Capítulo 4

Selena había dicho que no había excusa para ser una inútil y en los días siguientes demostró que su vida estaba de acuerdo con esa creencia. Practicó con Jeepers una y otra vez hasta conseguir bajar el tiempo de la carrera a los catorce segundos que había prometido.

Barton insistió en que se quedara en el Cuatro-Diez hasta después del rodeo. Tenía sentido, ya que Elliot se recuperaba despacio y ella no tenía dinero para ir a otro sitio, pero Barton le guiñó el ojo a Leo en privado, con lo que daba a entender que la oferta no se debía solo a su bondad.

– Está todo en tu cabeza -gruñó Leo-. Me gusta y quiero ayudarla, sí. Maldita sea, nadie la ha ayudado antes de nosotros. Pero eso no significa…

– Por supuesto que no -Barton se alejó silbando. Leo tenía la horrible sospecha de que los sucesos de la primera noche habían trascendido de algún modo a toda la casa, lo que significaba que quizá Carrie y Billie lo habían visto después de todo. Paulie estaba firmemente convencido de que había habido algo, ya que lo trataba con frialdad.

Leo pasaba todas las noches por el establo, sabedor de que encontraría allí a Selena dándole las buenas noches a Elliot. Tardaba bastante en hacerlo y Leo estaba convencido de que pretendía convencer al animal de que él era el primero a pesar de Jeepers. A veces se quedaba toda la noche.

Pero esa noche había algo distinto. Cuando abrió la puerta del establo, en lugar de los murmullos suaves de ella, oyó ruido de pelea.

Tardó poco en ver a los dos contendientes. Selena intentaba impedir los avances de Paulie, que no aceptaba una negativa.

– Vamos, deja de hacerte la tonta. He visto cómo me miras y sé cuándo una mujer quiere eso.

Intentó sujetarla y Leo juró entre dientes y se dispuso a saltar sobre él como un caballero andante que acudiera al rescate de una dama en apuros.

Pero aquella dama no necesitaba su ayuda. Paulie lanzó un grito y retrocedió agarrándose la nariz mientras ella se soplaba los nudillos.

– Muy bien -musitó Leo-. Tomaré nota de que no debo molestarte. No es que pensara hacerlo, pero ahora me doy por advertido.

– Él se lo ha buscado -repuso Selena, todavía soplando.

– Sin ninguna duda.

El humor de ella cambió con brusquedad.

– Pero yo no tenía que haberlo hecho. ¡Oh, Señor, ojalá no lo hubiera hecho!

– ¿Por qué? -preguntó Leo-. ¿Por qué no? Supongo que ha tenido que ser divertido pegar a Paulie. Yo estoy verde de envidia.

– Pero ahora me echarán de aquí. Y Elliot no está listo para marcharse. ¿Crees que si pido disculpas…?

Leo la miró de hito en hito. Aquello era lo último que esperaba de ella.

– ¿Pedir disculpas? ¿Tú?

– Todavía no puedo mover a Elliot. Déjame hablar con ese hombre.

– No, déjame a mí.

Leo se acercó a donde Paulie estaba de pie parado, con la mano todavía en la nariz.

– ¿Cómo va eso? -preguntó con aire afable.

Paulie bajó la mano con cuidado y mostró la nariz enrojecida y los ojos llorosos.

– ¿Has visto lo que ha hecho?

– Sí, y también lo que has hecho tú. Yo diría que has salido muy bien parado.

– Esa perra…

– Bueno, puedes vengarte -observó Leo, estudiando con interés la nariz herida-. Corre a mamá y dile que te ha pegado una mujer. Yo seré tu testigo. De hecho, me aseguraré de que la historia se sepa en todo Texas. Seguramente saldrá en los periódicos. Claro que querrán una foto tuya tal y como estás ahora.

Hubo un silencio mientras Paulie digería las implicaciones de todo aquello y miraba con desprecio a los otros dos alternativamente.

– ¿Por quién me tomas? -preguntó al fin.

– Si te dijera por lo que te tomo, estaríamos aquí toda la noche.

Paulie decidió, sabiamente, ignorar el comentario.

– Ella es una invitada aquí. Naturalmente, no diré nada.

– Sabía que lo verías así. Caballero hasta el final. Y si alguien te pregunta cómo te has hecho eso, puedes decir que has pisado un rastrillo. O diles que he sido yo, no me importa.

– Pero a mí sí -protestó Selena-. Tú no te vas a llevar el mérito. Si no puede ser mío, tendrá que decir que ha sido un rastrillo.

Leo sonrió, encantado con ella.

– Así me gusta -dijo con suavidad.

– Estáis los dos locos -declaró Paulie.

Salió del establo sin volverles la espalda y echó a correr en cuanto cruzó la puerta.

– Gracias -dijo Selena con fervor-. Has estado genial.

– Me alegro de haberte ayudado. Tenía que haberle pegado yo, pero no parecías necesitarme.

– Oh, eso puedo hacerlo sola -dijo ella, con buen ánimo-. Lo que me confunden son las palabras. Tú sabías lo que tenías que decir para que no hablara. Yo nunca sé qué decir.

– Se te dan mejor los puños, ¿eh?

– He tenido más práctica.

Leo pareció considerar seriamente el tema.

– Yo habría esperado que fueras más bien a por el rodillazo en el bajo vientre.

Ella lo miró a los ojos.

– Utilizo las armas de que disponga.

– Supongo que este tipo de cosas te suceden a menudo.

– Hay hombres que creen que una mujer que viaja sola es caza segura. Yo solo les demuestro que se equivocan.

Hablaba con ligereza, como aceptando implícitamente los riesgos. Leo pensó en su vida solitaria, siempre moviéndose con el único cariño de un caballo. Sin embargo, sabía que si notaba su preocupación por ella, lo miraría con incredulidad y posiblemente lo acusara de ser un sentimental.

Se le ocurrió entonces que ella ni siquiera se daba cuenta de que estaba sola. No había conocido otra cosa. Y eso le dolió mucho.

Selena lo observaba, intentando leer sus pensamientos. La molestaba no ser capaz de hacerlo. Con otros hombres no le costaba tanto.

Sacudió la mano, flexionó los dedos y él la tomó y la masajeó con sus palmas fuertes. Selena sintió que la envolvía una sensación de paz.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó él.

– Perfectamente.

– Hasta la próxima vez.

– Eh, no me has salvado tú, me he salvado yo misma -dijo ella enseguida.

– ¿Quieres dejar de ponerte a la defensiva? ¿Soy yo tu enemigo?

Ella negó con la cabeza y le sonrió. Leo cedió a un impulso más fuerte que él y la rodeó con sus brazos. La acunó con cuidado, anhelando abrazarla así siempre, desesperado por besarla, pero consciente de que no debía hacerlo cuando ella era tan vulnerable.

Selena oía los latidos del corazón de él y el sonido la confortaba. Habría sido muy fácil apoyarse en aquel hombre grande y generoso y dejarle compartir sus problemas.

Si ella hubiera sido otra clase de mujer. Pero no era así.

Levantó la vista y vio que él tenía una expresión preocupada.

– ¿Qué sucede? -susurró.

Leo bajó la frente hasta apoyarla en la de ella.

– Nada -dijo-. Estaba pensando… No, no pasa nada.

– Leo…

Él apartó la cabeza con rapidez.

– Tienes que dejar de dormir aquí fuera -la soltó y retrocedió un paso-. Es muy fácil para él pillarte aquí.

Selena sintió una punzada de decepción por su alejamiento.

– También puede hacerlo en la casa -dijo-, a menos que tú vuelvas a dormir pegado a mi puerta.

– No, eso no es buena idea -comentó él con desesperación. Sabía que no podía confiar en sí mismo hasta ese punto-. Vámonos -salió delante, manteniendo cierta distancia.

Durante el camino a la casa, ella se dijo que no debía perder la cabeza. ¿Y qué si no se sentía atraído por ella? Ya lo sabía. Y si no se hubiera dejado llevar por fantasías tontas, se habría ahorrado aquel dolor.

Cuando llegaron a la casa, Delia les salió al encuentro para contarles que el pobre Paulie había pisado un rastrillo y se había golpeado la nariz.


Leo buscó a Selena a la mañana siguiente.

– Vamos a montar -dijo-. Quiero probar uno de los caballos de Barton en larga distancia.

Tenía otro motivo, pues había urdido con Barton llevársela de allí hasta que se fueran los asesores del seguro. Intuía lo que dirían estos y necesitaba tiempo para aclarar sus pensamientos.

Su modo de correr alrededor de los barriles lo había impresionado. Ahora podía verla cabalgar por el placer de hacerlo y pensó que montaba de un modo muy elegante y natural, como si formara un solo ser con el caballo. Pensó en una yegua de temperamento fuerte que tenía en su casa y deseó poder presentarlas.

Echaron carreras. Él montaba un animal más fuerte, pero solo la venció por los pelos. Selena sabía sacar el máximo partido a su caballo y Jeepers se sentía a gusto con ella.

Encontraron un arroyo y se tumbaron bajo los árboles con la cerveza y los perritos calientes que habían llevado consigo. Selena respiró hondo y pensó en lo maravilloso que resultaba estar así, con el sol, el agua brillante y la sensación de haber cabalgado durante kilómetros.

Sabía que lo que en realidad le gustaba era estar con él. Pero tenía que ser fuerte y aceptar que la atracción no era mutua.

– ¿Estás bien ahora? -preguntó él con gentileza.

– Sí, me siento muy bien -repuso ella, con sinceridad-. Es curioso. Con todas las cosas que deberían preocuparme… y no puedo pensar en ellas. Siguen estando ahí, pero… como algo vago, en la distancia.

– Bueno, en este momento no puedes hacer nada sobre eso -dijo él-, así que, ¿por qué no dejarse llevar? Puede que luego las afrontes mejor.

– Lo sé, pero… -soltó una risita nerviosa-. No es propio de mí. Normalmente me preocupo mucho por todo. No sirve de nada, pero lo hago.

Leo asintió.

– Preocuparse es una pérdida de tiempo.

– Tú no eres de los que dan mil vueltas a todo, ¿verdad?

Leo sonrió y movió la cabeza.

– Si ocurre, ocurre. Si no ocurre, tal vez sea lo mejor.

– Te envidio. A mí todo me importa muchísimo. Es como… -guardó silencio. Tampoco era propio de ella comunicar lo que sentía. Pero había algo en Leo que la sacaba de detrás de sus barreras, a lugares por los que no se había aventurado nunca. Por eso era un hombre peligroso.

– ¿Como qué? -preguntó él con una sonrisa.

– Nada -retrocedió ella.

Pero él le cortó la retirada. Le tomó una mano con gentileza.

– Dímelo -le pidió.

– No. He olvidado lo que iba a decir -rió ella. Leo enarcó las cejas, retándola en silencio a correr el riesgo, a decírselo.

– Es como si me pasara la vida andando por una cuerda floja encima de un precipicio -se decidió ella-. No dejo de pensar que llegaré al otro lado, pero… -movió las manos. No le resultaba fácil hablar.

– ¿Y qué te espera al otro lado? -preguntó él.

Selena lo miró a los ojos y movió la cabeza.

– No estoy segura de qué haya otro lado. Y si lo hay, no llegaré nunca.

– En eso te equivocas, siempre hay otro lado, pero tienes que saber lo que quieres encontrar allí. Simplemente no lo has decidido aún. Cuando lo hagas, verás el extremo lejano. Y llegarás a él.

– Si no me caigo antes. A veces me siento débil.

– Yo no puedo imaginarte débil.

– Porque grito mucho para ocultarlo. A veces, cuanto más grito, más débil me siento por dentro.

– No te creo. Eres muy valiente.

– Gracias, pero tú no me conoces.

– Es curioso, pero tengo la sensación de que sí. Cuando nos vimos en la autopista y me gritaste, fue como si llevaras toda la vida gritándome.

Ella soltó una carcajada.

– Sí, gritar se me da bien.

– A mí no me importa -Leo le soltó la mano y apoyó la espalda en un árbol con aire satisfecho, como un hombre que ya tiene todo lo que la vida puede ofrecer.

– ¿A ti no te da miedo nada? -preguntó ella.

– Las malas cosechas, el mal clima. Las ciudades grandes. La maldad y la injusticia.

Selena asintió con vigor.

– Oh, sí.

– ¿Qué quieres hacer con tu vida? -preguntó él de repente.

– Lo que hago.

– ¿Pero al final?

– Dime tú cuándo vendrá el final y yo te diré lo que estaré haciendo.

– Me refiero a que no puedes seguir así eternamente. Un día será demasiado para ti y tendrás que asentarte.

La joven hizo una mueca.

– ¿Quieres decir con pipa y zapatillas?

– Bueno, la pipa si no quieres no -rió él.

– Un hogar. No, gracias. No es para mí. A mí las cuatro paredes me enloquecen. Y quedarme en un sitio quieta me enloquece aún más.

– ¿Y la soledad?

Selena soltó una risita incrédula.

– Yo no estoy sola, soy libre. No, no, no lo digas.

– ¿No diga qué?

– Eso de que la soledad y la libertad son lo mismo y que no se sabe dónde empieza una y acaba otra y que si podré reconocer la diferencia antes de que sea tarde, etcétera, etcétera, etcétera.

– Ya te lo han dicho antes, ¿eh?

– Una docena de veces. Es un gran tópico.

– Bueno, muchos tópicos son ciertos. Por eso se convierten en tópicos.

– Pero yo estoy hablando de libertad. De que nadie me diga lo que tengo que hacer, de que nadie espere nada de mí excepto Elliot, pero a él lo quiero, así que no importa.

– Pero también puedes llegar a querer a una persona -sugirió Leo con cautela-. Tal vez tanto o más de lo que quieres a Elliot.

– No, la gente es complicada. Tienes que cuidarte las espaldas continuamente. Elliot es mejor. Con él es fácil.

– Yo creo que te burlas de mí.

– No. Prefiero a un caballo cualquier día. Anoche en el establo, por ejemplo, ¿te imaginas a un caballo intentando abrazarme y diciéndome que sabe lo que en realidad quiero?

– Sí, ya oí lo que dijo Paulie -musitó Leo con disgusto-. Tenías que haberle pegado con los dos puños.

– No era necesario. Captó el mensaje con uno solo y no me gusta la violencia innecesaria. Es un desperdicio y me hace daño en las manos -añadió con malicia-. Nunca uses dos puños si puedes lograr lo mismo con uno. Eso lo aprendí muy pronto.

– Supongo que has aprendido muchas cosas que la mayoría de las mujeres no necesitan saber nunca.

Selena asintió.

– Aún no has contestado a mi pregunta -insistió él-. ¿Qué harás cuando tengas que renunciar a los rodeos?

– Comprarme una granja y criar caballos.

– ¿Y eso no implica vivir todo el tiempo en un sitio?

– Puedo salir a acampar a veces.

– ¿Estarás sola en esa granja?

– No, habrá caballos.

– Ya sabes a lo que me refiero; deja de intentar eludir el tema.

– ¿Quieres decir si me habré atado a un marido? De eso nada. ¿Para qué? ¿Tener a alguien que me vuelve loca y saber que yo lo vuelvo loco a él?

– No siempre es así -repuso él con cautela, porque había sostenido muchas veces lo mismo y lo asustaba defender ahora el otro lado-. Hay personas que pueden llevarse bien mucho tiempo. A veces incluso se aman. Es verdad. Puede ocurrir.

– No lo dudo. Al principio. Luego ella tiene un niño, pierde la figura, él se aburre y empieza a beber, ella protesta, él se enfada y ella protesta más.

– ¿Así era la vida en tus casas de acogida?

– Una tras otra. Dondequiera que iba, siempre ocurría lo mismo. Y puedes quedártelo, yo no lo quiero.

– ¿No crees que dos personas puedan amarse de por vida?

Selena soltó una carcajada.

– Leo, eres un sentimental. Crees en esas cosas.

– Soy italiano -repuso él, a la defensiva-. Se espera que creamos en esas cosas.

– No me digas. Y seguro que crees que el amor dura para siempre. ¡Oh, vaya, eres increíble! Aunque es mejor frase que la de Paulie.

Leo no contestó. Ella lo miró después de un rato y vio que estaba enfadado.

– ¿Qué he dicho? -preguntó la joven, confusa.

– Si tú no lo sabes, no puedo decírtelo yo. Pero lo intentaré. Tú crees que no soy mejor que Paulie, que te cuento esto para asaltarte luego en el establo. Muchas gracias.

– Yo no quería decir…

– Yo creo que sí. Todos los hombres son iguales a tus ojos porque no te tomas la molestia de levantar la vista.

Se levantó de un salto y subió la cuesta alejándose del arroyo. Al final de la cuesta había una roca y él se sentó en ella y miró al frente con rabia.

Selena lo miró de hito en hito, furiosa con él, consigo misma y con el mundo. No se le había ocurrido que podía herirlo. La vida difícil que había llevado la había enseñado a ser directa, no sutil. Si uno quería algo, se lanzaba a por ello, porque nadie se lo iba a regalar. Había aprendido las destrezas necesarias para sobrevivir, pero no las de la seducción, y por primera vez se le ocurrió que faltaba algo importante en su armadura.

Subió la cuesta hasta quedar justo debajo de él y la alivió ver que ya no parecía enfadado. No temía su enfado, pero era su gentileza la que empezaba a tejer conjuros en torno a su corazón.

Él la ayudó a terminar de subir para que pudiera sentarse a su lado.

– No estás enfadado conmigo, ¿verdad?

– ¡Grrrr! -dijo él, gruñendo como un oso.

Ella soltó una risita, se agarró al brazo de él con los dos suyos y apoyó la cabeza en su hombro.

– Lo siento, Leo. Siempre hago lo mismo. Primero hablo y luego pienso.

– ¿Tú piensas?

– A veces un poco.

– Tienes que enviarme una entrada. Seguro que es todo un acontecimiento.

Selena liberó una mano el tiempo suficiente para darle un puñetazo en el brazo y volvió a adoptar la misma posición.

Él volvió la cabeza para poder ver todo lo posible de la cara de ella y le tomó una mano.

– No era mi intención compararte con Paulie -dijo ella-. Sé de sobra que tú no eres como él, no intentas besar a la fuerza.

Leo habló con suavidad:

– Yo no he dicho que no quiera besarte.

– ¿Qué has dicho? -preguntó ella.

– Nada.

La conversación se volvía peligrosa. Estaba a punto de confesar lo que quería en realidad y romper la delicada red de confianza que estaba construyendo entre ambos. Pensó en lo que seguramente descubrirían cuando regresaran al rancho y supo que tenía que proteger esa red a toda costa.

– Quizá es hora de volver -dijo.

Regresaron despacio, con el sol bajando por el horizonte. Cuando entraron en el patio, Leo intercambió una mirada con Barton y supo que sus peores miedos se habían cumplido.

– Ella misma lo dijo -le confió su amigo cuando Selena no los oía-. Han echado un vistazo a la furgoneta y se han partido de risa. Oh, pagarán una pequeña liquidación, pero no le comprarán partes nuevas.

– Eso lo decide todo -dijo Leo-. Hay que pasar al plan B.

– No sabía que había un plan B -comentó su amigo.

– El plan A es el que acaba de fallar. El B es…

Tomó a su amigo del brazo y lo apartó más aún de la puerta del establo, por lo que lo único que Selena oyó desde el interior fue el rugido de Barton:

– ¿Te has vuelto loco?

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