Capítulo 1

– Selena, tú necesitas o un milagro o un millonario.

Ben salió de debajo del coche con una llave inglesa en la mano. Era mayor, delgado, y hacía treinta años que era mecánico en un taller. Y su experiencia le indicaba que Selena Gates quería que reviviera a un cadáver.

– Este cacharro está acabado -dijo; miró sombrío la furgoneta, que era en realidad una mini autocaravana.

– ¿Pero puedes hacer que ande? -le suplicó Selena-. Sé que puedes. Tú eres un genio.

– Deja esas tonterías -dijo él con severidad fingida-. Conmigo no funcionan.

– Siempre han funcionado -repuso ella-. Puedes hacer que ande, ¿verdad?

– Un poco, sí.

– ¿Hasta Stephenville?

– ¿Quinientos kilómetros? No pides mucho. Está bien, seguramente lo consigas. ¿Y luego qué?

– Luego, ganaré dinero en el rodeo.

– ¿Montando a ese bruto viejo?

– Elliot no es viejo; está en la flor de la vida.

– Creo que lleva años en la flor de la vida -gruñó Ben.

Cualquier crítica de su adorado Elliot le llegaba al alma, y Selena se disponía a defenderlo con fiereza cuando recordó que Ben le arreglaba la furgoneta muy barato y se calmó.

– Elliot y yo ganaremos algo -dijo con terquedad.

– ¿Suficiente para una furgoneta nueva?

– Suficiente para dejar esta como nueva.

– Selena, no hay bastante dinero en el mundo para hacer que este viejo autobús quede como nuevo. Cuando lo compraste se caía a pedazos y de eso ya hace tiempo. Te resultaría más fácil engatusar a un millonario para que te comprara una furgoneta nueva.

– No tiene sentido que yo persiga a millonarios -suspiró ella-. No tengo buen tipo.

– ¿Quién lo dice?

– Lo digo yo.

El mecánico miró su figura alta y muy delgada.

– Puede que seas demasiado plana de pecho -admitió.

– Ben, debajo de estos vaqueros viejos soy plana de todo -sonrió ella-. Es inútil. A los millonarios les gustan las mujeres… -trazó una figura voluptuosa en el aire con las dos manos-. Y yo nunca he sido así. Y tampoco tengo el pelo adecuado. Necesitas melena larga y rizada y no… -señaló su pelo liso cortado a estilo juvenil.

Era de un color rojo fuerte que destacaba como un rayo de luz y atraía la atención hacia ella. Imposible no fijarse en Selena. Lista, traviesa, independiente y optimista hasta la locura, estaba segura de no necesitar a nadie.

– Además -dijo-. A mí no me gustan los millonarios. No son personas reales.

Ben se rascó la cabeza.

– ¿No lo son?

– No -dijo Selena, con la seguridad del que declara un artículo de fe-. Tienen demasiado dinero.

– Dinero es lo que necesitas tú ahora. O un milagro.

– Un milagro sería más fácil -dijo ella-. Y encontraré uno. No, me encontrará él a mí.

– ¡Maldita sea, Selena! ¿Quieres intentar ser un poco realista?

– ¿Para qué? ¿De qué me ha servido nunca ser realista? La vida es más divertida si esperas lo mejor.

– ¿Y cuando lo mejor no sucede?

– Pues piensas en otra cosa buena y la esperas. Ben, no sé cuándo ni cómo, pero te prometo que yo encontraré un milagro.


Leo Calvani estiró las piernas todo lo que pudo, que no era mucho. El vuelo de Roma a Atlanta duraba doce horas y él viajaba en primera clase porque, si uno medía un metro noventa, con piernas de noventa centímetros, necesitaba toda la ayuda que pudiera encontrar.

Normalmente no se consideraba un hombre de «primera clase». Rico, sí. Podía permitirse lo mejor sin problemas, pero las tonterías lo ponían nervioso. Las ciudades y la ropa elegante también. Por eso vestía sus vaqueros más viejos y la chaqueta vaquera, combinados con zapatos gastados. Era su modo de declarar que la primera clase no iba a poder con él.

Una azafata elegante se acercó.

– ¿Champán, señor?

Leo se tomó un momento para observar sus grandes ojos azules y figura de curvas seductoras. En él era una reacción instintiva, un tributo que pagaba a todas las mujeres de menos de cincuenta años y, como era un hombre de buen corazón, casi siempre encontraba algo agradable.

– ¿Señor?

– ¿Cómo dice?

– ¿Le apetece champán?

– Preferiría whisky.

– Por supuesto, señor. Tenemos… -la mujer le dio una lista de marcas caras.

– Solo whisky -dio él con un toque de desesperación. Mientras sorbía la bebida, bostezó y deseó que el viaje terminara ya. Habían pasado once horas y la última era la peor, porque se había quedado sin distracciones. Había visto la película, disfrutado de dos comidas excelentes y coqueteado con la mujer sentada a su lado.

Esta había respondido alegremente, atraída por el rostro atractivo de él, enmarcado por un pelo castaño oscuro con un asomo de rizos, y el brillo entusiasta de sus ojos. Los dos disfrutaron un par de horas agradables, hasta que ella se quedó dormida. Leo pasó entonces a coquetear con la azafata.

Pero en ese momento estaba solo, con la única compañía de sus pensamientos. Un par de semanas en el Cuatro-Diez, el rancho que Barton Hanworth poseía cerca de Stephenville, Texas, disfrutando de los espacios abiertos, la vida al aire libre y asistiendo al rodeo eran su idea del paraíso.

Al fin el avión empezó a descender hacia Atlanta. Pronto podría estirar las piernas, aunque solo fuera un par de horas, antes de embarcar de nuevo en el vuelo para Dallas.


Ben redujo la factura al máximo porque apreciaba a Selena y sabía que los pocos dólares que le quedaban los destinaría al cuidado de Elliot. Si le sobraba algo, compraría comida para ella y, si no era así, pasaría sin comer. La ayudó a enganchar el remolque del caballo a la parte de atrás de la furgoneta, le dio un beso de buena suerte en la mejilla y la observó alejarse. Cuando la perdió de vista, envió una plegaria a cualquier deidad que protegiera a las jóvenes locas que no tenían otra cosa en el mundo que un caballo, una furgoneta destrozada, un corazón de león y una terquedad a prueba de bomba.


Cuando Leo embarcó en el vuelo de enlace con Atlanta, empezaba a notar los efectos del cambio de horario y logró dormitar hasta que aterrizaron. Cuando bajó del aparato, juró no volver a subir a un avión en toda su vida, algo que hacía después de cada vuelo.

Cuando cruzaba la aduana, oyó una voz entusiasta.

– ¡Leo, sinvergüenza!

Su rostro se iluminó al ver acercarse a su amigo con los brazos abiertos.

– ¡Barton, sinvergüenza!

Poco después ambos se abrazaban con ganas.

Barton Hanworth era un hombre grande, de unos cincuenta años, aire amable, pelo rizado y el comienzo de una barriga que su altura disimulaba. Su voz y su risa eran estentóreas. Y su coche, su rancho y su corazón, muy grandes.

Leo no olvidó estudiar con atención el coche. En las seis semanas transcurridas desde que planearan aquel viaje, había hablado varias veces con Barton por teléfono y ni una sola vez había dejado este de hablarle de su «nueva preciosidad». Según él, era lo último, lo más rápido y lo mejor del mercado. No le había dicho el precio pero Leo lo había buscado en Internet y había comprobado que era el más caro.

Por eso alabó con entusiasmo el coche plateado y Barton correspondió con una sonrisa de felicidad.

Cargaron las pocas bolsas de Leo en el coche y se pusieron en marcha hacia el rancho cercano a Stephenville.

– ¿Cómo es que has venido desde Roma? -preguntó Barton, con la vista fija en la carretera-. Yo pensaba que Pisa te pillaba más cerca.

– Había ido a Roma a la fiesta de compromiso de mi primo Marco -contestó Leo-. ¿Lo conoces?

– Pasó por tu granja cuando fui a verte hace dos años -gruñó Barton-. Fue él el que te compró aquellos caballos. ¿Cómo es ella?

– ¿Harriet? -Leo sonrió-. Te aseguro que, si no fuera la prometida de mi primo… Pero lo es. ¡Qué lástima!

– ¿Así que Marco se llevó el premio y al fin se va a asentar?

– Sí, creo que sí -repuso Leo pensativo-. Pero no sé si él lo sabe todavía. Él dice que va a hacer una boda «apropiada» con la nieta de la vieja amiga de su madre, pero hubo algo muy raro en esa fiesta. No sé qué ocurrió, pero Marco pasó la noche fuera, durmiendo en el suelo. Yo salí a tomar el aire al amanecer y lo vi. Él no me vio, así que me retiré deprisa.

– ¿No dio explicaciones?

– No dijo ni una palabra. El último compromiso de Marco se rompió de un modo del que nadie habla nunca.

– ¿Y crees que pasará lo mismo con este?

– Puede ser. Depende de lo que tarde en darse cuenta de que está loco por Harriet.

– ¿Y a tu hermano le pasa lo mismo?

– Guido tiene suficiente sentido común para saber cuándo está loco. Dulcie es la mujer perfecta para él.

– ¿O sea que tú eres el único libre?

– Libre y contento de serlo. A mí no me atraparán.

– Eso dicen todos, pero mira a tu alrededor. Los hombres que valen la pena caen como moscas.

– Barton, ¿tú sabes cuántas mujeres hay en el mundo? ¿Y de las pocas que he conocido hasta el momento? Un hombre ha de tener la mente abierta, ampliar sus horizontes.

– Al final encontrarás una especial.

– La encuentro una y otra vez. Y al día siguiente conozco a otra que también es especial. Y me siento estafado por eso.

– ¿Tú estafado? -gruñó Barton.

– Sí, te lo juro. Mírame, estoy solo. Ni esposa amantísima ni hijos -suspiró con tristeza-. Tú no sabes la tragedia que es para un hombre darse cuenta de que la naturaleza lo ha hecho inconstante.

– Sí, seguro.

Soltaron los dos una carcajada. Leo tenía una risa alegre, llena de vino y de sol, repleta de vida. Era un hombre de la naturaleza, que buscaba instintivamente los espacios abiertos y los placeres de los sentidos. Y todo eso es taba presente en sus ojos y en su cuerpo grande y relajado. Pero, sobre todo, estaba presente en su risa.

En el último tramo del viaje empezó a bostezar.

– Es espantoso tener que mirarle tanto tiempo el trasero a un caballo -dijo.

Delante de ellos había un remolque viejo, que exhibía un trasero amplio de caballo. Y llevaban ya un rato así.

– Además de lo cual, he tenido que levantarme a una hora indecente para llegar a tiempo al aeropuerto -añadió Barton.

– Eh, lo siento. Deberías habérmelo dicho.

– Y no solo eso. Anoche nos quedamos levantados hasta tarde celebrando tu visita.

– Pero yo no estaba presente.

– No te preocupes, volveremos a celebrarla esta noche -lo tranquilizó Barton-. Estamos en Texas.

– Ya lo veo -sonrió Leo-. Estoy empezando a pensar si podré soportar ese ritmo. Me ofrecería para conducir, pero después del vuelo, estoy peor que tú.

– Bueno, ya no falta mucho -gruñó Barton-. Y menos mal, porque la persona que lleva ese remolque no puede ir a más de cincuenta kilómetros por hora. Voy a pisar a fondo.

– Más vale que no -le aconsejó su amigo-. Si estás cansado…

– Cuanto antes lleguemos, mejor. Vamos allá.

Salió de detrás del remolque del caballo y aceleró para adelantarlo. Leo miró por la ventanilla y vio, el remolque pasar de largo y la furgoneta que iba delante. Miró a la conductora, una mujer joven de pelo rojo y corto. Ella levantó la vista y lo vio mirándola.

Lo que sucedió después sería luego un punto de discusión entre ellos. Ella siempre dijo que él le guiñó un ojo. Él juraba que ella había sido la primera en hacerlo. Ella decía que no era cierto, que había sido un truco de la luz y que él tenía la cabeza llena de pájaros. Jamás se pusieron de acuerdo.

Barton apretó el acelerador y la dejaron atrás.

– ¿Has visto eso? -preguntó Leo-. Me ha guiñado un ojo. ¿Barton? ¡Barton!

– Vale, vale, solo descansaba los ojos un momento, pero quizá sea mejor que me hables… ya sabes, para…

– Para que no te duermas. No estoy seguro de que después de ese adelanto estemos mejor que antes -Leo miró el camión que tenían ahora delante y que oscilaba de un carril a otro. Barton se colocó a la izquierda con intención de adelantar de nuevo, pero el camión se movió también en ese momento y tuvo que retroceder. Lo intentó una vez más y el camión le bloqueó el paso por segunda vez y luego frenó de pronto.

– ¡Barton! -gritó Leo, ya que su amigo no había reaccionado.

Al fin los reflejos de Barton entraron en acción. Era demasiado tarde para disminuir la velocidad, solo un frenazo en seco podía evitar ya la colisión, así que pisó el freno con fuerza y paró en el último momento.

La furgoneta que los seguía no tuvo tanta suerte. Oyeron un chirrido de frenos seguido de un golpe, una sacudida que afectó al coche entero y, al fin, un aullido de rabia y angustia.

El camión culpable de todo aceleró y se alejó, seguramente sin darse cuenta de nada. Los dos hombres salieron del coche y corrieron a la parte de atrás a inspeccionar los daños. Lo que vieron los dejó anonadados.

En el coche, orgullo de Barton, había un golpe que se correspondía exactamente con otro en la parte delantera de la furgoneta. En la parte de atrás de la furgoneta las cosas eran aún peores. El frenazo había hecho que el remolque del caballo se moviera de lado y chocara con el vehículo con una fuerza que hizo que los dos acusaran el golpe. El remolque estaba medio volcado y se apoyaba en la furgoneta, mientras el caballo lanzaba coces en el interior, aumentando el desastre. Leo veía aparecer en los agujeros cascos volando que después se retiraban para cocear de nuevo.

La joven de pelo rojo intentaba enderezar el remolque, una tarea imposible pero a la que ella se aplicaba con vigor.

– ¡No haga eso! -le gritó Leo-. Se va a hacer daño.

Ella se volvió hacia él.

– ¡Usted no se meta!

Le sangraba la frente.

– Está herida -dijo Leo-. Déjeme ayudarla.

– Le he dicho que no se meta. ¿No ha hecho ya bastante?

– Eh, yo no conducía. Y además no ha sido culpa nuestra.

– ¿Y qué me importa a mí quién conducía? Son todos iguales. Van por ahí con sus coches caros como si fueran los dueños de la carretera y casi matan a Elliot.

– ¿Elliot?

Otro golpe en el interior del remolque respondió a su pregunta. Al momento siguiente cedió la puerta y el caballo saltó a la carretera. Leo y la joven se lanzaron hacia su cabeza, pero el animal esquivó a los dos y cruzó la autopista al galope. La joven echó a correr tras él sin vacilar, eludiendo el tráfico como podía.

– Qué mujer tan loca! -exclamó Leo con violencia, y salió detrás de ella.

Hubo más chirridos, frenados, maldiciones y conductores frustrados que gritaban lo que les gustaría hacer con Leo. Este no hizo caso y corrió tras ella.

Barton se rascó la cabeza.

– Están los dos igual de locos -murmuró.

Por suerte para sus perseguidores, Elliot estaba algo magullado y no podía ir deprisa. Y por desgracia para ellos, estaba decidido a no dejarse atrapar. Lo que le faltaba en velocidad lo suplía en ingenio, y giró repetidamente de un lado a otro hasta que desapareció en un grupo de árboles.

– Usted vaya por ahí -gritó Leo-. Yo voy por aquí y entre los dos le cortamos el paso.

Pero sus esfuerzos no lograron persuadir al caballo. Selena casi estuvo a punto cuando lo llamó por su nombre y él paró y la miró. Pero luego consiguió pasar entre los dos y volvió por donde había llegado.

– ¡Oh, no! -exclamó Leo-. Vuelve a la autopista.

Poco tiempo después, volvían a ver el tráfico. Leo, asustado por lo que imaginaba que podía pasar, aceleró la carrera y consiguió agarrar la brida a dos metros de la autopista.

Elliot lo miró con nerviosismo, pero las primeras palabras de Leo parecieron tranquilizarlo. No las había oído nunca, ya que eran italianas, pero Leo tenía la voz de un hombre que amaba a los caballos, un lenguaje universal de afecto. Los temblores del caballo remitieron y permaneció quieto, nervioso y confuso, pero dispuesto a confiar.

El subconsciente de Selena percibió todo aquello mientras cubría los últimos metros, y la conquista fácil de su adorado Elliot no contribuyó a mejorar su temperamento. Como tampoco el modo experto en que el hombre examinaba las patas del animal, que rozaba con gentileza.

– Creo que lo más grave que tiene es una torcedura leve de ligamento, pero un veterinario lo confirmará.

¡Una factura de veterinario cuando estaba ya al límite de su capacidad económica! Se volvió, para que él no viera su desesperación, y se pasó una mano por los ojos con fiereza. Cuando giró de nuevo hacia él, volvía a estar rabiosa.

– Si usted no hubiera frenado tan de repente, ahora no tendría nada -dijo con amargura.

– Perdone, yo no he hecho nada porque no conducía -repuso Leo, que jadeaba todavía debido al ejercicio-. Conducía mi amigo, y él tampoco ha tenido la culpa. Puede echársela al hombre que iba delante de nosotros, aunque me temo que hace rato que se ha largado, pero si hay justicia en el mundo… Qué tonterías… ¿qué puede saber usted de justicia?

– Sé que mi caballo está herido y mi furgoneta averiada. Y sé que están así porque he tenido que frenar con brusquedad.

– Ah, sí, frenar. Me gustaría mucho ver sus frenos. Seguro que sería muy interesante.

– ¿Ahora quiere echarme la culpa a mí?

– Yo solo…

– Es el truco más viejo del mundo y debería darle vergüenza.

– Pero…

– Conozco a los hombres como usted. Creen que una mujer sola está indefensa y que pueden asustarla fácilmente.

– No se me ha pasado por la cabeza que usted se asuste fácilmente -replicó Leo con sinceridad-. En cuanto a lo de indefensa, he visto tigres más indefensos.

Barton había cruzado la carretera y llegaba hasta ellos.

– Un momento, Leo…

Este normalmente era un hombre tranquilo, pero poseía un temperamento latino que podía estallar fácilmente en ocasiones como aquella.

– Nosotros estamos aquí, ¿no? Muy bien, échenos la culpa. Somos los chivos expiatorios más apropiados y… y… -como siempre que le fallaba el inglés, recurrió a su lengua materna y soltó una riada de palabras en italiano.

– ¡Maldita sea, Leo! -gritó Barton, después de un minuto-. ¿Quieres dejar de ser tan excitable y tan… italiano?

– Solo quería decir lo que pienso.

– Pues ya lo has hecho. ¿Por qué no nos calmamos todos y nos presentamos como es debido? -miró a la joven-. Barton Hanworth, rancho Cuatro-Diez, a las afueras de Stephenville, a unos ocho kilómetros de aquí.

– Selena Gates. Voy para Stephenville.

– Muy bien. Cuando lleguemos allí podemos enviar a buscar su vehículo y llevar su caballo al veterinario.

– ¿Y cómo vamos a llegar allí? ¿Volando?

– En absoluto. Acabo de hacer una llamada y ya viene ayuda en camino. Usted se quedará un día con nosotros mientras arreglamos todo este lío.

– ¿Quedarme con ustedes?

– ¿Y dónde si no? -preguntó él-. Si yo la he metido en este lío, me toca a mí sacarla de él.

Selena miró a Leo con recelo.

– Pero él dice que usted no ha tenido la culpa.

– Bueno, creo que he reaccionado un poco tarde -mintió Barton, sin mirar a su amigo-. Lo cierto es que, si hubiera frenado antes… pero no haga caso a lo que dice mi amigo -se inclinó hacia ella en ademán conspirador-. Es extranjero y dice cosas raras.

– Gracias, Barton -sonrió Leo.

Seguía centrando su atención en Elliot, al que acariciaba el morro y le murmuraba de un modo que el animal parecía encontrar consolador. Selena lo miraba sin decir nada, pero viéndolo todo.

Poco tiempo después apareció una camioneta que tiraba de un remolque con el logotipo del rancho Cuatro-Diez y lo bastante grande para tres caballos.

Selena ayudó a subir la rampa a Elliot, que ya cojeaba claramente.

– Cuando lleguemos a casa, habrá un veterinario y un médico esperando -dijo Barton-. Suba usted al coche con nosotros y nos vamos.

– Gracias, pero prefiero quedarme con Elliot.

Barton frunció el ceño.

– Es ilegal que vaya ahí. ¡Ah, qué diablos! -exclamó al ver la expresión terca de ella-. Solo son ocho kilómetros.

– Tengo que quedarme con él -explicó la joven-. Se pondrá nervioso si está sin mí en un sitio nuevo. ¿Qué pasa con mi furgoneta?

– No se preocupe, se la llevará una grúa.

– A Elliot no le gusta ir muy deprisa.

– Se lo diré al conductor. Leo, ¿vienes?

– No, creo que me quedaré aquí.

– No necesito ayuda con Elliot -dijo Selena con rapidez.

– No estoy pensando en él. Usted se ha dado un golpe en la cabeza y no debe quedarse sola.

– Estoy bien.

– Podemos empezar el viaje y llevar a Elliot al veterinario o podemos seguir aquí hablando hasta que ceda. Usted decide.

Antes de terminar de hablar, cerró la puerta. Selena lo miró de hito en hito, pero no siguió discutiendo. Hasta le permitió que la ayudara a instalar a Elliot en uno de los apartados.

Estaba enfadada con él sin saber bien por qué. Sabía que no conducía él y que Barton Hanworth, que era el que conducía, se estaba portando muy bien. Pero tenía los nervios de punta, se había llevado un gran susto y toda su agitación parecía concentrarse en aquel hombre que tenía el valor de darle órdenes y que le hablaba ahora con la misma voz tranquilizadora que había usado para calmar a Elliot. ¡Imperdonable!

– Llegaremos pronto -decía él-. La examinará un médico.

– No necesito que me mime nadie -replicó ella entre dientes.

– A mí sí me gustaría que lo hicieran conmigo si hubiera tenido un golpe como el suyo.

– Supongo que algunos somos más fuertes que otros -gruñó ella.

Leo lo dejó estar. Parecía enferma y suponía que tenía derecho a su mal genio. La observó volverse al animal y notó sorprendido cómo pasaba de gritarle a él a mostrarse amable y tierna con el caballo.

No era un animal hermoso, pero sí fuerte, y mostraba huellas de una vida dura. Por el modo en que ella apoyaba la mejilla en él, estaba claro que, a sus ojos, era perfecto.

A primera vista, ella tampoco era hermosa, excepto en sus ojos, grandes y verdes. Su piel tenía un brillo sano de vida al aire libre y su rostro parecía que pudiera mostrarse travieso en bastantes momentos. Los ojos observadores de Leo habían notado también con placer sus movimientos. Era delgada como un punzón, no elegante, pero sí fuerte y, sin embargo, se movía con la gracia instintiva de una bailarina.

Intentó ver de nuevo sus maravillosos ojos, sin que se notara mucho. Con unos ojos así, una mujer no necesitaba nada más. Lo hacían todo por ella.

– Mi nombre es Leo Calvani -dijo, y le tendió la mano.

Ella la estrechó y el sintió de inmediato la fuerza que había intuido en ella. Quiso prolongar el contacto para averiguara algo más, pero ella retiró la mano enseguida.

Empezaron a moverse despacio, como Selena había pedido. Después de unos minutos, Leo se dio cuenta de que lo miraba con curiosidad. No con una curiosidad erótica, como solía pasarle. Ni con fascinación romántica, cosa que también le ocurría con cierta frecuencia.

Solo con curiosidad. Como si pensara que quizá no fuera tan malo como había creído al principio y estuviera dispuesta a admitirlo así.

Pero nada más.

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