Lo peor de los aeropuertos era tener que llegar pronto, porque así las despedidas se prolongaban dolorosamente. Selena pensó que era aún peor si se esperaba que la otra persona dijera algo, sin estar segura de qué. Y fuera lo que fuera, él no lo dijo.
Ella lo llevó hasta el aeropuerto de Dallas. Comprobaron la hora del vuelo para Atlanta, facturaron el equipaje y buscaron un bar. Pero Leo se levantó de pronto y dijo:
– Ven conmigo.
– ¿Adónde vamos? -preguntó ella.
– Quiero comprarte un regalo antes de irme y acabo de darme cuenta de lo que tiene que ser.
Tiró de su mano hasta una tienda que vendía teléfonos móviles.
– Una mujer que se mueve tanto como tú necesita uno de estos.
– Antes no podía pagarlo.
Se sintió feliz por un momento de que él quisiera mantener el contacto, pero ninguna felicidad podía sobrevivir al hecho de que marchaba y quizá no volviera a verlo nunca.
Escogieron juntos un teléfono y él le pagó treinta horas de llamadas. Ella anotó el número en un trozo de papel y Leo se lo guardó en la cartera.
– Tengo que pasar la aduana.
– Todavía no -dijo ella-. Tenemos tiempo para otro café.
Tenía la espantosa sensación de que todo se precipitaba hasta el borde de un precipicio. Ella era la única que podía haberlo parado, pero no sabía cómo. No podía pronunciar las palabras, no las había dicho nunca, apenas las conocía.
La noche anterior había hecho todo lo posible por mostrarle lo que sentía. Ahora tenía roto el corazón y solo podía preguntarse por qué él parecía tan distante.
Pasó los últimos minutos mirándolo, intentando recordar cada línea, cada entonación de su voz.
Él se marchaba. Y la olvidaría.
Ella nunca había lucido una sonrisa tan brillante.
– ¿Los pasajeros…?
– Creo que es ese -Leo se puso en pie.
Selena lo acompañó casi hasta la puerta. Él le tocó la cara con gentileza.
– No me habría gustado perderme esto por nada del mundo -dijo.
– ¿No? -ella le dio un puñetazo en el brazo-. Me olvidarás en cuanto la azafata te haga un mohín.
– Nunca te olvidaré, Selena -dijo él, muy serio.
Por un momento pareció que iba a añadir algo. Ella esperó, con el corazón latiéndole con fuerza, pero él se limitó a inclinarse y besarla en la mejilla.
– No me olvides tú -dijo.
– Ya puedes llamar a ese teléfono para asegurarte de ello.
– Lo haré.
Volvió a besarla y se alejó. Por mucho que la joven lo intentaba, no podía encontrar en esos besos ningún eco de la noche anterior. Entonces era un hombre que pensaba solo en una mujer, absorto en ella, que daba y recibía placer; y no solo placer, también ternura y afecto. Ahora era un hombre que quería irse a casa.
En la puerta se volvió y la despidió agitando el brazo. Ella le devolvió el gesto y mantuvo la sonrisa en el rostro gracias a una gran fuerza de voluntad.
Luego él se marchó.
Selena no se fue enseguida, sino que esperó en la ventana hasta que salió el avión y lo observó desaparecer en el cielo.
Volvió entonces al aparcamiento y se sentó al volante.
¡Qué demonios! Eran barcos que se habían cruzado en la noche y nada más. Ante ella se extendía un futuro más brillante que nunca. Y era en eso en lo que tenía que pensar.
Golpeó el volante con fuerza. Era la primera vez en su vida que se decía mentiras.
Pero necesitaba una mentira reconfortante que la ayudara a superar ese momento.
– Tenía que haberle dicho algo -musitó en voz alta-. Algo para que lo supiera. Entonces a lo mejor me había pedido que me fuera con él. Oh, ¿a quién intento engañar? Podía habérmelo pedido de todos modos, pero ni se le ha pasado por la cabeza. No llamará. El teléfono ha sido un regalo de despedida. Deja de ser tan tonta, Selena. No puedes llorar en un aparcamiento.
El viaje de Atlanta a Pisa se hacía interminable. Leo intentaba dormir, pero no podía. Bajó del avión mareado de cansancio y de camino a la salida no dejó de bostezar. Resultaba extraño estar en su propio país.
Se dirigió a la fila de taxis; estaba tan absorto en calcular cuánto tiempo tardaría en llegar a su casa, que no prestaba atención al ruido que hacía alguien detrás de él. No supo qué lo atacó, ni cuántos eran, aunque testigos posteriores declararon que cuatro. Solo supo que de repente estaba en el suelo y unos desconocidos lo registraban.
Gritos, ruido de pasos que corrían. Se sentó y se tocó la cabeza, preguntándose por qué había tanta policía por allí. Unas manos lo ayudaron a incorporarse.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.
– Le han robado, señor.
Lanzó un gemido y buscó el lugar donde debería estar su cartera. Estaba vacío. La cabeza le dolía demasiado para permitirle pensar con claridad. Alguien llamó a una ambulancia y lo llevaron a un hospital cercano.
Cuando despertó a la mañana siguiente, vio a un policía al lado de su cama con la cartera robada en la mano.
– La hemos encontrado en un callejón -dijo.
Como era de esperar, la cartera estaba vacía. El dinero, las tarjetas de crédito, todo había desaparecido. Pero lo que de verdad afectó a Leo fue que también había desaparecido el trozo de papel con el número de Selena.
Renzo, su capataz, fue a buscarlo al hospital y lo llevó a Bella Podena. En cuanto se vio entre las colinas de la Toscana, empezó a relajarse. Fuera cual fuera el tormento de su vida, su instinto le decía que era bueno estar en casa, donde crecían sus viñas y yacían sus campos de trigo bajo un sol benevolente.
Sus empleados lo apreciaban porque les pagaba bien, confiaba en ellos y les dejaba hacer su trabajo. En la última parte del trayecto, lo saludaban agitando la mano y le gritaban que se alegraban de verlo.
Las tierras de los Calvani eran extensas. Los campos de los últimos kilómetros eran suyos e incluso había un pueblo, Morenza, una comunidad pequeña de casas medievales, que estaba situado en propiedad de los Calvani, al pie de la ladera que conducía a la casa de Leo.
Su calle empinada se curvaba en torno a la iglesia y a un estanque pequeño, antes de salir del pueblo y subir entre viñas plantadas en la ladera para que les diera el sol.
En la cima estaba la casa, también medieval, hecha de piedra, con una vista magnífica sobre el valle. Entró en ella con una sensación de satisfacción, dejó las maletas en el suelo y miró a su alrededor, las cosas familiares que amaba.
Allí estaba Gina, con su plato predilecto preparado y listo para servirse. Su vino favorito estaba a la temperatura exacta. Sus perros predilectos lo recibían con alegría.
Comió mucho, besó a Gina en la mejilla para darle las gracias y fue al cuarto que usaba como despacho, desde donde dirigía sus propiedades. Un par de horas con Enrico, el secretario que supervisaba el papeleo en su ausencia, le demostró que Enrico podía arreglarse muy bien sin él. No hizo más preguntas. Al día siguiente recorrería los campos con hombres que se sentían tan cerca de la tierra como él mismo.
Pasó las dos horas siguientes hablando por teléfono con su familia y poniéndose al corriente. Después salió, con un vaso de vino en la mano, a mirar el pueblo, donde se encendían ya las luces. Permaneció mucho rato de pie, escuchando el viento entre los árboles y el sonido de campanas que resonaban en el valle y pensó que nunca había conocido tanta paz y belleza. Y sin embargo…
Era una bienvenida perfecta a un lugar perfecto. Pero de pronto se sentía más solo que nunca en su vida.
Se fue a la cama e intentó dormir, pero fue inútil, así que se levantó y bajó al despacho. En Texas era por la mañana temprano. Barton contestó al teléfono.
– ¿Selena sigue ahí por casualidad? -preguntó, esperanzado.
– No, se marchó justo después que tú. Vino aquí, recogió a Jeepers y se marchó. ¿Verdad que estuvo genial? Jeepers era el caballo que necesitaba. Con ese animal se convertirá en una estrella.
– Estupendo, estupendo -Leo intentaba mostrarse animoso, pero por algún motivo que no deseaba explorar, no le gustaba oír habar de los éxitos de ella a medio mundo de distancia-. ¿Te ha llamado?
– Llamó ayer para preguntar por Elliot. Le dije que está bien.
– ¿Preguntó por mí?
– No, no te mencionó para nada. Pero seguro que si la llamas…
¿Y por qué narices iba a llamarla si no le importaba lo bastante para que preguntara por él?
– No puedo llamarla. Me robaron y perdí el papel con su número de teléfono. ¿Puedes dármelo?
– Te lo daría si lo tuviera. No sé cómo ponerme en contacto con ella.
– ¿Puedes explicárselo la próxima vez que llame y decirle que se ponga en contacto conmigo?
– Desde luego.
– ¿Te dijo adónde se dirigía?
– Creo que a Reno.
– Le dejaré un mensaje allí.
Intentó concentrarse en su próxima visita a Venecia para la boda de Guido, su medio hermano, con Dulcie, su prometida inglesa. El día anterior habría otra boda, en la que su tío, el conde Francesco Calvani, se casaría con Liza, su ama de llaves de otro tiempo y el amor de su vida. Esa ceremonia sería íntima, con poca gente.
Antes esperaba con ganas un acontecimiento familiar alegre, pero ahora, de pronto, no estaba de humor para bodas.
¿Dónde se encontraba Selena? ¿Por qué no lo llamaba? ¿Había olvidado tan fácilmente su noche juntos?
Envió correos electrónicos a la página web del rodeo de Reno, en los que detallaba sus movimientos de los días siguientes y dejaba el número de teléfono de la casa de su tío en Venecia y el de su móvil. Le recordaba también el número de su casa.
Se aferró hasta el último momento a la esperanza de que ella lo llamaría. Pero el teléfono permaneció en silencio, y al fin tuvo que salir para Venecia.
Leo no estaba acostumbrado a sufrir. Era raro que una mujer saliera de su vida si él no quería. Pero si ocurría, se mostraba positivo. El mundo estaba lleno de mujeres alegres con las que pasar el tiempo. Sin embargo, ahora esa idea no conseguía animarlo.
Tomó el tren de Florencia a Venecia, donde lo esperaba una lancha de la familia para llevarlo al palacio Calvani, en el Gran Canal. Allí encontró a la familia comiendo. Besó a Liza y a su tío, a Dulcie, Harriet y a Lucia, la madre de Marco. Guido y su primo Marco también estaban presentes. Cuando terminó de saludarlos a todos, se sentó a comer.
Intentó comportarse como siempre y tal vez engañó a sus parientes masculinos, pero las mujeres tenían más intuición y, cuando terminó la comida, Dulcie y Harriet lo acorralaron en el sofá como un par de perros pastores que espantaran a un león y se sentaron una a cada lado de él.
– Al fin la has encontrado -dijo Harriet.
– ¿A quién?
– Ya sabes a quién. A la mujer que te ha cautivado.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Dulcie.
Leo dejó de fingir. De todos modos, no podría engañarlas.
– Se llama Selena -admitió-. La conocí en Texas. Estábamos los dos en el rodeo.
– ¿Y? -preguntaron las dos al unísono.
– Y ella se cayó. Y yo también.
– O sea que tenéis algo en común -asintió Dulcie.
– Un matrimonio de almas gemelas -corroboró Harriet.
Leo recordó la dulzura de Selena, la fuerza de su cuerpo delgado, que tan delicado parecía en sus brazos.
– Fue maravilloso -dijo con brusquedad.
– Tenías que haberla traído aquí para presentárnosla -le dijo Harriet.
– Ese es el problema. Que no sé dónde encontrarla.
– ¿Pero no os disteis el nombre y la dirección? -preguntó Dulcie.
– No tiene dirección. Va por los rodeos y vive donde está en ese momento. Tenía el número de su móvil, pero me robaron la cartera con el papel dentro. He intentado localizarla por internet, pero no lo consigo. Puede que no vuelva a verla.
Las dos mujeres lo miraron con simpatía, pero Leo sospechaba que encontraban la historia graciosa. Y tal vez lo era. Leo Calvani, semental y espíritu libre, cautivado por una chica que se había evaporado. Divertidísimo.
Después de un rato se unió a los demás hombres, pero su compañía tampoco consiguió reconfortarlo. Dos novios próximos y un prometido no eran lo que necesitaba en aquel momento de desconsuelo.
El grupo se fue disgregando lentamente. Guido y Dulcie se marcharon juntos. Marco y Harriet salieron a pasear por las calles de Venecia. Leo salió al jardín, donde encontró a su tía Lucia sentada tranquilamente mirando las estrellas.
– Supongo que Marco y Harriet decidirán una fecha en cualquier momento -dijo Leo, sentándose a su lado.
– Eso espero. Sé que han salido juntos ahora, así que espero que vuelvan con la fecha.
– Te apetece mucho ese matrimonio, ¿verdad? -preguntó él con curiosidad-. Aunque no sea exactamente un matrimonio de amor.
– ¿Quieres decir que es arreglado? Sí, lo hice yo, no lo niego.
– ¿No habría sido mejor dejarle elegir a la novia?
– Me temo que habría tenido que esperar eternamente. Marco debe tener a alguien o acabará sus días solo, y eso sería terrible.
– Hay cosas peores que estar solo, tía.
– No, mi querido muchacho. No las hay.
Leo no pudo contestar. Por primera vez en su vida, pensaba que aquello era verdad.
– Y creo que tú lo estás descubriendo, ¿verdad? -preguntó la mujer con gentileza.
Leo se encogió de hombros.
– Es algo transitorio. He estado demasiado tiempo fuera. Ahora he vuelto y hay mucho trabajo… -se interrumpió.
– ¿Cómo es ella?
Volvió a contar su historia, aunque esa vez dedicó más tiempo a describir a Selena. Por una vez le salían con facilidad las palabras y consiguió hablar de la dulzura debajo de la armadura, de cómo la había ido descubriendo despacio y cómo lo había cautivado.
– La quieres mucho, ¿verdad? -preguntó Lucia.
– No, no creo que sea eso exactamente -se apresuró a defenderse él-. Lo que pasa es que no puedo dejar de preocuparme por ella. No tiene a nadie que la cuide. Nunca ha tenido a nadie. Solo a gente que la utilizaba. La única familia que tiene es Elliot. Por eso le parte el corazón pensar que el caballo pueda estar acabado. Porque aparte de él, está sola.
– Y según tú, tiene un buen puño izquierdo.
– Oh, en ese terreno puede cuidar de sí misma. Pero está sola por dentro. Creo que nunca he conocido a una persona tan completamente sola. Cree que no le importa, cree que es más feliz así.
– Tal vez lo sea. Tú mismo has dicho que hay cosas peores.
– Me equivocaba. Cuando pienso en ella pasando años así… engañándose pensando que es feliz, aislándose cada vez más…
– Seguramente no ocurrirá eso. Conocerá a un joven agradable y se casará con él. Dentro de unos años volverás a encontrártela y tendrá dos niños y otro en camino.
– Eres muy lista, tía -sonrió Leo-. Sabes que yo no quiero eso.
– Me pregunto qué quieres en realidad.
– Sea lo que sea, no creo que lo consiga.
Se apagaban ya las luces en el Gran Canal y el palacio empezaba a cerrar para la noche. Leo se levantó y ayudó a incorporarse a Lucia.
– Gracias por escucharme -dijo-. Me temo que Dulcie y Harriet me han encontrado un poco payaso.
– Bueno, tu vida ha estado llena de relaciones breves -comentó Lucia-. Pero si Selena es la mujer indicada, volverás a encontrarla. Aunque yo creo que está loca si no viene ella a buscarte a ti.
– Puede que ella no quiera encontrarme -contestó Leo, sombrío-. Y aunque quisiera, ¿de qué me serviría? Ella no quiere una vida corriente, vivir en un lugar con un marido e hijos.
– No sabía que tus pensamientos hubieran llegado tan lejos.
– No lo han hecho -se apresuró a decir él-. Hablaba en general.
– Oh, comprendo.
– A ella le gusta la carretera, ir de un sitio a otro sin saber nunca lo que te traerá el mañana. Así que probablemente no podría hacerla feliz de todos modos.
– Deja ya de hablar así. Si vuestro amor está destinado a ser, será. Mañana hay una boda y nos vamos a divertir todos mucho.
Cuando Selena llegó al patio del Cuatro-Diez, era ya tarde. Barton la estaba esperando.
– He oído que estuviste muy bien en Reno.
– Acabaré siendo millonaria -dijo ella-. Barton, ¿ocurre algo?
– Me llamó Leo.
– ¿Ah, sí?
– No finjas que no te importa. Yo creo que estás tan alterada como él.
– ¿Y por qué tengo que estar alterada?
– Porque él perdió tu número. Está como loco, ha llamado un montón de veces, te ha dejado mensajes para que lo llames tú.
– Pero yo no sabía…
– No. Yo tuve que salir unos días, así que dejé recado de que te lo dijeran si llamabas. Por desgracia, la persona a la que se lo encargué fue Paulie. No sé si es simplemente olvidadizo o si hay algo más -la miró a los ojos-. ¿Esto puede tener algo que ver con la vez que Paulie pisó un rastrillo?
– Bueno, no quería decírtelo porque fuiste muy bueno conmigo…
– Si te sirve de algo, yo también he querido pegarle muchas veces.
– Se propasó un poco y yo… bueno…
– ¿Fuiste tú? ¿No Leo?
– Claro que fui yo. Leo llegó cuando la pelea había terminado. Pero quizá fui demasiado lejos.
– Yo no diría eso -sonrió Barton-. Pero hiciste bien en no decírselo a su madre. Se toma muy a pecho esas cosas. Vaya, vaya, así que ahora se ha vengado.
– Quizá debería llamar a Leo ahora -Selena parecía abstraída.
– ¿No quieres hacerlo?
– Claro que sí, pero está muy lejos y en su país será otra persona.
– Pues entonces vete a buscarlo a su país. Averigua si puede ser tu país. Selena, cuando un hombre no deja de llamar y se agita tanto como este, es que tiene cosas que decirle a una mujer que no puede decir por teléfono.
– ¿Quieres decir que debería ir a Italia?
– No está en el otro lado de la luna. Tú sabes que yo cuidaré de Elliot y de Jeepers en tu ausencia.
Selena no contestó y Barton empezó a cacarear como una gallina.
– Yo no soy gallina.
– En el ruedo no, desde luego Nunca he vista a nadie mas valiente Pero esa es la parte fácil. El mundo da mucho más miedo. Quizá deberías pensar en eso.
Para cuando Leo volvió a casa, había casi conseguido convencerse de que las cosas eran mejor así. Era el modo que tenía el destino de decirle que Selena y él no habían nacido para estar juntos.
La boda había sido dura para él. Ver a su hermano tan feliz con Dulcie lo había hecho sentirse muy descontento con su vida.
Lo que no significaba que estuviera pensando en casarse él. La sola idea de imaginarse a Selena con el vestido de satén y encaje blanco que había llevado Dulcie le había bastado para poner las cosas en perspectiva. Selena seguramente se casaría con un sombrero Stetson y botas camperas.
Cuando llegó a casa casi había conseguido aceptar que lo habían pasado muy bien juntos, pero todo había acabado. Y que además era lo mejor. No quería seguir pensando en ella.
Gina acababa de terminar de hacer su cama. Lo saludó y fue a buscar el plumero que había dejado al lado de la ventana.
– Renzo quiere verlo esta tarde -dijo-. Me pregunto quién será esa.
– ¿Quién? -Leo se acercó a ella en la ventana que daba al camino que subía desde Morenza.
Una figura alta, con vaqueros y camisa, y dos bolsas en las manos, se dirigía hacia la casa, deteniéndose a veces a mirar hacia arriba con la mano cubriendo los ojos a modo de visera. Estaba muy lejos para verle la cara, pero Leo reconocía todo lo demás, desde el modo en que movía las caderas al andar hasta el ángulo de la cabeza cuando la echaba hacia atrás.
– Debe de ser forastera por aquí, porque… ¿Señor?
Leo ya no estaba en la habitación. Gina lo oyó bajar deprisa las escaleras y un instante después apareció abajo; corría tan deprisa que la mujer pensó que iba a caer de cabeza al valle.
La joven soltó las bolsas y echó también a correr, y al momento siguiente ambos estaban abrazados, ajenos al resto del mundo.
– Celia -gritó Gina a una de las doncellas-. Tenemos una invitada. Deja lo que estés haciendo y prepárale una habitación.
Miró de nuevo por la ventana.
– Aunque no creo que la use mucho -murmuró, sin apartar la vista de las dos figuras abrazadas.