Gina preparó para desayunar una variedad de platos, que obligó a comer a Leo hasta que este acabó suplicando misericordia.
– Ya recojo yo -dijo Selena-. Sé que tienes mucho que hacer.
– Sí, señorita.
– Ya está -dijo Leo cuando se quedaron solos-. Gina te ha aceptado como su señora. Por lo que a ella respecta, es un tema cerrado.
– Gina me halaga. Sabe que yo no sabría llevar una casa.
– Por supuesto, es su trabajo. El tuyo es dejárselo todo a ella. ¿Pero no te has dado cuenta de que ahora te pregunta a ti y no a mí? -apoyó los dedos en el dorso de la mano de ella-. Señora Calvani -murmuró.
– Leo, te dije anoche…
– Esperaba que fuera una pesadilla -gimió él-. Te fuiste tan deprisa…
– Tú no decías nada.
– Quería fingir que no había ocurrido. Selena, por favor, olvidemos lo de anoche.
– No puedo casarme contigo -insistió ella-. No podría ser una condesa aunque mi vida dependiera de ello. Tu tío no vivirá eternamente. ¿Y qué pasará cuando heredes? Un día querrás ser un conde con todo lo que implica. Venecia, el palacio, la sociedad, todo.
– ¿Yo? -preguntó él, horrorizado-. Selena, por favor, soy un hombre de campo. No puedo criar caballos en Venecia. Se ahogarían.
Pero su intento por bromear fue infructuoso. El rostro de Selena permanecía tan terco como siempre.
– No puedo creerlo -dijo él-. Pensaba que habíamos decidido que nos amábamos y estaríamos siempre juntos. ¿O me he perdido algo?
– No, querido mío, yo te amo. ¡Oh, Leo, si supieras cuánto te quiero! Me quedaré, pero no así.
– Pues lo siento mucho, porque así es como yo soy -repuso él con dureza.
– Pero yo no puedo ser así -dijo ella.
Y de pronto el foso volvió a estar presente entre ellos, como si nunca hubieran vuelto a juntarse.
Parchearon las grietas para ir a Venecia para la boda. Allí sonrieron e interpretaron a la perfección sus papeles. El palacio estaba lleno de invitados y Selena se alegró de poder perderse entre la multitud. Leo y ella habían acordado no hablar a la familia de sus diferencias, y recibieron más de una indirecta para que fijaran de una vez la fecha. Pero les resultaba más fácil lidiar con eso que decir la verdad.
Y Selena sabía que Leo confiaba en que, si no decían nada, ella acabara olvidando su resolución.
En la gran basílica de San Marcos vio llegar a la novia y supo que Harriet se encontraba a gusto en aquel entorno grandioso. Dio la mano al hombre que amaba y él la miró a los ojos llenos de emoción. Su felicidad parecía llenar la iglesia y alcanzar a todos los presentes.
Selena buscó los ojos de Leo. Y creyó ver reproche en ellos, como si la acusara de negarle la misma felicidad. Apartó la vista. ¿Por qué no podía comprender que lo que hacía lo hacía por los dos?
A medida que avanzaba la velada, buscó a Leo, pero este se había encerrado en el despacho del conde con otros hombres. Y permaneció allí hasta que ella se hubo acostado.
Al día siguiente se despidieron y, durante el viaje, él dormitó mientras ella conducía. Salieron ya tarde, así que había oscurecido cuando llegaron a casa. Selena le dijo a Gina que podía acostarse y fueron a buscar la cena que les había preparado.
– Se lo has dicho, ¿verdad? -preguntó ella, mientras destapaban los platos.
– No hacía falta. Sabían que pasaba algo raro.
– O sea que ahora lo saben. Quizá sea lo mejor.
– Selena, ¿nada de lo que pasó allí significa nada para ti? ¿No viste el compromiso que aceptaban Marco y Harriet con el otro? Por eso es importante el matrimonio. Sin eso, no hay compromiso. Yo creía que entre nosotros había compromiso, pero tú ahora me dices que no. ¿Qué futuro podemos tener así?
– Haremos nuestro propio futuro, a nuestro modo…
– ¿A tu modo, quieres decir? Yo te quiero. Quiero que seas mi esposa.
– Es imposible.
– Solo es imposible si tú lo haces imposible -respiró hondo-. A mí lo que me resulta imposible es seguir así.
– ¿Qué estás diciendo?
– Digo que te quiero y que estoy orgulloso de ti. Que quiero salir de la iglesia contigo del brazo y decirle al mundo que tú eres la mujer que he elegido y la que me ha elegido a mí. Y espero que tú quieras lo mismo…
– Continúa.
Leo lo dijo, aunque fue como si le arrancaran las palabras a la fuerza.
– Si no es así, es que no tenemos nada y lo mejor será que vuelvas a casa.
– ¿Me estás echando, Leo?
Él golpeó la mesa con la mano.
– ¡No, maldición! -rugió-. Quiero que te quedes. Quiero que me quieras, que te cases conmigo y que tengamos hijos. Quiero pasar el resto de mi vida contigo. Pero tiene que ser casados. ¿A ti eso te suena a que te echo?
– A mí eso me suena a ultimátum.
– Está bien; lo es. Si me quieres la décima parte de lo que siempre has dicho, cásate conmigo. No puedo ceder en esto. Es demasiado importante para mí.
– ¿Y qué pasa con lo que es importante para mí?
– No he oído hablar de otra cosa excepto de lo que es importante para ti, y he intentado entenderlo aunque eso me ha hecho pasar un infierno. Ahora me toca a mí decirte lo que quiero.
Selena miró a aquel hombre al que creía conocer. Leo al fin había perdido los estribos, no del modo medio humorístico en que lo había visto rugir de frustración, sino con furia genuina. Sus ojos brillaban, pero se pasó las manos por el pelo e intentó calmarse.
– Perdona -dijo-. No era mi intención gritar.
– No me importan los gritos -repuso ella, sincera-. Yo también puedo gritar a mi vez. Se me da bien.
– Sí, lo sé -dijo él, tembloroso-. A mí tampoco me importan los gritos. Es el silencio lo que no soporto.
– Hay muchos ahora -asintió ella.
Dio un paso hacia él. Se abrazaron y se besaron con pasión.
– No vuelvas a asustarme así -dijo ella-. Pensaba que iba en serio.
– Va en serio -Leo la soltó.
– No, Leo, por favor… escucha…
– Te he escuchado ya mucho -repuso él con firmeza-. No puedo hacerlo a tu modo. Tu ya eres mi esposa aquí -se tocó el corazón-. No puedo vivir diferente por fuera. No puedo llevar una vida dividida.
– ¿Y de verdad me echarías de aquí?
– Querida mía, si intentáramos hacerlo a tu modo, nos distanciaríamos muy pronto y nos separaríamos desgraciados. Nos quedarían sólo recuerdos amargos. Es mejor separarse ahora, cuando aún queda amor que recordar.
– Oh, eres…
Se volvió y empezó a golpearse la cabeza contra la pared. Leo la sujetó y la estrechó contra sí.
– A mí también me apetece hacer eso -dijo-, pero sólo consigues que te duela la cabeza.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó ella llorando.
– Vamos a comer algo y luego vamos a hablar como personas civilizadas.
Pero no podían hablar. Cada uno había dejado clara su posición y los dos reconocían que el otro era inamovible. ¿Qué más quedaba por decir?
Los dos se alegraron de irse a la cama en sus habitaciones separadas, pero después de un par de horas de dar vueltas y no poder dormir, Selena se vistió y bajó.
No encendió ninguna luz, pero fue de una habitación a otra en silencio, pensando si se iría pronto. Habría sido fácil aceptar casarse con él, pero la convicción de que ambos pagarían un precio muy alto por ello se lo impedía. Correría el riesgo por sí misma, pero no por él.
Se sentó en un sofá cerca de la ventana y se quedó dormida.
La despertó una mano que se posaba en su hombro.
– Despierta, querida -dijo Leo.
– ¿Qué hora es?
– Las siete de la mañana. Tenemos visita. Mira.
Dos coches que reconocían subían por la cuesta.
– Es la familia -dijo Leo-. ¿Por qué nos han seguido?
Salieron a la puerta. Los coches se detuvieron y Guido y Dulcie fueron los primeros en saltar al suelo. En el segundo coche viajaban el conde y la condesa.
– Venimos por un asunto muy importante -anunció el conde Calvani-. Mi esposa insiste en que debe hablar con Selena. Los demás sólo somos su séquito.
– Entrad -dijo Leo-. Hace frío aquí fuera.
Gina les sirvió café caliente en el interior. Selena estaba confusa. ¿Por qué quería verla la condesa? ¿Por qué la miraba con tanta urgencia?
– ¿Quiere decirme alguien lo que ocurre? -preguntó.
– Vengo a verte -dijo Liza despacio-, porque hay cosas… -vaciló, frunció el ceño -cosas que sólo yo puedo decir.
– Nosotros estamos aquí para ayudar -declaró Dulcie-. Por si le falla el inglés a Liza. Está estudiando mucho en tu honor y, en la medida de lo posible, quiere decirte esto personalmente.
– Lo intenté antes -dijo Liza-. Pero entonces… yo no tengo las palabras… y tú no escuchas.
– Cuando fuiste a Venecia la primera vez -dijo Dulcie-. Liza intentó hablar contigo, pero saliste corriendo.
– No hacía falta que me dijera que soy la persona equivocada para Leo -declaró Selena-. Yo ya lo sabía.
– ¡No, no, no! -exclamó Liza con firmeza. Miró a la joven de hito en hito-. Tú deberías hablar menos, escuchar más. ¿Sí?
– Sí -contestó Leo al instante.
Selena sonrió inesperadamente.
– Sí -dijo.
– Bien -musitó Liza-. Vengo a decirte que… tú haces algo terrible… como hice yo. Y no debes.
– ¿Qué es eso terrible que hago? -preguntó Selena con cautela.
– Después de lo que nos dijo Leo, anoche tuvimos una reunión familiar -intervino Guido-. Y todos pensamos que teníamos que venir aquí e intentar inculcarte algo de sentido común. Pero Liza más que nadie.
– Ven conmigo -dijo Liza con firmeza. Dejó su taza y se dirigió a la puerta.
– ¿Puedo ir yo? -preguntó Leo.
Liza lo miró.
– ¿Puedes guardar silencio?
– Sí, tía.
– Entonces ven -salió por la puerta.
– ¿Qué hace? -preguntó Selena.
– No lo sé -repuso Leo-. Puedes confiar en ella.
Las siguió hasta el coche. Liza entró mientras Dulcie se sentaba al volante.
– Cruza Morenza y tres kilómetros más allá hay una granja.
Dulcie siguió las instrucciones y pronto se encontraron rodeados de campos, con algún que otro edificio bajo. Los demás los seguían.
– Ahí -Liza señaló una granja.
Dulcie llevó el coche hasta la casa. Un hombre de mediana edad levantó la vista y saludó a Liza. Selena no oyó lo que dijeron. Liza dejó atrás la casa y se dirigió a un establo de vacas situado detrás.
Era un edificio largo y lleno de animales, pues habían llegado a la hora de ordeñar.
Liza se volvió a Selena.
– Yo nací aquí -dijo.
– ¿Quiere decir en la casa? -frunció el ceño.
– No, quiero decir aquí, donde estamos ahora. Mi madre era sirvienta y vivía aquí con los animales. En aquellos tiempos había pobres que vivían así. Y nosotras éramos muy pobres.
– Pero… -Selena miró a su alrededor.
– Yo no nací en una familia noble. ¿No lo sabías?
– Sí, sabía que no nació con título, pero esto…
– Sí -asintió Liza-. Esto. En aquellos días había… gran separación entre ricos y pobres -hizo un gesto amplio con las manos-. Y mi madre no estaba casada. Nunca dijo el nombre de mi padre y cayó una gran deshonra sobre ella. Estamos hablando de hace setenta años. No era como ahora.
Hizo una pausa, pensativa.
– Mi madre murió cuando era niña y me pusieron a trabajar en la casa. Siempre me dijeron que tenía suerte de contar con comida y trabajo. Era una bastarda y no tenía derechos. No me enseñaron nada.
Suspiró.
– Maria Rinucci me salvó. Esta tierra… era su dote cuando se casó con el conde Angelo Calvani. Se compadeció de mí y me llevó a Venecia con ella. Así conocí a mi Francesco.
Su rostro se cubrió de luz al volverse a mirar al conde, que la contemplaba sonriente.
– ¡Si lo hubieras visto entonces! -dijo-. Era joven y guapo y me amaba. Y por supuesto, yo a él. Pero… era inútil. Tenía que casarse con gran dama. Me lo pidió y le dije que no. ¿Cómo podía casarse conmigo? Le dije que no cuarenta años. Y creo que cometí gran error. Y ahora vengo a decirte que… no hagas el mismo error.
– Pero Liza… -musitó Selena-. Usted no sabe…
– No seas estúpida -repuso la condesa-. Claro que lo sé. La gente cree que debe de ser… maravilloso ser Cenicienta. Yo digo no. A veces… una carga.
– Sí -comentó Selena, aliviada de que alguien lo entendiera-. Sí.
– Pero si es tu destino -continuó Liza con fiereza-, tienes que aceptar esa carga… o le rompes el corazón al Príncipe Azul.
Tomó la mano de su esposo, que la miraba con ojos llenos de amor.
– La gente nos ve y piensa que nuestra historia es romántica y tiene un final feliz -siguió Liza, con tristeza-. Pero no ven aquí… -señaló su pecho -mi amargo arrepentimiento de que nuestro amor sólo se haya realizado al final. Podíamos haber sido felices hace mucho… haber tenido hijos. Pero yo perdí todos esos años porque di mucha importancia a cosas que no la tienen.
Leo se había acercado hasta situarse al lado de Selena. Liza lo vio y sonrió.
– En tu vida no te han valorado y por eso no has aprendido a valorarte. ¿Cómo puedes así entender a Leo, que te valora más que a nada? ¿Cómo puedes aceptar su amor si crees que no eres digna de ello?
– ¿Es eso lo que piensa? -preguntó Selena, confusa.
– ¿Alguna vez te ha querido alguien más?
Selena movió la cabeza.
– No, nadie. Tiene razón. Creces pensando que no tienes derecho a casi nada… y cuando Leo dijo que me quería, yo pensaba que se había equivocado y que un día se despertaría y se daría cuenta de que sólo soy yo.
– Solo tú -repitió Liza-. La mujer que adora, la primera a la que le ha pedido que se case con él. Y espero que la última. No lo hagas sufrir como yo a mi Francesco. Confía en él y en su amor. No cometas mi error y desprecies tu felicidad hasta que casi sea demasiado tarde.
Selena miró a Leo, que la observaba con ansiedad. La enormidad de lo que había estado a punto de hacerle la conmovió y no pudo reprimir las lágrimas.
– Te quiero -dijo con voz ronca-. Te quiero mucho… y nunca he entendido nada.
– Lo que pasa es que no sabías nada de familias -dijo él con ternura-. Ahora lo sabes.
Era querida. La familia entera le abría el corazón y los brazos… a ella, que nunca había tenido parientes.
– Cásate conmigo -dijo él enseguida-. Déjame oírtelo decir.
Selena no lo dijo. Sólo podía asentir vigorosamente con la cabeza. Leo la abrazó.
– Nunca te dejaré marchar -prometió.
Fijaron la fecha de la boda lo antes posible, antes de que se instalara el invierno. El conde Francesco estaba tan contento que cedió en el tema de San Marcos y aceptó encantado la iglesia de Morenza.
Un batallón de limpieza empezó a preparar la casa para el día indicado.
Por parte del novio estaba toda la familia Calvani, que ahora eran también familia de Selena. Ella invitó a Ben, el amigo leal que la había mantenido en la carretera el tiempo suficiente para conocer a Leo, y a su esposa Martha. Les envió los billetes de avión y Leo y ella fueron a buscarlos al aeropuerto.
La boda no habría estado completa sin los Hanworth, todos menos Paulie, que tenía algo mejor que hacer. Leo fue a buscarlos solo y dejó a Selena con Ben y Martha.
– Quiero darte esto antes de que lo olvide -dijo la joven, tendiéndole un sobre a Ben.
Este dio un grito al ver el cheque que le entregaba.
– Es mucho.
– Es el dinero que seguro que te debo si sumamos todos los años. ¿Crees que no sabía que reducías mucho las facturas? Y tú no podías permitírtelo.
– ¿Puedes permitírtelo tú? Has debido de ganar todas las carreras del mundo.
– No son todo ganancias. Ahora trabajo para Leo, con sus caballos.
– ¿Y te paga?
– Por supuesto que me paga. Soy muy buena en lo que hago. Y eso no es barato.
– Bien, supongo que has encontrado tu sitio. Siempre se te han dado bien los caballos. Mira lo que conseguiste hacer con Elliot. Nadie lo habría hecho tan bien.
– Oh, no sigas. Lo único que no es perfecto en todo esto es que he abandonado a Elliot.
– Pero dijiste que lo cuidaba ese Hanworth que llega esta tarde.
– Y así es. No le faltará de nada, pero se preguntará por qué no vuelvo. Y hablando de volver, ¿dónde está todo el mundo? Ya deberían haber llegado.
A medida que avanzaba el día, Selena tenía la impresión de que todos participaban de un secreto del que solo ella estaba excluida. Las doncellas cuchicheaban y se alejaban al acercarse ella. Gina le preguntó si Leo le había dado ya su regalo de boda.
– Aún no -contestó ella, sorprendida.
– Tal vez lo haga hoy -observó Gina, que se alejó sonriente.
Pasaron las horas. Empezaba a estar muy nerviosa. ¿Por qué no llegaban de una vez?
Gina se acercó a ella al final de la tarde.
– Señorita, creo que debe mirar por la ventana. Hay algo que tiene que ver.
Selena obedeció. Un grupo de gente avanzaba hacia la casa. Reconoció a Barton, Delia y el resto de la familia. Pero también reconoció una figura que no esperaba volver a ver.
– ¡Elliot! -gritó. Salió corriendo de la casa.
Leo encabezaba la marcha, llevando a Elliot de la brida, y sonrió al verla. Los demás también sonreían. Selena corrió a abrazar el cuello del caballo.
– ¿Lo habéis traído con vosotros? -preguntó a la familia Hanworth.
– Sí -declaró Barton-. Leo y yo lo organizamos todo y él juró que no te diría nada.
Selena abrazó a la familia con entusiasmo.
– Por eso hemos tardado tanto -le explicó Leo-. Ha sido un jaleo conseguir pasarlo por la aduana. Por cierto, la oferta por Jeepers sigue abierta.
– Véndelo -le dijo la joven a Barton-. Tienes razón, es un corredor y necesita estar activo. Elliot… -besó el morro del animal -solo necesita descanso y cariño.
Los Calvani llegaron al día siguiente, y en seguida se entendieron con los Hanworth. Selena vio que Liza se sentía algo abrumada en la fiesta ruidosa que siguió y se la llevó a la cama.
– Gracias por todo -le dijo-. ¿De verdad crees que puedo ser condesa?
– Al viejo estilo no -repuso la mujer-, pero ya es de otra época. Lo harás a tu estilo y eso es lo que importa.
– ¿Una condesa vaquera?
– Eso me gusta -contestó Liza-. Te admiré mucho en el rodeo. Es una pena que sea demasiado vieja para aprender a montar -se rieron y luego se puso seria-. Sólo hay una cosa que te haga condesa y es el amor de un conde. No lo olvides.
Abajo Selena encontró a los hermanos discutiendo por dinero. Guido no quería aceptar nada de Leo si eso podía perjudicar a la finca.
– ¿Y quién va a querer vivir en el palacio cuando lo hayas vendido todo? -preguntó.
– Yo no quiero vivir allí -replicó Leo-. Tío, por favor, procura vivir mucho tiempo.
– Haré lo que pueda -repuso el conde, imperturbable-, pero este problema no desaparecerá conmigo, así que más vale que lo arregléis ahora.
– Yo no quiero vivir en el palacio -repitió Leo con terquedad.
– Pues no lo haremos -intervino Selena-. Que viva Guido allí.
Todos se volvieron a mirarla.
– Guido, tú no quieres el título ni todo lo que conlleva, pero te gusta Venecia y te encanta el palacio, ¿verdad? -preguntó Selena.
– Verdad.
– Y te vendrá muy bien para tu negocio -miró a Leo-. Él se queda allí y nosotros vamos en ocasiones especiales. Tú le pones un alquiler y lo descuentas de la compensación económica que tienes que darle. Así el palacio no se queda vacío y arregláis la cuestión del dinero. Y todo el mundo contento.
Los hermanos se miraron en silencio.
– Tu novia es una mujer inteligente -sonrió Guido.
– ¿Qué os había dicho? -gritó el conde-. Los Calvani siempre buscan a las mejores esposas.
La boda fue un acontecimiento auténticamente familiar, con todo el pueblo por familia. Cuando Leo salió con Selena de la iglesia y dieron tres vueltas al estanque de los patos, porque siempre lo hacían así en Morenza, echó a andar cuesta arriba seguido por todo el pueblo y todos sus empleados.
La multitud los vitoreó en la verja de la casa antes de alejarse hacia el salón público donde les habían preparado un banquete. Leo los habría invitado encantado a la casa, pero no había sitio para todos.
Selena se preguntó en cierto momento qué habría ocurrido si Guido no la hubiera llevado a Italia con un engaño. Cuando la fiesta empezaba a decaer, creyó su deber recordárselo a su esposo.
– Me parece que le debemos mucho a Guido. Si no llega a ser por su mentira, ahora no estaríamos aquí.
Leo levantó la copa hacia su hermano.
– Supongo que eso es verdad.
– Los venecianos lo llevamos en la sangre -dijo Guido con buen ánimo. De no ser porque había bebido mucho champán, seguramente no habría dicho las siguientes palabras-: Todos tenemos esa habilidad para inventar, falsificar…
Hubo un silencio repentino, en el que parecieron resonar sus últimas palabras.
– ¿Falsificar? -repitió Leo-. ¿Qué quieres decir con falsificar?
Todo el mundo miraba a Guido.
A Guido, que había descubierto las pruebas que hacían legítimo a Leo. A Guido, que había jurado escapar al título a cualquier precio.
A Guido, el maestro de trucos y conjuros, el mago de máscaras e ilusiones. El Veneciano.
– ¡Oh, no! -gimió Leo-. ¡Tú no me habrías hecho eso! Dime que no.
Su hermano lo miró con aire inocente.
– ¿Quién, yo?
– Sí, tú, hermano. Tú, embustero, traidor…
Dejó su copa y echó a andar hacia Guido, que retrocedió con cautela.
– Vamos, Leo. No hagas nada de lo que puedas arrepen…
– No me arrepentiré de nada de lo que te haga.
Pero lo detuvo el último sonido que esperaba oír allí. Selena estalló en carcajadas. Los demás se relajaron y empezaron a sonreír.
– Selena, carissima…
– ¡Oh, Dios mío! Esto va a acabar conmigo. Hacía años que no oía nada tan bueno.
– Bueno, me alegra que te parezca gracioso…
– Lo gracioso es tu cara, querido mío -le sujetó la cabeza con ambas manos y lo besó riendo todavía.
Su risa era contagiosa y Leo no pudo evitar unirse a ella.
– ¿Pero te das cuenta de lo que nos ha hecho Guido? Falsificó esas pruebas.
– ¿En serio? ¿Estás seguro? No lo ha confesado.
– Y nunca dirá si es cierto o no -observó Marco-, pero yo apuesto a que es inocente, aunque me duela encontrarlo inocente de algo.
Guido se pasó un dedo por el cuello de la camisa.
– Yo creo que lo que ocurrió es que se enteró del matrimonio de Vinelli en Inglaterra y contrató a un ejército de investigadores privados para descubrirlo. Después de todo, tenemos una detective en la familia -miró a Dulcie-. ¿No lo pusiste tú en contacto con otros?
Guido tomó la mano de su esposa y murmuró:
– No digas nada.
– Muy listo -dijo Marco-. Bien, esa es mi teoría, por si sirve de algo.
– ¿Tú crees que es auténtica y no una falsificación? -le preguntó Leo.
– Dudo de que él falsificara nada, aunque te hará pensar que lo hizo solo para burlarse de ti.
– Le romperé todos los huesos del cuerpo -prometió Leo.
Guido se colocó fuera de su alcance.
– Nada de violencia -dijo-. Recuerda que espero un hijo.
– Y ahí es donde te vengarás tú -le dijo Marco a Leo.
– ¿A qué te refieres? -preguntaron los dos hermanos al unísono.
– Los niños suelen ser lo contrario de los padres. A Guido le estaría bien empleado que su hijo quisiera todas las cosas a las que él ha renunciado alegremente. Quizá tenga muchas cosas que explicar algún día.
– Pero tú has dicho que no falsificó nada -le recordó Leo.
– Bueno, no creo que ni Guido llegara tan lejos.
– ¿Pero cómo podemos estar seguros? -gimió Leo.
– Fácil -repuso Marco-. Busca en el registro de Inglaterra. Creo que allí encontrarás la respuesta.
– No lo hagas -dijo Selena-. Es mejor no saberlo. Así no es todo aburrido y predecible.
– ¿Te comprenderé alguna vez? -preguntó Leo.
– Ya lo haces -contestó ella-. Me has comprendido siempre, incluso cuando no me comprendía yo.
– Tenía el premio -dijo ella con suavidad-. Y estuve a punto de perderlo. Pero no volveré a hacerlo. Lo conservaré toda mi vida, siempre, siempre.