Llegar al lugar del rodeo era como entrar en un pueblo. Estaba la arena, en la que tenían lugar los eventos, el área donde entregaban y guardaban los caballos hasta que estuvieran listos, y la zona de venta, donde instalaban puestos docenas de personas, Delia entre ellas.
Leo había llegado a la arena con Selena y juntos habían llevado a Jeepers a su apartado. Después fueron al puesto de Delia, donde Leo volvió a ceder al impulso de comprar.
– ¿Para quién son? -le preguntó Selena cuando pagaba unas espuelas muy lujosas y poco prácticas.
– Para mi primo Marco -sonrió él-. No ha subido a un caballo en su vida. Se pondrá furioso.
– A tu modo eres malvado; lo sabes, ¿no?
– Estoy orgulloso de ello. Esto… -levantó una figura de un vaquero a caballo hecha de piedra pintada, una escultura exquisita, llena de vida-. Esto es para mi hermano Guido. Tiene una tienda de souvenirs en Venecia. Esto le enseñará cómo debe hacerse.
– ¿Qué vende él?
– Máscaras venecianas fundamentalmente. Y lámparas de góndola. Las ponen encima de los televisores. Algunas tocan «O sole mio» cuando las enciendes.
– Me tomas el pelo.
– No.
– No deberías ser duro con un hombre que intenta ganarse la vida.
– Le va muy bien -repuso Leo, cauto-. Creo que debemos irnos. Empezarán pronto.
Leo se las había arreglado para montar el toro el primer día. Tal y como esperaba, había una gran diferencia entre el viejo Jim y el toro enorme y furioso al que le tocó enfrentarse. Nada en su entrenamiento con el toro mecánico lo había preparado para aquello. Tenía la sensación de que el toro hubiera decidido hacerlo pedazos como castigo por su impertinencia al atreverse a intentarlo.
Y el animal lo zarandeó a conciencia desde el primer segundo.
Pero era un toro considerado.
No lo tiró hasta el tercero.
Cayó con fuerza, pero sobrevivió. Por lo menos la práctica le había enseñado a caer cada vez mejor.
Cuando salía cojeando del coso, oyó el aplauso amable de la multitud, un tributo a su valor por hacer algo que tan mal se le daba y vio que los Hanworth lo aplaudían con entusiasmo de amigos. Todos menos Paulie, cuya mueca de placer era inconfundible.
Pero Selena no se burlaba. Sus ojos brillaban por el placer de que lo hubiera intentado y su sonrisa era una promesa y un recordatorio. Leo le sonrió también con alegría. Por lo que a él respectaba, Paulie podía irse a la porra.
Selena estaba nerviosa detrás de su sonrisa. Cuando Leo había salido volando por encima de la cabeza del toro, ella se había clavado las uñas en la palma hasta que lo vio levantarse.
Después se riñó a sí misma por alterarse tanto sin motivo. ¿Cuántos hombres había visto caer de un toro? Pero ninguno había sido Leo.
Fue a prepararse a su vez. Jeepers la esperaba tranquilo. En la arena de prácticas se habían entendido bien, pero ahora era distinto. Se ajustó el sombrero Stetson hasta comprobar que estaba firmemente sujeto. Perder un sombrero podía costar puntos muy valiosos. No tanto como derribar un barril, pero los suficientes para perjudicarla.
Había cinco amazonas delante de ella, y todas lo hicieron bien.
– Vale -le dijo a Jeepers-. El truco está en no dejarse asustar. Tú eres… nosotros somos tan buenos como ellos. ¡Vamos, muchacho! ¡Vamos a demostrárselo!
Cuando sonó la campana, salió volando de la línea de meta en dirección al primer barril del triángulo, un giro cerrado, pero no demasiado, que dejaba a Jeepers espacio para moverse. Lo rodearon y pasaron al siguiente giro y luego al último, antes de ir hacia la línea de meta entre aplausos de la multitud.
Leo la esperaba fuera de la arena y miraron juntos a la siguiente amazona.
– No se puede comparar contigo -dijo él-. Ni ella ni las demás.
– Pero la siguiente es muy buena. Jan Dennem. He competido muchas veces contra ella y siempre ha ido por delante.
– Esta vez vencerás tú -dijo Leo con confianza. Ambos contuvieron el aliento durante catorce segundos interminables y Jan cruzó la línea una décima de segundo detrás de Selena.
– ¡Sí! -gritaron los dos, abrazados.
La siguiente concursante era muy rápida. Una verdadera amenaza. Al acercarse al último barril iba medio segundo por delante de Selena, pero entonces…
El barril cayó al suelo y brotó un rugido de la multitud.
Las dos siguientes fueron más lentas. Selena seguía en cabeza.
– Falta una -dijo-. No puedo soportarlo. ¿Leo? Al ver que no contestaba, lo miró y vio que tenía cruzados los dedos de ambas manos y movía los labios con los ojos cerrados.
– Estoy rezando -dijo cuando los abrió-. Nunca se sabe.
Ella soltó una risita nerviosa.
– ¿Dios sigue los rodeos?
– No se pierde ni uno.
Hubo un aplauso cuando la última concursante salió volando al ruedo.
– No puedo mirar -Selena enterró la cara en el pecho de Leo, que la abrazó-. ¿Qué está pasando?
– Primer barril, es rápida pero menos que tú. Segundo barril, ahora el tercero…
Los vítores de la multitud se hicieron ensordecedores. Leo soltó un gemido, la abrazó con fuerza y apoyó la cabeza en la suya.
– ¡Oh, no! -gritó ella-. ¡No, no, no!
– Por una décima de segundo. Lo siento, carissima.
Ella levantó la cabeza.
– ¿Cómo me has llamado?
– Carissima. Es italiano.
– Sí, ¿pero qué significa?
– Bueno…
Mientras se preguntaba si debía arriesgarse a decirle que la palabra significaba «querida», oyeron un grito de Barton, felicitándola y compadeciéndola al mismo tiempo.
Pasó el momento y Leo se quedó reflexionando que la persona que dudase estaba perdida. O si no perdida, al menos sí obligada a esperar otra oportunidad.
El grupo volvió esa noche contento al rancho. Delia había hecho mucho negocio, Selena había recibido dinero por el segundo premio y Leo había permanecido sobre el toro tres segundos completos. Todo aquello era motivo de celebración, y lo celebraron hasta altas horas.
A pesar de su derrota, Selena era feliz. El segundo premio era más cuantioso que de costumbre. Leo la encontró sentada en el porche mirando el dinero.
– ¡Soy rica, soy rica!
– ¿Cien dólares es ser rica? -preguntó él.
– Es un rescate de reyes. Bueno, vale, de un rey pequeño. ¿Y quién quiere rescatar a un rey de todos modos? Por mí que los secuestren a todos.
Estaba ebria con su éxito y reía mientras hablaba.
– Es evidente que no crees en la realeza -observó Leo.
– ¿Quién los necesita? Ni a la gente con títulos.
– ¿Te refieres a los nobles? -preguntó él, que pensaba que la conversación estaba tomando un giro peligroso-. ¿Abajo la malvada aristocracia? ¡Ay! -se frotó el hombro.
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella rápidamente-. ¿Te duele el cuello o el hombro?
– Más bien todo el cuerpo -repuso él-. Pero creo que el cuello un poco más.
– Déjame ver -se colocó detrás de él y le frotó el cuello-. Así no puedo. Tienes que quitarte la camisa.
Lo ayudó a quitársela y empezó a masajearle el cuello, los hombros y la espalda con dedos muy diestros.
– Gracias -dijo él-. Eh, se te da muy bien esto.
– Lo hago mucho.
– ¿Se lo haces a todo el mundo? ¿No hay personal médico que se encargue de eso?
– Sí, pero cuando no podemos pagarlo, nos lo hacemos unos a otros.
Leo pensó en aquello, que no le gustaba mucho. Pero los dedos de ella lo calmaban mucho y al fin decidió sentirse afortunado.
– En Italia sí tenéis, ¿verdad? -preguntó ella.
– ¿Qué?
– Aristócratas. Cuidado, no te muevas así o te puedo hacer daño.
– ¿Me he movido? No ha sido adrede -la palabra «aristócratas» lo había pillado desprevenido-. Italia es una república, pero aún tenemos algunos -contestó con cautela.
– ¿Los has visto alguna vez? ¿Has hablado con ellos cara a cara?
– No son una especie de reptiles, Selena.
– Eso es justo lo que son. Deberían estar encerrados en un zoológico.
– Pero tú no sabes nada de ellos.
– ¿Y tú?
– Sé que algunos no son tan malos.
– ¿Por qué los defiendes? Deberías estar de mi lado. Abajo la aristocracia, arriba los trabajadores.
– ¿Y te gustaría enviarlos a todos a la guillotina?
Selena movió la cabeza.
– No. Yo les haría ensuciarse las manos en el campo con trabajadores como nosotros.
– Tú no sabes si yo soy un trabajador -dijo él-. ¿Quién sabe lo que hago cuando estoy en Italia?
La joven dejó lo que estaba haciendo y le tomó una mano. Era grande y callosa.
– Claro que lo sé -dijo-. Esta es una mano de trabajador. Tiene cicatrices.
Era cierto, pero los campos en los que Leo trabajaba eran suyos y le procuraban una fortuna mayor que la de Barton. Su engaño le pesaba y de repente ya no fue capaz de soportarlo más.
– Selena…
Ella no pareció oírlo. Le había vuelto la mano y la sostenía con gentileza. Levantó la vista y lo sorprendió el candor inocente de su mirada. Había un brillo en sus ojos que parecía deslumbrarlo; apartó rápidamente la vista.
– ¿Qué ocurre? -preguntó ella con gentileza.
– Nada, yo… -le dedicó una sonrisa forzada-. Me duele todo el cuerpo. Mañana voy a estar destrozado. Creo que es hora de que me retire. Y tú también. Ha sido un día muy largo.
– Sí, es verdad -musitó ella-. Y muy duro.
La última noche del rodeo estaba prevista una barbacoa en casa de los Barton y una caravana de vehículos los seguía a su regreso al rancho.
Leo sentía una insatisfacción extraña. Se marchaba al día siguiente, pero no estaba preparado para eso. Allí había empezado algo que no había terminado, y no podía precipitar acontecimientos porque no conocía bien sus propios sentimientos.
Selena se le había metido en el corazón como ninguna otra mujer, pero entre ellos había diferencias, diferencias de estilo de vida, de país, de idioma. Ni siquiera buscaban el mismo tipo de futuro. Solo un gran amor podía vencer tantos problemas. ¿Y cómo esperar un amor así de una mujer que parecía no creer en el amor?
La idea de decirle adiós le dolía mucho. Confiaba en que a ella le ocurriera lo mismo, pero era imposible saberlo. Y quizá la respuesta estaba allí.
Desde la noche en que le masajeó la espalda se habían visto muy poco y él se sentía casi abrumado por su anhelo de verla, y por saber que no había sido del todo sincero con ella.
Al día siguiente del masaje había ido a un quiropráctico, que lo manipuló aquí y allá, le dijo que la próxima vez no fuera tan tonto y le cobró cien dólares.
En ese momento se cambiaba para la fiesta. De abajo llegaba ruido de música y risas y se asomó a la ventana. De la barbacoa salía humo oloroso, habían colgado luces entre los árboles y la música parecía llamarlo.
Selena ya estaba allí. La veía en el centro de un grupo pequeño y pensó que su futuro ahora sería más brillante y la ayuda que le había dado daría su fruto, aunque ella no lo supiera; aunque lo olvidara del todo y no volviera a pensar en él en toda su vida.
Bajó a unirse a la fiesta, donde había muchas cosas que podían distraerlo, desde comida, a whisky o mujeres hermosas. Pero de pronto había perdido el apetito y no quería beber. Seguía a Selena con los ojos; bailaba cuando no tenía más remedio, pero procuraba no perderla de vista.
Barton, como buen anfitrión, pedía a ratos brindis y rondas de aplausos. Leo se unió al aplauso que le dedicaron a Selena y levantó su vaso mirándola. Ella le de volvió el gesto.
Cuando todos volvían a bailar, se abrió paso hasta ella y vio que le brillaban los ojos.
– Me siento muy bien -dijo ella, feliz-. ¡Oh, Leo, si supieras lo bien que me siento!
– Me alegro mucho -musitó él con ternura-. Siempre he querido que te sintieras así.
– Acaban de entrevistarme para el periódico local por mis dos éxitos.
Después de haber quedado segunda en la carrera de barriles del primer día, quedó vencedora el segundo día y el tercer día volvió a llevarse el último premio. El último día había habido una carrera grande para las diez mejores competidoras de los días anteriores. Y se había hecho de nuevo con la victoria.
– ¿Sabes cuánto dinero tengo ahora? -preguntó maravillada.
– Sí, lo sé. Me lo has dicho. Y cuídalo.
– Es más de lo que he tenido junto en mi vida.
– ¿Qué vas a hacer con él?
– Participar en más rodeos. Con esto puedo tener para los próximos seis meses.
– ¿Y luego?
– Para entonces espero tener suficiente para el próximo año. Estoy en racha.
Y todo aquello no parecía indicar que tuviera intención de incluirlo de algún modo en sus planes.
Chocó vasos con ella y se alejó para meter a Carrie en el baile. Bailaron hasta que los dos acabaron riendo y sin aliento. Luego iniciaron el vals juntos.
– ¿Lo has conseguido? -preguntó Carrie.
– ¿Qué?
– Selena. ¿Está tan loca por ti como tú por ella?
Desde el día en que Leo había acudido a ella en la discusión sobre montar el toro, la chica había pasado a adoptar el papel de hermana comprensiva.
– Claro que no está loca por mí.
– Pero tú por ella sí.
– ¡Carrie, por favor!
– Vale. Pues me ha parecido verla buscándote y pensaba apartarme con discreción, pero si…
– Eres un encanto.
La besó en la mejilla y se volvió. Selena lo miraba con una sonrisa en los labios.
– Todavía no has bailado conmigo -dijo.
Carrie se alejó, como había prometido, y Leo y Selena bailaron un rato en silencio, pensando los dos que al día siguiente a esas horas habrían seguido ya caminos separados.
Selena estaba muy confusa. Había dicho adiós otras veces, pero nunca como aquella. Intentaba mostrarse práctica. Lo único que tenía que hacer era aguantar hasta que él se fuera y olvidarlo luego. No debería ser difícil olvidar a un hombre que vivía en el otro lado del mundo. Pero el corazón le decía que él no estaría ya nunca lejos porque ella lo llevaría consigo en todo momento durante el resto de su vida.
Cambió la música. De pronto un violín solitario empezó a tocar una melodía melancólica de anhelos y despedidas. No volvería a verlo nunca. Lo estrechó con fuerza y el corazón le dolió.
Con los ojos cerrados, no veía adónde la guiaba él. Solo sabía que bailaban, girando y girando, mientras los sonidos caían en intensidad. Siguió bailando en un sueño en el que solo existían ellos dos, girando y girando.
– Selena…
El susurro de su nombre le hizo abrir los ojos y encontró el rostro de él muy cerca del suyo.
– Selena -repitió acariciándole la cara con su aliento-. Sí -murmuró.
La besó en la boca con una ferocidad nacida de la desesperación. Ella se escurría entre sus dedos y abrazarla era como intentar retener un tesoro.
Selena respondía con la misma fiereza. Desde el momento en que se conocieron sabía que tenía que ocurrir algo entre ellos y había tardado demasiado. Ahora no podía soltarlo; tendría su hora de felicidad fuera cual fuera el precio y después la acompañaría su recuerdo.
Su vida le había enseñado poco en términos de amor y ternura. Lo que sabía lo había descubierto sola. Y ahora ocurría algo en su interior que era completamente nuevo. Hasta ese momento no sabía que estar en brazos de un hombre podía procurar tanta alegría y tristeza a la vez que no sabía cuál de las dos cosas era mayor. Pero no importaba. Estaba viva a sentimientos y sensaciones que no lamentaría nunca, por mucho dolor que le costaran. Y habría dolor. La vida sí le había enseñado eso.
Había besado a otros hombres, pero nunca de ese modo. Él era un hombre que seguramente había tenido muchas mujeres y, sin embargo, había una inocencia curiosa en su contacto como si él también experimentara algo por primera vez. A pesar de la pasión fiera, se percibía también la ternura, como si su cariño por ella fuera para él más importante que ninguna otra satisfacción.
Y sin embargo, la deseaba con locura. Ella lo notaba en el temblor de su cuerpo grande y fuerte, en el modo en que subía y bajaba su pecho. La excitaba saber que tenía aquel efecto en él. Lo deseaba con la misma intensidad y le devolvía el beso con toda la pasión de la que era capaz.
Fue él el que interrumpió el beso, la tomó por los hombros y la apartó unos centímetros para poder mirarla a los ojos.
– Hemos elegido un mal momento -dijo-. Quizá deberíamos…
– ¿Deberíamos qué? ¿Ser sensatos? ¿Quién quiere ser sensato?
– Bueno, yo no, pero tú… Selena, mañana… -se detuvo.
– Sí -susurró ella-. Sí.
El ruido de fondo se acercaba cada vez más. Vítores, risas, canciones, invitados alegres en los últimos gritos de placer antes de empezar a abandonar la fiesta. Leo miraba desesperado hacia donde la luz y el ruido avanzaban hacia él, rodeándolo.
– Eh, mira quién está escondido debajo de los árboles.
– ¿Quién es ella, Leo?
Él rió con fuerza, intentando eludir la pregunta. Alguien le puso una copa en la mano y la aceptó. Todo el mundo besaba a todo el mundo.
Cuando se volvió en busca de Selena, ella había desaparecido.
Pareció que transcurría una eternidad hasta que se despidieron todos, pero al fin todo quedó en silencio y Leo respiró hondo. Tal vez aún pudieran pasar un momento a solas y responder algunas de las preguntas que habían surgido debajo de los árboles.
Pero no había ni rastro de Selena. Después de las promesas que contenía su beso, lo había dejado.
Subió a su cuarto intentando ver un camino en medio de la confusión. No tenía ninguna intención de llamar a la habitación de ella. El próximo movimiento tendría que ser suyo.
O eso se decía. Pero sí llamó con suavidad a la puerta de su cuarto y, cuando no obtuvo respuesta, llamó más fuerte. Tampoco hubo respuesta.
Entró en su habitación. Miró el paisaje por la ventana, sabedor de que había sido una estupidez atreverse a soñar cuando se marchaba al día siguiente. Era demasiado tarde para que ocurriera algo. Lo mejor era ser sensato.
No supo qué le hizo darse cuenta de que no estaba solo en el cuarto. No fue algo tan definitivo como el sonido de una respiración, pero sí un cambio sutil en la atmósfera. Tendió la mano hacia la lámpara y una voz susurró en la oscuridad.
– No enciendas la luz.
– ¿Dónde estás? -preguntó él.
Selena no respondió, pero al momento siguiente dos brazos suaves rodearon su cuello y un cuerpo desnudo y delgado se apretó contra él.
– ¿Estabas aquí todo el tiempo? -preguntó él.
– Sí.
Desde el primer día le había parecido una gacela, una ninfa, tan delicada era su constitución. Ahora en la oscuridad, sus manos descubrían lo que sus ojos ya sabían, y encontraba la belleza con la que había soñado desde aquel momento.
Los dedos de ella le abrieron los botones de la camisa y buscaron su pecho, la leve subida y bajada de sus músculos, que acarició con las palmas.
– Si no piensas llegar hasta el final, estás haciendo algo muy peligroso -gimió Leo.
– Yo nunca empiezo algo que no piense terminar -murmuró ella.
Mientras hablaba, le bajaba poco a poco la camisa por los brazos, hasta que él no pudo soportarlo más y se la quitó de golpe. Entonces pudo estrecharla contra sí, regodeándose en la sensación de su piel suave contra la de él. Cerró los ojos.
Terminó de desnudarse lo más deprisa que pudo. Fueron abrazados hacia la cama y juntos se dejaron caer en ella, Selena encima de él.
– ¿Recuerdas cuando estuvimos así?
– El primer día cuando te saqué de la bañera. ¿Cómo olvidarlo?
– Pero no terminamos así.
– Por mí sí lo habríamos hecho.
– Por mí también.
– ¿Así de pronto?
– Así de pronto.
Reía como una sirena que hubiera atraído al fin a su presa al interior de su círculo, y a él no le importaba. Estaba dispuesto a ser la presa, o lo que hiciera falta, con tal de que acabaran de aquel modo.
Sus manos acariciaban todo el cuerpo femenino, disfrutando de su fuerza, sus movimientos fluidos y lo que ella le hacía.
– Creía que aún estabas dolorido -se burló ella.
– Recupero mi energía por segundos.
Selena empezó a cubrirlo de besos. Parecía conocerlo ya, comprender por instinto las pequeñas caricias que lo volvían loco. Cuando Leo se sentó despacio, sosteniéndola en su regazo, los, dedos de ella encontraron de inmediato el punto del cuello donde el más leve contacto podía hacerlo temblar. Desde entonces solo era cuestión de tiempo que descubriera también lo vulnerable que era su espina dorsal.
– Bruja -gruñó él.
– Mmmmm.
De pronto ya no pudo soportarlo más. Se dio la vuelta con una carcajada profunda, la colocó de espaldas y se situó encima.
– He pensado en esto hasta casi volverme loco -gimió.
– ¿Y por qué hemos perdido tanto tiempo? -susurró ella.
– ¿Qué importa eso? Ahora estamos aquí.
La besó por todas partes, celebrando sus pechos, su cintura, sus piernas largas y esbeltas. Ella estaba preparada para él y cuando la penetró, lanzó un suspiro de alegría.
Su forma de amar era como él… fuerte y entregada, lo que le faltaba de sutileza lo suplía con generosidad, y daba más de lo que tomaba. Sus movimientos lentos aumentaban el placer de ella, volviéndolo más intenso y hermoso. Tenía el control necesario para contenerse, para dárselo todo antes de dejarse ir.
Y luego fue como nada en el mundo había sido jamás. Solo por unos momentos. No lo suficiente. Ella quería mucho más y nunca dejaría de desearlo. Mientras los latidos de su corazón recuperaban el ritmo normal, sabía que él podía volver a acelerarlos solo con una palabra.
Se abrazaron con fuerza, esa vez no con pasión, sino con alegría, y se echaron a reír con ganas.
Y de pronto ya no fue divertido, sino solo hermoso y pleno, y ya no eran ellos mismos por separado, sino una entidad distinta formada por los dos.
Y al día siguiente tendrían que despedirse.
Selena sabía con anterioridad que Leo sería un hombre fácil de amar, pero nunca había estado tan segura de ello como cuando la abrazó después de hacer el amor y apoyó el rostro en su cuerpo como si necesitara algo más de ella que el puro placer físico.
Y ella pensó que aquello era jugar sucio. ¿Cómo iba a mantener su independencia de espíritu si él se comportaba así?
Pero cuando estuvo segura de que él dormía, lo abrazó, le acarició el pelo y lo besó una y otra vez en una pasión de ternura y despedida.