6 Las cartas sobre el tapete

—Lo que no acabo de entender —dijo Vidal-Pellicorne con un suspiro— es por qué Ferrals tiene tanto empeño en conseguir su zafiro, hasta el punto de aceptar casarse siendo como es un soltero empedernido. Las joyas no le han interesado nunca. A no ser que hayan pertenecido a Cleopatra o a Aspasia, claro.

Habían terminado de comer. Refugiados en el gabinete para fumadores, los dos hombres, arrellanados en profundos sillones de piel estilo club inglés, ya estaban con el café, los licores y los puros.

—Eso es un enigma —dijo Morosini encendiendo el suyo con la llama de una vela—, pero le confieso que preferiría enterarme de cómo una piedra que pertenece a mi familia desde Luis XIV se ha visto transformada en precioso tesoro ancestral de una condesa polaca.

—Lo uno no es incompatible con lo otro; quizás haya una relación entre ambas cosas. La bella Anielka le dijo que su padre quería que se casara con Ferrals para asegurarle, y asegurarse a sí mismo, una parte no desdeñable de una fabulosa fortuna, ¿no? Debió de enterarse de que sir Eric buscaba el zafiro y se las arregló para conseguirlo a sus expensas.

—¿Y ha esperado cinco años para poner su plan en práctica?

—No podía obrar de otro modo. Para empezar, había que aprovechar su ausencia forzosa de Venecia, y después, esperar a que su hija estuviera en edad de casarse. Era difícil ofrecer una niña de trece años, que seguramente no era tan guapa como ahora. A mí me parece que mi historia se sostiene bastante bien. Algo me dice que Solmanski es capaz de todo.

—Hablando de eso, me gustaría, ya que usted tiene acceso a la casa de Ferrals, que intentara enterarse de algo más sobre ese polaco al que yo le veo aspecto de oficial prusiano. Yo pienso atacar a Ferrals.

—¿Cómo?

—Voy a descubrir las cartas y a preguntarle por qué quiere esa joya y no otra. Quizá también por qué no se ha dirigido a mí.

El arqueólogo reflexionó un instante acariciando con la yema de un dedo una estatuilla del dios halcón Horus que descansaba sobre un taburete alto.

—El método directo puede tener sus ventajas con él, pero aun así me pregunto si es el adecuado. Es un hombre hábil, bastante seductor, y es capaz de darle gato por liebre.

—No me tome por un inocentón, querido Adal. Es más difícil de lo que supone.

—Estoy convencido, pero ¿cómo espera conseguir una cita? Ferrals es muy desconfiado.

—No lo dudo, pero me concederá una entrevista. Incluso podría hacerlo ir a casa de la señora Sommières si quisiera. ¿Le he dicho que no para de hacerle ofertas de compra de su mansión para ampliar su propiedad? Pero prefiero desplazarme, en parte por ese deseo que sigo teniendo de visitar su casa.

—Es verdad que, para colocar todos los sarcófagos, estatuillas, estelas y otros objetos con los que arrambla, necesita cada vez más sitio. Su mansión está a rebosar, y la que posee en Londres se encuentra en la misma situación. Pero, tras ese gran deseo de visitar la cueva del brujo, ¿se esconde quizá la esperanza de ver a su adorable prometida? Algo me dice que no es usted insensible a su encanto.

—Parece que sus rebeldes mechones de pelo no le impiden ver con claridad. Es cierto, me gusta, pero le ruego que no hablemos de ello. Me siento bastante ridículo.

—No hay ningún motivo. Teniendo en cuenta la proposición que ella le hizo en el tren, apostaría a que le atrae bastante. Sin embargo, dadas las circunstancias, creo que debería olvidarla. Ferrals no suelta fácilmente lo que tiene. O lo hace pagar muy caro. Si consigue verlo, háblele del zafiro pero no de la futura lady. Sería un poco excesivo hablar de las dos cosas a la vez.

—No se preocupe, no soy tonto, y tengo una prioridad.

—Bien. Dejémoslo así. Ah, me había dicho que Aronov le ha dado la copia del colgante, ¿verdad?

—Sí. ¿Qué quiere hacer con ella?

—Guardarla en un lugar seguro. A partir del momento en que hable de la piedra, es posible que deje de estar seguro —dijo fríamente Vidal-Pellicorne—. Sería una desgracia que perdiera la vida en esto, pero es importante que este medio de recuperar la joya no desaparezca con usted.

Aldo miró absolutamente atónito a su compañero.

—¿Habla en serio?

—Totalmente. Si va a reclamar el zafiro, estoy convencido de que estará en peligro. Esa gente se ha tomado muchas molestias para apropiarse de él. Sólo pensarán en una cosa: eliminarlo.

—¿Esa gente? ¿Se refiere a Ferrals?

—No forzosamente. Se puede vender lo necesario para destruir a la humanidad sin rebajarse a utilizar el cuchillo y el revólver. A esa escala la muerte de los demás se convierte en una noción abstracta. Además, sir Eric goza de una reputación bastante buena; es duro en los negocios, pero recto y honrado. A mí me preocuparía más Solmanski. El trato que ha hecho con Ferrals no dice mucho en su favor.

—Estoy de acuerdo, pero de ahí a asesinar…

—Si la chica estuviera libre, me inclinaría a creer que quiere ser considerado con su futuro suegro. Piense. Viene de Varsovia, donde Simon reside… por el momento, y en Varsovia es donde acaban de matar a Élie Amschel y de donde le aconsejaron que huyera lo antes posible.

—Si el culpable es él, lo tenía muy fácil para deshacerse de mí en el tren: estaba yo solo contra tres hombres.

—No simplifique demasiado las cosas; quizás entonces habría sido inoportuno. ¿No quiere dejarme actuar primero a mi manera?

—¿Cómo?

—Tratando de cambiar las joyas: la falsa por la auténtica. Soy bastante torpe con los pies, pero con las manos soy muy hábil —concluyó Adalbert, contemplando sus largos dedos con una viva satisfacción.

—¿Y está seguro de conseguirlo?

Se produjo un silencio, al que siguió un suspiro.

—No. Depende de las circunstancias.

—Entonces —dijo Aldo levantándose—, seguiré mi plan. Al menos tendrá el mérito de hacer que las cosas se muevan.

—¿La política de la provocación? Después de todo, ¿por qué no? Pero, créame, antes debe entregarme la copia.

—La tendrá esta noche.

En la antecámara, después de que el sirviente le hubiera dado el sombrero, el bastón y los guantes, Morosini no pudo evitar obsequiar a su anfitrión con su sonrisa más impertinente:

—Ahora que nos hemos puesto de acuerdo, ¿me permite una pregunta… un poco indiscreta?

—¿Por qué no? La indiscreción es muy instructiva.

—¿Es usted arqueólogo?

Los ojos de Adalbert, de un azul purísimo, se clavaron en los de Aldo con determinación.

—La arqueología es mi pasión. Si la muerte de Amschel no hubiera convertido en un deber para mí ayudar a Simon de forma prioritaria, estaría en Egipto en compañía del bueno de Loret, que está a cargo del museo del Cairo y en estos momentos probablemente asiste con envidia a las excavaciones que lord Carnavon y Howard Carter realizan en el Valle de los Reyes… con unos medios de los que nosotros no dispondremos jamás. ¿Es mi alusión a mis manos y la expedición de anoche lo que le preocupa?

—No estoy preocupado. Simplemente soy curioso.

—Es una cualidad que comparto. Dicho esto, no tengo nada de ladrón, aunque mi destreza como cerrajero supera la de nuestro buen rey Luis XVI. Hace mucho que comprendí lo tremendamente útil que podía llegar a ser.

—Tendré que recordarlo. Ahora, deséeme buena suerte. Y gracias por la comida, era excelente.



Por la tarde, Cyprien, con bombín y largo abrigo negro abotonado, como si fuera testigo de un duelo, llevó a la mansión Ferrals una tarjeta de Aldo solicitando una entrevista. La respuesta llegó una media hora más tarde: sir Eric se declaraba muy honrado de reunirse con el príncipe Morosini y proponía recibirlo al día siguiente a las cinco.

—¿Vas a ir? —preguntó la señora Sommières, a quien la cita no hacía ni pizca de gracia—. Habría sido preferible que lo hicieses venir.

—¿Para que crea que está dispuesta a rendirse? No voy a Canossa, tía Amélie, sino a hablar de negocios, y no quiero que usted se vea involucrada en esto.

—Sé prudente. Ese maldito zafiro es un tema peligroso y mi vecino no me inspira ninguna confianza.

—Es natural teniendo en cuenta el estado de sus relaciones, pero, tranquilícese, no me comerá.

Su tranquilidad era total. Mientras iba a casa de Ferrals, tenía mucho más la impresión de participar en una cruzada que de meterse de cabeza en una trampa, y a pesar de que esa misma mañana había visitado a un famoso armero para no desdeñar los consejos de Adalbert, la Browning 6,35 que había comprado, aunque de dimensiones reducidas, no amenazaba con romper la línea sumamente elegante de su traje gris confeccionado en Londres: la había dejado en casa.

Por lo demás, dicho traje se encontró en terreno conocido cuando un lacayo con uniforme inglés, después un mayordomo y por último un secretario recibieron al visitante: todos olían a Londres a una legua. En cuanto a la casa, era una mezcla del Museo Británico y el palacio de Buckingham. Sin duda era la morada de un hombre rico, pero no la de un hombre con gusto, y Morosini contempló con sensación de agobio aquella acumulación de obras maestras de la antigüedad, algunas de una increíble belleza, como el Dioniso de Praxiteles al lado de un toro cretense y de dos vitrinas llenas a rebosar de admirables vasos griegos. En aquellos salones había lo suficiente para llenar uno o dos museos y tres o cuatro tiendas de antigüedades.

«Empiezo a creer que le falta sitio —pensó Morosini siguiendo la figura envarada del secretario—, pero, con la modesta mansión de tía Amélie no tendría bastante. Debería intentar comprar el Grand Palais o una estación de tren fuera de uso.»

Subieron una escalera poblada de matronas y de patricios romanos para desembocar en un vasto gabinete de trabajo —seguramente la estancia en la que había entrado Vidal-Pellicorne—, y allí el delirio cesó al tiempo que avanzaban varios siglos: paredes forradas de libros y sólo cuatro muebles sobre una inmensa y suntuosa alfombra persa de un rojo a la vez profundo y luminoso. Una gran mesa de mármol negro con patas de bronce y tres poltronas españolas del siglo XVI dignas del Escorial completaban el mobiliario.

El sillón del señor de la casa tenía el respaldo contra el gran ventanal y, por lo tanto, estaba de espaldas a la luz, pero Aldo sólo necesitó una mirada para reconocer en el hombre que se levantó cortésmente para dirigirse a su encuentro al personaje que seguía a Anielka en el parque Monceau, el hombre de ojos negros y cabellos blancos.

—Me parece que ya nos hemos visto —dijo Ferrals con una sonrisa divertida— y también que somos admiradores de las mujeres bonitas.

El tono de voz de aquel hombre era soberbio y le recordaba el de Simon Aronov; desprendía el mismo calor aterciopelado, la misma magia, y sin duda era el mayor encanto de ese curioso personaje. Asimismo, la mano que le tendía —y que Morosini estrechó sin vacilar— era firme, y la mirada, directa. El visitante sonrió también, aunque unos vagos celos le hicieron notar una punzada en el corazón: quizá querer a Ferrals resultaba más fácil de lo que había supuesto.

—Las circunstancias de aquel encuentro me obligan a presentar mis disculpas al prometido de la señorita Solmanska —dijo—, aunque no tengo conciencia de haber incurrido en falta. Resulta que viajamos juntos en el Nord-Express e incluso compartimos una cena. Yo deseaba simplemente saludarla, charlar un momento, pero parece que mi visión en el parque la asustó y no quiso reconocerme, hasta el punto de que llegué a preguntarme si un increíble parecido me había inducido a error.

—Un parecido imposible. Mi prometida, en mi opinión, es única y no se la puede comparar con ninguna mujer —dijo sir Eric con orgullo—. Pero, por favor, tome asiento y dígame a qué debo el placer de su visita.

Aldo se sentó en una de las dos sillas antiguas dedicando una atención especial a la raya de sus pantalones, lo que le dio unos segundos más para pensar.

—Perdone que continúe hablando sobre la joven condesa —dijo con una lentitud calculada—. Cuando llegamos a París el otro día, me quedé deslumbrado por su esplendor, pero sobre todo por el del colgante que llevaba en el cuello, una joya preciosa que llevo casi cinco años buscando.

Bajo las pobladas cejas de Ferrals apareció un destello, pero el hombre siguió sonriendo.

—Reconozca que lo lleva de maravilla —dijo en un tono suave que irritó a Morosini, asaltado de pronto por la impresión de que el otro estaba burlándose de él.

—Mi madre también lo llevaba de maravilla… antes, por supuesto, de que la asesinaran para robárselo —dijo con una rudeza que borró la sonrisa del negociante.

—¿De que la asesinaran? ¿Está seguro de no equivocarse?

—Lo estoy, a no ser que una fuerte dosis de hioscina administrada en una golosina le parezca un tratamiento médico saludable. Mataron a la princesa Isabelle, sir Eric, para robarle el zafiro ancestral escondido en una de las columnas de su cama gracias a un dispositivo que sólo ella y yo conocíamos.

—¿Y no lo denunció?

—¿Para qué? ¿Para que la policía lo revolviera todo, profanara el cuerpo de mi madre y organizara un horrible estropicio? Desde hace siglos los Morosini nos sentimos bastante inclinados a hacer justicia nosotros mismos.

—Es una reacción comprensible, pero ¿me hará el honor de creerme si le aseguro que no sabía nada, absolutamente nada de ese drama?

—¿Sabe al menos cómo ha llegado a manos del conde Solmanski? Su prometida parece creer que el zafiro es una herencia de su madre y yo no tengo ningún motivo para dudar de su palabra.

—¿Le ha hablado de él? ¿Cuándo? ¿Dónde?

—En el tren…, después de que le impidiera arrojarse por una de las portezuelas.

Una súbita palidez se extendió por el rostro mate de Ferrals, dándole un curioso tono grisáceo.

—¿Quería suicidarse?

—Cuando alguien quiere bajar de un tren lanzado a toda velocidad, sus intenciones me parecen claras.

—Pero ¿por qué?

—¿Quizá porque no está totalmente de acuerdo con su padre sobre este matrimonio? Usted es un partido excepcional, sir Eric, capaz de deslumbrar a un hombre cuya fortuna ya no es lo que era… pero una jovencita ve las cosas de otro modo.

—Me sorprende lo que dice. Hasta ahora me ha parecido bastante satisfecha.

—¿Tanto como para no atreverse a reconocer a un compañero de viaje porque usted estaba detrás de ella? Tal vez tenga miedo.

—No de mí, espero. Estoy dispuesto a ofrecerle una vida de reina y a ser con ella tan amable y paciente como sea necesario.

—No lo dudo. Yo incluso diría que conocerlo ha debido de causarle una agradable sorpresa. Su padre, en cambio, me parece que tiene un carácter bastante agrio, y está muy interesado en que se celebre esta boda. Por lo menos tanto como usted en mi zafiro. Por cierto, me gustaría que me aclarase algo. Usted no es coleccionista de piedras históricas. ¿Por qué quiere entonces esa joya a toda costa?

Sir Eric se levantó del sillón, se apoyó en el mármol de la mesa, juntó las manos por la yema de los dedos y se acarició la línea saliente de la nariz.

—Es una vieja historia —dijo, suspirando—. Usted dice que lleva cinco años buscando la Estrella Azul…, así es como siempre la han llamado en mi familia. Yo la busco desde hace tres siglos.

Morosini se esperaba cualquier cosa menos eso y por un instante se preguntó si aquel hombre estaba volviéndose loco. Pero no, parecía hablar en serio.

—¿Tres siglos? —dijo—. Confieso que no lo entiendo; debe de tratarse de un error. Para empezar, nunca he oído decir que al zafiro visigodo o zafiro Montlaure lo llamaran de otra forma.

—Porque los Montlaure, cuando se apoderaron de él, se apresuraron a cambiarle el nombre. O quizá no lo conocían.

—¿Se da cuenta de que está acusando a mis antepasados maternos de ladrones?

—Usted acusa a mi futuro suegro de asesino o poco menos. Estamos empatados.

El tono de ambos había cambiado. Aldo percibía que ahora se trataba de un duelo: las espadas estaban desenfundadas. No era momento de cometer un error, de modo que obligó a su voz a recuperar un registro más sereno.

—Es una forma de ver las cosas —dijo, suspirando—. Cuénteme su historia sobre la Estrella Azul y ya veremos qué opinión merece. ¿Qué puede tener en común su familia con los Montlaure?

—Debería haber especificado: los «duques» de Montlaure —dijo Ferrals con sarcasmo, insistiendo en el título—. Toda la altanería de sus antepasados se ha refugiado por un instante en su voz… Bien, preste atención: los míos son originarios del Alto Languedoc, igual que los suyos, pero los unos eran protestantes y los otros católicos. Cuando, el 18 de octubre de 1685, su glorioso Luis XIV revocó el edicto de Nantes, dejando fuera de la ley a todos los que se negaran a rezar como él, mi antepasado Guilhem Ferrals era médico y veguer de una pequeña ciudad del Carcasses cercana a un poderoso castillo ducal. La Estrella Azul le pertenecía por derecho de herencia desde el fin de la época de los reyes visigodos. La piedra tenía su historia, incluso su leyenda; se la consideraba sagrada, portadora de suerte, y hasta aquellos tiempos terribles nada había desmentido su reputación…

—Salvo toda la sangre derramada desde que se la habían llevado del Templo de Jerusalén. Pero, por favor, continúe.

—Los hugonotes emigraban a cientos de miles para tener derecho a vivir y a rezar en paz…, doscientos mil creo que partieron. La familia de Guilhem le suplicaba que hicieran lo mismo: el porvenir aún podía sonreírles puesto que se llevarían con ellos la Estrella Azul. Ella los guiaría, al igual que aquella otra luz celeste había guiado a los Reyes Magos en la noche de Belén… Pero Guilhem era más terco que una mula; no quería abandonar la tierra que amaba, y para protegerse y proteger a los suyos contaba con el heredero de los Montlaure, a quien lo unía lo que él creía una antigua amistad. ¡Como si la amistad fuera posible entre un señor tan grande y un simple burgués! —exclamó en tono sarcástico Ferrals, encogiéndose de hombros—. El futuro duque, deseoso de destacar en la corte de Versalles, cosa que la avaricia de su padre hacía imposible, logró convencer a Guilhem de que le entregara la piedra jurándole que, haciendo depositario de ella a cierto ministro real, garantizaría una tranquilidad absoluta a todos los Ferrals presentes y futuros. Y Guilhem, sin duda pecando de ingenuidad, creyó a ese miserable. Al día siguiente fue arrestado, sometido a juicio sumario por contumacia en sus convicciones y trasladado a Marsella para ser encadenado a los remos de la galera real. Allí murió bajo el látigo de los cómitres. Su mujer y sus hijos consiguieron huir y llegar a Holanda, donde recibieron la acogida que su desgracia merecía. En cuanto a la Estrella Azul, estuvo en manos de un usurero hasta que, tras la muerte del anciano duque, fue desempeñada y recuperada. Desde entonces pasó a formar parte del tesoro de sus antepasados, príncipe Morosini. Bien, ¿qué le parece mi historia?

Levantando los ojos, que había mantenido bajados, Aldo clavó su mirada grave en la de su adversario.

—Que es terrible, pero que, desde la noche de los tiempos, los hombres no han cesado de acumular historias similares. En lo que a mí me concierne, solo sé una cosa: mataron a mi madre para poder robarle más cómodamente. El resto no me interesa.

—Se equivoca. Yo creo que eso sucedió en justa compensación por lo ocurrido en el pasado. Era preciso que la sangre de un inocente pagara por la de un hombre de bien, y aunque a usted le resulte difícil de entender, yo creo que el espectro de Guilhem ahora debe de haberse apaciguado.

Aldo se levantó tan bruscamente que la pesada silla española se tambaleó, aunque sin llegar a caerse.

—Los manes de mi madre no. Entérese de esto, sir Eric: quiero a su asesino, sea quien sea. Rece a Dios para que no sea alguien muy cercano a usted.

El inglés volvió a encogerse de hombros.

—La mujer con la que voy a casarme es el único ser que me importa, pues la amo… apasionada y ardientemente. Los demás me son indiferentes, y aunque tuviera usted que matar a toda su parentela, me daría lo mismo. Ahora, ella es mi bien más precioso.

—Entonces devuélvame el zafiro. Estoy dispuesto a comprárselo.

El vendedor de cañones desplegó lentamente una sonrisa en la que malicia y desdén se mezclaban.

—No es usted suficientemente rico.

—Lo soy menos que usted, desde luego, pero más de lo que imagina. Las piedras, históricas o no, son mi especialidad, y conozco su valor a la cotización actual. Diga un precio y lo acepto… Vamos, sir Eric, sea generoso: usted tiene la felicidad, devuélvame la joya.

—Las dos cosas van unidas. Pero voy a ser generoso, como usted me pide: seré yo quien le pague la suma de dinero que representa la Estrella Azul, a modo de indemnización.

Morosini estuvo a punto de enfadarse. Ese advenedizo sin duda pensaba que su fortuna se lo permitía todo. Para calmarse sacó sin prisas del bolsillo su pitillera de oro con el escudo de armas grabado, extrajo un cigarrillo y dio unos golpecitos con él sobre la brillante superficie antes de colocárselo entre los labios, encenderlo y dar una lenta bocanada. Todo ello sin apartar su mirada glacial de su adversario, al que observaba con una semisonrisa indolente, como si examinara a un animal curioso.

—Sus presuntas tradiciones familiares no impiden que sea un simple comerciante. Lo único que sabe hacer es pagar: por una mujer…, por un objeto. Incluso para conjurar la muerte. ¿Cree que se puede poner precio a la vida de una madre? Parece que en este momento la suerte lo acompaña, pero eso podría cambiar.

—Si espera que monte en cólera, pierde el tiempo. En cuanto a mi suerte, no se preocupe por ella; dispongo de los medios necesarios para hacer que no se tuerza.

—¿El dinero otra vez? Es usted incorregible. Pero tenga en cuenta esto: la piedra que acaba de adquirir empleando unos medios muy discutibles y que ve como un talismán ha sido la causa de demasiados dramas para que pueda dar suerte. Recuerde mis palabras cuándo la suya lo abandone. Adiós, sir Eric.

Y, sin querer oír nada más, Morosini se dirigió hacia la puerta del gabinete de trabajo, salió y bajó al vestíbulo, donde dos lacayos le dieron su sombrero, su bastón y sus guantes. Pero, al ir a ponerse éstos, notó que había algo dentro del guante de la mano izquierda y, sin pestañear, renunció a ponérselo y se lo guardó en el bolsillo. Cuando hubo llegado a casa de la señora Sommières, lo examinó y extrajo un papelito enrollado donde había unas frases escritas con mano un tanto trémula:

«Tengo previsto ir a tomar el té mañana, a las cinco, al Parque Zoológico. Podríamos vernos allí, pero no se acerque a mí hasta que no esté sola. Tengo que hablar con usted.»

Ninguna firma; no era necesaria.

Una súbita alegría invadió a Aldo y le devolvió el buen humor. Decididamente, a Anielka le gustaban los jardines: después de Wilanow, los del Bois de Boulogne. Pero, aunque lo hubiera citado en las alcantarillas o en las catacumbas, el feliz destinatario de la nota las habría adornado con todas las gracias del Paraíso. Iba a verla, iba a hablar con ella, y de pronto se sentía el alma de Fortunio.

Para pasar el rato y que no se le hiciera la tarde interminable, fue a la vivienda del conserje a telefonear a su amigo Gilles Vauxbrun. Este, que ya había regresado de su expedición, contestó invitándolo a cenar esa misma noche: irían a saborear los platos de Cubat, un antiguo cocinero del zar recientemente instalado en los Campos Elíseos, en lo que había sido el hotel de la Païva.

—Se come bien —precisó Vauxbrun— y, sobre todo, se come tranquilo, cosa que no se puede hacer en todas partes. Nos vemos allí a las ocho.



Como los dos amigos profesaban el mismo respeto a la puntualidad, se disponían a cruzar juntos la puerta del restaurante cuando el petardeo de un coche interrumpió sus saludos. Junto a la acera acababa de parar un Amilcar descapotable de dos plazas, de color rojo vivo, a cuyos ocupantes Morosini reconoció con cierta sorpresa: la pelambrera rubia de Vidal-Pellicorne, que iba al volante, estaba al lado de la del joven Sigismond Solmanski, esta mucho más ordenada.

—¿Conoces a ese arqueólogo chiflado? —preguntó el anticuario, a quien el estupor de su amigo no había pasado inadvertido.

—He coincidido una o dos veces con él. ¿Dices que está loco?

—En lo tocante a egiptología, delira. La única vez que me decidí a exponer un par de vasos canopes, invadió mi tienda para obsequiarme con una conferencia magistral sobre la XVIII dinastía. Jamás volveré a interesarme en el mobiliario funerario egipcio por miedo a verlo aparecer otra vez. Vamos a cenar. Con un poco de suerte, no nos verá.

Si esperaba escapar a la mirada investigadora de Adalbert, Gilles Vauxbrun se equivocaba: los escasos cabellos, el buen tamaño de la nariz, la mirada imperiosa y los párpados caídos le daban cierto parecido con Julio César o con Luis XI, según la luz. Esa cabeza característica, llevada sobre un gran cuerpo mullidamente acolchado pero siempre vestido con una elegancia perfecta y una flor en el ojal, hacía que no pasara inadvertido. Como su compañero era igualmente notable, aunque en otro estilo, las cabezas se volvieron hacia ellos cuando entraron en el restaurante, cuyo maître se deshacía en atenciones, y varias manos se levantaron para saludar a Vauxbrun. Incluso tuvieron que detenerse en una mesa, en la que una mujer muy guapa tendía una menuda mano cargada de perlas exigiendo al anticuario que le presentara a Morosini. El resultado fue que, cuando por fin se sentaron a su mesa, los dos hombres se percataron de que Adalbert y Sigismond eran sus vecinos inmediatos; no hubo más remedio que saludarse, pero, gracias a Dios, la cosa quedó ahí y para los dos amigos la cena se desarrolló agradablemente hasta el postre.

No obstante, Aldo no pudo evitar percatarse de la atención que el joven Solmanski le prestaba. No paraba de mirar hacia él y de vez en cuando sonreía con una expresión de complicidad que tenía la virtud de irritarlo y hasta de inquietarlo un poco, pues era evidente que el muchacho bebía demasiado. Tan evidente, por lo demás, que Adalbert no se sentía nada cómodo. Aceleró el ritmo de la cena con la intención de acabar antes que los otros y obtuvo sin demasiados esfuerzos el resultado deseado. Aldo lo vio levantarse y asir a su compañero del brazo para conducirlo hacia la salida, pero Sigismond se desasió con un gesto brusco, efectuó un ligero viraje y se plantó delante del objetivo que parecía haberse fijado pese a los esfuerzos de su compañero por alejarlo. La sonrisa que exhibía, a pesar del aspecto idiota propio de los borrachos, era amenazadora.

—Decididamente… ¡hip!… no se puede dar… un paso sin encontrarse con usted, príncipe… de lo que sea. Lo encontramos… en el tren… al lado de la puerta cuando mi… hermana decide acabar para siempre. Lo en… encontramos otra vez en la estación… y ahora aquí… Me pa… parece que quiere estar en demasiados sitios.

—Y usted parece tener muchas dificultades para estar en el suyo —dijo Morosini con desprecio—. Cuando uno no quiere encontrarse con la gente, se queda en su casa.

—Yo voy adonde… adonde quiero… y…

—Yo también.

—Y hago lo que quiero…, y lo que quiero… es matarlo porque me parece que se ocupa demasiado… ¡hip!… de mi hermana.

—Señor Vidal-Pellicorne —intervino Vauxbrun—, ¿quiere que lo ayude a sacar a este majadero, si no puede usted solo?

—Debería poder. Vamos, Solmanski, venga conmigo. Ha bebido demasiado y está dando un espectáculo. Lo llevaré a su casa.

—¡Ni… ni hablar! Te… tenemos que ir a jugar… al Círculo.

—Me extrañaría que lo dejasen entrar en ese estado —dijo Aldo riendo.

—Y a mí. ¡Vamos, Sigismond, en marcha! Buenas noches, señores.

—He dicho que quería… matar a ese hombre —insistió el polaco—. ¡En duelo!

—Más tarde. Primero tiene que recuperarse y luego volveremos a salir.

Con la colaboración del maître, que había acudido en su ayuda, Adalbert consiguió sacar a Solmanski del restaurante ante la mirada pensativa de Morosini, que intentaba comprender por qué razón Vidal-Pellicorne había empezado a mantener una relación tan estrecha con el hermano de Anielka. En cuanto a su actitud hacia él, había sido perfecta: la de un hombre que se encuentra con alguien a quien apenas conoce. Era mucho mejor mantener su incipiente amistad en secreto el mayor tiempo posible.

Al cabo de un momento, el petardeo del Amilcar se oyó de nuevo y Gilles Vauxbrun se encogió de hombros.

—No me gustaría llevar a un pasajero como ese. Pero, dime por qué ese polaco…, porque es polaco, ¿no?

—Sí.

—¿Por qué ese polaco está empeñado en matarte? ¿Qué le has hecho a su hermana?

—Nada. Nos hemos visto una o dos veces y… ella ha sido amable conmigo. No hay más, pero es posible que un borracho no lo vea igual.

—Seguramente —dijo el anticuario con aire pensativo—, pero el famoso in vino veritas se ha visto muchas veces confirmado. Ese joven te odia, y harías bien en llevar cuidado.

—¿Qué puede hacer? La gente ya no se bate en duelo.

—Hay otros medios, pero al menos después de esto estás sobre aviso.

En términos apenas diferentes, fue más o menos lo que Adalbert dijo cuando llamó a Aldo por teléfono a la mañana siguiente.

—No creía que el joven Sigismond le tuviera tanta ojeriza. Nada más verlo, su persona y sus actos fueron su único tema de conversación y se puso a beber como una esponja.

—Ya me di cuenta. Pero ¿cómo es que tiene usted una relación tan cordial con él?

—Por pura estrategia. Es conveniente para nuestros planes estar introducido en el círculo familiar. Y ha sido fácil, bastó con llevarlo al Círculo de la calle Royale. Como tuvo un poco de suerte, me adora. ¿Ya usted cómo le van las cosas?

—Vi a Ferrals ayer, pero, como tengo otra cita importante esta tarde, se lo contaré más tarde. ¿Dónde podríamos quedar, ya que, si entendí bien su actitud de anoche, se supone que no nos conocemos?

—Es preferible por el momento. Lo mejor es que venga a mi casa bastante tarde, cuando haya anochecido.

—¿Debo ponerme un sombrero y un abrigo del color de las paredes? ¿O quizás una máscara, al estilo de Venecia?

—Ustedes, los venecianos, son los últimos románticos. Venga hacia las nueve. Comeremos algo y analizaremos la situación.



Situado en el recinto del Bois de Boulogne, entre la puerta de Sablons y la de Madrid, el Parque Zoológico había sido creado en 1860 para «reunir las especies animales que puedan dar preferentemente su fuerza, su carne, su lana, sus productos de todo tipo a la industria y al comercio, o servir para nuestro solaz». Había varios departamentos interesantes: un criadero de gusanos de seda, una gran pajarera, un gallinero, una jaula de monos, un acuario, un estanque para las focas, un inmenso invernáculo y cien «maravillas» más que atraían diariamente al público infantil de los alrededores e incluso de mucho más lejos. Un encantador salón de té-restaurante al aire libre ofrecía a la glotonería de pequeños y mayores pastelillos rellenos de crema de chocolate ó de café, bizcochos borrachos, helados y sultanas, deliciosos pasteles rellenos de crema de vainilla. Todo eso se saboreaba escuchando la música del quiosco vecino, donde, durante el verano, una orquesta de sesenta músicos daba conciertos muy concurridos entre las tres y las cinco. Por último —divina distracción para los niños—, era posible hacer un recorrido montado en un burro, un poney, una cebra, un camello, un elefante o incluso un avestruz. A este edén se accedía en tren desde la puerta Maillot, pero Morosini fue en taxi.

Al llegar frente a la terraza del salón de té, vio enseguida a Anielka sentada a una mesa en compañía de su doncella. Un rayo de sol que pasaba a través de las hojas de los castaños iluminaba su cabeza, tocada con un gorrito de plumas de martín pescador. Distraídamente, comía un helado de fresa con una cucharilla.

Como por el momento no tenía otra cosa que hacer, Aldo se sentó en un lugar bien visible, pidió té y un bizcocho al ron, pero saboreó mucho más el placer de contemplar la tez de flor y el delicado perfil de la joven. En aquel entorno de vegetación y de alegría, lleno de gritos y risas infantiles sobre los que revoloteaba el vals de La viuda alegre interpretado por la orquesta, formaba un cuadro adorable. Era demasiado bonita para no suscitar pasión, incluso en un hombre rayano en la misoginia como Ferrals, y él mismo notaba que una profunda amargura lo invadía al pensar en la increíble felicidad que esperaba al vendedor de cañones la noche de su boda.

De pronto, la vio apoyarse en el respaldo del asiento, tras haber consultado el pequeño reloj de diamantes que llevaba en la muñeca, y pasear la mirada por lo que había a su alrededor. Enseguida la joven vio a Morosini, parpadeó y esbozó una sonrisa; luego se puso a contemplar la orquesta. Morosini comprendió que debía esperar. Al cabo de un momento, cuando la música cesó, la doncella llamó al camarero y pagó la cuenta, tras lo cual las dos mujeres se levantaron en medio de la ligera algarabía que siempre se producía al finalizar el concierto. Aldo dejó un billete sobre la mesa y se dispuso a seguirlas.

Anielka se dirigió paseando hacia la zona de las llamas, luego atravesó un oasis de vegetación formado por un vivero de árboles enanos y llegó junto al estanque de las focas, donde había una peña artificial. Daba gusto pararse a mirar a esos animales bigotudos zambullirse desde lo alto de la roca y reaparecer, brillantes como el satén, escupiendo agua alegremente o incluso con un pez en la boca. Como había mucha gente, Aldo pudo acercarse a Anielka, momentáneamente separada de Wanda por una niñera inglesa que empujaba un voluminoso cochecito donde balbucían unos gemelos.

—¿Dónde podemos hablar? —susurró contra su espalda.

—Vaya al invernáculo grande. Me reuniré allí con usted.

Aldo dio media vuelta y tomó el camino del vasto recinto acristalado, que era el lugar más tranquilo del jardín. Allí reinaba una atmósfera de calor húmedo que emanaba de los helechos y las lianas, que parecían extenderse hasta el infinito. En la parte superior del invernáculo, unos pájaros revoloteaban por encima de los grandes bananos o se posaban sobre las grutas musgosas, tapizadas de culantrillo. Lo más bonito era el estanque cubierto de lotos y de nenúfares, rodeado de extensiones de césped de un verde resplandeciente.

Cuando unos pasos ligeros hicieron crujir la grava, se volvió y la vio ante él. Sola.

—¿Dónde está su cancerbero? —preguntó, sonriendo.

—No es un cancerbero. Me sirve con abnegación y se arrojaría a este estanque sin vacilar si yo se lo pidiera.

—Apenas se expondría a mojarse los pies, pero tiene razón, es una prueba. ¿Se ha quedado fuera?

—Sí. Le he dicho que quería pasear sola por aquí. Me espera frente a la entrada, junto al carrito del barquillero. Le encantan los barquillos.

—¡Bendita sea la glotonería de Wanda! ¿Quiere que paseemos un poco?

—No. Ahí, junto a las rocas, hay un banco donde podremos hablar con tranquilidad.

Por deferencia hacia el vestido blanco que llevaba Anielka, Morosini sacó un pañuelo y lo extendió sobre la piedra antes de que su compañera se sentara. Ella se lo agradeció con una sonrisa y cruzó pausadamente sobre el bolso, a juego con el azul verdoso de su sombrero, las manos enguantadas en la misma piel. De pronto parecía indecisa, como si no supiera por dónde empezar. Aldo acudió en su auxilio.

—Bien, ¿qué es eso tan importante que tiene que decirme para haberme pedido que nos veamos… a escondidas? —preguntó con mucha dulzura.

—Mi padre y mi hermano me matarían si se enterasen de que he estado con usted. Lo detestan.

—No sé por qué razón.

—Está relacionado con la conversación que sostuvo ayer con sir Eric. Después de que usted se fuera, creo que mi padre y Sigismond tuvieron una escena bastante desagradable con mi… prometido sobre el zafiro familiar. Al parecer, usted se atrevió a decir…

—¡Un momento! No tengo la menor intención de hablar sobre este asunto con usted. Y me sorprende mucho que sir Eric haya pedido una explicación delante de usted.

—Yo no estaba delante… pero he aprendido a escuchar detrás de las puertas cuando necesito enterarme de algo.

Morosini se echó a reír.

—¿Así es como educan a las jovencitas en la aristocracia polaca?

—Desde luego que no, pero descubrí hace tiempo que a veces hay que distanciarse un poco de los grandes principios y las buenas maneras.

—No puedo decir que esté equivocada. Pero, por favor, dígame ya cuál es el motivo de esta cita encantadora.

—He venido a decirle que estoy enamorada de usted.

La declaración fue hecha con toda sencillez, casi tímidamente, en voz baja pero firme, aunque sin que Anielka se atreviera a mirar a Aldo. Este se quedó, de todas formas, estupefacto.

—¿Se da cuenta de lo que acaba de decir? —preguntó, intentando deshacer el nudo que empezaba a formársele en la garganta.

La bella mirada dorada que se había posado unos instantes en el rostro de Morosini se apartó de él.

—Es posible—susurró Anielka, ruborizada— que esté cometiendo otro atentado contra las reglas de la compostura. Sin embargo, hay momentos en los que uno debe expresar lo que anida en su corazón. Yo acabo de hacerlo. Y es cierto que lo amo.

—Anielka —susurró Aldo, profundamente emocionado—, desearía tanto creerle…

—¿Y por qué no va a creerme?

—Pues…, por cómo empezaron nuestras relaciones. Por lo que vi en Wilanow. Por Ladislas.

Ella hizo un gracioso ademán con la mano que ahuyentaba ese recuerdo como si se tratara de una mosca inoportuna.

—Ah, ¿él?… Creo que lo olvidé desde el momento en que lo conocí a usted. Como sabe, cuando uno es muy joven —prosiguió aquella anciana de diecinueve años—, busca la evasión a toda costa y casi siempre se equivoca. Eso me pasó a mí, y mi situación ahora es esta: lo amo y quisiera que usted me amara.

Reprimiendo todavía las ganas de abrazarla, Aldo se acercó a la joven y tomó una de sus manos entre las suyas.

—Recuerde lo que le dije en el Nord-Express. Amarla es lo más fácil, lo más natural del mundo. ¿Qué hombre digno de tal nombre podría resistirse a su presencia?

—Pues eso es lo que hizo cuando se negó a bajar conmigo en Berlín.

—Quizá porque aún no estaba bastante loco —dijo Aldo con una sonrisa burlona, apartando el guante para posar sus labios sobre la sedosa piel de la muñeca.

—¿Y ahora lo está?

—En cualquier caso, mucho me temo que he empezado a perder el juicio. Pero no me haga soñar en vano, Anielka. Usted está prometida, y ha aceptado ese compromiso.

Con un gesto brusco, ella retiró la mano y se quitó el guante para hacer refulgir al sol el soberbio zafiro, de un azul aciano satinado y coronado de diamantes, que adornaba su dedo anular.

—¡Mire qué hermoso es el vínculo que me ata a ese hombre! Me horroriza… Dicen que esta piedra garantiza la paz espiritual, destierra el odio del corazón de quien la lleva…

—… E invita a la fidelidad —acabó Morosini—. Sé lo que dice la tradición.

—Pero yo rechazo las tradiciones, yo quiero ser feliz con el hombre que he elegido, quiero entregarme a él, tener hijos con él… ¿Por qué no me acepta, Aldo?

Había lágrimas en sus bellos ojos, y sus labios frescos como el coral recién extraído del agua temblaban al alzarse hacia él.

—¿He dicho yo alguna vez semejante tontería? —repuso, atrayéndola hacia sí—. Por supuesto que la amo, por supuesto que la acepto…, la…

El beso sofocó la última palabra y Morosini se olvidó de todo, consciente de perderse en un ramo de flores, de sentir contra sí un joven cuerpo vibrante que parecía estar llamándolo. Era a la vez delicioso y angustioso, como un sueño que se sabe que es sólo un sueño y que al despertar se va a interrumpir. El encantamiento se prolongó unos instantes antes de que Anielka dijera, suspirando:

—Entonces tómeme. Hágame suya para siempre.

La proposición era tan inesperada que el sentido de la realidad se impuso.

—¿Qué? ¿Aquí y ahora? —repuso él, acompañando sus palabras con una risa a la que la joven se sumó dejando que su boca rozara la de su compañero.

—Claro que no —contestó alegremente—, pero sin esperar mucho.

—¿Todavía quieres que te rapte? Creo que esta noche sale un tren para Venecia.

—No, esta noche no. Sería demasiado pronto.

—¿Por qué? Me parece que no eres muy lógica, amor mío. Entre Varsovia y Berlín, querías que te llevara conmigo inmediatamente, aunque fuese en salto de cama, y cuando te propongo irnos me dices que es demasiado pronto. Piensa en lo que rechazas. El Orient-Express es un tren divino, hecho para el amor…, como tú. Tendremos una cabina de terciopelo y caoba…, o mejor dos, para respetar las normas que impone el decoro, y esta misma noche serías mi mujer, en espera de que en Venecia nos case un sacerdote. Anielka…, Anielka…, si has decidido volverme loco, tienes que perder el juicio tú también y no pensar en las consecuencias.

—Si queremos ser felices, hay que tener en cuenta eso que llamas las consecuencias. Dicho de otro modo, a mi padre y mi hermano.

—No pretenderás que los llevemos con nosotros.

—Desde luego que no. Lo que pretendo es que retrasemos el viaje en el Orient-Express unos días. Hasta la noche del día de mi boda, por ejemplo.

—¿Cómo dices?

Aldo se apartó todo lo que la longitud del banco le permitía, para observarla mejor mientras se preguntaba si no había en aquella adorable muchacha más locura de la que él deseaba. Pero ella lo miraba con una sonrisa divertida que le hacía fruncir la nariz.

—No tienes por qué espantarte —dijo con la indulgencia de un adulto sensato hacia un niño corto de alcances—. Es lo único inteligente que podemos hacer.

—¿De verdad? Pues explícamelo.

—Yo incluso diría más: no sólo es inteligente, sino que de este modo tus intereses coinciden con los de mi familia. ¿Qué quiere mi padre? Que me case con sir Eric Ferrals, que el día antes de la boda firmará un contrato garantizándome una bonita fortuna, y no tengo ninguna razón para negarle esa alegría. ¡El pobre necesita dinero!… Por otro lado, yo no quiero de ninguna manera pertenecer a ese viejo. No quiero que me desnude, ¡me horroriza que ponga su piel contra la mía!

Reducido al silencio por los planes de futuro de la joven polaca y su realismo en la descripción de su noche de boda, Aldo apenas consiguió pronunciar un «¿Entonces…?» con voz un poco ronca.

—La boda tiene que celebrarse en un castillo en el campo, pero con gran pompa. Habrá muchos invitados a la cena que seguirá a la ceremonia y a los fuegos artificiales. No tendrás más que esperarme al fondo del parque con un coche rápido. Yo me reuniré contigo y desapareceremos los tres.

—¿Los tres?

—¡Claro! Tú, yo… y el zafiro. Tu zafiro, nuestro zafiro. Bueno, el que reclamas. Como nunca sabré a quién pertenece exactamente, creo que será la mejor manera de zanjar el asunto: será nuestro y punto.

—Porque supones que Ferrals lo llevará al castillo…

—No lo supongo, lo sé. No quiere separarse de él. Después de la boda civil, el día antes, habrá una recepción, y yo llevaré un vestido del color de la luna, como en Piel de asno, con la Estrella Azul por todo ornamento. Así que será facilísimo.

—¿Tú crees? Pobre inocente, pero si en cuanto te hayas marchado lo primero que hará Ferrals, sobre todo si el zafiro ha desaparecido contigo, es pedir la anulación del matrimonio, y tu querido papá no verá ni un céntimo.

—¡Que sí! ¡Y más del que crees! Nos las arreglaremos para que parezca que me han secuestrado unos bandidos que exigen un rescate. Dejaremos una nota en este sentido. Me buscarán por todas partes, y como no me encontrarán, creerán que mis raptores me han matado. Todo el mundo se pondrá muy triste y sir Eric no podrá hacer otra cosa que llorar y tratar de consolar a los míos. Mientras tanto, nosotros dos seremos felices —concluyó Anielka—. ¿Qué te parece mi idea?

Recuperado de su estupor pero incapaz de seguir conteniéndose, Morosini se echó a reír.

—Me parece que lees demasiadas novelas o que tienes una imaginación desbordante…, o las dos cosas. Pero sobre todo me parece que tienes en poca consideración la inteligencia de los demás. Ferrals es un hombre poderoso; en cuanto te lleve conmigo en mi fogoso corcel, tendremos detrás a la gendarmería en pleno. Las fronteras y los puertos estarán vigilados…

—Te equivocas. En la carta que dejemos, pondremos que podrían matarme si se avisa a la policía.

—Tienes respuesta para todo… o casi todo. Sólo olvidas una cosa: tú misma.

Anielka abrió forzadamente los ojos en señal de incomprensión.

—¿Qué quieres decir?

—Que eres una de las mujeres más encantadoras de Europa y que, convertida en princesa Morosini, estarás sobre un pedestal a cuyo alrededor Venecia se arrodillará. Tu fama cruzará las fronteras y lo más probable es que llegue a oídos de tus supuestamente desesperados familiares. Entonces no tardarán en encontrarnos y adiós felicidad.

—¿Sería menos grave si partiera esta noche contigo como me pides? Créeme, no tienes nada que temer. Y si quieres una prueba, hazme tu amante antes de la boda. Mañana…, el día que quieras seré tuya.

Por un momento se cegó, se sintió tentado de tomarle la palabra, de poseerla en un rincón de la selva virgen en miniatura. Afortunadamente, recuperó el juicio. Ya era embriagador saber que un día cercano sería suya…

—No, Anielka, mientras Ferrals esté entre nosotros, no. Cuando seamos el uno del otro, será con plena libertad, no a escondidas. Y en lo que se refiere a tu partida, preferiría que olvidaras esa historia fraudulenta del rescate. No puedo aceptarlo.

—Pero ¿no es acaso la única manera de apartar las sospechas de ti?

—Tiene que haber otra. Déjame pensarlo y volvamos a vernos pronto. Ahora es mejor que nos despidamos. Wanda debe de haber acabado con las existencias del barquillero.

—¿Cómo puedo citarte otra vez?

—Vivo en casa de tu vecina, la marquesa de Sommières, que es mi tía abuela. Echa una nota en su buzón. Iré a donde me digas.

Aldo acompañó esta afirmación con un ligero beso en la punta de la nariz de la joven. Luego la apartó de él con suavidad:

—Sintiéndolo en el alma, debo devolverte la libertad, mi bella ave del paraíso.

—¿Ya?

—Sí. Estoy de acuerdo contigo: siempre será demasiado pronto para separarnos.

Con la curiosa y desagradable sensación de estar en jaque mate, Aldo guardó silencio. Ella tenía razón. La enormidad de su plan lo había obligado a hacer de abogado del diablo, pero lo que él mismo había propuesto empujado por un súbito arrebato de pasión era igual de insensato. Por otro lado, ¿no valía la pena correr los mayores riesgos por esa exquisita criatura que lo había buscado para hablarle de amor? Tenía la impresión de ser una especie de cauto José ante una joven y adorable señora Putifar. En una palabra, se vio ridículo. Sin contar con que en ese plan delirante —aparentemente al menos— estaba quizá la solución de su problema: recuperar el zafiro para Simon Aronov, en espera de partir a la conquista de las otras piedras.

Se levantó, asió a la muchacha de las manos para ponerla en pie y la abrazó.

—Tienes razón, Anielka. Y yo soy un imbécil. Si aceptas vivir escondida algún tiempo, tal vez tengamos una posibilidad de conseguirlo.

—Aceptaré cualquier cosa para estar a tu lado —suspiró ella, apoyando el sombrero en el cuello de Aldo.

—Dame dos o tres días para pensar y ver cómo podemos hacer las cosas para que salgan bien. No dudes de que por ti seré capaz de las mayores audacias, de enfrentarme a todo con valor…, pero ¿estás segura de que nunca lo lamentarás? Vas a renunciar a una vida de reina.

—¿Para ser princesa? Es casi igual.

—Si te echaras atrás en el último momento, me harías mucho daño —dijo Morosini en un tono repentinamente grave. Pero ella se puso de puntillas para acercar los labios a los de él.

Tras dirigirle una sonrisa y un saludo al estilo oriental, con la mano sobre el corazón, Morosini ya se alejaba cuando ella lo llamó:

—¡Aldo!

—¿Sí, Anielka?

—Otra cosa: si no estás allí la noche de la boda, si tengo que soportar los abusos de sir Eric, no volveré a verte en toda mi vida —dijo con una gravedad que a Aldo le impresionó—. Porque, si me fallas querrá decir que no me amas como yo te amo a ti. Y entonces te odiaré.

Aldo permaneció un instante inmóvil, como si quisiera grabar en su memoria la bella imagen que ofrecía la joven. Luego, sin decir nada, se inclinó y salió del invernáculo.

De regreso hacia la calle Alfred-de-Vigny se esforzó en ordenar sus pensamientos, pero su agitación persistía. Todavía respiraba el fresco y delicioso perfume de Anielka, todavía notaba contra sus labios la suavidad de los de ella. No es que albergara la menor duda sobre sus propios sentimientos: estaba dispuesto a arriesgarlo todo por esa criatura, a cometer las peores locuras para poder adorarla a placer. Sin embargo, no sería realmente libre hasta que hubiera cumplido la misión que le había encargado Simon Aronov.

«Si no hubiera quedado con Vidal-Pellicorne dentro de un rato, iría a su casa ahora mismo. Necesito urgentemente planear bien las cosas con él. Para dar este golpe sin provocar un cataclismo, no estará de más que seamos dos.»

Encontró a la señora Sommières en compañía de Marie-Angéline. Como de costumbre, la marquesa bebía champán en su invernadero escuchando distraídamente a su dama de compañía leerle una de esas sublimes frases de Marcel Proust que dejan al lector sin aliento porque ocupan más de una página entre un punto y otro.

—¡Ah, por fin llegas! —dijo con satisfacción—. Tengo la impresión de que hace siglos que no te he visto. Supongo que cenarás con nosotras.

—Por desgracia, no, tía Amélie —dijo él, besando su hermosa mano arrugada—. Me espera un amigo.

—¿Otra vez? Con lo que me hubiera gustado que me contaras tu entrevista con ese bribón de Ferrals… ¿Quieres una copa?

—No, gracias. Sólo he venido a darle un beso. Tengo que ir a cambiarme.

—Tú te lo pierdes. Dile a Cyprien que mande que te preparen ese maldito coche de gasolina que apesta y que jamás podrá compararse con un bonito coche irlandés de tiro.

—Me disgusta rechazar tus presentes, pero no es necesario. El amigo en cuestión vive en el barrio, en la calle Jouffroy. Iré a pie cruzando el parque.

—Como quieras, pero si no vuelves demasiado tarde ven a charlar un rato. Recibir un beso tuyo está convirtiéndose en una costumbre que aprecio infinitamente. Plan-Crépin, deje al divino Marcel y vaya a decir que no tarden en servir la cena. Tengo un poco de hambre, pero no me apetece estar mucho rato a la mesa.

La marquesa había terminado de cenar cuando Morosini salió de casa para dirigirse a la entrada de la avenida Van-Dyck rodeando la mansión Ferrals, cuyas ventanas, como de costumbre, estaban potentemente iluminadas. Aldo envió mentalmente un beso a la dama que ocupaba sus pensamientos y se adentró entre los árboles del parque Monceau con la intención de disfrutar de uno de esos paseos nocturnos tan queridos a los corazones enamorados.

Caminaba a su paso rápido y despreocupado, aspirando los aromas primaverales de aquella noche de mayo, cuando recibió un golpe en la nuca, otro en una sien, y se desplomó sin hacer ruido sobre la tierra de la alameda.

Se oyó entonces una risa peculiar, aguda y cruel.


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