10 La hora de la verdad

Era cerca de medianoche.

Silencioso e imponente, el Rolls Silver Ghost negro de sir Eric Ferrals tomó la avenida Hoche en dirección a L'Étoile conducido con prudencia por Morosini. En otras circunstancias habría sentido un vivo placer pilotando esa soberbia máquina, cuyo motor ultrasilencioso apenas ronroneaba bajo la laca brillante del largo capó en cuyo extremo ondeaban los ropajes de plata de la Silver Lady, el prestigioso tapón de radiador. Como a muchos italianos, le encantaban los automóviles, con una clara preferencia por los modelos de carreras; pero llevar este tipo de coche era una experiencia que valía la pena vivir.

Tres minutos antes había salido de la mansión Ferrals ante la mirada angustiada de Riley, el chófer que la fábrica de Crewe había «entregado» al mismo tiempo que la maravilla, tal como exigía un reglamento al que se sometían incluso las cabezas coronadas. A todas luces, el infeliz se decía que «su» precioso Silver Ghost se dirigía a la catástrofe y que ese habitual de las góndolas y los motoscaffi jamás sería capaz de conducirlo de acuerdo con las normas.

Esos momentos tragicómicos habían relajado un poco a Aldo, cuyos nervios habían sido sometidos a una dura prueba por las cuarenta y ocho horas de incertidumbre que acababa de vivir. Porque no hacía mucho más de una hora que los secuestradores de Anielka se habían manifestado para dar las últimas instrucciones: el príncipe Morosini, con el dinero y el zafiro, se pondría al volante del Rolls-Royce de sir Eric —habían especificado claramente la marca entre todas las que poseía el barón— y a medianoche tendría que estar en la entrada del carril lateral de la avenida del Bois-de-Boulogne, en el lado de los números pares, cerca de la calle Presbourg.

Para su sorpresa, el señor de la casa no se había dejado ver. Al parecer, sufría una fuerte neuralgia, y fue de manos de John Sutton, su secretario, de quien el mensajero recibió el maletín que contenía el dinero y el estuche. No le extrañó; imaginaba el desgarro que le producía al fabricante de armas deshacerse de su amado talismán.

—Si supieras la verdad, amigo —masculló Morosini entre dientes—, tal vez estarías menos triste, pero más furioso.

La noche anterior había sido informado de que Mina había llegado sin obstáculos a su destino con el precioso cargamento. La cuestión ahora era liberar a Anielka, pero ¿qué haría después? La honradez imponía que fuera devuelta al esposo, lo que para ella suponía un gran sacrificio, y Morosini era un hombre de honor, lo que no le impedía sentir una viva repugnancia ante la idea de dejar a la mujer que amaba entre los brazos de otro. Vidal-Pellicorne, al estrecharle la mano poco antes, había reducido el problema a sus justas dimensiones diciendo:

—Salgan vivos los dos de este lance y eso ya será magnífico. Después, quizás ella tenga algo que decir.

Había llovido todo el día. La noche era fresca y húmeda. No había mucha gente en la calle. El coche se deslizaba con un murmullo sedoso sobre la brillante cinta de asfalto en cuyo extremo se alzaba el Arco de Triunfo, mal iluminado, del que se veían tres cuartas partes.

Al llegar al lugar indicado, Morosini detuvo el automóvil, sacó la pitillera para calmar los nervios y frotó una cerilla contra la fosforera, pero no tuvo tiempo de encender el delgado cilindro de tabaco, pues a través de la portezuela, bruscamente abierta, un potente soplo apagó la llama. Al mismo tiempo, una voz nasal con acento neoyorquino ordenó:

—¡Apártate! Conduciré yo. ¡Y no se te ocurra hacer ningún movimiento raro!

El cañón del revólver que el hombre apoyaba bajo su mandíbula era disuasivo. Aldo pasó al asiento contiguo limitándose a preguntar:

—¿Ha conducido alguna vez un Rolls?

—¿Por qué? ¿Hay un manual de instrucciones? Es un coche, ¿no? Entonces funciona como todos.

Morosini imaginó lo que podría decir el chófer Riley de esa increíble blasfemia, pero lo olvidó inmediatamente al abrirse la otra portezuela y cerrarse alrededor de sus muñecas un par de esposas, tras lo cual le vendaron los ojos con una tupida tela negra.

—Podemos irnos —indicó una voz barriobajera, que no por ser parisina era menos antipática.

El hombre que se sentó detrás del volante debía de ser un coloso. Aldo se dio cuenta al notar que su espacio vital disminuía. El peso —¡horror supremo!— hizo chirriar muy ligeramente un muelle. El recién llegado apestaba a ron, mientras que su compañero desprendía unos efluvios de perfume oriental barato gracias al cual el aristocrático vehículo adoptó cierto aire de zoco.

El nuevo conductor puso el coche en marcha y metió la primera, pero tan bruscamente que la caja de cambios, indignada, protestó. Morosini la secundó:

—¿Qué cree que está conduciendo? ¿Un tractor? Ya sabía yo que a «sir Henry» no le haría gracia.

—¿Sir Henry?

—Entérese, amigo mío, de que en la casa Rolls-Royce llaman así a los motores construidos por ellos. Es el nombre de pila del mago que los hizo nacer.

—¿Quieres que haga callar a esta especie de esnob? —gruñó el pasajero de atrás—. ¡Me está cargando!

El esnob en cuestión se abstuvo esta vez de dar su opinión, sospechando cómo pensaba el otro imponerle silencio. Se hundió en su asiento y se esforzó en seguir el camino que recorrían. Conocía bien París, y contaba asimismo con su memoria para situarse, pero en la oscuridad total en la que se encontraba perdió el hilo casi enseguida. El coche bajó primero por la avenida del Bois, giró a la derecha, luego a la izquierda y otra vez a la derecha, a la derecha, a la izquierda… Al cabo de un momento, Aldo se hizo un lío con los nombres de las calles, pese a que el chófer ocasional, a quien los sarcasmos de su prisionero habían vuelto prudente, circulaba a una velocidad moderada.

El viaje duró una hora, tal como atestiguó el reloj de una iglesia, que sonó una vez poco antes de llegar. En cuanto a la naturaleza del camino seguido, la suspensión excepcional del Rolls no permitía apreciarla. No obstante, tras una ligera sacudida, el pasajero oyó crujir bajo las ruedas la grava de una alameda. Unos instantes más tarde, el coche se detuvo.

El chófer, que no había abierto la boca desde la pequeña lección de Morosini, gruñó:

—No te muevas. Voy a sacarte de aquí y después te ayudaré a andar.

—Cuidado no se rompa su bonita jeta —dijo con ironía su compañero—, sería una verdadera pena.

Cuando bajó, Morosini notó que lo asían del brazo, o más bien que lo izaban; el tipo debía de ser del tamaño de un gorila. De este modo, que lo obligaba a levantar el otro brazo para que las esposas no le cortaran la piel, subió unos peldaños de piedra. A su alrededor olía a tierra, a árboles, a hierba mojada. Debía de ser una casa de las afueras de París. Después sintió que caminaba sobre un suelo de baldosas y oyó cerrarse una pesada puerta a su espalda. Por último, un entarimado crujió bajo sus pies, aunque una alfombra amortiguó enseguida los pasos.

La mano que lo sujetaba lo soltó y se sintió desestabilizado, como un ciego al que dejan sin apoyo en medio de un espacio vacío. Luego le quitaron la ajustada venda y Morosini, deslumbrado, trató de protegerse los ojos con las manos atadas. De repente, la violenta luz de una lámpara, seguramente puesta sobre una mesa, lo cegó.

Una voz metálica y fría, con un ligero acento, ordenó:

—¡Quitadle las esposas! Aquí no hacen falta.

—Si tuviera también la bondad de enfocar la lámpara en otra dirección, creo que se lo agradecería —dijo Morosini.

—No pida demasiado. ¿Tiene el dinero y la joya?

—Los tenía cuando salí de casa de sir Eric Ferrals. Ahora pregunte a sus esbirros.

—Está todo aquí, jefe —dijo el norteamericano, aliviado de poder expresarse en su lengua.

—¿Y a qué esperas para traérmelo?

Al acercarse, el gorila —el personaje tenía sus dimensiones: alrededor de un metro noventa y cinco de estatura y complexión acorde con ella— tapó la fuente de luz, lo que calmó el malestar del prisionero. El haz luminoso cambió inmediatamente de dirección para dirigirse a lo que debía de ser el tablero de un escritorio.

Se dibujó la silueta de un hombre sentado detrás, pero sólo sus manos, bonitas y fuertes, saliendo de unas mangas de tweed, resultaron visibles. Éstas se apresuraron a abrir el maletín y a sacar los fajos de billetes verdes y el estuche. Después abrieron este último, liberando los profundos destellos del zafiro y los más fríos de los diamantes de la montura, que arrancaron al desconocido un silbido de admiración. Morosini, por su parte, rindió mentalmente homenaje a la habilidad de Simon Aronov: era realmente un gran artista. Su falsificación casi parecía más auténtica que la joya auténtica.

—Empiezo a arrepentirme de no quedármelo —murmuró el desconocido—. Pero cuando se da la palabra hay que mantenerla.

—Me alegro de ver que lo animan tan nobles sentimientos —dijo Morosini con ironía—. En tal caso, y puesto que ya tiene lo que deseaba, ¿puedo rogarle que me devuelva primero a lady Ferrals y después la libertad…, además del Rolls-Royce para que pueda llevar a la cautiva a su casa? Si es que aún está viva —añadió en un tono que dejaba traslucir a la vez angustia y amenaza.

—Tranquilícese, está perfectamente. Podrá comprobarlo usted mismo dentro de un momento. Van a conducirlo junto a ella.

—No he venido de visita, sino a buscarla.

—Cada cosa a su tiempo. Creo que debería…

Se interrumpió.

Una puerta acababa de abrirse al tiempo que la luz del techo se encendía, mostrando una habitación bastante grande, mal amueblada en un estilo burgués pretencioso y con las paredes cubiertas con un horrible papel con motivos de flores y ramas en tonos verduscos, chocolate y rosa caramelo que a Aldo le parecieron insufribles.

—¡Ah, veo que está todo aquí! —exclamó Sigismond Solmanski acercándose con premura a la mesa donde se hallaba extendido el rescate de su hermana. Se puso a palpar unos billetes, pero el hombre que hacía el inventario se los arrebató bruscamente para guardarlos en el maletín.

—¿Qué hace aquí? —gruñó—. ¿No habíamos acordado que no debía dejarse ver?

—Sí, desde luego —dijo el joven en un tono desenfadado, apoderándose del estuche y abriéndolo—. Pero he pensado que eso ya no tenía importancia, y además, mi querido Ulrich, no he podido resistir la tentación de ver la cara de este imbécil, que, pese a sus aires de grandeza, ha venido a arrojarse a nuestros pies como un jovencito enamorado. Dígame, Morosini —añadió con malicia—, ¿qué sensación produce haber sido reducido a la condición de criado del viejo Ferrals?

Aldo, a quien esta aparición no había sorprendido, iba a contentarse con un despreciativo encogimiento de hombros cuando Sigismond rompió a reír: una risita aguda que no tuvo ninguna dificultad en reconocer. Automáticamente, su puño salió disparado en un gancho fulminante que alcanzó a Sigismond en el mentón y lo derribó.

—¡Maldita sabandija! —le espetó, masajeándose las falanges un poco doloridas—. Te lo debía desde hace algún tiempo. Espero no haberle causado demasiadas molestias —añadió, volviéndose hacia el llamado Ulrich, que seguía de pie detrás de la mesa.

—Encantado de haberle brindado la oportunidad de saldar una cuenta, señor —contestó este en un tono tranquilo que dejaba traslucir cierto respeto—. Tiene usted una derecha terrible.

—La izquierda tampoco está mal.

—¡Enhorabuena! Sam, lleva a este mocoso a la cocina y reanímalo, pero arréglatelas para que se quede un rato quieto. Usted acompáñeme —añadió dirigiéndose a Aldo.

Este lo siguió sin saber muy bien qué pensar del personaje. Era extranjero, eso seguro, pero ¿qué exactamente? ¿Alemán, suizo, danés? Era alto y delgado, y llevaba unas grandes gafas con montura de concha de procedencia norteamericana y bastante parecidas a las de Mina van Zelden. Un hombre difícil de manejar, desde luego; el joven Solmanski, que debía de haber propuesto el «golpe», parecía haber tenido la desgracia de averiguarlo.

Morosini penetró detrás de él en el pasillo central de la casa, subió una escalera de madera muy descuidada y llegó a un descansillo en el que había cuatro puertas. Ulrich abrió una después de haber llamado.

—Pase —dijo—. Lo esperan.

Aldo entró en una habitación en la que no vio nada salvo a Anielka, cuya actitud no dejó de sorprenderlo. Él esperaba ver a una desdichada hecha un mar de lágrimas, exhausta, maniatada, y vio a una joven elegantemente vestida, que estaba arreglándose las uñas sentada ante un tocador adornado con un jarrón lleno de flores. Parecía relajada, cómoda, y Aldo se trató a sí mismo de idiota: si la idea del secuestro había sido de su hermano, no había ninguna razón para que la maltrataran; en cuanto al peligro, sabiendo eso estaba claro que era inexistente. Así pues, contuvo su impulso primitivo y prefirió permanecer alerta, pero, como Anielka no parecía advertir su presencia, sintió un amago de irritación. La idea de que pudiera estar burlándose de él se abría paso en su mente.

—Me alegra ver que te encuentras perfectamente, querida, pero ¿me permites decirte que tienes un curioso modo de recibir a tu liberador? Los tormentos que has causado no parecen alterar tu serenidad.

Ella alejó una de sus manos para ver si había quedado bien y luego, esbozando una sonrisa triste, se encogió de hombros.

—¿Tormentos? ¿A quién?

—A tu hermano no, desde luego. Acabo de verlo y está muy risueño. Su plan ha sido un éxito, y empiezo a creer que tú también has participado en él.

—Tal vez. ¿No debía huir la noche de mi boda?

—Sí, pero conmigo o con personas decentes. ¿De dónde has sacado a esos truhanes americanos, franceses, alemanes o Dios sabe qué?

—Son amigos de Sigismond y yo les estoy muy agradecida.

Por fin se levantó para mirar a Aldo de frente.

—¿Agradecida? ¿Y por qué, si se puede saber?

—Por haber evitado que cometa la mayor tontería de mi vida yéndome contigo y, sobre todo, por haberme permitido vengarme de los que han tenido la osadía de ofenderme.

—¿Y quiénes son? ¡Habla de una vez! ¡Hay que arrancarte las palabras!

—Sir Eric y tú.

—¿Yo? ¿Yo te he ofendido? Me gustaría saber cómo.

—Traicionando delante de todos, públicamente y casi ante mis ojos, ese gran amor que decías sentir por mí. Cuando me aproximé a ti, ignoraba, y tú te guardaste mucho de decírmelo, el vínculo íntimo que te unía a la señora Kledermann.

—No sé por qué tenía que hablarte de una historia que acabó hace muchos años. Antes de la guerra fue mi amante, pero ahora somos simplemente amigos…, o ni siquiera eso.

—¿Amigos? ¿Cómo puedes ser tan cobarde, tan mentiroso? ¿Vas a obligarme a decirte que te vi con ella, con mis propios ojos, bajo la ventana de mi habitación? Vuestra forma de besaros no tenía nada de amistoso.

Aldo maldijo los arrebatos de Dianora y su propia estupidez, pero el mal estaba hecho: había que jugar con las malas cartas repartidas por un destino irónico.

—Confieso que fue un error —dijo—, pero, te lo suplico, no concedas importancia a ese beso, Anielka. Si no rechacé a Dianora cuando me rodeó el cuello con los brazos fue porque he aprendido a desconfiar de sus prontos, de sus repentes. Fue ella quien decidió que nos separáramos en 1914 y reconozco que ahora intenta reanudar la relación. Esa noche, lo admito, tuve la intención de utilizarla como tapadera, pero fue con la única finalidad de apartar de mí, y en consecuencia de ti, las sospechas de sir Eric cuando se descubriera tu fuga.

—Te felicito. Si era un papel, lo interpretaste a la perfección… incluso en su cama. ¿Hacía falta llegar tan lejos?

—¿En su cama?

—¿Vas a dejar de tomarme por idiota de una vez? —gritó la joven, arrojando un frasco de perfume que estuvo a punto de darle a Aldo en la sien—. ¡En su cama, sí! Te vi durmiendo a pierna suelta después de haber hecho el amor con ella, supongo. La camisa abierta, el cabello revuelto… ¡Estabas repugnante! ¡El macho saciado!

Anielka iba a proveerse de otro proyectil, pero Aldo se abalanzó sobre ella y la dominó pese a su furiosa defensa.

—Una sola pregunta: ¿la viste a mi lado?

—No. Seguramente prefirió dejarte recuperar fuerzas tranquilamente. ¡Te odio, te odio con toda el alma!

—Ódiame todo lo que quieras, pero primero escucha. ¡Y estate quieta un momento! ¿No te ha pasado por la mente la idea de que pudieron golpearme o drogarme para llevarme a esa cama? Fue el bueno de Sigismond, ¿verdad?, quien te llevó a la habitación de Dianora para acabar de convencerte de que te marcharas con él. Fue eso, ¿verdad? No te forzaron ni por un instante…

A medida que hablaba, los hechos se aclaraban poco a poco. Anielka ni siquiera intentaba negarlos. Al contrario, más bien tendía a reivindicarlos.

—¡Así es, y me fui encantada! ¡Era la única forma que tenía de escapar de ti y de ese horrible viejo! ¡Quisiera veros muertos a los dos!

Morosini soltó a la joven furia, se dirigió a la ventana y la abrió para respirar un poco el fresco de la noche. Sentía que se ahogaba en aquel estrecho cuarto.

—Todo lo que pudiera decir no serviría de nada, ¿verdad? Has decidido que soy culpable y tu veredicto es inapelable.

—No tienes derecho a que se contemplen circunstancias atenuantes. Además, aunque no hubiera habido traición, no me habría ido contigo.

—¿Por qué?

—Recuerda lo que te dije en el Parque Zoológico: «Si tengo que soportar los abusos de sir Eric, no volveré a verte en toda mi vida.» Y si esa noche tenía interés en hablar contigo era porque no quería alejarme sin haberte arrojado a la cara todo el desprecio que me inspiras… Ahora ya lo he hecho, así que puedes irte.

Aldo se apartó de la ventana para volverse hacia Anielka, pero la vio de espaldas. Una espalda prolongación de unos hombros que temblaban, de una cabeza inclinada. Vio que estaba llorando y recuperó un poco de esperanza pese a las terribles palabras que la joven acababa de pronunciar y que él no acababa de entender.

—¿Lo que me dijiste en el Parque? Pero… no tuviste que soportar… nada, supongo…

Anielka se volvió bruscamente y le mostró un rostro arrasado de lágrimas.

—Pues supones mal. Esa blancura que me rodeaba mientras me dirigía hacia el altar era una burla…, una lamentable farsa: la noche anterior había dejado de ser virgen y era ya la mujer de Ferrals.

Morosini se permitió un grito de protesta; luego, sintiéndose súbitamente desdichado, envolvió a la joven en una mirada a la vez incrédula y suplicante:

—Lo dices para hacerme daño. Me niego a creer que ese hombre sea un bruto. Sé…, me han dicho que después de la ceremonia civil recibisteis la bendición de un pastor, pero mientras no estuvieras casada según el rito católico…

—¡Y sigo sin estarlo! ¿Por qué crees que me desmayé en el momento de dar el «sí», después de haber pronunciado en mi lengua unas palabras que no significaban nada?

—¿Y de qué te servía eso si, según tú, lo peor había sucedido?

—Me sirve para saber que Dios no ha consagrado esa unión y que, al menos ante él, sigo siendo libre. Y no es que, «según yo», lo peor haya sucedido, es que fui violada. Vino a mi habitación como un ladrón, había bebido…, y me poseyó a la fuerza. Al día siguiente se disculpó alegando que la pasión que le inspiraba había sido más fuerte que su voluntad.

—Mucho me temo que sea verdad —dijo Aldo con amargura.

—Tal vez, pero nada será suficiente para borrar el odioso recuerdo de las caricias de ese hombre. Fue… ¡horrible…, repugnante!

Separaba los dedos de las manos y, con una expresión de profundo asco, se los pasaba por los hombros, el cuello y el vientre como si tratara de apartar rastros de suciedad, al tiempo que sus ojos, muy abiertos, derramaban lágrimas.

Incapaz de soportar esa desesperación, Aldo se aventuró a acercarse a ella y la abrazó. Temía una reacción violenta, gritos de ira, una defensa furiosa, pero no sucedió nada de eso. Al contrario, Anielka, llorando convulsivamente, se acurrucó contra su pecho y él experimentó una infinita dicha. Fue un instante de una dulzura tal que olvidó el inquietante entorno, pero duró sólo un instante.

De pronto, Anielka se desasió y puso entre ambos toda la distancia que permitía la largura de la habitación. Y esta vez, cuando él intentó aproximarse, ella lo detuvo con un gesto imperioso:

—¡No te acerques! ¡Se acabó! Acabamos de decirnos adiós.

—No puedo aceptar esa palabra entre nosotros. Tú sigues amándome, estoy seguro, y Dios es testigo de que no te he traicionado y de que en mi corazón no hay nadie más que tú… Además, acabas de ser injusta.

—¿De verdad?

—Sí. Si hubiera podido imaginar lo que sucedería la víspera de la boda, jamás lo habría permitido. Ahora debes intentar olvidar. Con un poco de tiempo y mucho amor, lo conseguirás. Vas a venir conmigo, puesto que he venido a buscarte.

—¿Y crees que te voy a acompañar?

—El rescate ha sido pagado. Eres libre.

—Siempre lo he sido. Además, sigues mintiéndome: ha sido Ferrals quien ha pagado. Te ha enviado a ti, cuando su «gran amor por mí» lo obligaba a venir personalmente. Pero no, se limita a esperar tranquilamente que tú me lleves a su cama. ¡Y yo no quiero! Tenemos una bonita suma de dinero y nuestro zafiro familiar —añadió, insistiendo en la última palabra—. Mi padre tendrá que conformarse con eso. La fortuna da igual. Ya encontrará otra.

—Contigo como cebo, no cabe ninguna duda. Pero ¿por casualidad crees que vuestros socios van a dároslo todo o incluso a compartirlo con vosotros? ¡Me extrañaría! ¿Y adonde pensáis ir cuando os marchéis de aquí?

—No lo sé todavía. Tal vez a Estados Unidos. En cualquier caso, lo suficientemente lejos para que me den por muerta.

—¿Y tu padre está de acuerdo?

—No sabe nada y me parece que no va a ponerse muy contento, pero Sigismond lo arreglará todo y acabará por comprender que hemos hecho bien.

—Comprendo. Ahora ten la amabilidad de decirme qué van a hacer conmigo.

—No te harán daño, tranquilo. Me han jurado que no atentarán contra tu vida. Te dejarán aquí cuidadosamente atado, y cuando puedas dar la voz de alarma nosotros ya estaremos lejos.

—Y como ni te llevaré a ti ni devolveré el zafiro, tu esposo…, porque, lo quieras o no, lo es…, pensará que me he apropiado de los dos. Es bastante repugnante, pero está muy bien planeado. ¡Y pensar que he sido lo bastante estúpido para querer convertirte en mi mujer! No puede ser más ridículo. En cuanto a ti y a Sigismond, no sois más que dos niños peligrosos e irresponsables para quienes la vida y los sentimientos de los demás son letra muerta. Sólo vuestros caprichos…

—Qué desfachatez, hablar de sentimientos tú, que has jugado con los míos, que te has atrevido…

—¿A traicionarte? ¡No empecemos otra vez!… Lo único que te disculpa es tu juventud; debería haber sido prudente por los dos. Ahora, vete al diablo con quien quieras, ya que tu distracción favorita consiste en fugarte con el primero que aparece. Yo ya estoy harto.

Girando sobre sus talones, se dirigió hacia la puerta, pero en el momento en que ponía la mano sobre el pomo ella lo agarró y lo hizo retroceder hacia la ventana, que seguía abierta.

—¡Vete mientras todavía estás a tiempo! —le dijo—. Siguiendo la cornisa se llega a una pequeña terraza desde donde debe de ser fácil acceder al suelo. Después, si sigues recto, encontrarás un muro, pero no es muy alto. Detrás está la carretera de París. Hay que tomarla por la derecha.

—¿Ahora quieres que me escape? ¿Qué se esconde detrás de eso?

La miró al fondo de los ojos y vio que estaban llenos de lágrimas y de súplicas. Parecía trastornada.

—Sólo mi deseo de saber que estás vivo —murmuró—. Después de todo…, no conozco a esas personas, aunque mi hermano las pone por las nubes, y quizás he hecho mal confiando en ellas. Ahora ya no sé qué creer…, y tengo miedo. Si te ocurriera algo…, yo…, yo sería muy desgraciada.

—¡Entonces ven conmigo!

La había asido por los hombros para comunicarle mejor su fuerza y su convicción, pero ella no tuvo tiempo de contestar. La voz metálica de Ulrich sonó en el umbral:

—¡Un cuadro encantador! Espero que se lo hayan dicho todo, porque no podemos perder más tiempo. Así que levanten las manos los dos y salgan sin rechistar.

El gran revólver de tambor que prolongaba su mano hacía difícil ponerse a discutir, pero aun así Aldo protestó:

—¿Ella también? ¿Por qué? Creía que eran cómplices.

—Yo también lo creía, pero después de lo que he oído ya no estoy muy seguro.

—¿Qué va a hacerle?

—Es ella quien tiene que elegir: si todavía quiere acompañarnos, su hermano la espera en el coche vigilado por Gus; si prefiere quedarse con usted, compartirá su suerte.

—Deje que se marche.

—A lo mejor yo tengo algo que decir —se rebeló la joven.

—Lo dirá más tarde. Estamos perdiendo el tiempo. Bajen, y no hagan ningún movimiento extraño o disparo.

No había más remedio que obedecer.

La doble puerta del salón estaba entornada.

En el interior, el gigantesco Sam esperaba con las esposas, que cerró de nuevo alrededor de las muñecas de Aldo, y unas cuerdas que le sirvieron para atarlo cuidadosamente a una silla colocada justo en el centro de la habitación. Hecho esto, Ulrich, que seguía tratando a Anielka con cierto respeto, le preguntó:

—Ahora le toca a usted, preciosa. ¿Qué escoge? ¿Otra silla igual de cómoda o el Rolls de su rico esposo? Porque, por supuesto, no tenemos intención de devolverlo. Le gusta mucho a mi amigo Sigismond, y se merece esa recompensa.

—Lo llevará directo a la cárcel —dijo Morosini—. ¿Qué va a hacer con el Rolls? ¿Pasearlo por París, donde lo identificarán en dos minutos?

—Eso no es asunto suyo. Bueno, guapa, ¿qué decide?

Anielka cruzó los brazos y levantó la cabeza con aire de desafío.

—¡Y pensar que lo consideraba un amigo! Prefiero quedarme aquí…

—¡No cometas una estupidez, Anielka! —exclamó Aldo—. ¡Vete! Presiento que no me espera nada bueno, y si te vas al menos estarás con tu hermano.

—En eso tienes toda la razón —dijo el voluminoso Sam—. Porque, para que te enteres, vamos a pegar fuego a la cabaña antes de largarnos.

El grito de terror de Anielka cubrió la protesta de Ulrich reprochando a su acólito tener la lengua demasiado larga; luego la joven se calló de golpe: el gigante acababa de golpearla brutalmente y ella se desplomó mientras él empezaba a atarla. Esta vez, Ulrich manifestó su aprobación:

—Eso ha estado muy bien. Empezaba a hacer demasiado ruido. En cuanto al hermanito, si nos incordia mucho, nos libraremos también de él. Así nos lo quedaremos todo.

—¡Son unos auténticos miserables! —les espetó Morosini, indignado—. ¡Llévensela! Su muerte sólo les causará grandes problemas…

Inclinado sobre el cuerpo de la joven, Sam vaciló un instante justo antes de desplomarse profiriendo un grito, alcanzado en la espalda por la bala que acababa de disparar Ferrals. El barón había entrado en ese momento en la habitación con un Cok en cada mano. Ulrich, furioso, hizo fuego a su vez, pero una de las dos bocas negras de Ferrals escupió, arrancándole la pistola con una precisión diabólica.

—Se diría que sabe utilizarlas —comentó Morosini, que nunca se había alegrado tanto de ver a aquel hombre que no le era nada simpático—. ¿De dónde sale, sir Eric?

—De mi coche. He venido con usted sin que lo supiera.

—Vaya…, debería haber dejado que se las arreglara solo… Pero, antes de nada, saque a su mujer de ahí. Va a ahogarse bajo ese peso.

Sin apartar la vista de Ulrich, a quien su mano herida hacía gemir, Ferrals se esforzó en empujar a patadas el cuerpo de Sam, pero el norteamericano pesaba demasiado y la joven estaba inconsciente. Así pues, tras dejar una de las armas, se inclinó para agarrar el enorme cuerpo y apartarlo cuando Morosini, que seguía la maniobra con impaciencia, le advirtió:

—¡Cuidado! ¡La puerta!

Una silueta se recortaba en el hueco: la de Gus, el barriobajero, armado con un cuchillo. El hombre lanzó con una rapidez que denotaba una larga costumbre el arma, que pasó rozando a sir Eric antes de clavarse en el entarimado. El inglés disparó, pero esta vez no dio en el blanco, pues este acababa de desaparecer. Al mismo tiempo, una voz conocida gritó:

—¡No disparen! ¡Soy yo, Vidal-Pellicorne!

Estaba irreconocible, pues iba de negro de la cabeza a los pies: ropa, gorro calado hasta los ojos y cara embadurnada de hollín: el deshollinador perfecto. El arqueólogo arrastraba bajo el brazo el cuerpo de Gus, al que acababa de golpear y que dejó caer al suelo al darse cuenta de que Ulrich, dominando el dolor, intentaba recuperar su arma, que había ido a parar debajo de un sillón. Adalbert se apoderó de ella y se la guardó en el bolsillo tras haber asestado al personaje un culatazo suficientemente fuerte para enviarlo al país de los sueños en espera de que lo atasen.

—No creo que la policía tarde —dijo Adalbert mientras iba a coger el cuchillo, que utilizó para cortar las ligaduras de Aldo—. Mi compañero ha ido a avisarla en cuanto hemos localizado la casa. Pero ¿qué milagro lo ha traído hasta aquí, sir Eric?

—Ningún milagro. Cuando encargué el Rolls en el que ha venido el príncipe, pedí a la fábrica un acondicionamiento especial: se trataba de practicar, bajo el asiento trasero, un escondrijo donde un hombre de estatura media pudiera permanecer tendido y respirar, gracias a unos orificios de ventilación cuidadosamente disimulados. Esta disposición ya me ha hecho grandes servicios y di las gracias cuando estos imbéciles exigieron ese coche. De modo que he venido sin que el príncipe Morosini lo supiera, por lo que le pido perdón. Pero ¿y usted, Vidal? ¿Cómo es que está aquí y quién es ese compañero al que acaba de referirse?

—Un muchacho encantador, y deportista, con cuya colaboración he contado gracias a la señora Sommières. Estaba muy preocupada de saber que un sobrino al que quiere mucho se había visto involucrado en un asunto inquietante.

—¿Y ha avisado a la policía poniendo en riesgo la vida de mi querida esposa? —saltó sir Eric.

—En absoluto. Se limitó a hablar con un viejo amigo, el comisario Langevin, actualmente retirado, haciéndole jurar que no informaría a las autoridades. Sólo quería un consejo… Concédame un instante —añadió, trajinando con las esposas que todavía sujetaban a Aldo a la silla—, quisiera encontrar la llave de esto…

—Busque en el bolsillo del cadáver —indicó Morosini.

—Gracias… ¿Por dónde iba?… Ah, sí, el señor Langevin ofreció algo mejor que una opinión: el hijo de un amigo suyo, que desea entrar en la policía y que es un gran deportista, particularmente montando en bicicleta. En lo que a mí respecta, tampoco se me da mal esa disciplina, y al enterarnos del lugar y la hora de la cita, nos equipamos adecuadamente y fuimos a escondernos entre los arbustos de la avenida del Bois-de-Boulogne. Cuando el coche se puso en marcha, lo seguimos con las luces apagadas, procurando mantenernos en los lados de la carretera.

—¡Seguir a un coche de esa calidad es una locura! —dijo sir Eric—. ¡Puede ir muy deprisa!

—Vale más no correr cuando no se está acostumbrado a conducirlo. Una vez aquí…, por cierto, estamos en Vésinet, y yo lo conozco muy bien…, bien, como decía, una vez aquí el joven Guichard, debidamente provisto de una nota del comisario Langevin, se ha ido al puesto de policía, desgraciadamente un poco alejado, mientras yo me ponía a buscar una manera de entrar en la casa. Abrir la ventana, querido Aldo, ha sido una idea genial. Aunque usted no la haya utilizado, a mí me ha sido muy útil.

—Me alegro —gruñó el aludido—, parece que he estado tanto a su servicio como al de sir Eric. Pero ¿por qué no me lo advirtió?

—Por su lado caballeresco, amigo. Incluso un policía retirado le habría hecho poner el grito en el cielo. Hubiera sido capaz de exigir que lo dejáramos actuar solo.

—Es posible —admitió Aldo de mala gana—. Pero, puesto que conoce tan bien el lugar, debería tratar de encontrar ayuda de alguna clase. Un médico, por ejemplo. Lady Ferrals —¡qué difícil se le hacía pronunciar ese nombre!— no tiene buen aspecto. Mientras tanto voy a hacer una cosa que tengo pendiente —añadió, masajeándose las doloridas muñecas.

Sin más explicaciones, cogió una de las armas de sir Eric y salió al exterior: no quería dejar a nadie la tarea de capturar a Sigismond, que seguramente seguía en el coche. El puñetazo que le había propinado antes le sabía a poco y soñaba con completarlo con un firme correctivo, pero al llegar delante de la casa tuvo que rendirse a la evidencia: allí no había nadie.

Tampoco alrededor del edificio. El apuesto Sigismond se había ido con el Rolls, que debía de considerar suyo, abandonando a su hermana a su suerte. Y Aldo maldijo el excesivo talento de los fabricantes ingleses: durante el intercambio de disparos, el silencioso «sir Henry» se había convertido en cómplice del miserable joven.

Cuando Morosini regresó al salón vio que Ulrich, con un vendaje improvisado, y Gus estaban atados y que, en el canapé, Anielka estaba recobrando el conocimiento ante la mirada atenta del hombre del que quería huir y que le hablaba en voz baja, estrechándole las manos entre las suyas. A cierta distancia, Adalbert, de pie junto a la mesa, observaba los reflejos que surgían de las profundidades del zafiro. El arqueólogo hizo a su amigo un guiño significativo y preguntó:

—¿Ha encontrado lo que buscaba?

—No. Ha huido, pero no se va a librar.

—¿A quién se refiere?

—Al joven Solmanski, ¿a quién si no? Es él el alma de esta trama. Tenía ganas de hacer dinero, supongo. En cualquier caso, acaba de irse con su coche, sir Eric.

—No me gusta ese muchacho —observó este—. Y su padre no mucho más. Por cierto, ¿ese estaba de acuerdo?

—Parece ser que no. En realidad…, me extrañaría —reconoció Morosini a regañadientes.

—Habría sido una solemne estupidez. Pero me considero en la obligación de informarlo, porque realmente lo que Sigismond se ha atrevido a hacerle a su propia hermana supera los límites del entendimiento. Es… ¡es nauseabundo!… ¿Cómo estás, mi vida?

La última frase iba dirigida a Anielka, que ahora tenía los ojos completamente abiertos. Con el corazón en vilo, Aldo espió su reacción frente al rostro que se inclinaba sobre ella, pero no advirtió sobresalto alguno. Al contrario, vio la sombra de una sonrisa en sus bonitos labios pálidos.

—¡Eric! —susurró—. Has venido… Jamás lo hubiera pensado…

—Tal vez porque todavía no sabes lo mucho que te quiero. ¡Mi amor, he sufrido tanto! Hasta el punto de creer por un instante que te habías fugado para castigarme por…, por lo de la otra noche.

—¿Has pensado eso y, aun así, has estado dispuesto a sacrificar tu precioso zafiro… y a arriesgar tu vida?

—Sacrificaría más aún si fuera necesario. ¡Mi propia alma! ¡Anielka, temía tanto haberte perdido! Pero estás aquí. Todo está olvidado.

Había lágrimas en su rostro y Anielka, que parecía no ver nada más que a él, alargaba las manos para enjugarlas susurrando palabras de consuelo.

Aldo, incrédulo y abatido, escuchaba aquel increíble dúo luchando contra el deseo furioso de proclamar la verdad, de explicarle a esa fiera transformada en cordero que su amada le estaba representando una comedia indigna, que se había ido por propia voluntad y que hacía apenas un momento seguía queriendo poner entre ellos la mayor distancia posible. No estaría nada mal hacerle comprender a Ferrals que ni siquiera inspiraba compasión a esa encantadora criatura. Sólo asco… A no ser que, después de todo, hubiera vuelto a mentir… Desde que había vuelto en sí, no había tenido ni una mirada para él o para Adalbert. Sin embargo, el príncipe no era de los que denuncian. De modo que decidió callar y acercarse a su amigo, que estaba contando los billetes mientras observaba la escena por el rabillo del ojo.

—No intente comprender —susurró—. Los designios de Dios son inescrutables, y los de las muchachas bonitas también. Además, esta está aterrorizada.

—¿Por qué?

—Por usted. Teme que hable… Ah, creo que por fin ha llegado la policía —añadió, cambiando de tema—. Empezaba a preguntarme si el joven Guichard se habría perdido por el camino.

Un rato más tarde, en el coche de policía que los llevaba a la calle Alfred-de-Vigny a él y a Adalbert (habían atado la bicicleta del arqueólogo en la parte trasera del vehículo), Morosini sacó de nuevo el tema.

—¿Por qué dijo antes que Anielka teme que yo hable?

—Pues porque es la verdad. Se moría de miedo pensando que usted podía contar que estaba conchabada con sus secuestradores. El hecho de que se hubiera marchado con su hermano no cambiaría nada; los sentimientos de Ferrals hacia ella podrían sufrir una singular modificación y, por una razón que sólo ella conoce, prefiere que sigan creyéndola una víctima. Así que acaricia el lomo a Ferrals. Quizá por miedo a su padre; seguro que Solmanski no se enternece fácilmente y debe de detestar que alguien se interponga en sus planes…, el más maravilloso de los cuales debe de seguir siendo meter la mano en la fortuna de su yerno.

—Es posible, pero debería pensar en Ulrich. Ese no va a quedarse callado.

—¡Ya lo creo que sí! No obtiene ningún beneficio denunciándola. Acusará a Sigismond, pero no a Anielka. Puede confiar en que le estará agradecida, y seguro que es eso lo que sucede. No dirá nada, créame. Por lo demás, es lo que yo le he aconsejado que haga antes de que llegara la policía.

Aunque no tenía realmente ganas, Aldo se echó a reír y cerró los ojos apoyando la cabeza en el respaldo del asiento.

—Es usted impagable, Adal. Piensa en todo. En lo que a mí respecta, Anielka está convencida de que le he mentido porque vio a la señora Kledermann besarme, tras lo cual, Sigismond se encargó de exhibirme cuando estaba inconsciente en su cama. Y no quiere atender a razones.

—Ah, ahí está la última pieza de mi rompecabezas —dijo Adalbert con satisfacción—. Se lo dije: las muchachas bonitas son imprevisibles, pero cuando son esclavas sus reacciones son un ejemplo de poesía lírica. Y cuando las dominan los celos, se vuelven monstruos. Esta quizá merezca un poco de indulgencia; tratándose de un ser tan impulsivo el resultado ha sido un cúmulo de emociones contradictorias.

Aldo no contestó. Una súbita idea acababa de atravesarle la mente mientras Adal buscaba disculpas para Anielka; mientras había estado junto a ella, ni por un instante había pensado en pedir noticias de Romuald. Sólo Anielka, Vidal-Pellicorne y él conocían el lugar de la cita, y, a no ser que el infeliz hubiera sido descubierto por casualidad, quizás ella tuviera alguna responsabilidad en su desaparición. Y él, Morosini, acababa de comportarse como un perfecto egoísta.

—Hace un momento, pablaba de un rompecabezas completo, pero a mí me parece que falta una pieza importante: seguimos sin saber qué ha sido del hermano de Théobald.

Adalbert se dio una palmada en la frente.

—¡Por todos los dioses de Egipto! ¡Qué despiste! Claro que con todo lo que ha pasado esta noche puedo pedir que se tengan en cuenta las circunstancias atenuantes. Romuald ha aparecido. Esta noche, hacia las diez. Derrengado, molido, hambriento y empapado por haber hecho un viaje de vuelta en moto bajo la lluvia, pero vivo. Théobald y yo hemos llorado de alegría, y a estas horas el muchacho debe de estar durmiendo en la habitación de invitados después de dar buena cuenta de la copiosa cena que le ha preparado su hermano.

—¿Qué le pasó?

—Unos enmascarados se le echaron encima, lo ataron, lo sacaron de la barca y lo llevaron a otra que esperaba cerca, oculta entre unas cañas. Al llegar al centro del río, lo arrojaron al agua sin más. Por suerte, la corriente lo arrastró hacia un banco de arena donde quedó enganchado en las raíces de la vegetación. Estuvo allí hasta que una mujer lo encontró al amanecer, una ribereña que iba a retirar unas nasas de lucios. Lo llevó a su casa para que se recuperara y ahí es donde el cuento de hadas se transforma en vodevil: una vez instalado en casa de «la Jeanne» el pobre Romuald tuvo todas las dificultades del mundo para salir. No es que la mujer fuese una criatura mala, sino que enseguida se enamoró apasionadamente de él; lo llamaba Moisés, era su náufrago y no quería ni oír hablar de separarse de él.

—No puedo creerlo.

—Como se lo cuento. ¡Encerrado con llave cuando su señora iba a hacer la compra, el pobre Romuald! El primer día no se dio cuenta porque realmente necesitaba recuperarse, pero después se percató de que había salido de una trampa para caer en otra. Para que no escapara, la mujer puso barrotes en las contraventanas, y colocaba atravesado delante de la puerta un colchón en el que dormía. ¿Se imagina el estado de ánimo del muchacho? Pensando, además, lo preocupados que debíamos estar nosotros. Se le ocurrió entonces fingir que estaba débil para que ella relajara la vigilancia y esta mañana, cuando ha vuelto del mercado, se ha abalanzado sobre ella, la ha atado sin apretar mucho para que pueda liberarse fácilmente, ha cerrado la puerta de la casa y ha huido corriendo para remontar el río. Afortunadamente, estaba en la orilla derecha y no demasiado lejos de su casa y su motocicleta. Ha recogido sus cosas, ha montado en el vehículo y ha venido a toda velocidad a París acompañado de una buena tormenta. No le niego que me siento mucho mejor desde que he vuelto a verle la cara.

—Yo también me alegro mucho. Habría sido muy injusto que él fuese la única víctima de esta estúpida historia. Creo que ahora me sentiré mejor.

—¿Qué piensa hacer?

—Volver a mi casa, por supuesto.

El coche, en el que flotaba un desagradable olor de humedad y de tabaco, estaba llegando a la puerta Maillot. Las potentes luces del Luna-Park, el famoso parque de atracciones popular, todavía brillaban, reflejadas en el suelo mojado como en el borde de un canal veneciano.

—Se lo confieso, amigo —continuó Morosini—, estoy impaciente por volver a ver mi laguna y mi casa. Lo que no significa que no tenga intención de moverme de allí. Esperaré noticias de Simon Aronov y el momento de partir para Inglaterra a fin de asistir a la venta del diamante. Debería venir a verme, Adal. Le gustaría mi casa y la cocina de mi vieja Celina.

—Su propuesta me tienta.

—No hay que resistirse nunca a la tentación. Ya sé que en verano hay demasiados turistas y recién casados, pero no tendrá que soportarlos. Además, la gracia de Venecia es tal que ningún oropel y ninguna multitud vulgar puede quitársela. Allí se está mejor que en ningún otro sitio para lamerse las heridas.

Morosini, olvidando un poco a su amigo, había pensado en voz alta. Cuando se dio cuenta, era demasiado tarde. Tras un silencio bastante largo, Adalbert preguntó con delicadeza:

—¿Tanto duele?

—Bastante, sí…, pero ya pasará.

Lo esperaba con toda su voluntad sin creerlo del todo. Sus males de amor no acababan nunca. Tal vez en ese mismo momento adoraría aún el recuerdo de Dianora si Anielka no lo hubiera borrado, pero ¿quién lo ayudaría a olvidar a Anielka?

Al llegar a casa de la señora Sommières, los dos hombres encontraron a la anciana dama en su invernadero, golpeando las baldosas con el bastón mientras caminaba arriba y abajo. Sentada en una esquina, en una silla baja, Marie-Angéline simulaba hacer punto sin articular palabra, aunque por el movimiento de sus labios era evidente que estaba rezando.

Cuando Aldo entró, su tía dejó escapar un suspiro de alivio y corrió a abrazarlo con un ímpetu que demostraba su ansiedad.

—¡Estás vivo! —susurró contra su cuello—. ¡Gracias a Dios!

Le temblaba la voz, pero, como no era una mujer dada a abandonarse mucho tiempo a las emociones, se rehízo enseguida. Se apartó de él y lo retuvo un momento con los brazos estirados.

—No estás muy destrozado —observó—. ¿Eso quiere decir que la joven está sana y salva?

—No ha estado nunca en peligro. En este momento se dirige tranquilamente a casa de su esposo.

La marquesa no hizo preguntas; se limitó a escrutar con atención el atractivo rostro triste y cansado.

—¿Y tú? —dijo—. ¿Te vas mañana o te quedas un poco más? Seguramente mi vieja morada no volverá a verte en mucho tiempo.

Una pequeñísima fisura en la voz. Una ínfima nota de melancolía que llegó a lo más sensible de Aldo. Esos días pasados juntos los habían acercado mucho el uno al otro. El príncipe le había tomado mucho cariño, y ahora fue él quien la abrazó, emocionado al percibir una fragilidad insospechada en aquella anciana indomable.

—He pasado demasiados buenos ratos aquí para no desear volver —dijo amablemente—. De todas formas nos veremos de nuevo muy pronto. Espero que no renuncie a su viaje de otoño a Venecia. Pero no venga antes de octubre. En septiembre tengo que ir a Inglaterra para ocuparme de un asunto importante —añadió, dirigiendo una mirada hacia Vidal-Pellicorne, que se había reunido con Marie-Angéline junto a la licorera—. Si Adalbert me acompaña a Venecia, como me ha dado a entender, vendré a abrazarla cuando pase a buscarlo.

Un ruido de cristales rotos indicó que la prima acababa de romper una copa y atrajo la atención hacia ella. Vieron entonces que se había puesto muy colorada, pero que sus ojos brillaban de un modo insólito.

—¡Qué torpe se está volviendo, Plan-Crépin! —rugió la marquesa, en el fondo encantada de que le brindara la oportunidad de dominar su emoción—. Esas copas pertenecían a la difunta Anna Deschamps y son irreemplazables. ¿Se puede saber qué le pasa?

—Lo siento muchísimo —dijo la culpable, aunque en realidad no parecía sentirlo en absoluto—, pero me temo que en septiembre estaremos ausentes. ¿No debemos responder a la invitación de lady Winchester para ir a la caza del zorro?

—¿Acaso está perdiendo el juicio? —repuso la marquesa—. ¿Ir a la caza del zorro? ¿Y qué más? ¿Qué quiere que haga a mi edad sobre un jamelgo? ¡Yo no soy esa loca de la duquesa de Uzès!

—Perdón, debo de haberme confundido. Puede que fuera la perdiz en Escocia, pero estoy segura: en septiembre tenemos que estar en el Reino Unido. Claro que eso no debe impedir al príncipe Aldo pasar por aquí. Podría ser divertido viajar juntos.

Esta vez la señora Sommières rompió a reír:

—¡Se le ve el plumero a una legua, hija mía! —dijo con un matiz afectuoso que todos advirtieron—. ¿Cree que Aldo tiene ganas de cargar con una vieja hecha cisco y una solterona un poco loca, por mucho que a usted le guste meterse en sus asuntos y corretear por los tejados en su compañía? Tendrá que conformarse con rezar por él. Y créame que le será muy útil.

Morosini se acercó a Marie-Angéline y tomó de sus manos la copa de coñac que ella acababa de servir con mano un tanto trémula.

—La ayuda ha sido demasiado inteligente y eficaz para ser desdeñada, tía Amélie, y siempre estaré agradecido a Marie-Angéline. Brindo por usted, prima —añadió con una sonrisa que aceleró el corazón de su antigua ayudante—. ¿Podemos saber lo que nos reserva el porvenir? Tal vez volvamos a correr más aventuras juntos. Le escribiré antes de partir. Pero ahora creo que me voy a descansar.

Cuando subió a su habitación, lo primero que hizo Aldo fue ir a bajar las persianas. No quería ver reflejarse en la vegetación del parque las luces de las ventanas de Anielka. Había que pasar esa página y cuanto antes se hiciera mejor. Después se sentó en la cama para consultar los horarios de trenes.



Sin embargo, si pensaba que su bonita aventura polaca había quedado atrás, se equivocaba.

Al día siguiente por la tarde, mientras terminaba de cerrar las maletas, Cyprien fue a anunciarle que sir Eric y lady Ferrals solicitaban hablar con él y lo esperaban en el salón.

—¡Señor! —exclamó Morosini—. ¿Ha osado cruzar la puerta de esta casa? Si tía Amélie se entera le ordenará que los eche a la calle.

—No creo que tenga intención de hacerlo. La señora marquesa ha recibido personalmente a sus visitantes. Y debo decir… que de mejor gana de lo que cabía esperar. Acaba de subir a su habitación, después de haberme ordenado que avise al príncipe.

—¿La señorita Plan-Crépin está con ella?

—N… no. Está dispensando ciertos cuidados a las petunias del invernadero, que presentan signos de fatiga desde esta mañana. Pero —se apresuró a añadir— me he ocupado de cerrar bien las puertas.

Aldo no pudo evitar echarse a reír. ¡Como si una puerta pudiera hacer algo contra la insondable curiosidad femenina! La discreción y el sentido de la dignidad prohibían a tía Amélie asistir a la visita, pero no le impedían dejar tras de sí los oídos atentos de su lectora. Y a esa misma curiosidad había obedecido al recibir al hombre al que tanto detestaba: tenía demasiadas ganas de contemplar con sus ojos a la joven que había hecho perder la cabeza a su «querido sobrino». ¿Quién podría reprochárselo? Después de todo, ésa era una de las formas del amor. Aldo bajó a reunirse con sus visitantes.

Lo esperaban en la salita, en la postura habitual de los matrimonios cuando están en el estudio de un fotógrafo: ella graciosamente sentada en un sillón, él de pie a su lado, con una mano apoyada en el respaldo del asiento y la cabeza orgullosamente erguida.

Morosini se inclinó sobre la mano de la joven y estrechó la de su marido.

—Hemos venido a despedirnos —dijo este— y a expresarle toda nuestra gratitud por la generosa ayuda que nos ha prestado en unas circunstancias tan penosas. Mi mujer y yo…

A Aldo no le gustaban los discursos y ese todavía menos.

—¡Por favor, sir Eric! —lo interrumpió—. No tienen por qué agradecerme nada. ¿Quién no estaría dispuesto a enfrentarse a ciertas dificultades por una joven en peligro? Y puesto que todo ha vuelto a la normalidad, ésa es mi mejor recompensa.

Sus ojos no se apartaban de los de Ferrals, evitando desviarse hacia Anielka para estar más seguro de conservar un dominio pleno de sí mismo. Una breve mirada le había bastado para constatar que estaba más encantadora que nunca con un vestido de crespón de China estampado en blanco y azul, y un estrecho turbante de la misma tela ciñendo su exquisita cabeza. La joven conservaba demasiado poder sobre él y Aldo no tenía ganas de ponerse a tartamudear como un colegial enamorado.

Pensaba que con esas palabras evitaría que se prolongara una visita más penosa que agradable, pero sir Eric tenía algo más que decir.

—Estoy convencido de ello. Sin embargo, quisiera que me permitiese materializar mi agradecimiento aceptando esto.

No cabía duda, lo que acababa de aparecer en su mano era el estuche del zafiro, y por un instante Morosini se sintió dividido entre la sorpresa y las ganas de reír.

—¿Me regala la Estrella Azul? ¡Pero eso es absurdo! Sé muy bien lo que esa piedra representa para usted.

—Había aceptado separarme de ella para recuperar a mi mujer y gracias a usted lo he conseguido. Sería tentar al diablo querer conservarlo todo, y puesto que he recuperado lo más precioso…

Ferrals tendía el estuche de piel a Aldo, pero este lo rechazó con un suave gesto que disimulaba maravillosamente bien el júbilo casi diabólico que lo invadía.

—Gracias, sir Eric, pero la intención me basta. Ya no quiero esa piedra.

—¿Cómo? ¿La rechaza?

—Pues sí. Un día me dijo que para usted el zafiro y la que entonces era su prometida eran inseparables. Nada ha cambiado desde entonces, y a lady Ferrals le sienta demasiado bien para que me pase siquiera por la mente la idea de querer otro destino para la piedra. Realmente están hechas la una para la otra —añadió con una ironía que fue el único en apreciar. Era delicioso darse el gusto de ofrecer una piedra falsa a una mujer a la que consideraba igual de falsa.

El vendedor de cañones parecía confuso y Morosini acudió en su ayuda cambiando de tema:

—Para zanjar la triste historia que ha vivido, ¿me permite preguntarle si ha encontrado su coche y a su cuñado?

—El Rolls, sí. Estaba abandonado en la puerta Dauphine. Al cuñado, no; pero prefiero no hablar de eso para no entristecer a mi esposa y al conde Solmanski, que está muy afectado por la conducta de ese hijo descarriado. No he presentado denuncia y he conseguido que la prensa no se entere. Hemos recuperado a mi mujer y el rescate y capturado a los secuestradores, de modo que asunto resuelto. El nombre de Solmanski no será arrastrado por el fango. El conde regresa a Varsovia en los próximos días y nosotros nos vamos mañana a nuestro castillo de Devon, adonde él vendrá más adelante, cuando la herida de su orgullo haya empezado a cicatrizar.

Aldo se inclinó ante aquel hombre cuyo comportamiento resultaba decididamente incomprensible. Tenía que ser un santo o estar perdidamente enamorado de Anielka para actuar con tanta magnanimidad. Aquello merecía quitarse el sombrero.

—No puedo sino aprobar su decisión y desearles toda la felicidad del mundo.

—¿Regresará pronto a Venecia?

—Esta misma noche, y con una alegría que no soy capaz de expresar.

Anielka y él no habían intercambiado una sola palabra, ni siquiera sus miradas se habían cruzado, pero Aldo tomó de nuevo la mano que ella le tendía. Cuando se inclinó hacia ella, casi hasta tocarla con los labios, notó que la joven deslizaba un papel entre sus dedos.

Al cabo de un momento, la extraña pareja se marchó. Aldo subió a su habitación para desenrollar el mensaje y leerlo. Era muy breve: «Debo obedecer a mi padre y cumplir mi penitencia. Sin embargo, es a ti a quien quiero, aunque ¿podrás creerlo todavía?»

Durante unos instantes, su corazón latió más fuerte. De alegría quizá, y también animado por una vaga esperanza. Sin embargo, la desconfianza seguía ahí: veía a Anielka tendida en el canapé, la otra noche, mirando a Ferrals, sonriendo a Ferrals, aceptando a Ferrals…

Se metió el pequeño papel en el bolsillo y trató de no pensar más en él. Pero resultaba difícil. Las palabras danzaban en su cabeza, sobre todo las más bellas, las más mágicas: «… es a ti a quien quiero». Aquello duró horas, hasta resultar insoportable; quizá porque al pesar y al deseo reavivado se sumaba un poco de vergüenza: sir Eric había sido el juguete de una comedia bastante mala, y no lo merecía.

De modo que, cuando se encontró solo en el lujoso compartimento del Simplon-Orient-Express, que circulaba a toda velocidad a través de los campos borgoñones dormidos, Aldo bajó la ventanilla, sacó la única carta de amor de Anielka y la rompió en trocitos que el viento se llevó. Sólo después de hacerlo pudo dormir.



Tres meses más tarde, en la isla de los muertos…

Llevando una brazada de rosas en la proa, la góndola negra con leones alados se dirigía a la isla cementerio de San Michele. Sentado sobre los cojines de terciopelo de color amaranto, Aldo Morosini miraba aproximarse la muralla blanca, salpicada de pabellones, que rodeaba la masa oscura y densa de los grandes cipreses.

Todos los años, los príncipes de la familia iban a llevar flores a su capilla funeraria en honor de madonna Felicia, princesa Orsini, el día del aniversario de su muerte, y Aldo jamás dejaba de cumplir con ese rito, pero ese día el piadoso viaje adquiría un doble sentido gracias al mensaje que había recibido de un banquero de Zúrich una semana antes: «El 25 de este mes, hacia las diez de la mañana, en la isla de San Michele. S. A.» Apenas unas palabras, pero que habían aportado a Morosini un considerable alivio.

Un inexplicable silencio preocupaba a Aldo desde que había vuelto a su casa, hacía unos dos meses. No le había llegado ninguna noticia en respuesta a la comunicación de victoria enviada desde París, anunciando el éxito de su primera misión. Había temido enterarse de que una catástrofe hubiera puesto fin a la búsqueda del Cojo. Afortunadamente, no había sucedido nada.

El día se anunciaba hermoso. El pesado calor estival bajo el que Venecia se ahogaba todos los años estaba cediendo desde la gran tormenta que había estallado la noche anterior. La laguna se transformaba en satén y espejeaba bajo un sol ligero. Era una bella y apacible mañana, animada por el grito de las aves marinas. Guiada con fuerza y suavidad por Zian, la góndola —por nada del mundo Aldo habría ido en lancha motora a visitar a sus queridas princesas— apenas hendía el agua tranquila, y Morosini, viendo acercarse la ciudad de los muertos, tuvo una vez más la impresión de estar al final del mundo vivo, de navegar hacia una Jerusalén celeste, porque San Michele le recordaba un poco esos palacios blancos rebosantes de vegetación que, antes de la guerra, había admirado durante un inolvidable viaje a la India y que surgían de repente del espejo líquido de un hermoso lago, donde su reflejo aparecía con una claridad perfecta.

Cuando la embarcación llegó al pabellón con columnas, cuyos peldaños de mármol se sumergían en el agua, Aldo saltó a tierra, cogió el enorme ramo y entró en el cementerio, donde fue saludado familiarmente por el vigilante, al que conocía desde hacía mucho. Se adentró en una de las avenidas bordeadas de altos cipreses, donde todavía flotaba una ligera bruma. Alrededor, tumbas señaladas con cruces blancas, todas iguales pero abundantemente floridas. De vez en cuando, una aristocrática capilla cuyos ocupantes estaban seguros de que los dejarían tranquilos. Porque los habitantes de las tumbas estaban allí de paso; por falta de espacio —pese a la extensión del cementerio—, los restos humanos eran retirados al cabo de doce años para ser trasladados al osario.

A Aldo le gustaba San Michele; no le parecía triste. Todas esas pequeñas cruces blancas emergiendo de una masa de corolas de diferentes tonalidades parecían un parterre sobre el que hubiera nevado.

El cementerio estaba vacío; sólo se veía a una anciana de luto riguroso inclinada sobre una de las sepulturas, con un rosario de boj entre las manos, absorta en su plegaria. Hasta que no llegó a la capilla familiar, no vio al sacerdote, o al hombre que por un instante creyó que lo era. El largo hábito negro, un poco flotante, y el tocado redondo podían pertenecer a varias Iglesias de Oriente, al igual que la barba unida a los largos cabellos, pero enseguida se dio cuenta de que ya había visto esas hermosas manos y el poderoso bastón de ébano en el que se apoyaban. De pie antela puerta de bronce, el visitante, con la cabeza inclinada, parecía concentrado en una profunda reflexión. Aldo esperó un momento; estaba seguro de que, detrás de las gafas de cristales ahumados que ocultaban la parte superior del rostro, se refugiaba un ojo único de un azul tan profundo como el del zafiro, y de que Simon Aronov se hallaba ante él.

De pronto, este dijo, sin siquiera volverse:

—Perdone mi silencio. Temo que lo haya preocupado, pero estaba bastante lejos. Además, quería que esta vez nos encontráramos aquí, en Venecia, y ante esta tumba, a fin de rendir homenaje a la que fue la última víctima de la piedra azul. Deseaba venir a arrodillarme sobre las cenizas de una gran dama y rezar. Ante el Todopoderoso —añadió, con la sombra de una sonrisa—, las oraciones, sea cual sea la lengua en que se pronuncien, no tienen otro valor que su sinceridad.

Por toda respuesta, Aldo sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta del panteón.

—Pase —dijo.

Aunque estaba perfectamente cuidado, el interior de la capilla olía a flores marchitas, a cera fría y, sobre todo, a humedad, pero en aquel medio casi acuático ningún veneciano prestaba atención a eso. Morosini señaló el banco de mármol situado frente al altar y propicio a las meditaciones. El Cojo se sentó mientras él depositaba las rosas en una jardinera.

—¿Trae flores a menudo a esta tumba? —preguntó Aronov.

—Bastante a menudo, sí, pero hoy no son para mi madre. La suerte ha querido que me citara el día del aniversario de la muerte de Felicia Orsini, condesa Morosini, que durante toda su existencia luchó por sus convicciones y para vengar a su esposo, fusilado en el Arsenal por los austríacos. Si tuviéramos tiempo, le contaría su vida; le gustaría. Pero no ha venido para escuchar la historia de mi familia. Aquí tiene lo que le anuncié.

Le tendió el estuche de piel azul y Aronov esperó un poco antes de abrirlo. Una lágrima escapó de sus ojos.

—¡Después de tantos siglos! —murmuró—. Gracias… ¿Me hará el honor de sentarse un momento a mi lado?

Durante un rato que le pareció muy largo, Aldo miró los largos dedos acariciar el sedoso tafilete hasta que por fin desapareció entre los pliegues del hábito negro. En su lugar surgió un paquetito envuelto en seda púrpura con hilos de oro. La voz lenta y cálida del Cojo sonó de nuevo:

—Hablar de dinero aquí sería un sacrilegio —dijo—. A estas horas, mis banqueros deben de estar solventando la cuestión con su tesorería. Esto…, y espero que lo acepte…, es una ofrenda personal para los manes de una princesa cristiana.

Al mismo tiempo, retiró la tela tornasolada para mostrar un relicario de marfil de una factura admirable, que el ojo experto del príncipe anticuario atribuyó sin vacilar al siglo VI bizantino.

A través de las paredes caladas, se podía ver que estaba forrado de oro y que en el centro reposaba un estrecho estuche de cristal que contenía algo semejante a una aguja de color pardo.

—Pertenecía a la capilla privada de la última emperatriz de Bizancio en el palacio de Blanchernes —dijo Aronov—. Es una espina de la corona de Cristo…, al menos eso se ha creído siempre y yo también quiero creerlo —añadió, con una sonrisa de disculpa que Aldo comprendió: había tantas reliquias en Bizancio que resultaba difícil garantizar en todos los casos su autenticidad. No obstante, eso no restaba valor al obsequio.

—¿Y me lo da? —dijo Morosini, con la garganta repentinamente seca.

—A usted no. A ella. Y veo allí un tabernáculo de mármol donde mi humilde homenaje encontrará el lugar que le corresponde. Tal vez apacigüe el alma inquieta de su madre, Eso es lo que nosotros decimos que pasa cuando se ha sido víctima de un asesinato.

Aldo asintió con la cabeza, cogió el relicario y lo depositó piadosamente en el interior del tabernáculo, ante el cual se arrodilló un instante antes de cerrarlo y de retirar la llave. Después volvió junto a su visitante.

—Esperaba poder apaciguarla yo mismo —suspiró con amargura—, pero el criminal continúa con vida. Sin embargo, tengo algunas dudas desde que conocí al último propietario del zafiro.

—¿El conde Solmanski…, o el hombre que se hace llamar así?

—¿Lo conoce?

—Sí, desde luego. Y me enteré de muchas cosas leyendo los periódicos parisienses del mes de mayo. Publicaron una excelente fotografía de la joven novia secuestrada la noche de su boda y otra de… su padre.

—¿Acaso no lo es?

—Eso no lo sé, pero de lo que estoy seguro es de que el nombre anunciado no es el suyo. El verdadero Solmanski desapareció en Siberia hace muchos años. Fue deportado por conspiración contra el zar y debió de morir allí, aunque no conseguí saber qué había sido de él. Pero su sustituto…, Ortschakoff es su verdadero nombre…, debe de estar al corriente de la suerte que corrió el verdadero Solmanski para haberse atrevido a instalarse en Varsovia, en el palacio del que sin duda fue su víctima. Como muchos otros, entre los que le gustaría que yo estuviera.

—¿Es enemigo suyo?

—Lo es del pueblo judío. Por una razón que desconozco, juró que lo destruiría, y puedo decirle que participó en varios pogromos. Ya entonces buscaba el pectoral, cuya leyenda conocía, y me buscaba a mí. Por eso vivo discretamente y con un nombre falso.

—¿Usted también…?

—Sí. No me llamo Aronov, pero mi verdadero nombre no le diría nada. Y fíjese en lo curiosas que son las cosas: durante años no hemos sabido nada el uno del otro; tuve que cometer la imprudencia de ponerme en contacto con usted para que el velo se alzara y la pista apareciera de nuevo. Los dos queríamos el zafiro: él lo robó, o hizo que lo robaran, lo que significa que cuenta con cómplices aquí y sobre todo en el servicio de correos de Venecia; hice mal en enviar un telegrama. Ese papel azul lo desencadenó todo… para desembocar en la muerte del pobre Amschel. Pese a todo, no me arrepiento de nada; nunca es bueno moverse entre la bruma.

—¿Qué piensa hacer ahora?

—Continuar, claro—. Mi tarea se ha vuelto todavía más urgente. Pero me despierta ciertos escrúpulos arrastrarlo conmigo.

—¿Por qué? Usted me advirtió que sería peligroso.

—Es cierto. Le hablé de esa orden negra que está naciendo, y es posible que Ortschakoff forme parte de ella. Sin embargo, tal como están actualmente las cosas, el peligro no lo amenaza demasiado aunque Solmanski…, llamémoslo así por la comodidad…, lo conozca personalmente. Es normal que usted busque un bien que es suyo; mientras él crea que el zafiro está en manos de su hija, usted no tendrá nada que temer. Fue un gesto de gran señor, pero fue sobre todo muy hábil por su parte, fingir que abandonaba la lucha dejando la joya en casa de Ferrals.

—¿Sabe todo eso?

—Sí. Vi a Adalbert hace poco y me lo contó todo.

Aronov hizo una pausa y Aldo se preguntó si habría sido informado de sus relaciones pasionales con Anielka, pero, como no hizo ninguna alusión a ellas al tomar de nuevo la palabra, el príncipe llegó a la conclusión de que Adalbert había sido discreto. A no ser que el Cojo fuera particularmente delicado.

—Sobre quien pesa ahora la amenaza es sobre ese desdichado inglés. Un día u otro Solmanski querrá recuperar la piedra, y cuando llegue ese momento su yerno perderá la vida. Pero volvamos a usted. Para ese canalla, usted ya no tiene ningún interés; usted ha vuelto a su casa y, como él desconoce los acuerdos que nos unen, ya ha salido del circuito infernal. En cambio, si lo encuentra de nuevo en su camino en busca de las otras piedras, se dará cuenta de que trabaja para mí y entonces sí que correrá el máximo peligro. Por eso siento los suficientes escrúpulos para proponerle que rompamos nuestro pacto.

Morosini ni siquiera lo dudó.

—Yo nunca me vuelvo atrás cuando he dado mi palabra, de modo que sus escrúpulos llegan tarde. Además, ¿no hizo referencia a otra leyenda, según la cual yo soy el elegido, el valiente caballero encargado por el destino de conquistar el Grial? —dijo con una sonrisa impertinente—. Tranquilícese, sé defenderme —añadió, más serio—, y Adalbert y yo formamos una excelente pareja.

—Eso también lo sé… No obstante, puede pensárselo.

—Ya está todo pensado. ¿Por qué quiere que vuelva a llevar una vida apacible de comerciante, cuando usted me ofrece una aventura apasionante? Mejor dígame cuándo tendrá lugar la venta del diamante del Temerario. Si no me equivoco, en septiembre, ¿no?

—Algo más tarde. La campaña de prensa empezará en Londres la última semana de septiembre, pero, dada la importancia histórica de la joya, la noticia se extenderá por la Europa occidental. La sesión está prevista para el miércoles 4 de octubre en Sotheby's.

—Para mí es una fecha perfecta. Con independencia del diamante, partiré para Inglaterra en esa época para asistir en Escocia a los funerales de un viejo amigo. Murió en Egipto el pasado mayo…

—¿Se refiere a lord Killrenan, que fue asesinado a bordo de su barco?

—Sí. Lo encontraron estrangulado en su cama, sus aposentos habían sido registrados de arriba abajo y le habían robado, pero la policía egipcia todavía no ha logrado capturar al asesino. Así que, después de un montón de trámites administrativos, el cuerpo no será repatriado hasta septiembre. Por nada del mundo faltaría al entierro.

Ante todo, por respeto y por amistad, pero también por curiosidad: quería ver de cerca a esa familia a la que el viejo sir Andrew detestaba hasta el punto de haber incluido a todos los ingleses en su prohibición de venderles el brazalete mongol. Algo le decía que ese crimen sórdido no era obra de uno de los numerosos bribones que pululan por todos los puertos del mundo, en Port Said y en cualquier otro sitio.

—¿Cree que fue un asesinato por encargo? —preguntó Aronov, que parecía leer los pensamientos de su interlocutor.

—Es posible. Todo es posible cuando hay de por medio una joya excepcional y, por añadidura, histórica. Usted lo sabe mejor que nadie. Lord Killrenan poseía una. Al menos su familia lo creía, pero ya no la tenía él.

—Y lo pagó con su vida. Se diría que las piedras preciosas, extraídas de las entrañas de la tierra para brillar en la frente de los dioses, están cargadas a la vez de un poder y de un mensaje que nadie sabrá nunca si son de amor o de muerte: «Estrellas arriba, estrellas abajo; todo lo que está arriba aparecerá abajo. Dichoso será quien lea el enigma», dijo Hermes tres veces grande, a quien los griegos convirtieron en un antiquísimo rey de Egipto y que asimilaban a Thot, Mucho me temo que nadie ha sabido leerlo hasta ahora.

—¿Ni siquiera usted, que sabe tantas cosas?

—No tantas como quisiera. Las piedras siguen siendo un enigma para mí, al igual que todo lo que posee un poder fascinante. Yo las busco con una finalidad sagrada, lo que no significa que me protegerán, pues muchas veces no traen suerte. La pasión de los hombres por ellas recibe en pago una funesta ingratitud. En lo que a usted se refiere, amigo mío, sólo puedo rezar para que se libre. Que Dios lo proteja, príncipe Morosini.

Un momento después, el Cojo había desaparecido. Aldo abrió de nuevo el tabernáculo y rezó un largo rato por aquel hombre y por el éxito de su empresa.

Sin embargo, la siniestra predicción de Simon no tardaría en cumplirse. Pocas semanas después de su encuentro y dos días antes de que Morosini partiera para Inglaterra, los grandes periódicos europeos anunciaron la muerte de sir Eric Ferrals. Asesinado.

Saint-Mandé, agosto de 1994


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