El rancho Cuatro-Diez eran diez mil acres de tierra de primera calidad, poblada por cinco mil cabezas de ganado, doscientos caballos, cincuenta empleados y una familia de seis miembros.
Selena supo que allí había mucho dinero en cuanto saltó del remolque y vio los establos en los que guardaba Barton a sus caballos. Sabía que había muchos humanos que vivían peor.
Todo se movía con la precisión de un reloj. Cuando entró llevando a Elliot de la brida, un hombre abrió la puerta de un apartado amplio y cómodo. Allí había ya un veterinario. Y también un médico que quiso apartarla enseguida, pero Leo lo detuvo al decirle:
– Espere que antes se ocupe del caballo. No se tranquilizará hasta que no vea que está bien.
Selena le lanzó una breve mirada de gratitud por su comprensión y observó al veterinario, quien, tras explorar al animal, dio el mismo diagnóstico que había dado Leo, aunque más elaborado para justificar la factura. Una inyección antiinflamatoria, una venda y todo había terminado.
– ¿Estará bien para el rodeo de la semana que viene? -preguntó la joven con ansiedad.
– Veremos. Ya no es un caballo joven.
– ¿Por qué no deja ya que la vea el médico? -preguntó Leo.
Ella asintió se sentó para que el doctor le examinara la cabeza. A pesar de su calma aparente, estaba desesperada por dentro. Le dolía la cabeza, le dolía el corazón y le dolía todo el cuerpo.
– ¿Cómo están los animales que te vendí hace dos años? -preguntó Leo a Barton.
– Ven a verlos por ti mismo.
Se alejaron juntos por el establo y las cabezas largas e inteligentes de los caballos se volvían a verlos pasar.
Los cinco caballos que Barton le había comprado a Leo se hallaban en muy buen estado. Eran animales grandes, de patas poderosas, y aunque habían trabajado duro, también los habían tratado como a reyes.
– Juro que se acuerdan de ti -musitó Barton, al ver que uno de ellos frotaba el morro contra Leo.
Este sonrió. Mientras admiraba a los caballos, echó un vistazo a Selena, a la que en ese momento le ponían una gasa en la frente.
– Descanse un par de días -decía el médico-. Mucho descanso.
– Solo ha sido un chichón -declaró ella.
– Un golpe en la cabeza.
– Me aseguraré de que descanse -intervino Barton-. Mi esposa le está preparando una habitación en este momento.
– Es muy amable -contestó la joven-, pero prefiero quedarme aquí con Elliot.
Indicó los montones de paja como si se preguntara para qué iba a querer nadie algo mejor.
– Bien, tiene que venir a comer -dijo Barton-. Será solo un tentempié, porque vamos a empezar la barbacoa en un par de horas.
– Es usted muy amable, pero no puedo entrar en la casa -declaró ella, muy consciente de su ropa arrugada.
Barton se rascó la cabeza.
– La señora Hanworth se ofenderá si no viene.
– En ese caso, iré a darle las gracias.
Pensó que no necesitaba quedarse mucho tiempo, solo el suficiente para ser amable.
Los siguió de mala gana hasta la casa, una mansión blanca cuya sola visión la ponía nerviosa. Se preguntó cómo lo llevaría Leo, quien, con sus vaqueros viejos y deportivas desgastadas, se veía tan fuera de lugar como ella, aunque a él no parecía preocuparlo.
El sonido de unos gritos hizo levantar la vista a Leo, que al momento siguiente se vio asaltado por la familia Hanworth.
Delia, la esposa de Barton, era una mujer exuberante que parecía diez años más joven de lo que era. Barton y ella tenían dos hijas, Carrie y Billie, versiones más jóvenes de su madre, y un hijo estudioso, Jack, que daba la impresión de vivir en un mundo de ensueño separado del resto de la familia.
La familia la completaba Paul, o Paulie, como lo llamaba Delia. Era su hijo de un matrimonio anterior y lo mimaba hasta el absurdo para exasperación de todos los demás.
Paulie saludó a Leo como, a un camarada, con palmadas en la espalda y anunciándole que lo pasarían muy bien juntos lo cual casi hizo gemir a Leo. Paulie estaba al final de la veintena y era guapo, aunque la buena vida empezaba ya a redondear sus rasgos. Se consideraba un hombre de negocios, pero su «negocio» consistía en una empresa de internet, la quinta que fracasaba rápidamente como había ocurrido con las cuatro anteriores.
Barton había acudido en su rescate una y otra vez, jurando siempre que esa vez era la última y cediendo siempre a las súplicas de Delia para hacerlo «solo una vez más».
Pero en ese momento Paulie acababa de reconocer a Selena.
– Te vi montar en el rodeo de… -soltó una lista de nombres-. Y también te he visto ganar.
Selena se relajó y consiguió sonreír.
– No gano a menudo -admitió-. Pero sí lo bastante para seguir adelante.
– Eres una estrella -declaró Paulie. Le estrechó la mano con las dos suyas-. Es un gran honor conocerte.
Si Selena opinaba lo mismo, lo disimuló muy bien. Había algo en Paulie que empañaba hasta sus intentos por halagar. La joven le dio las gracias, retiró la mano y reprimió la tentación de limpiársela en los vaqueros. Paulie tenía las palmas húmedas.
– Su habitación está lista -dijo Delia con amabilidad-. Las chicas la acompañarán arriba.
Carrie y Billie se hicieron cargo de ella de inmediato y la guiaron escaleras arriba sin darle tiempo a protestar. Paulie las siguió y, para cuando llegaron al mejor dormitorio de invitados, había conseguido colocarse delante y abrir la puerta.
– Solo lo mejor para nuestra famosa invitada -comentó.
Como Selena no era famosa y lo sabía, aquello solo logró que lo mirara con desaprobación. No le gustaba aquel chico y se alegró cuando Carrie salió de la estancia con él.
Miró a su alrededor. La habitación, amplia, estaba decorada en blanco, malva y rosa, los colores predilectos de Delia. La alfombra era de un tono rosa delicado que hizo que Selena mirara si tenía barro en las botas. Las cortinas eran malvas y rosas y la enorme cama de columnas tenía cortinas blancas de red. Probó el colchón con cuidado y calculó que allí podían dormir cuatro personas.
El baño resultaba igual de femenino y de lujoso, con una bañera en forma de caracola grande. No era el estilo de Selena, que habría preferido una ducha, pero el gorro no era lo bastante grande para cubrir la gasa de la frente, así que llenó la bañera.
Disfrutó del placer del agua caliente y dejó que calmara sus huesos. Buscó entre los jabones hasta dar con el menos perfumado y se enjabonó con él.
Miró una hilera de frasquitos colocados sobre un estante, y cada uno lleno con cristales de un color diferente. Tomó uno con curiosidad, le quitó la tapa y arrugó la nariz ante el aroma, más potente que el de los jabones. Se apresuró a taparlo, pero tenía los dedos resbaladizos y el frasco cayó al agua y chocó contra el fondo con un ruido raro. Selena lanzó un grito de sorpresa.
Leo, que se hallaba en su cuarto situado enfrente, se disponía a entrar en la ducha y acababa de quitarse la camisa cuando oyó el grito. Salió al pasillo y se paró a escuchar. Silencio. Luego oyó otro grito.
Llamó a la puerta.
– ¿Hola? ¿Se encuentra bien?
– No del todo -llegó la voz débil de ella.
Leo abrió la puerta, pero no vio a nadie.
– ¿Hola?
– Estoy aquí.
Se acercó con cuidado a la puerta del baño, intentando no inhalar el aroma dulce e intenso que salía de allí y rodeaba su cabeza como una nube.
– ¿Puedo pasar? -preguntó.
– Si no lo hace, me quedaré aquí atrapada para siempre.
Avanzó con cautela y miró la caracola rosa. Selena estaba en el centro con los brazos cruzados sobre el pecho y lo miraba con miedo.
– He roto un frasco de cristales -dijo con desesperación.
El hombre miró a su alrededor.
– ¿Dónde?
– En la bañera. Hay cristales rotos por todas partes debajo del agua, pero no veo dónde están y no me atrevo a moverme.
– Vale, no se asuste -encontró una toalla blanca y se la tendió sin mirarla.
– Ya puede mirar -dijo ella un instante después.
– ¿Puede llegar al tapón?
– Si no me muevo, no.
– Lo haré yo. No se mueva. Dígame solo dónde está.
– Entre mis pies.
Leo pasó los dedos con cuidado por la superficie interior de la bañera, intentando encontrar el tapón sin tocarla, una tarea casi imposible. Al fin lo consiguió y logró quitarlo para que la bañera empezara a vaciarse.
– Cuando el agua empiece a irse, puedo empezar a retirar el cristal -dijo.
Al fin vio los trozos afilados, peligrosamente cerca del cuerpo de ella y empezó a retirarlos uno a uno. Era un proceso largo, porque el frasco se había roto en docenas de fragmentos, y el movimiento del agua implicaba que, cuando limpiaba un espacio de cristales pequeños, se llenaba de nuevo con otros. El nivel bajaba poco a poco y cada vez se veía más trozo de ella, lo cual era otro problema.
– Intento no mirar, pero tengo que ver lo que hago -dijo con desesperación.
– Haga lo que tenga que hacer -dijo ella.
Leo respiró hondo. La toalla solo le cubría una parte y el agua desaparecía deprisa.
– He quitado los que he podido -anunció al fin él-. Tiene que salir moviéndose hacia arriba, no de lado.
– ¿Y cómo voy a hacerlo? Tendré que girar para conseguir equilibrio y agarrarme a algo.
– Agárrese a mí -se inclinó-. Ponga los brazos en torno a mi cuello.
Ella lo hizo así, y la toalla resbaló de inmediato.
– Olvídelo -dijo Leo-. Estoy tratando de ser un caballero, ¿pero prefiere estar indemne o tapada?
– Indemne -repuso ella enseguida-. Vamos.
Le echó los brazos al cuello y sintió las manos de él en la cintura. Eran manos grandes, que casi la abarcaban por completo. Él se enderezó lentamente, llevándola consigo. Ella se apretaba contra él, procurando no pensar en sus senos desnudos contra el pecho masculino ni en las cosquillas que le producía el vello de él.
Poco a poco, centímetro a centímetro, lo estaban logrando. Desapareció el resto del agua, que dejó al descubierto un trozo de cristal que habían pasado por alto. Selena lo miró horrorizada e intentó apartarlo con el pie.
Fue un error fatal. Al momento siguiente, el pie había resbalado y empezaba a caer. Pero Leo apretó uno de los brazos en torno a ella y bajó el otro, agarró su trasero, y lo retiró con tal rapidez que perdió el equilibrio. Retrocedió varios pasos mientras luchaba por seguir de pie, pero no lo consiguió y acabó tumbado de espaldas sobre la alfombra rosa con Selena desnuda encima de él.
– ¡Oh, Dios! -se estremeció ella, que se agarró a él con fuerza y olvidó su modestia y todo lo demás.
Leo la sujetaba respirando con fuerza. La sensación de ella encima de él lo asustaba y le gustaba al mismo tiempo; y sabía que tenía que acabar con aquello de inmediato.
Un ruido le heló la sangre.
Una risa femenina. Dos risas femeninas. Justo al otro lado de la puerta.
– Selena -dijo la voz de Carrie-. ¿Podemos pasar?
– ¡No! -gritó Selena. Se levantó de un salto, corrió a la puerta y buscó la llave.
No había. La puerta no tenía llave.
¡Desastre!
– No entréis, no estoy decente -gritó; colocó la espalda contra la puerta y empujó-. Bajaré en un momento. Por favor, dad las gracias a vuestra madre.
Las voces se alejaron.
Leo seguía tratando de recuperar el control. Si tenerla encima desnuda no había destruido su sistema nervioso por completo, verla cruzar la habitación como una gacela había estado a punto de lograrlo.
Pero había podido al menos comprobar una cosa. Su rescate había sido un éxito. Ella no tenía ni un arañazo en ninguna parte del cuerpo.
Selena corrió al baño y regresó con un albornoz que la cubría por completo.
– Gracias -dijo-. Me ha salvado de algo muy desagradable.
Leo se había puesto en pie.
– Más vale que me vaya antes de que empiecen a hablar de los dos.
– ¿Qué le voy a decir a la señora Hanworth?
– Déjeme eso a mí. No creo que deba bajar de todos modos. Acuéstese. Es una orden.
Se asomó al pasillo y lo alivió ver que estaba vacío. Pero apenas acababa de salir cuando aparecieron Carrie y Billie, como si hubieran estado escondidas al doblar el recodo.
– Hola, Leo. ¿Va todo bien?
– No del todo -repuso él, muy consciente de que sólo iba vestido a medias-. Selena ha roto uno de los frascos de cristal en la bañera.
– ¡Pobrecita! ¿Está todavía atrapada ahí?
– No, la he sacado y está bien -repuso él, que quería que se lo tragara la tierra-. Le he prometido que le diría a vuestra madre lo del frasco. Bajaré… en cuanto me ponga una camisa.
Se alejó de las adolescentes tan deprisa como pudo y entró en la habitación.
Tal y como Leo esperaba, Delia reaccionó amablemente.
– ¿Qué importancia tiene un frasco? -dijo-. Voy a ver si está bien.
Volvió poco después y entró en la cocina para ordenar que subieran comida a Selena.
– Creo que has hecho de caballero andante -le dijo después a Leo-. Y no me extraña. Es una chica muy atractiva.
– Delia, juro que no la había visto nunca hasta hoy.
Un error fatal. Delia sonrió comprensiva.
– Los italianos sois tan románticos que nunca perdéis una oportunidad con las mujeres.
– ¿Qué es ese olor maravilloso que viene de la cocina? -pregunto él con desesperación. Porque estoy muerto de hambre.
Por suerte, la comida cambió el tema de conversación y la única persona que volvió a aludir a lo sucedido fue Paulie, quien habló con Leo aparte y le dijo lo mismo que había dicho su madre, aunque en él sonaba vulgar y ofensivo. Pero después de que Leo le contara con una sonrisa todas las cosas desagradables que le haría si volvía a mencionar el tema, Paulie guardó silencio.
Cuando se vestía para la barbacoa, Leo pensó en sus reacciones. Aunque Selena tenía su encanto, no había nada de especial en ella. Y su cuerpo desnudo no tendría que haberlo afectado tanto, ya que carecía de la exuberancia que él prefería en las mujeres.
Sin embargo, misteriosamente le ocurría algo con ella. Aún no sabía qué, pero los comentarios de Paulie lo habían llenado de rabia.
Empezaban a llegar los invitados, que se dirigían al campo donde tendría lugar la gran fiesta, el mismo donde había habido otra fiesta la noche anterior y donde habría otra más en cuanto a alguien se le ocurriera una excusa. Leo miraba sonriente desde su ventana.
– ¿Listo para pasarlo bien? -le gritó Barton cuando bajaba las escaleras.
– Para eso siempre estoy preparado ¿Pero podemos pasar antes por el establo?
– Si quieres. Pero no tienes de qué preocuparte. Ella estará bien.
– Elliot es un macho.
– No me refería a Elliot -comentó Barton.
La medicina antiinflamatoria debía de haber hecho efecto y el caballo parecía tranquilo. De camino a la barbacoa pasaron por el garaje y Leo vio la furgoneta de Selena y los restos del remolque.
– Ha tenido días mejores -comentó su amigo-. Y es un milagro que haya durado tanto.
Leo subió a la furgoneta y lo que vio allí lo sorprendió.
Se consideraba un hombre que podía vivir con pocas cosas, pero el interior de la casa de Selena lo asustó. Había un colchón apenas lo bastante largo para que pudiera dormir, un hornillo pequeño y una zona de lavarse. Lo mejor que se podía decir del sitio era que es taba muy limpio.
Se dio cuenta de que su experiencia de vida dura había sido la de un hombre rico con una especie de juguete.
Por duras que fueran las condiciones, siempre podía regresar a una vida cómoda cuando se cansara de jugar. Pero para ella no había escape. Esa era su realidad.
¿Por qué había elegido una vida errante que parecía ofrecerle tan poco?
Y había otra cosa muy clara. El accidente la había privado de casi todo lo que tenía.
Pero no tuvo mucho tiempo para pensamientos sombríos. La hospitalidad de Texas le abrió los brazos y él se echó alegremente en ellos, disfrutando de cada momento y diciéndose que ya tendría tiempo de descansar más tarde. Entre la abundancia de comida, bebida, música y chicas guapas con las que bailar, las horas pasaban sin darse cuenta.
En algún momento se preguntó cómo estaría Selena y si volvería a tener hambre.
Llenó un plato con bistec y patatas, tomó unas latas de cerveza bajo el brazo y se dirigió hacia la casa. Pero algo lo hizo mirar antes en los establos, donde encontró a la joven mirando a ElIiot.
– ¿Cómo está? -preguntó Leo.
Selena dio un salto.
– Está mejor. Se ha tranquilizado mucho.
Ella también estaba mejor. Sus mejillas tenían color y le brillaban los ojos. Leo le mostró el plato y ella miró el bistec con ansia.
– ¿Es para mí?
– Claro que sí. Vamos afuera.
Encontró un haz de heno firme y se sentaron juntos. Le pasó una cerveza y ella echó la cabeza hacia atrás y la bebió casi de un trago.
– ¡Oh, qué bien sienta! -suspiró.
– Hay mucha más -comentó él-. Y también mucha más carne. ¿Por qué no se une a la fiesta?
– Gracias, pero no.
– ¿Aún no le apetece divertirse?
– No es eso. Estoy mejor y he dormido bien, pero la idea de toda esa gente mirándome y pensando que mi voz no está bien… que nada está bien…
– ¿Quién dice que no esté bien?
– Yo. Esta casa… todo esto me da escalofríos.
– ¿Nunca ha estado en una casa así?
– Oh, sí, muchas veces, pero no entrando por la puerta principal. He trabajado en sitios parecidos fregando suelos, limpiando la cocina, cosas así. Aunque prefería trabajar en los establos.
– ¿Y cuándo fue eso? Habla como si fuera una anciana, pero no puede tener más de cuarenta.
– ¿Más de…? -vio el brillo malicioso de sus ojos y se echó a reír-. Si no estuviera sentado entre la cerveza y yo, le daría un puñetazo.
– Me gusta una mujer que tiene claras sus prioridades. ¿Entonces no tiene cuarenta años?
– Tengo veintiséis.
– ¿Y cuándo fue toda esa historia antigua?
– He cuidado de mí misma desde los catorce.
– ¿No tenía que haber estado en la escuela a esa edad?
Selena se encogió de hombros.
– Supongo que sí.
– ¿Qué fue de sus padres?
Ella tardó un momento en contestar.
– Me crié en casas de acogida… en varias.
– ¿Quiere decir que es huérfana?
– Posiblemente no. Nadie sabía quién era mi padre. No sé si lo sabría mi madre. Lo único que sé de ella es que era muy joven cuando me tuvo, no pudo arreglárselas y me dejó en una casa de acogida. Supongo que tenía intención de a buscarme, pero no le fue posible.
– ¿Y luego qué? -preguntó Leo.
– Más casas.
– ¿Casas? ¿En plural?
– La primera no estaba mal. Allí descubrí a los caballos. Después de eso, supe que tenía que estar con caballos. Pero el viejo murió y vendieron el rancho y tuve que ir a otra parte. La segunda estuvo mal. La comida era mala y me explotaban mucho, incluso quitándome de la escuela para trabajar. Al final me rebelé y me echaron. Dijeron que era incontrolable y supongo que tenían razón. Pero no me apetecía nada dejarme controlar.
– ¿Pero no hay leyes para impedir ese tipo de situaciones?
Selena lo miró como si estuviera loco.
– Claro que hay leyes -dijo con paciencia-. Y también inspectores para que se encarguen de que se cumplan.
– ¿Y entonces?
– De todos modos ocurren cosas malas. Algunos inspectores son buena gente, pero tienen demasiado trabajo. Y otros solo ven lo que quieren ver porque quieren terminar pronto el trabajo.
Hablaba con ligereza, sin amargura, como si describiera la vida en otro planeta. Leo estaba horrorizado. Su vida en Italia, un país donde los lazos familiares son todavía muy fuertes, parecía un paraíso en comparación.
– ¿Qué ocurrió después? -preguntó.
Ella se encogió de hombros.
– Otra casa más, no muy diferente. Me escapé, me pillaron y me llevaron a una institución hasta que apareció otra casa. Esa duró tres semanas.
– ¿Y luego qué?
– Esa vez me aseguré de que no me encontraran. Tenía catorce años y podía pasar por dieciséis. No creo que me buscaran mucho tiempo. Eh, este bistec es muy bueno.
Leo aceptó el cambio de tema sin protestar. ¿Por qué iba a querer ella hablar de su vida si había sido así?