En la finca encontraron el alivio de tener que ocuparse de las cosechas de uvas y aceitunas. Los carros pasaban entre las hileras del campo, llenándose poco a poco de lo mejor que podía ofrecer la tierra. Selena estaba presente, a veces con Leo y a veces sola. Cuando estaba sola también podía comunicarse con la gente, porque la mayoría chapurreaba algo de inglés y ella empezaba a conocer palabras del toscano, que usaba de un modo que divertía a todos. Así iba forjando vínculos con ellos.
Y mientras veía bajar el sol pensaba que tal vez todo aquello fuera para nada. Porque, ¿quién sabía cómo estarían las cosas al año siguiente? ¿Quién sabía qué parte de la finca sería todavía propiedad de Leo? Todos aquellos amigos nuevos que hacía y con los que se sentía más cómoda que en el palacio grandioso de su nueva familia, ¿cuántos de ellos la considerarían todavía amiga pasados unos meses?
Percibía que ellos también estaban preocupados. No dejaban de hacerle preguntas, porque era la novia de su patrón y, por lo tanto, tenía que conocerlo bien. ¿Cómo decirles que tenía la impresión de que ya no lo conocía? La camaradería instintiva que habían disfrutado siempre parecía ahora solo un recuerdo.
Y además, lo veía menos porque lo llamaban continuamente a Venecia para que resolviera una cuestión u otra. Él le había jurado que las cosas cambiarían poco, pero los dos sabían ya que no podría cumplir su promesa. Se veía arrastrado centímetro a centímetro a un camino que ella no podía seguir.
Selena dormía a menudo en su habitación para ocultar que a veces se despertaba luchando por respirar. Tenía la sensación de vagar por un laberinto del que no había salida, solo caminos que eran cada vez más estrechos hasta que desaparecían del todo, llevándosela consigo.
Llamó al Cuatro-Diez y preguntó ávidamente por noticias de la familia Hanworth. Paulie se había ido a Dallas a empezar otra empresa de Internet… o eso decía, pero Barton le contó que un marido celoso había merodeado una temporada por allí lanzando amenazas contra Paulie si se atrevía a volver.
Billie se iba a casar con su novio, Carrie ejercitaba a Jeepers y habían recibido dos ofertas por él. Si Selena no iba a volver…
– No -dijo ella rápidamente-. Si no es bastante el dinero que te mando…
– Es más que suficiente -repuso Barton, ofendido-. ¿Crees que te negaría comida para un caballo?
– Sé que no. Habéis sido muy buenos conmigo, pero no quiero aprovecharme de eso…
– ¿Para qué están los amigos? Si no quieres que venda a Jeepers… Pero es un buen corredor y ahora se está desperdiciando.
– Lo sé, pero… aguántalo un poco más, por favor. ¿Cómo está Elliot?
– Muy bien. Carrie lo monta y dice que es encantador.
– Es cierto.
Colgó y fue a la cocina a hablar con Gina de la cena, pues Leo volvía ese día de Venecia. Después fue al despacho y trabajó en la parte administrativa de la granja de caballos.
Luego, enterró la cabeza en las manos y lloró.
Cuando llegó Leo estaba ya oscuro pues las noches eran cada vez más cortas. Cenó con placer, pero cuando Selena le preguntó qué tal el viaje, no dijo gran cosa.
Ella sabía lo que significaba eso. Poco a poco se iba dejando arrastrar al mundo de su familia y no sabía cómo decírselo.
Después de cenar subieron juntos las escaleras y, una vez en el cuarto de él, Leo la abrazó y besó con pasión. El deseo estaba siempre presente, tal vez más intenso ahora que era el único modo en que se comunicaban. Se desnudaron mutuamente con ansia, anhelando la unión que era todavía perfecta y en la que no había problemas.
Después, ella se quedó dormida en sus brazos; pero en cuanto se durmió, todo cambió. Soñó que luchaba por abrirse paso entre una espesura que se cerraba cada vez más a su alrededor, sofocándola. Despertó luchando por respirar.
– Carissima… -Leo se incorporó y encendió la lámpara de la mesilla-. ¡Despierta, despierta!
La abrazó y le acarició el pelo hasta que dejó de temblar.
– No pasa nada -murmuró-. Estoy aquí. Abrázate a mí; solo ha sido una pesadilla.
– No podía respirar -musitó ella-. Todo se cerraba sobre mí y no podía abrirme paso.
– Has tenido otras veces esa pesadilla, ¿verdad? -dijo él con tristeza-. Te veo dar vueltas en la cama y sé que eres desgraciada. Y luego, a la noche siguiente, insistes en que durmamos separados. Pero nunca me lo cuentas. ¿Por qué no lo compartes conmigo?
– No es nada -dijo ella con rapidez-. Solo un sueño. Abrázame.
Se abrazaron juntos largo rato.
– ¿Me vas a dejar? -preguntó él con suavidad.
En el largo silencio que siguió, sintió que la oscuridad cubría su corazón.
– No -repuso ella, al fin-. Creo que no… pero… tengo que volver una temporada. Sólo un tiempo.
– Sí -repuso él-. Sólo un tiempo.
Al día siguiente la llevó al aeropuerto de Pisa. Llegaron tarde y los pasajeros del vuelo para Dallas estaban embarcando ya.
– Tengo que darme prisa -dijo ella.
– ¿Lo llevas todo?
Ella soltó una risita.
– Me lo has preguntado muchas veces.
– Sí.
– Por favor, los pasajeros…
– Selena, no te vayas -dijo él de repente.
– Tengo que hacerlo.
– No, no tienes. Si te vas, no volverás. Es aquí donde tenemos que arreglar esto. No te vayas.
– Ese es mi vuelo.
– ¡No te vayas! Sabes tan bien como yo lo que ocurrirá si te vas.
Ella lo miró a los ojos.
– Lo siento, lo siento -las lágrimas bajaban por sus mejillas-. Lo he intentado, pero no puedo… Leo, lo siento. Lo siento.
Echó a correr y, en la puerta de embarque, se volvió a mirarlo una última vez. Ya no lloraba, pero la miseria de su rostro reflejaba la que sentía él. Por un momento pensó que se echaría atrás. Pero luego desapareció.
El invierno era una temporada fuerte en la tienda de regalos. Guido había elegido los artículos del año siguiente y estaba ocupado mostrando sus productos a los clientes. Dos semanas más tarde tenía una muestra tan grande que el único lugar en el que podía montarla era el palacio Calvani. El conde había gruñido algo sobre la «indignidad» de todo aquello, pero había dado su consentimiento.
Y durante los preparativos, Guido encontró tiempo para ir a Roma con Dulcie y compartir su buena noticia.
Después de dos días en Roma, celebrándolo con Marco y Harriet, que contaban ya los días para su boda, y con Lucia, que estaba en la gloria, se dirigieron a Bella Podena.
– Así que voy a ser tío -dijo Leo, brindando con ellos.
Era la quinta vez que lo hacía. La primera vez lo habían hecho todos los miembros de la casa, y los orgullosos futuros padres estaban inmersos en una nube de felicidad.
Pero Dulcie se sentía algo incómoda con su alegría. Percibía que la de Leo era algo forzada. En un momento en que ambos llevaban platos a la cocina, pues Gina se había acostado, le tocó el brazo y le preguntó con gentileza:
– ¿Has tenido noticias?
Leo negó con la cabeza.
– Volverá -dijo Dulcie-. No ha pasado mucho tiempo…
– Un mes, una semana y tres días -repuso él.
– ¿Sabes dónde está?
– Sí, he empezado a seguirle la pista por Internet otra vez. Le va bien.
– ¿No has hablado con ella?
– La llamé una vez. Estuvo muy amable.
– Llámala otra vez y dile que venga a casa -repuso Dulcie con firmeza.
Pero Leo movió la cabeza.
– Tiene que ser como ella quiera. No puedo quitarle su libertad.
– Pero todos perdemos nuestra libertad por la persona que amamos. O una parte de ella por lo menos.
– Sí, y eso está bien, si la entregas con alegría. Pero si es por coacción, no puede funcionar. Si no vuelve a mí por voluntad propia, no se quedará.
– ¿Y si no vuelve por que no sabe hasta qué punto la quieres?
Leo sonrió con tristeza.
– Lo sabes.
– ¡Oh, Leo!
Dulcie lo abrazó con fuerza. Él apoyó la cabeza en su hombro y ella lo acarició con ternura.
Guido, que entraba en la cocina con platos, se paró en el umbral.
– ¡Mi esposa en brazos de mi hermano! -anunció-. ¿Tengo que estar celoso, salir de aquí arrastrándome y pegarme un tiro?
– ¡Oh, déjate de tonterías! -le ordenó su esposa.
– Sí, querida.
– Todo saldrá bien -le dijo Dulcie a Leo.
– Por supuesto que sí -repuso este.
– No está nada bien -le dijo Dulcie a su esposo cuando se disponían a acostarse-. Gina me ha contado que a veces se queda en la ventana mirando el camino por donde la vio llegar la primera vez. Es casi como si esperara verla aparecer de nuevo por arte de magia.
– ¡Condenada mujer! -exclamó Guido-. ¿Por qué le hace esto?
– No dejes que Leo te oiga decir ni una palabra contra ella -le aconsejó Dulcie, acurrucándose contra él-. Él la comprende. Dice que tiene que buscar sola el camino a casa, que si no lo hace así, es que no es de verdad su casa.
– Eso es muy profundo para Leo. Antes sólo pensaba en caballos, cosechas y mujeres alegres, y no necesariamente en ese orden.
– Pero ha cambiado. Hasta yo lo he visto, y eso que no lo conocía mucho antes. Te diré una cosa. Leo cree que los sentimientos de ella son más importantes que los suyos.
– ¡Ojalá pensara yo lo mismo! -suspiró Guido-. La verdad es que me siento culpable. Si hubiera dejado las cosas como estaban…
– ¿Y qué otra cosa podías hacer? Los archivos estaban ahí. Son ellos los que tienen que buscar su propia salvación.
– ¿Y si fallan? ¿Qué ruido es ese?
Se levantó y fue a la ventana, desde donde miró un granero grande, del que salía una voz suplicante. Una luz débil salía por una de las ventanas.
– Parece Leo -agarró una bata-. ¿A qué está jugando? Debería estar en la cama.
Dulcie se puso también la bata y siguió a su esposo hasta el granero. La puerta estaba abierta.
En el interior, el heno llegaba hasta el techo, justo debajo del cual había un saliente. Había una escalera apoyada en uno de los soportes y Leo subía por ella hasta el final, que quedaba un trozo por debajo del saliente.
– ¿Qué pasa ahí arriba? -le gritó Guido.
– Es un búho. Está atrapado. Creo que se ha hecho daño en el ala.
– ¿No está seguro ahí arriba?
La voz de Leo le llegó débilmente.
– No puede volar en busca de comida y tiene crías. Estoy intentando bajarlos a todos.
– ¡Cuidado! -le gritó Guido asustado-. Es peligroso. ¿No tienes una escalera más larga?
– La están arreglando. Estoy bien. Solo me falta un poco.
Había llegado ya arriba y estaba al mismo nivel de los pájaros. Guido, que miraba desde abajo, vio una cara blanca de búho.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó Dulcie, al lado de su esposo.
– Tiene serrín en la cabeza, pero eso no es nuevo -repuso Guido.
– Se puede caer de ahí -dijo ella, preocupada-. ¿Y todo por un búho?
– Desde su punto de vista, es su búho. Y él cuida de todo lo suyo.
Un susurro de triunfo les anunció que Leo había tenido éxito. Sostenía al búho herido en una mano y se apoyaba en la otra. Retrocedía con mucho cuidado, incapaz de ver por dónde iba.
– ¿Me falta mucho para la escalera? -preguntó.
– Un trozo -le dijo Guido-. Pero no puedes hacerlo con una mano ocupada.
Guido estaba ahora al lado de la escalera. Leo dejó al pájaro con gentileza en el heno y empezó a bajar, buscando el escalón superior con los pies. Cuando lo encontró, tendió las manos hacia el búho, pero este se asustó de pronto a agitar las alas y consiguió ponerse fuera de su alcance.
– No seas difícil -le suplicó Leo-. Unos minutos más y los dos estaremos a salvo.
– Déjalo -le pidió Dulcie desde abajo-. Es demasiado… ¡Leo!
Leo intentó atrapar al búho. Todo ocurrió muy de prisa. Perdió el contacto con la escalera, intentó desesperadamente hacer pie y cayó al vacío.
Después de Dallas, Selena había planeado dirigirse a Abilene, donde siempre le había ido bien, pero cambió de idea y decidió volver a Stephenville, a ver a Elliot.
Con Jeepers había formado un vínculo más profundo de lo que habría creído posible, pero Elliot era su familia. Había estado con ella en la época en que no tenía ni un centavo y, desde su punto de vista, había sido él el que le presentara a Leo.
No quería admitir para sí que también lo hacía por tener ocasión de ver a los Hanworth y hablar de Leo. Se esforzaba por mostrarse fuerte y sensata a ese respecto. Puesto que había tomado la decisión de sacarlo de su vida, no debía hablar de él.
Pero si surgía el tema, podía aliviar un poco el dolor que la acompañaba día y noche. La tentación de quedarse a su lado había sido abrumadora. La había combatido tanto por el bien de él como por el suyo propio. Estar a su lado año tras año, fallándole, sin comprender jamás las cosas que importaban en su mundo, y ver cómo aparecía en sus ojos la desilusión… eso habría sido insoportable.
Varias veces empezó a marcar su número, pero siempre consiguió parar a tiempo y colgar antes de terminar.
Casi oscurecía ya cuando llegó al Cuatro-Diez, más tarde de lo que esperaba porque había parado dos veces por el camino para pensar si debía seguir o no adelante. Había luces en la casa, y cuando llegó al patio, se abrió la puerta y Barton salió corriendo a su encuentro.
– Entra deprisa -le dijo con voz tensa-. El hermano de Leo está aquí.
– Barton, ¿ha ocurrido algo?
– Te lo contará Guido. Date prisa.
Selena entró rápidamente. Guido estaba allí. Al verla se levantó y ella vio que estaba muy pálido.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.
– Leo tuvo una caída -dijo él.
– ¿Y? -preguntó ella, angustiada.
– Estaba en la parte alta del granero, intentando rescatar a un búho herido… ya sabes cómo es… y perdió pie y… cayó casi catorce metros.
– ¡Oh, Dios! Por favor, Guido; dime que está vivo.
– Si, pero no sabemos cuando volverá a andar.
Selena se llevó las manos a la boca. Leo, el hombre que nunca se sentaba si podía estar de pie, nunca andaba si podía correr… Leo en una silla de ruedas, o algo peor. Se volvió para que Guido no pudiera ver que se esforzaba por no llorar.
– He venido a llevarte a casa -dijo Guido-. Te necesita, Selena.
– Por supuesto. Oh, ¿por qué no me has llamado? Podría estar ya en camino.
– Sinceramente, no sabía si vendrías. He venido para llevarte a la fuerza, de ser necesario.
– Claro que irá -dijo Barton-. Déjalo todo aquí, Selena. Elliot y Jeepers estarán bien con nosotros. Vete, muchacha.
Los llevó él mismo al aeropuerto. Guido tenía ya billetes de avión.
– Te dije que no pensaba aceptar una negativa y hablaba en serio.
– ¿De verdad creías que no iría si Leo me necesita?
– No sé si me habrías creído por teléfono.
– Pero has venido hasta aquí a buscarme -musitó ella.
– Tenía que hacerlo. No sé cómo estará él, pero sé que tienes que estar allí.
Dormitó la mayor parte del viaje y Selena viajó inmersa en sus pensamientos. Estaba confusa. Hasta que no volviera a ver a Leo de nuevo no sabría lo que pensaba.
Un coche los llevó desde el aeropuerto de Pisa hasta el hospital. Selena se clavaba las uñas en la palma. Ahora que había llegado el momento, la aterrorizaba lo que iba a encontrarse. Los últimos metros hasta la habitación de Leo le parecieron interminables.
Guido abrió la puerta del cuarto y se hizo a un lado para dejarla entrar.
La joven miró la cama. Allí no había nadie.
– ¿Selena?
La voz procedía de la ventana. Se volvió y lo vio apoyado en muletas, con una pierna escayolada.
– ¿Selena? -dio un paso vacilante hacia ella y al instante siguiente estaba en sus brazos.
Fue un beso extraño, abrazados, sin atreverse a apretarse mucho, pero fue el beso más tierno que habían compartido.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó él al fin, cuando pudo hablar.
– Tu hermano…
Leo soltó una risita.
– ¿Ya está otra vez con sus trucos?
Selena se volvió hacia Guido, que los miraba con inmensa satisfacción.
– Tú me dijiste que no podía andar.
– Y no puede -repuso Guido con inocencia-. Por eso tiene muletas. Se rompió el tobillo.
– ¿Se rompió…?
– Otro hombre se habría matado en una caída así. Pero el diablo cuida de los suyos y Leo aterrizó en un haz de paja.
Salió de la habitación y los dejó solos.
– Has vuelto conmigo -dijo él con voz ronca-. Abrázame.
Ella lo hizo; Leo no pudo reprimir un quejido.
– No importa -dijo-. Lo único que importa es que has vuelto y te vas a quedar. Sí, te vas a quedar -dijo con rapidez, antes de que ella pudiera discutir-. No volverás a dejarme. No podría soportarlo.
– Yo tampoco podría -dijo ella con fervor-. Ha sido terrible estar sin ti. Intentaba convencerme de que había hecho lo correcto, luego cambiaba de idea y pensaba en venir, y después tenía miedo de avergonzarte porque quizá habías encontrado a otra persona…
– Estúpida mujer -dijo él con cariño.
– Vamos -musitó ella-. Tienes que estar en la cama.
Lo ayudó a quitarse la bata. Debajo su pecho estaba desnudo, excepto por algunas gasas, y ella dio un respingo al ver la multitud de golpes y moratones que tenía.
– No importa, están mejorando -dijo él.
Se tumbó en la cama, agotado.
– Si no te importa subirme la sábana… ¿Selena? No llores.
– No lloro -gimió ella.
– ¿No?
– No. Tú sabes que no lloro nunca y no te atrevas a… Oh, ¿tú has visto eso? ¡Oh, querido, querido…!
Leo la abrazó y la besó en la frente.
– Parece peor de lo que es -declaró-. Sólo son unas cuantas contusiones. Bueno, hay un par de costillas rotas, pero nada para lo que podía haber sido.
Guido entró en la habitación sin que ninguno de los dos se diera cuenta.
– Pensé que no volvería a verte -dijo Leo-. Es como un sueño hecho realidad. ¿Cómo pudiste dejarme?
– No lo sé. Pero no volveré a hacerlo.
Una semana después estaba en su casa, tras haber prometido a los médicos que se metería en la cama en cuanto llegara y haber pasado el primer día en el coche, que conducía Selena, recorriendo sus tierras.
– Y ahora te vas a la cama como prometiste -dijo ella con firmeza cuando llegaron a la casa.
– Sólo si tú me acompañas.
– No estás lo bastante bien para eso.
– Estoy lo bastante bien para abrazarte -dijo él-. Eso es lo que más he echado de menos. ¿No lo sabes?
Se movía ya con más facilidad y, cuando se instaló en la cama, pudo abrazarla sin quejarse mucho.
– ¿Estarás bien para el viaje de la semana que viene? -preguntó ella.
– Claro, Venecia no está lejos y no me perdería la boda de Marco por nada del mundo. Y no temas, que ellos se casen en San Marcos no quiere decir que todo el mundo vaya a darnos la lata para que hagamos lo mismo. Comprenden que queramos casarnos aquí -suspiró-. Estoy deseando que ocurra. Podemos ir mañana a la iglesia a hablar de ello.
Silencio.
– ¿Querida? ¿Ocurre algo?
– No apresuremos las cosas.
– Bueno, yo no puedo apresurar nada, ¿verdad? Mírame. Tengo que ponerme bien del todo porque quiero disfrutar del día de nuestra boda, pero no tardaré mucho…
– No me refería a eso -ella se sentó en la cama-. Leo, yo te quiero, por favor créeme. Y ahora que he vuelto, no volveré a irme porque fue demasiado doloroso. Pero en cierto sentido, nada ha cambiado. Lo que antes estaba mal lo sigue estando.
Hubo una pausa.
– No te dejaré, lo juro, pero… no puedo casarme contigo.