3 Los jardines de Wilanow

Cuando miró por la ventana a la mañana siguiente, a Aldo le costó dar crédito a lo que veía. Gracias a la magia de un sol radiante, la ciudad de ayer, fría, melancólica y gris, se había transformado en una capital rebosante de vida y de animación, seductor marco de un pueblo joven y ardiente que vivía apasionadamente la reunificación de su vieja tierra, gloriosa, indomable, pero durante demasiado tiempo dividida. Desde hacía cuatro años Polonia respiraba el aire vivificador de la libertad y se notaba. Y al visitante indiferente del día anterior le pareció de pronto acogedora. Tal vez porque esa mañana le recordaba a Italia. La gran plaza que se extendía entre el hotel Europa y un cuartel en plena actividad se parecía bastante a una piazza italiana. Estaba llena de niños, de conductores de coches de punto y de jóvenes oficiales que paseaban sus grandes sables con la misma gravedad que sus iguales de la Península.

Repentinamente impaciente por mezclarse con ese amable bullicio y por montar en uno de esos vehículos, Morosini se apresuró a asearse, tomó un desayuno que le pareció lamentablemente occidental y, desechando el gorro de piel del día anterior, salió a la luz dorada.

Mientras bajaba, por un momento había pensado ir a pie, pero cambió de nuevo de opinión: si quería tener una visión de conjunto, lo mejor era tomar un coche, y le indicó al portero con galones que deseaba ver la ciudad.

—Búsqueme un buen cochero —le pidió.

El hombre se apresuró a hacer señas a un coche de punto con buen aspecto, conducido por un cochero barrigón, jovial y bigotudo, que dedicó una sonrisa desdentada pero radiante a Morosini cuando este le pidió en francés que le enseñara Varsovia.

—¿Es usted francés, señor?

—A medias. En realidad, soy italiano.

—Es prácticamente lo mismo. Será un placer mostrarle la Roma del norte. ¿Sabía que la llaman así?

—Lo he oído decir, pero no comprendo por qué. Anoche di un paseo y no me pareció que tuviera muchos vestigios antiguos.

—Lo comprenderá enseguida. Boleslas conoce la capital mejor que nadie.

—Y yo añado que habla francés muy bien.

—Aquí todo el mundo habla esa hermosa lengua. Francia es nuestra segunda patria. ¡Adelante!

Dicho esto, Boleslas se encasquetó la gorra de paño azul adornada con una especie de corona de marqués de metal plateado y chascó la lengua para que el caballo se pusiera en marcha. Como todos los cocheros, llevaba varios números de hierro sujetos a un botón situado cerca del cuello y que le colgaban sobre la espalda como una etiqueta. Morosini, intrigado, le preguntó el motivo de esa curiosa exhibición.

—Es un recuerdo de la época en que la policía rusa actuaba aquí —gruñó el cochero—. Servía para identificarnos mejor. Otro recuerdo son los faroles que ha debido ver por la noche colgados delante de las casas. Como estamos acostumbrados, no hemos cambiado nada.

Y la visita empezó. A medida que se desarrollaba, Morosini consideraba cada vez más acertada la elección del portero del hotel. Boleslas parecía conocer todas las casas ante las que pasaban. Sobre todo los palacios, que dieron al visitante la clave del sobrenombre de Varsovia: había tantos como en Roma. En la Krakowskie Przedmiescie, la gran arteria de la ciudad, eran numerosísimos, algunos construidos por arquitectos italianos aunque sin el aspecto macizo de las grandes mansiones romanas. Edificados muchos de ellos sobre planta rectangular y flanqueados por cuatro pabellones, vestigios de antiguos bastiones fortificados, tenían grandes patios y altos tejados recubiertos de cobre oxidado que contribuían no poco al encanto multicolor de la ciudad. Boleslas le mostró los palacios Tepper, donde Napoleón conoció a María Walewska y bailó con ella una contradanza; Krasinsski, donde el futuro mariscal Poniatowski hizo bendecir las banderas de los nuevos regimientos polacos; Potocki, donde Murat dio fiestas soberbias; Soltyk, donde vivió un tiempo Cagliostro; Pac, sede de la embajada de Francia durante el reinado de Luis XV, donde se escondió Stanislas Leczinski, el futuro suegro del rey; Miecznik, cuya dama fue la musa de Bernardin de Saint-Pierre… Aldo acabó por protestar:

—¿Está seguro de que no me está enseñando París? —dijo—. Todo está relacionado con Francia y con los amores de los franceses.

—Porque entre Francia y nosotros hay una historia de amor que perdura, y no me diga que a un italiano no le gusta el amor. Sería el mundo al revés.

—El mundo seguirá al derecho; yo soy tan sensible al amor como mis compatriotas, pero ahora me gustaría visitar el castillo.

—Tiene tiempo antes de comer. Podrá ver también la casa de Chopin y la de la princesa Lubomirska, una mujer encantadora que, por amor, fue a Francia durante la Revolución sabiendo que la ejecutarían.

—¿Otra vez el amor?

—No escapará a él. Esta tarde, si sigue confiando en mí, lo llevaré a ver el castillo de Wilanow, construido por el rey Sobieski para su esposa… francesa.

—¿Por qué no?

A mediodía, el viajero decidió comer en la cukierna de la plaza del castillo, una pastelería cuya florida terraza quedaba sobre la calle. Unas muchachas vestidas como enfermeras le sirvieron un surtido de cosas deliciosas que regó con té. Siempre le habían gustado los pasteles y a veces le parecía divertido hacer una comida a base de esos caprichos, pero Boleslas, a quien había invitado, se negó a acompañarlo porque prefería alimentos más sustanciosos y prometió volver a buscar a su cliente dos horas más tarde.

Aldo se alegró de que hubiera rechazado su propuesta; el cochero era hablador y el rato de aislamiento de que disfrutó en aquel lugar, entre café y salón de té, le resultó muy grato. Morosini degustó unos mazurki, especie de pasteles de estilo vienes cuyo relleno parecía variar hasta el infinito, y unos nalesniki, tortitas calientes con mermelada, admirando algunos encantadores rostros. Era muy agradable no pensar en nada y tener la impresión de estar de vacaciones.

Prolongó esa sensación fumando un aromático puro mientras el trote alegre del caballo lo conducía al sur de la capital. Su automedonte, reducido momentáneamente al silencio, hacía la digestión dormitando y dejaba que su vehículo avanzara prácticamente solo por un camino habitual. El buen tiempo de la mañana empezaba a cambiar. Se había levantado un poco de viento que empujaba hacia el este unas nubes grisáceas, tras las cuales el sol desaparecía de vez en cuando, pero el paseo era agradable.

A Morosini le gustó Wilanow. Con sus terrazas, sus balaustres y sus dos graciosas torrecillas cuadradas, cuyos tejados de varios pisos se daban aires de pagoda, el castillo barroco erigido en medio de los jardines no carecía de encanto. Poseía lo necesario para seducir a una mujer bonita y coqueta, como sin duda era Marie-Casimire de la Grange d'Arquien, perteneciente a la alta nobleza nivernesa, a quien el amor, por hablar como Boleslas, convirtió en reina de Polonia cuando, en principio, no era ese su destino.

Aldo conocía su historia por su madre, cuyos antepasados eran primos de los duques de Gonzaga: una de sus más bellas flores, Louise-Marie, tuvo que casarse, por orden de Luis XIII, con el rey Ladislas IV cuando estaba perdidamente enamorada del apuesto Cinq-Mars. Llevó con ella a Marie-Casimire, su dama de honor preferida. Una vez en Polonia, esta se casó primero con el anciano pero rico príncipe Zamoyski y, tras enviudar al poco tiempo, con el gran mariscal de Polonia Juan Sobieski, en quien despertó una ardiente pasión. Cuando este último se convirtió en rey con el nombre de Juan III, elevó al trono a la mujer que amaba y mandó construir para ella ese palacio de verano mientras él se iba a conquistar una gloria si no universal, al menos europea, cerrando a los turcos en Viena el paso hacia Occidente y haciéndolos volverse a sus tierras.

Un guía refrescó la memoria del visitante, quien, escuchándolo, entendía cada vez menos los arrebatos líricos de su cochero sobre ese «amor de leyenda». Sobieski era legendario, desde luego, pero no podía decirse lo mismo de Marie-Casimire, mujer ambiciosa e intrigante que influyó de forma desastrosa en la política de su marido, lo enemistó con Luis XIV y, tras su muerte, no paró hasta que la Dieta polaca la envió a su país natal.

El interior del castillo resultó ser bastante decepcionante. Los rusos se habían llevado mucho de lo que contenía inicialmente. Tan sólo algunos muebles —y numerosos retratos— recordaban al gran rey. No obstante, el anticuario admiró sin reserva una encantadora arquimesa florentina, regalo del papa Inocencio IX, un espejo espléndidamente trabajado que había reflejado el evidentemente bonito rostro de la reina y una tabla de Van Iden procedente de un clavecín que la emperatriz Leonor de Austria le había regalado a aquella.

A medida que recorría las estancias, muchas de ellas vacías, Aldo se sentía invadir por una extraña melancolía. Era prácticamente el único visitante y aquel lugar profundamente silencioso estaba acabando por producirle una especie de congoja. Se preguntó qué había ido a hacer allí y lamentó no haberse quedado en la ciudad. Pensando que los jardines, bañados de nuevo por el sol, le devolverían el buen humor, decidió salir a la terraza desde la que se dominaba un brazo del Vístula para admirar, al borde del agua, los árboles gigantes que según decían había plantado Sobieski en persona. Fue entonces cuando vio a la chica.

No debía de haber cumplido los veinte años, pero poseía una belleza sorprendente: alta y espigada, con cabellos de un rubio de oro puro, ojos claros y una boca arrebatadora, llevaba con una elegancia perfecta un abrigo de paño azul ribeteado de piel de zorro blanco y un gorro a juego que le daba la apariencia de un personaje de Andersen. Parecía presa de una viva emoción y hablaba exaltadamente con un muchacho moreno, Romántico y con la cabeza descubierta, que no tenía aspecto de ser más feliz que ella pero en cuya presencia Aldo, acaparada su atención por la desconocida, ni siquiera había reparado.

Por lo que podía deducir de la actitud de los dos jóvenes, se trataba de una escena de ruptura o algo similar. La chica parecía rogar, suplicar. Tenía lágrimas en los ojos, y el muchacho también, pero, aunque hablaban bastante fuerte, Morosini no entendía una palabra de lo que decían. Lo único que comprendió fue el nombre de los protagonistas. La bella joven se llamaba Anielka, y su compañero, Ladislas.

Parapetado por discreción detrás de un tejo podado, siguió con interés el apasionado diálogo. Anielka imploraba sin parar a un Ladislas encastillado más firmemente que nunca en su dignidad. ¿Se trataría quizá de la clásica historia entre la muchacha rica y el chico pobre pero orgulloso, que quiere compartir su miseria pero no la fortuna de la amada? Con sus ropas negras y amplias, la imagen de Ladislas se acercaba bastante a la de un nihilista o un estudiante iluminado, y el espectador escondido no comprendía por qué aquella encantadora jovencita estaba tan interesada en él; sin duda era incapaz de ofrecerle un porvenir digno de ella, o simplemente un porvenir sin más. ¡Y ni siquiera era muy guapo!

De pronto, el drama alcanzó su punto álgido. Ladislas estrechó a Anielka entre sus brazos para darle un beso demasiado apasionado para no ser el último; luego, apartándose de ella pese a una tentativa desesperada de la joven por retenerlo, se alejó a toda prisa, haciendo ondear al frío viento un abrigo demasiado largo y una bufanda gris.

Anielka no intentó seguirlo. Se acodó en la balaustrada, se inclinó hasta dejar que su cabeza descansara sobre sus brazos y se puso a llorar. Aldo, por su parte, permaneció inmóvil sin saber muy bien qué hacer. No se veía yendo a ofrecer banales palabras de consuelo a la desesperada, pero, por otro lado, le resultaba imposible marcharse y dejarla allí, sola con su pena.

La joven se incorporó y permaneció un rato de pie, con las manos apoyadas en la piedra, muy erguida, mirando el paisaje que se extendía a sus pies; luego se resolvió a irse. En cuanto a Aldo, decidió seguirla. Pero, en lugar de dirigirse hacia la entrada del castillo, la muchacha tomó la escalera que llevaba a orillas del río, cosa que no dejó de inquietar a Morosini, presa de un extraño presentimiento.

A pesar de que el paso del príncipe era ligero y silencioso, ella se percató enseguida de su presencia y echó a correr con una rapidez que le sorprendió. Sus finos pies, calzados con zapatos de ante azul, volaban sobre la grava del camino. Iba directa al río y esta vez, disipada su última duda, Aldo se lanzó en su persecución. Él también corría deprisa; desde su vuelta de la cautividad había tenido tiempo de hacer deporte —natación, atletismo y boxeo— y se encontraba en plena forma física. Sus largas piernas disminuyeron la ventaja de la chica, pero no logró alcanzarla hasta llegar a la orilla misma del Vístula. Ella profirió un grito estridente y se debatió con todas sus fuerzas pronunciando palabras incomprensibles, aunque no parecían muy amables. Él la zarandeó con la esperanza de que callaría y se tranquilizaría.

—¡No me obligue a abofetearla para conseguir que se calme! —dijo en francés, esperando que perteneciera a la mayoría francófona de su país. Su deseo se cumplió.

—¿Quién le ha dicho que necesito que me calmen? Además, ¿por qué se entromete? ¡Vaya idea, dedicarse a perseguir a la gente y abalanzarse sobre ella!

—Cuando la gente se dispone a cometer una solemne tontería, es un deber impedírselo. ¿O acaso va a decirme que no tenía intención de arrojarse al agua?

—Y si fuera así, ¿qué? ¿A usted qué le importa? ¿Lo conozco acaso?

—Reconozco que somos unos desconocidos el uno para el otro, pero quiero que sepa por lo menos una cosa: soy un hombre con gusto y no soporto ver destruir una obra de arte. Eso es lo que usted estaba a punto de hacer, de modo que he intervenido. Y doy gracias a Dios por haberme permitido alcanzarla antes de que se zambullera; no me habría hecho ninguna gracia meterme en esa agua gris que debe de estar helada.

—¿La obra de arte soy yo? —preguntó la joven en un tono un poco más sosegado.

—¿Ve a alguien más? Vamos, jovencita, ¿y si intentara contarme sus penas? Sin querer, al salir del castillo he sido testigo involuntario de una escena que parece haberle causado un gran disgusto. No hablo su lengua, así que no he entendido gran cosa, salvo quizá que usted ama a ese muchacho y que él la ama a usted, pero quiere hacerlo poniendo sus propias condiciones. ¿Me equivoco?

Anielka alzó hacia él una mirada titilante de lágrimas. ¡Qué ojos tan bonitos tenía! Eran exactamente del mismo color que un río de miel al sol. Morosini sintió de pronto un furioso deseo de besarla, pero se contuvo pensando que, después del apasionado beso del enamorado, el suyo sin duda le resultaría desagradable.

—No se equivoca —dijo ella suspirando—. Nos amamos, pero si no puedo ir con él es porque no soy libre.

—¿Está casada?

—No, pero…

La frase quedó en el aire y una expresión de angustia marcó el encantador rostro de la muchacha, que miraba algo por encima del hombro de Morosini. Un tercer personaje acababa de hacer su aparición. Aldo tuvo la certeza de que así era al oír el ruido de una respiración a su espalda. Se volvió. Un hombre tremendamente corpulento y vestido como un sirviente de buena casa estaba detrás de él, con su sombrero hongo en la mano. Sin siquiera dirigirle una mirada, pronunció unas palabras con voz gutural. Anielka bajó la cabeza y se apartó de su compañero.

—¡Qué desagradable es no entender nada! —exclamó este—. ¿Qué ha dicho?

—Que están buscándome por todas partes, que mi padre está muy preocupado… y que debo volver a casa. Discúlpeme.

—¿Quién es?

—Un sirviente de mi padre. Déjeme pasar, por favor.

—Me gustaría volver a verla.

—Pues yo no tengo ningunas ganas, de modo que no hay más que hablar. No le perdonaré nunca que se haya interpuesto en mi camino. De no ser por usted, a estas horas estaría tranquila… Ya voy, Bogdan.

Durante el breve diálogo, el hombre no se había movido, limitándose a tender a la joven el gorro de piel que había perdido mientras corría. Ella lo cogió, pero no se lo puso. Echándose hacia atrás con gesto cansado los largos y sedosos mechones de su cabellera suelta, al tiempo que con la otra mano se ajustaba el abrigo, se dirigió sin volverse hacia la verja del castillo.

Morosini, impresionado, se dio cuenta de que el día se había vuelto gris, oscurecido por la bruma que subía del río. Ninguna mujer lo había tratado nunca con esa mezcla de desprecio y descaro, y había tenido que hacerlo precisamente la única que le había gustado desde su ruptura con Dianora. Ni siquiera sabía su apellido; sólo su encantador nombre de pila. Claro que ella no se había molestado en averiguar el suyo. Aldo se sintió todavía más intrigado que humillado.

Las dos siluetas empezaban a desaparecer en la gran alameda cuando se decidió por fin a ir tras ellas. Echó a correr como si su vida dependiera de ello.

Cuando llegó al imponente pórtico de los pilares rematados por estatuas, a través del cual se accedía al castillo y ante el que el cochero y su vehículo lo esperaban, vio a la joven montar en una limusina negra mientras Bogdan le mantenía abierta la portezuela. Después, este se instaló en el asiento del conductor y arrancó. Morosini ya había llegado a la altura de Boleslas, que, sin duda a falta de otras distracciones, observaba también la partida de la limusina fumando un cigarrillo, y montando en el vehículo ordenó:

—¡Deprisa! ¡Siga a ese coche!

El cochero se echó a reír a carcajadas.

—No creerá que mi caballo puede seguir a un monstruo como ese, ¿verdad? Está muy sano y no quiero matarlo… aunque me ofreciera una fortuna. Pídame otra cosa.

—¿Qué voy a pedirle? —refunfuñó Morosini—. A no ser que sepa de quién es ese coche…

—Eso es algo razonable, ¿ve? Pues claro que lo sé. Habría que estar ciego y ser tonto para no conocer a la chica más guapa de Varsovia. El coche pertenece al conde Solmanski y la señorita se llama Anielka. Debe de tener dieciocho o diecinueve años.

—¡Fantástico! ¿Y sabe dónde viven?

—Por supuesto. ¿Quiere que se lo indique de vuelta al hotel?

—Si lo hace, le estaré muy agradecido —dijo Morosini, tendiéndole un billete que el hombre se guardó sin complejos.

—Eso se llama comprender el agradecimiento —dijo este riendo—. Los Solmanski no viven en la zona del Europa, sino en la Mazowieka.

Volvieron al mismo paso que a la ida, lo que dio a los ocupantes de la limusina tiempo de llegar. Así pues, cuando el coche de punto pasó sin detenerse por delante de su casa, allí todo estaba en calma. Morosini se limitó a apuntar el número y a fijarse en los ornamentos del porche, prometiéndose regresar por la noche. Tal vez fuera una tontería, teniendo en cuenta que se marchaba al día siguiente, pero sentía el vivo deseo de saber un poco más sobre Anielka y de conseguir ver de nuevo su encantador rostro.

Sin embargo, en el hotel lo esperaba una doble sorpresa. Primero en su habitación, donde un rápido vistazo le indicó que había sido visitada. No faltaba nada en su equipaje, todo estaba en orden, pero para un hombre tan observador como él no cabía ninguna duda: habían registrado sus cosas. ¿En busca de qué? Ésa era la cuestión. El único objeto de algún interés, la copia del zafiro, no salía de sus bolsillos. ¿Entonces…? ¿Quién podía tener interés en un viajero que había llegado el día anterior —y por añadidura desconocido— hasta el punto de registrar sus cosas? Era bastante absurdo, pero Morosini se negó a darle más vueltas al asunto. Quizá se tratara de un vulgar ratero de hotel en busca de una ganga en la habitación de un cliente que por su aspecto parecía adinerado. En tal caso, podía resultar instructivo observar un poco la fauna del Europa.

Aldo decidió cenar allí mismo, se aseó rápidamente, se cambió el traje por un esmoquin, salió de la habitación y bajó al vestíbulo, ese corazón palpitante de todo gran hotel que se precie, donde pidió un periódico francés antes de ir a sentarse en un sillón protegido de las corrientes de aire por una enorme aspidistra. Desde allí podía vigilar la puerta giratoria, el mostrador de la recepción, la gran escalera y la entrada del bar.

Como todos los grandes hoteles de una generación que había visto la luz a principios del siglo XX, el Europa hacía gala de una falta total de imaginación en lo relativo a su decoración. Al igual que en su homónimo de Praga, los dorados se codeaban con las vidrieras modern style, los frescos y las estatuas, los apliques y las arañas de bronce. Sin embargo, había algo diferente y bastante simpático: un ambiente más cálido, casi familiar. Las personas que se sentaban en torno a las mesas o en los sillones se saludaban sin conocerse con una sonrisa o un ademán de la cabeza, lo que permitía suponer que pertenecían al pueblo polaco, uno de los más corteses y amables del mundo. Tan sólo una pareja norteamericana que parecía aburrirse prodigiosamente y un viajero belga, rollizo y solitario, que devoraba los periódicos bebiendo cerveza rompían un poco el encanto.

Morosini, que fingía leer, intentaba adivinar observando a aquellas personas —había algunas mujeres bonitas que parecían hermanas más rubias de las que uno se encontraba en París, en el Ritz o en el Claridge— quién podía ser su visitante, cuando de repente sucedió algo: todas las cabezas se volvían hacia la gran escalera, por cuyos peldaños, cubiertos con una alfombra roja, una mujer descendía lentamente. ¿Una mujer? Más bien una diosa a la que Aldo, trasladado muchos años atrás, identificó al primer golpe de vista. El fabuloso abrigo de chinchilla no era el mismo que el de la Navidad de 1913, pero el porte de reina, el rubio nacarado y los ojos de aguamarina eran exactamente igual que como los recordaba: quien se acercaba, dejando arrastrar tras de sí el largo vestido de terciopelo negro ribeteado de la misma piel, era ni más ni menos que Dianora.

Al igual que antes en Venecia, no se apresuraba, sin duda para saborear el silencio provocado por su llegada y las miradas de admiración que se alzaban hacia su luminosa imagen. Se detuvo a media escalera, con una mano apoyada en la barandilla de bronce, y examinó el vestíbulo como si buscara a alguien.

Desde el bar, un joven con frac se precipitó hacia ella subiendo los escalones de dos en dos, con la prisa un poco torpe de un cachorro que ve llegar a su ama. Dianora lo recibió con una sonrisa, pero no se movió; seguía mirando hacia abajo, y Aldo, cuya mirada se cruzó con la suya, se dio cuenta de que era a él a quien observaba, con una ceja un poco levantada por la sorpresa y una sonrisa en los labios.

Morosini dudó un instante sobre el comportamiento que debía adoptar; luego cogió de nuevo el periódico con mano un tanto trémula pero con determinación, totalmente decidido a no dejar traslucir ni un ápice su emoción. Sin embargo, si esperaba escapar a su pasado, se equivocaba. Mientras acababa de bajar la escalera, la joven dijo unas palabras al chico del frac, que pareció un poco sorprendido pero se inclinó y volvió al bar. Morosini, imperturbable, no se movió pese a que una ligera corriente de aire le llevaba una ráfaga de un perfume familiar.

—¿Por qué finges leer como si no me hubieras visto, querido Aldo? —preguntó la voz de sobra conocida—. No es una actitud muy galante. ¿O acaso he cambiado mucho?

Sin la menor prisa, él dejó la hoja impresa y se levantó para inclinarse sobre una pequeña mano en la que resplandecían unos diamantes.

—Sabes muy bien que no, amiga mía. Sigues siendo igual de bella —dijo en un tono sereno que lo sorprendió—, pero es posible que acercándote a mí corras cierto peligro.

—¿Cuál, Dios mío?

—El de no ser bien recibida. ¿No se te ha pasado por la cabeza que yo no desee nuevos encuentros?

—¡No digas tonterías! Hemos compartido momentos agradables, me parece. ¿Por qué no iba a causarnos placer volver a vernos?

Sonriente y segura de sí misma, tomó asiento en un sillón al tiempo que abría el abrigo, lo que permitió a Morosini constatar que había conservado el gusto por las gargantillas altas, que tan bien sentaban a su cuello flexible y delicado. Esta, de esmeraldas y diamantes, era de una rara belleza, y Aldo olvidó por un instante a la joven para admirar sin reserva la joya, una joya que recordaría si la hubiera visto antes y que Dianora no poseía cuando era la esposa de Vendramin. Si hubiera hecho lo que tenía ganas de hacer, habría buscado en su bolsillo la lupa de joyero de la que nunca se separaba para examinar el objeto más de cerca, pero la cortesía exigía que mantuviera la conversación.

—Me alegro de que sólo conserves recuerdos buenos —dijo fríamente—. Es posible que no tengamos los mismos. El último que me queda no es de los que gusta rememorar, sobre todo en el vestíbulo de un hotel.

—Entonces no lo rememores. Que Dios me perdone, Aldo, ¿tan resentido estás conmigo? —repuso ella con más seriedad—. Sin embargo, no creo haber cometido una falta tan grande dejándote. La guerra acababa de estallar… y no teníamos futuro.

—¿Sigues estando convencida de eso? Podías haberte convertido en mi mujer, como te rogué, y haber hecho lo mismo que las demás esposas de soldados: esperar.

—¿Tres años? ¿Tres largos años? Perdona, pero yo no sé esperar, nunca he sabido. Lo que quiero, lo que deseo, debo tenerlo en el acto. Y tú estuviste mucho tiempo preso. No habría podido soportarlo.

—¿Qué habrías hecho? ¿Me habrías engañado?

Lejos de intentar desviar la mirada, ella clavó sus ojos límpidos en él con aire pensativo.

—No lo sé —respondió con una franqueza que provocó una mueca en su interlocutor.

—¿Y tú afirmabas que me amabas? —dijo él con una amargura teñida de desdén.

—Claro que te amaba…, quizás incluso todavía siento por ti… algo —añadió con esa sonrisa a la que él era incapaz de resistirse en la época de sus amores—. Pero la pasión se adapta mal a la vida cotidiana, sobre todo en tiempos de guerra. Aunque no lo creyeras, tenía que protegerme. Dinamarca está muy cerca de Alemania y yo seguía siendo para todos una extranjera, casi una enemiga. Pese a llevar una corona de condesa veneciana, no podía sino ser sospechosa.

—No lo habrías sido si hubieras aceptado llevar una corona principesca. Nadie la toma con una Morosini sin exponerse a pillarse los dedos. Junto a mi madre no tenías nada que temer.

—Ella no me quería. Además, cuando dices que no tenía nada que temer, olvidas una cosa: que al volver de la guerra tuviste que ponerte a trabajar. Porque desde luego no te has hecho anticuario de buen grado.

—Más de lo que crees. Mi oficio me apasiona. Pero, si te he entendido bien, ¿intentas decirme que, de haberte convertido en mi mujer, habrías tenido que temer la pobreza? ¿Es eso?

—Sí, lo admito —dijo ella con esa franqueza sin matices que siempre la había caracterizado—. Aunque no hubieran comenzado las hostilidades, no me habría casado contigo porque sospechaba que no podrías mantener tu tren de vida durante muchos años más, y, qué quieres, yo siempre he temido las estrecheces desde que dejé la casa paterna. No éramos ricos y lo pasé mal. No se puede imaginar lo que es eso cuando siempre se ha conocido la opulencia —añadió, jugueteando con una pulsera que debía de sumar una buena cantidad de quilates—. Antes de casarme con Vendramin, no sabía lo que era un par de medias de seda.

—En cualquier caso, ahora no pareces estar necesitada. Pero, ahora que lo pienso, ¿cómo es que estás tan informada sobre mis asuntos? No se te ha visto desde hace mucho en Venecia, que yo sepa…

—No, pero sigo teniendo amigos allí.

Él le dedicó la sonrisa a la vez burlona e indolente que raramente dejaba de causar efecto.

—¿Luisa Casati, por ejemplo?

—Así es. ¿Cómo lo sabes?

—Muy sencillo: la noche que salí de Venecia para venir aquí, me había invitado a una de sus fiestas y, para atraerme, me había anunciado una sorpresa, adelantándome que me interesaba mucho ir si deseaba tener noticias tuyas. Por un momento pensé que estabas en su casa.

—No estaba. Pero tú te marchaste…

—Pues sí. ¡Qué quieres! Me he convertido en un hombre de negocios, o sea, en un hombre serio. Pero, en ese caso, me pregunto cuál sería la sorpresa.

Antes de que Dianora tuviera tiempo de responder, el joven con frac, seguramente cansado de esperar, salió del bar y se dirigió hacia ellos con expresión a la vez contrita y preocupada. Se disculpó por interrumpir un diálogo que le era ajeno y suplicó a la joven que tuviera en cuenta que el tiempo pasaba deprisa y que ya iban con retraso. Un pliegue de contrariedad se formó de inmediato en la bonita frente de Dianora.

—¡Dios, qué pesado eres, Sigismond! Por una increíble casualidad acabo de encontrarme con un amigo… querido, al que había perdido de vista hacía mucho y vienes tú a hablarme de la hora. Me entran ganas de cancelar esa cena.

Morosini se puso de pie inmediatamente y se volvió hacia el joven, que parecía a punto de echarse a llorar.

—Por nada del mundo quisiera alterar su programa de esta noche, caballero. En cuanto a ti, querida Dianora, no debes retrasarte más. Nos veremos un poco más tarde… o mañana por la mañana. Yo no me voy hasta la noche.

—No. Prométeme que me esperarás. No nos hemos dicho ni la mitad de lo que hemos acumulado durante estos años. Prométemelo o no me voy —dijo en un tono decidido—. Después de todo, apenas conozco a tu padre, el conde Solmanski, querido Sigismond, y mi ausencia no debería causarle un gran pesar.

—¡No lo creas! —exclamó el joven—. Sería una grave ofensa para él si anunciaras que no vas a asistir en el último momento. Te lo ruego, ven.

—Pues claro, querida, tienes que ir —intervino Morosini, a quien el apellido del muchacho acababa de despertar vivamente la curiosidad—. Prometo esperarte. Ven a buscarme al bar cuando vuelvas. Yo voy a comer alguna cosa aquí mismo.

—Está bien —suspiró la joven, levantándose y ajustándose el abrigo de chinchilla—, me rindo a vuestros argumentos. Vamos entonces, Sigismond. Hasta luego, Aldo.

Cuando hubo desaparecido, atrayendo todas las miradas a su paso, el príncipe se encaminó al restaurante. Un ceremonioso maître lo instaló en una mesa decorada con tulipanes rosa e iluminada por una lamparita con pantalla de color amarillo dorado. Luego le entregó una gran carta y se alejó con un saludo para dejarlo elegir los platos. Ésa no era, sin embargo, la principal preocupación de Morosini, bastante excitado ante la idea de que Dianora fuera a cenar en la casa de la Mazowieka a la que él había pensado acercarse para echar un vistazo. Tal cosa quedaba ya descartada; se enteraría de algo más cuando su bella amiga regresara, pues la mirada de una mujer es siempre mucho más sutil que la de un hombre. Sobre todo cuando hay una jovencita encantadora. Sería muy instructivo escuchar lo que le dirían sobre ella un rato más tarde.

Esta perspectiva puso de buen humor a Aldo, que pidió una cena compuesta de caviar —siempre le habían encantado esos huevecillos grises—, de kaczka, pato asado relleno de manzanas, y de esos kolduni cuya receta, según los polacos, se la dio a un enamorado, para su banquete de boda, una diosa que había ido a bañarse en el Wilejka y fue retenida por aquél mediante una artimaña. Se trataba de una especie de raviolis rellenos de carne y de tuétano de buey, aromatizados con mejorana y hervidos, que había que comerse enteros para que se rompieran en la boca. En cuanto a la bebida, para estar seguro de no equivocarse, escogió un champán, que además tendría la ventaja de ayudarle a digerir.

Mientras su mirada vagaba por el comedor, donde la cristalería y la vajilla relucían, Aldo pensaba que la vida reserva curiosas sorpresas. Dianora debía de estar muy lejos de imaginar que él la esperaba pensando en otra, y él mismo admitía de buen grado que la conversación de hacía un rato quizá se habría desarrollado de un modo muy diferente si la rubia Anielka no hubiera aparecido. La ninfa desconsolada del Vístula acababa de hacerle un gran favor volviéndolo menos sensible al asalto de recuerdos demasiado agradables. Al tiempo que le hacía sentir una emoción nueva, actuaba para él a la manera de una de esas graciosas pantallas que se colocan delante de las llamas del hogar a fin de atenuar su calor. En realidad, Aldo estaba ardiendo, pero en deseos de volver a verla.

Desgraciadamente, no le quedaba mucho tiempo si quería tomar el tren al día siguiente por la noche, y posponer su partida supondría retrasarse varios días, cuando en casa lo esperaban algunos asuntos importantes. Por otro lado, aunque se muriera de ganas, ¿valía la pena perder tiempo por una chica enamorada de otro hombre y a la que, a todas luces, él no le interesaba en absoluto? ¿Lo más sensato no sería dejarla atrás?

Todos esos interrogantes ocuparon la mayor parte de una cena que la orquesta convirtió en una especie de ducha escocesa alternando alegres mazurcas y nocturnos desgarradores.

Después de tomar café —uno de esos brebajes infames cuyo secreto poseen los hoteles—, Aldo regresó al bar, donde sólo tendría que temer la intervención de un discreto pianista y cuya atmósfera sigilosa le gustaba. Había unos hombres, sentados en altos taburetes, que conversaban en voz baja bebiendo diferentes bebidas. Él pidió un buen coñac y pasó largos minutos con la copa en la mano aspirando su aroma, mientras seguía con los ojos las volutas azuladas que ascendían de su cigarrillo.

Ya se había acabado la copa y estaba decidiendo si iba a pedir otra cuando el camarero, que acababa de contestar al teléfono interior, se acercó a su mesa.

—El señor me perdonará si me permito suponer que es el príncipe Morosini.

—En efecto.

—Debo transmitirle un mensaje. La señora Kledermann acaba de regresar y comunica a Su Alteza Serenísima que se siente demasiado cansada para prolongar la velada y que se ha retirado.

—¿La señora qué? —preguntó Aldo, sobresaltado, con la extraña sensación de que el techo acababa de caerle sobre la cabeza.

—La señora de Moritz Kledermann, esa bellísima dama a la que me ha parecido ver conversar en el vestíbulo, antes de cenar, con Su Alteza. Presenta sus excusas, pero…

Morosini estaba tan estupefacto que el camarero, preocupado, se preguntaba si no habría metido la pata cuando, de repente, su interlocutor pareció volver en sí y se echó a reír.

—Tranquilo, amigo, todo va bien. E incluso irá todavía mejor si me trae otro coñac.

Cuando el hombre volvió con la bebida, Morosini le puso un billete en la mano.

—¿Podría decirme qué habitaciones ocupa la señora Kledermann?

—Desde luego. La suite real, por supuesto.

—Por supuesto.

El suplemento de alcohol se revelaba necesario, contrariamente a lo que se podía temer, para que Aldo recuperase el equilibrio ante la tercera, y no la menor, sorpresa de la velada. El hecho de que Dianora se hubiese vuelto a casar no lo sorprendía. Hasta había llegado a suponerlo. El fasto desplegado por la joven, sus joyas fabulosas —las que le había regalado el viejo Vendramin no eran tan impresionantes—, todo hacía suponer la presencia de un hombre enormemente rico. Sin embargo, que ese hombre fuera el banquero de Zurich con cuya hija el señor Massaria le había propuesto que se casara superaba todo lo imaginable. Era incluso para morirse de risa. Si hubiera aceptado, Dianora se habría convertido en su suegra. Era un material perfecto para escribir una tragedia… o más bien una de esas tragicomedias que tanto gustan a los franceses.

La aventura era bastante divertida, merecía ser prolongada un poco. Charlar con la mujer del banquero suizo iba a ser un momento apasionante.

Levantándose por fin del sillón, Morosini se dirigió hacia la gran escalera y la subió con paso indolente. No había ninguna necesidad de preguntar en recepción para encontrar la suite real; era pan comido para un habitual de los grandes hoteles. Al llegar al primer piso, fue directamente hasta una imponente doble puerta, a la que llamó preguntándose qué motivos tendría Dianora, que sin duda viajaba sola con una doncella, para alojarse allí. En todos los grandes hoteles, la suite real se componía en general de dos salones, cuatro o cinco dormitorios y otros tantos cuartos de baño. Es verdad que no era muy amiga de la sencillez, pero…

Le abrió una doncella. Sin preguntarle nada, giró sobre sus talones y lo condujo, pasando por una antecámara, a un salón amueblado en estilo Imperio donde lo dejó solo. La habitación era majestuosa, los muebles decorados con esfinges doradas, eran de gran calidad, y algunos cuadros correctos que representaban paisajes cubrían las paredes, pero parecía más apropiada para recepciones oficiales que para charlas íntimas. Por suerte, el fuego encendido en la chimenea arreglaba un poco las cosas. Aldo fue a sentarse junto al único elemento cálido y encendió un cigarrillo.

Siguieron otros tres, y empezaba a impacientarse cuando una puerta se abrió por fin para dejar paso a Dianora. Al entrar ella, se levantó:

—¿Tienes la costumbre de dejar entrar al primero que llega? —dijo con ironía—. Tu doncella ni siquiera me ha dado tiempo a decir mi nombre.

—No necesitaba hacerlo. Pero tú no tenías mucha prisa por venir a verme.

—Nunca la tengo cuando no me invitan. Si me hubieras llamado, habría venido inmediatamente.

—Entonces, ¿por qué has venido, si no te he llamado?

—He sentido un vivo deseo de charlar contigo. Antes no tenías la costumbre de acostarte pronto, y tu reunión no se ha prolongado mucho. En realidad, has vuelto temprano. ¿Tan aburrida era?

—Más de lo que puedas imaginar. El conde Solmanski es sin duda un perfecto caballero, pero tan divertido como la puerta de una calabozo, y en su casa se respira un ambiente glacial.

—En ese caso, ¿por qué has ido? Tampoco tenías la costumbre de relacionarte con personas que te desagradaban o te aburrían.

—He aceptado ir a esa cena para complacer a mi marido, con quien Solmanski está en tratos. Por cierto, creo que no te he dicho que he vuelto a casarme.

—Me he enterado por el camarero del bar, con cierta sorpresa, claro; aunque, en definitiva, es una forma como cualquier otra de ser informado. Y hablando de sorpresa, supongo que era ésa la que me reservaba Luisa Casati la otra noche. ¿Ese feliz acontecimiento ha sido reciente?

—No mucho. Llevo casada dos años.

—Mis más sinceras felicitaciones. De modo que ahora eres suiza —añadió Morosini con una sonrisa impertinente—. No es de extrañar que hayas vuelto al hotel tan pronto. La gente se acuesta temprano en ese país; además, es excelente para la salud.

Dianora no pareció apreciar la ironía. Volvió la espalda a su visitante, permitiéndole así admirar la perfección de su silueta en un largo vestido de interior, de fina lana blanca ribeteado de armiño.

—Te conocía como un hombre con más delicadeza —murmuró—. Si deseas decirme cosas desagradables, no voy a tardar en arrepentirme de haberte recibido.

—¿De dónde sacas que quiero desagradarte? Simplemente pensaba que conservabas el sentido del humor de antes. Pero hablemos como buenos amigos y cuéntame cómo te convertiste en la señora Kledermann. ¿Fue un flechazo?

—De ningún modo, al menos en lo que a mí se refiere. Conocí a Moritz en Ginebra, durante la guerra. Enseguida me hizo la corte, pero entonces yo deseaba conservar mi libertad. Seguimos viéndonos y al final acepté casarme con él. Es un hombre que está muy solo.

Morosini encontró la historia un poco corta, y sin embargo sólo se creyó una parte: nunca había conocido a un coleccionista que se sintiera solo; la pasión que alimentaba siempre era suficiente para llenar sus ratos libres, suponiendo que tuviera muchos. Lo cual no debía de ser el caso de un hombre de negocios de su envergadura. No obstante, se guardó sus reflexiones para sí y se limitó a decir indolentemente:

—¿Muy solo, dices? En el mundo en el que ahora me muevo, el de los coleccionistas, tu esposo es bastante conocido, y me parece haber oído comentar que tiene una hija.

—Sí, pero no la conozco mucho. Es una criatura extraña, muy independiente. Viaja sin parar para satisfacer su pasión por el arte. De todas formas, no nos tenemos demasiada simpatía.

Eso, Morosini no lo ponía en duda. ¿Qué hija sensata desearía ver a su padre atrapado por una sirena tan enloquecedora? Dianora se acercó de nuevo a él y su resplandor lo impresionó más que antes, a pesar de que se había quitado todas las joyas para lucir ese sencillo vestido blanco que, al abrirse al caminar, le recordaba que la joven poseía las piernas más bonitas del mundo. Para disfrutar un poco más del espectáculo, retrocedió hacia la chimenea y se apoyó en ella. Se sorprendió preguntándose qué llevaría debajo del vestido. Seguramente no gran cosa.

Para romper el encanto, encendió un cigarrillo y luego preguntó:

—¿Sería una indiscreción preguntarte si te encuentras a gusto en Zurich? Te veo más en París o en Londres. Aunque es cierto que Varsovia es más alegre de lo que creía. Ha sido una sorpresa encontrarte aquí.

—Y para mí también lo ha sido. ¿Qué has venido a hacer?

—Ver a un cliente. Nada apasionante, como ves… No has perdido esa costumbre que tenías de responder a una pregunta con otra pregunta.

—¡No seas pesado! Ya te he respondido. Unos amigos y yo decidimos hacer un viaje por Europa central, pero a ellos no les tentaba venir a Polonia. Así que los dejé en Praga y vine sola para hacerle esta visita a Solmanski, pero me reúno de nuevo con ellos mañana en Viena. ¿Satisfecho esta vez?

—¿Por qué no? Aunque me cuesta verte como una mujer de negocios.

—El término es excesivo. Digamos que soy para Moritz una… recadera de lujo. Soy algo así como su escaparate; está muy orgulloso de mí.

—¡Y con razón! ¿Quién podría llevar mejor que tú las amatistas de Catalina la Grande o la esmeralda de Moctezuma?

—Por no hablar de algunos aderezos comprados a una o dos grandes duquesas escapadas de la revolución rusa. El que llevaba esta noche es uno de ellos. Pero nunca he tenido el privilegio de lucir las joyas históricas; Moritz les tiene demasiado apego. Bueno, veo que sabes muchas cosas…

—Es mi oficio. Si no lo sabes, te lo digo: soy experto en joyas antiguas.

—Sí, lo sé… Pero ¿no podríamos hablar de otro tema que no sea mi marido?

Dianora se levantó del brazo del sillón en el que estaba apoyada, no sin mostrar un muslo escultural, y se dirigió hacia el príncipe sabiendo que le sería imposible escapar sin hacer una maniobra ridícula, pues la chimenea se lo impedía.

—¿Cuál, por ejemplo?

—Nosotros. ¿No estás impresionado por esta asombrosa coincidencia que ha hecho que volvamos a encontrarnos después de tantos años? Yo me siento inclinada a verla como… una señal del destino.

—Si el destino hubiera decidido intervenir en esto, nos habríamos encontrado antes de que te casaras con Kledermann. Tiene una presencia que debe tomarse en consideración.

—¡No hasta tal extremo! Por el momento está en la otra punta del mundo. En Río de Janeiro, para ser más exacta, y tú estás muy cerca de mí. Antes éramos grandes amigos, creo recordar.

Con una grosería deliberada, Aldo expulsó el humo del cigarrillo, aunque sin enviarlo hacia la cara de la joven, como si esperara que lo protegiese de ese encanto incomparable que emanaba de ella.

—Nunca hemos sido amigos, Dianora —dijo con dureza—. Éramos amantes… apasionados, creo, y fuiste tú quien decidiste romper. No es posible pegar los trozos de una pasión.

—Una hoguera que se cree apagada puede reavivarse con ardor. A mí me gusta aprovechar lo que ofrece cada instante, Aldo, y esperaba que a ti te ocurriera lo mismo. No te propongo una relación, sino un simple regreso momentáneo a un magnífico pasado. Nunca has estado tan seductor…

Dianora estaba contra él, demasiado cerca para la paz de su alma y de sus sentidos. El cigarrillo cayó a sus pies. —Estás guapísima…

Había sido un susurro, pero ella estaba tan cerca… Un instante después, el vestido blanco caía sobre el brazo con el que Aldo rodeaba la cintura de la joven, demostrándole que no se había, equivocado: no llevaba nada debajo. El contacto de aquella piel divinamente sedosa acabó de desencadenar un deseo que el hombre ya no tenía ningunas ganas de contener.



Mientras volvía a su habitación a la hora en que los sirvientes del hotel empezaban a colocar delante de las puertas los zapatos lustrosos de los clientes, Morosini se sentía molido de cansancio a la vez que ligero como una pluma. Lo que acababa de suceder lo rejuvenecía diez años, dejándole al mismo tiempo una extraordinaria impresión de libertad. Tal vez porque entre ellos ya no se trataba de amor, sino de la búsqueda de un acuerdo perfecto que se había producido con toda naturalidad. Sus cuerpos se habían vuelto a unir, se habían adaptado el uno al otro de un modo espontáneo y habían desgranado casi alegremente el rosario de caricias de antaño, que, sin embargo, les parecían completamente nuevas. Nada de preguntas, nada de promesas, nada de confesiones que ya no tendrían sentido sino el sabor a la vez áspero y delicado de un placer que seguramente eran el único que podían darse. El cuerpo de Dianora era un objeto artístico hecho para el amor. Sabía proporcionar raros deleites que Aldo, sin embargo, no trataría de repetir. Su último beso había sido realmente el último, dado y recibido en una encrucijada de caminos que se separaban sin que él, pese a todo, lo lamentara.

Tal como ella le había dicho riendo, «el tiempo pasado había vuelto», pero sólo por unas horas. El verdadero adiós seguía siendo el de la carretera a orillas del lago de Como, y Morosini descubrió que eso no le hacía sufrir. Tal vez porque en el transcurso de esa noche ardiente, otro rostro se superpuso como una máscara sobre el de Dianora.

«Mañana, mejor dicho, dentro de un rato —pensó mientras se metía bajo las sábanas para dormir un poco—, tendré que intentar volver a verla. Y si no lo consigo, regresaré a Varsovia.»

Era un pensamiento absurdo pero agradable. Esa sensación de libertad nueva no lo abandonaba. Sabía muy bien que tendría que contar con la misión que le había encomendado Simon Aronov y que esta no le dejaría mucho tiempo para correr tras unas faldas, por arrebatadoras que fuesen.

El delicioso sueño que acunó su descanso se interrumpió súbitamente con la bandeja del desayuno que hacia las nueve le llevó un camarero con uniforme negro. Entre la cafetera plateada y la cesta de brioches había una carta. Como en el sobre sólo ponía su nombre, la cogió con una sonrisa divertida: ¿tenía Dianora algo más que decirle, pese a sus últimas palabras? En el fondo, sería muy femenino.

Pero lo que leyó no se parecía en nada a un mensaje de Cupido. Eran unas pocas palabras escritas en una hoja blanca con una letra varonil:

«Élie Amschel fue asesinado anoche. No salga del hotel hasta el momento de ir a la estación y permanezca alerta.»

No había firma. Sólo la estrella de Salomón.


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