Capítulo 5

Leo tenía intención de participar en el rodeo de Stephenville. Con lo que Barton denominaba «más valor que sentido común», estaba decidido a montar un toro.

– Solo un toro -arguyó-. ¿Qué mal puede hacer?

– Te puedes romper el cuello. ¿No te parece bastante?

Estaban desayunando con la familia y, como se sentaban en extremos opuestos de la mesa, los demás miraban alternativamente a uno y otro, como espectadores de un partido de tenis. Jack, que estudiaba hasta en la mesa, sacó la nariz del libro y empezó a llevar el tanteo.

– Barton, sé lo que hago -insistió Leo.

– Quince cero -cantó Jack-. Sirve Leo.

– No tienes ni idea de lo que haces.

– Empate a quince.

– Solo se necesita práctica.

– ¿Y me vas a decir que has practicado en Italia? La primera noticia de que allí tengan toros.

– Quince treinta.

– Solo tengo que practicar con tu toro mecánico.

– ¿Y que sea culpa mía? De eso nada.

– Vale -suspiró Leo-. Entonces tendré que apuntarme sin practicar, me romperé el cuello y será culpa tuya.

– Eso es un golpe bajo -rugió Barton.

– Deja que lo haga, papá -le suplicó Carrie.

– ¿Tú quieres que le pase algo? Creía que te gustaba.

– ¡Papá! -exclamó la chica, avergonzada.

Selena había disfrutado de la escena hasta ese momento, pero sintió lástima de la adolescente, sobre todo cuando esta se ruborizó intensamente. Al menos estaba segura de que Leo fingiría que no había ocurrido nada.

Pero vio con sorpresa que él hacía justo lo contrario.

– ¿Ves?, hay alguien que me apoya -anunció-. Carrie, tú crees que puedo hacerlo, ¿verdad?

– Sí -dijo ella, desafiante.

– ¿Y no crees que me romperé el cuello?

– Creo que lo harás muy bien.

– Ahí lo tienes, Barton. Escucha a mi amiga. Sabe lo que dice.

Selena vio que el rubor de Carrie remitía y sonrió para sí. En pocos segundos, Leo había convertido su «enamoramiento» adolescente en una amistad que valoraba abiertamente.

La envolvió una sensación de felicidad, que no sabía que la bondad de Leo con otra persona podía causarle. Era como recibir un regalo personal. Cuanto mejor se portaba con otras personas, más feliz la hacía a ella.

Barton cedió a regañadientes y, después de desayunar, todos fueron hasta el toro mecánico, una máquina eléctrica que intentaba lanzar al suelo al que la montaba y con la que se podía practicar bien. Tenía una variedad de velocidades, empezando por el nivel uno, para principiantes, y Barton, para disgusto de Leo, insistió en empezar por el más bajo.

Leo pasó el primer nivel sin problemas y, alentado, pasó al siguiente, donde también consiguió agarrarse.

– ¿No es maravilloso? -susurró Carrie a Selena-. Jamás adivinarías que es la primera vez que lo hace.

– Sí lo adivinaría -sonrió Selena.

– Bueno, tú ya me entiendes.

– Sí.

Jack se unió a ellas con otro libro en la mano.

– ¿Queréis saber cuántas son las probabilidades de que Leo muera la primera vez que…?

– ¡No! -dijeron las dos al unísono.

Un grito de Billie les hizo volver la cabeza a tiempo de ver a Leo salir despedido por los aires, aterrizar de golpe y quedarse quieto.

Carrie enterró el rostro en las manos.

– No puedo mirar. ¿Está bien?

– No lo sé -respondió Selena, con una voz que no parecía suya-. No se mueve.

Tenía la horrible sensación de que el tiempo se había detenido y echó a correr hacia donde estaba Leo.

Cuando llegó hasta él, Leo lanzó un sonido horrible, que repitió una y otra vez y ella reconoció los síntomas de un hombre que se ha quedado sin aliento en el cuerpo.

Se arrodilló a su lado justo cuando empezaba a incorporarse. Incapaz de hablar todavía, se agarró a ella, lanzando respingos y soplando. Selena lo sujetó lo mejor que pudo.

Cuando pasó el ataque, se quedó apoyado en ella jadeando y aparentemente agotado. Pero luego miró a los demás, que se habían concentrado a su alrededor, y sonrió con malicia.

– Os dije que podía hacerlo -dijo.


A partir de ese momento empezó la cuenta atrás para el rodeo. La ciudad se llenaba de gente, Barton recibía una riada constante de compradores que miraban sus excelentes caballos, asentían con la cabeza y sacaban la cartera. Delia, una buena anfitriona, se hallaba en su elemento dando fiestas y supervisando el suministro de ropa vaquera y recuerdos para el puesto que pondría ella.

La etiqueta era muy estricta. Los jinetes debían llevar sombrero vaquero, camisa de manga larga y botas camperas. Leo, que no tenía nada de eso, fue a la ciudad a mirar entre la ropa de Delia, con intención de abastecerse tanto para ese rodeo como para el de Grosseto, cuando volviera a casa.

– Te queda muy bien -le dijo Carrie, que lo miraba con admiración con su sombrero nuevo y sus botas decoradas.

– No hay nada como un sombrero nuevo para impresionar -repuso Leo, animoso-. Ponte tú uno.

Le puso un sombrero en la cabeza y luego hizo lo mismo con Billie y Selena, sonrió con satisfacción y sacó su tarjeta de crédito.

– Delia, me llevo también esos tres.

Así consiguió comprarle un regalo a Selena sin ofenderla. Había pensado mucho en el modo de hacerlo.

A veces practicaban juntos. Leo estaba decidido a montar un toro aunque fuera lo último que hiciera en la vida.

En apariencia, sencillo. El objetivo era permanecer ocho segundos en el lomo de un toro y sobrevivir al intento.

– ¿Crees que lo conseguirás? -le preguntó la joven una noche, cuando regresaban a la casa.

– ¿Tú crees que lo conseguiré?

– No.

– Yo tampoco. No me importa. Solo lo hago para divertirme. No soy ninguna amenaza para alguien que tenga que ganarse la vida.

– Eso es cierto -sonrió ella.

– Vale, vale, no hace falta que me lo recuerdes.

Leo había pasado del toro mecánico al viejo Jim, un toro de verdad. El problema era que Jim se había reblandecido con la edad. Le gustaba la gente y Leo le cayó bien al instante, lo cual resultaba agradable en cierto modo, pero lo inutilizaba para la tarea que se esperaba de él. Leo podía permanecer ocho segundos encima de Jim, pero Selena también. Y Delia. Y Carrie. Y Jack.

Selena practicaba con fervor, corriendo entre los barriles con Jeepers, con el objetivo de mantener su tiempo en catorce segundos, o incluso bajarlo aún más.

– ¿Esa es la marca dorada? -preguntó Leo.

– Aquí sí -dijo ella-. Los barriles no son iguales en todos los rodeos. A veces están a más distancia y eso puede ser un circuito de diecisiete segundos. Pero los barriles a esta distancia deberían hacerse en catorce. Jeepers puede hacerlo. Lo que pasa es que todavía no estamos habituados el uno al otro. Aún cometo errores con él.

Como si quisiera probar lo que decía, hizo un giro muy cerrado y aterrizó en la arena.

Leo, que la miraba desde la valla, echó a correr en su dirección, pero ella se levantó enseguida, saltó a la silla y volvió a intentarlo, esa vez con más cuidado. Leo se retiró.

– Pensé que podías haberte hecho daño -le dijo cuando ella desmontó.

– ¿Yo? ¿Con esa caída de nada? Las he tenido peores. Y seguramente las tendré también peores en el futuro. No tiene importancia.

– ¿No podrías ser a veces frágil y vulnerable como las demás mujeres? -suspiró él.

Selena soltó una carcajada.

– Leo, ¿de qué planeta sales tú? Las mujeres ya no son frágiles y vulnerables -le dio una palmada en el hombro y él tuvo la impresión de que le crujían todos los huesos del cuerpo.

¿Qué podía hacer con una mujer así? Solo le quedaba esperar, seguro de que la vena de ternura estaba allí, aunque oculta por su armadura, sabedor de que, si ocurría algo, sería solo cuando ella estuviera preparada.

– Vamos a echarnos pomada -dijo ella.

– Yo te echo a ti si tú me echas a mí -propuso él, esperanzado.

Selena rió y le dio un puñetazo en el brazo. Barton estaba en su despacho, esperando su regreso y, cuando los vio, hizo una seña a Leo.

– Sal conmigo -dijo este a Selena-. Hay algo que quiero que veas.

En el patio había una minicaravana, funcional, nada lujosa, pero un palacio comparada con la vieja de Selena. Unido a ella había un remolque de caballos de aspecto sólido.

– Son tuyos -dijo Barton-. Para sustituir a los que perdiste.

– ¿Los ha pagado el seguro? -preguntó ella.

– La verdad es que no quiero acudir a mi seguro por esto -repuso el ranchero-. Hace años que no he tenido que pedir nada y si acudo ahora a ellos, bueno… a la larga me resultará más barato sustituir lo que dañé.

– Pero eso no lo entiendo -comentó Selena-, Los daños de tu coche… no puede ser más barato que…

– Déjame eso a mí -la interrumpió Barton-. Es más barato porque… así es como funciona.

– Pero Barton…

– Las mujeres no entienden de estas cosas.

– Yo entiendo…

– No, tú no entiendes nada. Lo he estudiado bien y no quiero más discusiones. Te quedas a Jeepers, te llevas los vehículos y estamos en paz.

– ¿Me los vas a regalar? -preguntó ella, confusa-. Pero no puedo aceptarlos. Los míos no eran tan buenos…

– Pero te llevaban de un sitio a otro. Y estos harán lo mismo.

– Pero…

– Es lo que te mereces -terminó él.

– Pero Jeepers…

– Le gustas. Trabaja bien contigo. Y en el remolque caben dos caballos, así que, cuando Elliot se recupere, te puedes llevar a ambos.

– Ya no tardará mucho -dijo ella con firmeza.

– Claro que no. Pero hasta entonces, puedes trabajar con Jeepers.

Leo los observaba en silencio. Aunque ella no estaba dispuesta a admitirlo, todos sabían que los días de Elliot en los rodeos habían terminado.

Dejó a Selena mirando su nuevo hogar y alcanzó a Barton, que volvía a la casa.

– Casi lo estropeas todo -murmuró.

– No es culpa mía. Era normal que sospechara. He tenido que improvisar.

– «Las mujeres no entienden de estas cosas» -se burló Leo-. Ningún hombre que quiera seguir vivo dice ya eso.

Barton lo miró.

– Muy bien, hazlo tú mejor. Prueba a decirle la verdad. Dile que lo pagas tú todo a ver cómo reacciona.

– ¡Shhh! -exclamó Leo temeroso-. No tiene que saberlo. Me desollaría vivo.

– Estupendo. Entonces ya sabemos dónde estamos. ¿Te vas a quedar aquí fuera hablando toda la noche o vienes a la casa a tomar un whisky?

– Voy a la casa a tomar un whisky.


El primer día del rodeo todos madrugaron mucho. Delia y sus hijas cargaron montones de ropa en la camioneta. Barton revisó una lista de contactos con los que pensaba hacer negocios. Jeepers fue cepillado hasta sacarle brillo y conducido al remolque.

Leo entró en el establo en busca de Selena. Como esperaba, la encontró acariciando a Elliot y murmurándole con ternura.

– Tienes que comprender que esto no es para siempre. Jeepers es un buen caballo, pero tú eres tú. Con él nunca será como contigo. Volveremos a montar juntos, te lo prometo.

Apoyó la mejilla en el morro del animal.

– Te quiero, viejo bruto. Más que a nadie en el mundo. ¿Me oyes?

Leo intentó retroceder sin hacer ruido pero no lo consiguió. Selena levantó la vista.

– ¿Quién es ahora la sentimental? -preguntó él con amabilidad.

– Yo no. Solo me pongo en su lugar. ¿Has pensado lo que debe ser para él ver que cepillan a otro caballo y que me lo llevo para montarlo en su lugar? ¿Crees que no lo sabe?

– Supongo que sabe todo lo que piensas.

– Y yo sé todo lo que piensa él.

– ¿Y qué vas a decirle si ganas?

Ella se giró hacia él y lo miró con una intensidad casi dolorosa.

– ¿Crees que puedo ganar?

– ¿Tanto significa? -preguntó él, estudiando su rostro.

– Lo significa todo. Tengo que ganar algo de dinero para poder ir al próximo rodeo y luego al siguiente. Es mi vida. Lo es todo.

– Bueno, si no ganas, yo puedo… -se detuvo porque ella le había puesto los dedos en la boca.

– No lo digas. No quiero caridad y no aceptaré dinero tuyo.

Leo mantuvo un silencio prudente. No era el mejor momento para decirle lo mucho que ya le había dado.

– Después de todo, ¿por qué vas a correr tú ese riesgo conmigo? -preguntó ella-. Supón que no puedo devolverte el dinero. ¿Qué pasaría entonces?

– Selena, yo no estoy en las últimas económicamente, como tú. ¿Qué tiene de malo dejar que un amigo te ayude? No hay ninguna ley que diga que tienes que ser independiente todo el tiempo.

– Sí la hay. La aprobé yo. Es mi ley, la ley por la que vivo, y no puedo cambiarla. O lo hago sola o no hay trato.

– Selena, aceptar ayuda no es una debilidad.

– No, pero apoyarse en ella sí. Si crees que siempre habrá alguien a tu lado, te vuelves débil. Porque tarde o temprano, no será así.

Leo frunció el ceño.

– Si de verdad piensas así, que el Cielo te ayude.

– Leo, ¿por que discutimos? Hace un día maravilloso. Nos vamos a divertir mucho y yo voy a ganar. No puedo perder.

El hombre la miró con la cabeza inclinada a un lado.

– ¿Por qué no puedes perder?

– Porque he tenido mi milagro. ¿Recuerdas cuando nos conocimos en la autopista?

– Continúa.

– Antes de eso, había estado con Ben, que es un viejo amigo mío que me había arreglado la furgoneta. Me dijo que necesitaba un milagro o un millonario, pero yo le dije que no quería millonarios. No sirven para nada.

– ¿Y preferías el milagro? -preguntó Leo con una sonrisa.

– Exacto. Le dije que sabía que el milagro me saldría al encuentro.

– ¿Y así fue?

– Tú sabes que sí. Barton estaba en la autopista y estábamos destinados a encontrarnos.

Leo dejó de sonreír.

– ¿Barton?

– Bueno, ¿no fue un milagro que resultara ser un hombre bueno, con conciencia, que no eludió su responsabilidad como habrían hecho tantos otros?

– Pero es millonario, no lo olvides.

– Ah, bueno, debe haber uno o dos millonarios buenos. Lo que importa es que se portó muy bien, lo que demuestra que es un hombre muy decente.

– Claro.

– Así que ya tuve mi milagro. Y ahora voy a ganar.

– Yo también. Vale, deja de reírte. Puedo aguantar ocho segundos en el viejo Jim; ya me viste ayer.

– Claro, y también lo vi aceptar sobornos de tu mano. El viejo Jim es un gatito. Pero en la arena no lo montarás a él -se apartó de su alcance-. No montarás nada mucho rato.

– Ya estás otra vez. Yo pensaba que éramos amigos y tú me tratas así.

Selena volvió enseguida a su lado y le puso ambas manos a los lados de la cabeza.

Leo, lo siento mucho. No pretendía herirte después de lo bien que te has portado conmigo. Solo era una broma…

– Eh, ya lo sabía.

– ¿Seguro? A veces puedo ser terrible. No es mi intención, pero eso no me detiene.

Leo, que sabía lo que era hacer cosas que no tenía intención de hacer diez segundos antes, asintió comprensivo.

– Dime que no te he herido -le suplicó ella-. Eres mi mejor amigo y no quiero que te enfades conmigo.

Leo la abrazó por la cintura. No se sentía herido en absoluto, pero consiguió mirarla con tristeza. Después de todo, nadie podía culparlo por aprovechar al máximo la situación, ¿verdad?

– No estoy enfadado -dijo.

– Tampoco estás herido, ¿verdad? -preguntó ella, que lo entendía cada vez mejor. Pero no retiró las manos, que bajó hasta su cuello, ni se resistió cuando él la atrajo hacia sí.

– Me has dado de pleno en el corazón, desde luego.

Ella no contestó, sino que lo miró con malicia.

– Selena -comentó él-, me estás sometiendo a mucha presión.

– ¿Y crees que debería hacer algo al respecto?

– Sí, lo creo de verdad.

Ella echó a un lado la cabeza.

– Bueno, me he cansado de esperar que hagas tú algo -dijo. Y lo besó en la boca.

Tal y como él había imaginado, los labios de ella eran dulces e incitadores, aunque con un asomo de algo que no tenía nada de dulce: algo especiado, desafiante, picante como la pimienta. Ella no era ninguna ingenua, sino una mujer decidida, que sabía lo que hacía.

A Selena le daba vueltas la cabeza. No había sido su intención hacer eso, pero había algo que necesitaba saber y de pronto no había podido controlar más la impaciencia. Besarlo en la boca fue un gesto tanto de exploración como de desafío.

En seguida comprendió que habría sido mejor esperar. Ninguna mujer que tuviera un día duro por delante podía permitirse aquel tipo de distracción. Y la culpa era solo suya, porque siempre había sabido que aquel hombre determinado acapararía toda la atención de una mujer.

Leo parecía sentir lo mismo, pues la abrazaba con una gentileza que no ocultaba su fuerza. Selena quería saberlo todo sobre aquella fuerza. La sentía en los labios, que probaron los suyos con cautela para adivinar su verdadero significado y luego la asaltaron de un modo que la excitó.

Pensó mareada que no podía seguir con aquello. El momento no podía ser peor.

– Leo…

– Sí.

Desde fuera llegó el grito de Barton:

– ¿Hay alguien ahí dentro? Nos vamos.

Leo la soltó con un gemido.

– Aprecio a Barton, pero…

Selena volvió a la tierra y se dio cuenta de que había estado a punto de lanzarlo todo por la borda por aquel hombre. Se controló con un gran esfuerzo.

– No, tiene razón. Tenemos que dejar esto.

– ¿Sí?

– Perdemos… energía vital -sentía que su energía vital desaparecía solo con la proximidad de él.

– Yo no creo que perdamos nada.

– Ya habrá tiempo más adelante. Por ahora tenemos que prepararnos psicológicamente para el gran día. Hombros rectos y cabeza alta. Cree en ti mismo.

– Me resulta más fácil creer en ti. Tú vas a ganar. Tienes a Jeepers y catorce segundos, que nunca creí que los harías.

– Sabía que podía hacerlo -sonrió ella, excitada-. Es un caballo fantástico. Es rápido, fuerte…

– Ten cuidado. Has dicho eso delante de Elliot. Puede acomplejarse.

– ¡Oh, eres…!

Le dio un puñetazo en el brazo, él le pasó un brazo por los hombros y salieron juntos.

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