofia de terciopelo azul —¡del mismo azul que sus grandes ojos!— apenas conseguía mantener en su lugar. Dócilmente sentada junto a su madre, mantuvo durante toda la larga ceremonia los ojos bajos, fijos en el rosario de marfil entrelazado en sus deditos. Sólo por un instante volvió la cabeza como si se sintiera observada, alzó la vista hacia el muchacho y le sonrió. Una sonrisa amplia, hermosa, que él devolvió con usura pero que no escapó, ay, a la observación de Madame de Vendôme, de bastante mal humor ese día en que debía desempeñar el papel de cabeza de familia en una ceremonia que no la entusiasmaba. En efecto, su esposo el duque César se había visto obligado a quedarse en su puesto de gobernador de Bretaña, desde el cual dedicaba toda su actividad a la tarea de crear dificultades al hombre al que más detestaba en el mundo: el cardenal de Richelieu, ministro del rey Luis XIII. Sin embargo, en el camino de regreso la duquesa no despegó los labios.

Pero cuando, después de una noche agitada, François bajó a las caballerizas antes del amanecer, tuvo la sorpresa de encontrar allí al escudero de su madre, el caballero de Raguenel, paseándose arriba y abajo en medio del ajetreo de los palafreneros y los aguadores. François fingió no haberlo visto, pero el caballero le alcanzó en el momento en que llegaba a la gran puerta del recinto.

—Y bien, monseñor François, ¿adónde os disponéis a ir tan temprano?

—A dar un último paseo.

Perceval de Raguenel era una persona cortés y amable, pero François lo encontró francamente antipático cuando le preguntó:

—¿Y en qué dirección? ¿No sabéis que volvemos ahora mismo a París? Apenas os queda tiempo para pasear. Salvo que sólo queráis dar una vuelta por el parque...

François se ruborizó:

—Bien, yo...

No encontraba las palabras. El escudero le ayudó:

—¿Por qué no vais a hablar del tema con la señora duquesa? Os está esperando en sus aposentos.

—¿Mi madre? Pero ¿por qué?

—Imagino que ella os lo dirá. ¡Apresuraos! Dentro de diez minutos irá a la capilla para sus rezos.

No viendo otra opción, François salió a la carrera y unos minutos más tarde una doncella le abría la puerta de la habitación en que François e de Vendôme estaba acabando de peinarse. Era la antigua habitación de Diane de Poitiers, una estancia suntuosa pero sólo un poco más que las veintidós restantes de aquel castillo casi real. Las paredes y el techo estaban pintados de vivos colores realzados con oro; el precioso entarimado estaba cubierto de alfombras, y magníficas tapicerías caldeaban la atmósfera casi tanto como el fuego de la gran chimenea de mármol de varios colores. La luz diurna de aquella mañana de marzo pasaba a través de las ventanas ajimezadas protegidas por admirables vidrieras en grisalla que representaban escenas del Antiguo Testamento y que apenas daban luz al interior, aunque el fuego y los altos velones de cera blanca suplían esa deficiencia.

Nada más cruzar el umbral, el muchacho saludó y luego se acercó a su madre en medio del trajín de unas camareras que le miraban sonrientes. Madame de Vendôme no sonreía.

—¡Vaya! ¡Estás aquí! Me parece bien. Julie —añadió, dirigiéndose a su peluquera—, déjame un momento y llévate a todo el mundo.

Cuando las últimas faldas desaparecieron detrás de la puerta, preguntó:

—Veamos, ¿adónde querías ir tan temprano?

—A dar un último paseo, señora, porque enseguida vamos a volver a París.

—¿Y en qué dirección? ¿Pensabas quizás acercarte a Sorel?

El principito enrojeció sin atreverse a responder, y observó a su madre con aprensión. En efecto, a pesar del amor que les dispensaba sin demostrarlo demasiado, François de Lorraine-Mercoeur, duquesa de Vendôme por su matrimonio, poseía el don de impresionar a sus tres hijos en mucha mayor medida que el duque César, su padre, cuyo carácter alegre, su gusto por las bromas con frecuencia pesadas y su despreocupación mostraban su origen bearnés y hacían de él un interlocutor menos imponente.

Influía en ello el hecho de que ella pretendía ser ante todo una sierva del Señor, dado que había sido educada por su madre en unos principios cristianos de estricta rigidez, que le permitían conservar cierta austeridad en medio del fasto al que le obligaban su rango, su gran fortuna —había sido uno de los mejores partidos de Europa— y el amor que profesaba a un esposo de gustos netamente opuestos a los suyos propios, salvo en lo que respecta al lujo y el poderío de su casa. Militar ante todo, a César le gustaba llevar un estilo de vida fastuoso y alegre, en tanto que Françoise, ahijada del difunto obispo de Ginebra Francisco de Sales, amiga de Juana de Chantal y del prodigioso personaje conocido como monsieur Vincent, se interesaba sobre todo por la salvación eterna de los suyos y por la práctica de una caridad que se extendía a muchos campos, incluso a las prostitutas de las orillas del Sena en París y a las de la casa de lenocinio que la presencia de soldados obligaba a tolerar en Anet. De modo que cuando alguno de sus hijos tenía que responder ante ella de alguna travesura, siempre tenía la impresión de comparecer ante el mismísimo tribunal de Dios.

Eso era exactamente lo que ahora sentía François, y ni por un segundo se le ocurrió disimular:

—En efecto, señora. ¿Veis algún inconveniente en ello?

—Quizá. Dime primero por qué querías ir allí. ¿Es por esa niña? Ayer observé que ella te sonreía y que tú le respondías. ¿La habías visto alguna vez?

—Nunca. Por eso tenía ganas de volverla a ver. Es muy bonita, ¿no os parece?

—Desde luego, pero eres un poco pequeño para interesarte por las chicas. Además, no estoy segura de que encontraras un buen recibimiento en su casa. Los Séguier no son amigos nuestros.

—Pero ayer asistieron a la misa.

—Se trataba de un homenaje al difunto rey, tu abuelo. Y sus tierras dependen de nuestro principado de Anet; eso les obliga, pero no significa que esa familia recién ennoblecida esté dispuesta a rendirnos pleitesía. Por lo demás, a tu padre no le gustaría: los Séguier, como muchos de esos señores del Parlamento, son incondicionales del cardenal y proclaman a quien quiera oírles su fidelidad al rey Luis.[2]

—¿Y nosotros? ¿No somos súbditos fieles del rey?

—Es el rey, y le debemos amor y obediencia, algo que no podría esperar jamás el obispo de Luçon. Hazme un favor, François, e intenta olvidar que esa niña te ha sonreído.

El muchacho bajó la cabeza.

—Por amor a vos, lo intentaré, madame —murmuró sin poder contener un suspiro que provocó una sonrisa en el rostro hermoso pero algo severo de la duquesa.

—Me gustan tu franqueza y tu obediencia, François. Ven a darme un beso.

Aquél era un raro favor desde que el muchacho había sido puesto al cuidado de los hombres de la casa. Lo apreció en su justa medida y se sintió algo consolado por su sacrificio; pero cuando algo nos ronda por la cabeza, es muy difícil desecharlo sin más.

Bajo los techos dorados del hôtel de Vendôme, en París, François no consiguió olvidar a Louise, y cuando, a finales del mes de mayo, la duquesa, sus hijos y la casa entera, huyendo de las pestilencias parisinas, fueron a instalarse a orillas del Eure, el enamorado de diez años no pudo impedir que le asaltara una alegría inhabitual: ¡con un poco de suerte, la vería!


François se equivocaba si creía que únicamente su madre y él estaban enterados de su secreto: también su hermana Elisabeth, dos años mayor que él, había notado algo. Ensoñaciones súbitas, rubores fugaces y otras manifestaciones desconocidas hasta entonces en un muchacho turbulento, belicoso, apasionado por los caballos, las armas y la independencia, y dotado de una vitalidad que gobernantas y preceptores coincidían en calificar de extenuante, habían hecho atar cabos a su hermana durante los meses de invierno. Sin embargo, se guardó sus impresiones y fue solamente en el momento de bajar de la carroza en el patio de honor del castillo cuando, después de dejar que el hermano mayor, Louis de Mercoeur[3] —catorce años—, acompañara a su madre al interior, se llevó aparte a François con el pretexto de ir a ver los cisnes de los estanques. En realidad fueron a dar un paseo a lo largo del canal de las carpas. En silencio al principio, cosa que el muchacho no soportó mucho tiempo.

—Si tienes algo que decirme, dímelo ahora —gruñó, empleando el tuteo del que se servían únicamente cuando estaban a solas—. ¿Es que he hecho alguna tontería?

—No, pero te mueres de ganas de hacer una. Lo he notado cuando, hace un momento, Madame de Bure ha hablado de las damas de Sorel. Nuestra madre la ha hecho callar enseguida, pero tú te has ruborizado y has suspirado con tanta fuerza que casi haces volcar el coche. Te mueres por volver a ver a Louise, ¿no es así?

Los dos jóvenes, unidos por una profunda ternura y una confianza total, se entendían a las mil maravillas, pero con el hermano mayor tenían unas relaciones mucho más distantes, o dicho con mayor exactitud, protocolarias: era el heredero, le respetaban por ello, pero no le querían. François ni siquiera intentó negarlo.

—Es verdad, pero he prometido a mi madre no hacerlo.

—¿Y lo sientes?

François desvió la mirada, se agachó y tomó una piedra plana que, lanzada con un gesto rápido y experto, rebotó por tres veces en la calma superficie del canal. Finalmente resopló y, sabiendo que Elisabeth no se contentaría con una respuesta a medias, dijo:

—Hmm... Sí. Mientras estábamos en París era fácil. Aquí, ya no es lo mismo.

—Me lo temía. ¿Qué vas a hacer?

—Haces preguntas tontas, hermanita; no se puede incumplir la palabra dada.

—Estoy de acuerdo, pero... yo no he prometido nada.

François se quedó por un momento sin respiración, y observó con mayor atención el rostro malicioso de su hermana. Hasta su encuentro con Louise, la consideraba la chica más bonita que conocía: de su abuela, Gabrielle d'Estrées, había heredado, como él mismo, un cabello de un tono dorado casi irreal y ojos de un azul profundo; además, estaba dotada de una inteligencia despierta. El admitía de buen grado que ella le superaba con mucho en este aspecto, por más que a los diez años él medía ya tres pulgadas más que ella. Pero sus palabras de ahora significaban para François la apertura, en su beneficio, de una ventana inesperada sobre la astucia femenina.

—¿Qué quieres decir?

—Que Madame Sorel pasa por ser muy piadosa, generosa también, y que gustosamente se desplaza para sus caridades hasta lugares a veces muy lejanos de su casa. Sé que lleva consigo a su hija desde que cumplió seis años, igual que ha hecho nuestra madre conmigo. En adelante yo podría ir acompañada por Madame de Bure, y tú podrías acompañarnos también. La caridad saldría ganando y nuestra madre estaría encantada; seguro que también recibirías las bendiciones de monsieur Vincent.

—¿Quieres decir que sin ir a Sorel es posible ver a esas damas? Pero ¿cómo podemos saber adónde van?

—Uno de nuestros cocheros corteja a la nodriza de Louise. Seguro que conseguiremos encontrarnos con ellas...

Por toda respuesta, François estrechó a su hermana, y al día siguiente obtuvo de su madre el permiso para acompañar a Elisabeth en las visitas de caridad que ésta llevaba a cabo acompañada por su gobernanta. Madame de Vendôme, que había inscrito a su hijo menor desde muy joven en la Orden de Malta, con la esperanza de que sucediera algún día a su tío el Gran Prior Alexandre, vio en aquella iniciativa una señal del cielo: ¿acaso no era esencial para los caballeros de la orden la práctica de la caridad más humilde, cuya enseñanza comenzaba con los trabajos auxiliares hospitalarios más duros? Y así, pudo verse en varias ocasiones al joven príncipe de Martigues, cargado con un pesado saco lleno de panes, entrar con dignidad en algún pobre chamizo detrás de las «damas» de caridad. El espectáculo era tan novedoso que Mercoeur intentó tomarlo a broma, pero sufrió una áspera regañina de Madame de Vendôme.

A decir verdad, ese ejercicio fue menos penoso de lo que François habría creído. De carácter generoso y absolutamente desprovisto de fatuidad, se sintió próximo a las personas a las que iba a visitar y se interesó sinceramente por sus desgracias. Fue una suerte, porque la piadosa estratagema de Elisabeth no le permitió, en el curso de un largo mes, coincidir con la señorita de sus pensamientos más que en una ocasión. Le pareció más hermosa aún que en la abadía de Ivry, a pesar de que fuera ataviada en esa ocasión con la modestia adecuada a las circunstancias. No se le ocurrió nada que decirle, y se contentó con ruborizarse intensamente y maltratar su sombrero. Sin embargo, su promesa le pareció más difícil de cumplir que nunca.

De hecho, sus ansias se recrudecieron. Así, cuando supo que ella estaba enferma, no pudo más. Necesitaba saber; era indispensable verla. Sin reflexionar, tomó un caballo y partió hacia Sorel. Pero ni siquiera pudo cruzar la verja de entrada al castillo. Lo despidieron sin demasiadas florituras oratorias: el mal era grave y nadie podía acercarse a la pequeña enferma, a excepción de su madre y las criadas. Fue así como François, más inquieto que nunca, se encontró en el bosque con las perspectivas de regreso que ya conocemos.


El tiempo no mejoraba. De súbito el cielo nublado se oscureció hasta tal punto que pareció que la noche se adelantaba. El caballo estaba nervioso y cuando de repente restalló un trueno violento, el animal lanzó un relincho parecido a una carcajada, se encabritó y lanzó a su jinete contra unos matorrales antes de salir al galope en dirección a Anet.

Lastimado más en su vanidad que en su cuerpo, François se levantó ileso preguntándose cómo se tomaría Monsieur d'Estrades, que se esforzaba por inculcar a los jóvenes Vendôme los grandes principios ecuestres dictados por el difunto Monsieur de Pluvinel, el regreso al castillo de un caballo sin jinete y, más tarde, de un jinete sin caballo.

Apenas había salido de entre los zarzales profiriendo reniegos, maldiciones e incluso juramentos, para dirigirse al destino que le aguardaba, cuando vio a la niña.

Vestida únicamente con un camisón manchado, aferrando una muñeca contra su pecho, estaba en medio del sendero con sus pequeños pies descalzos y lloraba en silencio, sorbiéndose las lágrimas de tanto en tanto y con el dedo pulgar en la boca. No debía de tener más de tres o cuatro años, era menuda y frágil. A pesar de lo exiguo de su atuendo, no era una campesina: el cabello castaño que coronaba su cabecita conservaba la huella de un peine cuidadoso, en forma de algunos bucles y de una cinta azul que los sujetaba. Además, su único vestido era de tela fina, con bordados. Al acercarse a ella, François vio que las manchas eran de sangre y comprendió que estaba ante un problema más grave que el suyo propio. Se puso de rodillas y palpó el cuerpo de la niña.

—¿Qué te ha pasado? ¿Estás herida?

Ella no respondió y siguió llorando en silencio, sin manifestar el menor dolor a la palpación. Por otra parte, la sangre estaba casi seca.

—No, no parece que te hayas hecho daño. Pero ¿de dónde vienes así? ¿Quién eres?

Mirándole con unos ojos color avellana enrojecidos por las lágrimas, la pequeña se quitó el dedo de la boca y pronunció dos únicas sílabas:

—Vi... laine.

Luego volvió a colocar el pulgar donde estaba antes.

—¿Villana? Eso no es un nombre. ¡Y además tú no lo eres! Las villanas no tienen unas muñecas tan bonitas —añadió, e intentó tomar el juguete de las manos de su pequeña propietaria, que no lo soltó. Era en efecto un objeto caro, de madera bien torneada, con cabellos de hilaza y un vestido de terciopelo a la moda con una gorguera alrededor del cuello.

Los interrogantes se multiplicaron en la mente del muchacho. ¿De dónde podía venir aquella niña? Tenía que haber sucedido una desgracia en alguna parte, pero ¿dónde? Intentó averiguarlo pronunciando el nombre de dos o tres palacios o mansiones ricas de los alrededores, algunas de ellas pertenecientes a vasallos del principado de Anet, pero en lugar de contestar la niña se puso a llamar a gritos a su Tata.

Para colmo, la tormenta que François había acabado por olvidar se materializó después de un trueno más violento aún que el anterior, y de golpe rompió un fuerte aguacero.

—No podemos quedarnos aquí. Tengo que llevarte a nuestra casa. Quizás alguien sepa quién eres.

Al punto, ella calló y le tendió una manecita sucia con los dedos separados, que parecía una estrella de mar. En un instante quedó empapada, y François casi tanto como ella. Compadecido, se quitó el jubón para envolverla.

—¡Ven! ¡Hemos de darnos prisa!

Se preguntó inquieto cómo podría hacerla andar con los pies lastimados, y además ella no podría seguir su paso.

—Tendré que llevarte en brazos —suspiró, un poco asustado por esa nueva responsabilidad; pero ella apenas era mayor que un bebé y cuando la levantó resultó más ligera de lo que pensaba.

Entonces, sin soltar su preciosa muñeca, ella rodeó con su brazo libre el cuello de su salvador y posó la cabeza en su hombro con un suspiro de felicidad. No sabía quién era ese chico, ¡pero era tan guapo con su largo y lacio cabello rubio y sus ojos claros! ¿Un ángel, tal vez? En cualquier caso, se sentía bien con él.

—No te duermas y sujétate fuerte —aconsejó el joven héroe—. Voy a intentar correr.

Pronto comprendió que había sobreestimado sus fuerzas, y reemprendió la marcha a buen paso maldiciendo al estúpido caballo que le había dejado plantado en el momento en que más lo necesitaba. En cuanto a lo que sucedería cuando se presentara en el castillo con su hallazgo, ni siquiera intentó imaginarlo.

Recorrieron de ese modo un buen cuarto de legua, deteniéndose de vez en cuando para que el porteador recuperase el aliento. Gracias a Dios, la lluvia había cesado. A pesar de ello, François estaba exhausto cuando divisó por fin Anet, preguntándose por qué, al ver volver a su caballo sin él, no habían enviado a alguien a buscarlo. Y, por descontado, era horriblemente tarde. El enorme ciervo de bronce rodeado por cuatro perros de caza que adornaba el remate de la gran fachada y servía de reloj, hizo sonar ocho campanadas con su martillo mecánico.

—¡Misericordia! —gimió François mientras depositaba su carga sobre las losas del patio de honor—. ¡Ya oigo silbar la correa!


Sin embargo, el castillo no se encontraba en su estado normal. Los guardias hablaban animadamente formando pequeños grupos y nadie le prestó atención. La agitación se centraba alrededor de una gran carroza de viaje, tan cubierta de barro y polvo que) era imposible adivinar qué blasón llevaba pintado en la portezuela. Los lacayos corrían en todas direcciones. Estaban desenganchando los caballos, y cuando el joven paró a alguien para preguntarle qué pasaba, el hombre apenas se tomó el tiempo para decirle:

—¡No lo sé de cierto! Monseñor el obispo de Nantes ha llegado aún no hace una hora, y todo el mundo está reunido en el salón de las Musas...

Sorprendido, François alzó las cejas. El obispo en cuestión, Philippe de Cospéan, era un viejo amigo de la familia, el consejero íntimo y más fiel de la duquesa, pero era la primera vez que su llegada ocasionaba aquel alboroto. François quiso entonces tomar de la mano a su pequeña acompañante para llevarla ante su madre, pero vio que lloraba de nuevo y que temblaba bajo su camisón empapado. Su mirada implorante hizo que volviera a tomarla en brazos:

—Vamos a reunimos con la familia. Veremos qué pasa —suspiró.

Nunca le había parecido tan grande el hermoso castillo reconstruido en el siglo anterior por Diana, la duquesa de Valentinois, ni tan imponente el salón de las Musas, con sus paneles pintados y dorados, sus marcos de mármol y su suntuoso mobiliario. Se encontraban allí muchas personas, pero la mirada de François se dirigió a su madre, sentada junto al obispo que, visiblemente cansado, le hablaba. Ella parecía agitada por una intensa emoción. Había huellas de lágrimas en su bello rostro, casi tan blanco como la enorme gorguera en «rueda de molino» que parecía ofrecer su cabeza sobre una bandeja de nata montada. Su hijo mayor se reclinaba con aire grave en su sillón y ella daba la mano a su hija, sentada a sus pies sobre un cojín de terciopelo. Alrededor de ellos, las damas y los oficiales de la casa ducal guardaban una inmovilidad llena de estupor, como si en lugar de seres vivos fueran personajes de un tapiz.

A pesar de la tensión reinante, la entrada de François no pasó inadvertida.

—¡Dios mío! Martigues —exclamó su hermano Louis de Mercoeur con tono irritado—, ¿de dónde venís en ese estado y con semejante compañía? ¿Qué nueva estupidez habéis cometido? ¿Quién es esa mendiga?

La indignación apagó, como una vela en una corriente de aire, la legítima inquietud del muchacho.

—No es una mendiga. La he encontrado en el bosque tal como la veis: descalza, con su muñeca y el camisón manchado de sangre. ¡Miradla mejor, a menos que vuestra soberbia y vuestro egoísmo os nublen la vista!

—¡Paz, hijos míos! —cortó Madame de Vendôme—. No es momento de peleas. François nos dirá dónde ha encontrado a esta niña...

El interpelado no tuvo tiempo de abrir la boca. Ya su hermana se había precipitado hacia él. Se arrodilló delante de la pequeña que su hermano había depositado en el suelo, y examinó la carita sucia y húmeda de lágrimas.

—¡Madre! —exclamó—. Alguna desgracia debe de haber ocurrido en La Ferrière. Esta niña es la más pequeña de los hijos de Madame de Valaines. Se llama Sylvie.

—¡Claro! —dijo François, al comprender—. Cuando le pregunté su nombre, sólo lo entendí a medias: vi... laine. No sabía qué hacer, ya que mi caballo, asustado por la tormenta, me había descabalgado...

—¡Y pensar que se tiene a sí mismo por un centauro! —comentó Mercoeur con una risita.

El muchacho iba a replicar en tono áspero cuando apareció Monsieur de Raguenel, que venía de cumplir algún encargo de la duquesa. Al ver a la niña, palideció y corrió hacia ella para tomarla entre sus brazos.

—¡Sylvie! ¡Dios mío!... Pero ¿cómo ha llegado aquí, y en este estado?

Parecía tan trastornado que Madame de Vendôme dejó que François contara de nuevo su historia.

—Entonces, la cogí en brazos y la traje aquí —concluyó.

—Y habéis hecho muy bien —aprobó su madre—. ¡Bien, vamos a lo más urgente! Madame de Bure —se volvió hacia la gobernanta de Elisabeth—, llevaos a esta pobre pequeña que parece haber sido víctima de una gran desgracia. Ocupaos de que la bañen, la alimenten y la acuesten. Cuando sepamos con certeza qué ha ocurrido, decidiremos qué hacer con ella.

La interpelada se acercó a Sylvie para tomarla de la mano, pero ella se aferró obstinadamente a la mano de François, decidida a no dejarlo: en el momento en que tenía aquella pesadilla tan horrible, Dios le había enviado un ángel, y ella quería conservarlo a su lado. De manera que soltó un aullido cuando intentaron separarla de él. Fue necesario que él prometiese ir a verla cuando estuviera acostada, para conseguir que callara.

—Muy bien —suspiró la duquesa—. ¡Monsieur de Raguenel!

El escudero no pareció escucharla. Tenía los ojos fijos en la puerta por la que acababa de desaparecer Sylvie. Pero contestó a la segunda llamada.

—¿Conocéis bien a los Valaines?

—Sí, señora duquesa. La baronesa me ha hecho el honor de considerarme su amigo desde la muerte de su esposo. Estoy muy preocupado.

—Lo imagino. Tomad una decena de hombres armados y marchad a La Ferrière. Volveréis a informarme tan pronto os sea posible. En cuanto a vos, François, iréis a cambiaros de ropa más tarde. Acaba de ocurrir una gran desgracia, y debéis ser informado de ella. —Sin más explicaciones, se dirigió de nuevo al obispo—: No puedo comprender cómo mi cuñado, el Gran Prior de Malta, ha podido dejarse engañar hasta el punto de ir a buscar a mi esposo a Bretaña para llevarlo a Blois. Y para empezar, ¿por qué a Blois?

—El rey quiere recuperar Bretaña, porque le inquieta la agitación que existe en la región. En cuanto al Gran Prior Alexandre, creyó de buena fe que Su Majestad únicamente deseaba informarse de la situación por boca del duque César.

—¡Qué duplicidad! ¿Quién habría creído al rey capaz de algo así? En verdad, este asunto huele al cardenal a una legua de distancia. Nos odia.

—El cardenal no está en Blois, sino en Limours. Y el rey no hizo otra cosa que jugar con las palabras. Cuando llegó Monsieur de Vendôme, exclamó: «Hermano mío, estaba impaciente por veros.» Y esa misma noche hizo que Monsieur du Hallier y Monsieur de Mauny los detuviesen a los dos. Todo se hizo a escondidas. Los prisioneros fueron llevados al castillo de Amboise navegando por el Loira. En cuanto a mí, he venido a avisaros con la horrible impresión de haber tenido toda la razón cuando aconsejé al duque César que no debía salir de su fortaleza de Blavet[4] salvo para cruzar el mar. Pero el Gran Prior insistió, ignorante sin duda de que el rey estaba ya enterado de determinados asuntos. Pensaba ingenuamente que nuestro monarca estaba finalmente dispuesto a escuchar a sus hermanos antes que a un ministro del que había desconfiado durante tanto tiempo.

—¿Y mi esposo lo creyó? ¿Y fue a meterse en la boca del lobo en lugar de obtener todo el beneficio posible de su posición en Bretaña y de su título de Gran Almirante?

—Es lo que traté de hacerle ver, pero no quiso escucharme. Como le ocurre al Gran Prior, creo que vuestro marido en el fondo es bastante ingenuo. Creía...

—¿Que el cardenal renunciaría a despojarle de su gobierno, que olvidaría la desconfianza que le inspiran los hijos de Gabrielle d'Estrées? ¡El cardenal jamás olvida nada! —exclamó con voz colérica—. Entiendo muy poco de política, amigo mío, pero hace meses que temía una catástrofe de esta naturaleza...

Y no en vano. Desde los comienzos del noveno año del reinado efectivo de Luis XIII, hervían las pasiones en torno a una pareja real de veinticinco años de edad[5] que no se llevaba demasiado bien. Las viejas brasas, aún calientes, de las guerras de religión se reavivaban cada día al soplo de una corte joven, ambiciosa, turbulenta, celosa de sus privilegios y de su propia influencia, pero sobre todo por la creciente influencia del hombre de hierro en quien ella adivinaba un domador decidido a amansarla. Ni la menor preocupación por el bien del reino podía atisbarse en todo ello. Sólo intereses particulares.

Unos meses antes se había anunciado el estallido de una tormenta con ocasión del matrimonio de Monsieur, el hermano del rey y hasta el momento su heredero porque, después de diez años de matrimonio, la pareja real seguía sin tener descendencia.

El soberano y la reina madre, María de Médicis, deseaban casar a aquel muchacho de diecisiete años, veleidoso, agitado, nervioso, vanidoso, carente de valentía y fácil de manejar, con su prima Mademoiselle de Montpensier, la soltera más rica de Francia. El cardenal, por supuesto, aprobaba el enlace, pero no ocurría lo mismo con los príncipes de sangre real —Condé, Conti, Soissons y naturalmente Vendôme— ni con el entorno de la joven reina Ana de Austria. Un entorno compuesto por muchachas bonitas y algo alocadas y jóvenes caballeros atolondrados, todos ellos bailando al son de la mejor amiga de la reina, la intrigante, excesiva y encantadora duquesa de Chevreuse. Ninguno de ellos deseaba a ningún precio que Gastón d'Anjou se casara con aquel gran partido que otros anhelaban. Se le reservaba otro destino.

Así pues, se formó una conspiración cuyo personaje clave era el preceptor del príncipe, el mariscal d'Ornano, coronel del regimiento de los Corsos, un personaje rudo, expeditivo y arrogante que empujaba a su alumno a rebelarse, e incluso llegó a proponerle huir de París y refugiarse en La Rochelle. ¡En pleno feudo protestante!

La respuesta real no se hizo esperar: el 26 de mayo de aquel año de 1626, el rey hizo arrestar a D'Ornano y sus dos hermanos y los encerró en la Bastilla, donde, por prudencia, hizo cambiar al alcaide para la ocasión.

Para los conjurados, aquel golpe de mano llevaba la firma de Richelieu y, lejos de calmarlos, los enfureció. Madame de Chevreuse, siempre activa, tramó de inmediato una nueva conspiración que tenía como objetivo, en esta ocasión, la eliminación física del cardenal y tal vez también del rey, cuya viuda podría entonces casarse con Monsieur, a quien la duquesa juzgaba el soberano ideal. Era en efecto una perfecta marioneta que podría manipularse sin esfuerzo...

Ana de Austria, todavía no repuesta del apasionado romance con el irresistible duque de Buckingham, no veía en ello el menor inconveniente: no amaba a su esposo y detestaba a Richelieu. Dio carta blanca a su querida Chevreuse. Por su parte, Gastón d'Anjou[6] —Monsieur— se involucró hasta el cuello en la conspiración, al frente de la cual Madame de Chevreuse colocó al joven príncipe de Chalais, que estaba loco por ella y llegó incluso a ofrecer a alguno de sus gentilhombres para asegurar el éxito. Pero Madame de Vendôme ignoraba estos recientes acontecimientos; sólo estaba informada de la detención del mariscal d'Ornano, suficiente motivo de inquietud para ella en cualquier caso.

—Sí —repitió—. Hace meses que temo lo que finalmente ha sucedido hoy. El Gran Prior y mi esposo se han comprometido con Monsieur y los príncipes de sangre al negarse a admitir que son príncipes legitimados y que se les pudiera tratar con menos miramientos que a los demás.

Rogó luego a los presentes que la dejaran conversar un momento en privado con el obispo de Nantes. Únicamente su primogénito fue autorizado a quedarse. François tendió la mano a su hermana para llevársela, no sin protestar:

—¿Por qué Mercoeur sí y nosotros no?

—Eres demasiado joven, François. Cuatro años más cuentan mucho, tu hermano es ya casi un hombre.

Elisabeth no dijo nada, pero su aire ofendido dejó ver claramente que pensaba lo mismo:

—¡Vamos, François! Iremos a ver cómo sigue tu hallazgo.

Cuando todo el mundo hubo salido, la duquesa extrajo un rosario de un bolsillo disimulado en su vestido de terciopelo gris y lo sostuvo con firmeza en las manos, como si se aferrara a él para no caer.

—Ahora que estamos solos, amigo mío, contadme algo más, porque os confieso que no entiendo cómo se ha llegado al extremo de arrestar a mi esposo y a su hermano por esa ridícula historia del matrimonio de Monsieur, en el que únicamente les tocaba el papel de espectadores.

El obispo le dirigió una mirada de amistad y simpatía. El valor y la fe de aquella mujer aún joven siempre le habían impresionado, y la compadecía por haberse desposado con un hombre cuyo orgullo y ambición le empujaban a arrojarse en medio de todos los avisperos.

—Hay hechos más graves, señora duquesa... que vos ignorabais. Por el contrario, el Gran Prior estaba situado en el primer plano.

Y contó cómo éste, en connivencia con Monsieur y la duquesa de Chevreuse, había preparado un atentado contra el cardenal aprovechando que el rey estaba en Fontainebleau y su ministro se había instalado en Fleury a la espera de que finalizaran las obras del palacio que se había hecho construir en la capital. El plan del Gran Prior era sencillo: Monsieur y algunos amigos, de caza por los alrededores, se presentarían ya de noche cerrada a pedir alojamiento y mesa a Richelieu, y lo matarían durante una disputa provocada adrede. Luego decidirían qué hacer con el rey, en función de cómo reaccionara a la noticia. Pero Monsieur, fiel a sí mismo, se declaró enfermo en el último momento; uno de los suyos, el joven príncipe de Chalais, hizo confidencias imprudentes y los demás conjurados fueron detenidos. A la mañana siguiente Monsieur, todavía acostado, tuvo la sorpresa de ver al cardenal irrumpir en su dormitorio para ofrecerle, todo sonrisas, su casa de Fleury, «que tanto parecía gustarle». Después de lo cual fue a ofrecer su dimisión al rey, que no sólo la rechazó, sino que le otorgó plenos poderes para concluir el asunto «con el mayor rigor».

—Sigo sin ver qué tiene que ver mi marido con toda esta historia —exclamó la duquesa—. Estaba ya en Bretaña cuando encarcelaron a D'Ornano...

—Así es, pero su hermano estaba gravemente implicado porque la idea había sido suya.

—¿Y no arrestó al Gran Prior?

—No. Richelieu quería librarse de un solo golpe de los dos hermanos. Citó al Gran Prior y con las palabras más amables le dio a entender que deseaba verle acceder al Almirantazgo, que había dejado vacante el señor de Montmorency, a cambio evidentemente de que el duque César renunciara a sus pretensiones al cargo. Nuestro querido Gran Prior se quedó deslumbrado. Por eso tuvo tanto empeño en conseguir que su hermano fuera a discutir a Blois con Su Majestad. Así es cómo ocurrió todo, señora.

—¡Es indigno! ¿Cómo pudo ser tan estúpido el Gran Prior Alexandre?

—¡La ambición, señora duquesa, la ambición!

—Y... ¿qué ha sido de Monsieur?

—Para asegurarse de no ser molestado, se ha apresurado a denunciar a todos los participantes en el complot, e incluso ha prometido casarse con Mademoiselle de Montpensier en cuanto el rey lo disponga.

—¡El muy infame! ¿Y qué hará el rey ahora que tiene en su poder al gobernador de Bretaña?

—Marcha a Nantes con el fin de consolidar su autoridad sobre la provincia... y de impartir su justicia.

—¡Misericordia! ¡En bonito apuro nos hemos metido! ¿Qué consejo podéis darme, monseñor?

—Es difícil de decir. Tal vez lo mejor sería poneros a resguardo con vuestros hijos en alguna de vuestras tierras...

—Madre —interrumpió Louis—, ¿y si vamos todos a postrarnos de rodillas ante el rey?

—¿Para pedir perdón de qué? —exclamó ella—. Vuestro padre no se ha movido de su puesto...

—Es posible participar a distancia en una conspiración —continuó el obispo—. Preparando posiciones de repliegue, incitando a Bretaña a sublevarse, reclutando tropas...

Françoise de Vendôme no respondió de inmediato. Oía todavía, en el fondo de su memoria, la voz de César diciendo que esperaba no volver a ver a sü hermano el rey más que en pintura. ¿Una broma, o bien...?

—Voy a partir —decidió—, y vos me acompañaréis, monseñor, puesto que seguís siendo el obispo de Nantes, a donde se dirige el rey. Una vez sobre el terreno, podré tomar mejor mis disposiciones...

—¿Iré con vos, madre?

—No. Decid a vuestro preceptor que quiero verle.


Momentos después, Monsieur d'Estrades recibía la orden de conducir, la mañana siguiente, a sus dos alumnos y su hermana a Vendôme, donde, bajo la triple protección de las murallas, una ciudad leal y la fortaleza —sin contar a sus defensores—, estarían mucho más a resguardo de eventuales sorpresas que en un amable palacio abierto a todos los vientos. En Anet sólo quedaría el personal necesario para el mantenimiento.

En un instante, todo entró en ebullición. Había que preparar los dos viajes, el segundo más importante que el primero puesto que se trataba de una verdadera mudanza. Lacayos y camareras entraron en actividad después de que se sirviera, para gran alivio del obispo, medio muerto de hambre y fatiga, una cena que a punto se había estado de olvidar.

Mientras tanto, Perceval de Raguenel galopaba, a la cabeza de una decena de hombres armados, hacia el pequeño castillo de La Ferrière, que conocía bien. Situado en la linde del gran bosque de Dreux, era una bella mansión perteneciente desde siempre al principado de Anet. Los barones de Valaines eran sus titulares desde que Hughes había seguido a Simón d'Anet a la cruzada a la que había sido empujado por las palabras ardientes de Bohemundo de Antioquía, venido a Chartres para desposar a Constanza, hija del rey Felipe I. Desde entonces, sus descendientes mantenían su fidelidad a la corona en primer lugar, y de inmediato a sus señores, fueran quienes fueren...

A Enrique IV no le había costado el menor trabajo obtener su lealtad, y Jean, el padre de Sylvie, combatió con valentía en Ivry y otros lugares. Eso le valió casarse con una joven prima de María de Médicis, a quien la reina madre había llamado a su lado para buscarle un partido. Chiara Albizzi tenía veinte años y Valaines le doblaba la edad. Ella era preciosa y él no demasiado bien parecido, pero el matrimonio, bendecido al día siguiente del asesinato de Concini, no fue por ello menos apacible y armonioso. Tres hijos vinieron a completarlo. Primero una niña, Claire, nacida en 1618; un varón, Bertrand, nacido el año siguiente, y finalmente la pequeña Sylvie, que vino al mundo en el otoño de 1622 pero que su padre apenas tuvo tiempo de conocer: pocas semanas después del nacimiento, una piedra lanzada por la honda de un desconocido le llevó a la tumba. Nunca se supo quién había sido el asesino. A Chiara de Valaines le quedaron sus bellos ojos para llorar a un esposo al que amaba, sus hijos, una fortuna sólida y algunos amigos, entre los cuales se encontraba Perceval de Raguenel, tal vez el más discreto de todos por estar locamente enamorado de la joven viuda sin haberse atrevido a declararse jamás.

Él era de origen bretón. A los diez años se convirtió en paje de la duquesa de Mercoeur, madre de Madame de Vendôme, y luego ocupó el puesto de escudero de su hija, con no poca satisfacción porque adoraba los caballos. Además, el cargo le dispensaba de verse envuelto en la barahúnda de un ejército siempre dispuesto a perseguir a un enemigo que, en aquella época agitada, cambiaba con frecuencia. Eso no quiere decir que fuera cobarde. Manejaba la espada como un virtuoso, pero prefería con mucho la pluma, y era un gran aficionado al estudio de la historia, la geografía, la astronomía, la literatura y la música; tocaba el laúd y también la guitarra, que le había enseñado un tránsfuga español. De un ingenio a menudo cáustico, era un mozo de buena estatura cuyo aire soñoliento, con los párpados casi siempre semicerrados, ocultaba una mirada particularmente penetrante.

Su primer encuentro con Chiara se remontaba a ocho años atrás. Él tenía entonces diecinueve y carecía de experiencia en la pasión amorosa, pero quedó fulminado a la vista de aquella exquisita estatuilla de mármol coronada por un cabello negro y brillante, con unos ojos oscuros tan grandes que parecían una máscara colocada sobre su rostro delicado. Sucedió durante una fiesta celebrada en Anet, y a partir de entonces efectuó frecuentes visitas a los Valaines sin informar de ello a la duquesa. Siempre era recibido en La Ferrière como un amigo fraternal, sobre todo después de la muerte del barón. De modo que, cuando poco antes vio a la pequeña Sylvie en un estado tan penoso, su corazón se llenó de aprensión. Si no hubiera llegado tan de inmediato la orden de Madame de Vendôme de enviarlo en busca de noticias, él se habría precipitado por su cuenta a la casa de Chiara sin pedir permiso.

Cuando con su criado Corentin Bellec y su tropa cruzó el antiguo puente levadizo, la noche era muy oscura y el silencio total. Ni una luz, ni un fuego encendido en el castillo, en las cocinas o en la graciosa residencia renacentista que Perceval conocía tan bien. Sin embargo, a la luz de las antorchas que llevaban, Raguenel pudo distinguir el cuerpo de una mujer que los cascos de su caballo habían estado a punto de pisotear. Desmontó y, de rodillas ante ella, reconoció a Richarde, la nodriza de Sylvie. Una gran herida cruzaba su espalda, y al volverla Perceval encontró entre sus dedos una pequeña cinta azul similar a la que había visto atada a los bucles rizados de la pequeña. Richarde había debido morir protegiendo a la niña, que luego se había escurrido de sus brazos para correr hacia lo desconocido con su muñeca.

Mientras, los hombres exploraban el interior de la mansión. Uno de ellos, su criado, volvió a la carrera:

—¡Es espantoso, señor! No hay nadie vivo en la casa. Los servidores, los niños... todos han sido asesinados.

—¿Y Madame de Valaines?

Corentin dirigió a su amo una mirada en la que brillaba algo parecido a la piedad.

—Venid —dijo—. Pero os prevengo que os hará falta valor.

Al franquear la puerta baja y bellamente decorada con florones de la mansión, Raguenel notó que el olor dulzón de la sangre se le aferraba a la garganta; y en efecto, había sangre por todas partes: una decena de cuerpos acuchillados yacían en las diferentes estancias, pero el mayor horror le aguardaba en el dormitorio de la castellana. El espectáculo era tan macabro que, espantado, en el primer momento tuvo el impulso de huir de allí: en medio de un caos de muebles volcados y rotos, de almohadones y colchones despanzurrados, yacía Chiara, casi desnuda y degollada. Su vestido alzado y desgarrado, sus piernas separadas revelaban con claridad que, antes de asesinada, había sido violada. Los ojos de la joven estaban aún abiertos de par en par al martirio que había sufrido. La expresión que se habían llevado a la eternidad reflejaba espanto y dolor. Para colmo de horrores, habían impreso en su frente, sin duda como señal de diabólica posesión, un sello de lacre rojo en el que únicamente se leía la letra griega omega.

Raguenel dejó escapar una risa seca, mucho más triste que un sollozo:

—Mira, Corentin, esto no ha sido obra de un salteador de caminos cualquiera o de un sicario acostumbrado a las matanzas en masa... ¡El verdugo es un hombre culto! Lee el griego, e incluso lo escribe. ¿Por qué omega? ¿Es una inicial elegida con una intención galante o bien el final de algo en la gran tradición cristiana: la omega de no sé qué alfa? ¡Pero no estoy dispuesto a que un ángel lleve en la tumba ese signo de infamia!

Sacó su daga y, arrodillado sobre los escalones del lecho, intentó despegar el sello, pero el lacre estaba muy pegado y sus manos temblaban. Corentin intervino:

—Deberíais dejarme a mí, señor. No es ése el modo de despegar el lacre. Se necesita una hoja muy fina, la de una navaja de afeitar, que se pone a calentar. Luego, cuando la cera se ha reblandecido, se desliza con suavidad un pelo de crin de caballo. Muy suavemente, para no estropear nada.

—¿Dónde has aprendido eso?

—Con los benedictinos de Jugon. Cuando me tomasteis a vuestro servicio, no os oculté que me había escapado. Allí me cogió cariño el padre Anselmo, que tenía pasión por los manuscritos, las cartas y esa clase de cosas. Fue él quien me enseñó a leer y escribir. También me enseñó cómo actuar cuando se quiere conservar intacto un sello. Si no se hace así, se rompe en pedazos...

—Sería hacerle más daño a ella —protestó Perceval, con los ojos fijos en la joven muerta—. Pero, quiero conservar ese lacre. Es el testimonio del martirio de una inocente y tal vez me lleve hasta el asesino. A éste, me propongo enviarlo a los infiernos para reunirse allí con sus semejantes. ¡Intenta quitar ese horror sin herirla, mi Corentin!

—Lo haré lo mejor que sepa, pero de todos modos debajo está la quemadura de la cera caliente...

—Es evidente. Necesitamos una navaja barbera.

Iba a salir cuando apareció uno de los hombres que le habían acompañado.

—¿Qué hacemos, señor? No podemos dejar a estos infelices a merced de las alimañas. Además llegan los días de calor y...

—¡Buscad sábanas, mantas, todo lo que pueda servir de mortaja! ¡Traed a los niños aquí, junto a su madre, y esperadme! Vuelvo al castillo a informar a la duquesa y recibir órdenes de ella. Regresaré con un cura, el magistrado del principado y todo lo necesario para que estas pobres gentes sean enterradas cristianamente.

Antes de salir, Raguenel dejó que sus ojos se posaran por última vez sobre la que tanto había amado, y que se llevaba con ella los recuerdos más tiernos de su juventud. De haber sido un personaje más importante, no habría dudado en pedirla en matrimonio, pero no tenía nada que ofrecerle, salvo un gran amor y un nombre sin tacha. Por más joven que fuese, supo en ese momento que ninguna mujer podría hacerle olvidar su sonrisa, su mirada de terciopelo, la gracia de su persona en los menores gestos. Le quedaba el recuerdo y una amarga sed de venganza. Nada le apartaría de su búsqueda: aunque tuviese que viajar hasta los confines de la tierra y el mar, buscaría al omega asesino y, cuando lo encontrase, ningún poder humano le libraría de su brazo. Después, pensaría en hacer las paces con Dios, porque está escrito que la venganza únicamente le pertenece a Él; no faltaban los monasterios a los que podría ir a enterrarse... Mientras tanto, necesitaba reflexionar, buscar, investigar el pasado tan breve de aquel lirio florentino arrancado de la manera más brutal... Y de súbito le pareció oír, en el fondo de sí mismo, una voz débil y dulce que imploraba:

«¡Mi hija... mi pequeña Sylvie! ¡Piensa en ella! Cuida de ella...»Entonces, aún una última vez, se acercó al lecho, se inclinó sobre una de las manos menudas, tan blancas y frías ahora, y posó en ella sus labios.

—Por mi honor y por la salvación de mi alma, os lo juro, Chiara. ¡Descansad en paz!

Sin preocuparse de los dos testigos de aquella emotiva escena, se precipitó fuera de la estancia, bajó a la carrera por la escalera, desató su caballo, se aupó de un salto y partió a galope tendido a través del bosque nocturno que antaño cruzaba al paso y dejando la rienda floja cuando regresaba de La Ferrière, para tener tiempo de soñar y escuchar aún el eco de un laúd pulsado por unas bonitas manos blancas. Pero esa noche Perceval de Raguenel, aquel joven siempre tranquilo, a veces hasta la despreocupación, sentía la necesidad de un ejercicio violento. Una lechuza, el ave símbolo de la sabiduría, lanzó su grito por tres veces en la espesura del bosque, pero él no la oyó. Sus oídos estaban llenos de un viento huracanado...

Después de veinte minutos de loca carrera, entró en Anet a una velocidad infernal, saltó al suelo en el patio iluminado por antorchas, puso la brida en manos de un palafrenero salido de ninguna parte y se precipitó hacia los aposentos de la duquesa.

Al pie de la escalera tropezó con el joven Ranay, uno de los pajes de la mansión, que lo miró con asombro.

—¿Qué os ocurre, señor? Se diría que estáis llorando.

—¿Yo? ¡Jamás de los jamases! Sueñas, muchacho.

Pero antes de llamar a la puerta de Madame de Vendôme se secó los ojos en el puño de encaje.


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