Incapaz de conciliar el sueño, Aldo se pasó el resto de la noche paseando arriba y abajo y fumando un cigarrillo tras otro. El amanecer lo sorprendió en el jardín, recorriendo las alamedas bordeadas de boj hecho un manojo de nervios y pensando en ese castillo del que se había tenido que marchar sin saber qué había pasado exactamente. La hermosa luz rosada lo convenció de que entrara para no preocupar a su anfitriona, una amable pero frágil criatura a quien el menor ruido sobresaltaba y que parecía siempre alerta. Seguramente Adalbert aún tardaría un buen rato en llegar; lo mejor sería pasarlo bajo la ducha y después pedir un buen desayuno.
La ducha estaba un poco oxidada, pero el desayuno era deliciosamente campestre, con grandes rebanadas de pan tostadas en su punto, mantequilla recién hecha, apetitosa mermelada de ciruelas claudias y café para resucitar a un muerto.
Así pues, las ideas de Morosini estaban recobrando el color del optimismo cuando el petardeo del Amilcar levantó bramidos de protesta en los alrededores y enterró bajo las almohadas a la pobre señora Saint-Médard, que todavía estaba en la cama.
—Espero que me traiga buenas noticias —dijo Morosini saliendo al encuentro de su amigo.
—Noticias tengo, pero no se puede decir que sean buenas. La verdad es que son incomprensibles.
—Deje a un lado su gusto por el misterio y antes que nada dígame dónde está Anielka.
—En su habitación, según parece. El castillo se halla sumido en el silencio para que ningún ruido turbe su descanso; los criados llevan zapatos con suela de fieltro. En cuanto a los invitados, a estas horas deben de estar marchándose. Ferrals les ha dado a entender que desaparecieran lo antes posible.
—¿Está enferma de verdad, entonces? Pero ¿qué le pasa? —se impacientó Morosini, alarmado.
—¡No tengo ni idea! Sir Eric y su nueva familia no sueltan prenda. Y como Sigismond todavía estaba en ayunas cuando me he marchado, no he podido sonsacarle nada. ¿No compartiría su ágape matinal con un infeliz que está en pie desde el alba? He salido del castillo al amanecer.
—Sírvase, por favor. Voy a pedir café caliente. Pero, por lo que dice, ha tardado mucho en recorrer una decena de kilómetros…
—He recorrido algunos más. Será mejor que le diga cuanto antes lo más inquietante: Romuald ha desaparecido.
Adalbert contó entonces que, antes de ir a acostarse, había dado una vuelta por el parque para «fumar un último puro» y, sobre todo, ver qué pasaba en la orilla del río. Y no pasaba nada. La barca estaba amarrada en el sitio convenido, pero dentro no había nadie; sólo los remos y la manta que Romuald debía de llevar para envolver a su pasajera. Acostumbrado por su oficio a examinar los terrenos y las cosas, el arqueólogo, gracias a la linterna que había llevado por precaución, consiguió descubrir varias huellas sospechosas: unas profundamente impresas en la tierra junto a otras más ligeras, como si una persona que transportara un gran peso se hubiera desplazado río abajo. También había otras marcas en la barca: fragmentos de madera y de pintura recientes, así como barro. Muy preocupado, Vidal-Pellicorne se esforzó en seguir las huellas muy marcadas, pero no lo llevaron muy lejos; se detenían al cabo de unos metros en el borde del agua y desaparecían. Seguramente allí había habido otra barca, pero ¿quién la había llevado y con qué finalidad?
Como esa noche era imposible averiguar nada más, volvió al castillo, lo rodeó antes de irse a su habitación y constató que las ventanas de lady Ferrals seguían iluminadas.
—Estaba dividido entre el deseo de ir a llamar a su puerta…, pero ¿con qué pretexto?…, y el de bajar al garaje a coger mi coche para ir a la otra orilla del Loira a visitar la casa alquilada por Romuald, lo que habría sido una imprudencia estando todavía el zafiro en mi poder. Así que esperé hasta esta mañana sin cerrar los ojos ni un solo minuto.
—Si le sirve de consuelo, yo tampoco los he cerrado —dijo Aldo, sirviéndole un gran tazón de café mientras su invitado hacía desaparecer una inmensa tostada con la mitad del tarro de mermelada—. Evidentemente, lo primero que ha hecho ha sido ir a la casa, ¿no?
—Sí, y como para cruzar a la otra orilla del río hay que ir hasta Blois, eso explica el tiempo que he tardado. Allí he encontrado las cosas de Romuald en perfecto orden, pero nada más; se diría que se ha volatilizado.
—¿Habrá sufrido un accidente?
—¿De qué tipo? Su motocicleta continúa guardada en el cobertizo del jardín. Sólo se me ocurren dos soluciones posibles: o lo han secuestrado, en cuyo caso me pregunto quién, por qué y adonde lo han llevado, o si no… No le oculto que tengo miedo, Morosini.
—¡No creerá que han podido matarlo! —exclamó este, horrorizado.
—¡Quién sabe! Quizá no había otra barca al borde del agua. Debe de ser fácil desembarazarse de alguien estando junto a un río y…
Una tosecilla nerviosa lo obligó a interrumpirse y, de pronto, Aldo descubrió bajo la máscara angélica, despreocupada y deliberadamente extravagante de Adalbert a un hombre reflexivo hasta la angustia y un corazón todavía más cálido de lo que creía. El temor de haber perdido a Romuald lo consternaba. Por encima de la mesa, la mano de Morosini fue a posarse sobre el brazo de ese amigo reciente pero ya querido.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó con afecto.
Vidal-Pellicorne se encogió de hombros.
—Recorrer la región hasta que encuentre algún indicio. Pero, antes de nada, volver a Blois para ver si ha aparecido algún cuerpo en el Loira.
—Lo acompaño. Iremos en mi coche; el suyo es demasiado vistoso. Y demasiado ruidoso también.
—Gracias, pero no. No deben vernos juntos. No olvide que hicimos amistad ayer. Además, tiene que poner esto a buen recaudo.
Sacó del bolsillo un pañuelo blanco y, de dentro del pañuelo, el colgante del zafiro, y se lo dio a Aldo. Este recibió la joya emocionado, pero la alegría que hubiera sentido antes al encontrarla ya no era posible ahora que conocía la historia verdadera. Demasiados muertos, demasiada sangre sobre esa admirable piedra. Al primer crimen, cometido tras el saqueo del Templo de Jerusalén, a los sufrimientos del hombre encadenado en las galeras y muerto bajo el látigo de los cómitres, se sumaban la muerte de Isabelle Morosini, de Élie Amschel, el hombrecillo del bombín, y tal vez la de Romuald. De pronto, Aldo se sentía impaciente por entregar a Simon Aronov la desastrosa maravilla. Tal vez una vez engastada de nuevo en el oro abollado del pectoral, la Estrella Azul depondría finalmente las armas.
—Nunca podré agradecérselo bastante —le susurró Morosini, cerrando la mano sobre el zafiro. Debo avisar a Aronov a través del banco de Zurich, pero, mientras tanto, guardaré esto en un lugar seguro. Mi tía Amélie no se negará a albergarlo en su caja fuerte.
—¿No va a volver enseguida a Venecia?
—¿Dejándolo a usted metido en problemas hasta el cuello? Por supuesto que no. Regresaré a París esta mañana. Ya sabe dónde encontrarme, así que llámeme si puedo serle de alguna ayuda.
—No creo que pueda serme útil aquí. En cambio, lo será más en París, adonde sir Eric piensa llevar a su mujer hoy mismo; el castillo, cuya restauración está inacabada, no le parece bastante confortable para una enferma.
—Yo creía que había mandado llamar a un eminente doctor para que atendiera a Anielka.
—No son cosas incompatibles. En cualquier caso, lo que sé es que han pedido una ambulancia.
—Volviendo al tema Romuald, yo diría que la tesis del secuestro es la más convincente; si hubieran querido ahogarlo, no tenía ningún sentido transportarlo unos metros más lejos, podían hacerlo también desde la barca.
—Recemos para que tenga razón. Bien, voy a proseguir mis indagaciones. Gracias por el desayuno… y también por su amistad.
Los dos hombres se estrecharon la mano y Adal se fue por donde había venido. Una hora más tarde, Aldo tomaba el camino en sentido contrario después de haber agradecido a la señora Saint-Médard su hospitalidad.
El trayecto le pareció interminable, más aún porque tuvo que cambiar una rueda debido a un pinchazo. Un ejercicio que detestaba y que no tenía ocasión de practicar en Venecia, ciudad civilizada por donde la gente se deslizaba sobre el agua en vez de dar tumbos estúpidos por carreteras imposibles…, y llenas de clavos. Su espléndido motoscaffo de cobre y caoba no tenía necesidad de neumáticos para llevarlo en las alas del viento.
Estaba de muy mal humor cuando llegó a la calle Alfred-de-Vigny. Circunstancia que no mejoró cuando Marie-Angéline salió a su encuentro, mientras él dejaba el «coche de petróleo» en manos de su conductor habitual, para informarle de que tenía una visita: su secretaria, que había llegado esa misma mañana, estaba tomando el té con «nuestra marquesa».
El semblante satisfecho de la señorita Plan-Crépin y su manía de precipitarse para anunciar las noticias antes que nadie acabaron de exasperarlo.
—¿Mi secretaria? —bramó—. ¿Quiere decir una holandesa llamada Mina van Zelden? ¿Ya santo de qué iba a venir aquí?
—No tiene más que preguntárselo a ella. A nosotras no nos lo ha dicho.
—Bien, vamos a aclarar esto ahora mismo.
Y Morosini se dirigió hacia el invernadero tras haber dejado caer con desenvoltura el guardapolvo y la gorra sobre las baldosas del vestíbulo. En el primer salón, su última duda se desvaneció al oír el acento cantarín de Mina cuando hablaba francés o italiano. Pero fue al entrar en el segundo salón cuando la vio, con su aspecto de siempre: traje de franela gris sobre blusa blanca, zapatos planos con cordones y moño severo, estaba sentada a la sombra de una aspidistra con la espalda bien erguida y una taza de té en equilibrio en una de sus manos. Aldo le cayó encima como una bomba:
—¿Qué hace aquí, Mina? Yo creía que la abundancia de sus tareas amenazaba con aplastarla y la encuentro aquí parloteando.
—¡Vaya entrada! —protestó la señora Sommières, mientras Mina procuraba esconder su sonrojo bajo las gafas—. ¿Quién te ha enseñado a irrumpir en una casa sin siquiera saludar?
La reprimenda tuvo el efecto de un jarro de agua fría. Morosini, un poco avergonzado, besó la mano de la anciana dama y luego se volvió hacia su secretaria.
—Perdone, Mina, no quería ser desagradable, pero… en estos momentos tengo algunas preocupaciones…
—¡Ah! —dijo la señora Sommières con un súbito brillo en la mirada—. ¿Acaso se ha producido algún incidente en la espléndida boda?
—Decir eso sería quedarse cortos. Hemos ido de catástrofe en catástrofe, pero se lo contaré después. Primero usted, Mina. ¿Cómo es que lo ha dejado todo para venir a verme? ¿Es que no se lleva bien con el señor Buteau?
—¿Con él? Pero si es un hombre maravilloso, encantador, ¡y tan eficaz! —dijo Mina juntando las manos y dirigiendo la mirada hacia el techo, como si esperara ver a Guy descender de él nimbado por una aureola—. Desde que llegó no ha parado de trabajar, y eso es lo que me ha permitido venir a traerle esto —dijo, sacando del bolsillo un telegrama—. No quería leerle el texto por teléfono. De todas formas, ha sido el señor Buteau quien me lo ha aconsejado. Según él, le causaría menos pesar.
—Otra catástrofe —susurró Morosini, cogiendo el papel con una evidente desconfianza.
—Me temo que sí.
Lo era, efectivamente. El breve mensaje hizo que a Aldo le fallaran las piernas y tuviera que sentarse: «Lamento informarle de la muerte de lord Killrenan, asesinado ayer a bordo. Mi más sentido pésame. Sigue carta… Forbes, capitán del Robert-Bruce.»
Sin pronunciar palabra, Aldo tendió el telegrama a la marquesa, que arqueó las cejas.
—¿Cómo? ¿Él también? Como tu madre… ¿Quién ha podido hacer una cosa así?
—Quizá nos enteremos de algo más cuando llegue la carta del capitán. Ha hecho bien en venir, Mina. Gracias. La dejo terminar el té… Voy a cambiarme.
Decía lo primero que se le ocurría, impaciente por estar solo para ofrecer a ese amigo las lágrimas que ya notaba en sus ojos y que no quería que nadie viera. ¡De modo que el viejo —y fiel hasta el final— pretendiente de Isabelle acababa de reunirse con ella por ese camino de la violencia que el crimen impone demasiadas veces a la inocencia! Seguramente se sentía feliz de que así hubiera sido. La vida sin su princesa lejana, objeto de su único amor, se le debía de haber vuelto una pesada carga.
Morosini pasó un largo rato sentado en la cama, absorto, sin siquiera pensar en darse un baño. Esa muerte le causaba un profundo pesar, pero no tardó en darse cuenta de que también le planteaba un grave problema. Todavía no había vendido el brazalete de Mumtaz Mahal y, una vez desaparecido sir Andrew, formaba parte de la herencia. Eso era lo que establecía la ley. Pero estaba la voluntad del viejo lord, y esa voluntad aún resonaba en sus oídos: «Véndalo a quien quiera salvo a uno de mis compatriotas.» Al principio no lo había entendido muy bien, pero ahora, recordando el bonito rostro de Mary Saint Albans tal como lo había visto en la venta Apraxina, devorado por la codicia y contraído por una rabia desesperada, captaba mejor el pensamiento de lord Killrenan. Al formular su prohibición, debía de estar pensando en ella. Y, evidentemente, su esposo era uno de los herederos. ¿Qué debía hacer, entonces?
La solución, por supuesto, era encontrar enseguida un cliente, vender el brazalete y enviar el dinero al notario. Por un momento pensó en Ferrals: el precioso ornamento quedaría de maravilla en la muñeca de Anielka. Desgraciadamente, él también era inglés, aunque naturalizado, y por lo tanto se hallaba excluido. Después acudió a su mente el eterno ausente: el riquísimo Moritz Kledermann. Para un coleccionista de su categoría, la joya sería una pieza escogida. Sin embargo, la idea de que adornaría a la ávida e insensible Dianora le resultó insoportable. Ella no merecía ese presente de amor.
Finalmente, se le ocurrió la idea más natural: comprarlo él mismo, como había tenido la tentación de hacer cuando sir Andrew se lo había entregado. Lo que entonces hubiera sido una locura era ahora posible, porque, al haber entrado de nuevo en posesión de la Estrella Azul, podría entregársela a Simon Aronov, quien no había ocultado su intención de mostrarse generoso. Sir Andrew apreciaría que su última locura se quedara en el palacio Morosini para aumentar la gracia de la última princesa. Que quizá sería polaca.
Satisfecho por haber encontrado una solución que conjugaba su deber, su amistad hacia lord Killrenan y el respeto debido a las leyendas, Aldo bajó para cenar. Luego, a puerta cerrada y una vez que Plan-Crépin hubo partido para Saint-Augustin, adonde había Adoración perpetua, celebró con la señora Sommières y Mina una especie de consejo de guerra. La marquesa aceptaba encantada albergar el «tesoro familiar», pero Mina no entendía la razón de dejarlo en París.
—Supongo que va a volver, ¿no? —le dijo a su jefe—. ¿Lo más sencillo no es que lo lleve usted mismo a Venecia?
—Desde luego, pero no voy a ir enseguida, Mina. Me es imposible volver sin saber lo que ha pasado en el castillo y abandonar a mi amigo Vidal-Pellicorne. Aunque quizá cambie de domicilio, porque supongo, tía Amélie —añadió, volviéndose hacia la anciana dama—, que usted no tardará en emprender su periplo estival.
—No hay prisa, no te preocupes. Mientras tú estés aquí, yo me quedo. Es mucho más divertido que jugar a las cartas o al dominó con algunas de mis contemporáneas.
—Gracias. Reconozco que me complace —dijo Aldo.
—Si he entendido bien, voy a volver sola —dijo la joven holandesa un poco picada—. En tal caso, es muy sencillo: yo me encargo de llevar el zafiro a casa. Dígame dónde debo guardarlo y…
—Tiene razón, Aldo —la interrumpió la marquesa—. Cuanto menos tiempo esté ese peligroso objeto en tu entorno, mejor. Sobre todo si por casualidad el vendedor de cañones se diera cuenta de que su «talismán» se le ha escapado de las manos.
—Por supuesto, pero acaba usted de pronunciar la palabra que me hace dudar: peligroso. Dejar que una chica sola haga un viaje tan largo llevando ese paquete de dinamita…
—Vamos a ver, señor —dijo Mina con la sombra de una sonrisa—, mire las cosas de frente. No hace mucho me reprochó mi forma de vestir, ¿recuerda?
—No se lo reproché, mostré mi extrañeza de que a su edad…
—No volvamos sobre ese asunto. Lo que quiero que me diga es quién podría sospechar que una joya real viaja en el equipaje de una especie de institutriz, ¿es ese el término que empleó?, incolora e invisible. Creo que no puede encontrar un emisario mejor.
Tras estas palabras, y sin esperar respuesta, Mina se levantó y pidió que le permitieran irse a descansar. Mientras salía, la señora Sommières la siguió con la mirada.
—Una chica excepcional —comentó—. Desde que la conocí durante mi última estancia en tu casa, el año pasado, pienso que acertaste de pleno escogiéndola.
—No fui yo quien la escogió, fue el Destino. Ya sabe que la pesqué en el Rio dei Mendicanti, adonde la había arrojado sin querer.
—Lo recuerdo. Pero acaba de decir algo que me ha chocado: incolora e invisible. ¿Tú te has parado a mirarla aunque sólo sea una vez?
—Por supuesto, puesto que le he hecho comentarios sobre su ropa.
—No me entiendes. Quiero decir mirarla de verdad. Por ejemplo, ¿la has visto alguna vez sin gafas?
—No, ni una sola. Hasta durante la zambullida consiguió mantenerlas sobre la nariz. ¿Por qué me lo pregunta?
—Para saber hasta qué punto te interesas por ella. Reconozco que tiene bastante mal gusto y que lleva unas gafas horribles, pero esta noche la he observado atentamente…
—¿Y qué?
—Pues que, si yo fuera hombre, creo que intentaría ver qué hay debajo de esa vestimenta de cuáquera y esas antiparras de viejo bibliotecario. Podría encontrar un material sorprendente…
La súbita entrada de Marie-Angéline puso fin a la conversación. La piadosa señorita estaba excitada y ardía en deseos de propagar la noticia que llevaba: una ambulancia cubierta de polvo acababa de cruzar la verja de la mansión Ferrals.
De repente, Aldo olvidó a su secretaria, el zafiro y las preocupaciones de Adalbert para pensar en una sola cosa: Anielka estaba de nuevo cerca de él y, gracias a la maravillosa Marie-Angéline, a la que vistió de inmediato con los colores de Iris, la mensajera de los dioses, al día siguiente tendría noticias suyas.
Las tuvo, en efecto, pero no fueron las que esperaba. Según la cocinera, habían llevado a la nueva señora a su habitación en compañía de Wanda y de una enfermera, las únicas, aparte de su esposo, que podían acceder a ella. Para el resto del personal, la habitación estaba condenada. Nadie estaba autorizado a acercarse a ella, ya que la joven había contraído una enfermedad contagiosa sobre cuya naturaleza se guardaba un silencio absoluto.
—Pero ¿a qué viene todo ese misterio? ¡No tendrá la peste! —estalló Morosini.
—¡Quién sabe! —dijo Plan-Crépin, evasiva pero encantada por el giro que habían dado los acontecimientos—. En cualquier caso, la señora Quémeneur lo ignora. Todo lo que ha podido decirme es que una bandeja bastante llena subió anoche y volvió vacía. De lo que se puede deducir, creo yo, que lady Ferrals no está tan enferma como dicen.
—Claro…Aldo permaneció unos minutos pensativo antes de decidirse a decir:
—¿Aceptaría hacerme un favor?
—¡Por supuesto! —respondió Marie-Angéline, exultante.
—Se trata de lo siguiente: me gustaría que intentara enterarse de dónde se encuentra la habitación de lady Ferrals y cuáles son las ventanas que le corresponden. Quizá sea un poco difícil, pero…
—¡En absoluto! Ya lo sé: cuando la joven polaca y su familia fueron a instalarse en el Ritz, antes de la boda, sir Eric mandó reformar la habitación destinada a ella. La señora Quémeneur me lo contó entonces. Parece ser que es de un lujo…
—No lo dudo. Y tampoco que es usted una bendición del cielo —la interrumpió Morosini, nada dispuesto a escuchar una larga descripción—. Entonces, ¿dónde está?
—En el lugar natural que corresponde a la señora de una casa: las tres ventanas del primer piso que forman una rotonda. Y que dan al parque, claro.
—Claro —repitió Morosini, que estuvo a punto de olvidarse por completo de Marie-Angéline pero recordó justo a tiempo que debía darle las gracias.
Se las dio, pero si esperaba librarse de ella tan deprisa se equivocaba; su cerebro no era el único que trabajaba a pleno rendimiento. Empezaba a andar arriba y abajo por el salón, con un cigarrillo entre los dedos, cuando Marie-Angéline sugirió:
—Lo más sencillo es ir por los tejados. Son contiguos a los nuestros y con una buena cuerda se puede llegar a los balcones del primer piso. Eso en el caso de que considere útil ir a ver qué pasa exactamente en esa habitación.
Aldo miró estupefacto a la solterona, cuyo rostro, desprovisto de expresión, ofrecía una curiosa imagen de inocencia, y emitió un silbido.
—¡Caramba! ¿Y es en los oficios de Saint-Augustin donde enseñan a cultivar semejantes ideas? Unas ideas, dicho sea de paso, excelentes.
Esta vez se hizo merecedor de una sonrisa triunfal.
—El Espíritu envía su soplo cuando le parece conveniente, don Aldo. Y a mí siempre me ha gustado socorrer a los desamparados.
Se ganó, en premio por su ayuda, dos sonoros besos aplicados en sendas mejillas por un Morosini entusiasta y se marchó precipitadamente, roja hasta la raíz del cabello.
Aldo no salió de casa en todo el día y pasó gran parte del tiempo en el jardín, examinando las fachadas y los tejados de las dos casas contiguas. Plan-Crépin tenía razón: bajar por el tejado era mucho más fácil que atravesar la mitad del jardín y escalar por la fachada, como pensaba hacer él. No obstante, dedicó un rato a escribir a Zurich a fin de que el corresponsal bancario de Simon Aronov informara a este de la próxima llegada de la primera piedra. Cyprien se encargó personalmente de llevar la carta al correo, pues Mina estaba aprovechando el día —se marchaba al día siguiente por la noche— para visitar el museo de Cluny y sus tapices medievales. Pero, hasta que la noche fue lo bastante oscura para que su expedición pasara inadvertida, a Aldo se le hicieron las horas interminables.
Cuando, hacia las once y media, provisto de una cuerda enrollada alrededor de un hombro y vestido como en la ocasión en que se encontró por primera vez con Adalbert, llegó a la terraza de la vivienda, tuvo la sorpresa de ver allí a Marie-Angéline —vestida de lana negra y zapatos con cordones— esperándolo, sentada en el suelo y con la espalda apoyada en los balaustres.
—Nuestra querida marquesa ha pensado que era más prudente ser dos —susurró sin dejarle tiempo para protestar—. Yo vigilaré.
—O sea, que está al corriente.
—Por supuesto. No sería correcto que no supiera lo que pasa bajo su techo… o sobre él.
—Esto es ridículo. Además, no es lugar para una señorita. Podría romperse algo, o simplemente torcerse un tobillo…
—No hay ningún peligro. El castillo de mis padres está formado por una vivienda renacentista y cuatro atalayas. ¡No se imagina la de veces que me he paseado por encima! Siempre me han encantado los tejados. Una se siente más cerca del Señor.
Renunciando por el momento a profundizar en las motivaciones de esa extraña fiel que elevaba el arte de los cacos al nivel de las virtudes teologales, Morosini comenzó a pasar al tejado de al lado seguido de ese acólito inesperado. Su intención no era irrumpir en la habitación de Anielka, sino tratar de ver qué pasaba allí. Dada la clemencia del tiempo, seguramente una de las ventanas estaría entreabierta, y aunque las cortinas estuvieran corridas, debería ser posible echar un vistazo. Tanto más cuanto que la habitación de una persona enferma nunca se hallaba sumida en una oscuridad total; era habitual dejar una lamparilla encendida para facilitar el trabajo de la persona que la velaba.
Ayudado por Marie-Angéline, tan muda y sigilosa como una sombra, bajó sin dificultad al largo balcón de piedra que se extendía de forma continua a la altura de la segunda planta, mucho menos alta que las otras dos, cuyos techos alcanzaban los cinco metros. Allí ató la cuerda a la balaustrada, prestando mucha atención a colocarla en el rincón donde la rotonda central se unía al resto del edificio, y después se deslizó hasta uno de los tres balcones de hierro forjado a los que daban las cristaleras de la recién casada. Aquella ante la que aterrizó estaba cerrada y no dejaba ver nada, ya que las cortinas interiores habían sido corridas.
Sin desanimarse, Aldo pasó al balcón central, más ancho y ornamental, que quedaba justo frente a los árboles del parque, y contuvo una exclamación de satisfacción: la doble puerta acristalada no estaba cerrada y a través de ella se filtraba un poco de luz. El corazón del visitante comenzó a latir más deprisa; con un poco de suerte, quizá podría acercarse a la enferma y hablar con ella. Llevando mucho cuidado para no mover la hoja de la puerta, miró a través de la abertura.
Lo que vio lo sumió en el estupor. Con excepción de Wanda, que dormía en un diván, en la habitación tapizada de brocado azul no había nadie, la encantadora cama coronada de ramilletes de plumas blancas estaba vacía. ¿Dónde estaba Anielka?
Aldo estaba pensando en cometer la locura de entrar para preguntárselo a la oronda mujer dormida, cuando la puerta se abrió lentamente y apareció Ferrals. Mirando a Wanda con indiferencia, fue a sentarse, con aspecto abrumado, en un sillón. Aunque la luz de la lamparilla era pobre, Morosini distinguió su semblante descompuesto sobre la seda oscura de la bata: a todas luces, sir Eric tenía grandes preocupaciones. Incluso parecía haber llorado…, pero ¿por qué?
La tentación de intentar que aquel hombre le contara el motivo de su abatimiento fue grande, pero prefirió retirarse sin hacer ruido y reunirse con su cómplice, que lo esperaba en el borde del tejado. Agradeció que esta refrenara su curiosidad hasta que hubieron llegado a territorio amigo, pero, una vez en la terraza, la pregunta, aunque formulada en voz baja, no se hizo esperar:
—Bueno, ¿qué? ¿La ha visto?
—No. La cama está vacía.
—¿No hay nadie?
—He visto a la doncella dormida en un diván. Luego, sir Eric ha entrado y se ha sentado, seguramente para hacer creer a los sirvientes que iba a hacer una visita a la enferma.
—En otras palabras, que esa historia del contagio…
—Es una pura invención destinada a alejar a los curiosos.
—¡Ah!
Se produjo un breve silencio. Luego, Marie-Angéline suspiró.
—Mañana por la mañana —dijo— la señora Quémeneur va a tener que contarme algo más.
—¿Qué va a poder decirle? Como todo el mundo en la casa, debe de creer que lo de la enfermedad es cierto.
—¡Ya veremos! Si consiguiera que me invitasen, entrar en la casa…
Morosini no pudo evitar reír. Decididamente, Plan-Crépin tenía una verdadera vocación de agente secreto. Pensó que debería hablar de ello con Adalbert. Esa mujer no era nada torpe y rebosaba de buena voluntad.
—Haga lo que mejor le parezca —dijo—, pero vaya con cuidado. Es un terreno peligroso, y tía Amélie la aprecia.
—Yo también. Pero debemos saber a qué atenernos —afirmó la mujer en el tono de un general de Estado mayor.
No tuvo que tomarse muchas molestias: la bomba estalló al día siguiente en los periódicos de la mañana bajo enormes titulares: «Boda trágica», «La joven esposa de un gran amigo de Francia secuestrada la noche de su boda», «¿Qué ha sido de lady Ferrals?» y algunos otros igual de suculentos.
Por descontado, fue Marie-Angéline quien llevó la noticia. Al llegar a la plaza de Saint-Augustin para asistir a la misa de las seis, había visto al vendedor de periódicos decorando el quiosco con el acontecimiento del día. Compró varios y, olvidándose del oficio matinal, regresó a todo correr a la calle Alfred-de-Vigny. Colorada y desgreñada, jadeando más que el corredor de maratón, abrió la puerta del dormitorio de Morosini, que aún dormía, y anunció a voz en cuello:
—¡Ya está aclarado el misterio! ¡La han secuestrado!… ¡Despierte, hombre de Dios, y lea!
Al cabo de unos minutos, toda la casa estaba al corriente y bullía como una pajarera. Alrededor de la mesa del desayuno, servido con una hora de antelación, se hablaba sin parar y cada uno daba su opinión. La idea general, con una o dos excepciones, era que los secuestradores no podían ser sino gánsteres norteamericanos; en los periódicos se hablaba, efectivamente, de un rescate de doscientos mil dólares.
—Tú que asististe a esa boda —dijo la señora Sommières—, recordarás si había norteamericanos.
—Algunos, creo, pero había muchísimos invitados.
Aldo no terminaba de creer que hubiera habido una intervención de la otra orilla del Atlántico. A no ser que se hubiese urdido un complot simultáneamente al que Adalbert y él habían tramado. ¡Quién podía saber cuántos enemigos se había ganado sir Eric a lo largo de su carrera, sin duda movida, de traficante de armas!
Uno tras otro, releía los diarios, que contaban todos más o menos lo mismo, con la esperanza de encontrar un detalle que le diera una pista. La única que no intervenía en la conversación era Mina. Sentada frente a él muy erguida, hacía girar la cucharilla en su taza de café, cuyo movimiento parecía absorber su atención. De pronto, levantó la cabeza y dirigió hacia su jefe los reflejos brillantes de sus gafas.
—¿Puedo saber por qué esas noticias parecen trastornar a esta noble asamblea? —preguntó con su calma habitual—. Sobre todo a usted, señor. ¿Acaso ese tal Ferrals, en cuya casa ha encontrado su zafiro, le es tan querido?
—¡No diga tonterías, Mina, e intente comprender! —repuso Aldo—. Se trata de un hombre que ha perdido la misma noche una piedra que deseaba poseer por encima de todo y a su joven mujer. ¡Es lógico que despierte interés!
—¿Él… o la dama? Realmente parece… encantadora, y las fotos de prensa raramente favorecen.
Aldo miró a su secretaria con severidad. Era la primera vez que se mostraba indiscreta, y le resultaba penoso constatarlo, pero no se escabulló.
—Es verdad —dijo en tono grave—. La conocí hace poco, pero ha llegado a serme más querida de lo que quizá debiera. Espero, Mina, que no tenga ningún inconveniente.
—Pero está casada, puesto que usted acaba de asistir a su boda…
En la voz de la joven había una tensión y una insolencia desacostumbradas. La señora Sommières, cuya mirada iba de uno a otro, consideró oportuno intervenir. Puso una mano sobre la de Mina, lo que le permitió percatarse de que temblaba un poco.
—Se diría que no conoce a su jefe, querida. Las bellas damas infelices y las señoritas desamparadas actúan sobre él como un imán sobre la limadura de hierro. No puede evitar acudir en su ayuda. Es una auténtica enfermedad, pero, qué quiere, cada uno es como es.
Mientras hablaba, su pie golpeó con cierta rudeza una de las tibias de su sobrino nieto, que se sobresaltó pero comprendió el mensaje y desvió la mirada.
—Quizá tenga razón —dijo, suspirando—. Sin embargo, uno no puede permanecer impasible ante semejante situación, pues, según la prensa, lady Ferrals corre el peligro de morir si no se paga el rescate.
—No hay por qué preocuparse —repuso la anciana—. ¿Qué son doscientos mil dólares para un fabricante de cañones? Pagará esa minucia y las aguas volverán a su cauce… Mina, puesto que se va esta noche a Venecia, ¿puedo darle un par de mensajes para unos amigos que tengo allí?
—Por supuesto, señora marquesa. Con mucho gusto. Si tiene la bondad de disculparme, quisiera preparar el equipaje.
La señora Sommières siguió con la mirada a Mina mientras esta salía del comedor.
—¿Se puede saber qué le pasa para que se ponga a darme patadas por debajo de la mesa, tía Amélie? —saltó Aldo en cuanto la puerta se hubo cerrado tras su secretaria—. ¡Me ha hecho daño!
—Además de delicado eres idiota. ¡Y de una torpeza increíble!
—No sé por qué.
—Lo que yo decía: eres tonto. Tienes delante a una infeliz que va a transportar a cientos de kilómetros de distancia una joya tan peligrosa como la dinamita, y tú te lamentas por la suerte de una ilustre desconocida. ¿No te ha pasado por la cabeza la idea de que tu secretaria podría estar enamorada de ti?
Aldo se echó a reír a carcajadas.
—¿Mina enamorada? ¡Usted delira, tía Amélie!
—¿Delirar? ¡Ojalá! No me creas si no quieres, pero, si aprecias a tu secretaria, cuídala un poco. Aunque te empeñes en no verla como a una mujer, lo es. A los veintidós años, ella también tiene derecho a soñar.
—¿Y qué quiere que haga? —gruñó Morosini—. ¿Qué me case con ella?
—¡Y pensar que te consideraba inteligente! —suspiró la anciana.
Durante todo el día fue imposible poner un pie en la calle. Una marea humana recorría las inmediaciones de la mansión Ferrals. La habitual mezcla de periodistas, fotógrafos y curiosos que, de no ser por el cordón policial desplegado alrededor, se habría metido por cualquier rendija. Los vecinos de enfrente y de al lado también se veían asediados.
—Pues yo no tendré más remedio que salir esta noche para tomar el tren —dijo Mina, alarmada.
—Puede confiar en Lucien, mi «mecánico», para abrirse paso —la tranquilizó la señora Sommières.
—Yo la acompañaré —prometió Aldo—. Quiero asegurarme de que hará un buen viaje. Entre tanto, basta con que tengamos paciencia; esa gente no permanecerá día y noche delante de nuestra puerta.
Pese a sus palabras, no estaba muy seguro, pues conocía la infinita paciencia de una multitud que huele un buen caso criminal, incluso la sangre… Hacia última hora de la tarde, aún no se había movido nadie cuando en casa del portero sonó el teléfono este fue a anunciar que preguntaban por «el señor príncipe» de parte de sir Eric Ferrals. Morosini acudió de inmediato sin hacerse la menor pregunta. Al cabo de un momento, la voz inimitable de Ferrals sonó en su oído.
—¡Alabado sea Dios, todavía está en París! No me atrevía a esperarlo.
—Tengo que solventar unos asuntos —dijo Aldo sin comprometerse—. ¿Qué desea de mí?
—Necesito su ayuda. ¿Puede venir hacia las ocho?
—No. A esa hora tengo que acompañar a una amiga a la estación.
—Entonces más tarde. A la hora que quiera, pero, por favor, venga. Es una cuestión de vida o muerte.
—Hacia las diez y media. Avise a su servicio de orden.
—Lo esperarán.
Así era, en efecto. Su nombre le permitió cruzar la barrera policial y en la escalinata encontró al mayordomo y el secretario que había visto en su anterior visita. Tal vez había algunos curiosos menos, pero los que seguían allí se preparaban para pasar la noche. Naturalmente, la llegada de aquel hombre elegante suscitó curiosidad. Se alzaron murmullos a su paso y dos periodistas intentaron entrevistarlo, pero él salió del paso con una sonrisa rebosante de cortesía:
—No soy más que un amigo, señores. Nada interesante para ustedes.
Sir Eric estaba en el gabinete que Aldo ya conocía. Pálido y agitado, el comerciante en armas caminaba arriba y abajo por la vasta estancia, sembrando de cigarrillos a medio consumir el espléndido kilim que se extendía bajo sus pies sin preocuparse de los daños causados. La entrada de Morosini detuvo esas idas y venidas.
—Me he enterado por los periódicos de esta mañana de la desgracia que le ha ocurrido, sir Eric —dijo el visitante, inmediatamente interrumpido con un gesto brusco.
—¡No emplee esa palabra! —exclamó Ferrals—. Quiero creer que no se trata de algo irreparable. Pero, antes de nada, gracias por haber venido.
—Por teléfono me ha dicho que necesitaba mi ayuda, aunque no sé para qué… ¿Qué puedo hacer por usted?
Sir Eric señaló un asiento, pero él permaneció de pie y Aldo tuvo la impresión de que su mirada, clavada en él, pesaba una tonelada.
—Las exigencias de los secuestradores de mi mujer, de las que tuve conocimiento anoche, lo convierten a usted en una pieza clave de la partida… mortal que iniciaron el otro día al secuestrar a lady Anielka en mi casa y prácticamente delante de mis narices.
—¿A mí?… ¿Cómo es posible?
—No lo sé, pero es un hecho y debo tenerlo en cuenta.
—Me gustaría que me explicara un par de cosas antes de decirme el papel que me reserva.
—Pregunte.
—Si lo que he leído es la expresión de la verdad, aunque sea imperfecta, lady Ferrals ya había desaparecido cuando nos anunció que se encontraba muy enferma.
—En efecto. Cuando fui a buscarla para que asistiera conmigo a los fuegos artificiales, sólo encontré en su habitación a Wanda, inconsciente y atada, sirviendo de soporte a una carta escrita en inglés con letra de imprenta, en la que se me anunciaba el rapto y se me ordenaba guardar silencio. En ningún caso debía avisar a la policía, si quería recuperar a mi esposa con vida. También ponía que más adelante se me informaría de las condiciones exigidas para devolvérmela… intacta. Debía, además, volver a París al día siguiente.
—Eso explica la historia de la enfermedad y la ambulancia.
—Exacto. El vehículo transportaba un simulacro acompañado por Wanda.
—¿Y la doncella no le ha dicho nada sobre los que la golpearon? ¿No vio ni oyó nada?
—No. Recibió un golpe en la cabeza sin saber de dónde le venía.
—Ya… Pero, entonces, ¿por qué demonios ha salido la noticia en la prensa esta mañana?
—Eso me gustaría a mí saber. Como supondrá, no ha sido cosa mía.
—¿Alguien de su entorno, entonces?
—Tengo plena confianza en los que me han ayudado a interpretar esta triste comedia. Además —añadió sir Eric—, ocupan en mi casa puestos a los que no podrían volver a acceder jamás porque yo no lo permitiría.
Había puesto énfasis en las últimas sílabas para acentuar su carácter amenazador. Morosini asintió con la cabeza, sacó un cigarrillo de su pitillera y lo encendió con mirada ausente.
—Bien —suspiró, después de expulsar la primera bocanada—, le falta decirme cuál es la razón de mi presencia aquí esta noche.
De repente, Ferrals se apartó de la mesa, en la que estaba apoyado, para dirigirse hacia la ventana abierta sobre el parque, de espaldas a Morosini.
—Muy sencillo. El rescate debe ser pagado pasado mañana por la noche y debe llevarlo usted.
Se produjo un silencio. Aldo, atónito, se preguntaba si había oído bien y consideró útil hacérselo repetir a su anfitrión.
—Perdone, pero debo de estar soñando. ¿Acaba de decirme de verdad que tengo que llevar yo el rescate?
—Exacto —contestó sir Eric sin volverse.
—Pero… ¿por qué yo?
—Podría haber una excelente razón —respondió con ironía el barón—. De hecho, la prensa no ha sido bien informada: en lo que respecta al rescate, sólo menciona los doscientos mil dólares en billetes usados.
—Y… ¿hay algo más?
Ferrals se volvió y regresó lentamente hacia su visitante. Sus profundos ojos negros chispeaban de ira.
—¿Está completamente seguro de que no lo sabe? —bramó.
Aldo se puso inmediatamente en pie. Bajo las cejas arqueadas, sus ojos, que se habían tornado de un verde inquietante, emitieron un destello.
—Esto exige una explicación —le dijo secamente—. ¿Qué debería saber?… Le aconsejo que hable; de lo contrario, me voy y ya se las apañará usted con los secuestradores.
Aldo se dirigió hacia la puerta, pero no tuvo tiempo de llegar.
—¡Quédese! —dijo Ferrals—. Después de todo…, a lo mejor no tiene usted nada que ver.
Morosini consultó su reloj.
—Tiene treinta segundos para abandonar los enigmas y hablar claro. ¿Qué le piden?
—¡La Estrella Azul, naturalmente! Esos miserables exigen que se la entregue a cambio de la vida de Anielka.
Pese a la gravedad de la situación, Aldo se echó a reír.
—¿Sólo eso?… ¿Y cree que a mí se me ha ocurrido esa cómoda manera de recuperar mi piedra y, de paso, ganarme un dinerito? ¡Lo siento, amigo, pero esto es demasiado!
Una vez desahogada su ira, sir Eric se dejó caer sobre un sillón pasándose por la frente una mano trémula y fatigada.
—Intente ponerse en mi lugar por un momento. La elección que me imponen me resulta insoportable, más de lo que cree… Amo a mi mujer y quiero conservarla, pero perder de nuevo, y quizá para siempre, la piedra que durante tanto tiempo he buscado…
—… Y obtenido al precio de un crimen. Comprendo que sea difícil —dijo Morosini, sarcástico—. ¿Cuándo debe hacerse el intercambio?
—Pasado mañana por la noche. A las doce en punto.
—Muy romántico. ¿Y dónde?
—Todavía no lo sé. Tienen que llamarme cuando haya recibido su respuesta. Y, a ese respecto, debo añadir que no se informará a la policía y que irá a la cita solo…, y sin armas.
—¡Por descontado! —exclamó Morosini con una sonrisa insolente—. ¿Qué gracia tendría si fuera forrado de pistolas y con un pelotón de agentes? Pero, ahora que lo pienso, me gustaría saber cuál es la actitud de su suegro y su cuñado ante este drama. ¿No deberían estar a su lado para apoyarlo?
—Su apoyo me tiene sin cuidado y prefiero que se queden en el hotel. Me han dicho que el conde se dedica a recorrer iglesias, rezar novenas y encender cirios. En cuanto a Sigismond, bebe y juega, como de costumbre.
—Una familia encantadora —masculló Morosini, que no se imaginaba a Solmanski en el papel de piadoso peregrino que va de santuario en santuario implorando la compasión del cielo.
Del mismo parecer fue Adalbert, a quien Aldo encontró, al llegar a casa, comiendo en compañía de la señora Sommières. Pese a su cansancio y su estado de ánimo melancólico, el arqueólogo hacía desaparecer metódicamente una empanada, medio pollo y una ensaladera llena de lechuga.
—Sin duda se trata de un comportamiento de cara a la prensa y a los chismosos. Algo me dice que los dos Solmanski están metidos hasta el cuello en este asunto. Y el hecho de que los secuestradores pidan el zafiro no hace sino confirmar mi impresión. Naturalmente, usted va a hacer lo que le piden, ¿no?
—¿No lo haría usted?
—Sí, desde luego. Vamos a tener que hablar seriamente de eso. ¡Dios mío, no consigo hilvanar dos ideas! —gimió Vidal-Pellicorne, echándose hacia atrás los mechones que le caían sobre la frente—. Este asunto está poniéndome enfermo. —Suspiró, sirviéndose en el plato una buena porción de queso.
—¿Sigue sin haber noticias de Romuald?
—¡Ni una! Ha desaparecido, se ha volatilizado —dijo Adalbert, esforzándose en deshacer el nudo que le cerraba la garganta—. Y si he venido directamente aquí, a riesgo de importunar a la señora Sommières, es porque todavía no sé cómo voy a comunicarle la noticia a su hermano.
—Ha hecho bien —afirmó la anciana—. Incluso sería mejor que pasara aquí la noche. Las malas noticias dadas a la luz del día son menos penosas que en la oscuridad. Cyprien le preparará una habitación.
—Gracias, señora. Creo que voy a aceptar. Confieso que un poco de descanso… Por cierto, Aldo, no tendrá por casualidad intención de entregar «su» zafiro, ¿verdad?
—Tranquilícese. Aunque quisiera, no podría. En este momento viaja hacia Venecia, metido dentro del forro del sombrero de mi secretaria. Y he avisado a Zurich.
—¡Por fin una buena noticia! Sin embargo, ¿no va a exponerse demasiado entregando… la otra piedra? Si esos individuos son entendidos en la materia…
—De todas formas, el riesgo existe, y yo me limitaré a entregar lo que Ferrals me haya dado. Sin embargo, por si me sucediera algo desagradable, escribiré una carta dirigida a Mina a fin de que se ponga a su disposición para finalizar este asunto de la mejor manera posible.
—Déjelo más bien en manos de nuestra anfitriona. Mientras no sepa qué le ha ocurrido a Romuald, seguiré buscando a los que lo han atacado. Por no hablar de la aventura que va a correr usted y que no me augura nada bueno.
Un rato más tarde, retirada en sus aposentos, la señora Sommières escuchaba a Marie-Angéline leerle unas páginas de La cartuja de Parma. Preocupada, escuchaba distraídamente. La aventura en la que Aldo estaba metido y que al principio la había divertido, empezaba a inquietarla.
«Al oír estas palabras, la duquesa se deshizo en lágrimas; por fin podía llorar. Tras conceder una hora a la debilidad humana, vio con cierto consuelo que sus ideas comenzaban a aclararse. Tener la alfombra mágica —se dijo—, sacar a Fabrice de la ciudadela…»
—Déjelo, Plan-Crépin —dijo, suspirando, la anciana—. Esta noche, el embrujo de Stendhal no consigue gran cosa contra mis preocupaciones, aunque comparto las de la duquesa Sanseverina…
—¿Acaso nos atormentamos por nuestro sobrino?
—¿No está justificado? Si al menos supiera qué hacer…
—Sé de sobra que los ejercicios espirituales no son plato de vuestro gusto, pero quizá sería el momento de rezar un poco.
—¿Usted cree? ¡Hace tanto tiempo que no me he dirigido al Señor! Va a darme con la puerta en las narices.
—Deberíamos intentarlo con Nuestra Señora. Entre mujeres es más fácil entenderse.
—Puede que tenga razón. Antes le era muy devota…, me refiero a cuando estaba en el convento de las Damas del Sagrado Corazón. Después, nuestras relaciones se espaciaron y me temo que con el tiempo me he convertido en una vieja descreída. ¿Será la influencia de esta casa?… Pero esta noche tengo miedo, Marie-Angéline, mucho miedo.
La prima lectora pensó que la anciana debía de estar al borde del pánico para haberse acordado de su nombre de pila. Se arrodilló junto a la cama, se santiguó rápidamente, cerró los ojos y comenzó:
—Salve Regina, mater misericordia, vita, dulcedo et spes nostra…
La señora Sommières descubrió con sorpresa que podía seguirla sin dificultad y que las palabras olvidadas de las antiguas oraciones resurgían desde el fondo de su memoria.