2 La cita

Hacía un tiempo horrendo. Una aguanieve insidiosa caía de un cielo encapotado cuando Aldo Morosini salió de la estación de Varsovia. Un pequeño coche de punto lo condujo por la ruidosa calle Marzalskowska, llena de anuncios luminosos, hasta el hotel Europa, uno de los tres o cuatro establecimientos de lujo de la capital. Tenía hecha una reserva y le dieron, con todas las muestras de la más exquisita educación, una inmensa habitación pomposamente amueblada y provista de un cuarto de baño contiguo igual de majestuoso, pero cuya calefacción, más discreta que la decoración, le hizo añorar el estrecho sleeping forrado de caoba y de moqueta que había ocupado en el Nord-Express. Varsovia aún no había recuperado la elegancia refinada y el confort que le eran propios antes de la guerra.

Aunque estaba muerto de hambre, Morosini no bajó al comedor. Dado que Polonia era un país donde se comía entre las dos y las cuatro y donde la cena no se servía nunca antes de las nueve, pensó que tenía el tiempo justo de ir a ver a Aronov y se conformó con pedir que le subieran vodka acompañado de unos zakuskis de pescado ahumado.

Reconfortado por ese refrigerio, se puso una pelliza y el gorro de piel que llevaba gracias a la previsión de Zaccaria, y salió del hotel Europa después de haber preguntado el camino que debía seguir, que no era muy largo. Había parado de llover y a Morosini nada le gustaba tanto como caminar por una ciudad desconocida. Según él, era la mejor manera de conectar con ella.

Por la Krakowkie Przedmiescie, llegó a la plaza Zamkowy, cuyo trazado poco armonioso quedaba aplastado por la imponente masa del Zamek, el castillo real con sus torres verdeantes. Se contentó con echarle un vistazo, prometiéndose volver para visitarlo, y se adentró en una calle silenciosa y mal iluminada que lo condujo directo al Rynek, la gran plaza donde constantemente latía el corazón de Varsovia. Allí fue donde, antes de 1764, los reyes de Polonia, con los trajes de la coronación, recibieron las llaves de oro de la ciudad y acto seguido nombraron a los caballeros de su Milicia Dorada.

La plaza, donde seguía habiendo mercado, era noble y bonita. Sus altas casas renacentistas, con los postigos forrados de hierro, conservaban con mucha gracia, bajo los largos tejados oblicuos, un poco de sus pasados sucesivos. Algunas de esas moradas patricias antes estaban pintadas y quedaban huellas de ello.

La taberna Fukier, lugar de cita, ocupaba una de las más interesantes de estas casas, pero como la entrada, desprovista de letrero, estaba oscura, Morosini tuvo que preguntar antes de darse cuenta de que se hallaba situada en el número 27. Aquel edificio no sólo era venerable sino también célebre. Los Fugger, poderosos banqueros de Augsburgo, rivales de los Médicis, que habían llenado Europa con su riqueza y prestado dinero a numerosos soberanos, empezando por el emperador, se habían instalado allí en el siglo XVI para comerciar en vinos, y sus descendientes, tras haber adaptado su apellido al polaco convirtiéndolo en Fukier, continuaban ejerciendo el mismo negocio. Sus profundas bodegas, repartidas en tres pisos, eran quizá las mejores del país además de un lugar histórico: en 1830 y 1863, sirvieron para celebrar las reuniones secretas de los insurrectos.

Aldo sabía todo eso desde hacía poco y entró con cierto respeto en el vestíbulo, de cuya bóveda colgaba el modelo de una fragata. En una de las paredes, una cabeza de ciervo dirigía una mirada un tanto bizqueante hacia un ángel negro, sentado sobre una columna, que llevaba una cruz. Pasado este, se encontró en la sala reservada a los degustadores. Estaba amueblada en ese roble macizo que, con el tiempo, adquiere un bonito color oscuro y brillante. Una serie de grabados antiguos ornaban el artesonado.

Si no se tenía en cuenta la decoración, la taberna era similar a muchos otros cafés. Hombres sentados en torno a las mesas bebían vinos de procedencias diversas charlando y fumando. Después de haberla recorrido con la mirada, Morosini fue a sentarse a una mesa y pidió una botella de tokay. Se la llevaron totalmente polvorienta, con su etiqueta donde figuraba la descripción que se remontaba a la época de los Fugger: Hungariae natum, Poloniae educatum

El príncipe miró el vino de color ámbar durante unos instantes antes de aspirar su aroma y mojarse los labios con él. Y sólo lo hizo después de haber hecho un brindis mudo por las sombras de todos los que habían ido a beber allí antes que él: embajadores de Luis XIV o del rey de Persia, generales de Catalina la Grande, mariscales de Napoleón, Pedro el Grande, casi todos los hombres ilustres de Polonia y especialmente los heroicos guerrilleros que intentaban acabar con el yugo ruso.

El vino era espléndido y Morosini lo tomó con auténtico placer siguiendo las evoluciones de la bonita camarera rubia cuya cintura flexible se movía bajo las cintas multicolores del traje nacional. Una agradable euforia comenzaba a deslizarse por sus venas cuando, de pronto, la conocida figura del pequeño señor Amschel, con su bombín y su corrección perfecta, apareció en la puerta.

Sus ojos vivos localizaron enseguida al veneciano y se acercó a él rápidamente con la sonrisa de quien encuentra a un amigo.

—¿Llego tarde? —preguntó en un francés desprovisto de acento.

—De ningún modo. Yo he venido antes de la hora, quizá porque tenía cierta prisa por llegar a esta cita. Además, no conozco Varsovia.

—¿No había venido nunca? Me sorprende. Los italianos siempre han apreciado nuestra ciudad, sobre todo los arquitectos. Por ejemplo, los que construyeron las casas del Rynek. Siempre se han sentido aquí como en su casa. En cuanto a usted, príncipe, sus relaciones familiares deberían abrirle muchas puertas en Polonia. La alta aristocracia europea no conocía muchas fronteras hasta esta guerra.

—Es verdad. Tengo aquí algunos primos lejanos y mi padre contaba con muchos amigos. Venía con frecuencia a cazar en los Tatras. Pero este viaje quizá no sea el mejor momento para reanudar antiguas relaciones. Si me atengo a lo poco que sé de quien le envía y a esta curiosa cita en una taberna, me parece que se impone la discreción.

—Sin ninguna duda, y le agradezco que se haya dado cuenta. Espero que haya tenido un viaje agradable.

—Muy satisfactorio…, pese a que disponía de muy poco tiempo y me era imposible enviar una respuesta, ya que su telegrama no llevaba dirección.

El tono de Morosini delataba un ligero descontento que no pasó inadvertido a su compañero, cuyo semblante se entristeció.

—Crea que somos conscientes de ello, pero, cuando sepa por qué ha sido invitado a venir aquí, espero que nos lo perdone. Debo añadir que en caso de que se hubiera retrasado tenía la orden de venir a esperarlo todas las noches a la misma hora durante un mes.

—¿Estaban entonces seguros de que vendría?

—Confiábamos en que sí —dijo Amschel con gran cortesía.

—Contaban, con sobrada razón, con la reputación de…

—… Mi señor. Es el término apropiado —dijo gravemente el hombrecillo, sin dar más explicaciones.

—Y, por supuesto, con la curiosidad que suscita el misterio de que se rodea. Un misterio que no parece dispuesto a desvelar, puesto que quien está aquí es usted y no él.

—¿Qué creía? Mi misión es conducirlo a su presencia cuando haya terminado de beberse el vino.

—¿Gusta usted? Está delicioso.

—¿Por qué no? —aceptó alegremente el hombrecillo, que compartió el tokay y las pastas que lo acompañaban con visible placer. Tras lo cual, cogió una hoja de papel de seda de una especie de florero colocado en el centro de la mesa para limpiarse los labios y los dedos antes de consultar su reloj de bolsillo, una pieza antigua de plata nielada—. Si nos vamos ya, llegaremos más o menos a la hora prevista —dijo—. Gracias por este agradable rato.

Al salir de la taberna, los dos hombres se internaron en la semioscuridad del Rynek, apenas turbada por las pequeñas lámparas de petróleo que iluminaban las casetas con ventanilla de los vendedores de cigarrillos. Uno detrás del otro, llegaron a las inmediaciones del barrio judío, que bullía de actividad durante el día pero por la noche se sumía en el silencio.

En la entrada de una calle señalada por dos torres, se cruzaron con un hombre delgado de ojos llameantes, en cuyo rostro oriental destacaba una barba pelirroja. Alto y un poco encorvado, llevaba una levita negra y un casquete redondo y rígido del que surgían largos mechones retorcidos. El hombre andaba a paso sigiloso, como los gatos, y tras haber saludado a Élie Amschel, desapareció tan deprisa como había aparecido, dejando a Morosini la extraña impresión de haberse cruzado con el símbolo del gueto, con la sombra misma del judío errante.

Siguiendo a su guía, el príncipe tomó una callejuela tortuosa, tan estrecha que parecía una falla abierta entre dos rocas bajo un cielo invisible. El adoquinado de la calle principal, donde se incrustaban los raíles del tranvía, dejaba paso ahora a gruesas e irregulares piedras, procedentes con toda probabilidad del lecho del Vístula y sobre las que no debía de resultar agradable aventurarse con zapatos de tacón alto. Pese a todo, tiendas cerradas donde se anunciaban vendedores de muebles, joyeros, traperos y vendedores de curiosidades jalonaban el angosto pasillo. El rótulo de estos últimos despertó en el príncipe anticuario el viejo demonio de la caza del objeto. ¿Habría maravillas detrás de aquellos postigos mugrientos?

La calle desembocaba en una pequeña plaza con una fuente. Allí se detuvieron. Sacando una llave del bolsillo, Amschel se acercó a una casa alta y estrecha, subió los dos peldaños de piedra que conducían a la puerta, junto a la que se veía la inevitable hornacina ritual, y abrió.

—Hemos llegado a mi casa —dijo, apartándose para dejar que su compañero penetrara en un estrecho vestíbulo, casi totalmente invadido por una empinada escalera de madera, y después en una habitación bastante confortable, donde había varias estanterías dispuestas alrededor de una gran estufa cuadrada que despedía un agradable calor y de una amplia mesa cargada de papeles y de libros. Unos sillones tapizados invitaban a sentarse, cosa que Morosini se disponía a hacer, pero Élie Amschel atravesó esa sala para acceder a una especie de cuchitril ocupado por varias lámparas de petróleo colocadas sobre un baúl.

El hombrecillo encendió una; luego, apartando la gastada alfombra, dejó a la vista una trampilla de hierro y la levantó. Aparecieron los peldaños de una escalera de piedra que bajaba.

—Le mostraré el camino —dijo, levantando la lámpara.

—¿Tengo que cerrar la trampilla? —preguntó Morosini, un poco sorprendido por ese ceremonial. Pero Amschel le dedicó una amplia sonrisa.

—¿Para qué? Nadie nos persigue.

La misteriosa escalera conducía simplemente a una bodega en la que había lo que se puede esperar encontrar en una bodega: toneles, botellas llenas, botellas vacías y todo el material necesario para su uso y mantenimiento. Élie Amschel sonrió.

—Tengo algunos buenos reservas —dijo—. A la vuelta podríamos escoger una o dos botellas para que se reponga del viaje subterráneo que va a tener que realizar.

—¿Un viaje subterráneo? Pero yo no veo aquí más que una bodega…

—… que da a otra y a otras más. Casi todas las casas del gueto están unidas por una red de pasillos, de sótanos. A lo largo de los siglos, muchas veces nuestra seguridad ha dependido de esta inmensa madriguera. Es posible que todavía dependa de ella. Desde el fin de la guerra Polonia ha quedado libre del yugo ruso, pero nosotros, los judíos, no somos tan libres como el resto de la población. Por aquí, por favor.

Bajo la presión de su mano, un gran botellero giró junto con un lienzo de pared al que estaba sujeto, pero en esta ocasión Amschel cerró después de haber dejado pasar a Morosini, que evitaba hacerse preguntas, atento a la singular aventura que estaba viviendo.

Caminaron largo rato por una serie de galerías y de corredores cuyo suelo era en unos tramos de viejos ladrillos y en otros de tierra batida. De vez en cuando pasaban bajo una ojiva medio desmoronada, o bien sobre unos escalones resbaladizos, pero siempre un pasillo sucedía a otro con el mismo olor de moho y bruma, mezclado con tufos más humanos. Era un viaje alucinante a través del tiempo y de los sufrimientos de un pueblo que para sobrevivir había tenido que enterrarse en los dominios de las ratas y esperar allí, con el corazón en un puño, a que se alejaran los pasos de los asesinos. Con los ojos clavados en el bombín del hombrecillo que caminaba ante él, Aldo acabó por preguntarse si alguna vez llegarían a algún lugar. Debían de haber pasado hacía tiempo los límites del barrio judío, a no ser que, para no dejar una pista clara, el fiel servidor de Aronov hubiera decidido mezclar sus propias huellas. Algunos detalles vislumbrados a la luz amarilla de la lámpara parecían de pronto extrañamente familiares.

Morosini se inclinó para tocar a su guía en un hombro:

—¿Falta mucho todavía?

—Ya estamos llegando.

Al cabo de un momento, efectivamente, los dos hombres penetraron, después de abrir con una llave, en un sótano lleno de escombros. Una escalera, hábilmente disimulada entre las piedras caídas, se adentraba en una abertura de la pared y desembocaba en una puerta de hierro que debía de haber sido forjada en la época de la dinastía de los Jagellón. Sin embargo, por antigua que fuera, la puerta se abrió sin chirriar lo más mínimo cuando Amschel tiró tres veces de un cordón que colgaba en un hueco. En un segundo, Morosini cambió de mundo y avanzó varios siglos: un mayordomo vestido al estilo inglés se inclinó ante él al pie de una escalera recubierta con una alfombra rojo oscuro que conducía a una especie de galería. La única diferencia con un británico residía en las facciones del rostro, casi mongol e impenetrable. Bajo el traje bien cortado, los hombros de aquel hombre y la corpulencia de su torso revelaban una fuerza increíble. No dijo ni una palabra, pero, obedeciendo a una seña de Amschel, comenzó a subir la escalera seguido de los dos visitantes. Se abrió otra puerta y una voz grave y profunda, conmovedora como el canto de un violonchelo, dijo en francés:

—Pase, príncipe. Me alegro muchísimo de que haya venido.

El mayordomo liberó a Morosini de su pelliza en el umbral de una estancia que parecía una antigua capilla con bóveda de piedra de cruceros ojivales, aunque en el momento actual era una vasta biblioteca cuyas paredes desaparecían bajo una infinidad de anaqueles repletos de libros. Una gran mesa de mármol sobre travesaños de bronce sostenía un espléndido candelabro de siete brazos. En el suelo, cubierto de preciosos kilims, dos grandes hachones Luis XIV difundían una luz cálida que permitía ver la oscura estufa y, en el hueco de un panteón —prueba de que efectivamente se trataba de un antiguo santuario—, un arcón medieval cuyos cerrojos y complicadas protecciones debían de hacerlo más inexpugnable que cualquier caja fuerte moderna.

Aldo echó un rápido vistazo que abarcó todo eso, pero a continuación su mirada se detuvo para no volver a moverse. Simon Aronov estaba ante él, y el personaje era capaz de retener la atención más dispersa.

Sin saber muy bien por qué, mientras seguía a Élie Amschel por las entrañas del gueto, la imaginación de Morosini, siempre dispuesta a volar, había trazado una imagen pintoresca del hombre que lo esperaba al término de su viaje: una especie de Shylock con levita y sombrero alto de fieltro negro, un judío en la más pura tradición de los relatos medievales, habitante lógico de un sótano tenebroso. En lugar de eso se encontró con un igual, un caballero moderno que no habría desentonado en ningún salón aristocrático.

Tan alto como él pero quizás un poco más corpulento, Simon Aronov erguía una cabeza redonda, casi calva con excepción de una semicorona de cabellos grises, sobre una figura de elegancia severa, vestida con toda seguridad por un sastre inglés. Su rostro de piel bronceada, como es habitual en los que viven mucho en el exterior, estaba marcado por profundas arrugas, pero el brillo de su único ojo —el otro se ocultaba bajo un parche de piel negra—, de un azul intenso, a la larga debía de resultar insoportable.

Hasta que Aronov no se acercó a él apoyándose en un pesado bastón para compensar su pronunciada cojera, Morosini no se fijó en el zapato ortopédico que llevaba en el pie izquierdo, pero la mano que se tendía hacia él era hermosa.

—Le estoy infinitamente agradecido por haber aceptado venir aquí, príncipe Morosini —prosiguió la aterciopelada voz—, y espero que me perdone los trastornos que haya podido causarle el viaje en esta época de mal tiempo, así como las múltiples precauciones que me veo obligado a tomar. ¿Puedo ofrecerle algo reconfortante?

—Gracias.

—¿Un poco de café? Yo me paso el día bebiéndolo.

Como si la palabra fuese una fórmula mágica, el sirviente reapareció llevando una bandeja con una cafetera y dos tazas. Lo dejó todo junto a su señor y se marchó obedeciendo a una señal de este. El Cojo llenó una taza y el delicioso aroma cosquilleó de forma alentadora las fosas nasales de Aldo, que acababa de tomar asiento en un raro asiento gótico tapizado en piel.

—Unas gotas quizá —aceptó. Sin embargo, el tono prudente de su voz no escapó a su anfitrión, que se echó a reír.

—Aunque sea italiano, y por lo tanto exigente en esta materia, creo que puede tomar este café sin exponerse a que le dé un síncope.

Tenía razón: el café era bueno. Bebieron en silencio y Aronov fue el primero en dejar la taza.

—Supongo, príncipe, que está impaciente por conocer el motivo de mi telegrama y de su presencia aquí.

—Verlo ya representa suficiente satisfacción. Confieso que he llegado a preguntarme si no sería usted un mito, si existiría realmente. Y no soy el único. Muchos de mis colegas pagarían no poco por verlo de cerca.

—Tardarán en recibir esa satisfacción. Pero no crea que al actuar de este modo me dejo llevar por un gusto fuera de lugar por el misterio barato o la publicidad fácil. Para mí se trata de una simple cuestión de supervivencia. Soy un hombre que debe permanecer escondido si quiere tener una posibilidad de llevar a buen término la tarea que le corresponde.

—Entonces, ¿por qué hace una excepción conmigo?

—Porque lo necesito… A usted y a nadie más.

Aronov se levantó y con su paso desigual fue hasta la muralla donde se abría el panteón. Era uno de los dos únicos lugares de la vasta sala donde los libros dejaban un espacio libre; el otro lo ocupaba el encantador retrato de una niña de mirada grave, con vestido de cuello de encaje, pintado por Cornelis de Vos, cuya factura Aldo reconoció. Pero por el momento su atención se centraba en las manos del Cojo, que empujaban una piedra. Se oyó un clic y la tapa del enorme arcón se levantó. Aronov sacó un gran estuche antiguo de piel, descolorido por el uso, y se lo tendió a su visitante.

—Ábralo —dijo.

Morosini obedeció y se quedó boquiabierto ante lo que veía sobre un lecho de terciopelo negro que el paso del tiempo había vuelto verdoso: una gran placa de oro macizo, un rectángulo de unos treinta centímetros de largo sobre el que había doce rosetones de oro dispuestos en cuatro filas, con grandes piedras preciosas, todas diferentes, engastadas en la mayoría de ellos, pues cuatro estaban vacíos. Había una sardónice, un topacio, un carbúnculo, una ágata, una amatista, un berilo, una malaquita y una turquesa: ocho piedras perfectamente talladas, de igual tamaño y admirablemente pulidas. La única diferencia consistía en que unas eran más preciosas que otras. Por último, una gruesa cadena de oro sujeta a dos esquinas de esa joya bárbara permitía colgarla en torno al cuello.El extraño ornamento era sin duda muy antiguo y el tiempo había hecho su efecto, pues el oro estaba abollado en algunos puntos. Sopesándolo, Morosini se sentía asaltado por una multitud de interrogantes: estaba seguro de no haber visto jamás ese objeto y, sin embargo, le resultaba familiar. La voz grave de su anfitrión puso fin a sus esfuerzos por hacer memoria.

—¿Sabe lo que es?

—No. Parece… una especie de pectoral.

La palabra arrojó luz. En el momento en que la pronunciaba, su mente evocó el cuadro de Tiziano, un gran lienzo que estaba en el museo de la Academia de Venecia y donde el pintor había representado la presentación de la Virgen en el Templo. Vio con claridad al alto anciano vestido de verde y dorado, con una media luna de oro en el bonete, recibiendo al niño predestinado. Vio sus manos dando la bendición y su barba blanca, cuyas dos puntas acariciaban una joya exactamente igual.

—El pectoral del Sumo Sacerdote —susurró, impresionado—. Entonces, ¿existía? Yo creía que era fruto de la imaginación del pintor.

—Siempre ha existido, incluso después de haber escapado milagrosamente a la destrucción del Templo de Jerusalén. Los soldados de Tito no consiguieron apropiárselo. Sin embargo, confieso que me ha sorprendido que lo reconozca. Debe poseer usted una vasta cultura para haber identificado tan deprisa nuestra reliquia.

—No. Simplemente soy un veneciano que ama su ciudad y conoce más o menos todos sus tesoros, entre ellos los de la Academia. Lo que me asombra es que Tiziano representara el pectoral con tanta fidelidad. ¿Lo habría visto?

—Estoy seguro de que sí. La joya debía de encontrarse entonces en el gueto de Venecia, donde el maestro escogía a muchos de sus modelos. Incluso podría ser que el Sumo Sacerdote de su lienzo no fuera otro que Judá León Abrabanel, llamado León el Hebreo, que fue una de las eminencias intelectuales de su tiempo y quizás uno de sus guardianes. Sin embargo, el pincel mágico sólo pudo imaginar las piedras ausentes, las más preciosas, por supuesto.

—¿Cuándo desaparecieron?

—Durante el saqueo del Templo. Un levita consiguió salvar el pectoral, pero desgraciadamente lo mató un compañero, el que lo había ayudado. El hombre cogió la joya, pero, tal vez temiendo sufrir la maldición que siempre lleva aparejado el sacrilegio, no se atrevió a quedársela. Lo cual no le impidió desengastar el zafiro, el diamante, el ópalo y el rubí, o sea, las piedras más raras, con las que logró embarcar rumbo a Roma, donde su rastro se perdió. El pectoral, enterrado bajo montones de desperdicios, fue rescatado por una mujer que consiguió llegar a Egipto.

Atraído por la increíble placa de oro, en la que sus dedos vagaban de una piedra a otra, y acunado por la voz de Aronov, Morosini sentía a la vez la fascinación de las gemas y la de una historia de las que a él le gustaban.

—¿De dónde son? —preguntó—. La tierra de Palestina no produce mucha pedrería. Reunirlas debió de ser difícil.

—Las caravanas de la reina de Saba las trajeron de muy lejos para el rey Salomón. Pero ¿quiere que volvamos a la razón de su viaje?

—Por favor.

—Es bastante simple: me gustaría, si nos ponemos de acuerdo, que buscara para mí las piedras que faltan.

—¿Que yo…? ¿Está de broma?

—Ni por asomo.

—¿Unas piedras desaparecidas desde la noche de los tiempos? ¡No habla en serio!

—Al contrario, no puedo hablar más en serio; y además, las piedras no han desaparecido. Han dejado huellas, desgraciadamente sangrientas, pero la sangre es difícil de borrar. Debo añadir que poseerlas no da suerte, como suele suceder con los objetos sagrados robados. Pero, aun así, las necesito.

—¿Hasta ese punto le atrae la desgracia?

—Pocos hombres la conocen tan bien como yo. ¿Sabe lo que es un pogromo, príncipe? Yo lo sé porque viví el de Nizhni-Nóvgorod en 1882. A mi padre le clavaron clavos en la cabeza, a mi madre le arrancaron los ojos y a mi hermano pequeño y a mí nos tiraron por una ventana. Él murió en el acto; yo no. Conseguí huir, pero esta pierna y este bastón me mantienen vivo el recuerdo —añadió, golpeando aquélla con el extremo de este—. Como ve, sé lo que es la desgracia; por eso quisiera intentar apartarla de una vez por todas de mi pueblo. Y también por eso debo devolver al pectoral su integridad.

—¿Cómo podría acabar esta joya con una maldición que se remonta a hace diecinueve siglos?

Había sido una observación torpe y Morosini se dio cuenta al ver que en los labios de su anfitrión aparecía un pliegue de desdén, pero, considerando que no le correspondía a él cambiar la historia, no trató de rectificar. Aronov, sin hacer ningún comentario al respecto, continuó:

—Una tradición afirma que Israel recuperará su soberanía y su tierra ancestral cuando el pectoral del Sumo Sacerdote, que lleva engastadas las piedras simbólicas de las Doce Tribus, regrese a Jerusalén. No sonría. He dicho tradición, no leyenda.

—Sonrío por la belleza de la historia. Sin embargo, no imagino cómo podría ese sueño hacerse realidad.

—Volviendo en masa a nuestra tierra para obligar al mundo a reconocer un día un Estado judío.

—¿Y cree usted que eso es posible?

—¿Por qué no? Ya hemos empezado. En 1862, un grupo de judíos rumanos se instaló en Galilea, en Roscha Pina y en Samaria. El año siguiente unos polacos fundaron en Yesod Hamale, junto al lago Huleh, una colonia agrícola, un kibbutz. Luego, unos rusos se establecieron en los alrededores de Jaffa, y en este momento algunos jóvenes de aquí van a esa zona para hacerse pioneros. Es muy poca cosa, lo reconozco, y además la tierra es escabrosa, lleva demasiado tiempo sin ser cultivada. Hay que cavar pozos, llevar agua, y la mayoría de esos emigrantes son intelectuales. Y por si fuera poco, están los beduinos, que obligan a combatir.

—¿Y cree que la situación cambiaría si ese objeto volviera a su tierra?

—Sí, con la condición de que esté completo. La joya simboliza las Doce Tribus, la unidad de Israel. La utilidad de los símbolos reside en que despiertan el entusiasmo y alientan la fe. Pero le faltan cuatro piedras, o sea, cuatro tribus, y no de las menos importantes.

—En ese caso, ¿por qué no intenta reemplazarlas? Reconozco que, tratándose de piedras tan extraordinarias, puede resultar difícil, pero…

—No. Con las tradiciones y las creencias de un pueblo no cabe hacer trampas. Es preciso encontrar las piedras originales, a cualquier precio.

—¿Y cuenta precisamente conmigo para esa misión imposible? No le comprendo. Yo no tengo nada que ver con Israel, soy italiano y cristiano.

—Aun así, es a usted a quien quiero. Por dos razones: la primera es que usted posee una de las piedras, quizá la más sagrada de todas; la segunda, porque hace mucho tiempo se predijo que sólo el último dueño del zafiro podría encontrar las otras. Si a eso añadimos que, para mí, su profesión es una garantía de éxito…

Morosini se levantó suspirando. Le gustaban las historias hermosas, pero no los cuentos de hadas, y empezaba a sentirse cansado de este.

—Siento una gran simpatía por usted y por su causa, señor Aronov, pero debo rechazar su propuesta: no soy el hombre que necesita. O, suponiendo que alguna vez lo haya sido, ya no lo soy. Si tiene la amabilidad de hacerme acompañar…

—Todavía no. ¿Sus padres le legaron un soberbio zafiro asteroideo que, desde hace varios siglos, es propiedad de los duques de Montlaure?

—Ahí es donde se equivoca: lo era. De todas formas, no podía tratarse del suyo; este era una piedra visigoda procedente del tesoro del rey Recesvinto.

—Tesoro que provenía del de Alarico, otro visigodo, que en el siglo V tuvo el privilegio de saquear Roma durante seis días. Allí es donde se apoderó, entre otros objetos, del zafiro. Espere, voy a mostrarle algo.

Con ese paso irregular que le confería una especie de majestad trágica, Aronov se dirigió de nuevo hacia el arcón. Cuando volvió, una suntuosa joya relucía en su mano: un gran zafiro estrellado de un azul profundo y luminoso, sujeto por tres diamantes en forma de flor de lis que formaban la anilla del colgante. Nada más verlo, Morosini saltó:

—¡Pero si es la joya de mi madre! ¿Cómo es que está aquí?

—Piense un poco. Si lo fuera, no le pediría que me la vendiera. Es simplemente una copia, aunque fiel hasta en el menor detalle. Mire.

Con una mano, movía el zafiro, y con la otra, le tendía una potente lupa. Luego, señalando en la parte posterior de la piedra un minúsculo dibujo imperceptible a la vista, dijo:

—Es la estrella de Salomón, y todas las gemas del pectoral llevan la misma marca. Si examina la suya, descubrirá sin dificultad ese signo.

Aronov se sentó mientras Aldo tocaba el colgante con una sensación extraña: la semejanza era impresionante y había que ser un entendido para darse cuenta de que era falso.

—¡Es increíble! —murmuró—. ¿Cómo se ha podido hacer una copia tan perfecta? El zafiro montado de esta forma, que data de Luis XIV, no ha salido jamás de mi familia, y mi madre no se lo ponía.

—Reproducir el colgante es un juego de niños: existen varias descripciones minuciosas e incluso un dibujo. En cuanto a la fabricación de la piedra, es un secreto que deseo guardar. Pero sin duda habrá observado que la montura y los diamantes son auténticos. En realidad, he mandado hacer esta pieza para regalársela a usted, como complemento del precio que estoy dispuesto a pagar por la auténtica. Sé que le pido un sacrificio, pero le suplico que considere que está en juego el renacer de todo un pueblo.

En el ojo único, que la pasión por convencer hacía llamear, Morosini vio los mismos destellos azules que en el zafiro, pero su rostro se ensombreció.

—Creía que me había entendido antes cuando le dije que me era imposible ayudarle. Le cedería gustoso esa piedra; cuando volví de la guerra estaba dispuesto a venderla para salvar mi casa de la ruina. El problema es que ya no la tenía.

—¿Cómo? ¡Si la princesa Morosini se hubiera deshecho de ella, se habría sabido! ¡Yo me habría enterado!

—Alguien la «deshizo» de ella. En realidad, mi madre fue asesinada. Tiene razón al pensar que esas piedras no traen buena suerte.

Se hizo un silencio que el Cojo rompió con mucho tacto.

—Le pido humildemente que me perdone, príncipe. No podía imaginar ni por asomo… ¿Le importa decirme en qué circunstancias se produjo esa desgracia?

Aldo le contó el drama a aquel desconocido atento y efusivo, sin omitir su decisión de no informar a la policía e incluso añadiendo que estaba empezando a lamentarlo, puesto que después de todos esos años todavía no había encontrado el menor rastro.

—No lo lamente —dijo Simon Aronov—. Ese crimen es obra de un hábil asesino y sólo habría conseguido enredar las pistas. Lo único que deploro es no haber intentado ponerme antes en contacto con usted. Varios acontecimientos me lo han impedido y es una lástima. Pero, para que no haya salido nada a la luz durante tanto tiempo es preciso que el zafiro, allí donde se encuentre, esté bien escondido. La persona que se atrevió a robar una piedra semejante tuvo que trabajar por encargo, tener un cliente muy importante y discreto. Intentar venderlo a un joyero cualquiera hubiera sido una locura. Su aparición en el mercado, además de que le habría dado la voz de alarma, habría causado sensación, atraído a la prensa…

—Dicho de otro modo: no debo albergar ninguna esperanza de volver a verlo, salvo quizá dentro de varios años, cuando muera el que lo tiene, por ejemplo. En realidad —añadió con amargura—, usted debería estar muy interesado en buscar a esa persona. ¿No es el último dueño del zafiro, por hablar en los mismos términos que su predicción?

—No bromee con eso. Y no juegue con las palabras: el hombre en cuestión es usted. No le he dado todos los detalles, pero dejemos eso por el momento. Por supuesto que voy a ponerme a la caza y captura. Y usted va a ayudarme, como también me ayudará a recuperar las otras tres piedras. Hasta ahora, como creía que el zafiro lo tenía localizado, me he dedicado por entero a ellas.

—¿Y tiene alguna pista?

—En lo que se refiere al ópalo y al rubí, las que tengo son todavía bastante confusas. Una es posible que esté en Viena, con el tesoro de los Habsburgo, y la otra en España. El diamante, en cambio, estoy seguro de que se encuentra en Inglaterra. Pero, siéntese, voy a contarle… ¡mmm!, este café está frío.

—No pasa nada —dijo Morosini, cuya curiosidad iba en aumento—. Yo no quiero más.

—Usted quizá no, pero yo sí. Ya le dije que bebía mucho. Pero puedo ofrecerle otra cosa. ¿Un poco de brandy tal vez, o de coñac?

—Ni lo uno ni lo otro. En cambio, tomaría con mucho gusto un poco de su excelente vodka —dijo Morosini, confiando en que, tal como era costumbre en el país, el alcohol iría acompañado de unos zakuskis. Empezaba a sentir hambre y la idea de hacer el largo viaje de regreso sin haber comido algo le angustiaba un poco.

El sirviente oriental, que había acudido al oír unas palmadas, recibió unas órdenes en una lengua desconocida, y en cuanto se hubo marchado, Morosini, apasionado ya por el asunto, retomó el hilo de la conversación.

—Decía que, al parecer, el diamante está en Inglaterra, ¿no?

—Estoy casi seguro, y en cierto sentido es bastante natural. En el siglo XV pertenecía al rey Eduardo IV, cuya hermana, Margarita de York, iba a casarse con el duque de Borgoña, el famoso Carlos llamado el Temerario. Formó parte de la dote de la novia junto con otras maravillas. Lo llamaban la Rosa de York. Pero el borgoñón no lo conservó mucho tiempo; desapareció después de la batalla de Grandson, en la que los suizos de los cantones saquearon el tesoro del Temerario, derrotado en 1476. Desde entonces se consideraba perdido, pero resulta que dentro de seis meses un joyero británico va a ponerlo en venta en Londres, a través de Christie…

—Un momento —lo interrumpió Morosini, bastante decepcionado—. Dígame qué pinto yo ahí. Pídale al señor Amschel que se lo compre, como acostumbra a hacer.

Por primera vez, el Cojo se echó a reír.

—No es tan sencillo. La piedra que será sacada a subasta es una copia. Igual de fiel que este zafiro y procedente del mismo taller —dijo Aronov cogiendo la espléndida pieza, que se había quedado sobre la mesa—. Los expertos no lo notarán, créame, y la venta será anunciada a bombo y platillo.

—Debo de ser tonto, pero sigo sin comprender. ¿Qué espera, entonces?

—¿Tan poco conoce a los coleccionistas? No hay nadie más celoso y orgulloso que esos animales, y con eso cuento: espero que la venta haga salir de su agujero al diamante auténtico… y que usted esté allí para asistir al milagro.

Morosini no contestó enseguida; como entendido en la materia, apreciaba la táctica de Aronov, en la práctica la única capaz de empujar a un coleccionista a declararse poseedor de una pieza. Él conocía a dos o tres de ese estilo, que ocultaban a todo trance un tesoro en ocasiones obtenido empleando medios discutibles, pero incapaces de no protestar sí, por ventura, un tipo tenía el atrevimiento de afirmar que se hallaba en posesión de la maravilla. Callar resulta en tales casos imposible porque bajo el silencio se arrastra un gusano que no deja vivir: el de la duda. ¿Y si el otro tuviera razón? ¿Y si la piedra auténtica fuera la suya, no la que él va a contemplar todos los días al fondo de un sótano secreto con el mayor de los misterios?

Mientras pensaba su mirada se dirigió casi maquinalmente a la copia del zafiro y la risa del Cojo se dejó oír de nuevo.

—Evidentemente —dijo, adivinando el pensamiento del príncipe—, se podría actuar del mismo modo con este que voy a darle para que haga de él tal uso cuando le parezca oportuno. Eso sí, no olvide —añadió, cambiando bruscamente de tono— qué desde el momento en que decida utilizarlo estará en peligro, porque quien tiene el auténtico no puede ser un apacible aficionado, ni siquiera uno apasionado. Yo no soy el único que conoce el secreto del pectoral. Lo buscan otros que están dispuestos a todo para apropiárselo, y ésa es la principal razón de que lleve una existencia oculta.

—¿Tiene alguna idea de quiénes son esos «otros»?

—Por el momento no tengo nombres, pero hay indicios claros. Un «orden negro» va a precipitarse muy pronto sobre Europa, una anticaballería, la negación irracional de los valores humanos más nobles. Será, ya lo es, enemiga jurada de mi pueblo, que tendrá que temer cualquier cosa de ella, a no ser que Israel pueda renacer a tiempo para evitarlo. De modo que lleve cuidado. Si descubren que está ayudándome se convertirá en su blanco y no olvide que con esa gente todo está permitido. Tiene la posibilidad de rechazar mi propuesta, claro está; sin duda es injusto pedir a un cristiano que arriesgue la vida por unos judíos.

Por toda respuesta, Morosini se guardó el zafiro.

—Si le dijera que esta historia empieza a divertirme —dijo, dedicando a su anfitrión la más impertinente de sus sonrisas—, le escandalizaría, y sin embargo no puede ser más cierto. Prefiero tranquilizarlo diciéndole que quiero el pellejo del asesino de mi madre, sea quien sea. Jugaré con usted… hasta el final.

Aronov clavó su ojo único en los ojos chispeantes de su visitante.

—Gracias —dijo.

El sirviente acababa de aparecer llevando una gran bandeja en la que junto a la cafetera había una botella helada, un vaso, unas servilletas de papel y el plato de zakuskis que esperaba Morosini.

—Creo que ha llegado el momento de que me diga qué debo saber para no cometer errores: la fecha de la venta en Christie, por ejemplo, el nombre del joyero inglés y algunos detalles más.

Mientras su invitado comía, Simon Aronov continuó hablando largo rato con una sabiduría que fascinó a Morosini. Ese asombroso hombre presentaba cierta semejanza con el espejo negro del mago Luc Gauric: uno podía contemplar en él su propia imagen, pero también poseía la virtud de reflejar, de un modo igualmente real, el pasado y el futuro. Escuchándolo, su nuevo aliado tuvo la certeza de que su cruzada era santa y de que juntos podrían llevarla a término.

—¿Cuándo volveremos a vernos? —preguntó.

—No lo sé, pero le pido que me deje tomar la iniciativa de nuestros encuentros. No obstante, si tuviera necesidad de ponerse en contacto conmigo urgentemente, envíe un telegrama a la persona cuya dirección voy a darle. Si encontraran ese papel, no tendría ninguna consecuencia; se trata del apoderado de un banco de Zurich. Pero no se dirija nunca a Amschel, a quien tendrá ocasión de volver a ver, por lo menos en Christie, donde me representará. No deben verlos juntos nunca más. Los mensajes que mande a Suiza deben ser triviales: el anuncio de la próxima puesta en venta de un objeto interesante para ponerla en conocimiento de un cliente, por ejemplo, o incluso de una transacción cualquiera. Su firma bastará para que el destinatario comprenda.

—De acuerdo —dijo Aldo, guardándose el papel en el bolsillo con la firme intención de aprenderse de memoria lo que ponía y destruirlo—. Bien, creo que ya no me queda más por hacer aquí que despedirme.

—Un momento, por favor. Se me olvidaba una cosa importante. ¿Tiene posibilidad de pasar por París próximamente?

—Desde luego. Me marcho el jueves en el Nord-Express y puedo quedarme allí uno o dos días.

—Entonces no deje de ir a ver a uno de mis escasísimos amigos, que le será de gran utilidad en lo relacionado con nuestros asuntos. Puede confiar plenamente en él, aunque a primera vista parezca un chiflado. Se llama Adalbert Vidal-Pellicorne.

—¡Dios mío, vaya nombre! —exclamó Morosini riendo—. ¿Y a qué se dedica?

—Oficialmente es arqueólogo. Oficiosamente también, pero a eso añade toda clase de actividades. Entre otras cosas, entiende mucho de piedras preciosas y, sobretodo, conoce a todo el mundo, es capaz de introducirse en cualquier círculo. Además, es un fisgón de mucho cuidado. Creo que le parecerá divertido. Deme el papel y le anotaré también su dirección.

Hecho esto, Simon Aronov se levantó tendiendo una mano firme y cálida que Aldo estrechó con placer. De este modo quedó sellado entre ellos un acuerdo que no necesitaba ningún papel.

—Le estoy infinitamente agradecido, príncipe. Lamento obligarle a hacer otro viaje subterráneo, pero, por si alguien lo hubiera visto, es imprescindible que salga de la misma casa en la que ha entrado. Es una de las dos viviendas de mi fiel Amschel; la otra está en Frankfurt.

—Lo entiendo perfectamente. ¿Me permite una pregunta antes de irme?

—Por supuesto.

—¿Vive siempre en Varsovia?

—No. Tengo otras residencias, e incluso otros nombres, con los que quizá me vea en alguna ocasión, pero aquí es donde me siento en mi casa, por eso la oculto tan celosamente —respondió, con una de las sonrisas que a Aldo le parecían tan atrayentes—. De todas formas, volveremos a vernos. Le deseo suerte. Puede pedir al banco de Zurich el dinero que necesite. Rezaré para que la ayuda de Aquel cuyo nombre no debe ser pronunciado le sea concedida.

No faltaba mucho para medianoche cuando Morosini regresó por fin al hotel Europa.


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