4 Los viajeros del Nord-Express

«Odjadz!… Odjadz!»

Amplificada por el altavoz, la voz vibrante del jefe de estación invitaba a los viajeros a montar en el tren. El Nord-Express, que dos veces a la semana ampliaba su recorrido de Berlín a Varsovia y a la inversa, estaba por arrancar, soltando un chorro de vapor, para trazar de un extremo a otro de Europa una raya de acero azul. Mil seiscientos cuarenta kilómetros recorridos en veintidós horas y veinte minutos.

Hacía tan sólo dos años que uno de los trenes más rápidos y lujosos de antes de la guerra había vuelto a realizar su recorrido. El conflicto había dejado numerosas y dolorosas heridas, pero la comunicación entre los hombres, las ciudades y los países debía renacer. Como el material había sufrido muchos daños, enseguida se dieron cuenta de que había que reemplazarlo, y ese año de 1922 la Compañía Internacional de los Coches Cama y los Grandes Expresos Europeos se enorgullecía de ofrecer a sus pasajeros largos coches nuevos, de color azul noche con una franja amarilla, recién salidos de fábricas inglesas y dotados de un confort que contaba con la aprobación general.

Acurrucado junto a la ventanilla de su compartimento individual, con las cortinas medio corridas, Morosini seguía con los ojos la actividad de los últimos instantes en el andén. El grito del jefe de estación acababa de inmovilizarlo todo. Algunas manos se agitaban todavía, y algunos pañuelos, pero en las miradas había esa especie de tristeza que tiñe las grandes despedidas. Ya no se hablaba casi —una palabra, una recomendación— y poco a poco se instauraba el silencio. El mismo que en el teatro cuando suena el tercer aviso.

Se oyeron unos portazos, luego un estridente toque de silbato, y el tren se estremeció, gimió como si le resultara doloroso separarse de la estación. Con una lentitud majestuosa, el convoy se deslizó sobre los raíles, su trepidación acompasada empezó a dejarse oír, se aceleró y, finalmente, al sonar un último toque de silbato, este triunfal, la locomotora se lanzó en medio de la noche en dirección oeste. Habían partido por fin.

Con una sensación de alivio, Morosini se levantó, dejó sobre los cojines de terciopelo marrón la gorra y el abrigo, después de habérselos quitado, y se estiró bostezando. Pasarse el día sin hacer nada, aparte de ir de un lado para otro en la habitación de un hotel, lo había cansado más que si hubiera corrido varias horas al aire libre. La causa era el nerviosismo. No el miedo. Si había decidido seguir las recomendaciones de Simon Aronov era porque hubiese sido una insensatez no tomárselas en serio. La muerte de su hombre de confianza debía de contrariar suficientemente al Cojo —tal vez incluso entristecerlo— para exponerse a hacerle perder, unas horas más tarde, al emisario en el que tenía depositadas todas sus esperanzas. Así pues, había sido preciso quedarse allí, privarse del placer de salir a vagar por la Mazowiecka o incluso de sentarse un rato en la taberna Fukier. Es cierto, que el tiempo, que había empeorado de nuevo, esta vez con abundantes chaparrones, no invitaba mucho a dar paseos, aunque fueran sentimentales.

De modo que, para hacer creíble su papel, había dicho que no se encontraba bien. Le habían subido la comida y la prensa, pero ni los periódicos franceses ni los ingleses mencionaban la muerte del hombrecillo de bombín. En lo que se refiere a los diarios polacos, que quizá podrían haberle aportado alguna información, Morosini era incapaz de entender una sola palabra. Esa desaparición le resultaba más penosa de lo que habría creído. Élie Amschel era interesante, culto, y siempre resultaba divertido verlo llegar a una sala de ventas con su escolta de jenízaros y su semblante plácido y sonriente de funcionario concienzudo. Su drama era la prueba de que se enfrentaba a gente despiadada y sin escrúpulos. Y aunque eso no lo asustaba, le hizo llegar a la conclusión de que tendría que tomar algunas precauciones y fijarse dónde pisaba. En cuanto a las circunstancias del asesinato, quizá se enterara de algo más en París a través de ese tal Vidal-Pellicorne, que parecía ser uno de los engranajes importantes de la organización del Cojo.

Para matar el tiempo, pidió una baraja para hacer solitarios y miró el movimiento de la plaza a través de las ventanas. Eso le permitió ser testigo, hacia el final de la mañana, de la marcha de Dianora en medio de un cúmulo de baúles y maletas que la doncella contaba una y otra vez. El joven Sigismond, tan solícito como el día anterior, revoloteaba alrededor de ella como un abejorro en torno a una rosa. Dianora no levantó los ojos ni una sola vez hacia la fachada del hotel, pero, pensándolo bien, no había ninguna razón para que lo hiciera: ¿acaso no habían acordado no intentar volver a verse una vez pasada la noche? La partida de Dianora fue la única distracción un poco amena del excesivamente largo día y Aldo sintió un profundo alivio cuando llegó la hora de abandonar su jaula dorada para ir a la estación.

Una vez cumplidas las formalidades de la marcha con el personal del Europa, decidió inaugurar la era de las precauciones. Así pues, empezó por rechazar el coche de punto que le ofrecían para reclamar a Boleslas, al que había visto en la fila. Este acudió con presteza mientras el viajero curaba la herida de amor propio del cochero repudiado con unos zlotys.

En cuanto estuvo instalado, Morosini le preguntó si se hablaba en la prensa de un asesinato cometido el día anterior, añadiendo que corría el rumor por el hotel pero que podía tratarse de un error.

—¿Un error? —repuso Boleslas—. ¡Ni mucho menos! Al contrario, una desgraciada realidad. Es el tema de todas las conversaciones hoy, y hay que decir que ha sido un crimen particularmente horrible.

—¿Tanto? —murmuró Morosini, que sentía una desagradable opresión en el pecho—. ¿Se sabe quién es la víctima?

—No. Se trata de un judío, eso es seguro, y han encontrado su cuerpo en la entrada del gueto, entre las dos torres, pero va a ser difícil identificarlo, porque no tiene cara. Además, fue torturado antes de morir. Al parecer es insoportable verlo.

—Pero ¿quién ha podido hacer una cosa semejante?

—Ese es el misterio. Nadie tiene la menor idea. Los periódicos hablan del Desconocido del barrio judío y a mí me da la impresión de que la policía va a tener dificultades para averiguar algo más sobre él.

—Pero debe de haber algunos indicios… Aunque fuera de noche, es posible que alguien viese…

—Nada de nada, y si alguien sabe algo, callará. La gente de por ahí no es muy habladora y no le gusta tener tratos con la policía, aunque ya no sea la rusa. Para ellos, todas son iguales.

—Supongo que habrá alguna diferencia, ¿no?

—Desde luego, pero, como hasta ahora los han dejado tranquilos, quieren que la cosa siga igual.

¿Qué pensaría Simon Aronov en ese momento? Tal vez se arrepentía de haberlo llamado, ya que, por discreta que hubiera sido la cita, debían de haberlo observado, espiado.

Al evocar la figura del Cojo, su rostro a la vez ardiente y grave, Aldo rechazó de inmediato esa idea de arrepentimiento. Ese hombre consagrado a una noble causa, ese caballero de otra época no era de los que se dejan impresionar por el horror —lo conocía en carne propia— o por una muerte más, aunque fuese la de un amigo. El acuerdo seguía en pie, de lo contrario no habría reparado en cancelarlo añadiendo unas líneas a su mensaje. En cuanto a él, estaba más decidido que nunca a prestar la ayuda que se le pedía. Al día siguiente estaría en París y al otro quizá pudiera hacer un primer análisis de la situación con Vidal-Pellicorne. Con semejante apellido, sin lugar a dudas era un personaje fuera de lo común.

El tren avanzaba a través de la vasta llanura que rodeaba Varsovia. Pese a la gran comodidad de su compartimento, Morosini sintió la necesidad de salir de aquella caja. El día de enclaustramiento le había dado ganas de moverse, de ver gente, aunque sólo fuera para evitar pensar demasiado en el hombrecillo de bombín. Era una estupidez, pero, cuando se ponía a pensar en él, le entraban ganas de llorar.Cuando sonó la campanilla anunciando el primer turno de cenas, fue al vagón restaurante. Un maître reverencioso, con calzón corto y medias blancas, lo condujo a la única mesa todavía libre, pero le informó de que los otros tres sitios estaban reservados y de que tendría compañía.

—A no ser que prefiera esperar el segundo turno. Habrá un poco menos de gente.

—¡Dios mío, no! Ya que estoy aquí, me quedo —dijo Morosini, a quien la idea de volver a su soledad, aunque fuese por sólo una hora, no hacía ninguna gracia. En cambio, la atmósfera del vagón con sus marqueterías brillantes y sus mesas con flores, iluminadas por lamparitas con pantalla de seda color naranja, le resultaba de lo más agradable. Los demás comensales eran hombres elegantes y había dos o tres mujeres bonitas.

Resuelto el problema, se concentró en la lectura de la carta, aunque la verdad era que no tenía hambre. La voz del maître hablando en francés le hizo levantar la vista.

—Señor conde, señorita, esta es su mesa. Como les he explicado…

—Deje, deje, amigo. Está muy bien así.

Aldo ya se había puesto en pie para saludar a las tres personas que iban a ser sus compañeros durante la cena y contuvo justo a tiempo una exclamación de alegre sorpresa: ante él se hallaba la joven desesperada de Wilanow, acompañada de un hombre de cabellos grises y semblante altivo, actitud que quedaba reforzada por el monóculo; el tercer personaje no era otro que Sigismond, el joven ansioso que la víspera esperaba a Dianora en el vestíbulo del Europa.

El veneciano iba a presentarse cuando Anielka reaccionó.

—¿No tiene otra mesa? —preguntó al maître, que se puso nervioso—. Sabe muy bien que no nos gusta estar en compañía.

—Pero, señorita, como el señor conde había dado su conformidad…

—No tiene importancia —lo interrumpió Morosini—. Por nada del mundo quisiera contrariar a la señorita. Resérveme un sitio para el segundo turno.

Su fría cortesía ocultaba sin grietas el pesar que le producía tener que retirarse, pues de repente había visto el viaje teñido de unos colores mucho más alegres, pero, puesto que su compañía le resultaba desagradable a aquella encantadora jovencita —encantadora pero mal educada—, no podía sino ceder el sitio. No obstante, su buena estrella se revelaría eficaz, pues el hombre del monóculo protestó de inmediato:

—¡No quiera Dios que le obliguemos a interrumpir la cena, señor!

—Todavía no he pedido, de modo que no interrumpen nada.

—Tal vez, pero estamos, me parece, entre personas bien educadas. Le pido que disculpe la grosería de mi hija; a esa edad se soportan mal las obligaciones sociales.

—Una razón más para no imponérselas.

Estaba saludando a la chica con una sonrisa impertinente cuando Sigismond consideró oportuno intervenir en la conversación:

—No permita al señor que se marche, padre. Es amigo de la señora Kledermann…, el príncipe…

—Morosini —completó este, acudiendo encantado en su ayuda—. A mí también me ha parecido reconocerlo.

—En tal caso, asunto concluido. Será un placer cenar en su compañía, señor. Yo soy el conde Roman Solmanski y esta es mi hija Anielka. No le presento a mi hijo porque ya lo conoce.

Se instalaron. Aldo cedió su asiento junto a la ventanilla a la joven, que se lo agradeció con un ademán de la cabeza. Su hermano se sentó junto a ella, mientras que el conde lo hizo enfrente, al lado de Morosini. Sigismond parecía alegrarse mucho del encuentro y a Aldo no le costó averiguar por qué: enamorado de Dianora, estaba encantado de poder hablar de ella con alguien que creía que era un pariente. Morosini, poco deseoso de hablar de sus asuntos del corazón, lo desengañó:

—Por extraño que le parezca, cuando nos encontramos anoche en el hotel, la señora Kledermann y yo no nos habíamos visto desde… la declaración de guerra por Italia, en 1915 —dijo, fingiendo buscar una fecha que le habría resultado difícil olvidar—. Entonces era viuda del conde Vendramin, primo lejano mío, y dado que, como usted sabe, nació en Dinamarca, regresó a su país para estar con su padre.

Por primera vez, Anielka salió del mutismo en el que se había encerrado desde la decisión paterna.

—¿Por qué se fue de Venecia? ¿Es que no le gustaba?

—Eso tendría que preguntárselo a ella, señorita. Supongo que prefería Copenhague. En el fondo, es bastante normal, puesto que quien la había llevado allí ya no estaba en este mundo.

—¿No lo amaba lo suficiente para vivir con sus recuerdos, incluso durante una guerra?

—Otra pregunta a la que me es imposible responder. Los Vendramin pasaban por ser una pareja muy unida pese a la gran diferencia de edad que había entre ambos.

Los bonitos labios de la muchacha hicieron un mohín de desdén.

—¿Ya? Se diría que esa dama está especializada en hombres mayores. El banquero suizo con el que se ha casado tampoco está en la flor de la vida. En cambio, es muy rico. ¿El conde Vendramin lo era también?

—¡Anielka! —la cortó su padre—. No sabía que tuvieras la lengua tan afilada. Tus preguntas rayan la indiscreción.

—Perdóneme, pero esa mujer no me gusta.

—¡Qué estupidez! —exclamó su hermano—. Supongo que la encuentras demasiado guapa. Es una mujer maravillosa, ¿verdad, padre?

Este se echó a reír.

—Podríamos buscar otro tema de conversación. Si la señora Kledermann es prima lejana del príncipe Morosini, no es muy correcto hablar de ella delante de él. ¿Se queda en Berlín, príncipe —añadió, volviéndose hacia su vecino—, o continúa hasta París?

—Voy a París, donde tengo previsto pasar unos días.

—Entonces tendremos el placer de contar con su compañía hasta mañana por la noche.

Morosini asintió sonriendo y la conversación derivó hacia otros temas, pero, de hecho, fue sobre todo el conde quien habló. Anielka, que apenas probaba la cena, miraba casi todo el tiempo por la ventanilla. Esa noche llevaba un abrigo de marta kolinski de un cálido color pardo, sobre un vestido de una sencillez casi monacal realzado por un collar de oro grabado, pero que no reclamaba ningún otro ornamento dada la gracia del encantador cuerpo que envolvía. Un gorro de la misma piel coronaba sus suaves y sedosos cabellos, recogidos sobre su frágil nuca en un moño. Un precioso espectáculo que Aldo admiraba escuchando distraídamente al conde hablar de la ruptura dramática de un dique del Odra acaecida hacía dos meses debido a la presión de los hielos, que había provocado graves inundaciones en el norte del país, a lo que añadió que era una verdadera suerte que la línea del ferrocarril no se hubiera visto afectada. Ese tipo de comentarios no exigía apenas respuesta y dejaba a Aldo disfrutar de su contemplación. Tanto es así que, del Odra, el conde pasó, dando un salto acrobático, al Nilo y a la instauración de la realeza en la antigua dependencia del imperio otomano, entonces bajo protectorado británico. Todo ello entregándose al apasionante juego de la política ficción y de las predicciones sobre las posibles consecuencias.

Mientras tanto, su vecino deploraba la visible tristeza de Anielka. ¿Tanto quería a ese tal Ladislas, sin duda apasionado pero dotado de un manifiesto mal carácter? Era tan impensable como la unión de la carpa y el conejo. ¿Esta chica encantadora y ese muchacho normal y corriente? No podía ser muy serio.

Solmanski había pasado a disertar sobre el arte japonés. Disfrutaba por anticipado de poder visitar en París la interesante exposición que tendría lugar en el Grand Palais y elogiaba con un lirismo inesperado en él los méritos comparados de la gran pintura de la época Momoyama —la más admirable, según él— y la de la era Tokugawa, cuando de pronto el corazón de Aldo se puso a latir un poco más deprisa. Bajo las largas pestañas medio bajadas, los ojos de la joven se deslizaban hacia él. Los párpados se levantaron, dejando ver una angustiosa súplica, como si Anielka esperara ayuda suya. Pero ¿ayuda de qué clase? La impresión fue intensa pero breve. El fino rostro se encerró de nuevo en sí mismo, volviendo a su indiferencia.

Cuando terminaron de cenar se separaron prometiéndose que se verían a la mañana siguiente para desayunar. El conde y su familia se retiraron primero, dejando a Morosini un poco aturdido por el largo monólogo que acababa de soportar. Entonces se percató de que no sabía más que antes sobre la familia Solmanski y acabó por preguntarse si ese parloteo incesante no sería una táctica: una vez cerrado el episodio Dianora, había permitido al conde no decir nada de sí mismo y de los suyos; y además, cuando no te dejan decir palabra, resulta imposible hacer preguntas.

A su alrededor, los camareros retiraban los platos de las mesas a fin de prepararlas para el segundo turno. Aldo se resignó, pues, a dejar el sitio libre, aunque se hubiera quedado gustoso a tomar otra taza de café. Con todo, antes de salir del vagón abordó al maître.

—Parece conocer bastante al conde Solmanski y su familia.

—Eso es mucho decir, Excelencia. El conde hace con relativa frecuencia el viaje a París en compañía de su hijo, pero a la señorita Sohnanska aún no había tenido el honor de verla.

—Es sorprendente. Se ha dirigido a usted antes de cenar como si fuera una cliente habitual.

—Así es. A mí también me ha sorprendido. Pero a una mujer tan bonita se le puede permitir todo —añadió con una sonrisa.

—Comparto su opinión, es una lástima que esté tan triste. La idea de ir a París no parece entusiasmarla. Dígame, ¿sabe algo más sobre esa familia? —añadió Morosini, haciendo aparecer con un gesto de prestidigitador un billete en su mano.

—Lo que se puede ver cuando se es un ave de paso. El conde pasa por ser un hombre rico. En cuanto a su hijo, es un jugador empedernido. Estoy seguro de que ya anda buscando algunos compañeros, a los que me atrevería a desaconsejarle que se una.

—¿Por qué? ¿Hace trampas?

—No, pero, si bien es encantador y de una gran generosidad cuando gana, se vuelve odioso, brutal y agresivo cuando pierde. Y además, bebe.

—Seguiré su consejo. Un mal perdedor es un ser detestable.

De todas formas, lo lamentaba: una partida de bridge o de póquer habría sido un agradable pasatiempo, pero era más prudente renunciar a ella, pues pelearse con el joven Solmanski no era la mejor manera de congraciarse con su hermana. Morosini regresó a su compartimento reprimiendo un suspiro; donde durante su ausencia habían hecho la cama. Con iluminación eléctrica atenuada por cristales esmerilados, una mullida moqueta, marqueterías de caoba, cobres brillantes y armario-lavabo, la estrecha cabina, donde todavía flotaba el olor de lo nuevo y donde la calefacción bien regulada mantenía un suave calor, invitaba al descanso. Poco habituado a acostarse tan pronto, Morosini no tenía sueño, de modo que decidió quedarse un rato en el pasillo para fumar uno o dos cigarrillos.

No es que el paisaje fuera entretenido: era noche cerrada y, aparte de los golpes de lluvia que azotaban los cristales, lo único que se veía de vez en cuando era un farol fugitivo, una señal luminosa o lo que debían de ser las luces de un pueblo. Un empleado de la compañía salió de un compartimento y, después de saludar educadamente al viajero, le preguntó si deseaba algo. Aldo estuvo tentado de preguntarle dónde viajaba la familia Solmanski, pero enseguida pensó que saberlo no le serviría de nada y respondió negativamente. El funcionario de uniforme marrón se retiró deseándole que pasara una buena noche, se dirigió al asiento que tenía reservado en el otro extremo del vagón y se puso a escribir en un gran cuaderno. En ese momento, varias personas pasaron ruidosamente en dirección al vagón restaurante y una de ellas, un hombre corpulento con un traje a cuadros, desequilibrado por el traqueteo del tren, pisó a Morosini, masculló una vaga disculpa con una risa tonta y prosiguió su camino. Molesto y poco deseoso de aguantar lo mismo a la vuelta, Aldo se metió en su cabina, corrió el pestillo y empezó a desnudarse. Se puso un pijama de seda, zapatillas y una bata, y abrió el armario-lavabo para lavarse los dientes. Después se tumbó en la litera para intentar leer una revista alemana comprada en la estación que no tardó en parecerle tanto más aburrida cuanto que no conseguía centrar la atención en las desgracias del deutschmark, entonces en caída libre. Entre el texto y él, no dejaba de ver la mirada de Anielka. ¿Era fruto de su imaginación la llamada de angustia que le había parecido leer en ella? Pero, si estaba en lo cierto, ¿qué podía hacer?

A fuerza de pensar en ello sin encontrar una respuesta válida, empezaba a adormilarse cuando un ligero ruido lo despertó. Volvió la cabeza hacia la puerta, cuya manivela vio moverse, inmovilizarse, moverse de nuevo, como si la persona que estaba al otro lado dudara. Aldo creyó oír un débil gemido, una especie de sollozo contenido.

Sigilosamente, se levantó de un salto, descorrió el pestillo sin hacer ruido y abrió con decisión: no había nadie.

Salió al pasillo, que ya estaba a media luz, no vio nada en el lado del empleado del ferrocarril, que debía de haberse ausentado, pero en el otro distinguió a una mujer envuelta en una bata blanca que se alejaba corriendo. Una mujer cuyos largos cabellos claros le llegaban casi hasta la cintura y a la que no le costó reconocer: Anielka.

Se lanzó tras ella, con el corazón palpitante dominado por una esperanza loca: ¿era posible que hubiese ido a su cabina exponiéndose a sufrir la ira de su padre? Muy desdichada tenía que sentirse, pues hasta el momento Aldo dudaba mucho de serle ni siquiera simpático.

La alcanzó en el momento en que, sacudida por los sollozos, se esforzaba en abrir la portezuela del vagón con la evidente intención de saltar al exterior.

—¿Otra vez? —dijo Aldo—. ¡Esto empieza a ser una manía!

Siguió un forcejeo, breve dada la desigualdad de fuerzas, aunque Anielka se defendía honrosamente, hasta el punto de que por una fracción de segundo Morosini pensó golpearla para dejarla fuera de combate, pero cedió justo a tiempo para evitar un cardenal en la barbilla.

—Déjeme —balbuceaba—, déjeme… Quiero morir…

—Hablaremos de eso más tarde. Vamos, venga conmigo para recuperarse un poco y después me dice cuál es el problema.

La condujo sosteniéndola a lo largo del pasillo. Al verlos, el empleado acudió.

—¿Qué ocurre? ¿Está enferma la señorita?

—No, pero ha estado a punto de producirse un accidente. Vaya a buscar un poco de coñac. La llevo a mi cabina.

—Voy a avisar a su doncella. Está en el coche siguiente.

—¡No! ¡Por lo que más quiera, no! —gimió la joven—. No quiero verla.

Con tantas precauciones como si hubiera sido de porcelana, Aldo hizo sentar a Anielka en su litera y mojó una toalla para refrescarle la cara; luego le dio de beber un poco del alcohol perfumado que había llevado el ferroviario con una celeridad digna de elogio. Ella se dejaba hacer como una niña que, tras un largo vagar por las tinieblas heladas, acaba de encontrar por fin un lugar caliente e iluminado donde refugiarse. Estaba infinitamente conmovedora y tan hermosa como de costumbre, gracias a ese privilegio de la juventud más temprana consistente en que las lágrimas no consiguen afearla. Finalmente, exhaló un profundo suspiro.

—Debe pensar que estoy loca —dijo.

—No. Pienso que es una persona muy desdichada. ¿Es el recuerdo de aquel chico lo que sigue obsesionándola?

—Por supuesto… Si usted supiera que no va a ver nunca más a la mujer que ama, ¿no estaría desesperado?

—Tal vez porque viví hace algún tiempo algo parecido, puedo decirle que uno no se muere de eso. Ni siquiera en tiempos de guerra.

—Usted es un hombre y yo soy una mujer, y eso hace que las cosas sean muy distintas. Estoy convencida de que Ladislas no siente ningún deseo de quitarse la vida. Él tiene su «causa».

—¿Y cuál es esa causa? ¿El nihilismo, el bolchevismo?

—Algo así. Yo no entiendo de esas cosas. Sé que detesta a los nobles y a los ricos, que quiere la igualdad para todos…

—Y que esa clase de vida a usted no la atrae. Por eso se ha negado a ir con él, ¿no?

Los grandes ojos dorados observaron a Morosini con una admiración temerosa.

—¿Cómo lo sabe? En Wilanow hablábamos en polaco.

—Sí, pero sus gestos eran muy expresivos, y tiene toda la razón: usted no está hecha para llevar una vida de topo sediento de sangre.

—¡No entiende nada! —exclamó ella, recuperando su anterior agresividad—. Compartir su pobreza no me daba miedo. Cuando se ama, se debe poder ser feliz en una buhardilla. Si no he aceptado es porque me he dado cuenta de que, yendo a vivir con él, lo pondría en peligro… Por favor, deme más coñac. Tengo… tengo mucho frío.

Aldo se apresuró a servirle un poco más; luego descolgó su pelliza del perchero y se la puso sobre los hombros.

—¿Se encuentra mejor? —preguntó.

Ella le dio las gracias con una sonrisa un poco trémula, tan fresca, frágil, tímida y deliciosa que acabó de derretir a Morosini.

—Mucho mejor, gracias. Tiene usted cierta tendencia a inmiscuirse en lo que no le concierne, pero aun así es muy amable.

—Resulta agradable oírlo. De todas formas no lamento haber intervenido dos veces en su vida y estoy dispuesto a volver a hacerlo. Pero volvamos a su amigo: ¿por qué dice que, si fuera a vivir con él, lo pondría en peligro?

Fiel a lo que parecía una costumbre, ella respondió con una pregunta:

—¿Qué opina de mi padre?

—Me pone en un aprieto. ¿Qué puedo opinar de un hombre al que acabo de conocer? Tiene mucha clase, unos modales y una cortesía perfectos, es inteligente, culto…, está muy al corriente de los acontecimientos públicos… Quizá no parece muy tolerante —añadió, evocando el semblante pétreo y los ojos claros del conde bajo el reflejo del monóculo, así como su porte altivo, que lo emparentaban más con un oficial prusiano que con uno de esos nobles polacos cuya elegancia natural se teñía a menudo de romanticismo.

—La palabra se queda corta. Es un hombre temible al que vale más no enfrentarse. Si me hubiera ido con Ladislas, nos habría encontrado y… No habría vuelto a ver jamás al hombre que amo. Al menos en esta vida.

—¿Quiere decir que lo habría matado?

—Sin dudarlo, y a mí también, si hubiera llegado a tener la certeza de que ya no era virgen.

—¿La habría…? ¿Su propio padre? —exclamó Aldo, atónito—. ¿Es que no la quiere?

—Sí, a su manera. Está orgulloso de mí porque soy muy guapa y ve en mí la mejor forma de restablecer una fortuna que ya no es lo que era. ¿Qué cree que vamos a hacer en París?

—Aparte de visitar la exposición japonesa, no tengo la menor idea.

—Casarme. No volveré a Polonia, por lo menos como Anielka Solmanska. Tengo que casarme con uno de los hombres más ricos de Europa. ¿Comprende ahora por qué quería morir…, por qué sigo queriendo morir?

—Volvemos a estar en el punto de partida —suspiró Morosini—. ¿Por qué se empeña en no ser razonable? Tiene toda la vida por delante, y puede ser tan bella como usted. Tal vez no ahora, pero sí más adelante.

—En cualquier caso, no en las circunstancias actuales.

—Está convencida de ello porque Ladislas ocupa por completo su mente y su corazón, pero ese hombre con quien va a casarse, ¿está segura de que nunca llegará a amarlo?

—Es una pregunta a la que no puedo contestar porque no lo conozco.

—Pero él sin duda la conoce a usted de uno u otro modo y debe desear hacerla feliz.

—Supongo que me ha visto sólo en fotografía. Le intereso porque aporto como dote una joya de familia que él desea adquirir desde hace mucho tiempo. Con todo, parece ser que le gusto.

—¿Qué historia es ésa? —susurró Morosini, estupefacto—. ¿Se casa con usted por su dote? No querrá hacerme creer que se han atrevido a utilizarla de ese modo… ¡Es una monstruosidad!

Repentinamente calmada, Anielka clavó su luminosa mirada en la de su nuevo amigo mientras apuraba la copa. Incluso esbozó una sonrisa desdeñosa.

—Pues así es. Ese… financiero ofrecía una gran suma por la joya; mi padre le hizo saber que, puesto que era de mi madre, no le pertenecía y que, según constaba en las últimas voluntades de esta, yo no debía separarme en ningún caso de ella. La contestación no se hizo esperar. Dijo: «Me caso con su hija», y va a casarse conmigo. ¡Qué quiere! Debe de ser un coleccionista impenitente. Usted no sabe lo que es esa enfermedad, porque eso es lo que es, una enfermedad.

—Que puedo comprender porque yo también la padezco, aunque no hasta ese punto. ¿Y su padre aceptó?

—Desde luego. Se le van los ojos detrás de su fortuna, y el contrato de matrimonio me asegurará una buena parte, sin contar con la herencia, pues ese hombre es mucho mayor que yo. Debe de tener… como mínimo la edad de usted…, o quizás un poco más. Creo que tiene cincuenta años.

—Deje mi edad tranquila —masculló Aldo, más divertido que ofendido. Era evidente que ante aquella chiquilla sus sienes ligeramente plateadas debían de darle aspecto de patriarca—. Y ahora, ¿qué piensa hacer? ¿Probar el agua del Sena cuando llegue a París? ¿O arrojarse bajo las ruedas del metro?

—¡Qué horror!

—¿Ah, sí? ¿Y qué cree que habría pasado si hubiera conseguido abrir la puerta hace un momento? El resultado habría sido exactamente el mismo: podía haber acabado bajo las ruedas… o quedarse lisiada. El suicidio es un arte, si uno quiere dejar tras de sí una imagen soportable.

—¡Calle!

Se había quedado tan pálida que Aldo se preguntó si no debería llamar al empleado para pedirle otra ración de coñac, pero ella no le dejó tiempo para tomar una decisión.

—¿Quiere ayudarme? —preguntó de pronto—. Se ha interpuesto dos veces entre mis planes y yo, lo que me lleva a la conclusión de que le intereso un poco. En tal caso, deseará acudir en mi auxilio.

—Deseo ayudarla, claro que sí. Si es que está en mi mano…

—¿Ya empieza a poner reparos?

—No es eso. Si tiene alguna sugerencia, expóngala y la discutiremos.

—¿A qué hora llega el tren a Berlín?

—Hacia las cuatro de la madrugada, creo. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque será mi única oportunidad. A esa hora, todo el mundo estará durmiendo…

—Salvo el empleado ferroviario, los viajeros que bajen y los que suban —dijo Morosini, a quien el giro que estaba dando la conversación empezaba a inquietar—. ¿Qué está tramando?

—Un plan sencillo y fácil: usted me ayuda a bajar de este tren y desaparecemos juntos en la noche.

—¿Quiere que…?

—Que nos vayamos juntos, usted y yo. Es una locura, lo sé, pero ¿no vale la pena cometer una locura por mí? Incluso podrá casarse conmigo, si quiere.

Sintió un mareo mientras su imaginación le ofrecía toda una galería de estampas encantadoras: ella y él huyendo en un coche hasta Praga para tomar allí un tren que los llevaría a Viena y luego a Venecia, donde ella sería suya… ¡Sería una princesa Morosini adorable! El viejo palacio quedaría completamente iluminado por su rubia cabellera… El problema era que ese futuro novelesco tenía más de sueño que de realidad, y siempre llega un momento en que el sueño acaba y en que la caída resulta más dolorosa cuanto más arriba se ha subido. Anielka era sin duda alguna la tentación más seductora que había tenido desde hacía mucho tiempo. Su imagen le había permitido luchar en igualdad de condiciones con Dianora, pero otra imagen borró súbitamente su encantador rostro: la de un hombrecillo vestido de negro y tendido en medio de un charco de sangre, un hombrecillo que ya no tenía rostro; y luego oyó una voz profunda y suplicante que nunca había pronunciado las palabras que Aldo escuchaba: «Ahora sólo le tengo a usted. No abandone mi causa.»

Sin embargo, algo le decía que huir con la joven sería dar la espalda al hombre del gueto y renunciar quizás a desenmascarar algún día al asesino de su madre. ¿La amaba lo suficiente para llegar a ese extremo? ¿La amaba siquiera? Le gustaba, lo atraía y excitaba su deseo, pero, tal como ella decía, ya no tenía la edad de los amores novelescos.

Su silencio impacientó a la joven.

—¿No se le ocurre nada que decir?

—Reconocerá que semejante propuesta merece algo de reflexión. ¿Qué edad tiene, Anielka?

—La de ser desdichada. Tengo diecinueve años.

—Me lo temía. ¿Sabe qué sucedería si la raptara? Su padre estaría en su derecho de llevarme ante cualquier tribunal de cualquier país de Europa por incitación al libertinaje y corrupción de una menor.

—Oh, haría mucho más que eso. Es capaz de pegarle un tiro en la cabeza.

—A no ser que yo se lo impida matándolo primero, lo que nos pondría en una situación más complicada aún.

—Si me amara, eso no tendría ninguna importancia.

¡Inefable inconsciencia de la juventud! Aldo se sintió de golpe mucho más viejo.

—¿He dicho yo que la ame? —repuso con una gran dulzura—. Si le dijera lo que me inspira, seguramente se sentiría… muy contrariada. Pero pongamos los pies en el suelo, si no le importa, y tratemos de examinar la situación con realismo.

—¿No quiere bajar en Berlín conmigo?

—Sería la peor locura que podríamos cometer. La Alemania actual es el país menos Romántico del universo.

—Entonces bajaré sola —dijo ella, tozuda.

—¡No diga tonterías! Por el momento, lo único inteligente que puede hacer es volver a su compartimento y descansar unas horas. Yo necesito pensar. Es posible que en París pueda ayudarla, mientras que en Alemania ni siquiera podría ayudarme a mí mismo.

—Muy bien. Yo sé qué es lo que tengo que hacer.

Se había levantado, había tirado la pelliza con rabia y se precipitaba hacia la puerta. Morosini la atrapó justo a tiempo y consiguió dominarla de nuevo estrechándola contra sí.

—Deje de comportarse como una niña y escuche esto: es fácil amarla…, demasiado fácil quizá, y cuanto más la conozco, menos soporto la idea de su matrimonio.

—Si pudiera creerlo…

—¿Creerá esto?

La besó con un ardor y una avidez que a él mismo le sorprendieron. Tuvo la sensación de beber de una fuente fresca después de una larga carrera bajo el sol, de sumergir la cara en un ramo de flores… Tras una breve resistencia, Anielka se abandonó con un leve suspiro de felicidad, dejando que su joven cuerpo se ciñera al de su compañero. Eso la salvó de ser tumbada en la litera y tratada como una chica cualquiera en una ciudad tomada. Una especie de alarma se encendió en el cerebro de Aldo, que la apartó de sí.

—Es justo lo que yo decía —dijo con una sonrisa que acabó de desarmar a la joven—. Amarla es la cosa más natural del mundo. Ahora váyase a dormir y prométame que nos veremos mañana. Vamos, prométalo.

—Se lo juro.

Esta vez fue ella quien rozó con sus labios los de Aldo, cuya mano descorrió el pestillo antes de abrir la puerta. Y en el momento en que la cruzaba, se dio de bruces con su padre. Profiriendo un débil grito, trató de cerrarla, pero Solmanski ya había entrado.

Cabía esperar una explosión de furor, pero no sucedió nada parecido. Solmanski se limitó a mirar de hito en hito a su hija, que temblaba como una hoja al viento, y a ordenar:

—Vuelve a tu camarote y no salgas de allí. Wanda te espera y tiene órdenes de no apartarse de ti ni de día ni de noche.

—Es imposible —balbució la joven—. Sólo hay una litera y…

—Se acostará en el suelo. Por una noche, no se morirá, y así estaré seguro de que tu puerta no volverá a abrirse. Vete.

Anielka salió con la cabeza gacha del compartimento, dejando a su padre frente a un Morosini más despreocupado de lo que hubiera cabido esperar en semejantes circunstancias: estaba encendiendo un cigarrillo y tomó la iniciativa de abrir fuego.

—Aunque las apariencias no abogan en mi favor, puedo asegurarle que se equivoca sobre lo que acaba de suceder aquí. No obstante, estoy a su disposición —concluyó fríamente.

Una sonrisa burlona distendió un poco el semblante pétreo del polaco.

—En otras palabras, ¿está dispuesto a batirse por una falta que no ha cometido?

—Exacto.

—No será necesario, y tampoco voy a exigirle que se case con mi hija. Sé lo que ha pasado.

—¿Cómo es posible?

—Por el empleado. Hace un momento, quería decirle una cosa a Anielka y he ido a su cabina. Al encontrarla vacía, le he preguntado a él. Me ha contado que usted había impedido que mi hija cometiera un acto irreparable y después había tratado de reconfortarla. De modo que lo que le debo es mi agradecimiento. Se lo doy —añadió en el mismo tono con el que habría anunciado que iba a enviar a sus testigos—. Sin embargo, necesito saber cómo ha justificado Anielka su intento ante usted.

—Sus intentos —rectificó Morosini—. Es la segunda vez que impido a la joven condesa destruirse. Mientras visitaba anteayer el castillo de Wilanow, tuve la suerte de sujetarla en el momento en que iba a arrojarse al Vístula. Creo que debería prestarle más atención; está llevándola a un matrimonio que la sume en la desesperación.

—Se le pasará pronto. El hombre que le destino tiene todo lo necesario para ser el mejor de los esposos y dista mucho de ser repugnante. Más adelante reconocerá que yo tenía razón. Por el momento se ha encaprichado de una especie de estudiante nihilista del que sólo puede esperar sinsabores y tal vez la infelicidad. Ya sabe lo que pasa con esos amores adolescentes.

—Desde luego, pero pueden acabar de forma dramática.

—Tenga la seguridad de que velaré para que no se produzca ningún drama. Gracias de nuevo. Ah, ¿puedo pedirle que no comente el incidente de esta noche? Mañana servirán a mi hija las comidas en su cabina; eso le evitará encuentros embarazosos.

—No es necesario que me pida silencio —dijo Morosini con tirantez—. No soy de los que van por ahí contando chismes. Si no tiene nada más que decirme, podríamos zanjar el asunto.

—Eso es exactamente lo que deseo. Buenas noches, príncipe.

—Buenas noches.

Cuando el Nord-Express entró en la estación de Berlín-Friedrichstrasse, la estación central donde debía parar una media hora, Morosini se puso unos pantalones, los zapatos y la pelliza y bajó al andén. Tras las cortinas corridas, el tren permanecía en silencio. A esa hora, la más oscura de la noche, hacía frío y humedad, el ambiente era el menos propicio posible para pasear, y sin embargo, incapaz de apartar de su mente una sorda inquietud, Morosini recorrió arriba y abajo el andén manteniéndose alerta, observando los movimientos, o más bien la ausencia de movimiento, en los diferentes compartimentos hasta que el empleado de los ferrocarriles fue a decirle que iban a ponerse en marcha. Sintió una viva satisfacción al regresar al suave calor de su alojamiento ambulante y la comodidad de su litera, en la que se tendió exhalando un suspiro de alivio. Anielka debía de dormir a pierna suelta y él se apresuró a hacer lo mismo.

Pese a las distracciones que ofrecía el paso por las diferentes aduanas, el viaje a través de Alemania por Hannover, Düsseldorf y Aquisgrán, después a través de Bélgica por Lieja y Namur, y finalmente a través del norte de Francia por Jeumont, Saint-Quentin y Compiègne, bajo un cielo uniformemente gris y tristón, le pareció de una gran monotonía. Había muy poca gente en el vagón restaurante cuando tomó el desayuno, y a mediodía, como decidió esperar al segundo turno para poder quedarse más tiempo sentado a la mesa, no coincidió con los Solmanski. Vio al joven Sigismond discutiendo en el pasillo con un viajero belga. El apuesto joven parecía de un humor de perros; si había jugado esa noche, debía de haber perdido. En cuanto a Anielka, tal como su padre había anunciado, no se dejó ver. Aldo lo lamentó, pues era un auténtico placer contemplar su encantador rostro.

Asimismo, se apresuró a bajar cuando el tren finalizó su largo recorrido en la estación del Norte, en París. Se apostó en la entrada del andén y, protegido por uno de los enormes pilares de hierro, esperó a que el río de pasajeros pasara. Como no sabía dónde iban a alojarse los Solmanski, esperaba poder seguirlos. Otra cosa le intrigaba también: el nombre del futuro esposo. Anielka había dicho que era uno de los hombres más ricos de Europa, pero no podía tratarse de un Rothschild, pues, como buena polaca, la joven debía de ser católica.

Estos pensamientos entretuvieron la larga espera. Las personas a las que acechaba no se apresuraban a aparecer. De pronto los vio acercarse, seguidos de Bogdan y de una doncella y rodeados de un buen número de porteadores, así como de curiosos atraídos por una elegancia realmente insólita fuera de los viajes oficiales. Los dos hombres llevaban chaqué y sombrero de copa. En cuanto a la joven, tocada con un encantador tricornio de terciopelo envuelto en un velo, era una sinfonía de terciopelos y zorro azul. Estaba tan guapa que Morosini no pudo evitar adelantarse un poco para admirarla mejor.

Y de repente, sufrió una auténtica conmoción: en la abertura del gran cuello de piel, sobre el delicado cuello de Anielka, una joya fastuosa brillaba lanzando destellos de un azul profundo, un colgante que Aldo reconoció perfectamente, el zafiro visigodo del que él tenía en el bolsillo una copia exacta.

Fue una visión tan brutal que tuvo que apoyarse un momento en el pilar y frotarse los ojos para asegurarse de que no estaba soñando. Luego, la sorpresa dejó paso a la cólera y olvidó que estaba a punto de enamorarse de esa mujer que se atrevía a lucir una piedra robada al precio de un asesinato, una «piedra roja», utilizando el lenguaje de los encubridores, que casi siempre se niegan a tocar un objeto por el que se ha matado. ¡Y había tenido la increíble desfachatez de afirmar que el zafiro era un legado de su madre, cuando no podía ignorar cuáles eran los bienes familiares!

Su breve desfallecimiento salvó a Morosini de reaccionar irreflexivamente. Si se hubiera dejado guiar por su indignación y su furor, se habría precipitado sobre la joven para arrebatarle el colgante y escupirle a la cara su desprecio, pero recuperó a tiempo la sensatez. Lo que hacía falta era averiguar adónde iba aquella familia y vigilarla de cerca. Cogiendo sus maletas, que no había dejado en manos de ningún mozo de equipajes, se lanzó tras los pasos del trío.

No resultaba difícil: los sombreros brillantes de los dos hombres sobresalían por encima de las cabezas. Al llegar a la entrada de la estación, Morosini los vio dirigirse hacia un suntuoso Rolls-Royce con chófer y lacayo, junto al cual esperaba un joven con aspecto de secretario. Entre tanto, los sirvientes y los porteadores se encaminaban hacia un vasto furgón destinado al equipaje.

Aldo, por su parte, corrió hacia un taxi en el que se metió con las maletas al tiempo que ordenaba:

—¡Siga a ese coche y no lo pierda bajo ningún pretexto!

El chofer volvió hacia él un bigote de estilo Clemenceau y una mirada burlona.

—¿Es policía? No lo parece.

—Lo que soy da igual. Haga lo que le digo y no lo lamentará.

—Tranquilo, amigo. Vamos allá.

Y el taxi, girando con una maestría y una rapidez que estuvieron a punto de tirar a su pasajero al suelo, se impuso el deber de seguir al gran coche.



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