– Dime que no estoy soñando, que estás aquí de verdad.
– Estoy aquí, estoy aquí. Tócame -Selena reía y lloraba a la vez.
Leo la apretó con fuerza y la besó repetidas veces por toda la cara.
– Te he imaginado tantas veces subiendo este camino que creía que era un truco de la luz.
– Esta vez no. ¡Oh, Leo! ¿De verdad te alegras de verme?
Él no pudo contestar. Le fallaban las palabras. ¿Si se alegraba de verla? Solo sabía que el nudo que sentía en la garganta le impedía hablar.
– Estás llorando -dijo ella, maravillada.
– Desde luego que no. Yo no lloro -se burló él. Pero tenía los ojos húmedos y no se los secó. Era latino, lo habían criado para que no se avergonzara de sus sentimientos y no tenía ningún deseo de ocultárselos a aquella mujer.
Le tomó el rostro entre las manos y la miró con ternura antes de darle un beso largo en la boca. Ella respondió poniendo el corazón en la caricia, sabedora de que ese era el motivo de que hubiera hecho un viaje tan largo y nada podía apartarla de allí.
Algo se movió detrás y luego a un lado. Bajó la vista y se vio rodeada de cabras. Bajaban por la ladera, rodeándolos y un cabrero sonriente hizo un gesto de saludo.
– Buenas noches, Franco -le dijo Leo, también sonriente.
Pensó que pronto todo el valle hablaría de su encuentro. Pero no le importó nada.
Colocó una de las bolsas de Selena debajo de un brazo, tomó la otra en la mano y le pasó el otro brazo en torno a los hombros. Siguieron subiendo juntos la colina.
– ¿Está tu familia de visita? -preguntó Selena, al ver caras en todas las ventanas.
– No, son… -se detuvo justo antes de decir: «las criadas»-. Dos de las chicas son sobrinas de Gina -dijo. Era cierto. Cuando necesitaba emplear a una persona nueva, se lo decía a Gina, que siempre proponía a alguien de su extensa familia.
Los rostros desaparecieron y cuando llegaron a la puerta estaba solo Gina, con una sonrisa de bienvenida. Les explicó que la habitación de la señorita estaba preparada y que enseguida llegarían refrescos de la cocina.
Gina se alejó y Leo abrazó de nuevo a Selena y apoyó la cabeza en su pelo.
– ¿Cómo es que ya me ha preparado una habitación? -preguntó ella.
– Te ha visto subir por la ladera y cuando luego… bueno, supongo que ya todo el mundo sabe lo nuestro.
Selena estuvo a punto de preguntarle qué era «lo nuestro», pero lo dejó pasar. Ella tampoco conocía la respuesta. Era lo que había ido allí a averiguar. Por el momento solo importaba la alegría que la embargaba al volver a estar con él. Se había atormentando durante el viaje pensando que él no querría verla allí.
El autobús la había dejado al lado del estanque de patos, en Morenza, desde donde pudo ver la casa situada en la cima de la cuesta. Había un taxi antiguo esperando y podía haberse limitado a señalar la casa al conductor, pero no se atrevió a hacerlo por si Leo la rechazaba y tenía que volver enseguida.
Por eso subió andando, muerta de cansancio, hasta que una figura familiar y muy querida salió volando a su encuentro y la abrazó llorando de alegría. Entonces supo todo lo que necesitaba saber.
Leo le mostró la habitación que acababan de preparar y de camino allí, ella miró la casa con sus pesadas paredes de piedra. Era tal y como él le había contado, pero mucho más grande.
Su habitación también era amplia, con suelo de madera pulida y la cama más grande que había visto en su vida, con un cabecero de castaño tallado. Las ventanas estaban protegidas con pesadas contraventanas de madera para que no entrara el calor y cuando Gina las abrió, Selena salió a un balcón que daba al valle y al paisaje más hermoso que había visto en su vida. Las colinas se perdían a lo lejos, mezclándose su verde con el azul del cielo.
Todavía hacía bastante calor para cenar fuera, viendo ponerse el sol. Gina les sirvió sopa de pescado, una mezcla de calamares, gambas y mejillones, ajo, cebollas y tomates. Selena tuvo la sensación de estar en el paraíso.
– Cuando volví, me encontré a Barton muy agitado -dijo; tomó un sorbo de vino blanco-. Le había dejado un mensaje a Paulie, que olvidó dármelo.
– ¿Pero mi atractivo irresistible te atrajo hasta aquí? -aventuró él.
– He venido a ver el rodeo de Grosseto -repuso ella con firmeza-. A nada más.
– ¿Nada que ver conmigo?
– Nada que ver contigo. No te hagas ilusiones.
– No, señora.
– Y deja de sonreír así.
– No sonreía.
– Sonreías como un gato que acaba de tragarse la nata. Que haya cruzado medio mundo para venir a buscarte no significa nada. ¿Comprendes?
– Claro. Y que yo haya pasado las últimas semanas entrando en páginas web como un loco para intentar encontrarte tampoco significa nada.
– Muy bien.
– Muy bien.
Guardaron silencio y se contemplaron mutuamente con alegría.
– Has vuelto a hacerlo -dijo ella-. Cuando he llegado, me has llamado carissima, pero no me has dicho lo que significa.
– En italiano, cara significa «querida» -dijo él-. Y cuando añades el issima, es una especie de énfasis, el superlativo de lo que quieres decir.
Selena lo miraba.
– Y por lo tanto -Leo le tomó la mano-, cuando llamas a una mujer carissima…
De repente le resultaba muy duro. En el pasado había usado esa palabra con ligereza, casi sin significado. Pero ahora todo era distinto.
– Significa que es más que querida para él -repuso-. Significa…
Lo interrumpió la llegada de Gina a por los platos.
– Tagliatelle con calabaza, señor -dijo.
Leo sonrió y guardó silencio. Ya habría tiempo más tarde para decir todo lo que quería decir.
Terminaron la comida con miel de la Toscana y pastel de nueces. Para entonces, a Selena se le cerraban los ojos. Leo le tomó la mano y la llegó arriba. Se detuvo ante la habitación de ella.
– Buenas noches, carissima -dijo con suavidad.
– Buenas noches.
La besó en la mejilla y se marchó.
Permaneció despierto la mayor parte de la noche. Saber que ella dormía en la habitación de al lado hacía que sintiera que tenía un tesoro bajo su techo. El tesoro era suyo y lo conservaría aunque para ello tuviera que luchar con el mundo entero.
Se despertó al amanecer y se acercó a la ventana. Abrió las contraventanas y salió al balcón. Seguía maravillado por la llegada de ella y quería mirar el camino que subía desde el pueblo.
Una sombra en el balcón de al lado lo hizo mirar allí. Selena estaba en el balcón y no lo miraba a él, sino el valle, con el rostro absorto, como si estuviera en otro mundo.
Levantó la cabeza el tiempo suficiente para dedicarle una sonrisa y volvió a quedarse absorta en la contemplación del valle.
Leo lo entendió entonces.
Se puso la bata y fue al cuarto de ella, se acercó al balcón y le puso las manos en los hombros. Ella se apoyó contra él y Leo la rodeó con sus brazos a la altura del pecho y la mantuvo así, lleno de una satisfacción que no había conocido nunca.
Una luz suave empezaba a cubrir el valle, débil al principio, luego cada vez más intensa. Por unos momentos, fue una luz mágica, como de otro mundo.
Luego cambió, se volvió más dura, más firme, más prosaica. Y solo quedó el recuerdo de la anterior.
Selena suspiró con satisfacción.
– Eso era lo que quería -dijo-. Desde que me hablaste de esa luz, he anhelado verla.
– ¿Y qué te parece?
– Es tan hermosa como asegurabas. Lo más hermoso que he visto en mi vida.
– Mañana volverá a verse -dijo él-. Pero ahora…
La llevó con gentileza hasta la cama, donde ambos encontraron otro tipo de belleza.
Leo había imaginado muchas veces el momento en que presentaría Selena a Peri, la yegua que había querido vender unos meses atrás, pero cuya elegancia y espíritu lo habían impulsado a conservarla en espera de la persona indicada.
Esa persona era Selena. Siempre lo había sospechado y lo supo de cierto cuando presenció el amor a primera vista que se dio entre las dos. Para entonces se consideraba ya una especie de experto en flechazos.
Pasaban los días montando por campos y viñedos, y las noches uno en brazos del otro.
– Quédate aquí -le dijo él una noche cuando terminaron de hacer el amor-. No vuelvas a dejarme.
Ella hizo un movimiento y él se apresuró a añadir:
– Hazte cargo de los caballos. Cuida de mí… Las dos cosas o una de ellas, como prefieras.
Selena se incorporó sobre un codo y le miró la cara. Las contraventanas estaban abiertas y la luz de la luna llenaba la habitación.
– Ya era hora de que terminaras de decirme lo que significa carissima -musitó.
Se colocó encima de él.
– Si eres mi carissima -dijo Leo-, eres más querida para mí que él resto del mundo. Eres mi amor, mi adorada, la única que existe para mí.
Una semana después fueron a Morenza, una zona en el sur de la Toscana, cerca de la costa. A menudo se la conocía como «la Toscana del Salvaje Oeste», porque allí se criaban muchas cabezas de ganado y se valoraba todavía la destreza del vaquero tradicional.
Cada año se celebraba un rodeo que consistía en un desfile por las calles de la vecina ciudad de Grosseto y un espectáculo que duraba toda una tarde. Leo llevó a Selena a la ciudad a presentarle a los organizadores, a los que describió sus méritos con palabras muy elogiosas.
Selena entonces le dio también una sorpresa, al mostrarle una foto de él montando el toro.
– Conozco a un hombre que hace fotos de todo, no solo de los ganadores -le explicó-. Y tenía esta tuya. Estás muy bien, ¿verdad?
Estaba magnífico. Con un brazo levantado en el aire, la cabeza hacia arriba y el rostro sonriente y con expresión de triunfo.
– Nadie diría que al segundo siguiente estaba en el suelo -comentó.
Uno de los organizadores contempló la foto y tosió con respeto.
– Quizá, señor, pueda hacer una demostración en nuestro rodeo.
– Me parece que no -se apresuró a decir Leo-. En Texas hay toros muy especiales. Los crían por su bravura.
– No creo que aquí lo decepcionáramos, señor. Tenemos un toro que ya ha matado a dos hombres…
Leo tardó diez minutos en conseguir evadirse, mientras Selena se partía de risa.
– Le he dicho que tú correrás los barriles -le dijo él cuando se alejaban.
– Me parece bien. Pero no será lo mismo si tú no montas el toro.
– Piérdete.
La familia de Leo nunca se había desplazado al rodeo. Aquel año, sin embargo, aparecieron masivamente, porque para entonces ya sabían todos que Leo, el amante de las mujeres con formas voluptuosas, había caído víctima de una joven angulosa con figura de palo y pelo de fuego. Y un temperamento a juego.
El grueso de la familia Calvani se dirigiría a la granja, con intención de pasar la noche antes de seguir hasta Grosseto. Solo faltaba Marco. El conde y la condesa de Calvani viajarían desde Venecia con Guido y Dulcie.
Leo sabía que no podía retrasar más tiempo el momento de la verdad. Tenía que confesárselo todo a Selena… su riqueza y su relación con un título de nobleza. No sabía cuál de las dos cosas la horrorizaría más.
Pero los sucesos se precipitaron antes de que tuviera tiempo de planear una estrategia. Selena fue una mañana a buscarlo a su despacho.
– ¿Estás aquí? -preguntó.
Abrió la puerta un poco más. Leo no estaba, pero se oía su voz en el pasillo de más allá y entró en la estancia a esperarlo.
Algo le llamó entonces la atención.
Encima de la mesa había varias fotografías y la curiosidad la empujó a mirarlas.
Eran fotos de una boda y recordó que Leo había ido hacía poco a la boda de su hermano Guido. Estaban los novios y, a su lado, Leo, vestido como no lo había visto nunca.
Vestido impecablemente con frac y sombrero alto. ¿Y qué? Todo el mundo vestía así en las bodas. Pero de fondo había otras cosas que no podían pasarse por alto. Candelabros, cuadros antiguos, espejos de marco dorado. La ropa sentaba perfectamente como no sentaría nunca la ropa de alquiler. Y la gente poseía esa confianza especial que daba el dinero y el estatus.
Sintió algo raro en la boca del estómago.
– Acaban de llegar.
Leo estaba de pie en el umbral y le sonreía de aquel modo especial suyo que conseguía hacerle olvidar todo lo demás.
– Permíteme que te presente a mi familia -dijo. Se acercó a las fotos-. Estos son mi hermano Guido y Dulcie. Estos dos personajes de aquí son el padre y el hermano de ella, y no seré yo el que llore si no vuelvo a verlos en mi vida. Este de aquí es mi primo Marco, con su prometida, Harriet. Y este hombre es mi tío Francesco, con su esposa, Liza.
– ¿Qué es ese sitio detrás de vosotros? ¿Alquilasteis el ayuntamiento?
– No -repuso él-. Es la casa de mi tío.
– ¿Qué? ¿Él vive ahí? Parece un palacio.
– Supongo que es lo que es -contestó él con ligereza.
– ¿Qué quieres decir?
– Se llama el Palacio Calvani. Está en el Gran Canal, en Venecia.
– ¿Tu tío vive en un palacio? ¿Es de la realeza?
– No, no, nada de eso. Solo es conde.
– ¿Qué has dicho? No he entendido la última palabra.
– Es conde -repitió Leo de mala gana.
Selena lo miró de hito en hito.
– ¿Estás emparentado con un conde?
– Sí, pero por el lado equivocado -le aseguró él, como un hombre que argumenta circunstancias atenuantes para un delito.
– Pero ellos te conocen, ¿verdad? Eres parte de la familia.
Leo suspiró.
– Mi padre era hermano del tío Francesco. Si su matrimonio con mi madre hubiera sido válido, yo sería… bueno, el heredero.
Selena lo miró escandalizada.
– Pero no lo fue -la tranquilizó él-. Así que no lo soy. Ese es el problema de Guido, no el mío. Y está furioso. Como si yo tuviera la culpa. Lo desea tan poco como yo. Lo único que he querido siempre ha sido esta finca y la vida que llevo aquí. Tienes que creerme.
– Dame una razón para que deba creer una sola palabra de lo que me digas.
– Vamos. Yo nunca te he mentido.
– Pues, desde luego, tampoco me has dicho nunca la verdad.
– ¿Y tú me contaste la historia de tu vida desde el primer día?
– Sí.
– No estás usando la lógica -protestó él-. Si yo fuera tan pobre, ¿cómo es que conocía a Barton e iba a visitarlo?
– Me dijiste que le habías vendido caballos. Y en estos tiempos se pueden conseguir billetes de avión baratos. Y hay otra cosa. Este sitio, la gente, la tierra… por lo que tú decías, yo creía que tenías una granja pequeña alquilada, pero todo esto es tuyo, ¿verdad?
– Nunca he dicho que no lo fuera.
– ¿Y qué más cosas tienes? Eres el patrón de todo esto, ¿verdad? No solo aquí, sino en el pueblo y hasta la mitad del camino a Florencia.
– Más -confesó él con aire miserable.
– Eres más rico que Barton, ¿verdad?
Leo se encogió de hombros.
– No lo sé. Es probable.
– Yo creía que eras un hombre del campo, pero eres más bien un magnate.
– Soy un hombre del campo.
– Eres un magnate del campo.
Selena estaba pálida.
– Leo dime la verdad por primera vez Como eres de rico.
– ¡Maldita sea, Selena! ¿Te vas a casar conmigo solo por mi dinero?
– No me voy a casar contigo, arrogante…
– No pretendía decir eso y lo sabes.
– Todo aquello que te dije sobre que los millonarios no eran personas auténticas…
– Ahora sabe que te equivocabas.
– ¡Las narices! Jamás habría imaginado que tú pudieras hacerme algo así.
– ¿Qué he hecho? -imploró él a la habitación-. ¿Puede alguien decirme lo que he hecho, por favor?
– Has fingido ser lo que no eres.
– Por supuesto -gritó él-. Porque no quería correr el riesgo de perderte. ¿Crees que no lo sabía? Claro que lo sabía. A los cinco minutos de conocerte, sabía que eras una mujer ilógica sin sentido común. No quería espantarte y por eso jugué según tus reglas. Ni siquiera podía decirte que había… -se detuvo con los pies al borde del precipicio.
– ¿Decirme qué?
– No me acuerdo -vio los ojos de ella fijos en los suyos-. Está bien. La furgoneta y el remolque de caballos… los compré yo.
– ¿Los compraste… tú?
– Y a Jeepers. Selena, los del seguro se habrían reído de ti. Tú misma lo sabías. Era el único modo de que pudieras volver a la carretera. Yo solo esperaba que no te enteraras… o que no te enfadaras mucho si te enterabas -la miró, sin atreverse a creer lo que veía en su cara-. ¿Te ríes?
– ¿Quieres decir… -se atragantó ella -que el milagro eras tú y no Barton?
– Sí, yo, no Barton.
– No me extraña que te pusieras verde cuando te dije eso.
– Podría haberlo matado -confesó Leo-. Quería decirte la verdad, pero no podía, porque sabía que no querrías deberme nada. Pero se me ha ocurrido una cosa. Nos casamos y ese es mi regalo de boda. Y así está todo bien.
Selena lo miró fijamente.
– Lo dices en serio, ¿verdad?
– Bueno, si te casas conmigo, todo ese dinero también será tuyo, y entonces tendrás que callarte.
La joven permaneció un rato pensativa.
– De acuerdo, trato hecho.
No le dijo entonces que lo quería. Se lo dijo más tarde aquella noche, cuando él dormía pacíficamente a su lado. Tenía un sueño profundo, así que ella podía acariciarle el pelo, besarlo sin que se diera cuenta y susurrarle las palabras que no sabía decirle cuando la oía.
Otra noche él llevó vino y melocotones y se sentaron a comer y hablar.
– ¿Cómo llegó aquí tu familia? -preguntó ella-. Si sois condes de Venecia, ¿qué hacéis en la Toscana?
– Mi abuelo, el conde Angelo, se enamoró de una mujer toscana llamada Maria Rinucci. Esto -señaló el valle -era su dote. Como tenía la propiedad de Venecia para dejársela a su hijo mayor y heredero, mi tío Francesco, dejó esta otra en herencia a Bertrando y Silvio, sus hijos pequeños.
Hizo una pausa.
– Silvio optó por recibir su parte en metálico y se casó con la hija de un banquero de Roma. Marco es hijo de ellos. No lo verás la semana que viene porque creo que ha ocurrido algo entre Harriet, su prometida inglesa, y él. Ella ha vuelto a Inglaterra y él la ha seguido para intentar convencerla. Esperemos que la traiga de vuelta para nuestra boda.
Le acarició la mejilla.
– A Bertrando le gustaba vivir en el campo -siguió diciendo-, así que vino aquí y se casó con Elissa, una viuda, y me tuvieron a mí. Ella murió poco después de mi nacimiento y mi padre volvió a casarse con Donna, la madre de Guido. Pero luego resultó que Elissa no era viuda, como creían todos, sino que seguía casada con su primer marido. Por lo tanto, yo era ilegítimo y Guido y yo cambiamos las herencias.
– No te imaginas cuánto me alegro. Porque si no, tú y yo… No podría casarme contigo si tuvieras un título. Va contra mis principios. Además, a tu familia no le gustaría como condesa.
– Tú no sabes nada de ellos. Olvida todos esos prejuicios. No comemos en platos de oro.
– ¡Qué pena! Estaba deseando hacerlo.
– ¿Quieres callarte y dejarme terminar? Y no me mires así o se me olvidará lo que iba a decir.
– Bueno, hay cosas más interesantes que hacer que…
Leo le apartó la mano.
– Cuando termine. Mi familia no es como tú piensas. Lo único que les importará será que nos queramos. Guido y Dulcie acaban de casarse por amor, y el tío Francesco también. Esperó cuarenta años a que ella le diera el sí y se negó a casarse con ninguna otra. Ella también tenía ideas raras, pero él es un hombre paciente. Yo, sin embargo, no lo soy. Si crees que voy a esperar cuarenta años a que te entre el sentido común, estás loca. Y ahora, ¿qué decías de cosas más interesantes…?