La comida tocaba a su fin. Se habían llevado los platos y en la mesa estaban ya el café y los licores. Se produjo un vacío en la conversación, como si todos reconocieran que había llegado el momento.
– ¿Todo el mundo tiene un vaso? -preguntó el conde-. Espléndido, porque tengo algo que anunciar.
Sus ojos se posaron en Leo y Selena.
– Como sabéis -continuó-, pronto iremos todos a la Toscana para el matrimonio de nuestros queridos Leo y Selena. Una ocasión alegre, que se volverá más alegre todavía por lo que tengo que deciros.
Hubo una pausa. Parecía no saber bien cómo continuar.
– Esta noche quiero hablaros de otra boda -siguió Francesco-. Una que pensábamos… ha habido una confusión todos estos años, pero ahora que las cosas están claras…
Miró a Guido.
– Díselo tú. Es tu historia.
Guido se puso en pie y se dirigió a Leo.
– Tío Francesco intenta decirte que hace muchos años hubo un error con el matrimonio de tu madre. No había estado casada antes, así que el matrimonio con nuestro padre era válido y tú eres legítimo.
Selena vio que Leo palidecía. Luego soltó una carcajada.
– Muy gracioso, hermanito. Siempre has sido un bromista.
– No es una broma -le aseguró Guido-. Está todo probado. Aquel hombre que apareció vivo y dijo que Elissa era su esposa… Nunca estuvieron casados. Franco Vinelli se había casado antes en Inglaterra. Era actor en una compañía de la Comedia del Arte e iban de gira por todas partes.
Soltó una risita.
– Se casó con una inglesa y cuando terminó la gira, la abandonó. Parece que pensó que una ceremonia civil en Inglaterra no tendría validez en Italia.
– Y tenía razón -repuso Leo con firmeza-. En aquellos días no habría sido reconocida aquí.
– Lo fue -le dijo su hermano-. Había un acuerdo internacional que especificaba que si un matrimonio era válido en el país en el que se contraía, tenía que ser reconocido en cualquier otro de los que firmaron el acuerdo. Tanto Inglaterra como Italia lo habían firmado, así que el matrimonio era válido aquí. Cuando se casó con Elissa ya estaba casado, lo que significa que ella era libre de casarse con nuestro padre. Su matrimonio fue legitimo y tú también.
– ¿Y quién puede probar eso después de tanto tiempo?
– No es tan difícil.
– Y supongo que tú lo has hecho.
– Claro. Nunca he querido todo esto y nunca he fingido quererlo. Es todo tuyo.
Leo miraba a su alrededor con aire de sentirse atrapado.
– Eso son tonterías y tienes que olvidarlas.
– Es la ley -rugió el conde-. No se puede olvidar. Tú eres mi heredero y así es como debe ser. Siempre has sido el hijo mayor…
– El hijo mayor ilegítimo.
– Ya no -le recordó Marco.
– Tú no te metas en esto. Es demasiado tarde para cambiar nada. Yo no creo en esas supuestas pruebas. No soportarían el escrutinio de un abogado.
– Ya lo han hecho -replicó Guido-. Han pasado por abogados, notarios, archivos de registros ingleses…
– ¿Y qué dice Vinelli?
– Murió el año pasado. No tenía familia y la gente cercana a él no conocía su matrimonio inglés.
– Tiene que haber alguien.
– Solo hay archivos.
– Seguro que has pensando en todos los detalles -dijo Leo con rabia.
– Seguro que sí.
– Te encanta esto, ¿verdad?
– No sabes hasta qué punto.
– Para ti es fácil, porque… -Leo miró a Selena, que estaba pálida-. ¿Y nosotros qué? -preguntó, tomándole la mano.
Ella se incorporó y se quedó de pie a su lado. Los otros parecieron darse cuenta entonces de que algo iba mal.
– Bueno, debo decir que esperaba más alegría -comentó el conde-. Creía que sería un gran día.
– No es maravilloso que le den la vuelta a tu vida -declaró Leo-. Y si nos disculpáis, Selena y yo vamos a retirarnos. Tenemos que hablar.
Salieron de la mano y, cuando ya no podían verlos, echaron a correr y no pararon hasta llegar a la habitación de él.
– Leo, no pueden hacernos esto.
– No temas, no se lo permitiré.
Pero su voz sonaba insegura y ella sintió un escalofrío.
– Sé que hay personas que soñarían con esto -dijo con voz ronca-. Dirían que estamos locos. De pronto eres un hombre importante con una gran herencia. ¿Por qué no nos alegramos?
– Porque es una pesadilla -repuso él-. Yo conde cuando sólo quiero ser un hombre del campo. ¿Tú quieres ser condesa?
– ¿Bromeas? Preferiría ser moza de establo.
Se abrazaron, buscando confianza en el otro, pero conscientes los dos de que luchaban contra algo que podía sofocarlos.
Hubo una llamada en la puerta. Dulcie asomó la cabeza.
– Tu tío quiere verte en su despacho -le dijo a Leo-. Hay papeles que quiere enseñarte.
– Voy.
Las dos mujeres se quedaron solas.
– ¿Qué sientes tú con todo esto? -preguntó Selena.
Dulcie soltó una carcajada y se encogió de hombros.
– Estoy harta de títulos. A mi madre nunca le ha gustado ser condesa.
– ¿Tú madre es condesa?
– Mi padre es un conde inglés.
– ¿Y vivís así? -señaló a su alrededor.
– ¡Cielo Santo, no! -rió la otra-. Nunca teníamos dinero. Mi padre se lo jugaba todo. Por eso trabajaba como detective privado. No podía hacer otra cosa. Un título no te cualifica para un trabajo serio -miró a Selena-. ¿Qué te ocurre? ¿Estás enferma?
– No, pero he entrado en una casa de locos.
Hubo otra llamada a la puerta. Esa vez era Harriet. La seguía un sirviente con un carrito en el que había champán. Dulcie empezó a servirlo y Harriet se sentó en un sofá y se quitó los zapatos.
– No os imagináis la conmoción que hay abajo -declaró-. Guido y Leo casi llegan a las manos. Oh, por cierto, Liza podía haber subido conmigo, pero dice que está cansada y ha ido a acostarse. Creo que la preocupa su inglés. No lo habla muy bien y tiene miedo de ofenderte -le dijo a Selena.
La joven pensó que la excusa de la condesa no era muy buena. Así funcionaba aquella gente. No se atrevían a expresar directamente su disgusto, preferían inventar historias.
Bebió con ansia el champán, que de pronto necesitaba más de lo que pensaba.
Leo esperó a que la casa quedara en silencio antes de salir de su cuarto. Necesitaba estar con Selena.
Pero cuando abrió la puerta de su habitación se encontró la cama vacía y ni rastro de su prometida. Encendió la luz para asegurarse y luego la apagó y fue a la ventana. Ante él estaba el Gran Canal, silencioso, misterioso, melancólico en su belleza. Muchos hombres le envidiarían aquella herencia, pero él prefería el campo abierto.
Vio algo por el rabillo del ojo y miró hacia el lugar en que el palacio formaba un ángulo recto. A través de unos ventanales vio una figura de blanco cruzando las habitaciones. Salió deprisa de la estancia y bajó hacia allí.
Encontró al fantasma en el salón de baile, andando a lo largo de los ventanales que iban desde el techo al suelo. Hojas de oro decoraban los marcos y del techo colgaban candelabros gigantes.
Pronunció su nombre con suavidad y ella se volvió a mirarlo. A pesar de la penumbra, veía lo bastante de su rostro para saber que estaba alterada. Se abrazaron con fuerza.
– No puedo hacerlo -gimió ella-. No puedo.
– Claro que puedes -la calmó él-. Puedes hacer todo lo que te propongas.
– No es cierto; puedo hacer muchas cosas, pero esto me aplastaría.
– No estaríamos atrapados aquí todo el tiempo…
– Al final acabaríamos aquí -se apartó de él y empezó a andar con nerviosismo-. Mira esta habitación. Dulcie se sentiría a gusto aquí porque se crió en un sitio parecido. Harriet estaría bien porque está lleno de antigüedades. Pero yo me paso el tiempo confiando en no chocar con nada.
– Con el tiempo sería distinto -musitó él-. Cambiarás…
– Tal vez no quiera cambiar. Quizá me parece que no tiene nada de malo ser como soy.
– Yo no he dicho…
– No, y no lo dirás nunca. Pero lo cierto es que, aunque nadie lo diga, venimos de mundos muy diferentes y lo sabes.
– Eso ya lo hemos superado antes.
– Sí, por la finca. Por la tierra y los animales y todo eso que amamos. Daba igual de dónde veníamos porque íbamos en la misma dirección, pero ahora…
– No tenemos que pasar mucho tiempo aquí. Todavía tenemos la finca.
– ¿De verdad? ¿No pasa a ser ahora de Guido?
– A él no le interesa el campo. Se la compraré. Y si es necesario, venderé algunas de las antigüedades de este sitio. Todas, si hace falta.
– ¿Y vivimos en la finca y dejamos vacío el palacio ancestral de tu familia? Tú sabes que no -se mesó los cortos cabellos-. Si esto estuviera en otro sitio, podrías mudarte al palacio y comprar tierra alrededor, ¿pero qué puedes hacer en Venecia?
– Por favor, carissima.
– No me llames así.
– ¿Por qué?
– Porque todo ha cambiado.
– ¿Tanto que no puedo decirte que te quiero más que a mi vida? Yo tampoco quiero esto, ¿pero no será soportable si te tengo a ti?
– ¡Calla! -Selena se tapó los oídos con las manos.
– ¿Por qué no puedo decirte que tu amor lo es todo para mí? -preguntó él con dureza-. ¿Por qué no puedes decir tú lo mismo?
– No lo sé -susurró ella al fin-. Leo, perdóname, pero no lo sé. Te… te quiero.
– ¿De verdad? -preguntó él, con voz más dura aún.
– Sí, te quiero, te quiero. Por favor, intenta comprender…
– Comprendo que sólo me quieres en ciertas condiciones. Cuando las cosas se ponen feas, ya no te basta con el amor.
Soltó una risita amarga.
– Es irónico, ¿no crees? Si perdiera todo mi dinero, podría contar con tu amor, pero si soy rico, me vuelves la espalda y te preguntas si vale la pena amarme.
– No es eso.
– Pobre o rico, soy el mismo hombre, pero tú sólo puedes quererme si llevamos la vida que deseas. Y yo también quiero esa vida. Tampoco quiero esto.
– Pues déjalo. Diles que no aceptas. Volvamos a la finca a ser felices.
– Tú no lo entiendes. Eso no se hace así. Ahora esto es mi responsabilidad para con mi familia y para con la gente que trabaja para nosotros y depende de nosotros. No puedo volver la espalda a todo eso.
La tomó con gentileza por los hombros y la miró a los ojos.
– Querida, sigue siendo una lucha, solo que diferente. ¿Por qué no puedes apoyarme en esto como harías en el caso contrario?
– Porque los dos lucharíamos contra un enemigo distinto y acabaríamos peleando entre nosotros. En cierto sentido, ya lo hacemos.
– Esto es sólo una pequeña discusión…
– Pero tú has disparado el primer tiro de la guerra hace un momento. ¿No lo has notado? «Tú no lo comprendes». Tienes razón. Y habrá millones de cosas que no comprenderé pero tú sí. Y tú no comprenderás las cosas que son importantes para mí y acabaremos diciéndonos mil veces al día «tú no lo comprendes».
Guardaron un silencio temeroso.
– No hablemos más esta noche -dijo él al fin-. Los dos nos hallamos en estado de shock. Vamos a dejarlo para cuando estemos más tranquilos.
– De acuerdo. Hablaremos cuando lleguemos a casa.
Aquello les daba al menos un respiro. Por el momento podían esconderse de lo que ocurría.
Leo la acompañó de vuelta a su habitación y en la puerta la besó en la mejilla.
– Procura dormir bien -dijo-. Vamos a necesitar de todas nuestras fuerzas.
Se alejó cuando ella cerró la puerta, sin que ninguno de los dos hiciera nada por seguir juntos.
Leo pasó el día siguiente encerrado con su tío, Guido y un grupo de abogados, mientras Dulcie y Harriet enseñaban Venecia a Selena. Esta intentaba disfrutar de la excursión, pero las calles estrechas y los canales la asfixiaban.
Entraron en San Marcos, donde Dulcie y Guido se habían casado hacía poco. Selena miró la iglesia y se sintió como una hormiga. Era un edificio magnifico, espléndido, pero la hacía sentirse muy pequeña.
Pensó en la iglesia pequeña de Morenza y se alegró de que su boda fuera a tener lugar allí y no en ese lugar que la aplastaba.
Dulcie parecía entenderla, ya que cuando salieron, dijo:
– Venid conmigo.
Y guió a las otras dos hasta una plaza cercana donde había vaporetti, los barcos autobuses de los venecianos.
– Tres hasta el Lido -dijo al hombre de la taquilla-. Vamos a pasar el día en la playa -anunció a las otras dos.
Selena empezó a animarse durante el viaje por la laguna. Después de tantos callejones volvía a estar en terreno abierto. Y cuando llegaron al Lido, la isla larga que bordea la laguna y que posee una de las mejores playas del mundo, vio el mar y se animó todavía más. ¡Eso sí eran espacios abiertos!
Compraron bañadores y toallas en las tiendas de la playa, se sentaron debajo de una sombrilla gigante y se untaron crema unas a otras.
Luego, corrieron por la playa para nadar en el mar. A Selena le encantó. Se había pasado la vida trabajando, y tontear al sol y en las olas sin más objetivo que pasarlo bien era una experiencia nueva. Empezó a pensar que quizá Venecia no estuviera tan mal después de todo.
Pero cuando terminó el día y hubo que volver, le dio la impresión de que el gran palacio la esperaba para tragársela.
Encontró a Leo triste pero resignado.
– No hay salida -dijo-. He pasado el día examinando mi futuro con abogados y contables. Están buscado el modo de que pueda compensar económicamente a Guido sin tener que vender la finca.
– ¿Podrán hacerlo?
– Si lo hago a lo largo de varios años, sí.
– ¿Y qué piensa Guido de eso?
– Dice que hagamos lo que me parezca mejor. Le da igual. Está tan contento de haberme cargado con esto que es como un niño de vacaciones. Y detrás de ese encanto juvenil hay un hombre de negocios astuto. Con su tienda de regalos gana una fortuna. Pero, por supuesto, tengo que darle lo que le pertenece.
– ¿Y conservarás la finca?
– Sí, pero la vida cambiará para nosotros.
– Para nosotros -asintió ella-. Quizá tenía que haber estado contigo en vez de que me enviarais a jugar.
– No creo que nadie intentara excluirte, es solo que todos hablábamos en italiano y no lo habrías entendido.
– Claro -sonrió ella.
– Quiero decir que ni los abogados ni los contables hablan inglés, y habríamos tenido que traducir.
– No importa. Tienes razón. No me concierne a mí, ¿verdad?
– Todo lo que me sucede a mí te concierne a ti -repuso él-. Lo siento. Quizá habría sido mejor que estuvieras.
– Perdona -dijo ella con voz ronca. Lo abrazó-. Hago muy mal en quejarme cuando tú también lo pasas mal.
– Quédate a mi lado -le pidió él, estrechándola con fuerza-. No me dejes luchar solo con esto.
– No lo haré.
– Tengo algo que confesar -suspiró Leo-. El tío ha empezado de nuevo con la boda. Dice que tiene que ser en San Marcos. Le he dicho que depende de ti.
– Ah, muy bien. Échame a mí la culpa -sonrió ella-. Más vale que aceptes. No puedes empezar tu nueva vida luchando con tu familia.
– Gracias, carissima. Mañana nos iremos de aquí.
– Todo irá mejor en casa -insistió ella.
Pero tenía miedo, y podía ver que a él le sucedía lo mismo. Era como si hubiera un demonio en el suelo entre ellos, obligándolos a girar a veces para eludirlo, pero sin que ninguno admitiera que estaba allí.
La condesa era quien más nerviosa la ponía. Su inglés era tan malo que no podían comunicarse excepto a través de un intérprete, y Selena no sabía cómo interpretar su incomodidad. Podía ser timidez o desaprobación. No lo sabía.
Al día siguiente, la condesa se acercó a ella antes de que se marcharan. No había nadie más presente y llevaba un diccionario en la mano.
– Quiero hablar… contigo -dijo con un tono que mostraba que recitaba una frase ensayada.
– ¿Sí?
– Las cosas son distintas… ahora… tu matrimonio… tenemos que hablar.
– Lo sé -repuso Selena con pasión-. No hace falta que me lo diga, lo sé. ¿Cómo puedo casarme con él? Usted no quiere que lo haga y tiene razón. Este no es mi sitio. Este no es mi mundo. Lo sé.
El rostro de la condesa adoptó una expresión tensa. Respiró con fuerza. Al momento siguiente se oyeron pasos en el suelo de mármol y se apartó.
Apareció el resto de la familia, que las rodeó. Se despidieron de todos y subieron a la lancha.