Aldo tenía la impresión de que una apisonadora le había pasado por encima. Con excepción de las piernas, no había una sola pulgada del cuerpo que no le doliera, y por si eso fuera poco, un pérfido verdugo se las ingeniaba para aumentar su sufrimiento.
—Unas costillas rotas, nada más. En esta casa parece una manía —refunfuñó una voz asmática—. En cualquier caso, es una suerte que usted estuviera allí, señorita.
—Dios lo ha querido así, porque venía de la iglesia —contestó Marie-Angéline—. Me puse a gritar y esos canallas huyeron.
—Yo me inclino a pensar que este caballero le debe la vida. Se diría que se habían propuesto matarlo a golpes. Miren, parece que vuelve en sí.
Efectivamente, Aldo se esforzaba en levantar los párpados, que le pesaban una tonelada. Entonces vio, aureolado por las luces de una araña, un rostro barbudo adornado con unos lentes que lo escrutaba mientras unas manos, sin duda pertenecientes al mismo personaje, se obstinaban en palparlo.
—¡Me hace daño! —se quejó.
—¡Vaya, qué delicado!
—No me extraña —gruñó la señora Sommières con su voz de contralto—. Debería intentar calmarlo, en vez de aumentar su dolor.
—Un poco de paciencia, amiga mía. Para las costillas, lo único que se puede hacer es aplicar un vendaje, pero para las otras contusiones voy a prepararle un bálsamo milagroso. No le durarán mucho los cardenales.
Aldo consiguió levantar la cabeza, que sonaba como la campana de una catedral. Reconoció su habitación y su cama, a cuyo alrededor se congregaba un numeroso y noble público: la marquesa estaba sentada en un sillón, Marie-Angéline en una silla, el médico iba de un lado para otro murmurando y Cyprien, de pie junto a la puerta, estaba ordenando a un criado que fuese a buscar vendas Velpeau —las más anchas— al botiquín.
Disipadas las últimas brumas, el paciente recordó de pronto lo que había pasado y adónde iba cuando había sido agredido.
—Tía Amélie —dijo—, quisiera telefonear.
—Vamos, muchacho, esto no es serio. ¿Acabas de salir del coma y tu primer pensamiento es para el teléfono? Harías mejor en pensar en los que te han dejado en este estado. ¿Tienes alguna idea?
—Ninguna —mintió, pues tenía una o dos—. Pero si quiero telefonear es porque tenía que cenar en casa de un amigo que debe de estar preocupado. ¿Qué hora es?
—Las diez y media, y olvídate de que te bajen a casa del portero. Cyprien se encargará de transmitir tu mensaje. Dale el número y ya está.
—Que busque a Adalbert Vidal-Pellicorne en una libreta con tapas de piel negra que llevo en un bolsillo de la americana. Hay que decirle lo que me ha sucedido, pero nada más.
—¿Qué más quieres que le digamos, si no sabemos nada? ¿Has oído, Cyprien?
El encargo fue ejecutado con rapidez y eficacia. El anciano mayordomo volvió para anunciar que «el amigo del príncipe» lo sentía muchísimo, le deseaba un pronto restablecimiento y pedía que le dijeran cuándo podría ir para informarse de su evolución.
—Mañana —dijo Aldo, pese a las protestas de las damas—. Necesito verlo urgentemente.
Al cabo de un rato, debidamente untado de árnica en espera del bálsamo milagroso y con el torso envuelto en más vendas que una momia de faraón, Aldo dio las gracias al médico por sus cuidados y a la señorita Plan-Crépin por su afortunada intervención, y estaba pensando en dormir cuando constató que, si bien la señora Sommières despedía a todo el mundo, ella no parecía dispuesta a levantarse del sillón.
—¿No va a acostarse, tía Amélie? —dijo en un tono que la invitaba a hacerlo—. Me parece que ya le he causado suficientes trastornos esta noche. Debe de estar cansada.
—Déjate de monsergas. Me encuentro perfectamente. Y tú, si tenías suficientes fuerzas para ir hasta el teléfono, seguro que te quedan unas pocas para invertirlas en tu vieja tía. No vale la pena andarse por las ramas: ¿ha sido ese demonio de Ferrals el que te ha hecho esto?
—¿Cómo quiere que lo sepa? No vi ni a un alma. Me golpearon y perdí el conocimiento. Pero dígame qué hacía su dama de compañía en el parque a las nueve de la noche. Le he oído decir que volvía de la iglesia, pero no me parece que sea el camino más directo desde Saint-Augustin.
—Ni horas de venir de la iglesia. Plan-Crépin, muchacho, te estaba siguiendo por orden mía.
—¿La mandó tras de mí?… ¿Una señorita en el parque en plena noche? ¿Por qué no a Cyprien?
—Demasiado viejo. Y además, incapaz de moverse con menos majestuosidad que si escoltara a un miembro de la realeza. Plan-Crépin no es lo mismo: como todas las beatas, pasa inadvertida; sabe andar de puntillas y a pesar de su aspecto es más ágil que un gato. A todo eso hay que añadir que su curiosidad permanece siempre despierta. Desde que se ha enterado de que fuiste a casa de Ferrals, está inquieta. He preferido atribuirme el mérito de mandarla yo, pero de todas formas ella te habría seguido el rastro.
—¡Señor! —gimió Aldo—. Jamás hubiera imaginado que había ido a parar a una sucursal del Servicio de Inteligencia. Espero que por lo menos no hayan avisado a la policía.
—No. Pero tengo un viejo amigo que fue una de las glorias de la policía judicial a principios de siglo y que quizá podría…
—¡Por el amor de Dios, tía Amélie, no haga nada! Quiero saldar esta cuenta igual que las otras: yo mismo.
—Entonces dime que pasó en casa del vendedor de cañones. Cuando alguien mata a la gente a centenares, no tiene reparos en mandar eliminar a una persona molesta en un parque solitario.
—Es posible, pero yo no lo creo —dijo Aldo, recordando la risa agria y discordante que había saludado su caída. La voz cálida y musical de sir Eric no podía emitir semejante sonido. Un esbirro quizá, pero esa risa expresaba odio, crueldad, y un asesino a sueldo no tenía ninguna razón para detestarlo personalmente.
Dejó el análisis de esa cuestión para más tarde, cuando le doliera menos la cabeza, y contó su entrevista con Ferrals. Lo que más llamó la atención de la anciana fue la historia trágica de la Estrella Azul, y no ocultó que le había impresionado.
—Siempre he pensado —susurró— que esa piedra no traía suerte. Desde el siglo XVII se produjo un drama tras otro en la familia Montlaure hasta la extinción de la línea masculina. Por eso la heredó tu madre. Yo hubiese querido que se deshiciese de ella, pero le tenía mucho cariño aunque nunca la llevó. Tu madre no creía en la maldición, seguramente porque ignoraba, como todos nosotros, lo que acabas de contarme.
—Pero ¿tú crees que esa historia es cierta? Pese a la pasión y al tono sincero de Ferrals cuando me la contó, me cuesta creer que uno de mis antepasados fuera capaz…
De repente, la marquesa se echó a reír.
—¿No te da vergüenza ser tan ingenuo a tu edad? Tus antepasados, los míos, como los de prácticamente todo el mundo, no eran más que hombres sometidos a la codicia y a las bajezas propias de la naturaleza humana. Y no irás a decirme que en Venecia, donde se perpetraron terribles venganzas y donde el aqua Tofana circulaba como el vino joven en la época de la vendimia, era diferente. Hay que coger lo que uno encuentra en su cuna cuando viene al mundo, querido Aldo, incluidos los antepasados. De todas formas, no creo que nuestro vecino haya querido eliminarte; no tiene ningún motivo para hacerlo, puesto que gana en todos los frentes.
—Es más o menos lo que yo pienso.
Sus sospechas se dirigían más hacia Sigismond, aunque le costaba creer que ese mocoso fuera capaz de tender una emboscada cuya preparación debía de haber exigido una atenta vigilancia. Y surgía entonces una pregunta: ¿habían descubierto su cita con Anielka, de la que no había dicho ni una palabra a la señora Sommières, los habían espiado? En tal caso, Ferrals volvía al primer plano: si estaba tan enamorado como afirmaba, sus celos debían de ser terribles.
Pese a los pensamientos contradictorios que se agolpaban en su dolorida cabeza, Morosini acabó por dormirse, vencido por el calmante que el doctor había hecho que su sirviente le llevara en cuanto hubo llegado a su consulta. Debía de contener algo capaz de anestesiar a un caballo, porque cuando, a última hora de la mañana, emergió por fin de un sueño profundísimo, estaba aproximadamente tan vivo como un plato de risi e bisi frío, además de tener grandes dificultades para hilvanar dos ideas. Sin embargo, ni le pasó por la mente quedarse en la cama; había que desdramatizar lo antes posible la situación, y si Vidal-Pellicorne iba a verlo, tal como esperaba, debía encontrarlo levantado. O, por lo menos, sentado y vestido.
Después de haber pedido café cargado y, a ser posible, aromático, con la ayuda de un Cyprien reprobador consiguió llevar a cabo la doble operación de lavarse y vestirse, no sin que la visión de su rostro en el espejo del cuarto de baño le arrancara uno o dos suspiros. Si Anielka lo viera, quizá se acordara del joven Ladislas con una pizca de nostalgia.
No obstante, una vez listo, se encontró mejor y decidió instalarse en un saloncito de la planta baja.
Allí fue donde, a las tres en punto, el arqueólogo lo encontró fumando con fruición entre una copa de coñac y un cenicero lleno. Volutas de un gris azulado se desplazaban por la habitación, haciendo la atmósfera casi irrespirable.
Cyprien, que había anunciado a Adalbert, se apresuró a abrir una ventana mientras el visitante se sentaba en un sillón.
—¡Señor! —exclamó este—. ¡Esto parece un fumadero! ¿Acaso está intentando suicidarse por asfixia?
—En absoluto, pero cuando pienso siempre fumo mucho.
—¿Y ha encontrado al menos una respuesta a las preguntas que se hace?
—Ni una. No hago más que dar vueltas en redondo.
Vidal-Pellicorne se echó el mechón hacia atrás, se arrellanó en el asiento y cruzó las piernas tras haber tirado de la raya del pantalón.
—Cuéntemelo todo. A lo mejor entre los dos vemos las cosas más claras. Pero, primero, ¿cómo está?
—Todo lo bien que se puede estar después de una paliza intensa. Parezco una galantina trufada, tengo un enorme chichón y la sien multicolor que ve, pero aparte de eso estoy bien. Las costillas se arreglarán solas. En cuanto a mi problema, lo que no consigo aclarar es a quién debo este sinsabor.
—Por lo que conozco a Ferrals, no lo veo en el papel del señor que reúne a sus criados para dar una tunda en toda regla. Para empezar, no tiene ninguna razón para odiarlo, y además de eso, me lo imagino más disparándole él mismo un tiro, y de cara. Tiene una idea muy firme de su propia grandeza.
—Sin duda, pero quizá sí tiene una buena razón: los celos.
Morosini hizo un relato completo de su conversación con sir Eric y de la del Parque Zoológico. Cuando hubo terminado, Adalbert se hallaba tan profundamente sumido en sus pensamientos que creyó que se había dormido. Al cabo de un instante, los párpados de su amigo se levantaron y mostraron una mirada viva.
—Temo haberme adelantado un poco al asegurarle que podía ayudarlo a resolver su problema —dijo con su voz cansina—. Está claro que a la luz de todo lo que acaba de contarme las cosas cambian de aspecto. Por cierto, esa bella criatura no carece de imaginación.
—Quizá tiene un poco más de la cuenta. Supongo que debe de encontrar su plan descabellado.
—Sí y no. Una mujer enamorada es capaz de todo, y puesto que al parecer esta lo está de usted…
—¿Lo pone en duda? —repuso Aldo, ofendido.
El arqueólogo le dedicó una sonrisa angelical.
—En absoluto, si se considera únicamente el hecho de que es usted un hombre muy seductor. Sin embargo, considero ese cambio de sentimientos demasiado radical en una joven que ha intentado dos veces suicidarse por otro. Con todo, es posible que se haya enmendado al conocerlo a usted. A esa edad, el corazón es bastante voluble.
—Dicho de otro modo: puede cambiar otra vez. Créame, querido Adal, no soy tan fatuo para imaginar que me amará hasta el fin de mis días…, pero confieso que el día de ayer cambió muchas cosas —dijo con una emoción que conmovió a su visitante—. Y que me repugna la idea de dejar que Anielka sea de otro.
—Está muy tocado, en efecto —constató Adalbert—. Y totalmente decidido, si leo entre líneas, a raptar a la novia la noche de su boda, como ella le pide.
—Sí. Eso no simplifica nuestro asunto, ¿Verdad? Debe de tomarme por loco.
—Todos lo estamos en mayor o menor medida, ¡y su locura es tan encantadora! Pero esta aventura tiene algo positivo: ahora sabemos que el zafiro estará en el castillo para la boda. Como tengo el honor de estar invitado, eso me brinda una oportunidad inesperada de hacer gala de mis habilidades procediendo a cambiar el original por la copia. Ferrals buscará a su bella esposa, por supuesto, pero no se preocupará por el zafiro, al menos durante un tiempo, pues creerá que sigue teniéndolo.
—Va a tener una gran responsabilidad —dijo sonriendo Aldo, que empezaba a ver asomar un pequeño rayo de esperanza.
—No tendré más remedio que conformarme —contestó el arqueólogo con su buen humor contagioso—. Pero no me parece sensato que se vaya esa misma noche con su amada. Si, como todo hace suponer, su entrevista de ayer fue observada y registrada, no cabe duda de que le soltarán los perros. Al llegar a Venecia, los encontrará esperando en la puerta de su casa.
—No querrá que Anielka se vaya sola…
La entrada de Cyprien llevando sobre una bandeja de plata un gran sobre cuadrado que ofreció a Morosini interrumpió la conversación.
—Acaban de traerlo de parte de sir Eric Ferrals —dijo el anciano sirviente.
Dos pares de cejas se arquearon a la vez en señal de extrañeza.
—Muy interesante —susurró Adalbert frunciendo la nariz—. No me pida permiso para leer, se lo concedo encantado.
El mensaje se componía de una carta y de una gruesa tarjeta grabada que Aldo, después de haberla mirado con sorpresa, tendió a su compañero mientras él leía las frases escritas con letra firme:
«Querido príncipe: Acabo de enterarme con más pesar del que sin duda supone de la agresión de que ha sido víctima. La discrepancia que nos ha enfrentado no puede destruir el aprecio entre nosotros y espero sinceramente que no haya sido gravemente herido, que se recupere rápidamente y que podamos reanudar con más cordialidad unas relaciones que tuvieron un mal comienzo. Asimismo, mi prometida y yo nos sentiríamos felices de que quisiera honrar nuestra boda con su presencia. Creo que sería una buena manera de enterrar el hacha de guerra. Le ruego que crea…»
—O ese hombre es más inocente que un corderito o es un hipócrita redomado —dijo Aldo, pasándole la carta a Adalbert—. Pero, no sé por qué, yo me inclinaría por lo primero.
—Yo también…, en cuanto haya aclarado cómo ha podido enterarse de lo que le ha pasado sin haber intervenido.
—Ah, eso es muy sencillo: la misa de las seis en Saint-Augustin. La lectora de mi tía mantiene allí relaciones estables con la cocinera de nuestro vecino, lo que le permite saber lo que pasa en su casa.
—Eso lo explica todo. Y refuerza, además, lo que le decía hace un momento: si la joven condesa quiere evitar la noche de boda, es preciso que desaparezca sola y que usted permanezca bien visible en los salones después de que el presunto secuestro haya sido descubierto. Es la única manera de acreditar su historia de bandidos secuestradores, que después de todo no está tan mal concebida.
—Si usted lo dice, debe de ser verdad, pero no aceptará partir sin mí… ¿y para ir adonde?
—Ya lo pensaremos —dijo Adalbert en un tono tranquilizador—. Y también la persona que se encargará de llevarla. Amigo, perdone que me marche tan deprisa, pero tengo que preparar miles de cosas. Recupérese y, sobre todo, intente recobrar un color normal para el gran día. Yo voy a vivir intensamente. No hay nada más estimulante para el espíritu que organizar una pequeña conspiración.
—¿Y yo qué voy a hacer mientras tanto? —masculló Morosini mirándolo dirigirse a la puerta—. ¿Bordar?
—Estoy seguro de que no le faltarán ocupaciones. Póngase un buen esparadrapo en la sien, salga, vaya a ver museos, a visitar amigos, pero, se lo suplico, no intente ver a la bella Anielka ni de cerca ni de lejos. Yo me encargaré de ponerla al corriente de nuestras intenciones.
—¡Con tal de que no olvide hacer lo mismo conmigo! —suspiró Morosini, a quien volvía a dolerle la cabeza como consecuencia de la combinación de tabaco y charla.
De bastante mal humor, subió a su habitación con la intención de darse un baño, tomar un montón de aspirinas y no moverse de la cama antes del día siguiente. Ya que, debía permanecer ocioso, más valía aprovechar para cuidarse. Pediría que le sirviesen la cena y después se acostaría.
Desgraciadamente, en el momento en que, bien arropado en la cama, iba por fin a dormirse, Cyprien fue a anunciarle que su secretaria lo llamaba por teléfono y que era urgente.
—¿No podía esperar hasta mañana por la mañana? —refunfuñó mientras se ponía las zapatillas y la bata para bajar a la casa del portero.
—La culpa no es de esa señorita —dijo el anciano sirviente, saliendo en defensa de Mina—. Hay cuatro horas de espera entre Venecia y París.
La vivienda de Jules Chrétien, el portero, olía a sopa de coles y a tabaco cuando Aldo entró. El portero le cedió el sitio y salió a fumar al patio, llevándose al gato. Aldo cogió el auricular con la esperanza de que se hubiera cortado la comunicación, pero Mina estaba en el otro extremo del hilo e incluso a él le pareció percibir en su voz cierta acritud.
—Me han dicho que está enfermo. Espero que no sea nada mucho más grave que una ligera indigestión. Hace mal en frecuentar demasiado los grandes restaurantes cuando está en París…
—¿Me ha sacado de la cama para decirme eso? —protestó Morosini, indignado—. No tengo una indigestión; me he caído. Bueno, ¿qué es eso tan urgente que tiene que comunicarme?
—Que estoy hasta el cuello de trabajo y que ya va siendo hora de que vuelva —le espetó la holandesa—. ¿Va a alargar mucho más el viaje?
«No puedo creerlo, ¿está echándome una bronca?», pensó Morosini, tentado en ese instante de mandar a Mina de vuelta con sus tulipanes natales. Desgraciadamente, era la única persona capaz de hacerse cargo de la casa en su ausencia. Además, la apreciaba bastante para no imaginar trabajar sin ella. De modo que se contentó con responder secamente:
—El tiempo que haga falta. Métase de una vez en su cabeza bátava que no estoy aquí para divertirme. Tengo cosas que hacer…, y además el día dieciséis hay una boda de familia a la que debo asistir. Si tiene demasiado trabajo, llame a la condesa Orseolo. Le encanta manejar antigüedades y le echará una mano.
—Gracias, prefiero arreglármelas sola. Otra cosa: espero que entre sus numerosas ocupaciones haya incluido la venta de las joyas de la princesa Apraxina que se celebra mañana en el hotel Drouot. En el catálogo se anuncia un aderezo de topacios y turquesas que es exactamente lo que busca el señor Rapalli para el cumpleaños de su mujer. Suponiendo que no sea un gran trastorno, claro…
—¡Por el amor de Dios, Mina, conozco mi oficio! Y no hable en ese tono acerbo que no me gusta nada. En cuanto a la venta, tranquilícese, estaré allí.
—En ese caso, señor, no tengo nada más que decirle aparte de buenas noches. Discúlpeme por haberlo molestado.
Mina colgó con una energía reprobadora. Aldo hizo lo mismo, pero más suavemente, pues le pareció inútil desfogarse con el aparato del portero. De todas formas, no estaba contento, pero era consigo mismo con quien estaba enfadado. ¿Qué le pasaba? Podría haber ido desde Venecia para asistir a esa prestigiosa venta, y de no ser por Mina, la habría olvidado. ¡Y todo porque estaba perdiendo la cabeza por una chica demasiado bonita!
Mientras subía a su habitación, se hacía severos reproches. ¿Estaba dispuesto a sacrificar por Anielka un oficio que le encantaba e incluso la noble tarea que acababa de aceptar? Querer a Anielka era delicioso, pero tenía que conseguir que funcionara todo junto. La venta del día siguiente, al sumergirlo en su elemento, le sentaría de maravilla. Más aun teniendo en cuenta que prometía ser apasionante: el joyero de esa gran dama rusa que acababa de morir albergaba, entre otras maravillas, dos «lágrimas» de diamante que habían pertenecido a la emperatriz Isabel de Rusia. Los coleccionistas iban a matarse unos a otros y la puja sería de lo más excitante.
Antes de volver a acostarse, Morosini le dijo a Cyprien:
—Tenga la bondad de enviar al chófer mañana por la mañana, temprano, a casa del señor Vauxbrun para pedirle que me preste el catálogo de la venta Apraxina. Que le diga también que estaré en el hotel Drouot para la apertura de las salas.
Una multitud llenaba la sala más grande del Hotel des Ventes cuando Morosini se reunió con Gilles Vauxbrun, que se había desvivido por conseguirle una silla de la primera fila.
—Si tienes intención de comprar —le susurró, cediéndole el sitio conquistado en reñida lucha—, te deseo mucho valor. Además de Chaumet, que codicia las diademas para su colección, y de algunos de sus colegas de la calle de la Paix y de la Quinta Avenida, están el Aga Kan, Carlos de Beistegui y el barón Edmond de Rothschild. Todos quieren las lágrimas de la zarina.
—¿No te quedas?
—No. Yo voy a ocuparme de dos canapés Regencia que van a vender aquí al lado. Si quieres, nos vemos a la salida.
—De acuerdo. El primero que acabe que espere al otro. ¿Comes conmigo?
—Con la condición de que cambies de maquillaje; este no te ha quedado muy bien —dijo el anticuario haciendo una mueca sardónica.
Mientras Vauxbrun se abría paso hacia la salida entre una multitud de sombreros femeninos abundantemente floridos, Aldo observó a la concurrencia y localizó a las personalidades señaladas por su amigo, aunque el resto de los aficionados no eran personas corrientes. Había también algunas mujeres famosas, que habían ido por curiosidad y para ser vistas; actrices como Eve Francis, la gran Julia Bartet, Marthe Chenal y Frangoise Rosay, entre las más conocidas, rivalizaban en elegancia con la cantante Mary Garden. También muchos extranjeros, y por supuesto rusos, algunos de los cuales sólo habían ido movidos por una especie de piedad. Entre ellos, la alta figura de Félix Yussupov, el ejecutor de Rasputín, que había sido y seguía siendo uno de los hombres más apuestos de su tiempo. Convertido en corredor de muebles antiguos, no estaba allí para comprar sino para acompañar a una mujer guapísima, la princesa Paley, hija de un gran duque, que había ido a derramar una lágrima sobre las de Isabel.
El tasador, el señor Lair-Dubreuil, asistido por los señores Falkenberg y Linzaler, iba a anunciar con su mazo el comienzo de la venta cuando se produjo un revuelo entre la muchedumbre. Morosini vio avanzar hacia unos asientos de primera fila, que dos jóvenes se apresuraban a dejar libres, un extravagante sombrero dorado envuelto en un mar de tul negro con pintas de oro, bajo el que aparecía el rostro lívido —debido a un curioso maquillaje blanco veteado de verde— y los ojos ardientes de la marquesa Casati. Fiel a su particularísima forma de vestir y a su pasión por el orientalismo, llevaba unos amplios pantalones dorados de sultana bajo una capa de terciopelo negro.
«¿Luisa Casati aquí? —pensó Morosini, abatido—. Va a costarme lo indecible librarme de ella.»
Apenas le sorprendió ver, tras la estela de la reina de Venecia, la elegante y fina silueta de lady Saint Albans, vestida con un conjunto de Redfern de crespón de China azul cielo y blanco, mucho más discreto, y un sombrero a juego. Su contrariedad se vio incrementada, pues no guardaba un buen recuerdo de la visita que le había hecho la bella Mary. «Parece que esas dos se han vuelto inseparables —rezongó—. ¡Quiera Dios que no me vean!»
Pero ese deseo era tan piadoso como absurdo: el pequeño monóculo con diamantes engastados de Luisa Casati ya apuntaba a la concurrencia a la manera del periscopio de un submarino. No tardó en localizar a Aldo, y una mano negra y dorada se levantó para hacerle señas. La suerte quiso que en ese preciso instante el señor Lair-Dubreuil reclamara la atención de la sala: la venta iba a empezar.
El primer rato pasó sin pena ni gloria. Una pulsera de veintisiete brillantes, un par de pendientes formados cada uno por una esmeralda rectangular rodeada de brillantes, un anillo compuesto de dos preciosos diamantes, un collar de ciento cincuenta y cinco perlas y un broche adornado con tres esmeraldas se vendieron sin dificultad a precios elevados, aunque la fiebre de la puja aún no había hecho su aparición. Esas piezas eran magníficas, pero recientes: se esperaban las joyas históricas.
El primer estremecimiento recorrió al público con el aderezo de oro, topacios y turquesas recomendado por Mina. Constituido por un collar, dos pulseras, unos pendientes y una pequeña y deliciosa diadema, era un conjunto muy atrayente que el zar Alejandro I había regalado a una de las bisabuelas de la princesa Apraxina a cambio de algunos favores.
«Mina debe de estar loca —se dijo Morosini—. Es demasiado bonito para la señora Rapalli. ¡Va a cumplir setenta años y es horrorosa!»
Sin embargo, enseguida se reprochó ese juicio poco caritativo. El hecho de que Rapalli fuera un nuevo rico no le impedía adorar a su mujer, que de hecho era una anciana encantadora. Conociéndola, seguro que nunca llevaría ese aderezo principesco entero, pero, al verlo como una prueba de amor de su esposo, lo convertiría en un precioso tesoro que contemplaría con tanta devoción como si fuera una imagen de la Virgen. Un destino más envidiable para unas joyas de esa clase, según Morosini, que ser exhibidas en la cabeza de una cortesana de moda en orgías organizadas en reservados del Café de París o de La Perouse. Precisamente el protector de una de esas damas estaba pujando con ardor, y de pronto, Aldo entró en la batalla. Batalla que ganó sin grandes dificultades, lo que le valió los aplausos frenéticos de Luisa Casati y de la colonia rusa, rápidamente informada acerca del ilustre apellido del comprador.
La sala estaba despertando. Tan sólo un pequeño círculo de habituales permanecía al margen del tumulto. Eran personas de edad avanzada que iban casi todos los días como si se tratara de un espectáculo. Permanecían en un rincón de la sala sin preocuparse de los aficionados ricos. Unos consultaban el catálogo, otros se limitaban a contemplar las piezas todavía sin vender. Entre esas personas había un hombre mayor —al menos a juzgar por sus cabellos blancos— que no se movía y parecía perdido en un sueño. Aldo sólo veía de él un perfil impreciso entre el borde de un viejo sombrero abollado y una chaqueta gris gastada, pero cuyo corte indicaba que había conocido días mejores.
El personaje permanecía tan inmóvil que se hubiera podido creer que estaba muerto. Había algo en él que intrigaba a Morosini, una vaga reminiscencia tan lejana que no lograba precisarla. Le habría gustado verle la cara, pero desde su sitio era prácticamente imposible.
La venta continuaba. Como no tenía intención de comprar nada más, Aldo seguía las pujas distraídamente, prefiriendo observar la sala en plena ebullición. Entre los más exaltados enseguida vio a lady Saint Albans. Transformada por su pasión puesta al desnudo, la joven inglesa parecía presa de una especie de furia incontrolable. En aquel momento competía con el Aga Kan por la posesión de un colgante italiano del siglo XVI, compuesto por una enorme perla barroca y piedras multicolores, y pujaba mientras retorcía, nerviosa, los guantes entre las manos.
«¡Señor! —pensó Morosini—. He visto muchos chiflados en mi vida, pero hasta este punto… Es una suerte que lord Killrenan haya puesto dos o tres mares entre ellos.»
La cosa empeoró cuando el príncipe oriental ganó la partida. Unas lágrimas de rabia brotaron entonces de los bonitos ojos grises, que Luisa Casati, en un alarde de solicitud, se esforzaba en enjugar susurrando algo mientras señalaba la mesa del tasador: las lágrimas de diamante acababan de hacer su aparición sobre un cojín de terciopelo negro, saludadas por una especie de suspiro general.
Morosini también se vio sometido a su fascinación: eran dos piedras espléndidas, montadas en unos pendientes que titilaban con un brillo suave y rosado. Un estremecimiento de admiración recorrió la sala como una ráfaga de viento sobre el mar y, al fondo, el señor mayor se levantó para ver mejor, pero volvió a sentarse enseguida dando muestras de una gran agitación.
Desde todas partes se hacían ahora pujas. El propio Aldo se dejó arrastrar, aunque sin esperanzas de victoria. Cuando un Rothsehild se metía por en medio, la lucha se volvía demasiado desigual. En cuanto al hombre mayor, no paraba de levantarse y sentarse, de modo tan repetido y ostensible que para Morosini fue evidente que el señor Lair-Dubreuil le atribuía pujas. No sin reticencias, por lo demás, pues el aspecto casi miserable del personaje debía de inspirarle dudas. Hasta el punto de que, en cierto momento, hizo una pausa y se dirigió directamente a él:
—¿Desea continuar pujando, señor?
Se oyó entonces una voz tímida y un poco aturullada que balbucía:
—¿Yo? Pero si yo no he pujado…
—¿Cómo? No para de moverse, de levantar las manos, y debe de saber que una simple señal basta.
—Perdone…, no… no me he dado cuenta. Es que soy tan feliz en estos momentos… Verá, hace mucho que no había contemplado unas piedras tan maravillosas y…
Se oyeron unas carcajadas y el señor se volvió, muy triste pero con mucha dignidad.
—¡Por favor, no se rían! Lo que he dicho es totalmente cierto.
Morosini no reía. Perplejo, miraba ese rostro surgido de pronto de su pasado más querido: el de Guy Buteau, su antiguo preceptor desaparecido durante la guerra. Pero la alegría que lo invadió al reconocerlo se vio inmediatamente empañada por el estado en que se hallaba: ese semblante pálido con profundas arrugas, esos cabellos demasiado largos y sin color, esa mirada lejana y sufriente. Un rápido cálculo lo llevó a concluir que ese anciano no tenía más de cincuenta y cuatro o cincuenta y cinco años. A partir de ese momento, la venta perdió todo interés para él; sólo quería una cosa: que acabara para reunirse con su amigo.
Su deseo se hizo realidad enseguida: el barón Edmond se llevó las «lágrimas», y los asistentes, comentando el acontecimiento, comenzaron a dispersarse. Un rápido vistazo tranquilizó a Morosini sobre una posible llamada de la marquesa Casati: estaba muy ocupada consolando a su amiga, que había sufrido el suplicio de Tántalo, ya que no había podido comprar nada, y lloraba, derrumbada sobre su silla. En unas zancadas, se acercó a su antiguo preceptor, que seguía sentado, seguramente en espera de que pasase la aglomeración. Él también lloraba, pero en silencio. Aldo se sentó en el asiento contiguo.
—Señor Buteau —dijo con una gran dulzura—, cómo me alegro de volver a verlo.
Le había cogido las manos, abandonadas sobre las rodillas, y las estrechaba entre las suyas. Los ojos castaños, que había conocido tan vivos, se volvieron entonces hacia él para contemplarlo con una especie de admiración.
—Me reconoce, ¿verdad? Soy Aldo, su alumno.
Un destello de alegría brilló por fin en la mirada anegada de lágrimas.
—¿Estoy soñando todavía o es usted de verdad?
—No tema, soy yo. ¿Por qué nos dejó creer que había muerto?
—Yo también lo creí durante mucho tiempo… Perdí la memoria como consecuencia de una herida en la cabeza. Había un gran agujero en mi vida…, pero desde hace unos meses estoy curado… Bueno, eso creo. Pude salir del hospital y, con mi pensión, alquilé una habitación en la calle Meslay, bastante cerca de aquí.
—Pero ¿por qué no tomó un tren y fue a Venecia? ¿Por qué no volvió a nuestra casa?
—Verá, es que no estaba seguro de que esa parte de mi existencia fuera real. Podía haberla imaginado. Pasaron tantas cosas dentro de mi cabeza cuando no sabía quién era ni de dónde venía… Y Venecia está lejos, el viaje es caro. Si me equivocaba, si ustedes no existían, no habría podido volver a mi casa y…
—Su casa es el palacio Morosini, su habitación, su biblioteca…
Un empleado de Drouot fue a invitar al príncipe a tomar posesión de su adquisición y a pagarla.
—Voy. Espéreme un momento, señor Buteau, y no se le ocurra moverse.
Unos minutos más tarde regresó llevando bajo el brazo un gran estuche de piel, un poco gastado pero sellado con una corona principesca, que abrió delante del aparecido.
—Mire. ¿No es magnífico?
El rostro fatigado recuperó el color y una de las blancas manos se acercó para acariciar el collar.
—Desde luego. Me fijé en este aderezo cuando fui esta mañana a la exposición. Venir aquí es mi única alegría, por eso me he instalado en las cercanías. ¿Lo ha comprado quizá para su esposa?
—No estoy casado, amigo mío. Lo he comprado para un cliente. Sí, ya ve, ahora soy anticuario especializado en joyas antiguas, y se lo debo a usted. Cuando era pequeño, me transmitió su pasión. Pero, venga, no nos quedemos aquí. Tenemos muchas cosas que contarnos… Lo acompaño.
—¿Me acompaña a casa?
—Sí, pero no para dejarlo allí. Tengo demasiado miedo de que escape. Vamos a coger un taxi para ir a la calle Meslay a recoger sus cosas y pagar lo que tenga que pagar, y luego iremos a casa de la señora Sommières. ¿Se acuerda de ella?
Una sonrisa abierta, incluso teñida de un poco de humor, apareció e hizo brillar los ojos castaños.
—¿De la señora marquesa? ¿Quién podría olvidar una personalidad como la suya?
—Ya verá, no ha cambiado nada. Voy a estar unos días en su casa; después, usted y yo volveremos a Venecia. Celina se pondrá loca de alegría cuando lo vea… y lo dejará como nuevo en un santiamén.
—A mí también me alegrará mucho verla a ella y sobre todo ver a la princesa. Por cierto, no me ha dicho nada de ella.
—Porque nos dejó. Le contaré su muerte junto con todo lo demás. Pero, dígame, cuando compré esto, el tasador dijo mi nombre. ¿No le llamó la atención?
—No. Perdone, pero había venido sobre todo a ver los diamantes de la emperatriz Isabel…, me fascinan…, y no pensaba que fuera a ocurrir un milagro.
Los dos hombres llegaron del brazo a la salida, pero Morosini se equivocaba si esperaba haber perdido de vista a Luisa Casati: ella y su compañera lo esperaban en la galería de acceso. La marquesa se precipitó hacia él, envolviéndolo en el vuelo de su capa de terciopelo igual que un torero al toro.
—¡Cuánto ha tardado en pagar esa fruslería! Estaba a punto de ir a buscarlo, pero ya lo tengo y no lo suelto. Mi coche está en la calle Drouot y voy a llevarlo a mi casa, a Vésinet.
—No va a llevarme a ninguna parte, querida Luisa. Permítame primero que salude a lady Saint Albans.
Esta le tendió con desgana una mano dirigiéndole una mirada cargada de rencor.
—Creí que no me reconocería, príncipe. ¿Ha cambiado de opinión acerca del brazalete de Mumtaz Mahal?
—¡Qué obstinación! —exclamó él, riendo—. Ya le dije que no lo tenía. ¿No ha intentado, entonces, como tenía intención de hacer, ponerse en contacto con lord Killrenan?
—Él no lo tiene y yo juraría que está en su casa.
Temiendo que el diálogo se eternizara, Aldo se volvió hacia Luisa Casati y se disculpó por no poder aceptar su amable invitación de acompañarla: la suerte acababa de poner en su camino a un viejo y muy querido amigo, al que pensaba dedicar su tiempo.
—Nos veremos cuando vuelva a Venecia. Yo sólo estoy aquí de paso.
—Yo no. Me quedo hasta el Grand Prix, y sabe perfectamente que nunca estoy en la laguna en verano. Hace demasiado calor.
—Entonces nos veremos más adelante. Muy a mi pesar, por supuesto. Mis más fervientes saludos, querida Luisa. Lady Mary…
Tras besar rápidamente la mano a las dos mujeres, se llevó casi en volandas a Buteau y cruzó con él la gran puerta acristalada del Hotel des Ventes.
—Se diría que la señora Casati tiene algo eterno —comentó el antiguo preceptor—. No envejece, y si he oído bien, sigue teniendo en Vésinet el bonito palacio Rosa que le compró al señor Montesquiou.
—Tengo la impresión de que su memoria está recuperando el tiempo perdido —dijo alegremente Aldo—. Le será muy útil para reanudar su gran obra sobre la sociedad veneciana del siglo XV. Lo está esperando.
Morosini paró un taxi que pasaba por allí y montó con sus dos adquisiciones del día, la más preciosa de las cuales —¡y con diferencia!— no era el aderezo de topacios destinado a la señora Rapalli.
Esa noche, en la calle Alfred-de-Vigny celebraron la resurrección inesperada de Guy Buteau. La señora Sommières, que lo conocía bien y siempre había apreciado su cultura, hizo en su honor una excepción a sus hábitos champaneras para brindar a la salud del borgoñón milagrosamente curado con un excepcional Chambolle-Musigny de finales del siglo anterior. El señor Buteau lo degustó con los ojos cerrados y lágrimas de beatitud. Él y su salvador tenían tantas cosas que contarse que ninguno de los dos durmió mucho esa noche. Aldo se sentía tan feliz que se olvidaba de sus costillas fracturadas y hasta del recuerdo de Anielka, de la que se abstuvo de hablar. No servía de nada cargar demasiado la mente de su viejo amigo, quizá todavía un poco frágil.
A lo largo del día siguiente, Aldo disfrutó infinitamente haciendo de madrina de Cenicienta, es decir, cambiando la imagen del señor Buteau de la cabeza a los pies gracias a una larga visita a Old England, donde escogieron un vestuario completo, y a otra más corta a un buen peluquero. Cuando hubo acabado, el anciano de la casa de subastas había rejuvenecido diez años y casi había recuperado su aspecto de otros tiempos.
Sin embargo, Morosini tuvo que batallar hasta conseguir que Guy Buteau aceptara su metamorfosis. El interesado no paraba de protestar, de decir que era demasiado, que aquello era una locura, pero su antiguo alumno tenía respuesta para todo.
—Cuando volvamos a casa, tendrá más cosas que hacer de las que imagina y no se limitará a escribir su gran obra. Tengo la intención de integrarlo en la firma Morosini, donde podrá hacerme grandes servicios. Tendrá un sueldo y, si se empeña, me pagará los gastos de ahora. ¿Le parece bien?
—No sé qué objeciones podría hacer. Me colma de alegría, querido Aldo. Y para que vea lo exigente que soy, voy a pedirle otro favor.
—Puede darlo por hecho.
—Quisiera que dejase de llamarme «señor Buteau», que es más largo que un día sin pan. Ya no es mi alumno, y puesto que vamos a trabajar juntos, hágame el honor de tratarme como a un amigo.
—¡Encantado! Bienvenido a casa, querido Guy. Está un poco diferente de como la ha conocido, pero estoy seguro de que se sentirá a gusto. Por cierto, tal vez pueda hacerme un primer servicio tomando posesión de su cargo ahora mismo. Como le he dicho, creo, tengo que quedarme unos días más aquí para asistir a la boda… de un importante conocido, y me iría bien que usted se fuese a Venecia mañana. Preferiría acompañarlo, claro, pero quisiera que el aderezo que compré ayer esté allí cuanto antes. Lo esperan con impaciencia.
—¿Quiere que lo lleve yo? Con mucho gusto.
—Estoy seguro de que se llevará muy bien con Mina van Zelden, mi secretaria, que no para de proclamar que tiene muchísimo trabajo. En cuanto a Celina y su esposo, echarán la casa por la ventana para celebrar su regreso. Voy a telefonear a Zaccaria y después llamaré a Cook para reservar una cabina.
El repentino deseo de Morosini de mandar a Venecia a un hombre que se sentía tan feliz de haber encontrado no se explicaba por la urgencia de llevarle a Mina los futuros topacios de la señora Rapalli, sino por la proximidad de la boda de Anielka. Aldo, que aún no sabía cómo transcurriría una jornada que imaginaba tumultuosa, no quería que el señor Buteau se viera involucrado en los acontecimientos que se desarrollarían. Ese hombre tranquilo, apacible y enemigo de las grandes aventuras, con toda seguridad tendría bastantes dificultades para aprobar esta. Tal vez incluso para entender algo de la trama. De todas formas, Aldo deseaba evitar que se empañara, por poco que fuera, la nueva felicidad que irradiaba un ser al que quería y que había sufrido mucho.
Una vez que hubo instalado a Guy entre la caoba, los espejos grabados, las alfombras y el terciopelo del gran tren de lujo, sus preocupaciones volvieron a aparecer intactas. Estaba mucho mejor, pero seguía sin noticias de Vidal-Pellicorne, lo que tenía la virtud de irritarlo.
La señora Sommières llevó su nerviosismo al límite diciendo de pronto, como quien no quiere la cosa:
—¿Has pensado en el regalo?
—¿Regalo? ¿Qué regalo? —refunfuñó Aldo.
—¿Acaso no estás invitado la semana que viene a una boda? En esos casos, es costumbre ofrecer un presente a la joven pareja para ayudarla a montar la casa. Según los medios de que uno disponga y del grado de intimidad, puede ir desde la pala para tartas y las pinzas del azúcar hasta un cartel Regencia o un cuadro de un autor consagrado —sugirió, con un brillo de malicia en los ojos—. A no ser, claro, que renuncies a comprometer tu dignidad relacionándote con esa gente.
—Tengo que ir.
—¡Qué terquedad! No entiendo qué placer puede causarte esa boda… a no ser que tengas la intención de raptar a la novia al terminar la ceremonia —añadió la marquesa riendo, sin sospechar que estaba diciendo la verdad. Por suerte, en ese momento estaba ocupada sirviéndose una copa de champán, lo que le impidió ver que Aldo acababa de ponerse rojo como un tomate. Este, a fin de dar tiempo a su rostro para recuperar el color natural, decidió levantarse y dirigirse hacia la puerta.
—Perdone —dijo—. Tengo que telefonear a Gilles Vauxbrun.
La voz de tía Amélie lo alcanzó en el momento en que iba a cruzar el umbral:
—¿Te has vuelto loco? ¡No irás a arruinarte comprando a un gran anticuario algo para ese bandido de Ferrals! Además, tengo otra pregunta que hacerte: ¿a quién piensas enviar el regalo, a él o a ella?
—A los dos, puesto que viven bajo el mismo techo. Cosa que, a mi entender, no es muy apropiada.
—No te lo discuto; a mí me parecía escandaloso. Afortunadamente, hay novedades: anteayer los Solmanski emigraron al Ritz, donde ocupan la mejor suite. Parece ser que allí nunca han visto llegar tantas flores. Nuestro vendedor de cañones saquea las floristerías para agasajar a su amada.
Morosini emitió un silbido admirativo.
—¡Caramba, sí que sabe cosas! ¿Marie-Angéline tiene tantas amistades en la plaza Vendôme como en Saint-Augustin?
—Pues no. Ha sido cosa de esa vieja urraca de Clémentine d'Havré, que vino a tomar el té conmigo ayer después de haber comido en el Ritz. Olivier Dabescat fue a llorar sobre su hombro: ha tenido que anular la reserva de la suite real que había hecho no sé qué maharaja, para dársela a la novia. Así que ¿para quién es el regalo?
—Para él, por supuesto, pero no se preocupe, escogeré la pala para tartas.
En realidad, al día siguiente compró una pequeña figura romana de bronce del siglo I después de Jesucristo, que representaba al dios Vulcano forjando el rayo de Júpiter. Un símbolo perfecto para un fabricante de cañones. Además, habría sido mezquino escatimar con un hombre al que iba a quitarle a su joven esposa y una piedra que, con razón o sin ella, él consideraba ancestral.
—Lo malo —comentó Adalbert cuando se enteró del envío de la estatuilla— es que el pobre Vulcano, que estaba casado con Venus, no fue muy feliz en su matrimonio. ¿Lo había olvidado o lo ha hecho expresamente?
—Ni lo uno ni lo otro —dijo Morosini con desenvoltura—. No se puede pensar en todo.