1 Un telegrama de Varsovia

—Tiene razón, es una maravilla.

Morosini cogió entre los dedos el pesado brazalete mongol en el que una profusión de esmeraldas y de perlas, engastadas en oro cincelado, envolvía en una exuberante vegetación un ramillete de zafiros, esmeraldas y diamantes. Lo acarició un momento y luego, depositándolo ante sí, acercó con una mano una potente lámpara situada en una esquina del escritorio y la encendió mientras, con la otra, encajaba en una de sus órbitas oculares una lupa de joyero.

Violentamente iluminado, el brazalete comenzó a despedir destellos azules y verdes hacia las cuatro esquinas de la habitación. Se hubiera dicho que un volcán en miniatura acababa de abrirse en el corazón de una diminuta pradera. Durante largos minutos, el príncipe contempló la joya, y su mirada era la de un enamorado. La movió bajo la luz y después, sustrayéndose a su contemplación, la dejó de nuevo sobre su lecho de terciopelo, apagó la lámpara y suspiró.

—Realmente espléndida, sir Andrew, pero debería haber sabido que mi madre no la aceptaría.

Lord Killrenan se encogió de hombros y procedió a alojar el monóculo bajo la maraña de su arco ciliar como si fuera la cosa más importante del mundo.

—Claro que lo sabía, y efectivamente lo hizo. Pero esa vez insistí: esta joya es quizá la única de todas las que Shah Jahan le regaló a su amada esposa Mumtaz Mahal que no duerme con ella bajo los mármoles del Taj. Es un símbolo de amor, por supuesto. Al ofrecérsela, precisé que no la obligaba a convertirse en condesa de Killrenan. Había oído decir que iba a separarse de sus propias piedras y quería verla sonreír. Fue mejor: rió, pero había lágrimas en sus ojos. Noté que la había emocionado y me sentí casi tan feliz como si hubiera aceptado mi presente. Y cuando me marché, me llevaba una pizca de esperanza. Luego… Estaba en Malta cuando me enteré de su muerte. Me dejó consternado. Me reprochaba no haberme quedado más tiempo a su lado. Inmediatamente escapé al otro extremo del mundo. Creo…, creo que la amaba mucho.

El monóculo no resistió la emoción y cayó sobre el chaleco. Con mano un tanto trémula, el viejo lord sacó del bolsillo un pañuelo para secarse la punta de la nariz, tiró de su largo bigote antes de volver a colocar el redondel de cristal en su sitio y, una vez dadas todas estas muestras de emoción extrema, se puso a examinar el artesonado del techo. Morosini sonrió.

—Nunca lo he puesto en duda, y ella tampoco. Pero, puesto que vio a mi madre poco antes de que se fuera, dígame cómo la encontró. ¿Le pareció que estaba enferma?

—En absoluto. Un poco nerviosa quizá.

—¿Puedo preguntarle, sir Andrew, por qué me trae este brazalete ahora?

—Para que lo venda. Doña Isabel no lo quiso y eso le ha hecho perder la mayor parte de su valor sentimental. Queda el valor intrínseco. Esta maldita guerra ha causado estragos en las fortunas más afianzadas, al tiempo que ha favorecido otras demasiado ostentosas. Si quiero continuar navegando a mi capricho sin mermar excesivamente el patrimonio de mis herederos, debo hacer algunos sacrificios. Este ni siquiera lo es, puesto que nunca he considerado esta joya una de mis pertenencias. Véndala lo mejor posible y envíeme el dinero a mi banco. Le daré la dirección.

—Pero ¿por qué yo y ahora? Hace cuatro años que mi madre murió y usted no tenía mucho interés en volver aquí. ¿Por qué no ha llevado el brazalete a Sotheby o a algún gran joyero parisiense, como Cartier o Boucheron?

Tras el círculo de cristal, el ojo azul del anciano chispeó.

—Me gusta la idea de que pase aquí algún tiempo. Además, amigo mío, usted ha adquirido una buena reputación de experto desde que decidió hacerse vendedor.

Morosini captó el matiz sarcástico y replicó de inmediato:

—Me sorprende su comentario. ¿Acaso esto parece una tienda?

Su gesto abarcó la lujosa decoración de su despacho, donde antiguos artesones montados en bibliotecas acristaladas enmarcaban un fresco inacabado de Tiepolo. Pintados en dos tonos de gris, los muebles armonizaban de maravilla con el amarillo claro de las cortinas de terciopelo y la preciosa alfombra china sobre la que se posaban pocos muebles, pero muy bonitos: un escritorio Mazarino obra de Henri-Charles Boulle, tres sillones de la misma época tapizados en terciopelo y, sobre todo, sosteniendo un antifonario iluminado, ampliamente abierto, un gran facistol de madera dorada cuyo pie era un águila con las alas desplegadas.

Lord Killrenan se encogió de hombros con cierta insolencia.

—Sabe muy bien que no, pero lo cierto es que, pese a pertenecer a una de las doce familias llamadas Apostólicas que en 697 eligieron en una isla casi desierta al primer dux, Paolo Anafesto, se ha hecho comerciante, y es una pena.

—Me quito el sombrero ante su erudición, sir Andrew —dijo Morosini, haciendo el gesto con ironía—. Pero, puesto que conoce tan bien nuestra historia, debería saber que la práctica del comercio nunca hizo sonrojar a un veneciano, ni siquiera de rancio abolengo, ya que fue del negocio apoyado por las armas de donde le vino a la Serenísima República su antigua riqueza. Y aunque algunos de mis antepasados capitanearon naves, escuadras, e incluso reinaron temporalmente en su ciudad, la planta baja de este palacio, que he convertido en mi tienda y mis oficinas, era tiempo atrás un almacén. Además, no tenía elección si quería conservar al menos las paredes. Ahora, si me considera venido a menos…

Había cogido el estuche de encima del escritorio y se lo tendía con ademán perentorio.

—Perdóneme —murmuró el escocés, rechazándolo—. Me he comportado con torpeza, quizá porque quería ponerlo a prueba. Quédeselo y véndalo.

—Intentaré satisfacer su deseo lo antes posible.

—No hay prisa. Véndalo lo mejor posible, eso es todo.

—¿Cuándo volveremos a vernos?

—Tal vez nunca. Tengo intención de volver a la India después de visitar el Pacífico descendiendo hacia la Patagonia, y a mi edad…

Después de haberle entregado un recibo y de haber anotado la dirección del banco, Morosini acompañó a su visitante a la lancha que lo conduciría a su barco. Pero, en el momento en que se estrechaban la mano, el viejo lord retuvo un instante la de Aldo.

—Se me olvidaba. Véndaselo a quien quiera, salvo a uno de mis compatriotas. ¿Comprende?

—No, pero si ese es su deseo…

—Es más que un deseo, es una firme decisión. Por nada del mundo el brazalete mongol debe entrar en una casa británica.

Desde el comienzo de su actividad, el príncipe anticuario había observado en sus clientes demasiados caprichos como para sorprenderse de este.

—No se preocupe. El alma de Mumtaz Mahal no tendrá motivos para enfurecerse —aseguró con un último gesto de despedida.

De vuelta en su despacho, no se resistió al deseo de contemplar una vez más el precioso objeto. Encendió la lámpara y permaneció largos minutos llenándose los ojos y el alma del centelleo de las gemas. La fascinación que ejercían sobre él unas piedras perfectas —más aún si estaban relacionadas con la Historia— crecía al mismo ritmo que su casa de antigüedades.

El éxito de su empresa había sido inmediato. En cuanto se enteraban de que el palazzo Morosini se había transformado en tienda-exposición, turistas y curiosos acudían en masa. Principalmente, norteamericanos. Llegaban por barcos enteros a Europa, que no los conocía. Compraban a carretadas, a espuertas, y casi sin regatear. Decían: «How much?», con una voz nasal de viejo fonógrafo, y el trato estaba hecho.

Por su parte, Morosini vendió a una increíble velocidad y a precios inesperados los muebles, tapices y objetos diversos que había decidido sacrificar para poner en marcha su negocio. Habría podido vender en tres meses el contenido de la Cà Morosini y retirarse con una fortuna, pues, deslumbrados por esa sorprendente tienda de varios siglos de antigüedad, embaldosada en mármol, pintada al fresco y abundantemente blasonada, sus clientes se sentían dispuestos a cometer cualquier locura. Se negó por lo menos veinte veces a vender el edificio por unas sumas que, habrían bastado para comprar el palacio de los Dux.

Ya bien provisto, pudo lanzarse a la busca de objetos raros, particularmente joyas. Ante todo por gusto personal, pero también con la esperanza de encontrar el rastro del zafiro robado.

Esto último, sin éxito hasta el momento. En cambio, había adquirido su reputación de experto en piedras preciosas antiguas gracias a un fantástico golpe de suerte: el descubrimiento en Roma, en una casa que iban a derribar y a la que había ido a comprar artesonados, de una piedra verde, sucia y con tres cuartas partes incrustadas en una ganga de barro solidificado y de guijarros, que identificó, una vez limpia, no sólo como una gran esmeralda sino además como una de las que utilizaba el emperador Nerón para contemplar los juegos del circo. Aquello fue un auténtico triunfo.

Abrumado de ofertas de compra, tuvo la elegancia de dar preferencia al museo del Capitolio por un precio irrisorio que no llenó su caja, pero asentó su renombre. Sin olvidar el hecho de que la aristocracia veneciana, que no se había privado de ponerle mala cara en sus comienzos, se apresuró a hacerle gozar de nuevo de su favor. Lo consultaron sobre aderezos ancestrales, y aunque en el año 1922 seguía comprando muebles antiguos y objetos raros, estaba a punto de convertirse en uno de los mejores expertos europeos en materia de pedrería.

Mientras contemplaba el brazalete, lamentaba no poder adquirirlo para él: la joya habría sido la pieza maestra de la pequeña colección que había empezado hacía poco. Sin embargo, por prometedor que fuera el comienzo de su fortuna, todavía no podía permitirse locuras, y esa compra lo sería.

Rompiendo el encanto, fue a meter la joya, con una especie de premura, en el escondrijo perfeccionado que había mandado instalar detrás de un artesón. Era invisible y mucho más discreto que la enorme caja medieval donde guardaba oficialmente sus papeles y sus piedras. No obstante, esbozó una sonrisa interior pensando que, antes de dejar que el ornamento de la princesa mongol se incorporase a una colección privada, aún podría saciar sus ojos y sus dedos. Era un consuelo.

El panel acababa de volver a su posición cuando Mina, su secretaria, llamó y entró con una carta en la mano. Aldo la interrogó con la mirada:

—¿Sí, Mina?

—Le escriben de París diciendo que la princesa Ghika…, quiero decir la antigua cortesana Liane de Pougy, quiere poner en venta una serie de tapices franceses del siglo XVIII. ¿Está interesado?

Morosini se echó a reír.

—Lo que más me interesa es la cara que pone para decírmelo. Podría haberse quedado en lo de princesa, Mina, sin añadir una precisión que según parece le cuesta digerir.

—Discúlpeme, señor, pero realmente hay fortunas cuyo origen me resisto a aceptar. En mi opinión, las cosas bonitas, el lujo, los objetos raros y las joyas caras deberían ser patrimonio de las mujeres decentes. Seguramente es una concepción un poco… holandesa, pero me cuesta entender por qué en Francia, en Italia y en varios países más las mujeres mejor ataviadas son también las más desvergonzadas.

La mirada azul de Aldo chispeó maliciosamente.

—¿Cómo? ¿No hay ni una sola mujer galante de altos vuelos en el país de los tulipanes? ¿Ni una sola casquivana con clase, envuelta en perlas y pieles de marta cibelina, cuando en su país hay más diamantistas que amapolas en primavera? Señorita Van Zelden, me sorprende.

—Si las hay, no quiero saberlo —repuso la chica con dignidad—. ¿Qué tengo que contestar respecto a los tapices?

—Que no. Ya tenemos muchos y ocupan sitio. ¡Por no hablar de la polilla!

—Bien. Contestaré en ese sentido.

—Por cierto, ¿quién ha escrito?

La secretaria se ajustó las gafas para descifrar mejor la firma.

—Una tal madame de… Guebriac, creo. También pregunta si tiene intención de ir pronto a París.

En la memoria del príncipe anticuario surgió un bonito rostro de dientes un poco irregulares pero encantadores hoyuelos. Desde que se había metido en el mundo de los negocios, el número de mujeres que mostraban interés en darse a conocer ante él estaba alcanzando unas proporciones halagadoras.

—Deme la carta —dijo, tendiendo la mano—. Contestaré yo mismo.

—Como quiera.

La secretaría se disponía a salir, pero él la retuvo.

—Mina.

—¿Sí, señor?

—Quisiera hacerle una pregunta: ¿qué edad tiene?

Tras los cristales rodeados de concha, las cejas de la muchacha se arquearon ligeramente.

—Veintidós años. Creí que ya lo sabía, señor.

—Y hace alrededor de un año que trabaja para mí, si no me equivoco.

—En efecto. ¿Tiene algo que reprocharme?

—Nada. Es usted perfecta… o más bien podría serlo si accediera a vestirse de una forma menos severa. Confieso que no la entiendo: es usted joven, vive en Venecia, donde las mujeres son coquetas, y lleva trajes de institutriz inglesa. ¿No le gustaría realzar un poco sus encantos?

—No creo que a nuestros clientes les gustara una secretaria de conducta alocada.

—Sin llegar a ese extremo, yo creo que un poco menos de rigor…

Su mirada recorría la delgada y alta silueta de Mina, desde los zapatos planos con cordones, de piel marrón, pasando por el traje sastre cuya falda llegaba a los tobillos, bajo una chaqueta terminada en punta por la espalda, un poco en forma de cucurucho de patatas fritas, apenas iluminado el conjunto por una blusa de piqué blanca de cuello cerrado. En cuanto al rostro, de facciones finas y piel clara salpicada de algunas pecas en la delicada nariz, desaparecía a medias detrás de unas grandes y brillantes gafas de estilo americano, bajo las cuales era imposible distinguir el color exacto de los ojos. Morosini sólo había podido observar de pasada que eran oscuros, más bien grandes y bastante vivos. Ni sombra de maquillaje, por supuesto. Y en lo que se refiere a la cabellera, de suntuosos reflejos rojizos, la llevaba estirada, trenzada, disciplinada en un gran moño recogido en la nuca del que no escapaba ni un cabello. Resumiendo, Mina van Zelden quizás habría sido un encanto arreglada de otro modo, pero tal como iba presentaba más el aspecto de una austera gobernanta que el de la secretaria de un príncipe comerciante tan elegante como seductor. Había que reconocer, no obstante, que parecía tener un gran éxito entre los clientes anglosajones, pues les daba, en aquel palacio un tanto voluptuoso, la nota de gravedad que inspiraba confianza.

Mina no se inmutó ante la observación patronal, limitándose a comentar que una secretaria no tenía necesidad de estar guapa y que Morosini no la había contratado para eso. Punto final.

Sin embargo, su entrada in casa Morosini se había efectuado de una forma bastante original e incluso excitante. Cuando salía de una boda en la iglesia de San Zanipolo, el príncipe, al retroceder para admirar la salida del cortejo nupcial, había empujado sin querer a alguien y oído un sonoro grito. Al volverse, tuvo el tiempo justo de ver dos piernas femeninas desaparecer al revés en el Rio dei Mendicanti: era Mina, que en ese momento retrocedía también para contemplar mejor la poderosa estatua ecuestre de Colleone, el condottiere, erigida ante la iglesia. Acababa de darse un chapuzón en el agua sucia del canal.

Morosini, consternado, se apresuró a socorrerla con ayuda de su góndola y de Zian, que esperaban muy cerca de allí. Sacaron a la siniestrada del agua, la tendieron en la barca y Aldo hizo que la llevaran al palacio, donde Celina se ocupó de ella con su competencia y energía características. Consiguió hacerla hablar e incluso que se confesara con ella: la joven holandesa lloraba como una Magdalena por la pérdida de su bolso, que había caído al fondo del canal con todo el dinero que tenía. Sólo el pasaporte, que había dejado con la maleta en la pequeña pensión para señoras donde se alojaba, escapaba al desastre.

Como no existía preocupación o pesar capaz de resistirse a la opulenta mujer, la náufraga, alimentada con mandorle y café, casi llegó a considerar a su anfitriona una madre. Esta, por su parte, conmovida por la cara de desolación de la chica y su impecable italiano, decidió encargarse de defender sus intereses y se fue en busca de Aldo para ver qué podían hacer en ese sentido.

Por suerte, Morosini podía mucho. Acababa de prescindir de su secretaria, la señora Rasca, que tenía tendencia a confundir sus funciones con las de un vigilante de museo y llevaba diariamente a sus numerosos parientes, amigos y conocidos a admirar las bellas cosas que vendía su jefe. Su espíritu familiar incluso le hacía cerrar los ojos cuando alguno de los visitantes decidía llevarse un modesto recuerdo. Y, tras una breve conversación con la superviviente, el príncipe se sintió inclinado a compartir la opinión de Celina: Mina, además de holandés, hablaba cuatro lenguas, y poseía una cultura artística excelente.

Dando por finalizada su justa oratoria, Morosini decidió dejarle decir la última palabra. Sacó el reloj y, al ver que faltaba poco para las doce, cogió los guantes y el sombrero de encima de un mueble y abrió la puerta del despacho de Mina para recordarle que iba a comer con un cliente.

Amarrado ante la escalinata, esperaba un motoscaffo recién estrenado —caoba dorada y cobres relucientes—, soberbio y anacrónico. Era una de las primeras lanchas con motor que circulaban por la laguna. A Aldo le producía un placer infantil conducir ese hermoso juguete, dotado casi de tanta clase como una góndola y diseñado por Riva, que lo reafirmaba en la opinión de que había que vivir acorde con los tiempos.

Puso el motor en marcha y arrancó suavemente. El Guidecca trazó una impecable curva sin levantar apenas espuma en el canal y se dirigió en línea recta hacia San Marco.

El tiempo, ese mes de abril, era fresco, apacible, y olía a algas. El príncipe anticuario se llenó los pulmones de brisa marina procedente del Lido y soltó sus caballos. En la ensenada, a la altura de San Giorgio Maggiore, una brigada de marineros vestidos con trajes de loneta blanca bajaba de un buque de guerra provisto de cañones grises y fondeado a unos cables del Robert-Bruce. El barco negro de lord Killrenan estaba efectuando las maniobras de salida.

Morosini lo saludó con la mano antes de dirigirse hacia el palacio ducal; iluminado por un sol caprichoso, el edificio parecía un ancho bordado rosa orlado de encaje blanco. Feliz sin saber muy bien por qué, amarró el barco, saltó al muelle, se ajustó el nudo de la corbata antes de saludar cordialmente al procurador Spinelli, que charlaba con un desconocido al pie de la columna de San Teodoro, sonrió a una bonita mujer vestida de azul cielo y comenzó a cruzar la Piazzetta.

Nubes de palomas blancas revoloteaban antes de posarse sobre los mármoles todavía brillantes a causa de una lluvia reciente y Aldo se concedió un instante para mirarlas. Le gustaba esa hora del mediodía que imprimía movimiento al corazón de la ciudad. Era cuando, delante de San Marco, sus cúpulas doradas y sus caballos de bronce, el «gran salón» de Venecia recibía sobre las baldosas decoradas con blanca geometría a sus visitantes extranjeros y sus fieles, en una especie de carnaval permanente que renacía todos los días a mediodía y al ponerse el sol. Entonces, los cafés de la plaza acogían a su contingente de consumidores bulliciosos, cuyas conversaciones apenas se interrumpían cuando, golpeada por los martillos de los dos moros de bronce, la gran campana de la torre del Reloj marcaba las horas luminosas de Venecia.

Morosini sabía de sobra que al pasar por delante del gran café Florian lo llamarían cinco o seis veces, pero estaba decidido a no pararse, ya que había citado para comer en Pilsen a un cliente húngaro y detestaba no llegar el primero cuando invitaba a alguien.

De pronto, maldijo en silencio al constatar que el destino estaba en su contra y que tenía muchas posibilidades de llegar tarde: una extraordinaria aparición avanzaba hacia él ante las miradas de asombro de los curiosos. Se trataba de la última dogaresa, la reina sin corona de Venecia y su última maga: la marquesa Casati, que se dirigía hacia él con el paso lento de los espectros, imperial, dramática a más no poder y pálida como la muerte, envuelta en terciopelo púrpura. Un paje vestido del mismo color la precedía, llevando en el extremo de una correa a juego con el collar de oro tachonado de rubíes a una pantera demasiado lánguida para no estar drogada. Unos pasos por detrás de la marquesa, se acercaba, como resignada, otra mujer.

Cuando te encontrabas con Luisa Casati, tenías que hacerte a la idea de que sus cabellos habrían cambiado de color desde la vez anterior. Parecía tener a su disposición toda la gama del arco iris, y ese día, bajo las plumas fulgurantes del sombrero, eran de un rojo cegador. Altísima, con el semblante lívido y devorado por unos enormes ojos negros que el maquillaje agrandaba todavía más, y la boca semejante a una herida reciente, la marquesa avanzaba con paso majestuoso, estrechando contra el pecho una brazada de lirios negros. La gente se quedaba petrificada a su paso como ante una máscara de Medusa o incluso de la Muerte, cuyos ritos lúgubres a veces ella se complacía en evocar, aunque sin preocuparse del efecto que, pudiera producir. Repentinamente sonriente, fue hacia Morosini, que ya estaba inclinándose, le tendió una mano real adornada con un anillo que habría podido servir para la coronación de un papa y, mirándolo a través de un monóculo con diamantes engastados, exclamó con una voz con sonoridades de violonchelo:

—¡Querido Aldo, qué placer verlo aunque no haya respondido a mi invitación para el baile de esta noche! Aunque me parece que no ha sido culpa suya; las tarjetas se han enviado con una falta absoluta de sentido común. Pero usted no la necesita, y naturalmente cuento con su presencia.

No era una pregunta. Luisa Casati raramente las formulaba y en general hacía caso omiso de la respuesta. Vivía sobre el Gran Canal, en un palacio de mármol pórfido y lapislázuli que amenazaba ruina, pero tapizado de Romántica hiedra y de glicinas. Era la Casa Dario, donde ella había acondicionado unos salones grandiosos. Allí vivía entre objetos preciosos, pieles y vajilla de oro, rodeada de gigantescos sirvientes negros a los que vestía, según su estado de ánimo, de príncipes orientales o de esclavos. Las fiestas que daba eran asombrosas, pero a Morosini no siempre le gustaba su originalidad. Como una famosa noche en que, al bajar de la góndola, hubo que pasar entre dos tigres de buen tamaño y de lo más vivos, para ver a continuación que los antorcheros distribuidos a lo largo de la escalera eran jóvenes gondoleros prácticamente desnudos y pintados de oro, como consecuencia de lo cual uno de ellos murió en el transcurso de la noche. Aquel drama no hizo sino añadir un toque siniestro a la leyenda de Luisa Casati, que iba en aumento desde que, para permitir bailar a doscientos invitados, había alquilado la Piazzetta, que fue cerrada para el vulgo mediante un cordón de criados suyos vestidos con taparrabos rojos y unidos entre sí con cadenas doradas. Lo cierto era que no había excentricidad que no se le atribuyera. Incluso se decía que en su mansión francesa de Vésinet, el encantador palacio Rosa que le había comprado a Robert de Montesquiou, criaba serpientes. Cosa que, por lo demás, era rigurosamente cierto.

Morosini, que no se sentía tentado por el famoso baile, respondió que no estaba libre. Las cejas de color azabache se alzaron ligeramente.

—¿Se ha convertido en comerciante hasta el punto de olvidar que no se rechaza vivir un instante de eternidad en mi casa?

—Pues sí —dijo Morosini, a quien la repetición de la etiqueta ya empezaba a molestar—. El comercio tiene esta clase de exigencias. Esta noche me voy a Ginebra para cerrar una operación importante. Tendrá que disculparme.

—¡Ni lo sueñe! No tiene más que telefonear diciendo que ha pillado la gripe y que irá más adelante. A los suizos les horrorizan los microbios. ¡Vamos, deje de hacerse de rogar! Sobre todo si desea oír noticias de una dama a la que quería mucho.

Algo se estremeció en los alrededores del corazón de Aldo.

—He querido a unas cuantas.

—Pero a esta más que a las demás. Al menos todo Venecia estaba convencido de ello.

Morosini, turbado, no sabía qué contestar. Fue la compañera de la marquesa, la criatura «resignada», quien lo sacó del apuro avanzando hasta situarse en primer plano y diciendo con cierta impaciencia:

—¿No cree, Luisa, que ya va siendo hora de que me presente al señor? No me gusta mucho que me dejen de lado.

—Tiene razón, señora, es imperdonable —dijo Aldo sonriendo—. Soy el príncipe Morosini y le suplico que me disculpe, no sólo por haber sido tan grosero como mi amiga, sino además por haber estado ciego.

La dama era encantadora. No debía su belleza ni a la luz irisada del Adriático, ni a sus ropas elegantes, ni a su discreto maquillaje. Delgada y rubia, llevaba un traje sastre de seda de color crudo, de un corte perfecto que no tenía nada que ver con el «cucurucho de patatas fritas» de Mina van Zelden. Pese al descontento que expresaba, su voz era dulce y melodiosa. En cuanto a sus ojos gris claro, eran insondables de tan transparentes. Una preciosidad de criatura.

—Vaya —dijo la marquesa con un buen humor inesperado—, menuda reprimenda me ha caído. Pero es verdad que tengo cierta tendencia a monopolizar el primer plano de la escena. Perdóneme, querida, y puesto que él se ha presentado solo, permita que le diga yo quién es usted. Aldo, le presento a lady Mary Saint Albans, que ha venido expresamente para bailar en mi casa. Una razón más para que venga usted. Y ahora tenemos que marcharnos.

Sin esperar la respuesta y haciendo un último gesto amistoso, Luisa Casati se dirigió hacia la góndola con la proa de plata que la esperaba. La bella inglesa se volvió para obsequiar con una sonrisa al que dejaban allí. Bastante desorientado, por cierto, y sin saber muy bien qué hacer. Por la emoción que lo embargaba ante la idea de tener por fin noticias de Dianora, debía admitir una vez más que no estaba recuperado. ¿Tendría suficiente fortaleza para no obedecer la orden de Luisa? El cliente al que tenía que ver era importante. Por otra parte su orgullo se rebelaba ante la idea de correr como un perrito bien adiestrado en busca del terrón de azúcar que le estaban ofreciendo.

Quizás habría permanecido un buen rato más sin moverse del sitio, siguiendo con mirada distraída la estela púrpura de la dama de los lirios negros, si no hubiera sonado de pronto una voz que decía en tono divertido:

—¿Qué estaba diciendote la Hechicera? ¿Llevaba hoy la máscara de Medusa?

Decididamente, estaba escrito que Morosini llegaría tarde a la cita, que ahora le volvía a la memoria. Dejando escapar un leve suspiro, se volvió para mirar a su prima Adriana.

—Como si no la conocieras… Me ordenaba ir al baile que da esta noche, cuando tengo otra cosa que hacer.

Adriana se echó a reír. Estaba bellísima y parecía de excelente humor. Vestida con un traje de chaqueta blanco y negro a la última moda y tocada con un encantador sombrero blanco con una pluma negra, ofrecía una imagen de elegancia perfecta.

—Pues es tan fácil como no ir. Sería capaz de hacer que su pantera te devorase y quizás incluso de arrojarte a su vivero, donde según dicen las malas lenguas cría morenas, siguiendo la gran tradición de los emperadores romanos.

—Es muy capaz. Claro que eso no quita que en su casa se coma divinamente.

—En Momin también. Deberías invitarme a comer; tengo mucha hambre y hace tiempo que no charlamos.

—Lo siento, pero no puedo. Bathory debe de estar ya esperándome en Pilsen.

—¿El hombre de los esmaltes campeados?

—Exacto. No puedo invitarlo a mi casa porque, como sólo le gusta la choucroute, Celina lo considera un bárbaro inaceptable. Pero, repito, lo siento muchísimo. Estás espléndida.

Adriana se puso a girar sobre sí misma, como si fuera una maniquí, riendo.

—Es increíble lo que puede hacer la magia de un costurero de París, ¿verdad? Llevo una de las últimas creaciones de Madeleine Vionnet… y una parte del Longhi que vendiste tan bien en mi nombre. Y no me digas que es una locura; si quiero casarme, tengo que cuidar mi aspecto. Por cierto, si vas con retraso, pongámonos en marcha. Te acompaño hasta Pilsen.

La pareja estaba llegando a la famosa taberna abierta en Venecia en tiempos de la ocupación austríaca y cuyo pequeño jardín seguía acogiendo a un numeroso contingente de amantes de los embutidos genuinos, cuando de repente apareció Mina, colorada, jadeando y con la cabeza descubierta. Ni siquiera se había entretenido en ponerse el sombrero y parecía muy alterada:

—Gracias a Dios que todavía no se ha sentado a la mesa —dijo.

—Pero bueno, ¿es una conspiración o qué? Se diría que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para impedirme comer aquí. ¿Qué le pasa, Mina? Espero que no se trate de nada grave —añadió, más serio.

—No creo, pero ha llegado este telegrama de Varsovia y me ha parecido que debía ser informado enseguida. Si quiere acudir a esa cita, tiene que tomar el tren de París a última hora de la tarde para llegar a tiempo de coger el Nord-Express que sale mañana por la noche, y yo tengo que reservar los billetes.

Había sacado del bolsillo un papel azul y lo tendía completamente desplegado. Sin decir nada Morosini leyó el telegrama, que era bastante corto:

«Si esta interesado en negocio excepcional, estaré encantado de verlo en Varsovia el 22. Vaya hacia las ocho de la tarde a la taberna Fukier. Un cordial saludo. Simon Aronov.»

—¿Quién es? —preguntó Adriana, que con el desenfado de la familiaridad se había arrogado el derecho de leer por encima del hombro de su primo.

Demasiado sorprendido para oír la pregunta, Morosini no contestó. Estaba pensando, pero, como la condesa insistía, se guardó el telegrama en el bolsillo y sonrió con aparente despreocupación.

—Un cliente polaco. Muy interesante, por cierto. Mina tiene razón, vale más que me vaya a casa.

—Me parece muy bien, pero ¿y el húngaro?

—Es verdad, casi me olvido de él.

Se quedó un momento pensativo antes de decidir:

—Oye, ya que estás aquí y tienes hambre, vas a hacerme un gran favor: ve a comer en mi lugar con Bathory. Le dices a Scapini, el maître, que sois mis invitados.

—¿Que nosotros…? Pero ¿qué voy a decirle yo a ese hombre?

—Pues que he tenido que ausentarme y te he rogado que le hagas compañía. No le sorprenderá porque ya te conoce, e incluso puedo asegurarte que se alegrará mucho. Le gustan las mujeres guapas tanto o más que los esmaltes del siglo XII, y si por ventura se enamora de ti harás el mejor negocio de tu vida. Es viudo, más noble que nosotros dos juntos puesto que es de sangre real y riquísimo, y posee tierras en las que el sol no se pone casi nunca.

—Es posible, pero la última vez que lo vi olía a caballo.

—¡Normal! Como todos los húngaros de rancio abolengo, es mitad hombre y mitad caballo. Tiene unos establos magníficos y monta como un dios. Lo uno va por lo otro.

—No vayas tan deprisa. La puszta no me tienta más que pasar la vida a lomos de un centauro. Además…

—Adriana, estás haciéndome perder tiempo. Ve a comer con él. Los esmaltes se los enseñas mañana. Los prepararé y se los dejaré a Mina con los precios… Hazlo por mí, te compensaré —añadió en el tono acariciador que sabía adoptar en determinadas ocasiones y que raramente dejaba de surtir efecto.

Un instante después, Adriana Orseolo hacía en Pilsen una entrada digna de la marquesa Casati. Nada más cruzar ella la puerta, Morosini, seguido de su secretaria, dio media vuelta hacia San Marco para abordar su barco.

El telegrama que llevaba en el bolsillo lo desazonaba un poco, pero sobre todo le producía esa excitación especial del cazador que encuentra unas huellas recientes. Recibir una invitación de un personaje casi mítico no era nada corriente.

Porque, pese a ser desconocido para el gran público, el nombre de Simon Aronov era legendario en el círculo restringido, cerrado y secreto de los grandes coleccionistas de joyas. Y, si bien las figuras de lord Astor, de Nathan Guggenheim, de Pierpont Morgan y del joyero neoyorquino Harry Winston aparecían en las grandes ventas internacionales, no sucedía lo mismo con la de Simon Aronov, a quien nadie había visto nunca.

Cuando se anunciaba una importante venta de joyas antiguas en algún lugar de Europa, un hombrecillo discreto con perilla y bombín iba a ocupar un asiento en la sala. No abría la boca, se limitaba a hacer gestos discretos dirigidos al subastador; que siempre lo trataba con una gran reverencia, y se llevaba piezas que hacían llorar de rabia a los conservadores de los museos.

Se había acabado por saber que se llamaba Élie Amschel y que era el hombre de confianza de un tal Simon Aronov, cuya permanente ausencia él explicaba sin ambages que se debía a una imposibilidad física, aunque se cerraba como una ostra cuando le hacían otras preguntas, empezando por el lugar de residencia de su jefe. Las únicas direcciones conocidas de ese judío, que debía de ser inmensamente rico, eran las de los bancos suizos que gestionaban su fortuna. En cuanto al pequeño señor Amschel, compraba, de vez en cuando vendía y, siempre callado, discreto y cortés, desaparecía para reunirse en la salida de las salas de venta con un cuarteto de guardaespaldas de rasgos asiáticos, fornidos y tan acogedores como una jaula de hierro.

La misteriosa personalidad de Simon Aronov despertaba la curiosidad de muchos, pero el mundo hermético de los coleccionistas tenía leyes que podía resultar peligroso transgredir, la más importante de ellas la del silencio.

Mientras se dirigía a su casa, Morosini observaba a su secretaria por el rabillo del ojo. Ya no quedaba ni rastro de la agitación desacostumbrada que le había producido el telegrama. Sin un cabello fuera de su sitio, permanecía sentada en la popa de la lancha, muy erguida, con las manos cruzadas sobre las rodillas, mirando distraídamente el paisaje familiar. La especie de pasión que había desencadenado en ella el extraño mensaje se había borrado como una ondulación provocada por una repentina ráfaga de viento en las aguas de un lago.

—Mina —dijo de pronto Morosini—, ¿qué sabe usted de Simon Aronov?

—No le entiendo, señor.

—Pues es muy sencillo. ¿Cómo ha sabido que un telegrama firmado con ese nombre podía ser lo suficientemente importante para hacerme cambiar de planes y llevarme a toda prisa a la otra punta de Europa.

—Bueno…, es un nombre muy conocido entre los coleccionistas.

—Sí, pero no recuerdo haber hablado de él hasta ahora.

—Le falla la memoria, señor. Creo recordar incluso que fue en relación con la colección de perlas negras de esa cantante francesa recientemente fallecida, Gaby Deslys. Además, usted sabe que trabajé algún tiempo con un diamantista de Amsterdam. Si considera que he hecho mal en molestarlo —añadió en un tono ofendido—, le ruego que me disculpe y…

—No diga tonterías. Por nada del mundo querría faltar a esa cita.

Por nada del mundo, en efecto. La mirada de Aldo se posó un instante sobre los mosaicos azules y verdes del palacio Dario, fascinante y precioso con su hiedra y las adelfas que protegían la entrada. La góndola con la proa de plata estaba amarrada a uno de los palli de rayas negras y blancas. Rechazar la invitación de Luisa Casati podía suponer exponerse a perder su última posibilidad de volver a ver a Dianora, así como a convertir a la marquesa en una enemiga. Sin embargo, ni siquiera a ese precio renunciaría a ir a Polonia. Sentía una especie de cobarde alivio al verse protegido así de un peligro grave, pues, siendo supersticioso como todo buen veneciano, no distaba mucho de ver el papel arrugado que descansaba en su bolsillo como una señal del destino. Unas horas más tarde, tomaría el tren y olvidaría incluso el recuerdo de Luisa Casati.

—Una cosa, Mina —dijo—, ¿por qué me manda a París a tomar el Nord-Express? ¿No sería más sencillo ir a buscar el Trieste-Viena y enlazar con el Viena-Varsovia?

La mirada que su secretaria le lanzó a través de los cristales de las gafas estaba cargada de desaprobación.

—No sabía que le gustaran los vagones de ganado. A juzgar por lo que dicen, el confort del Nord-Express es perfecto, además de que llegará a Varsovia veinticuatro horas antes que con el tren de Viena, que sólo sale los jueves.

Morosini se echó a reír.

—¿Cómo es posible que siempre tenga razón? Una vez más, me ha derrotado en toda la línea. ¡Qué haría yo sin usted!

Una vez en casa, Morosini escribió a la marquesa Casati una carta disculpándose. Luego escogió de sus salones un pequeño antorchero antiguo que representaba a un esclavo negro con un taparrabos dorado y llamó a Mina.

—Encárguese de que lleven esta carta y esta fruslería a doña Luisa Casati en cuanto yo haya salido de casa, pero en ningún caso antes —indicó.

La muchacha miró el presente con ojo crítico.

—¿Dos o tres docenas de rosas no serían suficientes?

—Ella consume por lo menos un centenar de rosas al día. Sería como si le mandara un manojo de espárragos o unas chuletas. Esto es más apropiado.

Mina masculló algo sobre el gusto de la dama por los esclavos negros que a Aldo le pareció divertido.

—¿Se ha aficionado a los chismorreos, Mina? Me gustaría tener tiempo de comentar con usted las preferencias de nuestra amiga, pero mi tren sale dentro de tres horas y todavía tengo muchas cosas que hacer.

Dicho esto, se fue en busca de Zaccaria, ocupado ya en preparar su maleta con la duda del tiempo que hacía en Varsovia en abril. Estaba convencido, sin saber muy bien por qué, de que se hallaba a pocos pasos de una aventura apasionante.

Estaba bajando de nuevo para preparar los esmaltes del conde Bathory y ordenar unos papeles cuando la voz de Mina alternando con otra llegó hasta sus oídos. Era evidente que su secretaria estaba interpretando uno de sus papeles preferidos: el de perro guardián.

—Es imposible que el príncipe la reciba en este momento, milady. Se dispone a salir de viaje y tiene muy poco tiempo, pero si yo puedo serle de alguna utilidad…

—No. Quiero verlo a él y es muy importante. Dígale que serán sólo unos minutos, por favor.

Aldo, que tenía muy buen oído, reconoció de inmediato aquel timbre dulce y cantarín: la bella lady Saint Albans, a la que había conocido siguiendo los pasos de Luisa Casati. Intrigado, pues se preguntaba qué querría de él, empezó por consultar el reloj, decidió que podía tomarse un cuarto de hora y se dirigió hacia las dos mujeres.

—Gracias por su celo, Mina, pero podré concederle una entrevista a la señora. Muy breve, eso sí. ¿Tiene la bondad de acompañarme a mi despacho, lady Saint Albans?

Ella asintió con una inclinación de cabeza y Morosini pensó que, decididamente, poseía una gracia indiscutible.

—Bien —dijo tras haberle ofrecido asiento—, ¿cuál es ese asunto que no puede esperar? ¿No podíamos haber hablado de ello cuando nos vimos antes?

—De ninguna manera —contestó ella categóricamente—. No acostumbro a hablar en un lugar público sobre algo en lo que tengo gran interés.

—Estoy plenamente de acuerdo. Entonces dígame ahora qué es lo que tanto le interesa.

—El brazalete de Mumtaz Mahal. Estoy segura de que mi tío se lo trajo hace un rato y he venido a pedirle que me lo venda.

Pese a su sorpresa, Morosini no se inmutó.

—¿Puedo preguntarle en primer lugar quién es su tío? La información que me da es un poco escasa para identificarlo.

—Lord Killrenan, ¿quién si no? Me sorprende que haya que precisárselo. Ha venido a verlo esta mañana, y el objeto de su visita no podía ser otro que la venta del brazalete.

Con expresión repentinamente severa, Aldo se levantó para indicar que no tenía intención de proseguir el diálogo.

—Sir Andrew era un gran amigo de mi madre, lady Mary. Desea continuar esa amistad conmigo y nunca ha hecho escala en Venecia sin venir a pasar un rato en nuestra casa. ¿Cómo puede ignorar su sobrina ese detalle?

—Soy pariente suya por alianza y sólo hace un año que estoy casada. Debo añadir que no me tiene mucho afecto, pero como no se lo tiene a nadie no hay motivos para que me sienta ofendida.

—¿Sabe su tío que está usted en Venecia?

—Me habría guardado mucho de decírselo, pero, al enterarme de que iba a hacer escala aquí antes de regresar a la India, he venido tras él —añadió con una media sonrisa, levantando sus bonitos ojos grises hacia su interlocutor—. En cuanto al brazalete…

—Yo no tengo ningún brazalete —la interrumpió Morosini, optando por cumplir las órdenes de su viejo amigo: la joya no debía ser vendida, bajo ningún concepto, a uno de sus compatriotas, y Mary Saint Albans era inglesa—. Sir Andrew ha venido a despedirse antes de emprender ese gran viaje que no sabe cuándo acabará.

—¡Es imposible! —exclamó la joven, levantándose también—. Tengo la seguridad de que llevaba el brazalete encima y juraría que lo ha dejado en sus manos. Príncipe, se lo ruego, daría todo cuanto tengo por esa joya.

Estaba cada vez más bonita e incluso bastante conmovedora, pero Aldo se negó a dejarse enternecer.

—Ya se lo he dicho, lo único que sé de ese objeto es que, durante su última visita, hace más de cuatro años, sir Andrew quiso regalárselo a mi madre, de la que estaba enamorado desde hacía años, pero que ella lo rechazó. Lo que ha podido hacer de él después…

—Lo sigue teniendo, estoy segura, y ahora se ha marchado.

Parecía realmente desesperada, retorciéndose las manos de forma compulsiva mientras las lágrimas afloraban a sus ojos transparentes. Aldo no sabía qué hacer cuando, de repente, lady Saint Albans se acercó a él casi hasta tocarlo. Pudo oler su perfume, ver de muy cerca sus bonitos ojos implorantes.

—Dígame la verdad, se lo suplico. ¿Está completamente seguro de que no lo ha dejado aquí?

Estaba a punto de enfadarse, pero optó por echarse a reír.

—¡Qué obstinación la suya! Esa joya debe de ser excepcional para que desee apropiársela.

—Lo es. Es una pura maravilla. Pero ¿se la ha enseñado al menos?

—¡Dios mío, no! —dijo Morosini con desenvoltura—. Seguro que sospechaba que podría surgirme el mismo deseo que a usted de adquirirla. ¿Sabe lo que pienso?

—¿Se le ha ocurrido algo?

—Sí, algo muy de su estilo: en vista de que no pudo regalársela a la mujer que amaba, va a llevarla de vuelta a la India. Eso explicaría este nuevo viaje. Va a devolvérsela a Mumtaz Mahal. En otras palabras, a vendérsela a alguien de allí.

—Es verdad —dijo ella, suspirando—, eso sería muy típico de él. En tal caso, debo tomar otras medidas.

—¿Acaso está pensando en ir tras él?

—¿Por qué no? Para ir a la India, hay que pasar por el canal de Suez, y todos los barcos hacen escala en Port Said.

«Esta mujer es capaz de montar en el primer barco que salga —pensó Morosini—. Hay que imponer calma de inmediato.»

—Sea un poco razonable, lady Mary. Aunque dé alcance a sir Andrew en Egipto, no tendrá muchas más posibilidades de conseguir lo que quiere. A no ser que no le haya dicho que desea poseer esa joya.

—Sí que se lo he dicho, sí. Y me contestó que no pensaba ni venderla ni darla, sino quedársela para él.

—¿Lo ve? ¿Cree que se mostrará más comprensivo a la sombra de una palmera que a orillas del Támesis? Debe resignarse pensando que hay muchas otras joyas en el mundo que una mujer rica puede permitirse comprar. En última instancia, ¿por qué no encarga a un joyero que le haga una copia, con ayuda de un dibujo?

—Una copia no tendría ningún interés. Lo que yo deseo es el brazalete auténtico, porque era un presente de amor.

Aldo empezaba a pensar que la entrevista se eternizaba cuando Mina, que debía de pensar lo mismo, llamó discretamente y entró.

—Le pido disculpas, príncipe, pero le recuerdo que tiene que tomar el tren y que…

—¡Señor, lo había olvidado. Gracias por recordármelo, Mina. Lady Saint-Albans —añadió, volviéndose hacia la joven—, me veo obligado a despedirme de usted, pero, en el caso de que tenga noticias, no dejaré de comunicárselas si me da una dirección.

—Sería muy amable por su parte.

Parecía que se había tranquilizado. Sacó del bolso una pequeña tarjeta, se la dio y, tras intercambiar unas banales fórmulas de cortesía, salió por fin del despacho de Aldo escoltada por Mina.

Cuando su visitante se hubo marchado, el príncipe se quedó unos instantes pensando. ¡Qué pena que esa vieja mula de Killrenan no aceptara complacer a su bonita sobrina! En el fondo, el destino normal de una joya hermosa es mucho más que la luzca una mujer encantadora que permanecer en la caja fuerte de un coleccionista. Y como él tenía buen corazón, redactó un corto mensaje destinado a sir Andrew, preguntándole de forma encubierta si no revisaría su forma de pensar en favor de su sobrina. Mina se las arreglaría para hacerlo llegar a bordo del Robert-Bruce cuando hiciera escala en Port Said. De todas formas, Aldo no tenía ninguna prisa por vender ese pequeño tesoro, que se concedió el tiempo de contemplar otra vez antes de subir a cambiarse de ropa para el viaje y reunirse con Zian en la lancha, que el joven manejaba tan bien como la góndola.

Un rato después, iba camino de Francia.


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