8 Una boda diferente

Dos días antes de la boda de sir Eric Ferrals con la encantadora condesa polaca de la que todo París hablaba, era imposible encontrar una habitación libre en los hoteles y las ventas situados entre Blois y Beaugency. Además de los invitados, demasiado numerosos para que fuera posible alojarlos en el castillo, estaba la prensa, nacional y local, ávida de imágenes y de cotilleos, por no hablar de la policía y de los curiosos, atraídos por una manifestación mundana que prometía ser fastuosa.

Aldo y Adalbert no tenían ese problema: estaban en primera línea desde la tarde del día 15. El primero fue albergado en una encantadora casa solariega de estilo renacimiento cerca de Mer por una antigua compañera de convento de tía Amélie y se trasladó al castillo en el «coche de petróleo» de la marquesa. El segundo, doblemente invitado por Ferrals y el joven Solmanski, efectuó en el castillo, donde iba a dormir, una ruidosa entrada montado en su pequeño Amilcar rojo. Gracias a ese bólido, que podía circular a ciento cinco kilómetros por hora pero cuyos frenos sólo accionaban las ruedas traseras, nadie permaneció ajeno a su llegada en todo el pueblo y poblaciones vecinas.

Quedaba un tercer personaje, al que el arqueólogo concedía una importancia capital porque debía encontrarse con Anielka y ponerla a buen recaudo durante el tiempo necesario para que no la encontraran. Este llevaba allí cinco días y se dedicaba a pescar lucios en la otra orilla del Loira en espera de interpretar su papel. Se llamaba Romuald Dupuy y era el hermano gemelo de Théobald, el fiel sirviente de Adalbert.

Un hermano tan gemelo que ni siquiera Vidal-Pellicorne acertaba a distinguirlos. Ambos profesaban por el arqueólogo la misma devoción desde que, durante la guerra, este había salvado la vida a Théobald arriesgando la suya. Para los gemelos era como si los hubiese salvado a los dos.

Desde hacía cinco días Romuald, que había llegado en motocicleta haciéndose pasar por periodista, se las había arreglado para alquilar a precio de oro una casita y una barca perteneciente a un pescador de la zona. Como una y otra se hallaban situadas casi enfrente del castillo, el emplazamiento le pareció ideal, y desde entonces mataba el tiempo sumergiendo el sedal y la plomada en el agua.

Desde su barca, protegida por sauces plateados, podía observar —a simple vista o con ayuda de unos gemelos— la larga construcción blanca de la que, en otros tiempos, los galanteadores de una amante real decían que era el palacio de Armida transportado por las nubes hasta la orilla del Loira.

Rodeado de un parque inmenso y dispuesto como una ofrenda a los dioses sobre admirables jardines divididos en terrazas que descendían hasta el río por dos rampas majestuosas, el castillo, cuyas tonalidades cambiaban con el cielo, era de una belleza casi irreal. Bajo la rápida carrera de las nubes, siempre parecía a punto de echar a volar. Era un espectáculo cautivador por sus incesantes cambios.

Sin embargo, cuando, la mañana del día de la boda, Romuald se asomó a la ventana de su casa, creyó que estaba soñando: frente a él todo estaba blanco, como si hubiera nevado durante esa noche de mayo. Los jardines escalonados rebosaban de flores inmaculadas y, sobre las alfombras de césped, grandes pavos reales todavía más blancos se paseaban majestuosamente. Era delirante y sublime a la vez, y el observador invisible lo admiró con ojos de experto. Semejante milagro debía de haber exigido un ejército de jardineros trabajando a la velocidad del viento, pues el castillo había permanecido iluminado hasta tarde con motivo de la recepción que había seguido a la boda civil. Lo que no había dejado mucho tiempo a los magos del plantador y el rastrillo antes de que se hiciera de día. Y Romuald, repentinamente pensativo, se dijo que debía de ser muy bella la mujer por la que un hombre, sin duda perdidamente enamorado, desplegaba tantas maravillas.

El ceremonial establecido por sir Eric era sorprendente: la boda religiosa se celebraría durante la puesta de sol en una capilla improvisada, un edificio construido para la ocasión al final de la larga terraza, delante de un pequeño templo dedicado al culto de la Antigüedad, y decorado con grandes rosales trepadores, hiedra, mirtos, azucenas y lilas blancas. A continuación habría una cena en el castillo, seguida de unos deslumbrantes fuegos artificiales, tras lo cual, escoltada por porteadores de antorchas y músicos tocando la trompa, la pareja iría en una calesa adornada con flores, digna de la Bella Durmiente del Bosque, al lugar secreto donde se consumaría el misterio nupcial.

—Esperemos que haga bueno —había comentado Morosini cuando Vidal-Pellicorne le había detallado el programa, que lo irritaba prodigiosamente—. Si llueve, todo ese gran despliegue será ridículo. Suponiendo que no lo sea ya.

—Dios no se atrevería a hacerle eso al gran sir Eric Ferrals —había contestado Adalbert con una sonrisa de fauno—. De todas formas, ese ajetreo nos será muy útil: bastará con que nuestra joven novia aproveche un cambio de vestido para confundirse entre la multitud de invitados. Después no tendrá más que bajar hasta la orilla del río, donde Romuald la esperará con su barca para transportarla al otro lado.

—No me gusta mucho la idea de hacerle cruzar el Loira en plena noche. Es un río bastante peligroso.

—Confíe en Romuald. Es un hombre que siempre estudia el terreno, ya se trate de plantar lechugas o de atravesar un campo de minas.

Pese a esas garantías, el corazón de Aldo latía a un ritmo inusitado cuando detuvo el coche en el patio principal y, después de haberse quitado el guardapolvo y la gorra, lo dejó en manos de uno de los sirvientes encargados de aparcar los automóviles en la explanada contigua a las verjas.

El ornamento central de ese patio contiguo a las verjas, por lo demás bonito y armonioso, hizo sonreír a Morosini y lo ayudó a relajarse. Era una gran estatua de mármol que representaba al emperador Augusto. No cabía duda, estaba en casa de Ferrals.

—Esta estatua y los numerosos bustos de césares y otras divinidades diseminados por los jardines fue lo que decidió a nuestro inglés internacional a comprar este castillo —dijo detrás de Aldo la voz cansina de Vidal-Pellicorne, que estaba fumando un cigarrillo en la escalinata—. Al principio le parecía un poco modesto y hubiera preferido Chambord.

El veneciano se volvió con expresión divertida.

—¿Nos conocemos?

—¿Acaso ha olvidado, príncipe, aquella agradable velada que pasamos en Cubat? —pregonó el arqueólogo, que añadió en voz más baja—: Yo creo que ahora podemos declararnos conocidos. Eso simplificará las cosas. Además, nada nos impide simpatizar.

Acompañado del conde Solmanski, sir Eric recibía a sus invitados en uno de los salones cuyos grandes espejos habían reflejado los satenes nacarados y la gracia exquisita de madame de Pompadour. Mientras que el saludo del polaco se redujo a una breve inclinación del busto y un vago estiramiento de labios, el novio tendió a Morosini una mano ancha y franca que este no estrechó sin una ligera vacilación, súbitamente incómodo ante ese recibimiento inesperado.

—Me alegra ver que se ha repuesto —dijo Ferrals— y me alegra todavía más darle las gracias: su bronce es uno de los regalos más bonitos que me han hecho. Me ha gustado tanto que lo he puesto en mi mesa de trabajo, así que no lo verá entre los presentes expuestos en la biblioteca.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Adalbert mientras se perdía con Aldo entre los invitados—. Ha sido un recibimiento inolvidable. ¡Ese hombre lo adora!

—Empiezo a temer que así es y no le oculto que me incomoda.

—Si le hubiera regalado unas pinzas para el azúcar, no se habría emocionado tanto. Pero, dicho esto, pongamos las cosas en su sitio: usted se dispone a quitarle su mujer, de acuerdo, pero él tiene una joya que es suya y usted sabe que mataron a su madre para que él pudiera conseguirla. Así que déjese de escrúpulos.

—¿Qué quiere que haga? Cada uno es como es —suspiró Morosini—. Pero, cambiando de tema, ¿cómo es que no veo a su amigo Sigismond? Debería estar pictórico de entusiasmo en este día glorioso que restablece sus finanzas presentes y futuras.

—Está durmiendo la mona —dijo Adalbert—. Anoche tuvimos una de esas cenas que dejan huella en la vida de un hombre. El apuesto joven ingirió la ración de un rey solamente en Château-Yquem, Romanée-Conti y champán, así que tardaremos en verlo aparecer.

—Ésa sí que es una buena noticia. ¿Qué se supone que tenemos que hacer ahora?

—La ceremonia no empieza hasta dentro de una hora. Podemos escoger entre refrescarnos en uno de los bufés o ir a admirar los regalos de boda. Si me lo permite, yo me inclinaría más por la segunda opción. Seguro que la exposición le gusta.

Los dos hombres siguieron al río de invitados que se dirigía hacia ese lado, aunque con intenciones diferentes: unos querían ver si su regalo ocupaba un buen sitio y comparar; otros —la mayoría— iban por curiosidad, para ver lo que los periódicos ya anunciaban como un auténtico tesoro.

Los presentes se encontraban reunidos en una vasta sala prácticamente desnuda que tiempo atrás había sido una biblioteca. Era una estancia sin ventanas, iluminada por un techo acristalado y cuya única puerta, custodiada por dos policías de paisano, daba al gran vestíbulo.

La presencia de dos ministros en ejercicio, de varios embajadores, de dos príncipes reinantes, uno en un principado europeo y el otro en un lugar del Rajputana, justificaba por sí sola la vigilancia oficial, aunque tal vez menos que la acumulación de riquezas en la antigua biblioteca. Al entrar, Morosini creyó por un momento que se encontraba en la cueva de Alí Baba. Largas mesas cargadas de vajilla de plata o esmaltada, de cristalería, de grabados raros, de jarrones antiguos y de una infinidad de objetos preciosos enmarcaban otra, redonda y cubierta de terciopelo negro, donde estaban expuestas magníficas joyas sobre las que convergía la luz de varios focos potentes. Había de todos los colores, joyas antiguas y aderezos modernos, pero, a pesar de la atracción que ejercían sobre él las piedras preciosas, Morosini sólo vio una, la que, colocada en la cima de una pirámide, parecía reinar sobre las demás: el gran zafiro estrellado que no había contemplado desde hacía muchos años. Y que no pintaba nada en aquel escaparate puesto que era la dote de Anielka y no un regalo.

Esa gema maravillosa por la que se habían cometido crímenes estaba allí como un desafío, como una venganza. Y de repente, los remordimientos que Morosini sentía desde el apretón de mano de sir Eric desaparecieron. El zafiro visigodo estaba expuesto para provocarlo y no había que buscar más lejos la explicación de una invitación en definitiva insólita.

Un arrebato de cólera invadió súbitamente a Morosini, junto con el violento deseo de derribar ese pretencioso escaparate para llevarse lo que había sido un tesoro familiar y que tenían la osadía de exhibir ante sus ojos.

Adalbert se percató de lo que le sucedía a su amigo y lo asió del brazo susurrando:

—No nos quedemos aquí. Le daría una satisfacción demasiado grande si lo sorprendiera contemplando lo que le ha robado.

—Y que ya no tengo muchas esperanzas de quitarle. Aquí, a la vista de todo el mundo y bajo la vigilancia de policías sin duda armados, está mejor protegido que en una caja fuerte. Pobre amigo mío, no tiene usted ninguna posibilidad ni siquiera de acercarse a él.

—¡Hombre de poca fe! Tengo un plan del que lo pondré al corriente cuando llegue el momento. Así que no piense más en ello, sonría y venga a tomar una copa. Algo me dice que la necesita.

—Empieza a conocerme casi demasiado bien… ¡Señor! ¡Sólo faltaba ella!

Esta última exclamación la había provocado la pareja que estaba entrando en la sala y a cuyo paso se alzaba un murmullo halagador. Se trataba del conde Solmanski llevando del brazo a una mujer deslumbrante a la que Morosini acababa de reconocer con consternación: Dianora en persona. Y lo peor era que iba directamente hacia él y que le resultaba imposible escapar.

Envuelta en muselina azul, aureolada por una capelina transparente a juego, una catarata de perlas deslizándose desde su cuello y rodeando sus delgados brazos, respondía con gracia a los saludos que le dirigían sin perder de vista a la persona a la que había decidido que quería acercarse. Aldo oyó a Adal silbar quedamente y luego exclamar entre dientes:

—¡Cielos, qué belleza!

—Alégrese. Va a tener el honor de serle presentado.

Un momento después era cosa hecha y la joven envolvía a los dos hombres en su radiante sonrisa.

—Encantada de conocerlo, señor —le dijo a Pellicorne—, pero comprenderá que esté más encantada todavía de ver a un amigo de juventud.

—No es mi caso —repuso el arqueólogo—, porque es un amigo de esta mañana.

—Es usted encantador. La verdad, Aldo, es que cuando el conde Solmanski me ha dicho que estaba aquí no daba crédito a mis oídos. No tenía ni idea de que se encontraba en Francia.

—Yo podría decirle lo mismo. Creía que estaba usted en Viena.

—Lo estaba, pero ninguna mujer puede dejar de venir a París en primavera, aunque sólo sea por los modistas. De todas formas, aunque hubiera estado en la otra punta del mundo, habría venido para asistir al enlace de dos amigos.

El sonido grave y musical de una campana interrumpió esta conversación. El conde Solmanski se inclinó ante Dianora.

—Le pido disculpas, querida, pero ha llegado el momento de que conduzca a la novia al altar.

Como un mar que se retira, la riada de invitados retrocedió hacia las cristaleras para salir a la terraza y su asombrosa capilla de flores, que convergían hacia un coro tapizado de orquídeas en medio de las cuales ardía un centenar de velas. La visión era mágica.

La señora Kledermann se apoderó con autoridad del brazo de Morosini.

—Querido, vas a ser el compañero ideal para soportar el aburrimiento de una ceremonia nupcial. En mi opinión, es todavía más pesado que un entierro, donde al menos puedes distraerte evaluando el grado de hipocresía de las lágrimas de la familia.

Con gesto firme, Aldo apartó la mano enguantada apoyada sobre su brazo.

—No me permitiría usurpar el puesto de tu marido. ¿O acaso debo deducir que en esta ocasión también estás sola?

—Mientras podamos vernos, nunca estaré sola —susurró ella con esa voz cálida e íntima que antes lo turbaba pero que ahora no le producía ningún efecto.

—Eso no es una respuesta. Si no supiera lo que representa en el mundo financiero europeo, me preguntaría si existe realmente, ¡Ese hombre es la Arlesiana!

—¡No digas tonterías! —repuso Dianora en tono disgustado—. ¡Pues claro que existe! Créeme, Moritz está bien vivo y muy aferrado a una existencia de la que sabe sacar el mejor partido. Lo que ocurre es que para él el mejor partido no reside en este tipo de manifestaciones. Estas me las deja a mí encantado.

—¿Y a ti te gustan?

—No siempre, sólo algunas veces. Como hoy, por ejemplo: el romance de Ferrals me fascina. Esa máquina de hacer dinero dominada por la pasión tiene algo mágico… Bueno, ¿vamos o prefieres quedarte plantado en este salón hasta el día del juicio final?

En esta ocasión Aldo no tuvo más remedio que ofrecer su brazo si no quería ser grosero. Su compañera y él se sumaron a los invitados que estaban repartiéndose a ambos lados de una larga alfombra verde sobre la cual, al cabo de un instante, dos muchachas arrojarían pétalos de rosa. Una orquesta invisible tocó una marcha solemne: el cortejo de la novia se acercaba. Compuesto de niñas con vestidos de organdí que tendían entre ellas largas cintas de satén blanco, símbolos de pureza, anudadas a ramilletes redondos, era encantador, pero Aldo sólo vio a Anielka.

Cautivadora y pálida, fluida como un chorro de agua dentro de su largo vestido blanco centelleante de cuentas de cristal, con una pequeña y adorable corona de diamantes sobre su cabellera rubia, avanzaba del brazo de su padre con los ojos clavados en la punta de sus zapatos de satén blanco. Su aire triste y ausente hizo que a Aldo se le encogiera el corazón. Le costó mucho luchar contra el deseo de abalanzarse entre las niñas para llevarse a la mujer que amaba lejos de aquellos indiferentes que habían ido a disfrutar del espectáculo de una virgen de diecinueve años entregada a cambio de dinero contante y sonante a un coetáneo de su padre.

Fue todavía peor cuando pasó por delante de él y Aldo la vio alzar sus dulces párpados. Los enormes ojos de oro cargados de auténtica angustia se detuvieron un instante sobre los suyos antes de desviarse, con un destello de cólera, hacia su excesivamente bella compañía. Después volvieron a bajar la mirada. La larga cola brillante sobre la que espumeaba el denso vapor del velo de tul se alargó interminablemente hasta el reclinatorio de terciopelo verde junto al que esperaba el novio.

Tal como Ferrals había dispuesto, el sol poniente incendiaba el río real mientras comenzaba a celebrarse la solemne liturgia de la boda, cada palabra de la cual intensificaba la desazón de Morosini. «Deberíamos habernos llevado a Anielka anoche —pensó con rabia—. La boda civil no tenía importancia, pero la bendición de ahora…»

Sabía que lo que podía pasar poco después, en el corazón de la dulce noche de mayo, lo volvería loco. Se sentía como Otelo imaginando, con un realismo típicamente masculino, a Ferrals desnudando a Anielka y poseyéndola. La imagen apareció con tanta claridad en su mente que trató de apartarla.

—¡No! —masculló—. ¡Eso no!

Él codo de la señora Kledermann se clavó de pronto en sus costillas mientras la dama miraba con estupor e inquietud el semblante crispado de su compañero.

—¿Se puede saber qué te pasa? —susurró—. ¿Te encuentras mal?

Aldo se estremeció y se pasó una mano poco firme por la frente, repentinamente húmeda, pero se obligó a sonreír.

—Perdón. Estaba pensando en otra cosa.

—Creía que ibas a levantarte para poner un impedimento a la boda. Parecías un perro al que acaban de quitarle su hueso.

—¡Qué estupidez! —dijo él, prescindiendo de toda cortesía superflua—. Mi pensamiento estaba a cien leguas de aquí.

—Mucho mejor. En tal caso, no vale la pena que te enfades. Hemos llegado al meollo de la cuestión.

En efecto, el momento del «sí» había llegado. Allá, al fondo de la caracola de pétalos y de llamas, el sacerdote avanzó hacia los novios y sus manos extendidas los acercaron. Se hizo el silencio; todo el mundo estaba atento para captar los matices del juramento mutuo. El de sir. Eric, firmemente pronunciado, sonó como una campana de bronce. En lo que se refiere a Anielka, se la oyó balbucir unas palabras en una lengua incomprensible —sin duda polaco— y a continuación se desmayó con gracia mientras el oficiante pronunciaba confiadamente las palabras sacramentales.

La hermosa ceremonia se estaba yendo al traste. En medio de un concierto de exclamaciones que hizo callar al órgano y los violines, Ferrals se había precipitado hacia su joven esposa para sujetarla al tiempo que llamaba a voz en grito a un médico. Un miembro del Instituto que lucía en el chaqué el distintivo de la Legión de Honor fue a prestar su ayuda, acompañado de una dama engalanada con encajes malva que chillaba gesticulando. Unos minutos más tarde, un robusto lacayo se llevaba a la joven al castillo, seguido del esposo, del médico, de la mujer del médico y del conde Solmanski.

—¡No se muevan! —ordenó sir Eric a sus invitados—. Enseguida volveremos. No es más que un ligero mareo.

En medio de la consternación general, Dianora se permitió una risita insolente.

—¡Qué divertido! —dijo, haciendo como si aplaudiera—. Esto sí que se sale de lo normal. Me recuerda una velada en la Scala de Milán en que la diva fue víctima del primer mareo del embarazo en el escenario. Por suerte, pudo volver y continuar la interpretación. Tenía mal color, pero, como cantaba La Traviata, le quedaba tan bien que tuvo un éxito arrollador. Apuesto a que nuestra novia también lo tendrá.

—¿No te da vergüenza? —gruñó Morosini, furioso—. Esa pobre chica está enferma y a ti te divierte. Me entran ganas de ir a ver…

La mano de la joven asió su brazo y lo apretó con una fuerza sorprendente.

—¡Estate quieto! —susurró entre dientes—. Nadie entendería tu solicitud, y el marido menos aún. No sabía que eras tan sensible al encanto juvenil, querido.

—Yo soy sensible a todo el sufrimiento.

—Aquí hay bastante gente para ocuparse de este. Además, voy a ir yo a informarme.

—¿Con qué derecho?

—Uno: soy una mujer. Dos: soy una amiga de la familia. Y tres: tengo una habitación en el castillo y resulta que no llevo encima pañuelo para llorar contigo. Espérame aquí.

Recogiendo con una mano la muselina azul y quitándose con la otra la capelina, la joven abandonó su sitio y se dirigió al castillo. Vidal-Pellicorne aprovechó la circunstancia para reunirse con su amigo. Él, que estaba siempre seguro de sí mismo, parecía preocupado.



—No entiendo nada —dijo sin pensar en bajar la voz, pues a su alrededor todo el mundo hablaba animadamente—. Ese desvanecimiento no estaba previsto en el programa. Por lo menos en este momento.

—¿Había decidido que sufriría una indisposición?

—Sí, durante la cena. Debía encontrarse mal y decir que se iba a descansar hasta la hora de la partida. Ferrals no podría quedarse con ella; tiene invitados demasiado importantes y debe atenderlos. Durante los fuegos artificiales, Anielka, ayudada por Wanda, que nos apoya, debía vestirse como una doncella y, evitando la terraza, bajar hasta el río, donde la esperaría Romuald. Me pregunto qué ha podido pasar. ¿Me entendería mal?

—¿Y si estuviera realmente enferma? Cuando ha llegado para la ceremonia, estaba pálida y triste.

—Quizá tenga razón. Hay algo que no encaja. Hasta ahora, experimentaba una alegría infantil al pensar en la aventura de esta noche. Además, empiezo a creer que lo ama.

—Es la única noticia buena del día. ¿Qué piensa hacer ahora?

—Nada. Nos han pedido que esperemos. Pues esperaremos. Entre tanto pensaré en la continuación de las operaciones. Verá, yo contaba con el intermedio de la cena para ocuparme de la mesa de las joyas y tengo que idear otra cosa.

Mientras Vidal-Pellicorne se abismaba en sus pensamientos, Aldo se esforzaba en mantener la calma, aunque no le resultaba fácil, pues la paciencia no era su virtud dominante. Intuía una catástrofe y la atmósfera de la capilla artificial no contribuía a apaciguarlo. Se percibía cierto malestar, como si aquellas personas fueran náufragos abandonados en una isla desierta. La música ya no sonaba; el sacerdote había desaparecido y las damas de honor, sentadas en los peldaños del altar o incluso sobre la alfombra, jugaban con las flores y las cintas. Algunas empezaban a llorar, mientras que los asistentes que se conocían se interrogaban con la mirada: ¿debían quedarse?, ¿debían irse? La espera se eternizaba y, poco a poco, la paciencia cedió el paso a cierta agitación, sobre todo por parte de las personalidades oficiales, ministros y embajadores. Se oían fragmentos de frases: «¡Es inconcebible!… Un desvanecimiento no dura tanto… Por lo menos podrían preocuparse por nosotros… Yo jamás había visto nada parecido, ¿y usted?…»

Aldo sacó su reloj.

—Si dentro de cinco minutos no ha venido nadie a darnos una explicación, voy a informarme.

No había terminado de hablar cuando el conde Solmanski, tan frío y solemne como siempre pero visiblemente contrariado, entró en la capilla. Se dirigió al altar, ocupó el lugar del oficiante y, después de disculparse en nombre de sir Eric y en el suyo propio, tranquilizó a los invitados sobre el estado de salud de su hija.

—Se encuentra mejor, pero está demasiado cansada para asistir a la misa, que debía ser cantada. Se trata de un detalle sin importancia, puesto que el matrimonio ya se ha celebrado. El intercambio de los anillos se hará más tarde en la intimidad, pero la fiesta tendrá lugar tal como nuestro anfitrión había previsto. Si tienen la bondad de acompañarme al castillo, todos necesitamos recuperar la atmósfera alegre que reinaba hace un rato.

El conde fue a ofrecer su brazo a una dama sentada en la primera fila. Era una inglesa de edad avanzada pero de gran porte, la duquesa de Danvers, íntima y vieja amiga de Ferrals. Tras ellos, con un entusiasmo en el que había una gran dosis de alivio, los invitados salieron comentando el suceso. Algunos se preguntaban si una boda tan chapucera era válida, ya que nadie había entendido lo que decía Anielka antes de perder el conocimiento. Aldo compartía esa opinión.

—¿De dónde se ha sacado Solmanski que su hija ya está casada? Aun suponiendo que el sacerdote haya entendido lo que Anielka ha dicho antes de desmayarse, el ritual no ha llegado hasta el final. En Venecia no sería válido.

—Yo no soy experto en la materia, pero a Ferrals eso le tiene sin cuidado —dijo Adalbert—. Él es protestante.

—¿Y qué?

—Amigo mío, sir Eric ha montado este decorado teatral y accedido a esta ceremonia sólo para complacer a su prometida, que exigía que la casaran según el rito católico, pero para él lo único que cuenta es la discreta bendición que un pastor les dio anoche después de la boda civil y antes de la cena.

—¿Cómo lo sabe? ¿Acaso estaba usted presente?

—No. Me lo contó Sigismond antes de ahogarse en las viejas botellas de su cuñado.

—¿Y me lo dice ahora?

—Ya estaba bastante nervioso sin saberlo. Además, como después iba a haber una bendición católica, ese episodio no tenía tanto interés. Sin embargo, después de lo que acabamos de presenciar, las cosas se presentan de un modo diferente… y quizás explican un desmayo tan inesperado.

Morosini se detuvo en medio del paseo y obligó a su amigo a hacer lo mismo asiéndolo del brazo. Había recordado de pronto la expresión de sufrimiento de Anielka mientras se dirigía al altar.

—Dígame la verdad, Adal. ¿Eso es todo lo que el joven Solmanski le contó?

—¡Pues claro que es todo! Además, después de la cena era absolutamente incapaz de articular dos palabras con sentido. ¿Qué está imaginando?

—¿Por qué no lo peor? Pese al fasto de que se rodea y al título de barón que le concedió el rey Jorge V, Ferrals es un advenedizo, un patán capaz de todo…, incluso de haber ejercido anoche sus derechos de esposo. ¡Como se haya atrevido a hacer eso…!

Presa de una cólera tan súbita como una tromba de agua bajo los trópicos, se volvió hacia el castillo, ahora iluminado, como si fuera a abalanzarse para tomarlo por asalto. Vidal-Pellicorne sintió miedo de la violencia que percibía bajo la apariencia despreocupada y refinada de ese gran señor italiano.

—No siga por ahí —dijo, asiéndolo por los hombros—. Es inconcebible, ¿no se da cuenta? Piense en el padre. Jamás habría consentido que su hija fuese tratada de ese modo… Por favor, Aldo, cálmese. No es el momento de organizar un escándalo. Tenemos mejores cosas que hacer.

Aldo trató de sonreír.

—Tiene razón. Olvídelo, amigo. Ya va siendo hora de que este día acabe, porque estoy volviéndome loco.

—Aguantará hasta el final. Yo confío en usted. Además, se me ha ocurrido una idea.

No tuvo tiempo de decir más.

—¿Se puede saber qué hacen aquí? —dijo de pronto una voz alegre—. Todo el mundo ha entrado. ¿La gente se dispone a sentarse a la mesa y ustedes se quedan aquí charlando?

Fiel a su costumbre, Dianora Kledermann efectuó una de esas apariciones cuyo secreto parecía poseer. Se había cambiado de ropa, o más bien se había quitado buena parte de ella. Ahora llevaba un vestido de lamé plateado que la desnudaba suntuosamente y con ambigüedad, dejando al descubierto su espalda y sus hombros y cubriendo a duras penas sus magníficos pechos. Unos largos pendientes de diamantes y zafiros temblaban a ambos lados de su cuello, cuya armoniosa línea no era rota por ninguna joya. En cambio, sus antebrazos desaparecían bajo pulseras compuestas de las mismas piedras. Un solo anillo: un enorme solitario en la mano que sostenía un gran abanico de plumas de avestruz blancas. Estaba impresionante y la mirada de los dos hombres se lo dijo con claridad. Sin embargo, fue a Adalbert a quien ella dirigió una seductora sonrisa.

—¿Tiene la bondad de precedernos, señor Vidal-Pellicorne? Desearía decirle unas palabras en privado a nuestro amigo.

—¿Qué podría negarle, señora, a una sirena que se ha tomado la molestia de aprenderse mi apellido de memoria?

—¿Y bien? —dijo Morosini, a quien ese apartado no hacía ninguna gracia—. ¿De qué quieres hablarme?

—De esto.

En un segundo, sus brazos centelleantes rodearon el cuello de Aldo mientras su boca, a la vez fresca y perfumada, aspiraba la de él. Fue tan inesperado, y también tan refrescante —un auténtico bálsamo para sus nervios crispados— que este no reaccionó. Degustó el beso como hubiera saboreado una copa de champán. Tras lo cual, apartó a la joven.

—¿Eso es todo? —dijo en tono un tanto burlón.

—Por el momento, sí, pero más tarde tendrás mucho más. Mira a nuestro alrededor. Es un lugar de ensueño y hace una noche divina. Será nuestra cuando Ferrals se haya llevado a su palomita para enseñarle lo que es el amor.

Era lo último que había que decir.

—¿Es que sólo te interesa lo que pasa en una cama? —saltó Morosini—. No me imagino a ese zorro viejo como iniciador.

—Ah, saldrá del paso honorablemente. No es un maestro como tú, pero no carece de talento.

—No puedo creerlo. ¿Te has acostado con él? —preguntó Aldo, atónito.

—Mmm… sí. Justo antes de conocer a Moritz. Incluso por un momento pensé en casarme con él, pero decididamente los cañones no me gustan. Son demasiado ruidosos. Además, Eric no es un verdadero señor, mientras que mi esposo sí lo es.

—En tal caso, no sé por qué tienes tanto empeño en engañarlo. Entremos de una vez. Tengo hambre.

Y asiendo a Dianora por la muñeca, la llevó a paso de carga hasta el castillo.

—¡Caray, yo creía que me querías! —protestó ella.

—Yo también…, en los tiempos en que era joven e ingenuo.

Quizá sir Eric no era un verdadero señor, pero poseía una gran fortuna y sabía utilizarla. Durante la ceremonia, y pese al hecho de que se había visto acortada, su ejército de sirvientes había obrado otro milagro vegetal: había convertido la sucesión de salones —con excepción de uno— en una sala de banquetes en forma de jardín exótico, donde naranjos plantados en grandes tiestos de porcelana china se alineaban a lo largo de las paredes cubiertas de emparrados verdes, a los que se aferraba una infinidad de bejucos floridos que llegaban hasta las grandes arañas de cristal. Obeliscos tallados en hielo garantizaban la frescura de esa vegetación, en medio de la cual mesas redondas con manteles de encaje, vajilla lisa, cristalería preciosa y grandes candelabros de corladura en los que ardían largas velas esperaban a los invitados, que maîtres con librea verde guiaban hasta sus sitios. Todo ello para agradar a una joven esposa a la que entusiasmaban los jardines.

Con gran alivio, Morosini se vio separado de la señora Kledermann, que debía sentarse en la mesa presidencial con la duquesa de Danvers. Aldo fue conducido a otra, donde lo instalaron entre una tenebrosa condesa española de labio sombreado y una joven norteamericana que habría sido encantadora de no ser por la risa de caballo de la que hacía uso por cualquier motivo. En contrapartida, Vidal-Pellicorne estaba sentado a la misma mesa, lo que era una auténtica satisfacción; con él no tenía necesidad de buscar temas de conversación. El arqueólogo se disponía a regalar los oídos de su auditorio con una docta conferencia sobre el Egipto de los Amenofis y los Ramsés.

Aldo esperaba, pues, poder pensar en paz cuando notó que, aprovechando que le servían un plato de huevos revueltos con colas de gamba, le ponían algo en la mano: un papel cuidadosamente doblado.

Sin saber muy bien qué hacer para leerlo, se las arregló para atraer la mirada de Adal y mostrarle discretamente lo que tenía. El arqueólogo comenzó de inmediato a contar una especie de novela policíaca apasionante que giraba en torno a la reina Nitokris y que captó la atención de los demás comensales. Aldo pudo leer la nota desplegada dentro de la servilleta.

«Quiero hablar contigo. Wanda te esperará en lo alto de la escalera a las diez y media. A.»

Invadido por una oleada de alegría, examinó la situación. Levantarse de su sitio sin que se fijaran los comensales de la mesa presidencial no presentaba dificultades; le bastaría retroceder un poco para quedar oculto por un naranjo y por las ramas colgantes de una gigantesca enredadera. Además, no estaba lejos de una puerta, lo que era una suerte.

Llegado el momento, se aseguró con una mirada de que Ferrals, absorto en una conversación, no se ocupaba del resto de sus invitados, se disculpó ante sus vecinas, echó la silla hacia atrás y salió de la sala.

El vestíbulo no estaba vacío, ni muchísimo menos; el ballet de los camareros que venían de las cocinas proseguía sin precipitación y en silencio. En la sala de los regalos, cuya puerta permanecía abierta —habría sido incorrecto, e incluso ofensivo para los invitados, cerrarla antes de que se marcharan—, se oía charlar a los vigilantes. Uno de ellos, que estaba ante el umbral, interpretando mal las intenciones de Morosini, le señaló la escalera principal precisando amablemente:

—Es al otro lado, en el hueco…

Aldo le dio las gracias con un gesto de la mano mientras se dirigía al lugar indicado, entró, salió de nuevo, echó un vistazo a su alrededor y, considerando favorable el momento, se precipitó hacia el tramo de escalera cubierto con una alfombra y enseguida llegó al descansillo, que se extendía a uno y otro lado en amplios pasillos iluminados con hachones. No tuvo que buscar mucho: la figura voluminosa de Wanda salió de detrás de una silla de manos antigua, situada en la entrada de una de las galerías. La doncella le indicó que la siguiera, lo condujo hasta una puerta y a continuación, poniendo un dedo sobre sus labios para invitarlo a actuar con sigilo, se alejó de puntillas.

Morosini llamó a la puerta con suavidad. Sin esperar respuesta, puso la mano sobre el pomo para entrar. En ese preciso instante recibió un golpe y se desplomó sin haber tenido tiempo de exhalar un suspiro, pero con la curiosa sensación de que alguien reía: una risita aguda y cruel.



Cuando se despertó, el impacto todavía le retumbaba dolorosamente en el cráneo, aunque las facultades intelectuales no se encontraban mermadas. Le sorprendió encontrarse tumbado en una cama confortable, en medio de un dormitorio elegante e iluminado; en las novelas policíacas que le gustaba leer, cuando al protagonista le propinaban un golpe que lo dejaba sin sentido, su despertar siempre tenía por marco un sótano lleno de telarañas, un cuartucho sin ventanas o un armario. El agresor parecía haberle dispensado unos cuidados muy especiales: su cabeza reposaba sobre dos almohadas y su chaqué cubría el respaldo de un sillón sobre el que descansaba un vestido de muselina azul claro que reconoció de inmediato.

Al igual que el perfume caro, complejo, embriagador y muy original que siempre dejaba Dianora a su paso. Por una razón todavía oscura, el hombre que reía de una forma tan característica y desagradable parecía haberse propuesto esta vez reunir a los amantes desunidos.

—Es muy amable por su parte, pero a mí no me favorece en absoluto —masculló.

Con la sensación de que los muebles oscilaban, se sentó. Enseguida consiguió levantarse y recomponer su aspecto. Una mirada al reloj le indicó que llevaba allí más de un cuarto de hora y que seguiría un rato más, pues la puerta hacia la que se precipitó estaba cerrada con llave. «Voy a tener que aprender urgentemente cerrajería», pensó, evocando con una pizca de envidia los particularísimos conocimientos de Adalbert. En cualquier caso, una cosa era segura: alguien tenía interés en que estuviera en la habitación de Dianora mientras Anielka lo esperaba. Pero ¿la nota que tenía guardada en un bolsillo era de verdad obra de la joven? Esa letra era bastante corriente…

La cerradura, del siglo XVII, era espléndida y muy resistente. Sólo cedería si derribaba la puerta. Como no estaba seguro de lo que había al otro lado, no se atrevió, pensando en el ruido que haría. Se dirigió entonces a la ventana y la abrió para encontrarse ante la magia luminosa de los jardines. Demasiado luminosa: en medio de esa fachada iluminada a giorno, debía de resultar tan visible como si estuviera en un escaparate, y por desgracia había gente fuera. Además, la altura de dos buenos pisos de pared lisa lo separaba del suelo: lo suficiente para partirse la nuca.

Estaba pensando en atar las sábanas de la cama según el método clásico, exponiéndose a que lo tomaran por loco, cuando en la planta baja se produjo un terrible estruendo que se oyó en todo el castillo: un estrépito seguido de gritos, carreras y toques de silbato. Sin duda los de los policías. Entonces se decidió: sin remordimientos ni piedad por las delicadas pinturas de época, se precipitó hacia la puerta como una bala de cañón y la derribó de una patada maestra. La bonita cerradura cedió y Aldo se encontró en la galería, que continuaba desierta. En cambio, abajo había un tumulto increíble.

El vestíbulo estaba lleno de personas muy alteradas que hablaban todas a la vez, lo que le permitió bajar sin que se fijaran en él. Toda aquella gente se agolpaba delante de la sala de los regalos, cuya puerta estaba cerrada. Los dos guardias apostados delante parlamentaban con los invitados.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Morosini, que había conseguido situarse en primera fila abriéndose paso a codazos.

—Nada grave, señor —respondió uno de los policías—. Hemos recibido la orden de no dejar entrar ni salir a nadie.

—Pero ¿por qué? ¿Quién está dentro?

—El señor Ferrals y algunos de sus invitados. Unas damas que, como habían llegado tarde, no habían podido ver la exposición.

—¿Y necesita encerrarse para eso?

—Bueno…, es que… una de las damas ha dado un traspié y, al tratar de sujetarse, ha tirado del tapiz de terciopelo que cubre la mesa de las joyas y ha caído todo al suelo. El señor Ferrals ha acudido enseguida a ayudar a su amiga y ha ordenado cerrar para que no salga nadie hasta que las joyas hayan sido puestas en su sitio.

—¡Qué amable! —protestó alguien—. Está claro que ese inglés no tiene ninguna educación. ¿Acaso supone que esa pobre mujer se ha caído expresamente para tirar su chatarra?

—Es poco probable —repuso el vigilante, riendo—. Por lo que sé, se trata de una anciana duquesa inglesa emparentada con la familia real. De momento, está bebiendo una copa de coñac sentada en un sillón mientras los demás recogen las joyas con ayuda de mis compañeros. Por favor, señoras y señores —añadió, ahuecando la voz—, tengan la bondad de volver a los salones en espera de que todo vuelva a la normalidad. Será cosa de poco tiempo.

—Esperemos que no falte ninguna de sus malditas joyas —refunfuñó el médico que había acudido a atender a Anielka—. Si no, es capaz de hacer que nos registren antes de dejarnos marchar. Me entran ganas de irme ahora mismo.

—Oh, quedémonos un poco más, Édouard —le rogó su mujer—. Es muy divertido.

Tenían conciliábulo en la entrada de los salones con dos políticos, tentados de pedir su coche aunque parecían tomarse el suceso con cierta filosofía. Aldo oyó a uno de ellos, el señor Dior, ministro de Comercio e Industria, declarar riendo:

—Esta boda será inolvidable. ¡Y pensar que para asistir a ella he dejado en Marsella al presidente Millerand, que a su vuelta del norte de África ha ido a visitar la Exposición Colonial.

—Pero ¿no la habían inaugurado en abril con Albert Sarraut, el ministro de las Colonias? —preguntó uno de sus interlocutores.

—Fue una preinauguración, porque aún no estaba terminada. Pero la Exposición es un éxito y vale la pena verla con detalle. Algunos pabellones son verdaderas maravillas y…

Morosini se desinteresó de las palabras oficiales para buscar con la mirada a Vidal-Pellicorne, pero su figura desgarbada, coronada por la pelambrera rizada, no aparecía por ninguna parte. Por fin, al cabo de un rato que se hizo interminable para los que esperaban, la doble puerta se abrió para dejar paso a sir Eric, muy sonriente y dando el brazo a la anciana lady, causa totalmente involuntaria de todo aquel jaleo. Los seguían los invitados que se habían visto encerrados, entre ellos, la condesa española vecina de mesa de Morosini, Dianora y Adalbert, estos últimos riendo.

—¡Vaya! Se diría que se han divertido mucho —dijo Aldo acudiendo a su encuentro.

—¡No se imagina cuánto! —dijo la joven—. Esa pobre duquesa boca abajo en el suelo, agarrada al tapiz de terciopelo del que todavía colgaban algunas fruslerías carísimas, mientras que otras rodaban en todas direcciones, era irresistible. Pero —añadió bajando la voz—, si hubiera visto la cara de sir Eric, aún era más divertida. Imagínesela. Había perdido de vista su fetiche, la famosa Estrella Azul de la que no para de hablar. Por un momento he creído que iba a hacernos desnudar y registrar.

—A mí me habría encantado —dijo Adalbert, haciendo un guiño que le valió un golpe con el abanico.

—No sea vulgar. En cualquier caso, es a usted a quien debemos la salvación; si no hubiera encontrado el objeto en cuestión, no sé dónde estaríamos.

Morosini desplegó una sonrisa de desdén.

—El barniz mundano se ha cuarteado, ¿eh?

—Querrá decir que ha saltado en pedazos. Por un momento parecía Harpagon privado de su peculio. Por cierto, hemos pasado muchísimo calor, así que voy a arreglarme un poco antes de los fuegos artificiales. Nos veremos en la terraza.

Morosini estuvo unos momentos dudando entre advertirle o no que iba a resultarle un poco difícil cerrar la puerta, pero al final prefirió dejarle el placer de descubrirlo ella misma y condujo a Adalbert a la escalinata para fumar un cigarrillo. Había en los ojos de su amigo un brillo malicioso que le hacía arder de curiosidad, pero no tuvo tiempo de hacerle ninguna pregunta. Mientras encendía un enorme puro que humeaba como una locomotora, Vidal-Pellicorne susurró:

—Póngame al corriente enseguida. Supongo que ha visto a la joven novia y que está en camino para reunirse con Romuald.

—No tengo ni la menor idea. La nota era una trampa. Me han golpeado y he recobrado el sentido en la cama de la señora Kledermann.

—Habrían podido escoger peor —masculló el arqueólogo, aunque, pese a este comentario irónico, no parecía muy dispuesto a sonreír—. ¿Sabe quién ha sido?

—La misma persona que me apaleó o me hizo apalear en el parque Monceau. He oído una risa muy característica. Esto de vapulearme empieza a convertirse en una costumbre de lo más irritante.

—¿Y cómo ha salido?

—Derribando la puerta cuando he oído el estruendo abajo. Por cierto, ¿y si me contara lo que ha ocurrido? No habrá sido usted quien ha hecho caer a lady Clementine…

Vidal-Pellicorne adoptó una expresión contrita.

—Confieso que he sido yo el culpable. Una zancadilla involuntaria…, ya sabe lo torpe que soy con las extremidades inferiores. Sin embargo —añadió bajando la voz y en un tono mucho más alegre—, va a ponerse usted muy contento: el zafiro auténtico está en mi bolsillo. Lo que acaban de guardar en su estuche es la copia de Simon.

La noticia era tan buena que Aldo hubiera podido gritar de alegría.

—¿De verdad? —dijo.

—Más bajo. Por supuesto que de verdad. Podría enseñárselo, pero este no es el sitio más indicado.

Los invitados empezaban a salir del castillo para dirigirse a las sillas dispuestas en la terraza. La señora Kledermann, con una ligera capa sobre los hombros, se hallaba entre ellos.

—Estaba buscándolos —dijo—. Ha ocurrido una cosa un poco rara: no sé qué imbécil ha considerado oportuno derribar la puerta de mi habitación.

—¿Un admirador excesivamente impetuoso quizá? —sugirió Morosini entre bromas y veras—. Espero que le hayan dado otra habitación.

—Es imposible; están todas ocupadas. Pero están reparando la puerta. Ferrals se ha puesto furioso cuando ha visto los desperfectos en el momento que iba a buscar a su preciosa esposa para que presida al menos los fuegos artificiales antes de embarcar para Citera. Por cierto, si queremos conseguir un buen sitio, tenemos que darnos prisa —añadió, al tiempo que hacía el gesto de asirlos a cada uno de un brazo, gesto que Morosini esquivó hábilmente.

—Vayan delante, por favor. Quisiera lavarme las manos.

—Yo también —dijo Adalbert—. Me he arrastrado por el suelo buscando esa maldita joya.

En realidad, los dos querían asistir a la aparición de sir Eric, con o sin su mujer. Con toda seguridad, sin ella, puesto que Anielka debía aprovechar los fuegos artificiales para escapar. Para ello, era preciso convencer a Ferrals de que la dejara descansar un poco más.

En el vestíbulo todavía quedaba mucha gente. La anciana duquesa, un poco cansada, estaba sentada en un gran sillón en el hueco de la escalera, ante la cual el conde Solmanski, visiblemente nervioso, caminaba arriba y abajo dirigiendo vivas miradas hacia la planta superior. Al ver acercarse a los dos hombres, esbozó una sonrisa imprecisa.

—¡Qué estupidez haber venido aquí! —dijo—. Esta boda tan lejos de París no me hacía presagiar nada bueno, pero mi yerno no quiso atender a razones. Con el pretexto de que a su prometida le encantan los jardines, quería ofrecerle una boda campestre. ¡Ridículo!

El suegro estaba ostensiblemente de muy mal humor. Vidal-Pellicorne le dedicó su expresión más seráfica.

—Es muy poético —dijo, suspirando—. ¿A usted no le gusta el campo?

—Lo detesto. Rezuma aburrimiento.

—Entonces no debe de ser un polaco típico. A los que yo conozco les encanta…

Se interrumpió. Sir Eric acababa de aparecer en lo alto de la escalera y Morosini observó con secreta alegría que estaba solo y parecía preocupado.

—¿Y bien? —preguntó Solmanski—. ¿Dónde está mi hija?

Suspirando, sir Eric bajó para reunirse con él.

—Están acostándola. Creo que vamos a tener que pasar la noche aquí. Su doncella me ha dicho que ya ha perdido el conocimiento dos veces.

—Voy a ver qué pasa —decidió el padre empezando a subir, pero Ferrals lo retuvo.

—Déjela tranquila. Necesita sobre todo descansar, y mi secretario está telefoneando a París para que mañana por la mañana esté aquí un especialista. Mejor ayúdeme a acabar esta maldita velada yendo a contemplar los cohetes; después, cada uno se irá a su casa. Dirigiré unas palabras a nuestros amigos —añadió, acercándose a la duquesa, a la que ofreció su brazo antes de volverse hacia Aldo y Adalbert, que no sabían muy bien qué pensar—. Vamos, señores, acompáñennos. Creo que el espectáculo que nos espera será magnífico.

Mientras estrellas, cohetes, soles y luces de bengala iluminaban el cielo nocturno ante las exclamaciones admirativas de los invitados, que olvidaban su reserva para dejar emerger a los niños que habían sido, los dos amigos se morían de ganas de bajar a la orilla del río para ver qué sucedía allí, pero su anfitrión parecía desear su compañía. Hubo que esperar a que la fiesta terminara y Ferrals pronunciase un pequeño discurso pidiendo disculpas en nombre de su mujer y dando las gracias a los invitados por haber tenido tanta paciencia. Siguió el ritual de la partida para los que no se alojaban en el castillo.

Lo más extraño fue que sir Eric se empeñó en acompañar a Morosini hasta su coche, que un criado había ido a buscar. Eso contrarió sobremanera a la señora Kledermann, que no parecía muy dispuesta a separarse de su amigo, pero tuvo que ceder para no comprometer su reputación. No obstante, encontró la manera de decirle que pensaba ir a Venecia en un futuro próximo. Una perspectiva que no hizo vibrar de entusiasmo a Aldo, aunque, como tenía demasiadas preocupaciones para pensar en eso, decidió olvidarlo de inmediato. ¡Cada día trae su afán!

Ya se dirigía hacia la verja, donde, pese a la avanzada hora, se agolpaban periodistas y curiosos, cuando Vidal-Pellicorne lo alcanzó.

—Había olvidado preguntarle dónde está alojado.

—En La Renaudiére, en casa de la señora Saint-Médard. Está entre Mer y La Chapelle-Saint-Martin.

—Vaya directamente y no se mueva de allí. Yo iré a verlo mañana por la mañana.

El arqueólogo, tras soltar la portezuela del automóvil, regresó hacia el castillo gritando como si terminara una frase:

—… De todas formas, yo le mostraré una casi igual en el Museo del Louvre. ¡Hasta pronto!

Morosini tomó con gran pesar el camino de regreso. Los acontecimientos habían dado un giro muy extraño y no podía evitar sentir angustia debido a la curiosa expresión del rostro de Ferrals cuando había bajado. Algo le decía que la comedia, que se había transformado en farsa en el momento de las hazañas de Adal, tal vez ahora no estaba lejos de presentar aspecto de drama.


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