5 Lo que puede encontrarse en un arbusto

El taxi de Aldo no tuvo ninguna dificultad en seguir a la limusina. Esta circulaba a la velocidad serena y majestuosa apropiada para tan noble vehículo, preocupada sin duda por zarandear lo menos posible a unos viajeros que acababan de soportar un largo trayecto. Por el bulevar Denain y la calle La Fayette, accedieron al bulevar Haussmann y lo siguieron hasta la calle de Courcelles para llegar finalmente a las inmediaciones del parque Monceau. Morosini había ido demasiadas veces a París como para no orientarse. Suponía que el largo coche negro debía de pertenecer a lo que llamaban los barrios buenos, pero aun así le sorprendió ver que ante él se abría la verja de una gran mansión de la calle Alfred-de-Vigny, contigua a otra a la que había ido en varias ocasiones: la de la marquesa de Sommières, su tía abuela, que era madrina de su madre y que, hasta la muerte de esta, había ido todos los otoños a pasar unos días a Venecia por el placer de abrazar a su ahijada, por la que sentía ternura.

Como hombre conocedor de su oficio, el chófer de Aldo dejó atrás la casa donde acababa de entrar el Rolls-Royce y se detuvo un poco más lejos, delante de la puerta de la señora Sommières.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó, dirigiéndose a su cliente.

—Si no tiene prisa, déjeme pensar un momento.

—Yo tengo todo el tiempo del mundo, y mientras el contador funcione… ¡Mire! Parece que las personas que le interesan van a vivir ahí. Lo que llega ahora son las maletas, ¿no?

En efecto, la especie de ómnibus que esperaba delante de la estación y hacia el que se habían dirigido los porteadores y las carretillas cargadas de baúles, guiados por el gigantesco Bogdan, se había detenido frente a la puerta cochera esperando que la abrieran. Esto sumió a Morosini en profundas reflexiones.

Cuando iba a París acostumbraba a hospedarse en el hotel Ritz, debido a las múltiples atenciones del establecimiento, a su encanto y también a que estaba cerca de la tienda de su amigo Gilles Vauxbrun, el anticuario de la plaza Vendôme, pero esa noche el príncipe se habría inclinado sin vacilar por un hotel modesto, suponiendo que hubiera habido uno frente a la casa que acababa de engullir su zafiro y a la bella Anielka, En caso necesario, una tienda de peón caminero instalada en la calle habría servido, pues le producía repugnancia alejarse de un lugar que lo atraía tanto. Incluso el hotel Royal-Monceau, que estaba a tiro de piedra, le parecía demasiado alejado.

Lo ideal habría sido instalarse en casa de la anciana marquesa, pero estaban a finales de abril y desde hacía lustros la señora Sommières, apegada a sus costumbres, cerraba su mansión parisiense el 15 de ese mes e iniciaba lo que ella llamaba su «gira por los castillos». Primero los de la familia, a los que la noble dama dedicaba primavera y verano, con una breve estancia en Vichy a modo de suplemento, mientras que el otoño lo reservaba a los viajes al extranjero: Venecia siempre, y a veces Roma, Viena, Londres o Montreux.

Como eran parientes, Aldo empezaba a acariciar la idea de llamar a la vivienda del portero y pedirle hospitalidad, aun a riesgo de tener que acampar entre sillones cubiertos con fundas, cuando en el silencio de la calle sonaron unos pasos firmes acercándose hasta que se detuvieron entre el taxi y la puerta de la marquesa. Una cabeza se inclinó entonces para ver quién estaba en el interior de aquel vehículo. Aldo contuvo un grito de entusiasmo: la cara que había aparecido tras el cristal era la de Marie-Angéline du Plan-Crépin, lectora, señorita de compañía y chica para todo de la señora Sommières. Si ella estaba allí, eso significaba que la anciana dama no andaba lejos.

Morosini salió del coche después de haber pedido al taxista que esperase un poco más y se precipitó hacia ella con tanta alegría como si hubiera sido el Santo Grial y él el caballero Galaad.

—¿Usted aquí? ¡Qué suerte tan inesperada, Dios mío!

Como había empezado a oscurecer, ella no lo reconoció enseguida y retrocedió hasta la puerta santiguándose varias veces.

—Pero, señor, su comportamiento es inconcebible…

Por suerte, el farolero acababa de llegar y la escena se encontró enseguida mejor iluminada. De pronto, la solterona indignada se transformó en tórtola arrulladora.

—¡Jesús bendito! ¡El príncipe Aldo! —dijo en un tono cercano al éxtasis—. ¡Qué increíble sorpresa! Nuestra querida marquesa se va a poner contentísima.

—Entonces, ¿está todavía aquí? Yo creía que ya se había ido a hacer su recorrido habitual.

—Me temo que este año va a ser difícil. Nuestra querida marquesa sufrió una desgraciada caída en el cuarto de baño y se rompió tres costillas; debe hacer todo el reposo posible, lo que no contribuye a mejorar su humor.

—En tal caso, quizá no sea un momento adecuado para importunarla. Debe de necesitar mucha tranquilidad.

Empezaban a caer una gotas, y la señorita Angéline, después de levantar una mano desenguantada para asegurarse de que llovía, abrió el gran paraguas puntiagudo que llevaba.

—Eso es lo que dice el médico, pero no lo que ella cree. Su visita va a colmarla de alegría. Se aburre mortalmente.

—¿De verdad? ¿Cree que aceptará albergarme aquí unos días? Acabo de llegar de Polonia, no reservé habitación en mi hotel habitual y resulta que está completo, y la verdad es que no tengo muchas ganas de probar otro.

—¡Virgen Santa, se va a volver loca de alegría! ¡Lo bien que nos lo vamos a pasar! Usted va a ser un verdadero rayo de sol para ella. Entre, entre.

Marie-Angéline casi se ahogaba mientras registraba frenéticamente su bolso en busca de la llave, complicada operación que hizo caer el paraguas, atrapado al vuelo por Morosini. Desesperada, tiró de la campanilla para llamar al portero.

—Tómese el tiempo que necesite —aconsejó Aldo—. Yo voy a pagar al taxista y a coger las maletas.

Mientras este se alejaba, lleno de admiración por un cliente capaz de alojarse donde quería dirigiéndose a la primera persona que encontraba en la calle, el portero, recién salido de un dibujo de Daumier, hacía su aparición y al ver al visitante se deshacía en manifestaciones de alegría, tal vez nacidas en parte del hecho de que veía asomar en el horizonte algunas agradables gratificaciones. En la casa se conocía la generosidad de Morosini. Después le tocó a Cyprien, el mayordomo de la señora Sommières, que en toda su vida sólo la había querido a ella y a las escasas personas por las que ella sentía cariño.

Cyprien era todo un personaje. Nacido en el castillo de Faucherolles, donde vivían los padres de la señora Sommières, unos años antes que esta, desde su nacimiento profesaba por la futura marquesa una especie de devoción deslumbrada que no había decaído. «La señorita Amélie» había sido y seguía siendo —aunque sólo cuando no había peligro de que ella lo oyera— «nuestra pequeña señorita». A la interesada, que no lo ignoraba, le producía una irritación teñida de vaga ternura: «¡Viejo loco! —decía—. Ser a los setenta y cinco años bien cumplidos la "pequeña señorita" de un octogenario es el colmo del ridículo.»

Pero, consciente de que le daría un disgusto, se guardaba mucho de prohibírselo y cuando no había nadie lo tuteaba como en los tiempos de la infancia, escandalizando a su dama de compañía y prima, que veía el tratamiento como una muestra de reprensible intimidad. Cyprien, por su lado, profesaba a esta última una firme aversión en pago por sus malos pensamientos.

La llegada de Aldo emocionó al viejo sirviente. Este decidió ir de inmediato a anunciar al visitante a su señora, pero Marie-Angéline trató de impedírselo:

—He sido yo quien ha encontrado al príncipe y seré yo quien vaya a anunciar la buena noticia —dijo en el tono excitado de una niña caprichosa—. Usted limítese a ir a preparar una habitación y a advertir a la cocinera.

—Lo siento, señorita, pero anunciar a los visitantes es una de mis funciones y no renunciaré a ella. Sobre todo hoy. ¡Nuestra… la señora marquesa va a sentirse tan feliz!

—Precisamente por eso seré yo…

La discusión amenazaba con prolongarse, de modo que Morosini decidió anunciarse él mismo y empezó a cruzar las habitaciones de recepción para llegar al sitio donde estaba prácticamente seguro de encontrar a su anfitriona: el invernadero, que era donde se hallaba más a gusto cuando estaba en París.

La mansión databa del Segundo Imperio y los salones pertenecían a la misma época, pues su propietaria actual nunca había considerado necesario cambiar absolutamente nada. Guardaban a la vez cierto parecido con los de la princesa Mathilde y con el Ministerio de Finanzas. Era el triunfo del estilo «tapicero»: un cúmulo de felpas, terciopelos, flecos y pasamanería —borlas, galones, trencillas y entorchados— sobre un archipiélago de sillones acolchados, confidentes y divanes redondos que permitían extender armoniosamente los miriñaques, salpicado de mesas de ébano taraceado bajo enormes arañas con colgantes de cristal. Había también jarrones más o menos chinos de los que surgían aspidistras gigantes que ascendían hasta techos dorados y en ocasiones ocultaban las paredes igualmente doradas, repletas de anodinas alegorías debidas al pincel laborioso de émulos de Vasari.

Morosini detestaba ese conjunto pomposo. La señora Sommières también, y si, al morir su esposo, había decidido marcharse de la mansión familiar de Saint-Germain y dejarla a disposición exclusiva de su hijo para instalarse en esta, que había heredado, era por el parque Monceau, cuya exuberante vegetación se extendía bajo las ventanas traseras, más allá del pequeño jardín privado, así como por el retorcido placer de contrariar a su nuera y de fastidiar a la familia en general.

La donante de ese palacio neogótico, casada en el ocaso de la vida con uno de sus tíos, muy conocido en la jarana parisina, había sido una de esas «tigresas» cuyas alcobas perfumadas frecuentaban asiduamente los aristócratas franceses, belgas e ingleses, y los grandes duques rusos. Dotada de una belleza capaz de condenar a todo un monasterio de trapenses, Anna Deschamps había arruinado a más de un caballero y, antes de convertirse en la esposa de Gaston de Faucherolles, había amasado una significativa fortuna que le había permitido mimar en sus últimos días a un marido arruinado y despreciado por los suyos.

Naturalmente, el matrimonio no tuvo hijos. Pero la antigua cortesana conoció un día, por pura casualidad, a la pequeña Amélie y se encaprichó de ella, y cuando hizo testamento la nombró su heredera universal. Si Amélie hubiera sido menor, seguramente los Faucherolles habrían rechazado con altivez la sospechosa donación —aunque nadie puede asegurarlo—, pero ya estaba casada y su esposo veía el hecho con mirada divertida y mucho más benigna. Por consejo suyo, la señora Sommières aceptó el testamento, repartió el dinero entre obras de caridad y misas por el descanso del alma de la difunta pecadora y se quedó la casa, decisión por la que nunca dejó de felicitarse.

Mientras los entarimados recubiertos de alfombras crujían bajo sus pies, Morosini oyó salir una voz furiosa de la jaula de cristal decorada con pinturas japonesas —cañas, recolección de té, mujeres en kimono— que cerraba la noble hilera de estancias. Una voz acompañada, a modo de contrapunto, de enérgicos golpes de bastón en el suelo.

—¿Qué es ese escándalo? ¿Por qué no paran de pelearse? ¡Quiero saber qué pasa! ¡Y ahora mismo! ¡Plan-Crépin, Cyprien, vengan inmediatamente!

—Déjelos que terminen de discutir en paz, tía Amélie. Me temo que todavía tienen para un rato —dijo Aldo, desembocando en la luz lechosa dispensada por las dos grandes lámparas de pie con globos de cristal esmerilado que iluminaban el invernadero.

—Aldo… ¿tú aquí? Pero ¿de dónde has salido?

—Del Nord-Express, tía Amélie, y vengo a pedirle hospitalidad, si no es una molestia para usted.

—¿Una molestia? ¡No me hagas reír! ¡Si me muero de aburrimiento en este agujero!

El agujero en cuestión era un agradable batiburrillo de cañas, adelfas, rododendros y otras plantas de nombre complicado, sin olvidar las yucas de hojas aceradas como puñales, algunas palmeras enanas y las inevitables aspidistras. Todo ello componía un fondo verde y florido sobre el que la marquesa se recortaba a la manera de un personaje de un tapiz medieval. Era una bella anciana, alta, que presentaba cierto parecido con Sarah Bernhardt. Su masa de cabellos rojos y blancos sombreaba con una especie de mullido cojín los ojos verde musgo, que la edad no parecía dispuesta a hacer languidecer. Normalmente llevaba vestidos de corte princesa, según la moda lanzada por la reina Alexandra de Inglaterra, a quien la señora Sommières siempre había tomado como modelo. Esta vez, su largo cuello ceñido por un camisolín de tul con ballenas salía de una profusión de tafetán negro, destinado a disimular el ancho vendaje aplicado alrededor del torso. Para atenuar la tristeza de la indumentaria, llevaba por encima largos collares de oro combinado con perlas, turquesas y esmaltes translúcidos, con los que sus hermosas manos jugueteaban. Para completar el decorado, sobre una mesita había dos o tres copas de cristal tallado y una cubitera con una botella de champán: la marquesa acostumbraba a tomar esta bebida al final del día y quien se presentaba siempre era invitado a compartir ese placer.

Aldo la besó, luego retrocedió un poco para admirarla mejor y se echó a reír.

—Me he enterado de que ha sufrido un accidente, pero que me aspen si se le nota. Tiene el aspecto de una emperatriz.

Ella se sonrojó un poco, contenta de recibir un cumplido que sabía sincero, y agitó nerviosamente los impertinentes de oro colgados entre los collares.

—No es un título envidiable; todas las que he conocido han acabado mal. Pero deja de cultivar el madrigal, sirve una copa, ven a sentarte a mi lado y cuéntame qué te trae por aquí. Eres un hombre muy ocupado y me niego a creer que de repente te hayan entrado ganas de venir a aburrirte varios días a este mausoleo.

—¿No le he dicho…?

—Vamos, vamos, todavía no chocheo, y aunque me encanta, tu visita me parece muy repentina. Más aún teniendo en cuenta que no podías saber que me encontrarías aquí, pues la fecha fatídica del 15 de abril ha pasado. Así que dime la verdad.

Después de haber llenado dos copas, Aldo le tendió una y, con la mano libre, acercó una silla dorada al sillón de la sorprendente anciana.

—Tiene razón al pensar que no tenía intención de venir. Sin embargo, cuando mi taxi se ha parado justo delante de su casa, se me ha ocurrido pedir asilo a su portero. Ha sido en ese momento cuando Marie-Angéline ha llegado…

—Pero ¿qué hacía tu taxi delante de mi casa?

—Seguía desde la estación del Norte a un Rolls negro que ha entrado en la casa de al lado. ¿Me haría el favor de decirme a quién pertenece ese monumento?

—Puesto que la otra está vacía, supongo que se trata de la de la derecha. Tú sabes que nunca me he preocupado mucho de mis vecinos, sobre todo en este barrio de hombres de negocios que se creen aristócratas, pero a ese lo conozco un poco. Es sir Eric Ferrals.

—¿El vendedor de cañones? ¿Tenéis esas cosas en el parque Monceau?

—¿Esas cosas? Te noto muy despreciativo —dijo en tono burlón la marquesa—. Estás hablando de un personaje riquísimo, ennoblecido por el rey de Inglaterra por «servicios prestados durante la guerra» y condecorado con la Legión de Honor. Dicho esto, no puedo quitarte del todo la razón: el hombre es de origen incierto y no se sabe muy bien cómo ha amasado su fortuna. Sin embargo, como no lo he visto nunca, no puedo decirte qué aspecto tiene. Lo que no impide que estemos a matar.

—¿Por qué razón?

—Una muy simple: él tiene una casa enorme, pero quiere la mía para agrandarla más. Se le ha metido en la cabeza instalar unas colecciones o Dios sabe qué. En cualquier caso, si quiere hacer la competencia al Museo del Louvre, que no cuente conmigo. El problema es que parece que no lo entiende y no para de enviarme emisarios comerciales y cartas acuciantes. Mis empleados tienen órdenes de rechazarlo todo, y en cuanto al propio Ferrals, no he querido recibirlo cuando se ha presentado.

—¿Acaso tiene miedo?

—Es posible. Dicen que ese barón de pacotilla es feo pero que posee cierto encanto y, sobre todo, una voz gracias a la cual lograría vender ametralladoras a unas monjas. Pero dejémoslo a él y dime qué había en su coche y por qué lo has seguido hasta aquí.

—Es una larga historia —murmuró Aldo en un tono vacilante, matiz que su compañera captó de inmediato.

—Tenemos mucho tiempo por delante antes de cenar. En mi casa se sirve tarde la cena para acortar las noches. De todas formas, si ves alguna razón para no compartir conmigo tus secretos…

—¡No, no! —protestó él—. Simplemente quisiera estar seguro de que sólo llegarán a sus oídos. Se trata de hechos graves… que se remontan a la muerte de mi madre.

Todo rastro de ironía desapareció instantáneamente del bello rostro para ser reemplazado por una espera llena de afecto comprensivo.

—Estamos en una punta de la casa y puedo asegurarte que no hay nadie escondido entre mis plantas, pero podemos tomar algunas precauciones suplementarias.

La señora Sommières sacó de entre los pliegues de su vestido una campana traída tiempo atrás del Tíbet, la agitó, y el sonido hizo acudir al mismo tiempo a Cyprien y a Marie-Angéline, que todavía debían de estar ocupados discutiendo. La marquesa frunció el entrecejo.

—¿Desde cuándo responde usted a la campana, Plan-Crépin? Vaya a rezar o a echarse las cartas, pero no quiero verla antes de la cena. Y tú, Cyprien, ocúpate de que nadie nos moleste. Llamaré cuando haya terminado. ¿Han preparado una habitación?

—Sí, señora marquesa, y Eulalie está poniendo platos pequeños sobre los grandes en honor de Su Excelencia.

—Bien —aprobó la anciana—.Te escucho, hijo —añadió cuando la doble puerta estuvo cerrada.

Durante la corta escena, Morosini, sabiendo bien a quién se dirigía, había tomado la decisión de abrirse por completo. Amélie de Sommières no sólo era una gran dama por su nacimiento, su apellido y sus maneras, sino que también tenía espíritu de gran dama; se dejaría desgarrar por la tortura antes que desvelar un secreto que le hubieran confiado. De modo que se lo contó todo, desde sus descubrimientos en la habitación de Isabelle en Venecia hasta sus encuentros con Anielka, para acabar con la breve visión en el vestíbulo de la estación: el gran zafiro en el cuello de la joven. No habló, por supuesto, de Simon Aronov y del pectoral. Ese secreto no le pertenecía.

La señora Sommières lo escuchó sin interrumpirlo salvo con una breve exclamación de dolorosa sorpresa al enterarse del asesinato de su querida ahijada. Siguió su relato con interés y, cuando este acabó, dijo:

—Creo que he entendido, pero ¿puedes decirme qué te importa más, el zafiro o la chica?

—¡El zafiro, no le quepa la menor duda! Quiero averiguar cómo lo ha conseguido. Ella afirma que era de su madre, pero eso es imposible, de modo que miente.

—No forzosamente. Lo más seguro es que se limite a creer lo que le ha dicho su padre. No hay que juzgar de forma precipitada. Pero, dime, ese cliente que te hizo ir a Varsovia y deseaba adquirir la joya de los Montlaure, ¿por qué no se desplazó él en lugar de hacerte recorrer a ti Europa? Me parece que eso hubiera sido lo normal.

Decididamente, no se le escapaba nada. Aldo le ofreció su sonrisa más seductora.

—Se trata de un hombre mayor e inválido. Parece ser que en la noche de los tiempos el zafiro perteneció a los suyos y esperaba que yo se lo llevase para poder verlo…

—¿Antes de morir? ¿No te parece un poco rara esa historia? Antes no eras tan ingenuo. Huele a trampa a la legua. Porque lo que te pide supone volver a cruzar Europa. Seguro que te ha ofrecido una fortuna, pero no te habrás dejado convencer, ¿verdad?

—¡Desde luego que no! —contestó Morosini en un tono indiferente que no daba lugar a más preguntas.

Lo salvó una ligera tos que sonó al fondo de los salones. Inmediatamente la marquesa saltó:

—¿Qué pasa? ¿No he dicho que no quería que me molestaran?

—Presento mis disculpas a la señora marquesa —dijo Cyprien con voz contrita—, pero se hace tarde y quisiera anunciar a la señora marquesa que la señora marquesa está servida. Eulalie ha hecho un soufflé de yemas de espárrago y…

—…Y tendremos un drama doméstico si no vamos a comer corriendo. Tu brazo, Aldo.

Llegaron al comedor, que se encontraba en el otro extremo de los salones: una catedral gótica donde pesadas cortinas de pana rojiza bordadas en oro tapaban las puertas y todo un mundo de tapices llenos de zapatos de punta alargada y levantada, quimeras y leones voladores cubrían las paredes que quedaban libres. Marie-Angéline esperaba, con los labios apretados, de pie detrás de una silla esculpida cuyo respaldo llegaba a la altura de su nariz puntiaguda. Mientras se sentaba, la señora Sommières le dirigió una mirada irónica.

—No ponga esa cara, Plan-Crépin. Vamos a necesitarla.

—¿A mí?

—Pues sí. ¿No es a usted a quien no se le escapa nada, empezando por las noticias del barrio? Háblenos un poco de lo que ocurre en la casa del vecino de al lado.

Bajo el cabello rizado, que le daba el aspecto de un cordero un poco amarillento, la señorita Plan-Crépin se puso roja corno un tomate. Masculló unas palabras vagas rascando con la cuchara el soufflé que acababan de servirle, lo probó, tomó otra cucharada y tosió para aclararse la garganta.

—¿Hemos decidido quizás interesarnos finalmente por el querido barón Ferrals? —dijo empleando la primera persona del plural. Esa manía adoptada para dirigirse a la marquesa irritaba profundamente a la señora, que había acabado por abandonar el combate frente a un adversario más tenaz de lo previsto. Por lo demás, al constatar que eso le permitía también a ella emplear el plural mayestático, se había adaptado.

—No, pero sabemos que ha recibido a unos visitantes venidos de lejos y nos gustaría saber qué tiene intención de hacer con ellos.

—Si se trata de polacos, tiene intención de casarse —dijo Marie-Angéline con la misma naturalidad que si hubiera sido íntima del vendedor de cañones—. Eso es lo que dicen, aunque todo el mundo sabe que el barón ha hecho voto de celibato o poco menos.

—Entonces intente averiguar cómo se desarrollan los acontecimientos. Se trata de los polacos esperados. ¿Y en Saint-Augustin? ¿Nada nuevo? ¿El joven vicario continúa siendo asediado por sus fieles?

Introducida en su terreno favorito, el de los rumores, los chismes y otras murmuraciones con los que obsequiaba a la marquesa, Plan-Crépin resultó inagotable, lo que permitió a Morosini abstraerse de la conversación para dedicarse al exquisito soufflé y al gran reserva de Montrachet que lo acompañaba. También pensaba que al día siguiente iría a ver a Vidal-Pellicorne. Gracias al venturoso azar que parecía esforzarse en favorecerlo desde hacía algún tiempo, el hombre que le había recomendado el Cojo no vivía muy lejos. Para ser exactos, en la calle Jouffroy. Desde la calle Alfred-de-Vigny, un corto trayecto nada desagradable de hacer tornando el fresco soleado de una mañana de primavera. El misterioso personaje se hallaba instalado en el primer piso de un imponente inmueble de finales del siglo XIX, pero al final de la alfombra roja de la escalera y detrás de la puerta barnizada y con cobres brillantes, Morosini sólo encontró la figura envarada de un ayuda de cámara con chaleco de rayas, por quien se enteró de que «el señor estaba en Chantilly viendo a sus caballos y no regresaría antes del día siguiente». Impresionado por la elegancia del visitante, el hombre se apresuró a ponerse a su disposición. ¿Deseaba que el señor lo telefoneara en cuanto regresase?

—Teniendo en cuenta que no me conoce, sería un atrevimiento por mi parte. Además, desgraciadamente donde estoy no hay teléfono.

Lo que era casi verdad, pues la señora Sommières detestaba un utensilio que consideraba indiscreto, poco digno e irritante. «No soporto que me "llamen" como si fuera una sirvienta —decía—. Ese aparato jamás entrará en mi casa.» En realidad, se había instalado uno para las necesidades de la casa, pero en la garita del portero.

Tras dejar la calle Jouffroy, Morosini tomó el camino de regreso. Sin embargo, al llegar ante la verja de la Rotonda, que comunicaba el parque Monceau con el bulevar de Courcelles, se dejó tentar por un paseo bajo las enramadas del jardín, que antaño animaban con su gracia las bellas amigas de los duques de Orleans. A través de las hojas de los castaños en flor, dardos de sol alcanzaban el césped y los paseos poblados de niñeras con uniforme azul y blanco, que empujaban cochecitos de lujo con bebés mofletudos en su interior o vigilaban a niños bien vestidos que corrían detrás de aros.

Aldo prefería un rincón más romántico y se dirigió a la Naumaquia, cuya columnata en semicírculo delimitaba una alameda. Allí, los rayos dorados jugaban a placer con el agua espejeante del pequeño lago que el paseante se disponía a rodear cuando apareció una clara silueta que identificó con una sola mirada: vestida con un traje de chaqueta gris claro, animado por un alegre fular de seda con pintas verdes, Anielka caminaba directamente hacia él aunque ajena por completo a su presencia, distraída observando los retozos de una familia de patos.

Dominado por una súbita alegría Aldo se las arregló para cerrar el paso a la joven. Luego, viendo que parecía de ánimo melancólico y dejando a un lado sus sospechas, la saludó como lo hubiera hecho el Arlequín de la comedia del arte y no se resistió al placer de parodiar a Moliere:

—Encontraros en este lugar me hace sentir feliz en él, condesa. ¿Será realmente esto el jardín encantado?

Anielka ni siquiera sonrió. Sus grandes ojos dorados miraron con una especie de inquietud al hombre de aspecto despreocupado que tenía enfrente, sin parecer ni por asomo sensible al brillo insolente de sus iris azules y de sus blancos dientes.

—Le pido perdón, señor, pero ¿acaso nos conocemos?

Parecía tan sorprendida que la inexplicable alegría de Morosini desapareció de golpe.

—No íntimamente —dijo este con una gran dulzura—, pero esperaba que se acordase de mí.

—¿Debería?

—¿Ha olvidado los jardines de Wilanow y su viaje en el Nord-Express? ¿Ha olvidado… a Ladislas?

—Disculpe, pero no conozco a nadie que se llame así. Ha cometido una equivocación, señor.

Con su mano enguantada en fina piel clara, hizo un gesto para apartarlo de su camino esbozando una triste sonrisa.

Insistir habría sido la mayor de las groserías, de modo que Morosini se resignó a dejarle el paso libre. Sin moverse del sitio y con una ceja arqueada a causa del estupor, la miró alejarse a su paso lento y gracioso, admirándola finura de su línea y de sus largas piernas, que el movimiento revelaba bajo la estrecha falda.

Lo que acababa de suceder era tan sorprendente que Aldo llegó a preguntarse si se habría equivocado de persona, pero un parecido tan grande y a unos cientos de metros de la casa donde vivía Anielka era impensable. Además, la extraña muchacha se dirigía en línea recta hacia el lugar del parque donde se hallaba la casa de Ferrals. Y él había percibido el fresco perfume de violetas cuyo recuerdo conservaba.

Perdido en sus conjeturas, Morosini estaba a punto de decidirse a seguir a su enigma viviente cuando oyó una voz burlona:

—Un mujer muy guapa, ¿eh? Pero no se puede ganar siempre.

Morosini se sobresaltó y miró con hosquedad al hombre que acababa de llegar a su altura. Tirando a bajo pero de complexión robusta, el intruso tenía la piel morena, la nariz agresiva y los ojos negros, hundidos bajo las cejas, que contrastaban con la espesa cabellera plateada que sobresalía del sombrero de fieltro negro con los bordes levantados. Vestía un buen traje cuya chaqueta gris antracita, de corte perfecto, realzaba sus anchos hombros, y se apoyaba en un bastón con empuñadura de ámbar y oro. Pero Aldo, que estaba de demasiado mal humor para detenerse en tales detalles, se limitó a gruñir:

—No creo haber pedido su opinión.

Luego, volviendo la espalda al personaje, se alejó a zancadas.

Siguió a la joven pensando que, si no era Anielka, en uno u otro momento se desviaría, pero no fue así: como atraída por un imán, fue directa hacia la mansión Ferrals, a la que accedió por la verja del jardín que comunicaba con el parque. Cuando la hubo visto desaparecer, Aldo se volvió para comprobar si el hombre del bastón seguía el mismo camino, pero no lo vio por ninguna parte.

Examinó los alrededores de la mansión como si esperase encontrar una forma de entrar en ella. Debía de ser interesante visitar ese monumento, sobre todo sin permiso del propietario. Desgraciadamente, sus conocimientos en el arte de penetrar en casas ajenas eran nulos: en la escuela suiza, nadie le había enseñado a hacer una ganzúa ni a manejar la palanqueta. Una laguna que quizás habría que pensar en cubrir recurriendo a la experiencia de un cerrajero. Aunque le costaba verse yendo a pedir a Fabrizzi, el dueño y señor desde hacía años de las cerraduras de su palacio, que le diera unas clases prácticas.

Como estas ideas lo habían llevado a Venecia, se dijo que quizá podría dar noticias suyas a Mina, consultó el reloj, dedujo que todavía tenía tiempo antes de comer y se dirigió a paso vivo a la oficina de correos del bulevar Malesherbes para enviar un telegrama destinado a tranquilizar a los de casa. Hubiera preferido telefonear, pero temía una espera demasiado larga. Se conformó, pues, con redactar un mensaje dando su dirección actual y anunciando su intención de pasar unos días en París, donde tenía algunos clientes importantes.

Hecho esto, regresó a la calle Alfred-de-Vigny, donde la señora Sommières le tenía reservada una noticia recién llevada por Marie-Angéline: Ferrals daba esa noche una recepción para anunciar su compromiso y presentar a su prometida, ya que la boda estaba prevista para el martes 16 de mayo.

—¿Tan pronto, cuando anteayer Ferrals no había visto nunca a la condesa Solmanska?

—Parece que nuestro traficante de armas tiene prisa. Según dicen, ante la sorpresa general, ha sido víctima de un auténtico flechazo.

—Eso no tiene nada de sorprendente, ni siquiera tratándose de un soltero recalcitrante —suspiró Morosini evocando los cabellos de oro claro, el encantador rostro y la silueta exquisita de Anielka—. ¿Qué hombre normal no se sentiría seducido por esa adorable criatura?

Guardándose de señalar la ligera melancolía delatada por el tono de Aldo, la marquesa se limitó a comentar:

—Al parecer es muy guapa. La ceremonia y la recepción tendrán lugar en el castillo que Ferrals posee en el Loira.

Esta precisión en la información confundió a Morosini, que no pudo evitar preguntar:

—Pero bueno, ¿de dónde saca su Plan-Crépin todo eso? Se diría que tiene el poder de levantar los tejados, como el demonio Asmodeo.

La marquesa ahogó una risita detrás de sus impertinentes.

—Si mi virgen loca te oyera compararla con un demonio te ganarías una o dos oraciones de exorcismo. Sobre todo teniendo en cuenta que eso lo saca, empleando tu expresión, de Saint-Augustin, en concreto de la misa matinal.

—¿Quién la informa?

—La señora Quémeneur, la imponente cocinera de sir Eric.

—Creía que la señorita Plan-Crépin se sentía demasiado orgullosa de su sangre azul para comprometerla codeándose con la plebe.

—¡Oh, vaya palabra! —exclamó la anciana, escandalizada—. ¿Se te ocurriría equiparar a Celina con la plebe?

—Celina es un caso aparte.

—Igual que la señora Quémeneur, que también es una gran cocinera. En cuanto a Marie-Angéline, no te imaginas hasta qué punto se democratiza cuando está en juego su curiosidad. Sea como sea, ya estás al corriente. ¿Qué vas a hacer?

—Por el momento, nada. O más bien sí: pensar.

En cualquier caso, una cosa era segura: se las arreglaría para echar un vistazo, de uno u otro modo, a la recepción del vecino. Pasar del jardín de su tía al suyo no debía de presentar muchas dificultades, y cuando la fiesta estuviera en pleno apogeo sería fácil observar a través de las altas ventanas de los salones lo que ocurriera en el interior.

Sin saber muy bien en qué ocupar la tarde, fue a tomar un taxi al bulevar Malesherbes y se hizo llevar a la plaza Vendôme con la intención de pasar un rato con su amigo Gilles Vauxbrun y tratar de sonsacarle lo que supiera sobre Ferrals. Si el hombre de los cañones era el coleccionista anunciado por Anielka —cosa que él dudaba, puesto que nunca había oído hablar de él—, el mejor anticuario parisiense tenía que saberlo. Pero estaba escrito en alguna parte que ese día Aldo no tendría suerte. En la magnífica tienda-museo de su amigo sólo encontró a un hombre delgado, de edad avanzada pero muy elegante y con un ligero acento inglés: el señor Bailey, el ayudante de Vauxbrun, al que ya había visto en varias ocasiones. Este caballero lo recibió con la tímida sonrisa que en él era muestra de una alegría exuberante, pero le dijo que el anticuario se había ido esa misma mañana a Touraine para realizar un peritaje y que no se esperaba que volviese antes de cuarenta y ocho horas.

Aldo estuvo un rato curioseando en medio de un admirable y rarísimo conjunto de muebles firmados por Henri-Charles Boulle y realzados por tres tapices flamencos en perfecto estado de conservación, procedente de un palacio borgoñón. Ver cosas hermosas era para él la mejor manera de animarse y olvidar las preocupaciones. Sin embargo, cuando hubo acabado su paseo a través de otras maravillas, no se resistió al deseo de interrogar al señor Bailey.

—He oído decir que han vendido recientemente a sir Eric Ferrals uno de sus sillones Luis XIV de plata y me ha sorprendido, dado el celo con el que Vauxbrun vela por esas piezas extraordinarias.

—No sé quién ha podido decirle algo semejante, príncipe. El señor Vauxbrun todavía no se ha resignado a partirse el corazón, y si llegara a hacerlo desde luego no sería en beneficio del barón Ferrals. A este señor sólo le interesan objetos de la Antigüedad. El último que le vendimos es una estatuilla de oro sacada hace unos siglos de un templo de Atenea.

—Me habrán informado mal o yo habré entendido mal —dijo Morosini sin darle importancia al asunto—. Confieso que no lo conozco como coleccionista, quizá porque nunca he tenido tratos con él.

El señor Bailey se permitió de nuevo sonreír.

—Dada su especialidad sería bastante sorprendente que los hubiera tenido. No le interesan en absoluto ni las piedras preciosas ni las joyas, a no ser que se trate de piedras grabadas en hueco o de camafeos griegos o romanos.

—¿Está seguro?

El hombre levantó una mano blanca y cuidada, que adornaba un sello con un escudo de armas.

—Lo sostengo categóricamente: ni sir Eric ni ninguno de sus representantes ha pujado nunca por una joya, aunque fuera famosa, en ninguna venta. Usted debería saberlo tan bien como yo —añadió en un tono de amable reproche.

—Es verdad —murmuró Morosini adoptando una actitud de ausente pesadumbre interpretada a la perfección—, pero hay momentos en que me falla la memoria. La edad, tal vez —añadió aquel viejo de treinta y nueve años.

Al salir de la tienda, como necesitaba reflexionar, decidió ir a tomar un chocolate a la terraza del Café de la Paix.

Lo que le había dicho Bailey le daba mucho que pensar. Únicamente un coleccionista empedernido podía aceptar el trato propuesto por Solmanski en relación con el zafiro: Ferrals sólo lo obtendría convirtiendo al mencionado Solmanski en su suegro. Ahora bien, pese a que las joyas no le atraían y a que era un soltero impenitente, había aceptado. En tal caso, ¿qué podía representar para él el zafiro visigodo para atribuirle tanto valor? Fuera cual fuese el punto de vista desde el que Aldo abordaba el problema, no llegaba a encontrar una solución satisfactoria.

Se le ocurrió la idea de pedir una entrevista al vendedor de cañones a fin de hablar con él de hombre a hombre, pero antes tenía intención de echar un vistazo a la morada donde se trataban asuntos tan curiosos.

De modo que esa noche, después de cenar, cuando hubo llevado a tía Amélie a la jaula de cristal decorada con flores pintadas que contenía el pequeño ascensor hidráulico, lento y suave, encargado de transportar a la anciana hasta la puerta de su habitación, anunció a Cyprien su intención de salir a fumar un puro al jardín.

—No vale la pena dejar los salones iluminados —indicó—. Mantenga encendidas sólo las luces necesarias para que encuentre el camino hasta la escalera y vaya a acostarse. Yo las apagaré cuando vuelva.

—¿No teme el príncipe coger frío? La lluvia que ha caído a última hora de la tarde lo ha mojado todo copiosamente y unos zapatos de charol no son muy cómodos para una noche húmeda. Como tampoco lo es un esmoquin… La señora marquesa sugiere al príncipe que se ponga algo más… apropiado para este tipo de ambiente antes de ir a saborear un habano.

El rostro del viejo sirviente era un poema de inocente solicitud, pero Morosini no se dejó engañar y rompió a reír.

—Lo ha previsto todo, ¿verdad?

—La señora marquesa siempre lo prevé todo… y quiere infinitamente al príncipe.

—Entonces, ¿por qué no me ha dado esos buenos consejos cuando nos hemos deseado buenas noches?

Cyprien emitió un ligero resoplido acompañado de un gesto vago.

—Por la señorita Marie-Angéline, creo. La señora marquesa no quiere que ella esté al corriente de este irreprimible deseo de ir a fumar a un jardín empapado de agua. Hummm… Apostaría cualquier cosa a que la señorita Marie-Angéline va a recibir la petición de ir a leer esta noche a la señora marquesa. Quizá no Los miserables entero, pero al menos dos o tres tomos.

—Entendido —dijo Aldo, dando unas palmadas en la espalda al mayordomo—. Voy a cambiarme.

Sonreía al subir de cuatro en cuatro los peldaños de la gran escalera y, al pasar sigilosamente por delante de la puerta de la señora Sommières, le mandó un beso con la yema de los dedos. Era una anciana muy peculiar. ¡Tan perspicaz y maliciosa! Como sabía que detestaba acostarse pronto, le había sorprendido —y también se había sentido aliviado— al oírla expresar su intención de meterse en la cama temprano. Actuando así, tía Amélie le daba a entender que lo apoyaba en toda circunstancia y que podía hacer en su casa lo que se le antojara.

Un rato más tarde, después de haber cambiado su elegante traje por un jersey de marinero de lana negra y sus finos zapatos por otros más sólidos con suela de goma, salió al jardín sin ningún puro pero llevando en el bolsillo una pitillera llena de cigarrillos. Sólo Dios sabía cuánto tiempo iba a durar la guardia que se disponía a montar.

El jardín estaba tranquilo, pero en la casa contigua la recepción debía de estar en su apogeo. Debido a la humedad de la noche, las grandes cristaleras sólo estaban entreabiertas, lo que permitía pasar los sonidos sublimes de un piano que exhalaba la furia desesperada de una polonesa de Chopin, ejecutada por unas manos que debían de ser las de un gran intérprete. «Parece que hay concierto —pensó Morosini—. ¿Cómo es que Plan-Crépin no lo ha dicho?» Decidió ir á ver más de cerca.

Una simple verja recubierta de macizos separaba los parterres de las dos propiedades. Armándose de valor, Aldo penetró entre los rododendros para acceder al muro en el que estaba incrustada la verja. Al cabo de unos instantes aterrizó al otro lado, donde reinaban alheñas, aucubas y hortensias, un verdadero muro vegetal que unía el parterre a la construcción y a los amplios escalones que rodeaban toda la casa, cuyas luces interiores iluminaban a través de las ventanas el jardín.

Pese a la incomodidad, Aldo decidió avanzar entre los árboles. Estaba llegando a su meta cuando una especie de aerolito cayó del cielo junto a él, con un crujido de ramas, y no le golpeó la espalda por poco. Un aerolito de una especie rara, pues dijo «¡Ay!» antes de desgranar en voz baja un rosario de maldiciones.

—¡Un ladrón! —dijo Aldo, agarrando al personaje para levantarlo y dispuesto a tumbarlo de nuevo con un hábil directo si se mostraba agresivo, sin pensar que su situación era tan delicada como la del recién llegado, el cual empezaba a resistirse al pisar tierra firme.

—¿Un ladrón yo? ¡Entérese de a quién le está hablando, amigo! Soy uno de los invitados de su señor.

Al percatarse de que lo había tomado por un vigilante de la propiedad, Aldo decidió seguir el juego. El personaje era bastante simpático, incluso divertido: alto y delgado, con un traje de etiqueta que se había resentido no poco a causa del aterrizaje, tenía unos ojos azules de angelito bajo un enternecedor mechón rubio que le tapaba una ceja. Su cara redonda, coronada por una abundante cabellera rizada, no era la de un niño, sino la de un hombre de entre treinta y cinco y cuarenta años.

—Quisiera creerlo, señor —dijo Aldo—, pero los invitados están en los salones, no en los tejados.

—¿Qué iba a hacer yo en el tejado? —dijo el aerolito en un tono de virtuosa indignación—. Estaba en el balcón del primer piso fumando un cigarrillo y, no sé muy bien cómo, he perdido el equilibrio. A veces sufro mareos. El problema es que ahora no sé qué cara voy a poner cuando me reúna con los demás. Estoy empapado… Si es usted de la casa, ¿tendría la amabilidad de llevarme a un lugar seco para que pueda arreglar un poco mi aspecto?

—No antes de que me haya dicho qué hacía en el primer piso.

—No me gusta mucho la música y Chopin me aburre. Si hubiera sabido que esta recepción empezaba con un concierto, habría venido más tarde. Entonces, ¿qué? ¿Me lleva a donde pueda secarme?

—Podría hacerlo —dijo Aldo con una sonrisa burlona—. En cuanto tenga la bondad de decirme su nombre… para comprobar si figura en la lista de esta noche.

—Es usted muy desconfiado —masculló el hombre de los mareos—. ¿No preferiría una moneda de diez francos? Me gustaría que Ferrals continuara sin saber que uno de sus invitados se paseaba por su balcón.

—Lo uno no quita lo otro —dijo Aldo, que empezaba a divertirse—. Yo no diré nada, pero usted dígame quién es… para tranquilizar mi conciencia.

—¡Si se empeña! Me llamo Adalbert Vidal-Pellicorne, arqueólogo y hombre de letras. ¿Satisfecho?

Una súbita carcajada quedó ahogada en la garganta de Morosini.

—Más de lo que podría creer. Es un placer inesperado encontrarlo entre estos arbustos. Creía que estaba en Chantilly.

Los ojos de Vidal-Pellicorne se agrandaron para observar más atentamente a su interlocutor. Pensándolo bien, ese hombre tenía buena presencia.

—¿Cómo es que un vigilante sabe eso? —dijo—. ¿O… quizá no es usted vigilante?

—La verdad es que no, no lo soy.

—Entonces, ¿quién es usted y qué hace aquí? —preguntó el invitado en un tono mucho menos inocente, al tiempo que su mano derecha se dirigía hacia el bolsillo trasero del pantalón. Debía de ir armado, y Aldo consideró que había llegado el momento de tranquilizarlo.

—Soy el vecino de al lado.

—¡No me diga! El vecino de al lado, o más bien la vecina, es la anciana marquesa de Sommières. Usted es un poco joven para ser su marqués, además de que ella es viuda desde hace un siglo.

—En efecto, pero tengo la edad adecuada para ser su sobrino nieto… y un amigo de Simon Aronov. Venga por aquí. Estaremos mejor para hablar y para que se arregle, pero lleve cuidado no vaya a hacerse un desgarrón al saltar la verja.

Esta vez, el arqueólogo-hombre de letras se dejó conducir sin protestar y al cabo de un momento entró con su guía en el universo de tía Amélie, donde Aldo se puso enseguida a buscar a Cyprien, pues estaba convencido de que no iría a acostarse mientras él estuviese fuera. El viejo mayordomo observó al intruso sin excesiva sorpresa:

—Ya veo —dijo—. Si el príncipe quisiera prestarle una bata a… al señor, yo quizá podría reparar los daños sufridos por el traje del señor.

—¿El príncipe? ¡Demonios! —exclamó Vidal-Pellicorne—. Yo también me decía que usted no debía de ser lo que quería hacerme creer.

—Me llamo Aldo Morosini… y ahora mismo voy a buscar lo que necesita.

Cuando volvió, uno o dos minutos más tarde, el que ahora era su invitado fue en compañía de Cyprien a refugiarse entre las plantas para cambiarse. Después regresó y se sentó frente a él. Aldo había transportado y colocado entre ambos un mueble bar que contenía un excelente Napoleón I, del que sirvió dos generosas copas.

—Nada mejor para reponerse de una emoción —comentó—. ¿Y si ahora nos dijéramos la verdad?

—Sabiendo quién es, creo que conozco la suya, porque acabo de entender qué hacía en ese jardín: el zafiro estrellado que la prometida lleva en el cuello esta noche es el suyo, ¿verdad? El que Simon confiaba en convencerlo de que le vendiera. Lo que no he entendido es cómo una piedra propiedad de una gran dama francesa casada con un veneciano podía brillar en el cuello, encantador, eso sí, de una condesa polaca a punto de casarse en París con un hombre de nacionalidad incierta que ha recibido un título de nobleza británico.

—¿Cómo lo ha reconocido?

—Tengo una reproducción fiel diseñada por Simon; al igual que de las otras piedras que faltan. Cuando he saludado a la joven, lo he visto de cerca junto con un montón de interrogantes, entre ellos qué hacía allí.

—Eso es lo que a mí me gustaría saber. Desapareció de mi casa pronto hará cinco años, y para robarlo asesinaron a mi madre, pero he preferido guardar el secreto. Por eso el señor Aronov… y usted mismo pensaban que seguía estando en mis manos, cuando en realidad se encontraba en Varsovia.

Morosini contó su entrevista con el Cojo, su breve estancia en Polonia y su viaje de vuelta.

—Si he ido esta mañana a su casa —concluyó—, ha sido por recomendación expresa del señor Aronov. Él esperaba que pudiera ayudarme a encontrar el zafiro y también…

—Que pudiéramos colaborar en el asunto del pectoral. Ya hacía tiempo que pensaba en revelarle el secreto y en reunirnos para que conjugáramos nuestros talentos. Yo estoy totalmente dispuesto a hacerlo —dijo el arqueólogo—. Nuestro encuentro húmedo en las inmediaciones de una casa que no nos pertenece ni a uno ni a otro me ha convencido de que es usted un hombre decidido. Por cierto, ¿qué pensaba hacer cuando le he caído encima? Supongo que no sería presentarse para recuperar su bien bajo la amenaza de un revólver, por ejemplo.

—No, nada tan estrepitoso. Solamente quería echar un vistazo a la recepción y observar a la gente. Además, no tengo arma.

—Una grave carencia cuando uno se embarca en una aventura como esta. Es posible que en algún momento necesite una.

—Ya veremos. Pero, ahora que lo sabe todo de mí, ¿qué tal si me revelara su verdad? ¿Qué hacía exactamente en el balcón de un…?

—¿De un reputado traficante de armas? Intentaba descubrir ciertas precisiones relativas a una nueva serie de granadas ofensivas y el concierto me pareció el momento ideal para llevar a cabo esa exploración. Me interrumpieron y, como la única salida eran los balcones, retrocedí hasta allí y al pasar de uno a otro fue cuando di un mal paso. Confieso que soy de una lamentable torpeza con los pies —suspiró Vidal-Pellicorne, cuyo rostro alcanzó en ese instante una especie de perfección angelical.

Aldo arqueó una ceja con gesto irónico.

—¿Esa forma de entender la arqueología no se acerca más a la actividad de un agente secreto o incluso a la de… un ladrón?

—¿Y por qué no? Yo soy todo eso —contestó Adalbert con sentido del humor—. La arqueología puede llevar a cualquier cosa, incluso al robo especializado. Por mi parte, considero no ser más culpable intentando que mi país cuente con un arma interesante que el difunto lord Elgin cortando los frisos del Partenón para decorar con ellos el Museo Británico. Ah, aquí está mi traje.

Cyprien llegó con la ropa cepillada y planchada. Vidal-Pellicorne desapareció entre las plantas mientras su anfitrión meditaba sobre el valor de ese último sofisma…, aunque, después de todo, quizá no lo fuera. Al cabo de un momento, recuperado su esplendor original y casi bien peinado, el curioso personaje estrechó efusivamente la mano de Morosini.

—Gracias de todo corazón, príncipe, me ha sacado de un apuro. Espero que en el futuro hagamos un buen trabajo juntos. ¿Quiere que hablemos tranquilamente de ello mañana mientras comemos en mi casa? Mi sirviente es un cocinero bastante bueno y tengo una bodega interesante.

—Con mucho gusto… Pero creo que va a mojarse otra vez atravesando los arbustos.

—Sí, será mejor que entre por la puerta principal. El concierto no ha terminado, si no me engañan mis oídos. ¿Lo espero a las doce y media?

—De acuerdo. Lo acompaño.

En el momento de cruzar la puerta de salida, Vidal-Pellicorne volvió a tender la mano a su nuevo aliado.

—Otra cosa. Por si no se ha fijado, tengo un nombre fatigoso de pronunciar, de modo que mis amigos me llaman Adal.

—Los míos me llaman Aldo. Tiene gracia, ¿no?

El arqueólogo se echó a reír apartando con ademán impaciente el inocente bucle rubio que se empeñaba en caerle sobre el ojo.

—Un nombre perfecto para una pareja de acróbatas. Estábamos hechos para conocernos.

Morosini, con las manos en los bolsillos, lo miró alejarse a la luz blanca de una farola y llegar a la majestuosa entrada de la mansión Ferrals, donde montaban guardia dos agentes de policía, prueba evidente de la consideración en que la República del presidente Millerand tenía al vendedor de cañones.

Al entrar en el vestíbulo, Aldo encontró la mirada interrogativa de Cyprien, que llevaba las copas a la cocina, y sonrió.

—Tranquilo, por esta noche hemos terminado. Creo que voy a ir a acostarme, y usted se ha ganado hacer lo mismo. Que duerma bien, Cyprien.

—Le deseo lo mismo al príncipe.

¿Dormir? Aldo hubiera querido, pero no tenía ningunas ganas. Apagó la luz de su habitación, encendió un cigarrillo y salió al balcón. La necesidad de seguir oyendo los ruidos de la casa vecina lo empujaba afuera. El concierto debía de haber terminado. Tan sólo el rumor de las conversaciones, salpicadas de risas, llegaba hasta él, y envidió a su nuevo amigo porque iba a ver a Anielka, a hablar con Anielka, a cenar con Anielka… Se reprochó no haber hecho ninguna pregunta sobre la prometida. Sólo sabía de ella, en lo concerniente a esa noche, dos cosas: estaba encantadora —aunque eso no era una novedad— y llevaba el zafiro; pero ignoraba lo más importante: cómo iba vestida, peinada, y sobre todo si sonreía al hombre con el que la obligaban a casarse.

Ante él se extendía el parque abandonado por los niños y devuelto a su magia de obra de arte. La luna, medio tapada por una nube, bañaba en una luz tenue el césped y las arboledas, las estatuas de músicos y de escritores que parecían monumentos funerarios. Pero los globos de luz opalescente, que velaban sobre las espléndidas verjas negras y doradas forjadas por Gabriel Davioud, abiertas siempre hasta muy tarde, sólo iluminaban ya el baile misterioso de las sombras, un baile al que el insomne solitario le hubiera gustado llevar a un hada rubia, cuyo flexible talle doblaría sobre su brazo al ritmo solemne de un vals lento.

El cigarrillo, olvidado, se vengó quemándole los dedos. Lo tiró para encender otro cuando, de pronto, un escalofrío le recorrió la espalda y empezó a estornudar. Trasladado bruscamente de las brumas de su sueño a la más deprimente realidad se puso a reír solo, de sí mismo. Desear a una criatura de diecinueve años y pillar tontamente un resfriado yendo a mojarse los pies bajo sus ventanas en un jardín mojado era el colmo del ridículo.

Entró en el dormitorio, cerró la puerta del balcón y se tumbó en la cama completamente vestido. Para su sorpresa, se durmió casi en el acto.


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