Ahora que su miedo por Elliot había remitido, Selena empezaba a relajarse y a recuperar su actitud de vivir el presente.
– ¿Hace mucho que está con ElIiot? -preguntó Leo.
– Cinco años. Conseguí trabajo haciendo un poco de todo en los rodeos y se lo compré barato a un hombre que me debía dinero. Él pensaba que la carrera de Elliot había terminado, pero yo creía que todavía podía dar mucho de sí si lo trataban bien. Y yo lo trato bien.
– Y supongo que él lo agradece.
La joven se levantó y fue a acariciar el morro del animal, que se apretó contra ella.
Leo se levantó también y anduvo por el establo, mirando a los animales, que le devolvían la mirada.
– Usted entiende de caballos -dijo ella, acercándose-. Se nota.
– He criado unos cuantos en casa.
– ¿Dónde está su casa?
– En Italia.
– Entonces es cierto que es extranjero.
– ¿No se me nota en el acento? -sonrió él.
Selena se encogió de hombros. Sonrió también.
– Los he oído mucho más raros.
Fue como si con su sonrisa hubiera salido el sol. Leo, que quería hacerla reír, empezó a forzar adrede el acento italiano. Le besó una mano con aire teatral.
– Bella signorina, permítame hablarle de mi país. En Italia sabemos apreciar la belleza de las mujeres.
Ella lo miró atónita.
– ¿En Italia hablan así?
– No, por supuesto que no -dijo él; volvió a su voz normal Pero así es como esperan que hablemos cuando estamos en el extranjero.
– El que espere eso es que está loco.
– Bueno, yo he conocido a unos cuantos locos. Las ideas que tiene mucha gente de los italianos son muy tópicas. No todos vamos por ahí pellizcando traseros.
– No, solo guiñan el ojo a las mujeres en la autopista.
– ¿Quién hace eso?
– Usted lo hizo cuando el coche del señor Hanworth me adelantó. Vi que me miraba y me guiñaba el ojo.
– Solo porque usted me lo guiñó primero.
– No es cierto.
– Sí lo es.
– No lo es.
– Yo la vi.
– Fue un truco de la luz. Yo no guiño el ojo a desconocidos.
– Y yo no se lo guiño a desconocidas a menos que ellas lo hagan antes.
De pronto Selena se echó a reír, y el sol pareció salir de nuevo. Leo le tomó la mano y volvió con ella al haz de heno en el que estaban sentados. Abrieron dos cervezas.
– Hábleme de su casa -dijo ella-. ¿En qué parte de Italia?
– En la Toscana, la parte norte, cerca de la costa. Tengo una granja. Crío caballos, tengo vides, monto en el rodeo.
– ¿Rodeos en Italia? ¿Me toma el pelo?
– Para nada. Tenemos una ciudad pequeña llamada Grosseto, donde todos los años hay un rodeo, con desfile por la ciudad incluido. Allí hay un edificio que tiene las paredes cubiertas de fotos de los vaqueros de allí. Hasta que cumplí los seis años, yo pensaba que todos los vaqueros eran italianos. Cuando mi primo Marco me dijo que venían de Estados Unidos, lo llamé mentiroso. Tuvieron que separarnos nuestros padres.
Hizo una pausa para escuchar la risa de ella.
– Al final, tuve que venir a ver los rodeos auténticos.
– ¿Tiene familia aparte de su primo?
– Sí. Aunque no esposa. Vivo solo con Gina.
– ¿Es su novia?
– No, tiene más de cincuenta años. Cocina, limpia y me cuenta que nunca encontraré esposa porque ninguna mujer joven soportará las corrientes de mi casa.
– ¿Las corrientes son muy malas?
– En invierno sí. Gruesos muros de piedra y adoquines en el suelo.
– Parece muy primitivo.
– Supongo que lo es. Se construyó hace ochocientos años y, en cuanto termino de reparar algo, surge otra cosa. Pero en verano es hermoso. Entonces agradeces la piedra que te conserva el frío. Y cuando sales por la mañana y miras el valle, hay una luz suave que no se ve en ningún otro momento. Pero tienes que salir en el momento indicado, porque solo dura unos minutos. Luego cambia la luz, se vuelve más dura, y si quieres volver a ver la magia, tienes que esperar a la mañana siguiente.
Se detuvo, algo sorprendido de hablar tanto y de la vena casi poética que envolvía sus palabras. Se dio cuenta de que ella lo miraba con interés.
– Cuénteme más cosas -le dijo-. Me gusta oír hablar a la gente de lo que aman.
– Sí, supongo que lo amo -repuso él pensativo-. Me gusta mucho, aunque a veces es duro e incómodo. En la época de la cosecha tienes que levantarte al amanecer y te acuestas destrozado, pero no me gustaría vivir de otro modo.
– ¿Tiene hermanos?
– Un hermano más joven -sonrió Leo-, aunque técnicamente, Guido es el mayor. De hecho, legalmente yo apenas existo, porque resultó que mis padres no estaban casados, aunque nadie lo sabía en aquel momento.
– ¿Quiere decir que usted también es bastardo? -preguntó ella.
– Sí, supongo que sí.
– ¿Y le importa?
– Ni lo más mínimo.
– A mí tampoco -repuso ella-. Te deja como más libre, puedes ir a donde quieras, hacer lo que quieras y ser lo que quieras. ¿No le parece?
Al ver que no respondías se volvió a mirarlo y lo encontró echado hacia atrás, con los ojos cerrados y el cuerpo estirado en una actitud de abandono. El cambio horario al final había podido con él.
Selena iba a despertarlo pero se contuvo. Por primera vez podía contemplarlo a conciencia y decidió aprovechar la ocasión.
Le gustaron su frente amplia, semioculta ahora por un mechón de pelo, las cejas anchas y los ojos oscuros. Le gustaron también la nariz recta y los labios curvos y algo maliciosos que prometían delicias a las mujeres de espíritu valiente.
Se preguntó si ella era valiente. En los rodeos corría casi cualquier riesgo y lo hacía riendo. Pero con la gente era distinto eran más difíciles de entender que los caballos y podían hacer mucho más daño que cualquier caída.
Y sin embargo, quería ver sonreír a Leo de nuevo y ser valiente con él.
Le gustaba su acento italiano, su modo de pronunciar algunas palabras. Quería conocerlo mejor, descubrir más partes de su cuerpo proporcionado y volver a ver sus hombros anchos y su torso fuerte. Miró sus manos y su piel se llenó del recuerdo de esos dedos largos tocando su desnudez al levantarla de la bañera. Casi tenía la sensación de que la tocaban en ese momento.
¿Pero a quién pretendía engañar? Todo el mundo sabía que a los italianos les gustaban las mujeres con curvas, con figura de reloj de arena.
La vida era muy dura.
Elliot gimió con suavidad y el sonido bastó para despertar a Leo. Abrió los ojos cuando el rostro de ella seguía cerca del suyo y sonrió.
– He muerto e ido al Cielo -musitó-. Y usted es un ángel.
– No creo que a mí me manden al Cielo. A menos que alguien cambien las normas de admisión.
Los dos se echaron a reír y ella se acercó a Elliot, que volvía a gemir.
– Está celoso porque cree que me dedica más atención a mí -comentó Leo.
– No tiene motivos para estar celoso y lo sabe -repuso ella-. Él es mi familia.
– ¿Dónde vive?
– Donde quiera que Elliot y yo estemos en ese momento.
– Pero tendrá una especie de base donde se quede cuando no viaja.
– No.
– ¿Quiere decir que viaja continuamente?
– Sí.
– ¿Sin un lugar al que volver? -preguntó él, horrorizado.
– Hay un sitio donde estoy empadronada y pago impuestos. Pero no vivo allí, vivo con Elliot. Él es mi casa además de mi familia. Y siempre lo será.
– No puede serlo siempre -señaló él-. No sé cuántos años tiene, pero…
– No es viejo -dijo ella con rapidez-. Parece más viejo de lo que es porque está un poco machacado, nada más.
– Sí, claro. ¿Pero cuántos años tiene?
Selena suspiró.
– No lo sé con seguridad, pero aún no está acabado -apoyó la mejilla en el morro de Elliot. No te conocen como yo -susurró, y apartó la cabeza para que Leo no viera la angustia que la invadía.
Pero Leo la veía, y el corazón le dolía por ella. Aquel animal mayor era el único cariño que la joven tenía en el mundo.
De pronto parecieron abandonarla las fuerzas y él se acercó deprisa a sostenerla.
– Se acabó, tiene que irse a la cama. No discuta porque no pienso aceptar una negativa.
Le sujetaba la cintura con firmeza por si ella tenía otras ideas, pero la joven estaba demasiado cansada rara discutir y se dejó llevar a la casa y luego a su cuarto.
– Buenas noches -le dijo él en la puerta-. Que duermas bien -añadió, atreviéndose a tutearla.
– Tú no lo entiendes -le confió ella en voz baja-. No puedo dormir en esa cama. Siempre que me muevo, se balancea.
El hombre sonrió.
– Te entiendo muy bien. Si no estás acostumbrada, puede ser peor que las piedras. Pero tendrás que intentar soportar estas comodidades. Te acostumbrarás.
– Yo no -repuso ella convencida, antes de entrar en el cuarto.
Leo se quedó mirando la puerta cerrada, confuso por los sentimientos extraños que lo invadían. Quería seguirla al dormitorio, no por nada físico, sino para pedirle que le contara sus problemas y prometerle que él los arreglaría.
La parte física ya tendría lugar más adelante, cuando se hubiera ganado el derecho.
Amanecía ya cuando se fueron los últimos invitados y los miembros de la casa se retiraron a sus habitaciones.
Leo se sentó en la cama con una sensación de cansancio placentero. La última parte de la noche había incluido whisky de sobra y en ese momento se sentía en paz con el mundo.
Pero eso no le impidió oír los pasos que se detuvieron justo fuera de la habitación de Selena. Hubo una pausa y luego se oyó el ruido suave de la puerta al abrirse. A Leo se le pasó el cansancio y salió al pasillo a tiempo de ver a Paulie a punto de entrar en el cuarto de la joven.
– ¡Qué maravilla! -dijo Leo-. Los dos estábamos tan preocupados que no podíamos dormir hasta estar seguros de que Selena se encuentra bien.
Paulie le dedicó una sonrisa vidriosa.
– No se debe descuidar a los invitados.
– Eres un ejemplo para todos nosotros.
Leo entró en la estancia y dio la luz. Los dos miraron sorprendidos la cama vacía.
– Esa tonta ha vuelto al establo -murmuró Leo.
– No, estoy aquí -dijo un bulto en el suelo.
Leo encendió la luz de la mesita y vio que el bulto se separaba en varias partes, que incluían una manta, una almohada y Selena, que tenía el pelo alborotado y los miraba sorprendida.
– ¿Qué ocurre? -se sentó-. ¿Ha pasado algo?
– No. Paulie y yo estábamos tan preocupados por ti que hemos venido a ver cómo estás.
– Sois muy amables -repuso ella, que enseguida adivinó la verdad-. Estoy bien.
– Está bien, Paulie. Ya puedes irte a dormir -Leo se sentó en el suelo al lado de la joven.
– Bueno, yo…
– Buenas noches, Paulie -dijeron los otros dos al unísono.
Este les dedicó una mueca burlona y salió por la puerta.
– Podía haberme defendido sola -comentó Selena.
– Cuando estés bien, seguro que sí -repuso él con tacto-. Pero esperemos hasta entonces. No me gusta Paulie.
– A mí tampoco, pero esta es la tercera vez que acudes en mi rescate y no quiero que pienses que soy una inútil.
– Después del día que has tenido, tienes derecho a ser un poco inútil.
– Nadie tiene derecho a eso.
– Perdona.
– No, perdona tú -dijo ella con aire contrito-. No pretendía ser grosera. Sé que tú intentabas ser amable, pero tanto rescate se está convirtiendo en una mala costumbre.
– Prometo no volver a hacerlo. La próxima vez te abandonaré a tu destino, te lo juro.
– Hazlo.
– ¿Estás bien en el suelo?
– He soportado la cama todo lo que he podido -protestó ella-, pero es una locura Cada vez que me doy la vuelta, subo tres metros en el aire. Esto es mucho mejor.
– Más vale que me vaya antes de que me quede dormido -de pronto se sintió mareado-. ¿Dónde estoy? ¿Ha terminado la fiesta?
– Creo que sí -sonrió ella, comprensiva-. ¿El whisky era bueno?
– El whisky de Barton siempre es bueno.
– ¿Quieres que te ayude a volver a tu habitación?
– Puedo arreglármelas. Cierra tu puerta cuando salga.
Pero entonces recordó que no había llave y suspiró.
– ¿Qué haces? -preguntó ella, al ver que se acercaba a la cama y retiraba una manta y una almohada.
– ¿Qué crees tú que hago? -se tumbó en el suelo, pegado a la puerta-. Así no podrá abrirla.
– Has prometido que la próxima vez me abandonarías a mi destino -le recordó ella, indignada.
– Lo sé, pero no puedes creer nada de lo que digo.
El sueño se apoderaba rápidamente de él. El último pensamiento coherente que tuvo fue que al día siguiente tendría que sufrir por aquello.
Pero ella estaría segura.
Se despertó sintiéndose mejor de lo que esperaba después de lo que recordaba de la barbacoa. Oía ya el despertar de la casa y supuso que sería seguro dejar sola a Selena.
Era mejor que se marchara antes de que se despertara, porque no sabía qué decirle. En su interior se burlaba de sí mismo por lo que llamaba su «vena caballerosa».
Eso era algo que no había hecho nunca en su vida. Las mujeres cuya compañía buscaba eran como él: querían diversión, risas, placer sin complicaciones, pasarlo bien sin que hubiera corazones rotos. Y siempre había funcionado de maravilla.
Hasta entonces.
Ahora de pronto se ponía a actuar como un caballero andante, y eso lo preocupaba.
Pero caballero andante o no, se arrodilló a su lado y estudió su rostro. El color había mejorado desde la noche anterior y veía que dormía como él, ajena al mundo y como un animal satisfecho.
Se había quitado la gasa, por lo que el golpe de la frente destacaba contra la blancura de la piel. Tenía un rostro curioso, que en ese momento, con el sueño borrando la cautela y el recelo, le daba aire de niña vulnerable.
Pensó en lo que le había contado la noche anterior y comprendió que había visto demasiado mundo en algunos aspectos y demasiado poco en otros.
Sintió un impulso fuerte de besarla, pero casi al instante se alegró de no haberlo hecho, ya que ella abrió los ojos. Unos ojos maravillosos, grandes y profundos como el mar, que hacían que se desvaneciera la niña de antes.
– Hola -dijo él-. Ya me voy. Cuando me duche, bajaré e intentaré que parezca que he dormido en mi cuarto. Quizá tú deberías también fingir que has dormido en la cama. Por Delia.
– ¿Crees que se ofendería?
– No, creo que temería que la cama no fuera lo bastante blanda y no quiero ni pensar en lo que podrías encontrarte esta noche.
Se echaron a reír y él la ayudó a levantarse. Ella llevaba una camisa de hombre que le llegaba casi hasta las rodillas.
– ¿Cómo te encuentras esta mañana? -preguntó Leo.
– Genial. Acabo de pasar la noche más cómoda de mi vida.
– ¿En el suelo?
– Esta alfombra es muy gruesa. Es perfecta.
– Cruza lo dedos para que no me vean salir de aquí.
– Me asomaré al pasillo.
Abrió un poco la puerta y le hizo señas de que todo iba bien. Leo tardó solo un instante en volver a la seguridad de su cuarto. Creyó oír risitas adolescentes, pero seguramente era solo paranoia suya.
Se duchó y vistió y de pronto se le ocurrió algo que, sin hacerlo adrede, había dado a Selena la impresión de ser casi tan pobre como ella. Lo había visto con ropa. desgastada, le había oído hablar de la vida dura y le había dicho que era hijo ilegítimo.
Pero había olvidado decirle que su tío era el conde Calvani, con un palacio en Venecia, y que su familia era millonaria. Lo que él llamaba su granja era una finca de rico y, si ayudaba con el trabajo duro, era porque le gustaba.
Y no le había dicho todo aquello porque tenía el convencimiento instintivo de que haría que ella lo mirara mal.
Recordaba lo que había dicho justo después del accidente, lo de que todos eran iguales y circulaban con sus coches de lujo como si fueran los dueños de la carretera.
El coche que él tenía en la Toscana era un todoterreno pesado, apropiado para las colinas de su tierra. Un coche de trabajador, pero de trabajador rico que siempre compraba lo mejor. En eso era un auténtico Calvani y ahora su instinto de supervivencia le decía que eso sería terrible a ojos de Selena.
¿Y por qué correr el riesgo de que lo mirara mal si solo estaría allí un par de semanas y después no volverían a verse?
Al final hizo lo único sensato que podía hacer.
Apartó aquel pensamiento de su mente y decidió concentrarse en otra cosa.
Pasó el día con Barton, visitando el rancho. Barton criaba ganado por dinero y caballos por amor; y entrenaba a unos y otros para el rodeo.
Leo miró un caballo marrón rojizo, musculoso, criado especialmente por su velocidad en las carreras cortas.
– Hermoso, ¿verdad? -dijo Barton-. Nació aquí, se lo vendí a la esposa de un amigo y volví a comprarlo cuando ella dejó el rodeo para tener hijos.
– ¿Podemos llevárnoslo al establo? -preguntó Leo pensativo.
Barton asintió.
– Amigo mío -dijo un rato después-. Te estás metiendo hasta el cuello.
– Vamos, tú sabes lo que dirá la gente del seguro. Echarán un vistazo a Elliot y otro a la furgoneta y cuando se cansen de reír, ofrecerán diez centavos.
– ¿Y a ti qué te importa? Tú no tuviste la culpa.
– Ella lo perderá todo.
– Sí, ¿pero a ti qué te importa?
Leo apretó los dientes.
– ¿Podemos ir más deprisa?
Cuando llegaron, encontraron a Selena sentada en los escalones de su furgoneta, mirando el suelo con aire sombrío mientras las dos chicas intentaban consolarla y Paulie cacareaba algo cerca de ella.
– El veterinario dice que no podrá montar a Elliot la semana que viene -les dijo Carrie-. Si lo intenta, puede hacerle mucho daño.
– Claro que no lo montaré -intervino Selena enseguida-. Pero ahora no tendré ocasión de ganar nada y creo que le debo tanto que…
– Vamos, vamos; de eso nada -le dijo Barton-. El seguro…
– El seguro me pagará una carretilla y un burro -repuso ella. Se señaló la frente-. Ya he superado esto; puedo afrontar la verdad.
– La verdad no la sabremos hasta que haya hecho un par de carreras -declaró Barton.
– ¿Con qué? Todavía no tengo el burro -se burló ella.
– No, pero puede hacerme un favor -señaló el caballo rojizo-. Se llama Jeepers, tengo un comprador interesado y, si gana un par de carreras, podré subirle el precio. Usted lo monta, él se luce y así salda su deuda conmigo.
– Es muy hermoso -exclamó ella. Acarició al animal-. Aunque no tanto como Elliot, claro -añadió enseguida.
– Claro que no -musitó Leo.
– Está bien entrenado -le dijo Barton. Le contó la historia de la dueña anterior y Selena se escandalizó.
– ¿Renunció al rodeo para quedarse en un sitio y tener hijos?
– Algunas mujeres son así de raras -sonrió Leo.
La mirada de Selena indicaba bien a las claras lo que pensaba de aquella idea.
– ¿Puedo ponerle mi silla?
– Buena idea.
Ella se alejó y Leo se llevó aparte a Barton.
– Háblame de ese comprador misterioso -le dijo. Su amigo lo miró a los ojos.
– Tú sabes muy bien quién va a comprar ese caballo -respondió.
La familia entera apareció para ver a Selena probar al caballo en el coso de pruebas. Instalaron los tres barriles formando un triángulo, uno de cuyos lados tenía treinta metros y los otros dos treinta y cinco.
Cada giro de cuarenta y cinco grados ponía a prueba el equilibrio y la agilidad del caballo además de su velocidad. Jeepers era veloz, pero también sólido como una roca y Selena lo controlaba con manos ligeras y fuertes. Hasta Leo que no era un experto en carreras de barriles, veía que eran una pareja ideal.
Después del último giro, volvieron al centro del triángulo y luego salieron entre los aplausos de la familia.
– Dieciocho segundos -gritó Barton.
A Selena le brillaban los ojos.
– La primera vez no queríamos correr. Pero no tardaremos en bajar a catorce.
Soltó un grito de alegría y los demás se unieron a ella. Leo, que le miraba la cara, pensó que nunca había visto a un ser humano tan plenamente feliz.